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En pleno verano de 1942, por las pesadas puertas de roble
del hospital X de Moscú, apoyándose en un recio bastón de ébano, salía
un hombre joven, robusto, con las insignias de teniente en la guerrera
de aviador militar. Llevaba pantalones largos de uniforme. Le acompañaba
una mujer vestida de bata blanca. La toca con la cruz roja daba a su
rostro bondadoso y simpático una expresión un tanto solemne. Se
detuvieron en el descansillo de la entrada. El piloto se quitó el
desteñido y arrugado gorro y se llevó torpemente la mano de la enfermera
a los labios; ella tomó en sus manos la cabeza de él y besóle en la
frente. Luego, con un ligero balanceo, el aviador bajó rápido los
escalones y, sin volver la cabeza, marchó por el asfalto del malecón
frente al largo edificio del hospital.
Desde las ventanas, los heridos —con pijamas azules,
amarillos y marrones— le despedían agitando las manos, bastones y
muletas, gritaban, dándole algún consejo por lo visto o deseándole buen
viaje. También él agitaba su mano en señal de despedida, pero era
evidente que tenía prisa por huir cuanto antes de aquel gran edificio
gris y dar la espalda a las ventanas para ocultar la emoción que le
embargaba. Caminaba de prisa, con un andar extraño, recto, saltarín,
apoyándose ligeramente en el bastón. A no ser por el suave crujido que
marcaba cada uno de sus pasos, a nadie podría ocurrírsele que a aquel
hombre esbelto, vigoroso y ágil, le faltaban ambos pies.
Desde el hospital, Alexéi Merésiev era enviado, para su
convalecencia, a un sanatorio de las Fuerzas Aéreas situado en las
afueras de Moscú. Allí iba también el comandante Struchkov. Del
sanatorio habían enviado por ellos un automóvil. Pero Merésiev convenció
a la jefatura del hospital de que tenía parientes en Moscú, sin visitar
a los cuales no podía marchar. Dejó su macuto a Struchkov y marchóse del
hospital a pie, prometiendo ir al sanatorio por la tarde, en tren
eléctrico.
Merésiev no tenía parientes en Moscú. Pero sentía grandes
deseos de ver la capital, estaba impaciente por probar sus fuerzas
andando libremente, por mezclarse a una bulliciosa multitud que no se
preocupara de él en absoluto. Llamó a Aniuta y le rogó que, si podía, le
esperase a las doce. ¿Dónde? Pues... Al pie del monumento a Pushkin. Y
ahora caminaba solo, a lo largo del majestuoso río —que, encajonado por
el granito, cabrilleaba al sol con la escama de su menudo rizo—,
aspirando ávidamente, a pleno pulmón, el cálido aire estival, que olía a
algo muy conocido, agradable y dulce.
¡Cuán hermoso era todo lo que le rodeaba!
Todas las mujeres le parecían bonitas, el verdor de los
árboles le asombraba por su magnificencia. El aire era tan puro que le
mareaba como el lúpulo, y tan transparente que perdíase la sensación de
la distancia: parecíale que bastaría extender el brazo para llegar hasta
aquellas almenadas murallas del Kremlin, que jamás había visto al
natural; hasta la cúpula de la catedral de Iván el Grande, hasta el
enorme y suave arco del puente que, formando una pesada curva, pendía
sobre el río. El aroma enervante y dulzón que flotaba sobre la ciudad
recordábale la infancia. ¿De dónde provenía? ¿Por qué le latía tan
emocionado el corazón, trayéndole a la memoria a su madre —aunque ellos
nunca habían estado en Moscú—, no como era ahora, delgada y vieja, sino
joven, alta y de abundantes cabellos?
Hasta entonces Merésiev sólo conocía la capital por las
fotografías de las revistas y periódicos, por los libros, por los
relatos de quienes habían estado en ella, por el lento sonido del
antiguo carillón que a media noche se desgranaba sobre el mundo
adormecido, por el alegre y bullicioso rumor de las manifestaciones, que
había escuchado a través de los altavoces de la radio. Y ahora se
extendía ante él, inmenso y bello, achicharrándose al brillante sol
estival.
Alexéi recorrió el desierto malecón, paralelo al Kremlin,
descansó junto al fresco pretil de granito, contemplando las aguas
grises, cubiertas de una película irisada, que chapoteaban al pie de la
pétrea muralla, y comenzó a ascender despaciosamente hacia la Plaza
Roja. Los tilos estaban en flor. En medio del asfalto de calles y plaza
en las podadas copas —a las que unas sencillas flores de dulce fragancia
hacían amarillear—, zumbaban laboriosas las abejas, sin prestar atención
a las bocinas de los autos, ni al estruendo y chirrido de los tranvías,
ni al caliginoso aire que olía a gasolina y flotaba sobre el recalentado
asfalto.
"¡Qué bello eres, Moscú!"
Después de cuatro meses de permanencia en el hospital, Alexéi quedó tan
asombrado de aquella magnificencia veraniega, que tardó en darse cuenta
que Moscú estaba vestido de uniforme militar y se hallaba, como decían
los pilotos, en estado de alerta número uno, es decir, preparado a
alzarse en cualquier momento a la lucha contra el enemigo. La ancha
calle estaba interceptada junto al puente por una descomunal y disforme
barricada hecha de una armadura de vigas rellena de arena; en las
esquinas del puente; como cubitos olvidados sobre la mesa por algún
chiquillo, se erguían unos fortines cuadrados, de hormigón, con cuatro
troneras. Sobre la superficie gris de la Plaza Roja, se habían pintado
casas de diferentes colores, céspedes y unas ringleras de árboles. Los
escaparates de las tiendas de la calle de Gorki estaban protegidos por
planchas de madera reforzadas con arena. Y en las calles transversales,
semejantes también a juguetes dispersos y olvidados por una chiquillería
revoltosa, yacían oxidados "erizos" hechos de raíles soldados entre sí.
Para el militar que viniera a parar allí desde el frente y que no
conociera el Moscú de antes, todo aquello no le chocaría mucho. Tan sólo
se asombraría de los colores extraños de algunas casas y paredes, que
recordaban los absurdos cuadros de los futuristas, y de las "Ventanas de
TASS"
(carteles
satíricos con epígrafes en verso que se publicaban durante la Gran
Guerra Patria en TASS.),
que miraban a los transeúntes desde las vallas y desde los escaparates.
Haciendo crujir las prótesis y apoyándose ya más
pesadamente en el bastón, Merésiev, bastante fatigado, subió por la
calle de Gorki arriba, buscando sorprendido los embudos y hoyos, las
casas demolidas por las bombas, las brechas, las ventanas arrancadas.
Cuando vivía en su aeródromo, uno de los aeródromos militares más
occidentales, casi todas las noches oía pasar hacia el Este —un escalón
tras otro— los aviones de bombardeo alemanes. No había tenido tiempo aún
de acallarse en la lejanía el zumbido de una oleada, cuando venía otra y
a veces el aire resonaba toda la noche. Los pilotos sabían que los
fascistas iban a Moscú. Y se imaginaban el infierno que debía ser
aquello.
Y ahora, examinando el Moscú de guerra, Merésiev buscaba
con los ojos las huellas de las incursiones aéreas
y
no las encontraba por parte alguna. El pavimento de
asfalto estaba intacto, en las filas de las casas no se notaba hueco
alguno. Incluso los cristales de las ventanas, aunque cuadriculados por
unas tiras de papel, con raras excepciones, estaban enteros. Pero el
frente se hallaba cerca y esto se adivinaba por los preocupados rostros
de los habitantes, de los cuales, más de la mitad eran militares con
altas botas polvorientas, guerreras húmedas de sudor, pegadas a la
espalda, y el macuto a cuestas. De pronto, de una transversal, desembocó
en la calle inundada de sol una larga columna de camiones polvorientos,
con los guardabarros abollados y los cristales de la cabina perforados
por las balas. Los combatientes, cubiertos también de polvo y con las
capas-tienda flameando a la espalda, miraban con curiosidad a su
alrededor desde las destartaladas cajas de madera la columna avanzaba,
adelantando a los trolebuses, a los coches ligeros y tranvías, como
advirtiendo con su presencia que el enemigo estaba cerca. Merésiev
siguió a la columna con una larga mirada. No tenía más que saltar a una
de aquellas polvorientas cajas, y a la tarde estaría ya en el frente,
¡en su aeródromo! Se imaginó el refugio donde vivía con Degtiarenko, el
camastro montado sobre unos caballetes de abeto, el penetrante olor a
resina, a follaje y a gasolina de la lámpara, de: fabricación propia,
hecha de la vaina de un proyectil aplastada por arriba, el aullido de
los motores al calentarse por la mañana, y el murmullo incesante de los
pinos, tanto de día como de noche. Aquel refugio le parecía tranquilo y
confortable, ¡un auténtico hogar! ¡Qué deseos sentía de ir cuanto antes
allá, a aquellos pantanos que los pilotos maldecían por su humedad, por
su suelo fangoso, por el zumbido constante de los mosquitos!
A duras penas logró llegar hasta el monumento a Pushkin.
Por el camino hubo de tomar aliento varias veces, apoyándose con ambas
manos en el bastón y fingiendo examinar algunas chucherías expuestas en
los polvorientos escaparates de las tiendas. Con qué placer se sentó,
mejor dicho, se desplomó, en el verde banco recalentado por el sol, no
lejos del monumento. Se desplomó y estiró las piernas doloridas,
entumecidas, lesionadas por las correas. Pero, no obstante el cansancio,
su alegre estado de ánimo no amenguó. ¡Muy bello era aquel día luminoso!
El cielo, insondable, se extendía sobre una figura pétrea de mujer que
se alzaba sobre la torrecilla esquinal de la última casa. Un airecillo
suave, acariciador, expandía por todo el paseo el fresco y dulce aroma
de los tilos en flor. Los tranvías tintineaban y rechinaban insolentes y
los pequeños moscovitas —pálidos, delgaduchos, que jugaban en la
templada arena, al pie del
monumento—
reían de buena gana. Algo más allá, dentro del paseo,
tras un cercado de cuerda y custodiado por dos sonrosadas muchachas, de
impecables
guerreras, despedía argentados reflejos el enorme cigarro de un globo
cautivo. Y aquel atributo de guerra parecióle a Merésiev no un nocturno
guardián del cielo moscovita, sino un enorme y noble animal, que,
escapado del Parque Zoológico, dormitase ahora en el paseo, a la fresca
sombra de los árboles en flor.
Merésiev entornó los ojos, ofreciendo al sol su rostro
sonriente.
Al principio, los chiquillos no prestaron atención al
piloto. Viéndoles, Alexéi recordaba a los gorriones en el alféizar de la
sala cuarenta y dos; arrullado por aquel alegre gorjear, absorbía con
todo su cuerpo el calor del sol y el ruido de la calle. De pronto, un
chicuelo descalzo, al huir de uno de sus camaradas, tropezó con las
extendidas piernas del piloto y cayó sobre la arena.
Por un instante, una mueca llorosa contrajo su carilla
redonda, luego apareció en ella una expresión de perplejidad que fue
reemplazada por otra de verdadero espanto. El pequeño lanzó un grito,
miró atemorizado a Alexéi y echó a correr. La bandada de chiquillos se
congregó en torno suyo y gorjeó alarmada largo rato, mirando de reojo al
piloto. Luego, pausada y medrosa, empezó a aproximarse.
Sumido en sus pensamientos, Alexéi no se había dado
cuenta de nada. De pronto, vio a los chicuelos que le miraban con
asombro y temor; entonces prestó oído a lo que hablaban.
-
¡Todo eso son cuentos, Vitamín! Es un piloto como otro
cualquiera, un teniente más —decía seriamente un muchachuelo pálido y
delgado de unos diez años.
-
No es cuento. ¡Así me hunda! Os doy mi palabra de pionero
que son de madera, sí, sí, de madera —decía el carirredondo Vitamín.
Merésiev sintió un pinchazo en el corazón. E
inmediatamente el día dejó de parecerle tan alegre y luminoso. Levantó
los ojos y ante su mirada los muchachos recularon, sin apartar la vista
de sus pies. Vitamín, herido en lo más vivo, insistía, dirigiéndose al
muchacho delgaducho:
— ¿Quieres que se lo pregunte? ¿Crees que tengo
miedo? ¿Te apuestas algo?
Y, apartándose súbitamente de los demás, pisando
cauteloso y de lado, dispuesto a levantar el vuelo a cada instante como
el gorrión "Fusilero", se acercó a Merésiev.
— Tío teniente... —dijo, tensando el cuerpo como un
corredor en la línea de salida—. Tío, ¿sus pies son unos pies de verdad
o de madera? ¿Es usted un inválido?
En aquel instante, el chiquillo parecido al gorrión
observó que los oscuros ojos del piloto se anegaban en lágrimas. Si
Merésiev hubiese saltado del asiento, le hubiese chillado y comenzase a
perseguirle agitando su extraño bastón de letras doradas, su impresión
hubiera sido menor.
Con su pequeño corazón de gorrión —que no con la mente—
sintió el chiquillo el dolor* que había causado a aquel militar moreno
con la palabra "inválido". Sin decir nada más, el pequeño se incorporó
al grupo de sus amigos silenciosos y todos se dispersaron sin ruido,
como derretidos en el aire cálido y aromático que olía a miel y a
asfalto recalentado.
Alguien le llamó por su nombre. De un salto se puso en
pie. Ante él se encontraba Aniuta. La reconoció en seguida por la
fotografía, aunque en realidad no era tan bonita. Su rostro pálido
denotaba cansancio; llevaba un uniforme semimilitar: guerrera y botas
altas. Cubría su cabeza con un viejo y aplastado gorro cuartelero. Pero
sus ojos glaucos y un poco saltones miraban a Merésiev tan luminosos y
sencillos, irradiaban tal simpatía, que aquella muchacha desconocida le
pareció una antigua amiga, como si se hubieran criado en el mismo patio.
Por un instante se estuvieron estudiando mutuamente, en
silencio.
-
Me lo había imaginado completamente distinto.
-
¿Cómo? —Merésiev sintióse sin fuerzas para borrar de su
rostro una sonrisa muy poco oportuna.
-
Pues, ¿cómo le diría?, de aspecto heroico, alto,
fuerte... o algo así, con una gran mandíbula y con pipa, sin falta con
pipa... ¡Grigori me escribía tanto acerca de usted!
-
Su Grigori sí que es un verdadero héroe —la interrumpió
Alexéi y, al ver cómo la muchacha resplandecía de satisfacción, continuó
subrayando las palabras "su", "suyo"—. El suyo sí que es todo un hombre.
¿Yo, qué?, pero, él, su Grigori, probablemente no le habrá contado nada
de sí...
-
Mire, Aliosha. .. ¿me permite llamarle Aliosha? Estoy
acostumbrada a este nombre por las cartas de Grigori. .. ¿No tiene nada
más que hacer en Moscú? Venga a mi casa, ya he terminado la guardia, y
dispongo de todo el día. Venga, tengo vodka. ¿Le gusta el vodka? Le
invito.
Por un segundo, desde lo más profundo de su memoria
surgió el pícaro rostro del comandante Struchkov y le guiñó el ojo, como
diciendo: "¿Lo ves?, vive sola, tiene vodka. ¡Tate!" Pero Struchkov se
había visto tan burlado, que Alexéi no le creía en lo más mínimo. Hasta
la tarde quedaba mucho tiempo y marcharon por el paseo, charlando
alegremente, como dos viejos y buenos amigos. A Merésiev le agradaba que
aquella muchacha apenas pudiera contener la emoción, y se mordiese los
labios, cuando le contaba la desgracia que le había acaecido a Gvózdiev
al comienzo de la guerra. Los ojos glaucos de Aniuta se iluminaban
cuando le describía las hazañas de guerra del tanquista. ¡Cómo se
enorgullecía de él! ¡Con qué emoción inquiría nuevos y nuevos detalles!
¡Cómo se indignaba contando que Gvózdiev le había mandado de pronto, sin
más ni más, el certificado para cobrar parte de su paga! ¿Y por qué se
había escapado tan inopinadamente? Sin ninguna advertencia, sin dejarle
una nota, sin darle las señas. ¿Era un secreto de guerra? Pero, ¿qué
secreto de guerra puede haber cuando una persona se marcha sin
despedirse y luego no escribe nada?
-
Y, a propósito, ¿por qué me subrayaba usted con tanta
intención cuando hablamos por teléfono que se ha dejado barba? —preguntó
Aniuta, mirando escrutadora a Alexéi.
-
Le mentí, fue una tontería —intentó eludir la pregunta
Merésiev.
-
¡No, no, dígamelo! ¡No cejaré, dígamelo! ¿O también es un
secreto de guerra?
-
¿Qué secreto puede haber en esto? Sencillamente, que
nuestro profesor Vasili Vasílievich se la... prescribió, para que las
muchachas... , para que gustase más a cierta muchacha.
— ¡Ah, vamos, ahora comprendo todo! ¡Claro!
Aniuta
pareció ensombrecerse de pronto, se hizo más
vieja: como si de súbito se hubiera apagado la luz en sus
glaucos ojos saltones. La palidez de su rostro, las pequeñas arruguitas
de la frente y junto a los ojos, que parecían trazadas con una aguja, se
hicieron más perceptibles. Y toda ella, con su vieja guerrera y el gorro
desteñido sobre sus cabellos lisos, de un rubio oscuro, parecióle a
Alexéi muy cansada y rendida. Tan sólo su boca sonrosada, jugosa y
pequeña, con un bozo apenas perceptible y un diminuto lunar sobre el
labio superior, atestiguaba que la muchacha era muy joven, que quizás no
tuviese aún veinte años.
En Moscú suele ocurrir que, yendo por una calle ancha,
bordeada de hermosas casas, surge de pronto, al desviarse de ella unos
diez pasos, una casita vieja, panzuda, enterrada en el suelo y que mira
con los cristales, empañados por la vejez, de unas pequeñas ventanas. En
una de aquellas casas vivía Aniuta. Por una estrecha y sórdida escalenta,
que olía a gatos y a petróleo, ascendieron hasta el primer piso. La
muchacha abrió la puerta con su llave. Pasaron por debajo de unas bolsas
con víveres, puestas al fresco entre las dos puertas, por entre
cacharros y cazuelas, y llegaron a la oscura y vacía cocina; después de
cruzarla, entraron en un pequeño pasillo, lleno de enseres y con
cortinas por las paredes, y salieron junto a una pequeña puerta. Una
viejecita delgaducha asomó por la puerta de enfrente.
— Anna Danílovna, ahí tiene usted una carta —dijo,
y, siguiendo a los jóvenes con una mirada curiosa, se ocultó.
El padre de Aniuta era profesor. Su familia había
evacuado con el instituto donde trabajaba. Las dos pequeñas
habitaciones, atestadas como un almacén de muebles, repletas de un
mobiliario antiguo cubierto con fundas de tela, habían quedado al
cuidado de la muchacha. Los muebles, los viejos cortinones de lana, los
visillos amarillentos, los cuadros, las oleografías, las estatuillas y
las ánforas colocadas sobre el piano olían a humedad y a abandono:
— Perdóneme, hago vida cuartelera: del hospital voy
directamente a la universidad y aquí vengo sólo de visita —dijo Aniuta,
sonrojándose y quitando presurosa de la mesa, junto con el mantel,
residuos de todo género.
Aniuta salió; poco después regresó y extendió el mantel,
igualando cuidadosamente los bordes.
— Y cuando consigo venir a casa, llego tan cansada
que, apenas caigo en el diván, me duermo vestida ¡No está una para
ocuparse de arreglos de casa!
Minutos más tarde cantaba ya la tetera eléctrica. Sobre
la mesa relucían unas viejas tazas talladas, con los costados borrosos
por el uso. En una fuente de porcelana había unas finas rebanadas de pan
negro, y en el fondo de un azucarero se veía un poco de azúcar partido
en trozos muy menuditos. En una pequeña tetera, cubierta por una funda,
también muy antigua, con pompones de lana, maduraba la esencia de té,
despidiendo un agradable aroma que recordaba los tiempos de antes de la
guerra; en medio de la mesa, brillaba el azul de una botella sin
descorchar, escoltada por dos finas copitas.
Merésiev había sido invitado a sentarse en un hondo
sillón tapizado de terciopelo verde, del que escapaban tantas hebras de
crin vegetal que no bastaban a ocultarlas los paños bordados con lana,
cuidadosamente sujetos al asiento y al respaldo. Pero era tan cómodo,
abrazaba a la persona tan cariñosamente por todas partes, que Alexéi se
arrellanó en él, extendiendo con placer las piernas entumecidas, que le
ardían.
Aniuta sentóse a su lado en un pequeño taburete y,
mirándole de abajo arriba, como una niña, comenzó de nuevo a hacerle
preguntas acerca de Gvózdiev. Luego, recordando de súbito sus
obligaciones de ama de casa, se increpó a sí misma, se puso a trajinar y
arrastró a Alexéi hacia la mesa.
— Usted beberá, ¿verdad? Grigori decía que los
tan-quistas, bueno, naturalmente, y los aviadores...
Le acercó una copita. El vodka refulgía azulado bajo la
caricia de los brillantes rayos solares que cruzaban la habitación. El
olor a alcohol le recordó el lejano aeródromo del bosque, el comedorcito
de los oficiales, el alegre barullo que acompañaba durante la comida al
reparto de la "ración de combustible". Al observar que la segunda copita
estaba vacía, preguntó: ¿Y usted?
-
Yo no bebo —respondió Aniuta sencillamente.
-
¿Y si brindamos por él, por Grigori?
La muchacha se sonrió, llenó en silencio la copita y,
sosteniéndola por el fino tallo, la chocó pensativa con la de Alexéi.
— ¡Por que tenga éxito! —dijo resueltamente,
apurando de un trago la copita, pero al instante se atragantó, comenzó a
toser, enrojeció y a poco se ahoga.
Merésiev sintió cómo, por la falta de costumbre, el vodka
se le subía a la cabeza, difundiendo por todo su cuerpo calorcillo y
sosiego. Volvió a llenar las copitas. Aniuta denegó resueltamente con la
cabeza:
-
No, no, nunca bebo; ya lo ha visto.
-
¿Y por mi éxito? —dijo Alexéi—. Aniuta, ¡si usted supiera
cuán necesario me es el éxito!
La muchacha, mirándole muy seria, levantó la copita, le
hizo un gesto cariñoso con la cabeza y, apretándole suavemente el brazo
junto al codo, bebió de nuevo. Volvió a atragantarse y sólo a fuerza de
toser logró recobrar el aliento.
—¡¿Qué estoy haciendo?! Después de una guardia de
veinticuatro horas. Esto lo hago únicamente por usted, Aliosha. Usted.
Grigori, en sus cartas, me hablaba mucho de usted.. . ¡Deseo
ardientemente que tenga éxito! Y lo tendrá sin falta, ¿me oye?, ¡sin
falta! —y su risa esparcióse sonora—. ¿Por qué no come? Coma pan. No se
preocupe, tengo más. Es el de ayer, el de hoy todavía no lo he comprado
—sonriendo, le acercó la fuente de porcelana con las finas rebanadas de
pan, cortadas como si fuera queso—. Coma, coma, no le dé reparo. De lo
contrario, se achispará y ¿qué será de usted?
Alexéi separó la fuente con las rebanadas de pan y miró a
Aniuta al fondo de sus ojos verdosos y a su boca pequeña y gordezuela,
de labios brillantes.
— ¿Y qué haría usted si yo le diera un beso ahora?
—preguntó con voz sorda.
Ella le miró asustada, como si se hubiese despejado de
pronto, sin enojo siquiera, pero escrutadora, desilusionada, como una
persona que examinase los trozos de un cristal roto que, momentos antes,
por su fulgor y destellos, hubiérale parecido de lejos una piedra
preciosa.
— Con toda seguridad le pondría de patitas en la
calle y escribiría a Grigori diciéndole que conoce muy mal a las
personas —le dijo fríamente, ofreciéndole de nuevo, con insistencia, el
pan—. Coma, está usted bebido.
El rostro de Merésiev se iluminó:
— ¡Muy bien! ¡Muchas gracias por esto! ¡Gracias en
nombre de todo el Ejército Rojo! Le escribiré a Grigori diciéndole que
conoce bien, perfectamente bien, a las personas.
Estuvieron charlando hasta las tres; hasta que los
brillantes y polvorientos haces que cruzaban la habitación oblicuamente
comenzaron a ascender por la pared. Era hora de marchar a la estación.
Alexéi se levantó con cierta pena del cómodo sillón verde, llevando
adheridos a su guerrera filamentos de crin vegetal. Aniuta le acompañó.
Iban del brazo y él —después de haber descansado— pisaba tan seguro que
la muchacha pensó: "¿No habrá bromeado Grigori al decirme que a su amigo
le faltaban los pies?" Aniuta hablaba a Alexéi del hospital de
evacuación donde trabajaba, en unión de otras estudiantes de medicina,
en la clasificación de los heridos, de cómo dicho trabajo era ahora
duro, ya que desde el Sur llegaban a diario varios convoyes de heridos,
por lo común gente magnífica, que soportaba firmemente todos sus
sufrimientos. De pronto, se interrumpió a media frase y preguntó:
— ¿Dijo usted en serio eso de que Grigori se ha dejado la
barba? —calló un momento, reflexionó, y luego agregó pausadamente—: He
comprendido todo. Se lo diré con entera honradez, como si fuera usted mi
padre: en efecto, al principio me era penoso mirar sus cicatrices. No,
penoso no; no es ésta la palabra. Posiblemente estaba un poco asustada,
pero no, tampoco asustada, tampoco es eso... No sé cómo decirlo. ¿Usted
me comprende? Esto, probablemente, no está bien, mas, ¿qué iba a hacer?
Pero, huir, huir de mí: ¡tonto, más que tonto! ¡Si le escribe, dígale
que con ello me ha ofendido mucho, mucho!
El enorme edificio de la estación estaba casi vacío. La
mayor parte de las personas que allí había eran militares: unos, con
aire preocupado, se movían con prisa, otros, silenciosos, permanecían
sentados en los bancos junto a la pared, sobre sus bultos, en cuclillas
y hasta en el suelo, taciturnos, ceñudos, como si todos estuvieran
abismados en un mismo pensamiento común. Antes, por esta línea se
efectuaba el enlace básico con la Europa Occidental. Ahora, el camino a
Occidente estaba cortado por el enemigo, a unos ochenta kilómetros de
Moscú, y por aquel corto y cegado sector de la vía se hacían las
comunicaciones suburbanas. Circulaban exclusivamente los trenes que iban
al frente, en los cuales los militares llegaban en dos horas y sin hacer
transbordo desde la capital hasta el segundo escalón de sus divisiones,
encargadas de defender aquellos sectores; además, cada media hora, los
trenes eléctricos arrojaban a los andenes una multitud de obreros, que
vivían en los arrabales de Moscú, y de campesinas con leche, bayas,
setas y verduras. Su oleada ruidosa inundaba por un instante el local de
la estación, pero, en el acto, se desparramaba por la plaza y en la
estación volvían a quedar únicamente los militares.
En la sala central pendía un gran mapa del frente
soviético-alemán que llegaba hasta el techo. Una muchacha vestida de
uniforme militar, mofletuda y sonrosada, subida a una escalerilla de
tijera y sosteniendo en la mano un periódico con el parte de guerra del
día, cambiaba en el mapa el cordel clavado con alfileres que indicaba la
línea del frente.
En la parte inferior del mapa, el cordel torcía en brusco
ángulo hacia la derecha. Los alemanes atacaban en el Sur. Habían abierto
brecha en la dirección de Izium- Barviénkovo. El frente de su sexto
ejército, que había avanzado como una cuña obtusa en el interior del
país, se dirigía ya hacia la vena azul del meandro del Don. La muchacha
clavó el cordel pegado al Don. Muy cerca, como una gruesa arteria,
serpenteaba el Volga con el gran círculo de Stalingrado y el diminuto
punto de Kamyshin sobre él. Era evidente que la cuña enemiga, pegada al
Don, se dirigía hacia esta arteria fluvial de primer orden y estaba ya
cerca de ella y de la histórica ciudad. Un gran grupo de gente, sobre el
que se alzaba la muchacha subida a la escalera, miraba deprimido y en
silencio las gordezuelas manos que cambiaban los alfileres.
— ¡Empujan los perros... mira cómo empujan! ...
—pensó afligido, en voz alta, un soldado joven, que sudaba a chorros y
llevaba echado un flamante capote que, no ajustado aún a su cuerpo, se
alzaba anguloso sobre sus hombros.
Un ferroviario delgado, de bigotes canosos y grasienta
gorra de uniforme, midió ceñudo, de arriba abajo, al soldado:
— ¿Conque empujan, eh? ¿Y tú, por qué les dejas?
Naturalmente, empujan, si tú reculas ante ellos... ¡Vaya unos guerreros!
Hasta el propio Volga les habéis dejado llegar —y en su tono se percibía
un dejo de dolor y de pena, como si estuviera riñendo a un hijo por una
falta grave e imperdonable.
El soldado miró con aire contrito a su alrededor y
ajustándose sobre los hombros su flamante capote, comenzó a escabullirse
entre la multitud.
-
Sí, les hemos cedido demasiado terreno —suspiró alguien y
movió la cabeza con amargura—. ¡Eh! ...
-
¡A qué reñirle!... ¿Qué culpa tiene él? ¡Acaso son pocos
los que han pagado con su vida? ¡Hay que ver con qué fuerzas empujan!
Podemos decir que toda Europa ha sido puesta sobre tanques. Cualquiera
los para de
golpe —intervino en defensa del soldado un hombre viejo con guardapolvo
de tela impermeable y aspecto de maestro rural o de practicante—.
Pensándolo bien, usted y yo deberíamos inclinarnos ante ese soldado por
estar vivos y andar libres por Moscú. ¡Hay que ver los países que han
pisoteado los fascistas con sus tanques en varias semanas! Y nosotros
llevamos luchando más de un año, y nos mantenemos, les pegamos y ¡a
cuántos no habremos exterminado! Todo el mundo debería inclinarse ante
él, ante ese soldado; y usted le dice "que recula"...
-
Ya lo sé, ya lo sé. No me haga propaganda, por favor. La
cabeza lo sabe, pero el corazón duele, y se le parte a uno el alma
—respondió sombrío el ferroviario—. Es que es nuestra la tierra que
están pisoteando los alemanes, son nuestras las casas que destruyen. ..
-
¿El está allí? —preguntó Aniuta, señalando con el dedo al
Sur.
-
Sí, allí. Y ellas también — respondió Alexéi.
Al lado mismo del arco azul del Volga, más arriba de
Stalingrado, veía el pequeño circulito con la inscripción: "Kamyshin".
Para él, aquello no era un simple punto geográfico. Era la pequeña
ciudad verde, con las calles de los suburbios cubiertas de hierba, los
susurrantes álamos con sus hojas pulidas y polvorientas, el olor a
polvo, a hinojo, a perejil que venía de los setos de los huertos, los
globos rayados de las sandías que parecían tirados sobre la arcilla
oscura y seca del sandiar lleno de grandes hojas marchitas, los vientos
de la estepa con su intensa fragancia a ajenjo, la superficie inmensa y
bruñida del río, la novia esbelta, tostada, de ojos grises, y la vieja
madre, afanosa y desvalida...
— Ellas están allí —repitió una vez más.
2
El tren eléctrico corría veloz por las afueras de Moscú
entre el rápido traqueteo de las ruedas y el rugir irritado de la
potente sirena. Alexéi Merésiev iba sentado junto a la ventanilla,
comprimido contra la pared del vagón por un viejo afeitado que llevaba
un sombrero de anchas alas y unos lentes de oro sujetos con cordoncillo
negro. Entre las rodillas del viejo asomaba una hacheta de hortelano,
una azada y un rastrillo envueltos cuidadosamente en periódicos y atados
con un cordel.
El viejo, como todos en aquellos días terribles, vivía
con el pensamiento puesto en la guerra. Agitó con viveza su seca mano
ante las propias narices de Merésiev y en tono confidencial le susurró
al oído:
— Aunque soy un hombre civil, he comprendido
perfectamente nuestro plan: atraer al enemigo a las estepas del Volga,
obligarle a alargar sus comunicaciones o, como se dice ahora, alejarle
de sus bases y, luego, desde aquí, desde el Oeste y desde el Norte, ¡ris,
ras!, cortar las comunicaciones y liquidarle.
Sí, sí... Es un plan muy bien pensado. Contra nosotros no
lucha sólo Hitler. Con su látigo empuja contra nosotros a toda Europa.
Peleamos solos, en singular combate, contra los ejércitos de seis
países. Es preciso amortiguar este golpe terrible, aunque sea a costa de
espacio, sí. Es la única salida razonable. Ya que nuestros queridos
aliados, en fin de cuentas, callan. ¿Eh? ¿Usted qué opina?
— Opino que está diciendo una simpleza. Nuestra
tierra es un material demasiado caro para emplearlo como amortiguador
—respondió hosco Merésiev, acordándose de pronto de las ruinas de la
aldea muerta, por la cual se había arrastrado durante el invierno. Pero
el viejo no dejaba de bordonearle en la misma oreja, envolviendo al
piloto en olor a tabaco y a café de cebada.
Alexéi se asomó a la ventanilla. Ofreciendo el rostro a
las ráfagas del viento cálido y polvoriento, miraba con avidez los
andenes veraniegos que desfilaban veloces ante él, con sus verdes
enrejados desteñidos y sus coquetones kioscos
condenados con costeros, las villas de veraneo, que asomaban entre el
verdor del bosque, los praditos de esmeralda junto a los secos cauces de
los diminutos arroyuelos, los troncos de los pinos, parecidos a velas de
cera, que bajo los rayos del sol poniente despedían destellos de
ambarino oro entre la fronda, la vasta lejanía crepuscular, que azuleaba
más allá del bosque.
—
... Usted, que es militar,
dígame: ¿Está bien esto? Llevamos luchando más de un año solos contra el
fascismo, ¿eh? ¿Y los aliados? ¿Y el segundo frente? Imagínese usted la
siguiente escena: unos bandidos han atacado a una persona que, sin
sospechar nada, trabajaba con ahínco. Esta persona no se amilanó, les
hizo frente, ha peleado y continúa peleando con ellos. Pierde mucha
sangre, pero lucha, pega con lo que encuentra a mano. Está sola y ellos
son muchos; ellos están armados, y estuvieron al acecho durante mucho
tiempo. Eso es. Pero los vecinos que ven esta escena siguen quietos
junto a la puerta de sus casas, dando muestras de simpatía: "¡Bravo!
¡Ah, qué valiente!" —dicen—. "¡Así hay que tratar a esos ladrones! ¡Duro
con ellos, duro con ellos!" Y en vez de ayudarla a desembarazarse de los
ladrones, la alargan piedras y hierros: "Toma, le dicen, pégales más
fuerte con esto"; pero siguen de espectadores. Sí, sí, eso es lo que
hacen ahora los aliados. .. Simples espectadores. ..
Merésiev se volvió con interés hacia el vejete. Ahora
eran muchos los que miraban hacia ellos, y desde todos los rincones del
vagón abarrotado se oía:
— Y tiene razón. Luchamos solos. ¿Dónde está el
segundo frente?
— No importa. El trabajo, con ayuda de Dios, lo
haremos solos, pero a la hora de comer, ya verán cómo llegan también
ellos con su segundo frente.
El tren frenó junto al andén de una estación veraniega.
En el vagón entraron varios heridos con pijama, muletas y bastones,
llevando cucuruchos de bayas y pepitas de girasol. Al parecer, habían
ido al mercado de aquella estación desde cierta casa-hospital para
convalecientes de guerra. El vejete se levantó inmediatamente del
asiento.
— Siéntese, querido, siéntese —y casi a la fuerza
hizo sentarse en su puesto a un mozo pelirrojo con muletas y una pierna
vendada—. No se apure, no se apure, siéntese, no se preocupe, yo me apeo
en seguida.
Y el vejete, para dar mayor verosimilitud a sus palabras,
dio incluso algunos pasos en dirección a la puerta con su azada y
rastrillo. Las lecheras comenzaron a estrecharse en los bancos, cediendo
sitio a los heridos. Detrás de Alexéi una mujer dijo en tono
reprobatorio:
— ¿Y no le dará vergüenza? Tiene a su lado, de pie,
a un inválido de la guerra que está padeciendo, prensado por todas
partes, y él, un hombre sano, continúa en el asiento sin darse por
enterado. Como si tuviera un trato con las bala?. ¡Y eso que es oficial
y aviador!
Alexéi enrojeció ante aquella injusta ofensa. Las aletas
de su nariz temblaron furiosamente. Pero, de súbito, su rostro
resplandeció y se levantó de un salto:
— Siéntate, hermano.
El herido, azorado, retrocedió:
-
No se moleste, camarada teniente. No se moleste. Voy
cerca de aquí: dos estaciones más allá.
-
¡Siéntate, te dicen! —le gritó Merésiev, sintiendo un
aflujo de retozona alegría.
Se arrimó a la pared del vagón y se reclinó en ella,
sonriente, apoyándose sobre el bastón con ambas manos. La vieja, tocada
con un pañuelo a cuadros, comprendió al parecer su error.
— ¡Ah, qué gente! .. Vosotros, que estáis cerca,
dejad el asiento a este oficial del bastón. ¿No les da vergüenza? ¡A
ver, tú, la del sombrero! ¡Bien ancha estás!... Camarada oficial, venga
aquí, a mi sitio. ¡Apártense, por amor de Dios, dejen pasar al oficial!
Alexéi hizo como que no oía. El júbilo que le había
embargado se empañó. La encargada del vagón nombró la estación a que él
se dirigía y el tren comenzó a frenar suavemente. Alexéi se abrió paso
entre la gente y junto a la puerta volvió a tropezar con el vejete de
lentes, quien le guiñó el ojo, como a un viejo conocido.
-
¿Qué piensa usted, abrirán, a pesar de todo, el segundo
frente? —preguntó en voz baja.
-
Si no lo abren, nos arreglaremos solos —respondió Alexéi,
bajando al andén de madera.
El tren se ocultó tras un recodo entre el traqueteo de
las ruedas y el potente rugir de la sirena, dejando una tenue estela de
polvo. El andén, en el que habían quedado unos pocos pasajeros, fue
invadido inmediatamente por la fragante quietud vespertina. Antes de la
guerra, debió ser aquél un paraje muy bello y tranquilo. El bosque de
pinos, que llegaba hasta el mismo andén, murmuraba suave y reposado con
sus copas. Probablemente, un año antes, en tardes serenas como aquélla,
por los senderos y caminitos que conducían a través de la umbría del
bosque a las villas de verano se esparcirían, descendiendo de los
trenes, multitud de mujeres elegantes con vaporosos vestidos de vivos
colores, chiquillos alborotadores, hombres alegres y tostados, que
regresaban de la ciudad con paquetes de comida y botellas de vino como
presente para los veraneantes. Los pocos pasajeros dejados ahora por el
tren, con azadas, rastrillos y otros aperos, abandonaron rápidamente el
andén y se encaminaron, con aire atareado, al bosque, ensimismados en
sus preocupaciones. Sólo Merésiev, que con su bastón recordaba a un
paseante, se
recreaba en la belleza de la tarde estival, respiraba a pleno pulmón y
entornaba los ojos al sentir en la piel el cálido contacto de los rayos
solares que se filtraban a través de las ramas de los pinos.
En Moscú le habían explicado detalladamente la ruta. Como
militar experto, bastáronle algunas referencias para determinar el
camino al sanatorio, que se encontraba a diez minutos de marcha de la
estación, a orillas de un pequeño y tranquilo lago. En tiempos, antes de
la revolución, un millonario ruso decidió construir cerca de Moscú un
palacio de verano que no tuviera igual. Recomendó al arquitecto que no
escatimase dinero y que se preocupara únicamente de que el palacio fuera
absolutamente original. Complaciendo el gusto del dueño, el arquitecto
erigió junto al lago una gigantesca e insólita mole de ladrillo con
estrechas ventanas enrejadas, torrecillas, escalinatas de entrada,
pasadizos y picudos tejados. Aquella mole de mal gusto resultaba un
pegote en el despejado paisaje ruso, a la orilla misma del lago cubierto
de carrizos. ¡Pero el paisaje era precioso! Junto al agua, que en tiempo
sereno tenía la tersura del cristal, extendíase un bosquecillo de
jóvenes álamos, de hojas temblorosas. Aquí y acullá blanqueaban los
troncos de los abedules cubiertos de verde
vedra.
El anillo azulenco de un viejo pinar rodeaba el lago con un amplio y
almenado círculo. Y todo aquello repetíase invertido en el espejo de las
aguas, disolviéndose en el fresco azul del apacible y transparente
líquido.
Muchos eminentes pintores habían pasado largas
temporadas en casa del dueño de este palacio, famoso en toda Rusia por
su pródiga hospitalidad, y aquel bello paisaje, en su conjunto y en cada
uno de sus rincones, había sido eternizado en numerosos lienzos como
ejemplo de la belleza imponente y modesta de la naturaleza de la Rusia
Central.
Justamente en aquel palacio estaba instalado el sanatorio
de las Fuerzas Aéreas. En tiempo de paz, los pilotos iban allí con
sus esposas y, a veces, con toda su familia. Durante la guerra eran
enviados a él para su convalecencia, al ser dados de alta en el
hospital. Alexéi llegó al sanatorio no por el amplio camino asfaltado,
bordeado de abedules, sino por un atajo que conducía directamente desde
la estación al lago, a través del bosque. Entró, como si dijéramos, por
la retaguardia y, sin ser advertido por nadie, se mezcló con un nutrido
y bullicioso grupo que rodeaba dos autobuses abarrotados de gente,
detenidos junto a la entrada principal.
Por las conversaciones, réplicas y gritos de despedida,
Alexéi comprendió que se trataba de una partida de pilotos que se
dirigían al frente. Los viajeros iban alegres, exaltados, como si no
fueran allí donde la muerte les acechaba detrás de cada nubecilla, sino
a sus pacíficas guarniciones; en los rostros de los que les despedían se
reflejaba impaciencia y tristeza. Alexéi lo comprendía. Desde el
comienzo de la nueva gigantesca batalla del Sur, él mismo experimentaba
la atracción invencible del frente, que iba en aumento a medida que los
acontecimientos tomaban mayores proporciones y se complicaba la
situación. Cuando en los círculos militares comenzó a pronunciarse,
aunque todavía en voz baja y con cautela, la palabra "Stalingrado", esta
atracción, transformóse en torturante angustia, y la inactividad forzosa
del hospital se le hizo insoportable.
Por las ventanillas de los elegantes autobuses asomaban
rostros broncíneos y excitados. Un armenio de pequeña estatura, cojo y
calvo, con pijama a rayas, uno de esos graciosos por todos reconocido,
chistosos voluntarios que no faltan en ningún lugar de descanso,
trajinaba, renqueando, alrededor de los autobuses y, agitando el bastón,
decía a uno de los que se marchaban:
— ¡Eh, Fedia, saluda allí, en el aire, a los fascistas!
¡Arregla cuentas con ellos por no haberte dejado terminar el tratamiento
lunar! ¡Fedia, Fedia! Demuéstrales en el aire que no es correcto, por su
parte, impedir a un "as" soviético tomar baños de luna.
El tal Fedia, un muchacho atezado, de cabeza redonda, con
una gran cicatriz que le cruzaba la despejada frente, gritaba, sacando
medio cuerpo por la ventanilla, que el comité lunar del sanatorio podía
estar tranquilo.
Entre el grupo y en los autobuses estallaron risas, y en
medio de ellas se pusieron en marcha los automóviles, dirigiéndose
lentamente hacia el portón.
-
¡Que os vaya bien! ¡Feliz viaje! —oíanse voces en el
grupo.
-
¡Fedia, Fedia! ¡Manda pronto el número de la estafeta de
campaña! ¡Zínochka te devolverá tu corazón por paquete postal
certificado!
Los autobuses desaparecieron tras una curva de la
avenida. El polvo, dorado por la puesta del sol, se posó sobre la
tierra. Los convalecientes con batines y pijamas rayados desperdigáronse
lentamente por el parque. Merésiev entró en el vestíbulo del sanatorio,
en cuyos percheros colgaban gorras de arete azul celeste; en los
rincones y por el suelo veíanse bolos, balones de volibol, mazos de
croquet y raquetas de tenis. El armenio cojo, ya conocido, le condujo
hasta la oficina. Su rostro, visto de cerca, resultaba serio e
inteligente, de grandes ojos, bellos v melancólicos. Por el camino se
presentó en broma como presidente del comité lunar del sanatorio y
declaró que los baños de luna, como había demostrado la medicina, eran
el mejor remedio para curar toda clase de heridas, y que, en lo que a
esto se refería, no toleraba la espontaneidad ni la desorganización, y
que él, en persona, se encargaba de extender las autorizaciones para los
paseos vespertinos. Bromeaba de una forma automática; sus ojos
conservaban la misma expresión seria y estudiaban, perspicaces y
curiosos, a su interlocutor.
En la oficina, Merésiev fue recibido por una muchacha con
bata blanca, y tan pelirroja que su cabeza parecía ser pasto de furiosas
llamas.
— ¿Merésiev? —inquirió severa, dejando a un lado el
libro que estaba leyendo—. ¿Alexéi Petróvich Merésiev? —y envolviendo al
aviador en una escrutadora mirada, añadió—: ¿Me está usted tomando el
pelo? Aquí tengo escrito: "Merésiev, teniente, del hospital X, sin
pies", y usted...
Sólo entonces reparó Alexéi en su carita redonda y
blanca, como la de todos los pelirrojos, que se perdía por completo
entre la abundante pelambrera de sus cabellos cobrizos. A través de su
fina piel asomaban encendidos colores. Miraba a Alexéi con alegre
sorpresa, con unos ojos redondos, como los del búho, claros y algo
insolentes.
-
A pesar de todo, soy Alexéi Merésiev; he aquí mi
certificado... ¿Y usted es Liolia?
-
No, ¿de dónde ha sacado usted eso? Soy Zina. ¿Lleva usted
prótesis o qué? —preguntó, mirando incrédula a las piernas de Alexéi.
-
Sí. Entonces, ¿es usted la misma Zínochka a quien Fedia
ha entregado su corazón?
-
¿Eso se lo ha dicho el comandante Burnazián? Ya ha tenido
tiempo. ¡Oh, qué odio le tengo a ese Burnazián! Se ríe de todo, de todo.
¿Qué tiene de particular que haya enseñado a bailar a Fedia? ¡Vaya una
cosa!
-
Y ahora, ¿me enseñará a mí? ¿Hace? Burnazián me ha
prometido extender una autorización para los baños de luna.
La muchacha miró a Alexéi con sorpresa aún mayor.
— ¿Bailar? ¿Sin pies? ¡Vaya! Usted es también de los
que se ríen de todo el mundo.
En aquel momento entró corriendo en la oficina el
comandante Struchkov y dio a Alexéi un fuerte abrazo:
— Zínochka, así que, de acuerdo: el teniente se
queda en mi habitación.
Las personas que han permanecido largo tiempo en un mismo
hospital se encuentran luego como hermanos. Alexéi se alegró de ver al
comandante, como si hiciera varios años que no le veía. Como el macuto
de Struchkov estaba en el sanatorio, sentíase allí como en su casa,
conocía a todos y todos le conocían a él. En un día había tenido tiempo
de hacer amistad con unos y de reñir con varios.
Las ventanas de la pequeña habitación que ocuparon los
dos amigos daban al parque que llegaba hasta la misma casa, con un
tropel de esbeltos pinos, matorrales de arándano de un verde claro y un
fino serbal, en el que flameaban al viento, como en una palmera, varios
elegantes penachos, de recortadas hojas, y amarilleaba un único y pesado
racimo de brillantes serbas. Inmediatamente después de la cena Alexéi se
acostó, estiróse en las frescas sábanas, humedecidas por la vespertina
niebla, y se quedó dormido al instante.
Aquella noche tuvo sueños extraños e inquietos.
Nieve azulada. Luna. El bosque, como peluda red, le cubre
y él necesita escapar de esta red; pero la nieve le retiene por los
pies. Alexéi se tortura, sintiendo que se le echa encima una desgracia
indefinida, pero terrible; mas sus piernas se han helado en la nieve y
no hay fuerza capaz de sacarlas de ella. Gime. Cambia de posición. Ante
él ya no tiene el bosque, sino el aeródromo. El larguirucho Yura está
sentado en la cabina de un avión extraño, blando y sin alas. Agita las
manos, se ríe y se eleva verticalmente hacia el cielo. El abuelo Mijaíl
toma a Alexéi en brazos y le dice como a un niño: "¡Déjale, déjale, que
nosotros nos bañaremos y nos calentaremos los huesecillos! ¡Ya verás qué
bien!" Pero no lo coloca en el ardiente banco del baño de vapor, sino
sobre la nieve. Alexéi quiere levantarse, pero no puede: la tierra le
atrae con fuerza. Pero, no, no es la tierra la que le atrae, es un oso
que se ha arrojado sobre él con todo el peso de su cuerpo caliente. La
bestia le asfixia, le aplasta, resopla sobre él. Pasan unos autobuses
con pilotos, pero esa gente que mira alegremente por las ventanillas no
se da cuenta de nada. Alexéi quiere gritarles para que le auxilien,
quiere correr hacia ellos o, por lo menos, hacerles señas con la mano,
pero no puede. Abre la boca, pero sólo se escucha un susurro. Alexéi
comienza a sentir que se ahoga, percibe cómo se le paraliza el corazón,
hace un último esfuerzo, gira ante sus ojos el rostro riente de Zínochka,
envuelto en la impetuosa llama de su cabellera cobriza y sus ojos, un
poco insolentes y llenos de curiosidad, brillan burlones.
Alexéi se despertó con una sensación de vaga inquietud.
Todo era silencio a su alrededor. El comandante dormía, roncando
ligeramente. Un fantasmal rayo de luna, atravesando la habitación, se
había inmovilizado en el suelo. ¿Por qué habrían vuelto las imágenes de
aquellos días terribles que Alexéi casi nunca recordaba y que si acudían
a su memoria le parecían una pesadilla? Un ruido uniforme y suave, un
murmullo arrullador —fundido con el aire perfumado y fresco de la noche—
penetraba por la abierta ventana, argentada por la luz de la luna. Tan
pronto se acentuaba alarmante como amenguaba, alejándose, o se
condensaba en una nota inquieta y silbante: era el pinar, que susurraba
afuera.
Sentado en la cama, el piloto estuvo escuchando durante
largo rato el misterioso rumorear de los pinos, luego sacudió
violentamente la cabeza —como queriendo apartar de ella alguna
alucinación— y, de nuevo, sintióse embargado por una energía tenaz y
optimista. Le correspondía estar en el sanatorio veintiocho días.
Después habrían de decidir si volvería al frente, a volar, a vivir, o si
habrían de cederle siempre el asiento en el tranvía y acompañarle de
continuo con miradas compasivas. Por consiguiente, cada minuto de
aquellos largos, y al mismo tiempo cortos, veintiocho días debería ser
una lucha por convertirse en un hombre normal.
Y así, sentado en la cama, a la velada luz de la luna,
acompañado por los ronquidos del comandante, Alexéi confeccionó el plan
de ejercicios. Incluyó en él la gimnasia de la mañana y de la tarde, las
marchas, las carreras y un entrenamiento especial de las piernas; pero,
lo que más le entusiasmaba era la idea que se le había ocurrido al
hablar con Zínochka, que, de realizarla, le permitiría desarrollar en
todos los sentidos sus pies postizos.
Había resuelto aprender a bailar.
3
En un sereno y luminoso mediodía de agosto, cuando todo
en la naturaleza brillaba y refulgía, y, sin embargo, por algunos
síntomas, imperceptibles aún, sentíase ya en el aire cálido la suave
melancolía de la marchitez, a la orilla de un diminuto riachuelo que se
deslizaba entre los arbustos con tenue murmullo, varios pilotos tomaban
el sol en una pequeña playa arenosa.
Abrumados por el calor, dormitaban; hasta el infatigable
Burnazián, enterrada en la cálida arena su pierna deforme, mal soldada
después de la herida, permanecía callado. Estaban tendidos, a cubierto
de miradas extrañas por las hojas grises de un avellano, pero veían el
sendero abierto en la hierba verde que corría paralelo a la orilla. En
aquel sendero, Burnazián —que andaba atareado con su pierna— vio un
espectáculo sorprendente.
Del bosquecillo, puestos los pantalones a rayas del
pijama y los zapatos, pero desnudo de cintura para arriba, salió el
convaleciente que había llegado el día anterior. Miró a todas partes y,
no viendo a nadie, se puso a correr dando extraños saltos, pegados los
codos a los costados. Después de haber recorrido unos doscientos metros,
amenguó la velocidad hasta marchar al paso, respirando fatigosamente,
bañado en sudor.
Descansó y volvió a correr. Su cuerpo brillaba como los
ijares de un caballo cansado. Burnazián hizo señas a sus camaradas para
que mirasen al que corría y todos se pusieron a observarle por entre los
matorrales. El corredor, sofocado por aquellos simples ejercicios, hacía
continuas muecas de dolor, gemía de vez en cuando, pero no cesaba de
correr.
— ¡Eh, amigo! ¿No te dejan en paz los laureles de
los Známenski? —gritó al fin Burnazián, sin poderse contener más.
El nuevo se detuvo. El cansancio y el dolor
desaparecieron momentáneamente de su rostro. Miró indiferente hacia los
matorrales y, sin contestar palabra, se internó en el bosque, andando de
un modo extraño y balanceante.
— ¿Qué acrobacias son ésas? ¿Es un loco? —preguntó
intrigado Burnazián.
El comandante Struchkov, que acababa de despabilarse,
aclaró:
— No tiene pies. Se entrena sobre prótesis; quiere
volver a la aviación de caza.
Parecía como si a todos aquellos hombres, aplanados por
el calor, les hubieran rociado con agua fría. Comenzaron a hablar todos
a una. Les sorprendía que un muchacho en el que no habían advertido nada
extraordinario, excepto su extraño andar, no tuviese pies. Su idea de
volar en un caza les parecía absurda, inverosímil e, incluso, sacrílega.
Sacaron a colación casos en que por simples nimiedades, como la pérdida
de dos dedos de una mano, o un desarreglo nervioso, o por tener los pies
planos, habían sido eliminados algunos de la aviación. Con respecto a la
salud del piloto se era siempre —incluso durante la guerra— mucho más
exigente que respecto a los militares de otras armas. Por último,
parecíales imposible de todo punto gobernar un aparato tan delicado y
sensible como un caza teniendo prótesis en lugar de pies.
Como es natural, todos coincidieron en que la empresa de
Merésiev era irrealizable. Pero el anhelo audaz y fanático de aquel
hombre sin pies les atraía.
— Tu amigo, o es un idiota perdido o un hombre
genial —resumió la discusión Burnazián—; para él no hay término medio.
La noticia de que en el sanatorio vivía un hombre sin
pies que soñaba con volar en un caza se difundió instantáneamente.
Durante la comida, Alexéi se convirtió en el centro de la
atención general. Sin embargo, él parecía no advertirlo. Y todos los que
le observaban —cuantos veían y escuchaban cómo se reía a carcajadas con
sus vecinos de mesa, comía en abundancia, con apetito, dirigía, según la
tradición, un buen número de piropos a las camareras bonitas, paseaba
con los amigos por el parque, aprendía a jugar al croquet, e incluso
pegaba un poco al balón en el campo de volibol— no notaban en él nada,
excepto el andar lento y saltarín. Era demasiado corriente. Se
acostumbraron a él en seguida y dejaron de prestarle atención.
Al segundo día de estancia en el sanatorio, Alexéi se
presentó a la caída de la tarde en la oficina, a ver a Zínochka. Le
entregó galantemente un pastel, que había guardado de la comida,
envuelto en hojas de lampazo, y, sentándose sin cumplidos junto a la
mesa, le preguntó cuándo iba a cumplir su promesa.
-
¿Qué promesa? —inquirió ella, arqueando mucho sus
pintadas cejas.
-
Zínochka, usted me prometió enseñarme a bailar.
-
Pero... —intentó objetar ella.
-
Me han dicho que es usted una maestra de tanto talento,
que hasta hace bailar a los que no tienen pies, y que, por el contrario,
los hombres normales, no sólo pierden los pies, sino también la cabeza,
como le pasó a Fedia. ¿Cuándo comenzamos? Venga, no perdamos tiempo
inútilmente.
¡La verdad era que aquel nuevo le gustaba positivamente!
¡Sin pies y pretendía que le enseñase a bailar! ¿Y por qué no? Era muy
simpático, de rostro moreno y lozano, y hermosa cabellera ondulada.
Andaba lo mismo que un hombre normal y sus ojos eran sugestivos, un
tanto alocados y quizás un poquitín melancólicos. El baile ocupaba una
parte no pequeña en la vida de Zínochka. Le gustaba y realmente sabía
bailar... Y Merésiev, a pesar de todo, ¡estaba positivamente bien!
En una palabra, Zínochka accedió. Declaró que había
aprendido a bailar con Bob Gorójov, famoso en todo el parque de
Sokólniki, quien, a su vez, era el mejor discípulo y continuador de Paul
Sudakovski, famoso en todo Moscú, el cual daba clases de baile en
algunas academias militares e, incluso, en el club del Comisariado del
Pueblo de Negocios Extranjeros. Ella había heredado de aquellos grandes
hombres las mejores tradiciones de los bailes de salón y, quizás,
lograse enseñarle a bailar a él, aunque no estaba muy convencida de que
se pudiera bailar sin tener pies auténticos. Para ello, las condiciones
que le exigía eran muy rigurosas: debía ser obediente y asiduo, procurar
no enamorarse de ella —cosa que estorbaba las lecciones— y, lo más
importante, no debería sentir celos cuando la invitasen a bailar otros
galanes, ya que, bailando siempre con uno mismo, podría perder
rápidamente forma, y esto, en general, era fastidioso.
Merésiev aceptó todo aquello incondicionalmente. Zínochka
sacudió sus flameantes cabellos y, moviendo con agilidad sus piececitos
ligeros, allí mismo, en la oficina, le enseñó el primer paso. Antes,
Merésiev había bailado garridamente el baile nacional ruso y algunas
danzas antiguas, que tocaba en el paseo de Kamyshin la banda del cuerpo
de bomberos. Poseía el sentido del ritmo y asimilaba rápidamente la
alegre ciencia. Ahora lo difícil para él era tener que gobernar con
habilidad y ligereza no unos pies vivos, elásticos, móviles, sino unos
dispositivos de cuero, sujetos a las piernas por medio de correas. Se
precisaban esfuerzos sobrehumanos y una sobrehumana tensión de músculos
y de voluntad para dar vida con los movimientos de las cercenadas
pantorrillas a las prótesis pesadas y torpes.
Sin embargo, las obligó a someterse. Cada nueva figura
aprendida, todos aquellos deslizamientos, parones, giros y puntos: toda
la compleja técnica del baile de salón, teorizada por el famoso Paul
Sudakovski, pertrechada de una imponente y sonora terminología, le
proporcionaba una alegría inmensa. Cada nuevo paso le regocijaba como a
un chiquillo. Una vez aprendido, levantaba en vilo a su maestra y la
hacía girar rápidamente, celebrando la victoria obtenida sobre sí mismo.
Y nadie, ni siquiera su maestra, podía sospechar el dolor que le
producía todo aquel pataleo complejo y variado, a qué precio iba
dominando aquella ciencia. Nadie notaba cómo, a veces, junto con el
sudor, se enjugaba, sonriéndose con un gesto negligente, unas lágrimas
involuntarias.
Cierta vez llegó cojeando a su habitación, completamente
deshecho, roto, pero alegre.
— ¡Estoy aprendiendo a bailar! —declaró solemnemente al
comandante Struchkov, que, pensativo, se hallaba de pie junto a la
ventana, tras la cual se extinguía apaciblemente el día veraniego,
mientras los últimos rayos solares refulgían con dorados destellos entre
las copas de los árboles.
El comandante no contestó.
— ¡Y aprenderé! —agregó tozudamente Merésiev,
sacándose con satisfacción las prótesis y rascándose con todas sus
fuerzas los muñones entumecidos por las correas.
Struchkov no se volvió, pero emitió un extraño sonido,
como si sollozara, y sus hombros estremeciéronse convulsos. Alexéi se
deslizó en silencio debajo de la manta. Algo extraño le sucedía al
comandante. Aquel hombre no joven ya, que aún no hacía mucho divertía e
indignaba a todos los de la sala con su alegre cinismo y su desprecio
burlón hacia el sexo femenino, habíase enamorado de súbito, como un
estudiante, de un modo inconsciente, incontenible y, para su desgracia,
al parecer, sin esperanza. Iba varias veces al día a la oficina del
sanatorio para llamar por teléfono a Moscú, a Klavdia Mijáilovna. Con
cada uno de los que partían le enviaba flores, bayas, chocolatines;
escribía esquelas y larguísimas cartas y se alegraba y bromeaba cuando
le entregaban el conocido sobre.
Pero ella no quería saber de él, no le daba esperanzas,
ni siquiera le compadecía. Klavdia Mijáilovna escribía diciéndole que
amaba a otro, a uno que había muerto; aconsejaba amistosamente al
comandante que dejase aquello, que la olvidase, que no gastase dinero ni
perdiera el tiempo en balde... Precisamente aquel tono seco, de amistosa
compasión —tan ofensivo en asuntos de amor— le sacaba de quicio.
Alexéi estaba ya acostado, se había metido bajo la manta
y callaba diplomáticamente, cuando el comandante se apartó violentamente
de la ventana, le zarandeó por los hombros y le gritó en la misma oreja:
— ¿Pero, bueno, qué es lo que quiere, qué es lo que
quiere? ¿Qué soy yo, un monstruo, un viejo, un pelagatos cualquiera?
Otra, en su lugar... Pero, ¡para qué hablar!
Se derrumbó sobre la butaca, agarróse la cabeza con ambas
manos y comenzó a balancearse de tal modo que hasta los muelles gimieron
quejumbrosos.
— ¿Acaso no es una mujer? Debería de sentir hacia mí
aunque no fuera más que un poco de curiosidad. ¡Si yo estoy enamorado,
diablos! ¡Y cómo! ¡Ah, Alexéi, Alexéi! Tú conocías a ese vuestro...
Dime: ¿en qué era él mejor que yo?, ¿con qué se le clavó a ella en el
corazón? ¿Era un genio, una belleza? ¿Qué clase de héroe era?
Alexéi recordó al Comisario Vorobiov, su corpachón
hinchado, amarilleando entre las blancas sábanas, y la mujer inmóvil, a
su lado, en la eterna postura de pena femenina, y aquel inesperado
relato de los soldados rojos marchando por el desierto.
— Era un hombre de
verdad, comandante, un bolchevique. Ojalá, tú y yo podamos algún
día ser como él.
4
Por el sanatorio se divulgó una noticia que parecía
absurda: el piloto sin pies... se apasionaba por el baile.
En cuanto Zínochka terminaba sus obligaciones en la
oficina, ya estaba esperándola en el pasillo su alumno con un manojito
de fresas, una pastilla de chocolate o una naranja, reservadas de la
comida. Zínochka le ofrecía con aire grave el brazo y ambos se iban a la
sala de juegos —a la que el verano dejaba desierta—, donde el aplicado
alumno había arrimado con anticipación a la pared las mesillas de juego
y la mesa del ping-pong. Zínochka le mostraba con donaire una nueva
figura. Con las cejas fruncidas, el piloto observaba con seriedad los
encajes que dibujaban en el suelo aquellos diminutos
y
elegantes piececillos. Luego, la muchacha se ponía seria,
batía palmas y comenzaba a contar:
— Uno, dos, tres; uno, dos, tres; gire a la derecha...
Uno, dos, tres; uno, dos tres; gire a la izquierda... Media vuelta. Así.
Uno, dos, tres; uno, dos, tres... Ahora un ocho. Vamos a hacerlo juntos.
Bien porque le atrajese la tarea de enseñar a bailar a un
hombre sin pies —cosa que, con toda probabilidad, no habían tenido que
resolver ni Bob Gorójov ni el propio Paul Sudakovski—, bien porque a la
muchacha le agradase su bronceado alumno de cabellos negros y ojos
"salvajes", de mirar obstinado; o bien —lo que es más posible—, por
ambas razones a la vez, el hecho es que dedicaba a aquellas lecciones
todo su tiempo libre y ponía en ellas toda su alma.
Al anochecer, cuando las playas y los campos de
volleyball quedaban desiertos, la diversión preferida en el sanatorio
era el baile. Alexéi asistía indefectiblemente a aquellas veladas.
Bailaba bien, sin perder pieza, y su maestra lamentaba más de una vez
haberle impuesto unas condiciones tan rigurosas de enseñanza. Tocaba el
acordeón, giraban las parejas. Merésiev, enardecido, con los ojos
brillantes de excitación, hacía todos aquellos giros, figuras, vueltas y
puntos, llevando con agilidad y, al parecer, sin esfuerzo a su ingrávida
y elegante damita de llameantes bucles. Y a nadie de los que observaban
a aquel bravo bailarín podía ocurrírsele qué es lo que hacía al
desaparecer de vez en cuando de la sala.
Salía a la calle con una sonrisa en el enardecido rostro,
abanicándose negligentemente con el pañuelo, pero, en cuanto cruzaba el
umbral y entraba en la semioscuridad del bosque nocturno, la sonrisa era
sustituida en el acto por una mueca de dolor. Asiéndose a la
balaustrada, bajaba vacilante, gimiendo, los peldaños de la galería de
entrada, arrojábase sobre la hierba húmeda por el rocío, y pegando todo
el cuerpo a la tierra mojada —que conservaba aún el calor del día—
lloraba a causa del lacerante dolor que sentía en las piernas fatigadas,
apretadas por las correas.
Aflojaba las correas para dar respiro a las piernas,
luego se ponía de nuevo las prótesis, incorporábase de un salto y
regresaba rápidamente al pabellón. Aparecía de modo inadvertido en la
sala —donde el incansable acordeonista inválido tocaba sin cesar, bañado
en sudor—, se acercaba a la pelirroja Zínochka, que le buscaba ya con
los ojos entre la multitud, sonreía ampliamente, mostrando sus dientes
blancos e iguales, como hechos de porcelana, y la pareja, ágil y bella,
se lanzaba de nuevo a la pista. Zínochka le recriminaba por haberla
dejado sola. El salía del apuro bromeando alegremente. Y continuaban
bailando, sin distinguirse en nada de las demás parejas.
Los difíciles ejercicios de baile habían dado ya su
fruto. Alexéi sentía cada vez menos la sensación de encadenamiento
producida por las prótesis; le parecía que se iban soldando gradualmente
a sus muñones.
Alexéi estaba contento. Una sola cosa le alarmaba ahora;
no recibía cartas de Olga. Hacía un mes que, con ocasión del fracaso de
Gvózdiev, había enviado aquella suya, que hoy parecíale fatal y, en todo
caso, completamente absurda. No había tenido respuesta. Todas las
mañanas, después de la gimnasia y de la carrera, cuyo recorrido
aumentaba en cien metros diarios, iba a la oficina y miraba el casillero
de las cartas. En el cajoncito de la "M" había siempre más que en los
restantes. Pero Merésiev repasaba en vano el paquete.
Mas un día, en plena lección de baile, en la ventana de
la habitación donde continuaba recibiendo las clases, apareció la negra
cabeza de Burnazián. En las manos sostenía su bastón y una carta. Antes
de que pudiera decir algo, Alexéi le arrebató el sobre escrito con letra
gruesa, redonda, de colegiala y salió corriendo, dejando en la ventana
al perplejo Burnazián y en medio de la habitación a la indignada
maestra.
— Zínochka, así son todos los galanes de hoy día —rezongó
Burnazián en un tono de vieja comadre—. Desconfíe, muchacha, témalos
como el diablo al agua bendita. Mejor será que lo deje en paz y que me
enseñe a bailar a mí —y arrojando el bastón dentro,
Burnazián trepó fatigosamente a la ventana, junto a la
cual se hallaba, desconcertada y triste, Zínochka.
Mientras tanto, Alexéi, con la tan esperada carta en la
mano, corrió veloz al lago, como si temiera ser perseguido y que
pudieran arrebatarle su tesoro. Allí, abriéndose paso entre los
susurrantes carrizos, tomó asiento en una piedra musgosa sobre un banco
de arena, a cubierto de toda mirada indiscreta merced a la alta hierba
que le rodeaba por todas partes, y examinó la carta querida, que le
temblaba entre los dedos. ¿Qué habría en ella? ¿Qué sentencia
contendría? El sobre estaba sucio y arrugado. Seguramente habría errado
mucho por el país en busca del destinatario. Alexéi cortó con cuidado
una tira v miró inmediatamente el final de la carta. "Besos, querido.
Olga" —rezaba abajo. Sintió un alivio en el corazón. Ya tranquilo, alisó
en la rodilla las hojas de cuaderno inexplicablemente manchadas de barro
y de algo negro, y con Sotas de sebo derramado. ¿Qué le habría ocurrido
a su cuidadosa Olga? Y entonces leyó algo que inundó su corazón de
orgullo e inquietud. Resultaba que Olga hacía un mes que había
abandonado la fábrica y ahora vivía en algún lugar de la estepa, donde
las muchachas y mujeres de Kamyshin cavaban zanjas antitanque y
construían un cinturón alrededor de "una gran ciudad cuyo nombre es
sagrado para todos nosotros" —escribía la muchacha. En ninguna parte
había una sola palabra sobre Stalin- grado. Pero, a pesar de ello, por
la preocupación y el amor, por la inquietud y la esperanza con que
hablaba de la ciudad, era evidente que se trataba de la misma.
Olga le decía que millares de mujeres voluntarias, con
palas, picos y carretillas trabajaban día y noche en la estepa, cavando,
transportando tierra, hormigonando, construyendo. La carta era animosa y
sólo por algunas líneas que se le habían escapado en ella podía
adivinarse cuán dura era la existencia allí, en la estepa. Después de
hablar de sus trabajos, que, al parecer, la embargaban por entero, Olga
contestaba a su pregunta. Le escribía indignada, diciéndole que su
última carta la había ofendido: la recibió en las "trincheras" y
afirmaba que de no estar él en el frente, donde tanto se estropeaban los
nervios, no le habría perdonado aquella ofensa.
"Querido mío —escribía—, ¿qué amor teme el sacrificio? Un
amor así no existe, cariño mío, y si existe, en mi opinión, no es amor.
Ahora, por ejemplo, llevo una semana sin lavarme, visto pantalones y
llevo unos zapatos por los que asoman los dedos. Estoy tan quemada, que
la piel se me cae a tiras y la que asoma es desigual y amoratada. ¿Y si
me presentase ahora ante ti cansada, sucia, flaca y fea? ¿Acaso me
rechazarías o me censurarías por ello? ¡Tonto, más que tonto! Ocurra lo
que te ocurra, vuelve, y ten presente que te esperaré siempre y como
seas... Pienso mucho en ti y hasta que no vine a parar a las
"trincheras", donde en cuanto nos echamos en el camastro nos dormimos
todas como troncos, te veía a menudo en sueños. Quiero que sepas que
mientras esté viva habrá un lugar donde te esperan, donde te esperarán
siempre, estés como estés... Me dices que puede sucederte algo en la
guerra. Y si a mí en las "trincheras" me ocurriera alguna desgracia o
quedase mutilada, ¿me dejarías tú acaso? ¿Te acuerdas de cuando en la
escuela resolvíamos problemas de álgebra por el método de substitución?
Pues bien, ponme a mí en tu lugar y piensa. Te avergonzarás de tus
palabras..."
Merésiev permaneció mucho tiempo con la carta en las
manos. El sol abrasaba, reflejándose deslumbrante en el agua oscura;
susurraban los juncos, y unas libélulas azules y aterciopeladas volaban
de un estoque de carrizo a otro. Los bulliciosos escarabajos de agua, de
largas y finas patitas, corrían por la superficie del lago junto a las
raicillas del junco, dejando tras sí el encaje de su huella temblona.
Una pequeña ola rebañaba poco a poco la arenosa orilla.
"¿Qué es esto? —pensó Alexéi—. ¿Un presentimiento? ¿El
don de adivinar?" "El corazón es agorero", le había dicho en cierta
ocasión su madre. ¿O es que las dificultades del trabajo en las
trincheras habían dado sabiduría a la muchacha y, por intuición, había
comprendido lo que él no se decidía a decir? Leyó otra vez la carta. No,
no había ningún presentimiento, ¿de dónde había sacado él tal cosa?
Sencillamente, respondía a sus palabras. Pero, ¡cómo respondía!
Alexéi suspiró, se desnudó lentamente y puso la ropa
sobre la piedra. Siempre se bañaba allí, en aquel pequeño entrante
conocido sólo por él, junto al banco de arena, oculto a la vista por un
muro de rumorosos juncos. Luego de quitarse las prótesis, se deslizó
lentamente de la piedra y, aunque le era muy doloroso pisar con los
muñones por la gruesa arena, no quiso ponerse a cuatro pies. Contraído
el rostro por una mueca de dolor, se metió en el agua fría y densa.
Apartóse a nado de la orilla y, tumbado boca arriba, se quedó inmóvil;
veía el cielo, azul, insondable. En agitado tropel flotaban,
atropellándose unas a otras, pequeñas nubes. Al volverse, vio la orilla,
invertida en el agua y repetida exactamente en su superficie fresca y
azul; los amarillos nenúfares entre sus redondas hojas flotantes; los
blancos puntos alados de los lirios. De pronto se imaginó a Olga en la
musgosa piedra, tal como la había visto en sueños. Estaba sentada con su
vestido rameado, balanceando las piernas. Con la sola diferencia de que
sus pies no tocaban el agua. Dos muñones se agitaban sin alcanzar la
superficie. Alexéi dio un manotazo en el agua para espantar aquella
visión. ¡No, el método de substitución, propuesto por Olga, no le daba
resultado alguno!
5
La situación en el Sur se complicaba. Hacía ya tiempo que
los periódicos no hablaban de combates en el Don.
De
pronto, surgieron en el parte de guerra nombres de
stanitsas
del otro lado del río, enclavadas en el camino hacia el
Volga, en dirección a Stalingrado. Para quienes no conocían aquellos
parajes, tales nombres nada decían. Pero Alexéi, que se había criado en
aquellos lugares, comprendió que la línea de fortificaciones del Don
había sido rota y que la guerra avanzaba hacia los muros de Stalingrado.
¡Stalingrado! La palabra no se citaba aún en el parte,
pero estaba en los labios de todos. En otoño de 1942 se pronunciaba con
inquietud, con dolor; se hablaba de él, no como de una ciudad, sino como
de una persona querida que se encontraba en peligro de muerte. Y aquella
inquietud general era más profunda para Merésiev por el hecho de que
Olga se encontraba allí, en la estepa, cerca de Stalingrado, y ¡quién
sabe qué pruebas la esperaban! Ahora le escribía a diario. Pero, ¿qué
significaban sus cartas dirigidas a una estafeta de campaña? ¿La
encontrarían en el fragor de la retirada, en el infierno de la
gigantesca batalla entablada en las estepas del Volga?
El sanatorio de los pilotos bullía como un avispero.
Todas las ocupaciones de costumbre habían quedado abandonadas: las
damas, el ajedrez, el dominó, el volleyball, y hasta los naipes, a los
cuales jugaban a escondidas, entre los matorrales ribereños, los
aficionados a las sensaciones fuertes. No podían fijar su atención en
nada. Una hora antes de la señalada para levantarse, ya habían salido
incluso los más perezosos, a fin de escuchar el primer parte de guerra,
transmitido por radio a las siete de la mañana. Cuando en los episodios
que seguían al parte se relataban hazañas de los aviadores, todos
andaban sombríos, disgustados, reñían con las enfermeras, gruñían contra
el régimen del sanatorio y la comida, como si la administración tuviera
la culpa de que ellos se vieran forzados, en aquellos días febriles, a
estar allí tomando el sol, en el sosiego del bosque, junto al espejo del
lago, en vez de combatir allá, en las estepas de Stalingrado.
Finalmente, los convalecientes declararon que estaban ya hartos de
reposo y exigieron su envío anticipado a las unidades en activo.
Aquel día, a la caída de la tarde, llegó una comisión del
Departamento de reposición de bajas del Ministerio de las Fuerzas
Aéreas. De un polvoriento automóvil descendieron varios oficiales con
emblemas del Cuerpo de Sanidad militar. Del asiento delantero se apeó
con gran trabajo, apoyándose con las manos en el respaldo, el doctor
Mirovolski, coronel de Sanidad, famoso en todas las Fuerzas Aéreas, un
gordinflón que gozaba del cariño de los aviadores por el trato paternal
que les dispensaba. Después de la cena se anunció que, a partir de la
mañana del día siguiente, la comisión comenzaría a seleccionar a los
convalecientes que deseasen suspender el descanso, para ser enviados
inmediatamente a una unidad.
Aquel día, Merésiev se levantó con el alba. Sin hacer sus
acostumbrados ejercicios, marchó al bosque y anduvo vagando por él hasta
la hora de desayunar. No comió nada, estuvo impertinente con la camarera
—que le reprochó el haber dejado todo en los platos— y, cuando Struchkov
le hizo notar que no tenía por qué reñir a una muchacha que sólo deseaba
su bien, se levantó airado de la mesa y salió del comedor. En el
pasillo, junto a la pizarra del parte de guerra, estaba Zina. Cuando
pasó a su lado, ella hizo como que no le veía, limitándose a encogerse
de hombros con un mohín de disgusto. Pero cuando Alexéi hubo pasado,
efectivamente sin verla, la muchacha, ofendida, a punto de llorar, le
llamó. Alexéi, irritado, volvió la cabeza y preguntó:
-
¿Qué quiere usted? ¿Qué le pasa?
-
Camarada teniente, ¿por qué me habla así?... —murmuró la
muchacha, enrojeciendo hasta tal punto que el color de su cara
confundióse con el cobre de sus cabellos.
Alexéi se rehízo inmediatamente y, abatido, profirió con
sorda voz:
— Hoy se decide mi destino. Déme la mano y deséeme
buena suerte...
Luego, cojeando más que nunca, se marchó a su habitación
y cerró por dentro con llave.
La comisión se instaló en la gran sala, a donde fueron
llevados aparatos de toda clase: espirómetros, dinamómetros, escalas
para graduar la vista. El sanatorio en pleno se congregó en las
estancias contiguas, y cuantos deseaban marchar antes de tiempo —es
decir casi la totalidad de los convalecientes— formaron una larguísima
cola. Pero Zínochka dio a cada uno un papelito en el que se indicaba la
hora exacta en que debía presentarse y rogó a todos que se disolvieran.
Después de haber pasado los primeros, se difundió el rumor de que la
comisión era benévola y no exigía mucho. Y, efectivamente, ¿cómo podía
ser muy severa cuando la gigantesca batalla desencadenada en el
Volga exigía nuevos y nuevos esfuerzos? Alexéi, sentado
en uno de los poyetes de ladrillo que había junto al afiligranado
portal, balanceaba las piernas, y cuando alguien salía preguntábale con
tono indiferente, como si no le importara mucho:
-
¿Qué tal?
-
¡A luchar! —le contestaba alegre el que salía,
abrochándose al andar la guerrera o apretándose el cinturón.
Antes que Merésiev, pasó Burnazián. Dejó su bastón junto
a la puerta y, engallándose, entró, procurando no cojear al apoyarse
sobre la pierna corta. Le retuvieron mucho tiempo. Finalmente, de la
abierta ventana llegaron a Alexéi trozos de irritadas frases. Luego,
todo sofocado, salió Burnazián. Arañó a Alexéi con una mirada furiosa y,
sin volver la cabeza, se fue renqueando al parque:
¡Burócratas, ratas de retaguardia! ¡Qué sabrán ellos de
aviación! ¿Es un baile o qué? ... Una pierna corta... ¡Matasanos,
lavativas malditas!
A Alexéi se le heló la sangre en las venas, pero entró en
la habitación con paso animoso, alegre, sonriéndose.
La comisión se hallaba sentada tras de una gran mesa. En
el centro —como una mole de carne humana— alzábase Mirovolski, el
coronel de Sanidad. A un lado, ante una pequeña mesita con un rimero de
carpetas encima, estaba Zínochka, linda como una muñeca con su batita
blanca, espesamente almidonada, y su mata cobriza de cabellos asomando
coquetonamente por debajo de su toca de gasa. Entregó a Alexéi su
"expediente" y, al dárselo, le estrechó con suavidad la mano.
—
Y bien, joven —dijo el médico, entornando los ojos—,
quítese la guerrera.
No en vano había hecho Merésiev tanto deporte y se había
tostado a conciencia. El médico contempló admirado su cuerpo prieto,
fuertemente constituido, bajo cuya broncínea piel adivinábase con
precisión cada uno de los músculos.
— Puede usted servir de modelo para un David —dijo,
haciendo gala de sus conocimientos artísticos, un miembro de la
comisión.
Merésiev efectuó con facilidad todas las pruebas: la
fuerza compresora de su mano superaba a la normal en un cincuenta por
cien y espiró tal volumen de aire que la aguja del espirómetro llegó
hasta el tope. La presión de la sangre era normal y los nervios se
encontraban en un excelente estado. Finalmente, se las arregló para
tirar tan fuerte del puño de acero del forcímetro, que el aparato se
rompió.
-
¿Piloto? —preguntó satisfecho el médico, recostándose en el sillón,
dispuesto ya a escribir la resolución en un ángulo del "Expediente
personal del teniente A. Merésiev".
-
Sí.
-
¿De caza?
-
De caza.
-
Bien, pues váyase a combatir. ¡Allí hacen mucha falta ahora hombres como
usted!... ¿Por qué ha estado en el hospital?
Alexéi se azoró, sintiendo que todo se venía abajo de
pronto, pero el médico había leído ya el expediente y su ancho y
bondadoso rostro dilatóse de asombro:
-
¿Amputación de ambos pies?... ¿Pero qué galimatías es
éste? ¿No es un error? ¿Eh? ¿Por qué calla?
-
No, no es un error —dijo Alexéi en voz queda y muy
lentamente, como si estuviera subiendo las gradas del cadalso.
El médico y todos los de la comisión miraron con recelo a
aquel mozo fuerte y ágil, magníficamente formado, sin comprender de qué
se trataba.
— ¡Levántese los pantalones! —ordenó impaciente el
médico.
Alexéi palideció. Se volvió con aire desvalido hacia
Zínochka, alzó con lentitud las perneras y quedóse así, de pie ante la
mesa, al aire las prótesis de cuero, desalentado, con los brazos caídos.
-
¿Por qué, entonces, querido amigo, nos ha estado usted
mareando? Tanto tiempo como nos ha hecho perder. ¿No pensará usted ir
sin pies a la aviación? —dijo finalmente el médico.
-
¡No es que pienso, es que iré! —respondió en voz baja
Alexéi, y sus ojos de gitano fulguraron retadores.
-
¡Usted se ha vuelto loco! ¿Sin pies?
-
Sí, sin pies, y volaré —aseveró Merésiev, ya sin aire de
reto, antes bien, muy tranquilo; y hurgando en el bolsillo de su
guerrera, sacó de allí un recorte de periódico cuidadosamente doblado—.
Vean ustedes, él también voló sin un pie. ¿Por qué no puedo volar yo sin
los dos?
Después de leer el articulillo, el médico miró con
sorpresa y respeto al piloto:
— Pero para esto se necesita un entrenamiento de mil
diablos. Vea: él se estuvo entrenando durante diez años. Es preciso
aprender a manejar las prótesis como si fuesen pies —dijo, suavizándose.
En aquel preciso momento, Alexéi recibió un inesperado
refuerzo: Zínochka salió de detrás de su mesita, puso sus manitas en el
pecho con aire de súplica y, ruborizándose hasta el punto de brotarle
perlitas de sudor en las sienes, balbuceó:
-
Camarada coronel de Sanidad, ¡si viera usted cómo baila!
Mejor que todos los sanos. ¡Palabra de honor!
-
¿Baila? ¿Qué demonios es esto? —el médico se encogió de
hombros y con aire bondadoso cambió unas miradas con los miembros de la
comisión.
Alexéi se aferró con alegría a la idea brindada por
Zínochka:
— No escriba usted ni "sí", ni "no". Venga hoy por
la tarde a nuestro baile. Se convencerá de que puedo volar.
Cuando se dirigía hacia la puerta, Merésiev vio en el
espejo que los miembros de la comisión cuchicheaban animadamente.
Antes de la comida, Zínochka buscó a Alexéi en la
espesura del desierto parque. Contóle que cuando salió de la sala, la
comisión estuvo hablando de él durante largo rato, que el médico declaró
que Merésiev era un mozo extraordinario y que pudiera ser, quién sabe,
que, efectivamente, volase. ¡De qué no sería capaz un hombre ruso! Uno
de los miembros de la comisión objetó a esto que la historia de la
aviación no conocía ejemplos semejantes. El coronel le respondió que la
historia de la aviación desconocía infinidad de cosas y que los hombres
soviéticos le habían enseñado mucho en esta guerra.
En honor de los voluntarios seleccionados en el sanatorio
—unos doscientos—, se organizó, en la tarde anterior a su
reincorporación a filas, un baile con un amplio programa. De Moscú llegó
en camión una banda militar. Los instrumentos de viento hacían retemblar
las ventanas enrejadas de las torrecillas, los zaguanes y los pasadizos.
Los pilotos, bañados en sudor, bailaban incansablemente. Entre ellos,
alegre, ágil, dinámico, Merésiev bailaba sin cesar con su dama de bucles
cobrizos. Daba gusto ver a esa pareja.
Mirovolski, sentado junto a una abierta ventana, ante un
jarro de cerveza fresca, no quitaba ojo de Merésiev y de su "pareja" de
cabellos de fuego. Era médico y, aún más, médico militar. Sabía, por
multitud de casos presenciados, cuánto se distinguen las prótesis de los
pies vivos.
Y ahora, observando al bronceado y robusto piloto que
llevaba con elegancia a su pequeña y esbelta dama, no podía apartar de
su mente la idea de que todo aquella era una compleja mixtificación. Por
fin, una vez que el piloto hubo bailado bizarramente, en el centro de un
grupo que batía palmas, la "Bárinia" (la "Señora") —acompañándose de
gritos y palmadas en las caderas y en los carrillos—, y cuando sudoroso
y encendido se abrió paso hasta Mirovolski, éste le estrechó la mano con
respeto. Merésiev callaba, pero sus ojos, fijos en el médico,
suplicaban, exigían una respuesta.
—
Yo, como usted comprenderá, no tengo atribuciones para
enviarle directamente a una unidad. Pero le daré un dictamen facultativo
para la Sección de personal. Le entregaré por escrito nuestra opinión de
que, con el correspondiente entrenamiento, podrá usted volar. En una
palabra, en todo caso, cuente con mi voto "a favor" —respondió el
médico.
Y
salió de la sala, del brazo del jefe del sanatorio,
también médico militar experto; ambos iban entusiasmados, perplejos.
Antes de acostarse estuvieron fumando y hablando durante largo rato
sobre el tema de qué no sería capaz un hombre soviético cuando se
propone algo serio...
En tanto, mientras que abajo sonaba aún la música, y en
los rectangulares reflejos de las ventanas en el suelo movíanse las
sombras de los bailarines, Alexéi Merésiev, sentado en el cuarto de
baño, bien cerrado por dentro, y mordiéndose los labios hasta hacerse
sangre, metía los muñones en agua fría. A punto de perder el sentido a
causa del dolor, humedecía los amoratados callos y las grandes llagas
que se le habían formado con el impetuoso movimiento de las prótesis.
Y
cuando una hora más tarde el comandante Struchkov entró
en la habitación, Merésiev, ya lavado y fresco, se peinaba ante el
espejo sus ondulados y húmedos cabellos.
—
Zínochka está ahí esperándote. Por lo menos debes dar un
paseo con ella, como despedida. Me da lástima de la chica.
—
Vamos juntos, Struchkov. Anda, vamos, ¿qué te cuesta?
—comenzó a suplicarle Merésiev.
Sentíase violento ante la idea de quedarse a solas con
aquella gentil y graciosa muchacha, que con tanto celo le había enseñado
a bailar. Después de la carta de Olga se sentía cohibido en su
presencia. E instó porfiadamente a Struchkov para que fuera con él,
hasta que éste, refunfuñando, cogió por fin su gorra.
Zínochka le esperaba en la terraza. Tenía en las manos un
ramo de flores completamente deshojado; a sus pies, el suelo estaba
sembrado de corolas y pétalos estrujados y rotos. Al oír los pasos de
Alexéi, avanzó hacia él, pero, al ver que no venía solo, se encogió
abatida.
—
¿Vamos a despedirnos del bosque? —propuso Merésiev con
tono despreocupado.
Cogidos del brazo echaron a andar en silencio por la
vieja avenida de tilos. A sus pies, en la tierra salpicada de manchas
por la argentada luz de la luna, danzaban unas sombras negras como el
carbón, mientras aquí y acullá, al igual que monedas de oro lanzadas al
viento, brillaban las primeras hojas otoñales. Terminó la avenida.
Salieron del parque y, por la blanquecina y húmeda hierba, se
encaminaron al lago. Una neblina espesa y esponjosa, semejante a una
blanca piel de cordero, cubría la hondonada y les llegaba hasta la
cintura, despidiendo un fulgor misterioso a la fría luz de la luna. El
aire húmedo y cargado de los intensos aromas otoñales era unas veces
fresco, incluso frío, y otras templado y sofocante, como si aquel
brumoso lago tuviera sus fuentes, sus corrientes cálidas y frías...
-
Parece como si fuéramos gigantes y marcháramos por encima
de las nubes, ¿verdad? —dijo pensativo Alexéi, sintiendo confuso cuán
firmemente se apretaba contra su brazo el pequeño y fuerte de la
muchacha.
-
Parece como si fuéramos tontos; nos estamos mojando los
pies y cogeremos un buen catarro para el camino —rezongó Struchkov,
sumido en sus tristes pensamientos.
-
En esto os llevo ventaja. No tengo nada que mojarme, y,
por lo tanto, no me resfriaré —dijo Alexéi, sonriendo irónicamente.
Zínochka los arrastró hacia el lago, cubierto por la
niebla:
— Vamos, vamos, allí se debe estar ahora muy bien.
Faltó poco para que se metieran en el agua; se detuvieron
sorprendidos cuando, de pronto, negreó a través de los
esponjosos mechones de la niebla a sus mismos pies. Al lado de ellos
había un embarcadero y junto a él se contorneaba levemente la oscura
silueta de una yola. Zínochka desapareció en la niebla para volver a
aparecer con unos remos. Afirmaron los toletes. Alexéi se sentó a remar;
Zina y el comandante ocuparon el asiento de popa. La barca avanzó
lentamente, deslizándose por las tranquilas aguas, bien sumergiéndose en
la neblina, bien saliendo de ella a la negra superficie bruñida, que la
luna, pródiga, guarnecía de plata. Cada cual pensaba en sus cosas. La
noche era apacible, el agua se desprendía de los remos en gotas
brillantes como el mercurio y, al parecer, tan pesadas como él. Los
toletes crujían sordamente, por alguna parte graznaba el rascón y, desde
muy lejos, apenas perceptible, llegaba por el agua el grito desgarrado y
salvaje del búho.
-
Parece imposible que cerca de aquí se combata... —dijo en
voz baja Zínochka—. ¿Me escribiréis, camaradas? Usted, por ejemplo,
Alexéi Petróvich, escriba aunque sólo sean unas letras. Si quiere, yo le
daré unas tarjetas con mis señas. Sólo unas letras: estoy vivo, sano,
saludos... y ¡al buzón! ¿De acuerdo? ...
-
¡Ah, amigos, con qué placer me voy! ¡Al diablo, ya está
bien, ahora manos a la obra, manos a la obra! —exclamó Struchkov.
Y de nuevo callaron todos. Una ola pequeña y acariciante
golpeaba el borde de la embarcación. El agua, cantarína y soporífera,
murmuraba bajo la quilla y se arremolinaba detrás de la popa en
apretados y refulgentes rizos. Se iba rasgando el velo de la niebla y ya
se veía avanzar, hacia la barca, desde la misma orilla, un brillante haz
de rayos de luna, azulado y luminoso. A lo lejos, blanqueaban las
manchitas de los nenúfares y los lirios.
— Vamos a cantar, ¿queréis?
—propuso Zínochka, y, sin esperar respuesta, entonó la
Riabina.
Cantó sola, con tono melancólico, la primera estrofa, y,
en aquel momento, la coreó el comandante Struchkov con una voz profunda
y potente de barítono. Alexéi nunca le había oído cantar y ni siquiera
sospechaba que tuviera una voz tan magnífica y aterciopelada. Y sobre la
superficie de las aguas se extendieron los sones de aquella canción
apasionada y soñadora, cantada armónicamente por dos voces melodiosas,
varonil una, femenina la otra.
Alexéi se acordó de la grácil
riabina
del solitario racimo rojo, que se alzaba al pie de la
ventana de su habitación, acordóse también de Varia, la muchacha de la
aldehuela subterránea, de sus ojos grandes y tristes; luego desapareció
todo —el lago, la mágica luz de la luna, la barca y los cantantes—y vio
ante sí en la argentada neblina a la muchacha de Kamyshin, pero no a la
Olga que aparecía en la fotografía sentada sobre la hierba del florido
prado, entre las manzanillas, sino a otra, desconocida, cansada, con las
mejillas quemadas por el sol y los labios agrietados; vestida con una
resudada guerrera y con una pala en las manos, allá por algún lugar de
la estepa, cercano a Stalingrado.
Alexéi abandonó los remos, y la última copla la cantaron
los tres al unísono.
6
Por la mañana temprano, una caravana de autobuses
militares salió del recinto del sanatorio. Antes de emprender la marcha,
el comandante Struchkov, sentado en el estribo de uno de ellos, entonó
su canción favorita: la de la
Riabina. La canción
fue coreada en los restantes autobuses, y los saludos de despedida, las
agudezas de Burnazián y el adiós de Zínochka —que gritaba algo a Alexéi
por la ventanilla del coche— fueron ahogados por las sencillas y
profundas palabras de la vieja canción que, olvidada durante muchos
años, volvía en los días de la Gran Guerra Patria a revivir y a
adueñarse de los corazones.
Y así, llevándose consigo los armoniosos y sentidos
acordes de la melodía, partieron los autobuses. Al terminar la canción,
todos callaron. Y nadie despegó los labios hasta que aparecieron las
primeras fábricas y barriadas obreras de las afueras de la capital.
El comandante Struchkov, con la guerrera desabrochada,
sonreía mirando el paisaje de los arrabales de Moscú. Estaba alegre.
Aquel eterno peregrino de la guerra sentíase a gusto cuando estaba en
movimiento, cuando se trasladaba de lugar. Dirigíase a una unidad aérea
desconocida para él, pero era lo mismo: iba a su casa. Merésiev
permanecía silencioso e inquieto. Presentía que le quedaba aún por hacer
lo más difícil y quién sabe si lograría vencer los nuevos obstáculos.
En cuanto se apeó del autobús, Merésiev se encaminó
directamente a ver a Mirovolski, sin entrar en ningún otro sitio ni
preocuparse siquiera de buscar un lugar donde dormir. Y allí le esperaba
el primer revés: su protector, el hombre a quien con tanto trabajo había
conseguido predisponer a su favor, se había marchado en urgente comisión
de servicio y tardaría en volver. Propusieron a Merésiev que hiciera un
informe por escrito y lo cursase por conducto regular. Se sentó en el
pasillo y, sobre el antepecho de una ventana, escribió el informe. Se lo
entregó al oficial de guardia —un hombre pequeño y delgado, de ojos
cansados—, que le prometió hacer todo cuanto estuviera en su mano,
diciéndole que volviese dentro de dos días. Ruegos, súplicas, amenazas,
todo fue en vano. El oficial, golpeándose el pecho con los huesudos
puños, le dijo que ése era el trámite obligado y que él no podía
infringirlo. Probablemente era verdad que él no podía ayudarle en nada.
Merésiev dejó de insistir y se marchó.
Así comenzaron sus andanzas por las oficinas militares.
Su situación se complicó porque, con las prisas, lo habían enviado al
hospital sin los correspondientes estadillos de suministro y certificado
de haberes, y tampoco se había cuidado de renovarlos oportunamente. Ni
siquiera tenía documento acreditativo de su situación militar. Y aunque
el intendente, amable y servicial, le prometió pedir por teléfono y con
toda urgencia sus papeles al regimiento, Merésiev sabía con cuánta
lentitud se hacía todo aquello y comprendió que estaba condenado a vivir
por algún tiempo sin dinero, sin habitación y sin suministro en el
riguroso Moscú de guerra, donde cada kilogramo de pan y cada trozo de
azúcar estaban severamente racionados.
Llamó por teléfono a Aniuta al hospital. A juzgar por la
voz, la joven estaba preocupada o llena de ocupaciones, pero se alegró
mucho y exigió que, durante aquellos días, se instalase en su
habitación, tanto más que ella se encontraba acuartelada en el hospital
y él a nadie molestaría.
El sanatorio les había facilitado rancho en frío para
cinco días y Alexéi, sin pensarlo mucho, se dirigió animosamente hacia
la vetusta y ya conocida casita enclavada en el fondo de un patio, a
espaldas de los nuevos y enormes edificios. "Tengo comida y techo donde
cobijarme; ahora puedo esperar". Ascendió por la conocida escalenta
oscura y tortuosa, que seguía oliendo a gato, a petróleo y a ropa
mojada, buscó a tientas la puerta y llamó con fuerza.
El rostro afilado de una vieja se asomó por la rendija de
la entreabierta puerta, sujeta por dos gruesas cadenas. Durante largo
rato estuvo examinando a Alexéi con desconfianza y curiosidad; le
preguntó quién era, a quién buscaba y cómo se llamaba. Sólo después de
esto, resonaron las cadenas y se abrió la puerta.
— Anna Daníloyna no está, pero me ha advertido por
teléfono que vendría usted. Pase; yo le conduciré a la habitación.
La viejecita continuaba escudriñando con sus ojos
incoloros y sin brillo la cara, la guerrera y, sobre todo, el macuto del
recién llegado.
— ¿Necesita calentar agua? Ahí encima de la estufa
tiene usted la cocinilla de Aniuta, yo se la encenderé...
Alexéi entró sin ningún reparo en aquella habitación que
ya conocía. Al parecer, la aptitud del soldado a sentirse en todas
partes como en su casa, tan desarrollada en el comandante Struchkov,
comenzaba a comunicársele. Al percibir el conocido olor a madera vieja,
polvo y naftalina que se desprendía de todos aquellos viejos enseres, se
emocionó incluso, como si volviera al hogar paterno después de una larga
ausencia.
La vieja le pisaba los talones y no hacía más que hablar
y hablar de las colas de cierta panadería, donde, si se tenía suerte,
podía recibirse por cartilla bollos de leche, en lugar de pan negro; de
que el otro día había oído en el tranvía, de boca de un militar de
muchos galones, que los alemanes habían cobrado de lo lindo en
Stalingrado, que Hitler, según decían, se había vuelto loco del disgusto
y le habían metido en un manicomio, y que en Alemania actuaba un doble
suyo; que su vecina, Alevtina Arkádievna, había recibido, sin
justificación alguna, la cartilla de racionamiento de obrero y le había
cogido su excelente bidón esmaltado y no se lo devolvía; que Anna
Danílovna, hija de padres muy honorables, en la actualidad evacuados,
era una muchacha magnífica, modesta y formal, pues no seguía el ejemplo
de algunas, que andaban sabe Dios con quién, y no traía galanes a su
vivienda.
— ¿Es usted su prometido? ¿El Héroe de la Unión
Soviética, el tanquista?
— No, soy un simple aviador —respondió Merésiev y,
al ver qué confusión, disgusto, desconfianza y enojo se reflejaron
simultáneamente en el expresivo rostro de la viejecita, a poco no suelta
la carcajada.
La vieja apretó los labios, dio un portazo indignada y,
ya desde el corredor, sin la solícita afabilidad de antes, rezongó:
— Así, pues, si necesita agua caliente, hiérvala
usted mismo en la cocinilla azul.
Aniuta debía estar muy atareada en el puesto de
evacuación. En aquel sombrío día de otoño, la habitación tenía un
aspecto de completo abandono. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo;
en las ventanas y en las mesillas de noche amarilleaban unas flores
marchitas, hacía tiempo no regadas. Sobre la mesa estaba la tetera y
veíanse unas cortezas de pan, verdosas ya por los bordes. También el
piano estaba cubierto por una capa gris y blanda de polvo. Y como si se
asfixiase en el aire cargado y denso de la cerrada estancia, un
moscardón zumbaba melancólicamente, golpeándose contra el turbio y
amarillento cristal.
Merésiev abrió de par en par las ventanas, que daban a un
pequeño terraplén pautado por las estrechas franjas de los surcos. Una
bocanada de aire fresco se expandió por la habitación y barrió el polvo
que había por todas partes, levantando una verdadera nube gris. En aquel
instante, se le ocurrió una idea feliz: limpiar aquella abandonada
habitación, sorprender y alegrar a Aniuta si venía por la tarde a verle.
Pidió a la vieja un cubo, un trapo y una escoba y se dedicó con ardor a
esa faena, despreciada de antiguo por los hombres. Durante hora y media
estuvo frotando, barriendo, fregoteando y lavando, encantado de aquel
sencillo trabajo.
Por la tarde salió al puente, donde ya antes, cuando iba
para la casa, había visto a unas muchachas vendiendo grandes y
brillantes ásteres otoñales. Compró unas flores
y
las colocó en ánforas sobre la mesa y el piano; sentóse
en la cómoda butaca verde, sintiendo por todo el cuerpo un agradable
cansancio y aspirando con avidez los olores del frito que la vieja
estaba preparando en la cocina con las provisiones que él le había dado.
Pero Aniuta llegó tan cansada que, apenas le hubo
saludado, se derrumbó sobre el diván, sin advertir siquiera que todo
alrededor brillaba y resplandecía. Sólo después de unos instantes,
cuando hubo descansado y bebido un poco de agua, miró sorprendida a su
alrededor, y, comprendiéndolo todo, sonrió con aire fatigado y apretó
agradecida el brazo de Merésiev:
— Ya se ve que no en vano Grigori le quería a usted
tanto, que hasta yo tenía un poquitín de celos. Alexéi, ¿es posible que
haya hecho usted mismo todo esto? ¡Qué bueno es usted! Y de Grigori,
¿no sabe usted nada? Está allí. Anteayer recibí una carta
breve, dos palabras: está en Stalingrado y —¡qué tonto!— dice que se ha
dejado barba. ¡Vaya una ocurrencia en estos tiempos!... Aquello, ¿es muy
peligroso? Dígamelo, Alexéi... ¡Cuentan tantos horrores de Stalingrado!
-
Aquello es la guerra.
Alexéi suspiró y frunció el ceño. Envidiaba a todos los
que estaban allí, en el Volga, donde se desarrollaba la gigantesca
batalla de la que tanto se hablaba.
Estuvieron charlando toda la tarde, cenaron
magníficamente y con apetito el asado hecho de carne en conserva, y,
puesto que el otro cuarto estaba condenado, instaláronse en la
habitación como buenos hermanos —Aniuta se acostó en la cama y Alexéi en
el diván— y se durmieron inmediatamente, con ese sueño profundo de los
jóvenes.
Cuando Alexéi abrió los ojos, se tiró del diván
inmediatamente: los haces polvorientos de los rayos solares caían
oblicuos en el suelo. Aniuta no estaba. En el respaldo de su diván había
clavada una esquelita: "Me voy corriendo al hospital. El té está en la
mesa y el pan en el aparador; azúcar no hay. No podré venir antes del
sábado. A.".
Durante todos aquellos días, Alexéi apenas salió de la
casa. Para matar el tiempo, arregló a la vieja todas las cocinillas de
petróleo, los "primus", soldó las cacerolas, arregló los interruptores y
enchufes y, además, a petición suya, reparó el molinillo de café de la
pérfida Alevtina Arkádievna, que, por cierto, no le había devuelto aún
el bidón esmaltado. Con todo ello ganóse las simpatías de la vieja y de
su esposo, empleado del Trust de la Construcción, miembro activo de la
defensa antiaérea, quien se ausentaba también por días enteros de la
casa. Los esposos llegaron a la conclusión de que los tanquistas,
naturalmente, eran buenas personas, pero que los aviadores no les iban a
la zaga en lo más mínimo; incluso, si se miraba bien —a pesar de su
profesión aérea—, eran gente hacendosa, casera y seria.
La víspera de su presentación en la Sección de personal,
para recibir respuesta a su instancia, pasó Alexéi la noche en el diván
sin pegar ojo. Al amanecer se levantó, se afeitó, se lavó y a la hora en
punto en que se abría la oficina pasó el primero al despacho del
comandante administrativo que debía decidir su suerte. El comandante le
desagradó desde el primer momento. Como si no hubiera visto a Alexéi, se
entretuvo durante largo rato sacando y poniendo ante sí carpetas con
papeles, llamó a alguien por teléfono, y estuvo explicando a la
secretaria, con toda minuciosidad, cómo había que numerar los
expedientes personales; luego salió y tardó en volver. Para entonces,
Alexéi había tenido tiempo de penetrarse de odio por su rostro alargado,
narigudo, de mejillas cuidadosamente afeitadas, labios encendidos y
frente huidiza, que se transformaba insensiblemente en brillante calva.
Por fin, el comandante volvió la hoja del calendario, y sólo después de
todo esto, levantó la cabeza hacia el visitante.
— ¿Viene a verme a mí, camarada teniente? —preguntó con
una voz de bajo, grave y presuntuosa. Merésiev le explicó su asunto. El
comandante pidió a la secretaria su expediente y, mientras lo esperaba,
permaneció sentado con las piernas extendidas, escarbando gravemente en
su boca con un mondadientes, que por urbanidad tapaba con la palma de la
mano izquierda. Cuando le trajeron los papeles limpió el mondadientes
con el pañuelo, lo envolvió en un papelito, se lo metió en el bolsillo
de la guerrera y se puso a leer el "expediente". Al llegar, por lo
visto, a lo de los pies amputados, señaló a Alexéi apresuradamente la
silla, como diciendo: "Siéntese, ¿por qué está usted de pie?" —y
continuó enfrascado en la lectura. Al terminar de leer la última hoja,
preguntó:
-
Bien, concretamente, ¿qué es lo que desea?
-
Quiero ser destinado a un regimiento de cazas.
El comandante se recostó en el respaldo del sillón, miró
sorprendido al piloto, que continuaba de pie, y él mismo le acercó una
silla. Las anchas cejas se arquearon más arriba aún, por la lisa y
grasienta frente.
-
¡Pero si usted no puede volar!
-
Puedo y volaré. Envíeme a una escuela de entrenamiento
como prueba —Merésiev casi chillaba, y había en su tono un deseo tan
inquebrantable, que los militares de las mesas vecinas alzaron la
cabeza, procurando enterarse de lo que tan insistentemente demandaba
aquel guapo y bronceado mocetón.
-
Pero, escuche, ¿cómo se puede volar sin pies? Tiene
gracia... Esto no se ha visto en ninguna parte. ¿Y quién se lo
permitirá? —el comandante comprendió que tenía que habérselas con un
fanático o, quizás, con un loco.
Mirando de soslayo al irritado rostro de Alexéi, sus ojos
ardientes, "salvajes", procuraba hablar con la mayor suavidad posible.
— No se ha visto en ninguna parte, pero se verá
—afirmó tercamente Merésiev; sacó del cuaderno de notas el recorte de
revista, envuelto en papel de seda, v lo colocó en la mesa, delante del
comandante.
Los militares de las mesas vecinas habían dejado de
trabajar, siguiendo atentos la conversación. Uno de ellos, a pretexto de
evacuar algún trámite, se acercó al comandante, y, pidiéndole una
cerilla, miró atentamente a Merésiev. El comandante recorrió con la
vista el articulillo.
— Esto para nosotros no es un documento. Nosotros
tenemos instrucciones. En ellas se determinan exactamente todos los
grados de utilidad para la aviación. Yo no podría confiarle el mando de
un aparato, aunque le faltaran sólo dos dedos, cuanto más los dos pies.
Guarde su revista; eso no es una prueba. Respeto sus deseos, pero...
Sintiendo hervirle la sangre y conteniéndose para no
arrojar el tintero contra aquella cabeza monda y relucíente, Merésiev
logró emitir sordamente, con esfuerzo:
— ¿Y esto?
Y puso sobre la mesa el último de sus argumentos, el
papel con la firma del coronel de Sanidad. El comandante tomó la nota
con aire dubitativo. Estaba en regla, con el membrete de la Sección de
Sanidad y el correspondiente sello; debajo de éste se encontraba la
firma del médico respetado en toda la aviación. El comandante leyó la
nota y volvióse más amable. No, no se trataba de un loco. Efectivamente,
aquel muchacho extraordinario estaba dispuesto a volar sin pies. Incluso
se las había ingeniado para convencer al médico militar, persona seria y
competente.
— A pesar de todo, sintiéndolo en el alma, no puedo
—suspiró el comandante, apartando el "expediente" de Merésiev—. El
coronel de Sanidad puede escribir lo que le parezca, pero nosotros
tenemos unas instrucciones claras y concretas que no permiten salirse de
ellas... Si yo las infrinjo, ¿quién va a responder de ello? ¿El médico
militar?
Merésiev miró con odio a aquel hombre satisfecho,
presuntuoso,
tan suficiente, tranquilo y cortés, al impecable cuello
que asomaba por debajo de su atildada guerrera, sus manos velludas, de
uñas grandes y feas, cuidadosamente recortadas. "¿Cómo podría hacerle
comprender? ¿Acaso lo entendería? ¡Qué sabe él de combates aéreos! A lo
mejor no ha escuchado un tiro en su vida". Y haciendo todos los
esfuerzos imaginables por contenerse, le preguntó sordamente:
-
¿Entonces, qué debo hacer?
-
Si usted insiste, puedo enviarle a una comisión médica de
la Sección de formación —el comandante se encogió de hombros—. Pero le
advierto que perderá usted el tiempo en vano.
-
¡Al diablo! ¡Envíeme a la comisión! —dijo con voz ronca
Merésiev, derrumbándose pesadamente sobre la silla.
Sus andanzas por las instituciones continuaron. Gentes
cansadas, sobrecargadas de trabajo, le escuchaban, se extrañaban,
compadecíanle asombrados y abrían los brazos en ademán de impotencia. Y
en efecto, ¿qué podían hacer? Existían unas instrucciones, absolutamente
justas,
aprobadas por el mando, existían unas tradiciones
consagradas por muchos años; ¿cómo iban a infringirlas, y más aún en un
caso como aquél, que no ofrecía la menor duda? Todos compadecían
sinceramente al fogoso inválido que soñaba con combatir, ninguno se
decidía a decirle resueltamente que "no" y le enviaban de la Sección de
personal a la de formación, de mesa en mesa, le expresaban sus simpatías
y le reexpedían de una comisión a otra.
A Merésiev ya no le sacaban de quicio ni las negativas,
ni el tono aleccionador, ni la compasión humillante, ni la
condescendencia, cosas todas ellas contra las que se sublevaba su
espíritu orgulloso. Había aprendido a contenerse, había asimilado el
tono del solicitante y, a pesar de que a veces recibía dos y tres
negativas por día, no quería perder las esperanzas. La paginita de la
revista y el dictamen del coronel de Sanidad estaban ya tan desgastados
de tanto sacarlos del bolsillo que se rompieron por los dobleces y hubo
necesidad de pegarlos.
Lo penoso de las andanzas se complicó con la
circunstancia de no haber llegado todavía respuesta del regimiento;
seguía viviendo, como antes, sin los documentos necesarios. Las reservas
de víveres facilitadas en el sanatorio se habían agotado ya. Cierto, el
matrimonio vecino, con quien había trabado amistad, al ver que había
dejado de hacerse la comida, le invitaba porfiadamente a comer. Pero él,
que sabía cómo se afanaban aquellos viejos en su minúscula huertecita
del terraplén bajo las ventanas, donde había
sido contada de antemano cada cebolla y cada zanahoria;
que sabía cómo cada mañana, fraternalmente, con una meticulosidad
pueril, se repartían la ración de pan, se negaba, afirmando animosamente
que, con el fin dé evitarse el trajín casero, comía ahora en el comedor
de oficiales.
Llegó el sábado, día en que debía quedar libre Aniuta,
con la cual hablaba largo rato todas las tardes por teléfono,
informándola del curso infortunado de sus asuntos. Alexéi tomó una
decisión. En su macuto guardaba una vieja pitillera de plata de su padre
con una troica, corriendo a toda velocidad, bellamente nielada sobre la
tapa y con la inscripción: "De tus amigos en el día de tus bodas de
plata". Alexéi no fumaba, pero la madre, despidiendo al hijo preferido,
metióle en el bolsillo la pitillera del padre, celosamente guardada por
la familia, y Alexéi, cada vez que emprendía el vuelo, llevaba siempre
consigo —metido en el bolsillo— aquel objeto macizo y pesado, a fin de
que le diera "buena suerte".
Buscó en su equipaje la pitillera y se marchó con ella a
una tienda de compraventa.
En el mercado próximo, Alexéi compró un trozo de carne,
tocino, una hogaza de pan, patatas y cebollas. Tampoco se olvidó de
adquirir unos ramitos de perejil. Cargado con todo esto, se presentó en
"casa", como decía ahora para sí, masticando por el camino un trocito de
tocino.
— He decidido coger otra vez la ración en frío, pues en
el comedor guisan mal —mintió a la vieja, depositando sobre la mesa de
la cocina sus adquisiciones.
Por la tarde, una opípara cena esperaba a Aniuta: sopa de
carne con patatas, en cuyo ámbar flotaban verdes hojitas de perejil,
asado de carne con cebolla, y, de añadidura,
kisel
de arándano: la vieja lo preparó con almidón obtenido de
las mondas de patata. La muchacha llegó cansada y pálida. Con visible
esfuerzo, se lavó y cambió de ropa. Después de comer apresuradamente el
primero y el segundo plato se reclinó en el mágico butacón viejo, que
parecía ceñir con sus generosos y felpudos brazos a la persona cansada,
susurrándole al oído un sueño reparador. Así se adormeció, sin esperar a
que el
kisel,
preparado con arreglo a todos los cánones culinarios,
cuajara dentro del jarro, bajo el grifo.
Cuando, después de haber echado un sueñecito, Aniuta
abrió los ojos, una penumbra gris se espesaba ya en la pequeña estancia,
limpia ahora y atestada de cómodos y viejos enseres. Junto a la mesa de
comedor, a la luz difusa de la vieja lámpara cubierta por una tulipa
mate, vio a Alexéi. Estaba sentado, sujetándose la cabeza entre las
manos, como si quisiera aplastarla entre ambas palmas. Su rostro no se
veía, pero en toda aquella postura había tanta desesperación, que a la
muchacha subióle a la garganta una oleada de tibia compasión hacia aquel
hombre fuerte y tenaz. Se levantó quedamente, se acercó a él, rodeó su
gran cabeza con el brazo y comenzó a acariciarla, dejando pasar entre
sus dedos los ásperos mechones de sus cabellos. El tomó su mano y la
besó en la palma; luego, de pronto, se puso en pie alegre y sonriente:
— ¿Y el
kisel?
¡Esa sí que es buena! Yo que tanto me he esforzado para
que saliera bien, colocándolo bajo el grifo para darle la temperatura
debida, y usted se me duerme en el momento culminante. ¡Qué cocinero
puede aguantar esto!
Comieron alegremente sendos platos de aquel
kisel
"modelo", agrio como el vinagre y, como si se hubieran
puesto de acuerdo, estuvieron charlando sin tocar ninguno de los dos
temas: ni el de Gvózdiev ni el de los asuntos de Merésiev. Luego se
levantaron para preparar los lechos, cada uno en su sitio acostumbrado.
Aniuta salió al pasillo y permaneció allí hasta que sonaron en el suelo
las prótesis de Alexéi, luego apagó la lámpara, se desnudó y se metió en
la cama. La habitación estaba a oscuras, los dos callaban, pero por el
susurro de las sábanas y el crujir de los muelles, Aniuta sabía que
Merésiev no dormía.
— Alexéi, ¿no duerme usted? —preguntó, por fin, sin
poder contenerse.
— No, no duermo.
-
¿Piensa?
-
Pienso, ¿y usted?
-
También pienso.
Se callaron. En la calle, chirrió un tranvía al dar la
vuelta. El azulado fulgor de unos chispazos eléctricos iluminó por un
instante la habitación y, por un segundo, viéronse mutuamente las caras.
Los dos yacían con los ojos abiertos.
...
Aquel día, Alexéi no le dijo a Aniuta ni una sola palabra acerca del
resultado de sus gestiones. Ella comprendía que sus asuntos marchaban
mal y que, posiblemente, estaba extinguiéndose la esperanza en aquel
espíritu indomable. Con su instinto de mujer, adivinaba cuán grande
debía ser el pesar de aquel hombre; pero comprendía también que por muy
apenado que estuviera en aquel momento, cualquier expresión de
condolencia no servirá más que para reavivar su dolor y la compasión le
ofendería.
Por su parte, Merésiev, tumbado boca arriba, con las
manos cruzadas bajo la nuca, pensaba que en la oscuridad, a tres pasos
de él, había una hermosa muchacha, la novia de un amigo, camarada
excelente y noble. No tenía más que dar dos o tres pasos por la oscura
estancia para llegar hasta ella, pero jamás, por nada del mundo, daría
esos tres pasos, como si aquella muchacha, apenas conocida, que le había
dado albergue, fuera su propia hermana. Pensaba que el comandante
Struchkov, probablemente, se reiría de él, quizás ni siquiera le
creería. Mas, ¿quién sabe?, tal vez él, precisamente él, podría
comprenderle ahora mejor que cualquier otro... ¡Y qué magnífica era
aquella Aniuta, qué cansada estaba la pobre y cómo, al mismo tiempo, se
entusiasmaba con su duro trabajo en el hospital de evacuación!...
— Alexéi —llamó quedamente Aniuta.
Desde el diván de Merésiev llegaba el ruido de una
respiración acompasada. El aviador dormía. La muchacha se levantó del
lecho, acercóse a él, pisando cautelosamente con los pies descalzos y,
como si fuera un niño, le arregló la almohada y remetió la manta en
torno a su cuerpo.
7
Merésiev fue el primero en ser llamado a la comisión
médica. La voluminosa y fofa humanidad del coronel Mirovolski —que había
vuelto por fin de la comisión de servicio— ocupaba el puesto de
presidente. Reconoció inmediatamente a Merésiev y se levantó de la mesa
para salir a su encuentro.
— ¿Qué, no le admiten? Sí, querido, su asunto es
difícil. Hay que saltarse la ley. ¿Y cómo te saltas la ley? —dijo
bondadosamente, con pena.
Ni siquiera examinaron a Alexéi. El médico militar
escribió al margen de su documento con lápiz rojo: "A la Sección de
personal. Considero posible enviarle a un regimiento aéreo de
entrenamiento para someterle a prueba". Con aquel papel, Alexéi fue
directamente a ver al jefe de la Sección de personal, pero no le dejaron
ver al general. Merésiev se enfureció, pero el ayudante del general —un
capitán joven y esbelto, de negro bigotillo— tenía una cara tan alegre,
bonachona y afable, que Merésiev —que nunca había podido tragar a los
ayudantes— sentóse junto a su mesita y, sin él mismo esperarlo, se puso
a contarle su historia con todo detalle. El relato era constantemente
interrumpido por llamadas telefónicas. El capitán tenía que dejarle a
cada momento y correr al despacho del jefe. Pero, cuando volvía,
sentábase en seguida frente a Merésiev y, fijando en él sus ojos
infantiles, Cándidos, en los que había a la vez curiosidad, admiración y
cierta desconfianza, le acuciaba:
— Bueno, ¿y qué más, y qué más? —o, de pronto, abría
los brazos y preguntaba perplejo—: ¿De verdad? ¿No exageras? ¡Recristo!
¡Eso es extraordinario!
Cuando Merésiev le contó sus andanzas por las oficinas,
el capitán que, no obstante su aspecto juvenil, resultó ser un hombre
muy experto en asuntos administrativos, exclamó indignado:
-
¡Chupatintas del diablo! ¡Te han estado mareando en
balde! ¡Eres un muchacho magnífico! Bueno, sencillamente, no sé cómo
decirlo... ¡un muchacho excepcional! ... Pero ellos tienen razón: sin
pies no se vuela.
-
¿Cómo que no se vuela?... Mira... —y Merésiev desdobló el
recorte de la revista y el dictamen del médico militar.
-
¿Pero cómo vas a volar sin pies? ¡Vaya una ocurrencia! No
conoces el refrán: "Sin pies no se baila".
En boca de otro aquello habría sido para Merésiev una
seria ofensa y hasta es probable que se hubiese enfurecido y le hubiera
insultado. Pero el rostro expresivo del capitán reflejaba tal
afectuosidad, que, en lugar de eso, Alexéi se puso en pie de un salto,
y, con un ardor infantil, gritó:
— ¿Que no se baila? ¡Ahora vas a ver! —y se puso de
súbito a bailar en la antesala.
El capitán le miraba entusiasmado; luego, sin decir
palabra, cogió sus papeles y desapareció en el despacho.
Tardó en reaparecer. El piloto, escuchando los apagados
ecos de dos voces, que venían a través de la puerta, sentía contraerse
todo su cuerpo en una terrible tensión, mientras el corazón latíale con
violencia, como si estuviera haciendo un brusco picado en un aparato
veloz.
El capitán salió del despacho, sonriendo satisfecho.
— Mira lo que hay —dijo—: naturalmente, de incluirte
en una unidad de vuelo, ni hablar; el general no ha querido ni oírlo.
Pero mira lo que te ha escrito aquí: "destinar en activo a Servicios
Auxiliares de Aeródromos, sin reducción de haberes, suministros y demás
emolumentos". ¡¿Te das cuenta?! Sin reducción...
Y al ver pintada en el rostro de Alexéi, en lugar de una
expresión de alegría, la más profunda indignación, el capitán se quedó
asombrado.
— ¿A Servicios Auxiliares de Aeródromos? ¡Nunca!
Pero comprendan de una vez que yo no hago gestiones ni por el estómago,
ni por el sueldo. Soy aviador. ¿Comprende? Y lo que quiero es volar,
combatir... ¿Por qué no comprenderá esto nadie? ¡Con lo sencillo que
es!...
El capitán quedó perplejo. Otro visitante, en lugar de
éste, se habría puesto a bailar de nuevo, en cambio aquél... ¡Qué hombre
más raro! Pero aquel hombre raro agradaba cada vez más al capitán. Lleno
de simpatía hacia él, quería a toda costa ayudarle en su inverosímil
empresa. De súbito, se le ocurrió una idea. Guiñó un ojo a Merésiev, le
hizo una seña con el dedo de que se acercase y le susurró al oído,
mientras miraba al despacho del jefe:
— El general ha hecho todo lo que estaba en su mano,
más no entra en sus atribuciones. ¡Te lo juro! ¡A él mismo le hubieran
tomado por loco si incluyera a un hombre sin pies en el personal de
vuelo! Ve directamente a ver a nuestro jefe, sólo él puede hacerlo.
Media hora después, Merésiev —a quien su nuevo amigo
había gestionado el correspondiente permiso— se paseaba nervioso por la
alfombra de la antesala del alto jefe. ¿Cómo no se le habría ocurrido
antes? ¡Allí, precisamente allí, debía haber ido desde un principio, sin
perder tanto tiempo en vano! O todo o nada... Decían que el jefe había
sido un "as". ¡El comprendería! A él no se le ocurriría mandar a un
piloto de caza a Servicios Auxiliares de Aeródromos.
En la antesala, ceremoniosamente sentados, había
generales y coroneles. Hablaban en voz baja; algunos estaban
evidentemente emocionados y fumaban mucho. Tan sólo el teniente paseaba
por la alfombra de un lado a otro, con un andar extraño, saltarín.
Cuando todos los visitantes hubieron pasado y le tocaba el turno a
Merésiev, éste se dirigió bruscamente a la mesa tras la que estaba
sentado un joven comandante de rostro redondo y abierto.
-
¿Quiere ver al jefe en persona, camarada teniente?
-
Sí. Tengo que hablar con él personalmente de un asunto
muy importante.
-
¿A pesar de todo, quizás pudiera exponérmelo a mí? Pero,
siéntese, siéntese. ¿Fuma? —y tendió a Merésiev la pitillera.
Alexéi no fumaba, pero, sin saber por qué, tomó un
emboquillado, jugueteó con él en la mano, lo puso sobre la mesa y, de
pronto, lo mismo que al capitán, contó al comandante de un tirón todas
sus peripecias. Desde aquel día su opinión sobre los ayudantes cambió
radicalmente. El comandante le escuchaba más que de un modo cortés: con
amistad, simpatía y atención. Leyó la nota de la revista y el dictamen
facultativo. Animado por aquella simpatía, Merésiev se levantó y,
olvidándose de donde se hallaba, iba ya a hacer otra vez una exhibición
de cómo bailaba.. . Pero en aquel instante por poco se viene todo abajo.
La puerta del despacho se abrió rápidamente, dando paso a un hombre
alto, delgado, de pelo negro, a quien Alexéi reconoció en seguida por
las fotografías Mientras iba saliendo, abrochábase el capote y decía
algo al general que le seguía. Estaba muy preocupado y ni siquiera
reparó en la presencia de Merésiev.
— Voy al Kremlin —dijo al comandante, mirando el
reloj—. Encargue para las seis un avión nocturno, para Stalingrado.
Aterrizaje en Vérjnaia Pogrómnaia —y se marchó tan rápidamente como
había aparecido.
El comandante encargó el avión y, acordándose de
Merésiev, hizo un ademán de desaliento:
— No ha habido suerte; nos marchamos. Tendrá que
esperar. ¿Tiene usted dónde vivir?
En el broncíneo rostro del extraordinario visitante que
momentos antes parecía tenaz y enérgico, vio el comandante, de pronto,
tal expresión de desencanto y cansancio, que cambió de decisión.
— Bien... Conozco a nuestro jefe; él habría
procedido igual.
Escribió unas palabras en un impreso oficial, metió la
nota en
un sobre y escribió en él: "Al jefe de la Sección de
personal" —y dándoselo a Merésiev, le estrechó la mano.
— ¡Le deseo éxito con toda el alma!
En el papelito
se decía: "El teniente A. Merésiev ha estado en la
audiencia del general en jefe. Hay que tratarle con toda
clase de atenciones. Es preciso ayudarle por todos los medios posibles a
que se reincorpore a la aviación militar".
Una hora después, el capitán del bigotillo introducía a
Merésiev en el despacho de su jefe. El viejo general —corpulento, de
cejas abundantes y encrespadas—, leyó el papelito, y fijando en el
piloto sus ojos azules y alegres, sonrió:
— Ya has estado también allí... ¡Rápido, rápido has
ido! ¿Tú eres el que te has ofendido porque te enviaba a Servicios
Auxiliares de Aeródromos? ¡Ja-ja-ja! —dijo, soltando una carcajada
retumbante y sonora—. ¡Bravo, muchacho! Reconozco en ti a un volador de
pura sangre. No quiere ir a Servicios Auxiliares de Aeródromos, se
ofende... ¡Tiene gracia!... Bueno, ¿y qué hago yo contigo, bailarín?
¿Eh? Si te estrellas, me cortarán la cabeza por haberte enviado, me
dirán: ¿por qué lo has enviado, viejo tonto? ¡Aunque cualquiera sabe de
lo que serás capaz! En esta guerra nuestros muchachos han asombrado
tantas veces al mundo... ¡Venga ese papelucho!
Y el general, con lápiz azul y rasgos indescifrables,
descuidadamente, sin terminar las palabras, escribió sobre el papel:
"Enviar a una escuela de entrenamiento". Merésiev cogió el papel con
manos temblorosas. Lo leyó allí mismo, junto a la mesa, después en el
descansillo de la escalera, luego abajo, junto al centinela que
comprobaba los pases a la entrada, más tarde en el tranvía, finalmente,
parado, bajo la lluvia, en la acera. De cuantas personas poblaban el
globo terráqueo, sólo él podía comprender lo que significaban y valían
aquellas palabras a medio escribir, trazadas con descuido.
Aquel día, para celebrar su éxito, Alexéi Merésiev vendió
su reloj —un regalo del jefe de la división—, compró en el mercado vino
y toda clase de productos, suplicó a Aniuta por teléfono que se buscase
una sustituía por un par de horas en el hospital de evacuación, invitó
al anciano matrimonio y organizó un opíparo banquete con motivo de su
gran victoria.
8
En la escuela de entrenamiento, situada en las cercanías
de Moscú, al lado de un pequeño aeródromo, reinaba una febril actividad
en aquellos inquietantes días.
La aviación tuvo mucho que hacer en la batalla de
Stalingrado. Sobre la fortaleza del Volga, el cielo, constantemente
gris, jamás despejado del humo de los incendios y de las explosiones,
era teatro de ininterrumpidos encuentros y combates aéreos que se
transformaban en grandes batallas. Ambos bandos sufrían pérdidas muy
sensibles. Del Stalingrado combatiente pedían con insistencia pilotos,
pilotos y más pilotos... Por eso la escuela de entrenamiento —donde se
reentrenaban los aviadores salidos del hospital y hacían prácticas en
los nuevos aparatos militares pilotos llegados de la retaguardia, que
hasta entonces habían volado en aviones civiles— funcionaba sobrecargada
hasta el límite. Los aviones de entrenamiento, parecidos a libélulas,
cubrían el pequeño y estrecho aeródromo como las moscas una sucia mesa
de cocina. Zumbaban sobre él desde el alba hasta el ocaso y, se mirase
cuando se mirase al campo —rayado en todas direcciones por las huellas
de las ruedas—, siempre había alguien que despegaba o tomaba tierra.
El jefe del Estado Mayor de la escuela —hombre rechoncho,
de rostro encarnado y ojos enrojecidos por el insomnio— miró irritado a
Merésiev, como diciendo: "¿Qué diablo te habrá traído a ti también? ¡Por
si tenía pocas preocupaciones!" —y le arrebató de las manos el paquete
con la hoja de destino y los papeles.
"Se agarrará a lo de los pies y me echará" —pensó
Merésiev, temeroso, mirando la áspera pelambrera que se enmarañaba en el
ancho rostro del teniente coronel, hacía tiempo sin afeitar. Pero en
aquel momento le llamaron por dos teléfonos a la vez. Apretó contra la
oreja derecha uno de los auriculares, sujetándolo con el alzado hombro,
y mientras gritaba algo —irritado— en el micrófono del otro, recorrió
de una ojeada los documentos de Merésiev. Debió leer solamente la
resolución del general, porque al instante, sin colgar el teléfono,
escribió debajo de ella: "Tercer destacamento de entrenamiento. Al
teniente Njuímov: inclúyalo". Luego, colgó los dos auriculares y
preguntó con voz cansada:
-
¿Y el estadillo de ropa y efectos? ¿Y el de provisiones?
¿No lo tiene? Ninguno lo tiene. La misma canción de siempre. El
hospital, el jaleo; no estaba para ello. ¿Y yo, qué? ¿De dónde voy a
sacar comida para darles? Informe por escrito, sin los estadillos no
daré la orden de inclusión.
-
¡A sus órdenes! ¡Informaré por escrito! —repitió con
satisfacción Merésiev, cuadrándose y haciendo el saludo—. ¿Puedo
retirarme?
-
Retírese —dijo el teniente coronel con indolente ademán.
Y, de súbito, gritó furioso—: ¡Alto! ¿Qué es eso? —preguntó, señalando
con el dedo el pesado bastón cubierto de dorados monogramas, regalo de
Vasili Vasílievich. Merésiev, en su emoción, lo había olvidado al salir
del despacho—. ¿Qué elegancias son ésas? ¡Tire ese bastón! ¡Como si esto
en lugar de una unidad militar fuera un campamento de gitanos! Ni que
estuviéramos paseando: bastones, juncos, fustas... Pronto se colgarán
amuletos del pescuezo y llevarán gatos negros en la
cabina.
¡Que no vuelva yo a ver esas porquerías por aquí!
-
A sus órdenes, camarada teniente coronel.
Aunque tenía por delante muchas dificultades e
incomodidades, una de ellas escribir el informe, explicando al
indignado teniente coronel las circunstancias de la pérdida de los
estadillos; aunque, con motivo de la confusión creada por el torrente de
hombres que pasaban sin cesar por la escuela, la comida era flojilla y
los pilotos, acabado el yantar del mediodía, comenzaban inmediatamente a
soñar con la cena; aunque en el edificio de la escuela secundaria
—transformada provisionalmente en vivienda común y abarrotada hasta los
topes— se habían roto los tubos de la calefacción y hacía un frío de mil
diablos y toda la primera noche la pasó Alexéi tiritando bajo la manta y
su chaquetón de cuero, sentíase allí, entre el ajetreo y las
incomodidades, como se sentiría probablemente un pez al que una ola
arrastrase de nuevo al mar después de haber estado asfixiándose en la
arena. Todo lo de allí le agradaba: hasta las propias incomodidades de
aquella vida de campamento le recordaban que estaba próximo a la
realización de su anhelo.
El ambiente familiar, la gente también entrañable,
vestida con viejos chaquetones de cuero despellejados y descoloridos por
la guerra y botas altas de piel de perro, hombres alegres, atezados, de
voz ronca; la atmósfera familiar, impregnada del olor dulzón y
penetrante de la gasolina de aviación, saturada del rugido de motores
que se calentaban y del rítmico y adormecedor runrún de aviones en
vuelo; los tiznados mecánicos, con sus monos llenos de grasa, cayéndose
de cansancio; los instructores malhumorados, de tez bronceada; las
muchachas sonrosadas de la garita meteorológica; el humo azulado,
estratificado en la casita del puesto de mando; el ronquido de los
zumbadores eléctricos y los violentos timbrazos de los teléfonos; la
escasez de cucharas en el comedor, por llevárselas "como recuerdo" los
que se iban al frente; las "Hojas murales de campaña" escritas con
lápices de colores, con las obligadas caricaturas de los jóvenes que
sueñan en el aire con las muchachas; el barro pardusco y blando del
campo de vuelo, rayado en todas direcciones por las ruedas y patines de
cola; la alegre conversación, salpicada de "ajos" y términos de
aviación: todo aquello le era conocido, era lo suyo.
Merésiev sintióse inmediatamente pletórico de energías.
Volvieron a él la alegría de vivir y esa cierta despreocupación alegre,
peculiar en los pilotos de caza, que parecía haber perdido para siempre.
Volvió a recobrar su aspecto marcial; lleno de satisfacción respondía
con agilidad y bizarría a los saludos de los inferiores; marcaba el paso
con precisión, cuando se cruzaba con sus superiores, y, habiendo
recibido un uniforme nuevo, lo dio inmediatamente, para que se lo
ajustase, a un viejo sargento del Batallón de Servicios, sastre de
profesión, encargado de extender los vales para los víveres. Por la
noche, el sargento se ganaba un suplemento "ajustando al cuerpo" los
uniformes de los tenientes exigentes y galanes en el vestir.
Merésiev buscó inmediatamente en el campo de vuelo al
instructor del tercer destacamento, teniente Naúmov, a cuyas órdenes
había sido destinado. Naúmov —bajo de estatura, muy vivaracho, cabezudo
y de largos brazos— corría junto al panel de aterrizaje, mirando al
cielo en el que volaba en "zona" un pequeño avión de entrenamiento, y
recriminaba con palabras gruesas al que lo pilotaba:
— Vuela igual que un saco... Un saco de... oro... ¡Y
todavía dice que ha sido piloto de caza! ¿A quién querrá engañar?
En respuesta al saludo de Merésiev, que se presentó a su
futuro instructor tal como lo prescribían las ordenanzas, limitóse a
hacer un movimiento con la mano, señalando al aire:
— ¿Ha visto usted? Un caza, el terror del cielo...
"planchando" el aire.
A Alexéi le agradó el instructor. Le eran simpáticos
hombres como aquél, un poco alocados en su vida en colectivo,
perdidamente enamorados de su trabajo, con los cuales toda persona capaz
y cumplidora podía encontrar fácilmente un lenguaje común. Merésiev hizo
algunas observaciones de entendido a propósito del que volaba. El
pequeño teniente le examinó de pies a cabeza con más atención y
preguntó:
-
¿Viene a mi destacamento? ¿Cómo se llama? ¿En qué ha
volado? ¿Ha combatido? ¿Cuánto tiempo hace que no vuela? Alexéi no
estaba seguro de que el teniente hubiera escuchado sus respuestas, pues
de nuevo alzó la cabeza y, poniendo la mano de pantalla contra el sol,
amenazó con el puño:
-
¡Chapucero!... ¡Mire qué vuelta da! Igual que un
hipopótamo en un salón.
Ordenó a Alexéi que se presentase al comienzo del día de
vuelo y le prometió "probarle" en seguida.
— Y ahora, retírese a descansar. Es conveniente después
del viaje. ¿Ha comido? Porque aquí, con el jaleo, pueden olvidarse de
darle de comer... ¡Muñeco de Satanás! En cuanto aterrices, ya te diré lo
que es bueno, ¡"piloto de caza"!
— Merésiev no se fue a descansar, tanto más que en el
aeródromo —por donde el viento arrastraba un polvo arenoso, seco y
punzante— se estaba incluso más caliente que en la clase "9-A", donde
tenía su camastro. En el Batallón de Servicios Auxiliares del aeródromo
encontró a un zapatero, al que dio toda su ración de tabaco de una
semana para que le hiciera, de un correaje de oficial, dospequeñas
correíllas con hebillas, de forma especial, con las que podría sujetar
fuertemente las prótesis a los pedales de los mandos. Por la urgencia y
lo desusado del encargo, el zapatero pidió para unas copitas y, a cambio
de ello, prometióle hacer las correíllas a conciencia. Merésiev volvió
al aeródromo y hasta que oscureció, en tanto no llevaron el último avión
a la línea y le ataron con una cuerda a unos tochos atornillados en el
suelo, estuvo observando los vuelos, como si aquello, en vez del vulgar
"paseo" por zonas, fuera una competición entre "superases". En realidad,
no miraba a los aviones, vivía simplemente la atmósfera del aeródromo,
absorbía su activo trajín, el constante rugir de los motores, el sordo
estampido de la pistola de señales, el olor a gasolina y aceite. Todo su
ser rebosaba alegría. Y ni siquiera se le ocurrió pensar que al día
siguiente, el avión podría muy bien negarse a obedecerle, y suceder una
catástrofe.
Por la mañana temprano se presentó en el campo de vuelo
cuando aún estaba desierto. En las líneas rugían los motores
calentándose. Los hornillos respiraban fuego, los mecánicos daban
vueltas a las hélices y se apartaban de ellas como de una serpiente.
Oíanse los conocidos gritos mañaneros:
-
¡En marcha!
-
¡Contacto!
-
¡Hay contacto!
Alguien riñó a Alexéi por andar entre los aviones tan
temprano, sin causa justificada. El lo echó a broma y no hacía más que
repetir para sus adentros la alegre palabra que se había quedado
grabada, no sabía por qué, en su mente: "Contacto, contacto, contacto".
Finalmente, los aviones, dando saltos, balanceando pesadamente las alas,
comenzaron a deslizarse hacia la pista de despegue, sujetos de los
planos por los mecánicos. Naúmov estaba ya allí, fumando una colilla tan
pequeña que parecía extraer el humo de sus amarillentos dedos puestos en
forma de pinzas.
— ¿Ya estás aquí? —preguntó sin contestar al saludo
reglamentario hecho por Alexéi—. Bueno, has llegado el primero y volarás
el primero. Siéntate en la cabina trasera del nueve, yo voy ahora mismo.
¡Veremos qué maña te das!
Y mientras Alexéi se encaminaba de prisa hacia el avión,
Naúmov empezó a dar rápidas chupadas a la diminuta colilla.
Merésiev quería sujetar los pies antes de que llegase el
instructor. Parecía buena persona, pero ¿quién sabe si de pronto le daba
por ponerse testarudo, se negaba a hacer la prueba y armaba un
escándalo? Merésiev se encaramó por la escurridiza ala, agarrándose
convulsivamente al borde de la cabina. A causa de la emoción y de la
falta de costumbre, resbalaba y no podía meter la pierna en ella, y el
mecánico —hombre ya entrado en años, de cara alargada y aspecto
melancólico— le miró sorprendido, pensando para su coleto: "Ese perro
está borracho".
Por fin, a duras penas, logró Alexéi meter en la cabina
una de sus piernas inflexibles y luego tiró de la otra, derrumbándose
pesadamente sobre el asiento. Sin perder segundo, sujetó, con las
abrazaderas de cuero, las prótesis. Las correas estaban bien hechas y
las ajustaban rígidamente, con solidez, a los pedales. Merésiev sentía
éstos al igual que percibía en su infancia los bien apretados patines
bajo los pies.
Por la cabina asomó la cabeza del instructor
— Eh, tú, amigo, ¿no estás bebido por casualidad? A
ver, echa el aliento.
Alexéi obedeció. No percibiendo el conocido tufillo, el
instructor amenazó con el puño al mecánico.
-
¡En marcha!
-
¡Contacto!
-
¡Hay contacto!
El motor resopló, estridente, varias veces, luego se oyó
con nitidez la pulsación de sus pistones. Merésiev lanzó incluso un
grito de alegría y tendió maquinalmente la mano hacia la palanquita de
los gases, pero en aquel instante oyó por el tubo acústico un irritado
taco de Naúmov:
— ¡No tengas tanta prisa!
El propio instructor dio gases, el motor comenzó a rugir,
y el avión rodó, tomando velocidad. Gobernando maquinalmente, Naúmov
tiró de la palanca hacia sí; el pequeño aparato, semejante a una
libélula, se elevó con rapidez.
En el espejo, colocado oblicuamente, veía el instructor
el rostro del nuevo alumno. ¡Cuántos rostros de pilotos, que hacían su
primer vuelo después de una larga tregua, no habría visto en su vida!
Había observado la condescendiente sonrisa de los "ases" y el brillar de
los encendidos ojos de los pilotos entusiastas, que se sentían en su
elemento después de una larga permanencia en diferentes hospitales.
Había visto palidecer, al encontrarse en el aire, ponerse nerviosos y
morderse los labios a los aviadores que habían sufrido algún traumatismo
durante un grave accidente aéreo. Había observado la atrevida curiosidad
de los novatos al despegar por primera vez, pero jamás había tenido
ocasión de ver, en sus muchos años de práctica de instructor, una
expresión tan extraña como la del rostro —reflejado en el espejo—, de
aquel mozo guapo y moreno, no bisoño, a todas luces, en el arte de
volar.
A través de la bronceada piel del novato brotaba un
arrebol febril. Tenía los labios exangües, pero no de miedo, no, sino de
una cierta emoción noble, incomprensible para Naúmov. ¿Quién era aquel
hombre? ¿Qué le sucedía? ¿Por qué le había tomado el mecánico por
borracho? Cuando el avión despegó y quedó suspendido en el aire, el
instructor vio cómo los ojos del alumno —negros, obstinados, unos ojos
de gitano, sobre las cuales no se había bajado las gafas protectoras— se
arrasaban en lágrimas y cómo éstas, resbalando por sus mejillas, fueron
barridas por una ráfaga de viento que le golpeó en el rostro al hacer un
viraje.
"¡Qué hombre más extraño! Habrá que tener cuidado con él.
¿Quién sabe lo que puede ocurrir?" —decidió Naúmov para sus adentros.
Pero en aquel rostro lleno de emoción que asomaba en el cuadrangular
espejo, había algo que también conmovió al instructor. Lleno de
sorpresa, sintió que una bola le atenazaba la garganta y que los
aparatos empezaban a borrarse ante sus ojos.
— Le paso los mandos —dijo, pero, en vez de pasárselos,
se limitó a aflojar la presión de las manos y del pie, dispuesto en cada
instante a arrebatar la dirección a aquel hombre incomprensible. A
través de los aparatos de doble mando, Naúmov sintió el pulso firme y
experto del nuevo, "un piloto por la gracia de Dios", como gustaba decir
el jefe del Estado Mayor de la escuela, viejo lobo del aire, que volaba
desde la guerra civil.
Después de la primera vuelta, Naúmov dejó de preocuparse
por el alumno. El aparato volaba con seguridad, de acuerdo con todas las
reglas. Quizás lo único extraño era que durante el vuelo horizontal el
alumno hacía constantemente pequeños virajes a la derecha y a la
izquierda, o bien caballitos o embalaba el avión hacia abajo, como si
tentase sus propias fuerzas. Naúmov decidió para sus adentros que el
novato podía pilotar al día siguiente en "zona" solo y, después de dos o
tres vuelos, pasar al avión de entrenamiento "UT-2", pequeña copia, en
madera contrachapada, de un caza.
Hacía frío; el termómetro colocado en el montante del ala
marcaba 12 grados bajo cero. Un fuerte viento soplaba en la cabina,
atravesaba la piel de perro de las botas y helaba las piernas del
instructor. Era hora de regresar.
Pero cada
vez
que Naúmov ordenaba por el tubo acústico: "¡A
aterrizar!", veía en el espejo la muda súplica de aquellos ardientes
ojos negros —que más que súplica era un mandato— y le faltaba valor para
repetir la orden. En lugar de diez minutos estuvieron volando cerca de
media hora.
Al descender de la cabina, Naúmov se puso a saltar junto
al avión, dándose palmadas con las manos enguantadas y moviendo los pies
sin cesar. Y en verdad, el frío prematuro era aquella mañana bastante
intenso. El alumno se entretuvo un rato en la cabina, luego salió de
ella despacito, como de mala gana, y al descender a tierra se sentó en
el ala con cara de hombre feliz —como si en realidad estuviera ebrio—,
encendido el rostro por el frío y la excitación.
-
¿Qué, te has helado? ¡A mí se me colaba el frío a través
de las botas! Y tú, con zapatos... ¿No se te han helado los pies?
-
No tengo pies —respondió el alumno, sonriendo
ensimismado.
-
¿Qué? —el rostro expresivo de Naúmov se dilató de
asombro.
-
No tengo pies —repitió Merésiev inteligiblemente.
-
¿Cómo que "no tienes pies"? ¿Qué quieres decir? ¿Los
tienes malos, o qué?
— No, simplemente... que no los tengo... Llevo
prótesis.
Naúmov, por un instante, se quedó clavado en el sitio, como si
le hubieran dado un mazazo en la cabeza. Lo que le decía
aquel mozo extraño era absolutamente inverosímil. ¿Cómo era posible que
no tuviera pies? Acababa de volar y no mal...
— ¡A ver! —dijo el instructor con cierto terror.
Aquella curiosidad no indignó ni ofendió a Alexéi.
Al contrario, sintió deseos de asombrar definitivamente a
aquel hombre gracioso y alegre y, haciendo un movimiento de
prestidigitador, se levantó a la vez las dos perneras del pantalón.
El alumno estaba en pie sobre unas prótesis de cuero y
aluminio, mirando alegremente al instructor, al mecánico y a los que
esperaban turno para volar.
Naúmov comprendió al instante la emoción de aquel hombre,
la extraordinaria expresión de su semblante, las lágrimas en sus ojos
negros y la avidez con que quería prolongar la sensación del vuelo. La
hazaña de Merésiev le dejó maravillado. Naúmov se lanzó hacia él y,
sacudiéndole impetuosamente ambas manos, exclamó:
— Querido, pero si... Pero, tú...
¡Ni tú mismo sabes qué clase
de hombre eres!.. .
Ahora lo principal ya estaba hecho. El corazón del
instructor había sido conquistado. Por la tarde se entrevistaron y
acordaron el plan de entrenamiento; ambos coincidieron en que la
situación de Alexéi era difícil, que la más leve falta podía traer como
consecuencia que le prohibieran para siempre pilotar un aparato y aunque
ahora, precisamente ahora más que nunca, Alexéi hubiera querido pasar
con rapidez al caza, volar allí adonde se dirigían en aquellos días los
mejores combatientes del país —hacia la famosa ciudad del Volga—,
accedió a entrenarse con paciencia, de un modo consecuente y en todos
los aspectos. Alexéi comprendía que en su situación sólo podía ir sobre
seguro.
9
Merésiev llevaba ya más de cinco meses en la escuela de
entrenamiento. Como el aeródromo estaba cubierto de nieve, a los aviones
les habían puesto patines. Al salir a la "zona", Alexéi veía ahora
debajo de sí, en lugar de los vivos colores otoñales, tan sólo dos
tonos: el blanco y el negro. La nueva de la derrota de los alemanes en
Stalingrado, del aniquilamiento del Sexto Ejército alemán y de la
captura de Paulus, había recorrido ya el mundo. En el Sur se
desarrollaba una incontenible ofensiva sin precedentes. Los tanquistas
del general Rótmistrov habían roto el frente y, después de realizar una
audaz incursión, batían la retaguardia profunda del enemigo. Y el
"vegetar" un día y otro, volando en los pequeños aviones de
entrenamiento, mientras en el campo de combate se producían tales
acontecimientos y en el cielo, sobre los frentes, tenían lugar tales
batallas, era más penoso para Alexéi, que recorrer un día tras otro,
incontable número de veces, el pasillo del hospital o bailar mazurcas y
foxtrots con los muñones inflamados, sintiendo atroces dolores.
Estando aún en el hospital, se había jurado volver a la
aviación Se había planteado este objetivo y tendía obstinadamente hacia
él a través del dolor, de la pena, del cansancio y de la desilusión. Una
vez, llegó a su nombre un grueso sobre. Klavdia Mijáilovna le reexpedía
unas cartas y le preguntaba cómo vivía, cuáles eran sus progresos y si
lograba o no realizar sus sueños.
"¿Lo he logrado o no?" —se interrogó a sí mismo y, sin
contestarse a la pregunta, comenzó a abrir las cartas. Eran varias —de
su madre, de Olga, de Gvózdiev— y entre ellas había una que le
sorprendió sobremanera: la dirección era de puño y letra del "sargento
meteorológico", pero debajo rezaba: "Del capitán K. Kukushkin". Fue la
primera que leyó.
Kukushkin le informaba de que había sido derribado otra
vez, que se vio obligado a saltar del avión en llamas, cosa que realizó
con éxito, tomando tierra entre los suyos, pero dislocándose un brazo.
Con tal motivo, se hallaba hospitalizado en el puesto sanitario del
aeródromo, "muriéndose de aburrimiento" entre los "beneméritos y
heroicos servidores del clister", como él decía, pero que la cosa no
tenía importancia y pronto volvería a filas. La carta estaba escrita al
dictado por Vera Gavrí- lova, conocida del destinatario, y a quien aun
ahora, siguiendo el ejemplo de Alexéi, todo el regimiento continuaba
llamando "el sargento meteorológico". En la carta se decía también que
la susodicha Vera era una cama- rada excelente y que le ayudaba a él, a
Kukushkin, a sobrellevar su infortunio. Entre paréntesis,
la propia Vera indicaba que Kostia, naturalmente, exageraba. Alexéi se
enteró por aquella carta de que en el regimiento se acordaban todavía de
él: habían colgado su retrato en el comedor —entre los retratos de los
héroes educados por el regimiento—, y los de la Guardia no perdían las
esperanzas de verle de nuevo entre ellos. ¡Los de la Guardia! Merésiev,
sonriendo, movió la cabeza. Muy ocupadas debían estar las mentes de
Kukushkin y de su improvisada secretaria para olvidarse de comunicarle
una nueva tan importante como la de que el regimiento había recibido la
bandera de la Guardia.
Luego, Alexéi abrió la carta de la madre. Era la inquieta
misiva de siempre, llena de preocupaciones y cuidados por él. ¿No estaba
mal de salud? ¿No pasaba frío? ¿Comía bien y estaba bien abrigado para
el invierno? ¿No le haría falta, por ejemplo, que le tejiese unos
guantes de punto? Había tejido ya cinco pares, que entregó como regalo
para los combatientes del Ejército Rojo. En los pulgares había metido
unas esquelitas expresando su deseo de que los llevasen por mucho
tiempo. ¡Qué bien estaría que un par de aquellos guantes fueran a parar
a él! Eran magníficos, de abrigo, hechos de lana de Angora, cardada de
sus conejos con gran trabajo. Sí, se había olvidado de decirle que tenía
ahora dos conejos —macho y hembra— y siete gazapos. Únicamente al final
de toda aquella charla cariñosa y senil escribía lo más importante: los
alemanes habían sido expulsados de Stalingrado, teniendo un número
increíble de muertos y hasta se decía que habían cogido prisionero al
principal de todos. Después que los hubieron arrojado de allí, llegó
Olga a Kamyshin, por cinco días, durante los cuales vivió con ella, pues
la casa de Olga había sido destruida por una bomba. En la actualidad
estaba en un batallón de zapadores, con el grado de teniente, y ya había
sido herida una vez en el hombro, pero ahora estaba bien del todo y,
además, había sido condecorada con una Orden; naturalmente, a la anciana
no se le ocurrió decirle cuál. Agregaba que, durante el tiempo que había
vivido con ella.
Olga no hacía más que dormir y cuando no dormía hablaba
de él. Una vez, echaron las cartas y salió que el rey de bastos tenía en
su corazón a la "sota" de oros. La madre le decía que ella, por su
parte, no le deseaba mejor novia que aquella misma "sota".
Alexéi sonrió ante la conmovedora diplomacia de la
viejecilla y abrió, con precaución, el sobre grisáceo de la "sota". La
carta era breve. Le contaba que, después del trabajo en las
"trincheras", los mejores combatientes de su batallón obrero habían sido
incluidos en una unidad regular de zapadores. En la actualidad ella era
teniente. Fue su unidad la que levantó, bajo el fuego enemigo, las
fortificaciones inmediatas al Túmulo de Mamay —lugar que se había hecho
ahora tan famoso— y, más tarde, el anillo de fortificaciones en torno a
la fábrica de tractores, y que por ello la unidad había sido condecorada
con la Orden de la Bandera Roja. Olga escribía que allí habían pasado lo
suyo, que todo —desde las conservas hasta las palas— había que traerlo
del otro lado del Volga, que estaba batido por las ametralladoras. En
toda la ciudad —decía— no queda hoy ni una casa intacta, y la tierra,
llena de embudos, semeja la fotografía de un paisaje lunar.
Decíale además que, después de haber estado en el
hospital, la habían llevado en auto, en unión de otras muchachas, por
todo Stalingrado. Había visto verdaderas montañas de fascistas muertos,
apilados para su inhumación. ¡Y había tantos por los caminos! "Me
gustaría que tu amigo, el tanquista —no recuerdo su nombre, aquél al que
le mataron toda la familia— hubiera venido a parar aquí y lo hubiese
visto con sus propios ojos. Palabra de honor, esto debían sacarlo en el
cine y mostrárselo a hombres como él, para que vieran cómo los hemos
vengado". Al final de la carta escribía —Alexéi leyó esta frase,
incomprensible para él, varias veces— que ahora, después de la batalla
de Stalingrado, se sentía digna de él, héroe entre héroes. Todo esto
estaba escrito a vuela pluma, en una estación donde se había detenido su
tren. No sabía adonde los llevaban y cuál sería su nueva dirección.
Hasta su próxima carta, Alexéi estaba imposibilitado de responder a la
muchacha que no era él, sino ella —aquella pequeña y feble muchacha que
trabajaba modesta y tenazmente en el mismo infierno de la guerra— un
verdadero héroe entre héroes. Examinó una vez más la carta y el sobre
por todos lados. En el reverso, aparecía escrito con claridad: "Remite
Olga X. Teniente de la Guardia".
Muchas veces, en los momentos de descanso en el
aeródromo, Alexéi sacaba aquella carta y la releía, y por mucho tiempo
sintió su calor, lo mismo en el campo de vuelo, azotado por el cortante
cierzo, como en la clase "9-A", aquella fría habitación, con los
rincones cubiertos de escarcha, donde seguía habitando.
Por fin, el instructor Naúmov le señaló la prueba. Tenía
que volar en un "UT-2" y el vuelo lo inspeccionaría no el instructor,
sino el jefe del Estado Mayor en persona, es decir, aquel mismo teniente
coronel gordinflón, de cara roja, que tan ásperamente le había recibido
a su llegada a la escuela.
Sabiendo que se le observaba atentamente desde tierra y
que en aquellos momentos se decidía su suerte, Alexéi se superó aquel
día. Lanzaba el pequeño y ligero avión a acrobacias tan arriesgadas, que
el experto teniente coronel dejó escapar, contra su voluntad, unas
exclamaciones de admiración. Cuando Merésiev, después de descender del
aparato, se presentó ante los jefes, comprendió por el rostro de Naúmov
—excitado, jubiloso, radiante de satisfacción— que el gato estaba ya en
la talega.
— ¡Magnífico estilo!
Sí... Eso es lo que se llama un piloto por la gracia de Dios
—murmuró el teniente coronel—. Oiga, caballerete, ¿no le gustaría
quedarse de instructor con nosotros? Necesitamos pilotos como usted.
Merésiev se negó a rajatabla.
— ¡Bueno, pues eres un tonto! ¡Combatir! ¡Vaya una cosa
difícil! En cambio aquí enseñarías a la gente.
De pronto, el teniente coronel vio el bastón en el que se
apoyaba Merésiev y hasta se puso cárdeno:
-
¿Otra vez? ¡Dámelo! ¿Es que te dispones a ir a un
"picnic" con el bastón? ¿Dónde te crees que estás? ¿En un bulevar?
¡Arrestado en el cuerpo de guardia por incumplimiento de una orden! ¡Dos
días! ... ¡Amuletos, mascotas! ... ¡Como los brujos! ¡No faltaba más que
el as de oros en el fuselaje! ¡Dos días! ¿Has oído? Y arrebatando de
manos de Merésiev el bastón, el teniente coronel miró a su alrededor,
buscando algo en qué romperlo.
-
Camarada teniente coronel, permítame informarle: no tiene
pies —intercedió el instructor Naúmov por su amigo.
El jefe del Estado Mayor amoratóse aún más. Abriendo
desmesuradamente los ojos y respirando con dificultad, barbotó:
— ¿Cómo es eso? También tú quieres embaucarme. ¿Es
verdad eso?
Merésiev asintió con la cabeza, mientras miraba con
inquietud su adorado bastón, al que amenazaba un peligro indudable.
Ahora no se separaba nunca del regalo de Vasili Vasílievich.
El teniente coronel miró desconfiado a ambos amigos:
— Bueno, si es así, sabes... ¡A ver, enseña las
piernas!. ¡Pues si...
es... verdad!
Alexéi Merésiev salió de la escuela de entrenamiento con
una referencia sobresaliente. El irascible teniente coronel, aquel viejo
"lobo del aire", supo apreciar mejor que nadie la grandeza de la hazaña
del piloto. No escatimó palabras de encomio y en una referencia dada por
él recomendaba a Merésiev para prestar servicio "en cualquier tipo de
avión, como piloto experto, avezado y enérgico".
10
El resto del invierno y comienzos de la primavera se los
pasó Merésiev en la escuela de perfeccionamiento. Era ésta una vieja
academia de pilotos militares, con un magnífico aeródromo, espléndida
residencia comunal, suntuoso club, en cuyo escenario actuaban a veces
las compañías teatrales de Moscú, que salían en jira artística. La
escuela estaba también abarrotada, pero en ella se observaba
escrupulosamente el régimen de antes de la guerra. Había incluso que
preocuparse del detalle más ínfimo del uniforme, pues por llevar las
botas sucias, por la falta de un botón en el chaquetón de cuero o porque
el portaplanos, con las prisas, se hubiese puesto por encima del cinto,
había que estar marcando el paso durante dos horas, por orden del
comandante de la escuela.
Un gran grupo de pilotos, entre los que figuraba Alexéi
Merésiev, aprendían el manejo del entonces nuevo avión de caza soviético
"La-5". La preparación era muy rigurosa, se estudiaba el motor, el avión
y los aparatos de a bordo. Escuchando las lecciones, Alexéi se admiraba
de los enormes progresos realizados por la aviación soviética en el
plazo, relativamente corto, que él llevaba fuera del ejército. Lo que al
principio de la guerra parecía una audaz innovación, había envejecido
ahora irremisiblemente. Los ágiles "Lástochkis" y los ligeros "MiG",
adaptados para los combates de altura, que al comienzo de la guerra
parecían obras maestras, iban siendo retirados. En sustitución de ellos,
las fábricas soviéticas construían los espléndidos últimos modelos del
"Yak" —surgidos ya durante la guerra y asimilados en un plazo
fabulosamente corto—, los "La-5", los "II" biplazas, verdaderos tanques
volantes, que se deslizaban a ras de tierra y sembraban las bombas,
balas y proyectiles en la cabeza misma del enemigo, lo que les había
valido ya en el ejército alemán el terrorífico sobrenombre de la "muerte
negra". El nuevo material de guerra, concebido por el genio del pueblo
combatiente, había complicado de modo inconmensurable el combate aéreo y
requería del piloto, además del conocimiento profundo de su aparato,
aparte de una inflexibilidad audaz, una gran pericia para orientarse
rápidamente sobre el campo de batalla, dividir el combate aéreo en sus
distintos elementos y actuar por su cuenta y riesgo, tomando decisiones
y llevándolas a efecto sin esperar, en muchos de los casos, a recibir
órdenes.
Todo ello era interesante en extremo. Pero en el frente
tenían lugar encarnizados y continuos combates ofensivos y Alexéi
Merésiev, sentado en la clase —clara y alta de techo—, tras el cómodo
pupitre negro de estudiante, escuchando las lecciones, sentía de un modo
continuo y torturante la nostalgia por el frente, por la vida de
campaña. Había aprendido a dominar el dolor físico. Sabía imponerse la
realización de lo inverosímil. Pero le faltaba fuerza de voluntad para
ahogar aquella angustia inconsciente, producto de la inactividad
forzosa, y, a veces, durante semanas enteras vagaba por la escuela
silencioso, absorto, taciturno.
Por suerte para Alexéi, en aquella misma escuela se
perfeccionaba también el comandante Struchkov. Habíanse encontrado como
dos viejos amigos. Struchkov llegó a la escuela dos semanas más tarde,
pero inmediatamente se amoldó a su régimen peculiar y práctico de vida,
se adaptó a aquellas exigencias, extraordinarias para una época de
guerra, y se convirtió en el hombre de confianza de todos. Comprendió
inmediatamente el estado de ánimo de Merésiev y por la noche, cuando
después de haberse lavado se separaban para retirarse a sus respectivas
habitaciones, le dio una palmada en la espalda:
— No te aflijas, mozo, habrá bastante guerra para
nosotros. Mira cuánto nos queda hasta Berlín: un buen trecho. Tenemos
guerra para rato. Hasta hartarnos.
En los dos o tres meses que habían estado separados, el
comandante había declinado a ojos vistas, estaba más delgado y viejo.
A mediados de invierno, los pilotos del curso en el que
estudiaban Merésiev y Struchkov comenzaron las prácticas de vuelo. Antes
de esto, Alexéi conocía ya a fondo el avión "La-5", pequeño y alicorto,
parecido por su diseño a un pez volador. En los recreos iba con
frecuencia al aeródromo a ver cómo despegaban dichos aparatos después de
una breve carrera, cómo se remontaban bruscamente al cielo, cómo
evolucionaban en el aire, refulgente al sol el azulado vientre. Se
acercaba a un avión, lo examinaba, acariciaba el ala, y dábale palma-
ditas en los costados, como si en vez de una máquina fuera un hermoso y
bien cuidado corcel de "pura sangre".
Todo el grupo de Merésiev salió a la pista de despegue.
Cada cual aspiraba a probar cuanto antes sus fuerzas y se inició entre
ellos una discreta competencia. El instructor llamó primero a Struchkov.
Los ojos del comandante se iluminaron alegremente, sonrió con cierta
picardía y, mientras se ajustaba las correas del paracaídas y cerraba la
cabina, silbaba excitado una cancioncilla.
Luego, el motor rugió amenazador, el avión arrancó de su
sitio, rodó por el aeródromo, dejando una estela de polvo de nieve,
irisada por el sol, y ascendió al cielo, fulgurantes las alas a los
rayos solares. Struchkov describió sobre el aeródromo un arco cerrado,
engarzó unos bellos virajes, hizo un medio tonel, realizó en forma
magistral, con verdadera habilidad, toda la serie de ejercicios
reglamentarios y se perdió de vista. De pronto, surgió por detrás del
tejado de la escuela, y entre el rugir del motor, a toda velocidad, pasó
raudo sobre el aeródromo, casi llevándose por delante las gorras de los
alumnos que esperaban en la pista de despegue. Desapareció de nuevo,
volvió a aparecer y descendió —esta vez con toda seriedad— para posarse
de forma perfecta sobre los tres puntos. Struchkov saltó de la cabina
emocionado, jubiloso, loco de alegría, como un chiquillo al que le
hubiera salido bien una travesura.
— Esto no es un aparato, es un violín, ¡lo juro!, un
violín —alborotaba, interrumpiendo al instructor que le reprendía por
sus audacias en el aire—. En él se puede interpretar a Chaikovski... ¡Os
lo juro! ¡Esto es vivir, Alexéi! —y dio un fuerte abrazo a Merésiev.
El aparato era efectivamente magnífico. Todos coincidían
en ello. Pero cuando le llegó el turno a Merésiev y ajustó con las
correas sus prótesis a los pedales y se elevó en el aire, sintió
inmediatamente que aquel caballo era para él, aviador sin pies,
demasiado fogoso y requería extraordinarias precauciones. Al despegar,
no percibió esa compenetración espléndida y total con el aparato que
hace experimentar al piloto la alegría de volar. El aparato era
realmente magnífico. Sensible al menor contacto, hasta el temblor de las
manos sobre los mandos daba lugar al correspondiente movimiento en el
aire. Por su sensibilidad semejábase, en efecto, a un buen violín. Y en
aquel momento se dio cuenta Alexéi de todo lo irreparable de su pérdida,
de la rigidez de sus pies artificiales, y comprendió que para gobernar
aquel aparato, una prótesis —incluso la mejor y con el mayor
entrenamiento— no podía sustituir a un pie vivo, sensible, elástico.
El avión surcaba el aire fácilmente, con flexibilidad
maravillosa, respondiendo sumiso a cada movimiento de las palancas de
mando. Pero Alexéi le tenía miedo. Veía que en los virajes cerrados los
pies se rezagaban, no conseguían la concordancia armónica que se educa
en cada piloto como una especie de reflejo. Y aquel retraso podía hacer
entrar en barrena al sensible aparato y serle fatal. Alexéi sentíase
como un caballo trabado. No era cobarde, no; no temblaba por su vida e
incluso había salido a volar sin haber comprobado siquiera el
paracaídas, pero temía que el más mínimo descuido le eliminase para
siempre de la aviación de caza, cerrándole el camino hacia su amada
profesión. Redobló sus precauciones y, completamente descompuesto,
aterrizó. A causa de la rigidez de sus pies, el aparato rebotó
torpemente sobre la nieve.
Alexéi descendió de la cabina silencioso y sombrío. Los
camaradas, e incluso el propio instructor, se apresuraron a elogiarle a
porfía y a felicitarle con fingimiento. Aquella condescendencia sólo
sirvió para agraviarle. Hizo un gesto de disgusto y, en silencio, a
través del nevado campo, arrastrando las piernas y renqueando
penosamente, se encaminó hacia el edificio gris de la escuela. Después
de la catástrofe de aquella mañana de marzo, en que su derribado avión
fue a estrellarse contra las copas de los pinos, este fracaso de ahora,
cuando por fin había logrado volver a sentarse en un caza, era la mayor
tragedia de su vida. Alexéi dejó pasar la hora del almuerzo y no acudió
a la cena. Contraviniendo el reglamento de la escuela, que prohibía
terminantemente permanecer durante el día en los dormitorios, se echó
con los zapatos puestos en la cama y permaneció tumbado con las manos
entrelazadas bajo la nuca, y nadie, ni el oficial de guardia, ni los
jefes que pasaban junto a él y que conocían su pena, se decidieron a
hacerle observación alguna. Entró Struchkov, intentó entablar
conversación, pero no logró que le respondiera y se marchó, moviendo con
pena la cabeza.
Poco después de Struchkov, casi pisándole los talones,
entró en el dormitorio donde estaba echado Merésiev el teniente coronel
Kapustin, subjefe de la escuela, a cuyo cargo corría la dirección del
trabajo político. Era un hombre bajo y desgarbado, con gruesas gafas y
un uniforme que le caía como un saco. Los alumnos gustaban de escuchar
sus conferencias sobre cuestiones internacionales; aquel hombre de
aspecto desgarbado sabía llenar el corazón de sus oyentes del orgullo de
participar en la gran contienda. Pero, como jefe, no le tenían muy en
cuenta, suponiéndole un hombre civil que había caído eventualmente en la
aviación y no entendía ni palabra en cuestiones de vuelo. Sin reparar en
Merésiev, Kapustin inspeccionó la habitación, aspiró el aire y de pronto
se encolerizó:
-
¿Quién diablos ha fumado aquí? Para eso hay un salón de
fumar. ¿Camarada teniente, qué significa esto?
-
Yo no fumo —respondió con indiferencia Merésiev, sin
cambiar de postura.
— ¿Y por qué está usted echado en la cama? ¿No
conoce las ordenanzas? ¿Por qué no se ha levantado al entrar un
superior?... Levántese.
Aquello no era una orden. Al contrario, fue dicho a lo
civil, pacíficamente, pero Merésiev obedeció con apatía y se cuadró
junto a la cama.
-
Bien, camarada teniente —estimuló Kapustin—. Ahora
siéntese y charlemos.
-
¿De qué?
-
Acerca de lo que podemos hacer con usted. ¿Le parece que
salgamos fuera? Tengo ganas de fumar y aquí no se puede.
Salieron al corredor semioscuro, débilmente alumbrado por
los azules destellos de las veladas bombillas, y se arrimaron a una
ventana. En la boca de Kapustin crepitó una pipa. Cuando se encendía, al
dar una chupada, su cara ancha y pensativa surgía por un instante de la
semioscuridad.
-
Hoy me dispongo a dar una censura al instructor de su
grupo.
-
¿Por qué?
-
Por haberle permitido a usted salir a la "zona" sin
autorización del mando de la escuela... Sí, ¿por qué me mira usted así?
Y, en realidad, a mí mismo tendría que imponerme un correctivo por no
haber hablado con usted hasta ahora. Me disponía a hacerlo, mas nunca
tiene uno tiempo... Pero no se trata de esto. Pues bien, Merésiev,
volar, para usted, no es una cosa simple. Por eso estoy por dar un
rapapolvo al instructor.
Alexéi callaba. ¿Qué clase de hombre era aquel que tenía
a su lado, dando chupadas a una pipa? ¿Un burócrata que consideraba
burlada su autoridad por no habérsele informado a su debido tiempo de
que en la vida de la escuela había ocurrido un acontecimiento desusado?
¿Un pedante que había encontrado en los reglamentos de vuelo un artículo
prohibiendo volar a personas con algún defecto físico? ¿O simplemente un
botarate que aprovechaba la primera ocasión para demostrar su poder?
¿Qué era lo que quería? ¿Para qué había venido, cuando ya, sin necesidad
de él, tenía tal tristeza en el alma que parecía no haber más solución
que meter la cabeza en el nudo corredizo?
Merésiev se rebelaba interiormente y costábale gran
trabajo contenerse. Pero los meses de infortunio habíanle enseñado a
guardarse de hacer deducciones prematuras y, además, en el desgarbado
Kapustin había algo imperceptible que le recordaba al Comisario
Vorobiov, a quien Alexéi, en sus adentros, llamaba "un hombre de
verdad". Se avivaba y se amortiguaba la brasa de la pipa, y el rostro
ancho, de gruesa nariz, ojos inteligentes y penetrantes, se destacaba de
la penumbra azul, para volver a diluirse en ella.
— Mire, Merésiev, yo no quiero halagarle, pero, por
más vueltas que le dé, es usted la única persona sin pies en el mundo
que pilota un avión de caza. ¡La única! —miró a la mortecina luz de la
bombilla el agujerito de la embocadura de la pipa y movió con aire
preocupado la cabeza—. No me refiero ahora a su deseo de volver a la
aviación de combate. Esto, naturalmente, es una hazaña, pero ello, en
sí, no tiene nada de extraordinario. En una época como la actual cada
uno hace todo lo que puede por la victoria... Pero, ¿qué le pasará a
esta maldita pipa?
Se puso otra vez a hurgar en la embocadura y parecía
hallarse completamente absorto en la faena; mientras tanto, Alexéi,
alarmado por confusos presentimientos, esperaba impaciente lo que iría a
decirle. Sin interrumpir el trajín con la pipa. Kapustin continuó
hablando, indiferente en absoluto al efecto que producían sus palabras:
— No se trata de usted, teniente Alexéi Merésiev. Se
trata de que, sin pies, ha logrado usted una pericia que, hasta ahora,
en todo el mundo se consideraba accesible únicamente para una persona
muy sana y apenas en la proporción de un uno por cien. Usted no es
simplemente el ciudadano Merésiev, usted es un gran experimentador.
¡Ajajá, por fin tira! ¿Con qué se habrá atascado?. Así, pues, nosotros
no podemos, no tenemos derecho, ¿comprende?, a tratarle como a un piloto
cualquiera. Usted ha emprendido un experimento muy importante y estamos
obligados a ayudarle en todo lo que podamos. ¿Pero, en qué? Dígalo usted
mismo: ¿En qué se le puede ayudar?
Kapustin llenó de nuevo su pipa, dio unas chupadas, y
otra vez su rescoldo rojo, avivándose y amortiguándose, hacía surgir de
la penumbra y volvía a sumir en ella aquel rostro ancho, de gruesa
nariz.
Kapustin prometió ponerse de acuerdo con el jefe de la
escuela para aumentar a Merésiev el número de vuelos y propuso a Alexéi
que hiciese él mismo un programa de entrenamientos.
-
¡Pero se gastará demasiada gasolina en ello! —se lamentó
Alexéi, sorprendido por la sencillez y el espíritu práctico con que
aquel hombre pequeño y desgalichado resolvió sus dudas.
-
La gasolina es un producto importante, en particular
ahora. Con cuentagotas la medimos. Pero hay cosas más caras que la
gasolina —y Kapustin se puso a golpear concienzudamente en el tacón su
curvada pipa, para sacar de ella la caliente ceniza.
Desde el día siguiente, Merésiev comenzó a entrenarse
aparte. No sólo trabajaba con la tenacidad de antes, cuando estaba
aprendiendo a andar, a correr o a bailar, sino que se había apoderado de
él una verdadera inspiración. Procuraba analizar la técnica del vuelo,
estudiar todos sus detalles, descomponerla en sus menores movimientos y
aprender a fondo cada uno de ellos por separado. Ahora estudiaba,
justamente estudiaba, lo que en la juventud había logrado de modo
espontáneo; llegaba con la mente a lo que antes había adquirido con la
experiencia, con el hábito. Subdividiendo mentalmente el proceso del
gobierno del avión en los diversos movimientos que lo componían, elaboró
un tacto especial para cada uno de ellos, desplazando todas las
sensaciones de trabajo de los pies a la pantorrilla.
Era un trabajo muy difícil y paciente. Al principio, los
resultados eran tan insignificantes que casi no se notaban. Pero, a
pesar de todo, Alexéi sentía que el avión se iba uniendo cada vez más a
él, tornándose cada vez más obediente.
— ¿Qué tal va eso, maestro? —preguntábale Kapustin
al encontrarse con él.
— ¡Magnífico!
Merésiev no exageraba. Hacía
progresos, aunque no muy
sensibles, pero seguros y firmes; lo más importante era
que Alexéi, gracias a todos aquellos entrenamientos, había dejado de
sentirse el jinete torpe y débil que montaba un corcel fogoso y veloz.
De nuevo recuperó la fe en su pericia. Y esto parecía comunicarse al
avión, el cual, como un ser vivo, como un caballo que sintiese sobre sus
lomos a un buen jinete, se hacía más y más sumiso. El aparato iba
mostrando gradualmente a Alexéi todas sus cualidades de vuelo.
11
Allá en la infancia, Alexéi había aprendido a patinar en
el primer hielo, liso, transparente y frágil, que cubría un meandro del
Volga. Propiamente hablando, no tenía patines. No estaban al alcance del
bolsillo de la madre, y un herrero —a quien ella lavaba la ropa— hízole
a petición suya unas pequeñas hormas de madera con un fleje metálico y
agujeros por los lados.
Con ayuda de unos cordeles y palitos, Alexéi sujetó las
hormas a las remendadas y viejas botas de fieltro y, una vez calzados
los rudimentarios patines, salió al meandro, a la fina capa de hielo que
cedía bajo los pies, crujiendo sonora y melodiosamente, y por donde, a
lo largo y a lo ancho, patinaba, dando gritos y armando gran alboroto,
la chiquillería de los arrabales de Kamyshin. Los chicuelos corrían como
demonios, perseguíanse unos a otros, saltaban sobre los patines y
bailaban. A primera vista, aquello parecía una cosa simple y sencilla.
Pero en cuanto Alexéi bajó a patinar, el hielo se escurrió de súbito
bajo sus pies y él cayó de espaldas, haciéndose mucho daño. El muchacho
se incorporó con rapidez, temiendo que los camaradas se apercibiesen de
que se había contusionado. Previniéndose para no caer hacia atrás, movió
los pies y se echó hacia adelante; pero, inmediatamente, volvió a caer,
esta vez de bruces. Se levantó de nuevo y permaneció de pie sobre sus
temblorosas piernas, reflexionando sobre lo que le había ocurrido, y
observando cómo se movían los demás. Se dio cuenta de que no podía
inclinarse demasiado hacia adelante ni hacia atrás. Esforzándose por
mantenerse erguido, hizo algunos movimientos de lado y se dio una
costalada. Así, cayendo y levantándose, estuvo hasta el anochecer, hora
en que regresó a casa desde la pista de hielo, todo lleno de nieve, para
desesperación de la madre, y doblándosele las piernas de cansancio.
A la mañana siguiente, volvió a la pista de hielo. Hacía
ya movimientos bastante seguros con las piernas, cayó menos veces, y
pudo, tomando carrerilla, deslizarse unos metros, pero, pese a todos los
esfuerzos que realizó sobre el hielo desde la mañana al anochecer, no
pasó de eso.
Una vez —Alexéi se acordaría siempre de aquel día gélido,
de nevasca, en que el viento arrastraba por el pulido hielo franjas de
nieve seca—, hizo cierto movimiento feliz y, de pronto, cuando menos lo
esperaba, salió patinando, y patinando bien, a cada vuelta más seguro.
Todo lo que imperceptiblemente había ido acumulando al caerse, al
golpearse, al repetir una y otra vez sus tentativas, todos aquellos
pequeños hábitos adquiridos, combináronse súbitamente en un hábito único
y las piernas comenzaron a moverse con seguridad, sintiendo cómo todo su
cuerpo, todo su ser de chicuelo revoltoso y obstinado se llenaba de
júbilo, se inundaba de una agradable confianza.
Lo mismo le sucedió ahora. Volaba mucho y tenazmente,
aspirando a fundirse de nuevo con el aparato, a sentirlo a través del
metal y del cuero de las prótesis. De vez en cuando, le parecía haberlo
conseguido. Se alegraba, lanzaba el avión a alguna figura complicada
pero, inmediatamente, se daba cuenta de que sus movimientos no eran
exactos, que el aparato parecía encabritarse, desmandarse; y sintiendo
la angustia de la esperanza frustrada, reanudaba su aburrido
entrenamiento.
Pero he aquí que, una vez, en un marceño día de deshielo,
en que el aeródromo había ennegrecido de súbito —de la noche a la
mañana— y la porosa nieve se había ablandado de tal modo que los aviones
dejaban en ella profundos surcos, Alexéi, pilotando su caza, se elevó a
la "zona". Durante el despegue, el viento daba de frente y de costado,
haciendo derivar al avión, por lo que había que corregir su rumbo a cada
momento. Aquel día, encauzando el aparato a la debida ruta, percibió
Merésiev que la máquina le obedecía, que la sentía con todo su ser. Esta
sensación surgió como un relámpago. Alexéi, de primeras, no creyó en
ella. Había sufrido demasiadas decepciones para creer inmediatamente en
su felicidad. Hizo un brusco y profundo viraje a la derecha. El avión
fue obediente y preciso. Alexéi sintió lo mismo que había experimentado
de muchacho en el pequeño golfo del Volga, sobre el hielo oscuro y
crujiente. El día sombrío se iluminó de pronto. El corazón le palpitaba
jubilosamente, mientras el conocido escalofrío de la emoción corríale
por la nuca.
Pasado un límite invisible, habíanse sumado todos sus
tenaces entrenamientos. Y rebasado aquel límite, recogía ahora, con
facilidad, sin tensión, los frutos de muchos y muchos días de penoso
esfuerzo. Había logrado lo más importante, lo que tanto le había costado
conseguir: fundirse con su aparato, sentirle como una prolongación de su
propio cuerpo. Y ni siquiera las prótesis, insensibles y torpes,
impedían ahora esa fusión. Percibiendo en todo su ser una oleada de
creciente alegría, Alexéi engarzó unos cuantos profundos virajes, hizo
el
looping
y apenas hubo salido de él lanzó el aparato en barrena.
La tierra, silbante, giraba vertiginosamente, y el aeródromo, el
edificio de la escuela y la torrecilla de la estación meteorológica con
su hinchada manga a rayas, fundiéronse en círculos continuos. Sacó con
seguridad el aparato de la barrena e hizo otro
looping.
Sólo entonces el "La-5", famoso por aquellos días,
descubrió ante el piloto todas sus cualidades manifiestas y ocultas.
¡Qué aparato no sería aquél en unas manos expertas! Respondiendo con
precisión a cada movimiento, describía con facilidad las figuras más
complejas, ascendía por los aires, derecho como una vela, firme, ágil,
rápido.
Merésiev descendió del avión, tambaleándose como un
ebrio, con la cara dilatada por una sonrisa extática, sin ver ante sí al
indignado instructor, sin escuchar sus ternos. ¡Que le riñera! ¿Al
cuerpo de guardia? Muy bien, estaba dispuesto a cumplir el arresto en el
cuerpo de
guardia. ¿No le daba ahora lo mismo? Estaba claro: era
piloto, un buen piloto; no se había gastado en balde en su entrenamiento
más de la norma de la preciada gasolina. ¡El justificaría este gasto con
creces, con tal de ir cuanto antes al frente, a combatir!
En la casa, le esperaba otra alegría. Sobre la almohada
había una carta de Gvózdiev. ¿Dónde, cuánto tiempo y en qué bolsillos
habría errado la misiva en busca del destinatario? Era difícil
determinarlo ya que el sobre estaba completamente arrugado, sucio y
empapado de aceite. Había llegado metido en un sobre nuevo, escrito por
Aniuta.
El tanquista escribía a Alexéi contándole que le había
sucedido una historia desagradable. Había sido herido en la cabeza. ¿Con
qué? Pues con el ala de un avión alemán. Encontrábase en la actualidad
en un hospital del Cuerpo de ejército, del que saldría de un momento a
otro. El inverosímil suceso había ocurrido de la siguiente manera:
después de que el Sexto Ejército alemán había sido aislado y cercado en
Stalingrado, el Cuerpo de Ejército en el que actuaba Gvózdiev rompió el
frente del enemigo en retirada y, colándose por la brecha abierta con
todos sus tanques, se lanzó por la estepa contra los servicios de
retaguardia alemanes. En dicha incursión, Gvózdiev mandaba un batallón
de tanques. Fue una incursión alegre. La armada de acero irrumpía en el
dispositivo de los servicios de retaguardia del enemigo, en las aldeas
fortificadas, en los empalmes ferroviarios, cayendo sobre ellos tan
inesperadamente como un chubasco de verano. Los tanques atravesaban
veloces las calles, ametrallando y destruyendo todo lo que encontraban a
su paso. Cuando los restos de las guarniciones se daban a la fuga, los
tanques y la infantería montada en ellos, incendiaban los depósitos de
municiones, volaban los puentes, hacían saltar por los aires las agujas
y las placas giratorias de las estaciones, embotellando los trenes del
adversario en retirada. Se abastecían de las reservas de combustible que
habían capturado al enemigo, se aprovisionaban de víveres y continuaban
avanzando, antes de que los alemanes lograran reponerse y traer fuerzas
para contrarrestar o, por lo menos, determinar la dirección del futuro
avance de los tanques.
"Campamos en la estepa, Alexéi, por nuestros respetos.
¡Menudo miedo nos tenían los alemanes! No me creerás, a veces tres
"T-34" nuestros y un auto blindado, capturado al enemigo, se apoderaban
de aldeas enteras con depósitos centrales. En la guerra, hermano Alexéi,
el pánico es una cosa seria. Un buen pánico en las filas enemigas es
mejor que un par de divisiones completas para los atacantes. Sólo que es
preciso mantenerlo con habilidad, como el fuego de la hoguera, asestando
cada vez nuevos e inesperados golpes y no dejando que se extinga.
Parecía como si en el frente hubiéramos perforado la coraza alemana, no
encontrando dentro de ella más que vacío. Pasábamos como la caña
atraviesa la masa del pan. ..
...Y me ocurrió la historia que te voy a referir. Nos llamó el jefe. Un
avión de exploración le había arrojado un mensaje, informando de que en
tal y tal sitio había una enorme base aérea. Unos trescientos aeroplanos,
combustible y material abundante. El jefe, pellizcándose su pelirrojo
bigote, me ordenó: "Gvózdiev, por la noche, sin ruido, sin disparar un
tiro, con todo decoro, como si fueras de los suyos, acércate al
aeródromo y, luego, ataca con toda la gente a sangre y fuego; antes de
que se den cuenta, ponlo todo patas arriba, de forma que no se escape ni
una rata". La misión se me encomendó a mí y a otro batallón puesto a mis
órdenes. El grueso de las fuerzas siguió la ruta anterior, hacia Rostov.
Y bien, caímos sobre aquel aeródromo como zorra en
gallinero. Alexéi, amigo, no me creerás, llegamos por carretera hasta
los propios
startes
de los alemanes. Los alemanes no nos prestaron atención,
nos creyeron de los suyos: era por la mañana, había niebla y no se
distinguía nada, tan sólo se oía el ruido de motores y traqueteo de
orugas. Después, ¡nos lanzamos como fieras y les golpeamos de lo lindo!
Bueno, Alexéi, ¡fue una juerga! Los aviones estaban en filas, y nosotros,
disparando con balas perforadoras, atravesábamos hasta cinco o seis con
un solo proyectil. Luego vimos que no dábamos abasto a todo: las
tripulaciones más audaces comenzaron a poner en marcha los motores.
Entonces cerramos las escotillas y nos lanzamos al abordaje, a romper
con la coraza sus colas. Eran unos aviones enormes, de transporte; no
alcanzábamos al motor. Por eso nos lanzamos contra la cola. Sin cola, lo
mismo que sin motor, no se puede volar. Entonces fue cuando me tocó a mí.
Me asomé por la escotilla para examinar la situación y en aquel momento
el carro golpeaba a un avión. Un trozo de ala me acertó en la cabeza.
Gracias a que el casco de cuero amortiguó el golpe, si no allí habría
terminado Gvózdiev sus días. Pero la cosa no tiene importancia, pronto
me darán de alta y volveré con mis tanquistas. Lo malo es que en el
hospital me han afeitado —sin piedad alguna— la barba, que llevaba
cuidando con tanto esmero. Bueno, ¡que se la lleven los diablos! Aunque
vamos de prisa, creo, sin embargo, que hasta el final de la guerra,
tiempo habrá de que me crezca otra que cubra mi fealdad. Aunque, ¿sabes?,
Alexéi, Aniuta, no sé por qué, la ha tomado con mi barba y en las cartas
no hace más que meterse con ella".
La carta era larga. Gvózdiev la había escrito, sin duda,
para sacudirse el aburrimiento del hospital. Entre otras cosas, al final,
le informaba de que en Stalingrado, en el sector del famoso Túmulo de
Mamay —cuando sus tanquistas luchaban a pie, pues habían perdido los
carros combatiendo y esperaban nuevo material—, había encontrado a
Stepán Ivánovich. El viejo había hecho unos cursillos y ahora era
suboficial al mando de una sección de fusiles antitanque. Sin embargo,
no había abandonado sus costumbres de "sniper". Sólo que, ahora, según
decía, se dedicaba a la caza mayor: ya no era el fascista-papanatas que
salía de la trinchera a calentarse al solecito, sino el tanque alemán,
una máquina ingeniosa y fuerte. Pero, como antes, en la caza de estas
fieras el experto viejo aplicaba sus artimañas de cazador siberiano, su
paciencia pétrea, su resistencia y precisión de tiro. Para celebrar el
encuentro bebiéronse él y Gvózdiev una cantimplora de infecto vino,
cogido al enemigo, que había sacado el previsor Stepán Ivánovich.
Estuvieron recordando a todos los amigos y el viejo enviaba a Merésiev
sus más respetuosos saludos e invitaba a los dos, si quedaban con vida,
a ir después de la guerra a su koljós, a pasar el tiempo cazando
ardillas o cercetas.
La carta produjo a Merésiev contento y melancolía. Todos
sus amigos de la sala cuarenta y dos luchaban desde hacía tiempo. ¿Dónde
estarían en aquel instante Grigori Gvózdiev y
el
viejo Stepán Ivánovich? ¿Qué les habría ocurrido? ¿Por
qué parajes les habrían llevado los vientos de la guerra? ¿Estarían
vivos? ¿Por dónde andaría Olga?