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BORIS POLEVOY: UN HOMBRE DE VERDAD

 

     
   

 

 

 

 

TERCERA PARTE

 
     
 

1

En pleno verano de 1942, por las pesadas puertas de roble del hospital X de Moscú, apoyándose en un recio bastón de ébano, salía un hombre joven, robusto, con las insignias de teniente en la guerrera de aviador militar. Llevaba pantalones largos de uniforme. Le acompañaba una mujer vestida de bata blanca. La toca con la cruz roja daba a su rostro bondadoso y simpático una expresión un tanto solemne. Se detuvieron en el descansillo de la entrada. El piloto se quitó el desteñido y arrugado gorro y se llevó torpemente la mano de la enfermera a los labios; ella tomó en sus manos la cabeza de él y besóle en la frente. Luego, con un ligero balanceo, el aviador bajó rápido los escalones y, sin volver la cabeza, marchó por el asfalto del malecón frente al largo edificio del hospital.

Desde las ventanas, los heridos —con pijamas azules, amarillos y marrones— le despedían agitando las manos, bastones y muletas, gritaban, dándole algún consejo por lo visto o deseándole buen viaje. También él agitaba su mano en señal de despedida, pero era evidente que tenía prisa por huir cuanto antes de aquel gran edificio gris y dar la espalda a las ventanas para ocultar la emoción que le embargaba. Caminaba de prisa, con un andar extraño, recto, saltarín, apoyándose ligeramente en el bastón. A no ser por el suave crujido que marcaba cada uno de sus pasos, a nadie podría ocurrírsele que a aquel hombre esbelto, vigoroso y ágil, le faltaban ambos pies.

Desde el hospital, Alexéi Merésiev era enviado, para su convalecencia, a un sanatorio de las Fuerzas Aéreas situado en las afueras de Moscú. Allí iba también el comandante Struchkov. Del sanatorio habían enviado por ellos un automóvil. Pero Merésiev convenció a la jefatura del hospital de que tenía parientes en Moscú, sin visitar a los cuales no podía marchar. Dejó su macuto a Struchkov y marchóse del hospital a pie, prometiendo ir al sanatorio por la tarde, en tren eléctrico.

Merésiev no tenía parientes en Moscú. Pero sentía grandes deseos de ver la capital, estaba impaciente por probar sus fuerzas andando libremente, por mezclarse a una bulliciosa multitud que no se preocupara de él en absoluto. Llamó a Aniuta y le rogó que, si podía, le esperase a las doce. ¿Dónde? Pues... Al pie del monumento a Pushkin. Y ahora caminaba solo, a lo largo del majestuoso río —que, encajonado por el granito, cabrilleaba al sol con la escama de su menudo rizo—, aspirando ávidamente, a pleno pulmón, el cálido aire estival, que olía a algo muy conocido, agradable y dulce.

¡Cuán hermoso era todo lo que le rodeaba!

Todas las mujeres le parecían bonitas, el verdor de los árboles le asombraba por su magnificencia. El aire era tan puro que le mareaba como el lúpulo, y tan transparente que perdíase la sensación de la distancia: parecíale que bastaría extender el brazo para llegar hasta aquellas almenadas murallas del Kremlin, que jamás había visto al natural; hasta la cúpula de la catedral de Iván el Grande, hasta el enorme y suave arco del puente que, formando una pesada curva, pendía sobre el río. El aroma enervante y dulzón que flotaba sobre la ciudad recordábale la infancia. ¿De dónde provenía? ¿Por qué le latía tan emocionado el corazón, trayéndole a la memoria a su madre —aunque ellos nunca habían estado en Moscú—, no como era ahora, delgada y vieja, sino joven, alta y de abundantes cabellos?

Hasta entonces Merésiev sólo conocía la capital por las fotografías de las revistas y periódicos, por los libros, por los relatos de quienes habían estado en ella, por el lento sonido del antiguo carillón que a media noche se desgranaba sobre el mundo adormecido, por el alegre y bullicioso rumor de las manifestaciones, que había escuchado a través de los altavoces de la radio. Y ahora se extendía ante él, inmenso y bello, achicharrándose al brillante sol estival.

Alexéi recorrió el desierto malecón, paralelo al Kremlin, descansó junto al fresco pretil de granito, contemplando las aguas grises, cubiertas de una película irisada, que chapoteaban al pie de la pétrea muralla, y comenzó a ascender despaciosamente hacia la Plaza Roja. Los tilos estaban en flor. En medio del asfalto de calles y plaza en las podadas copas —a las que unas sencillas flores de dulce fragancia hacían amarillear—, zumbaban laboriosas las abejas, sin prestar atención a las bocinas de los autos, ni al estruendo y chirrido de los tranvías, ni al caliginoso aire que olía a gasolina y flotaba sobre el recalentado asfalto.

"¡Qué bello eres, Moscú!"

Después de cuatro meses de permanencia en el hospital, Alexéi quedó tan asombrado de aquella magnificencia veraniega, que tardó en darse cuenta que Moscú estaba vestido de uniforme militar y se hallaba, como decían los pilotos, en estado de alerta número uno, es decir, preparado a alzarse en cualquier momento a la lucha contra el enemigo. La ancha calle estaba interceptada junto al puente por una descomunal y disforme barricada hecha de una armadura de vigas rellena de arena; en las esquinas del puente; como cubitos olvidados sobre la mesa por algún chiquillo, se erguían unos fortines cuadrados, de hormigón, con cuatro troneras. Sobre la superficie gris de la Plaza Roja, se habían pintado casas de diferentes colores, céspedes y unas ringleras de árboles. Los escaparates de las tiendas de la calle de Gorki estaban protegidos por planchas de madera reforzadas con arena. Y en las calles transversales, semejantes también a juguetes dispersos y olvidados por una chiquillería revoltosa, yacían oxidados "erizos" hechos de raíles soldados entre sí. Para el militar que viniera a parar allí desde el frente y que no conociera el Moscú de antes, todo aquello no le chocaría mucho. Tan sólo se asombraría de los colores extraños de algunas casas y paredes, que recordaban los absurdos cuadros de los futuristas, y de las "Ventanas de TASS" (carteles satíricos con epígrafes en verso que se publicaban durante la Gran Guerra Patria en TASS.), que miraban a los transeúntes desde las vallas y desde los escaparates.

Haciendo crujir las prótesis y apoyándose ya más pe­sadamente en el bastón, Merésiev, bastante fatigado, subió por la calle de Gorki arriba, buscando sorprendido los embudos y hoyos, las casas demolidas por las bombas, las brechas, las ventanas arrancadas. Cuando vivía en su aeródromo, uno de los aeródromos militares más occidentales, casi todas las noches oía pasar hacia el Este —un escalón tras otro— los aviones de bombardeo alemanes. No había tenido tiempo aún de acallarse en la lejanía el zumbido de una oleada, cuando venía otra y a veces el aire resonaba toda la noche. Los pilotos sabían que los fascistas iban a Moscú. Y se imaginaban el infierno que debía ser aquello.

Y ahora, examinando el Moscú de guerra, Merésiev buscaba con los ojos las huellas de las incursiones aéreas y no las encontraba por parte alguna. El pavimento de asfalto estaba intacto, en las filas de las casas no se notaba hueco alguno. Incluso los cristales de las ventanas, aunque cuadriculados por unas tiras de papel, con raras excepciones, estaban enteros. Pero el frente se hallaba cerca y esto se adivinaba por los preocupados rostros de los habitantes, de los cuales, más de la mitad eran militares con altas botas polvorientas, guerreras húmedas de su­dor, pegadas a la espalda, y el macuto a cuestas. De pronto, de una transversal, desembocó en la calle inundada de sol una larga columna de camiones polvorientos, con los guardabarros abollados y los cristales de la cabina perforados por las balas. Los combatientes, cubiertos también de polvo y con las capas-tienda flameando a la espalda, miraban con curiosidad a su alrededor desde las destartaladas cajas de madera la columna avanzaba, adelantando a los trolebuses, a los coches ligeros y tranvías, como advirtiendo con su presencia que el enemigo estaba cerca. Merésiev siguió a la columna con una larga mirada. No tenía más que saltar a una de aquellas polvorientas cajas, y a la tarde estaría ya en el frente, ¡en su aeródromo! Se imaginó el refugio donde vivía con Degtiarenko, el camastro montado sobre unos caballetes de abeto, el penetrante olor a resina, a follaje y a gasolina de la lámpara, de: fabricación propia, hecha de la vaina de un proyectil aplastada por arriba, el aullido de los motores al calentarse por la mañana, y el murmullo incesante de los pinos, tanto de día como de noche. Aquel refugio le parecía tranquilo y confortable, ¡un auténtico hogar! ¡Qué deseos sentía de ir cuanto antes allá, a aquellos pantanos que los pilotos maldecían por su humedad, por su suelo fangoso, por el zumbido constante de los mosquitos!

A duras penas logró llegar hasta el monumento a Pushkin. Por el camino hubo de tomar aliento varias veces, apoyándose con ambas manos en el bastón y fingiendo examinar algunas chucherías expuestas en los polvorientos escaparates de las tiendas. Con qué placer se sentó, mejor dicho, se desplomó, en el verde banco recalentado por el sol, no lejos del monumento. Se desplomó y estiró las piernas doloridas, entumecidas, lesionadas por las correas. Pero, no obstante el cansancio, su alegre estado de ánimo no amenguó. ¡Muy bello era aquel día luminoso! El cielo, insondable, se extendía sobre una figura pétrea de mujer que se alzaba sobre la torrecilla esquinal de la última casa. Un airecillo suave, acariciador, expandía por todo el paseo el fresco y dulce aroma de los tilos en flor. Los tranvías tintineaban y rechinaban insolentes y los pequeños moscovitas —pálidos, delgaduchos, que jugaban en la templada arena, al pie del mo­numento— reían de buena gana. Algo más allá, dentro del paseo, tras un cercado de cuerda y custodiado por dos sonrosadas muchachas, de impecables guerreras, despedía argentados reflejos el enorme cigarro de un globo cautivo. Y aquel atributo de guerra parecióle a Merésiev no un nocturno guardián del cielo moscovita, sino un enorme y noble animal, que, escapado del Parque Zoológico, dormitase ahora en el paseo, a la fresca sombra de los árboles en flor.

Merésiev entornó los ojos, ofreciendo al sol su rostro sonriente.

Al principio, los chiquillos no prestaron atención al piloto. Viéndoles, Alexéi recordaba a los gorriones en el alféizar de la sala cuarenta y dos; arrullado por aquel alegre gorjear, absorbía con todo su cuerpo el calor del sol y el ruido de la calle. De pronto, un chicuelo descalzo, al huir de uno de sus camaradas, tropezó con las extendidas piernas del piloto y cayó sobre la arena.

Por un instante, una mueca llorosa contrajo su carilla redonda, luego apareció en ella una expresión de perplejidad que fue reemplazada por otra de verdadero espanto. El pequeño lanzó un grito, miró atemorizado a Alexéi y echó a correr. La bandada de chiquillos se congregó en torno suyo y gorjeó alarmada largo rato, mirando de reojo al piloto. Luego, pausada y medrosa, empezó a aproximarse.

Sumido en sus pensamientos, Alexéi no se había dado cuenta de nada. De pronto, vio a los chicuelos que le miraban con asombro y temor; entonces prestó oído a lo que hablaban.

- ¡Todo eso son cuentos, Vitamín! Es un piloto como otro cualquiera, un teniente más —decía seriamente un muchachuelo pálido y delgado de unos diez años.

- No es cuento. ¡Así me hunda! Os doy mi palabra de pionero que son de madera, sí, sí, de madera —decía el carirredondo Vitamín.

Merésiev sintió un pinchazo en el corazón. E inmedia­tamente el día dejó de parecerle tan alegre y luminoso. Levantó los ojos y ante su mirada los muchachos recularon, sin apartar la vista de sus pies. Vitamín, herido en lo más vivo, insistía, dirigiéndose al muchacho delgaducho:

— ¿Quieres que se lo pregunte? ¿Crees que tengo miedo? ¿Te apuestas algo?

Y, apartándose súbitamente de los demás, pisando cauteloso y de lado, dispuesto a levantar el vuelo a cada instante como el gorrión "Fusilero", se acercó a Merésiev.

— Tío teniente... —dijo, tensando el cuerpo como un corredor en la línea de salida—. Tío, ¿sus pies son unos pies de verdad o de madera? ¿Es usted un inválido?

En aquel instante, el chiquillo parecido al gorrión observó que los oscuros ojos del piloto se anegaban en lágrimas. Si Merésiev hubiese saltado del asiento, le hubiese chillado y comenzase a perseguirle agitando su extraño bastón de letras doradas, su impresión hubiera sido menor.

Con su pequeño corazón de gorrión —que no con la mente— sintió el chiquillo el dolor* que había causado a aquel militar moreno con la palabra "inválido". Sin decir nada más, el pequeño se incorporó al grupo de sus amigos silenciosos y todos se dispersaron sin ruido, como derretidos en el aire cálido y aromático que olía a miel y a asfalto recalentado.

Alguien le llamó por su nombre. De un salto se puso en pie. Ante él se encontraba Aniuta. La reconoció en seguida por la fotografía, aunque en realidad no era tan bonita. Su rostro pálido denotaba cansancio; llevaba un uniforme semimilitar: guerrera y botas altas. Cubría su cabeza con un viejo y aplastado gorro cuartelero. Pero sus ojos glaucos y un poco saltones miraban a Merésiev tan luminosos y sencillos, irradiaban tal simpatía, que aquella muchacha desconocida le pareció una antigua amiga, como si se hubieran criado en el mismo patio.

Por un instante se estuvieron estudiando mutuamente, en silencio.

- Me lo había imaginado completamente distinto.

- ¿Cómo? —Merésiev sintióse sin fuerzas para borrar de su rostro una sonrisa muy poco oportuna.

- Pues, ¿cómo le diría?, de aspecto heroico, alto, fuerte... o algo así, con una gran mandíbula y con pipa, sin falta con pipa... ¡Grigori me escribía tanto acerca de usted!

- Su Grigori sí que es un verdadero héroe —la inte­rrumpió Alexéi y, al ver cómo la muchacha resplandecía de satisfacción, continuó subrayando las palabras "su", "suyo"—. El suyo sí que es todo un hombre. ¿Yo, qué?, pero, él, su Grigori, probablemente no le habrá contado nada de sí...

- Mire, Aliosha. .. ¿me permite llamarle Aliosha? Estoy acostumbrada a este nombre por las cartas de Grigori. .. ¿No tiene nada más que hacer en Moscú? Venga a mi casa, ya he terminado la guardia, y dispongo de todo el día. Venga, tengo vodka. ¿Le gusta el vodka? Le invito.

Por un segundo, desde lo más profundo de su memoria surgió el pícaro rostro del comandante Struchkov y le guiñó el ojo, como diciendo: "¿Lo ves?, vive sola, tiene vodka. ¡Tate!" Pero Struchkov se había visto tan burlado, que Alexéi no le creía en lo más mínimo. Hasta la tarde quedaba mucho tiempo y marcharon por el paseo, charlando alegremente, como dos viejos y buenos amigos. A Merésiev le agradaba que aquella muchacha apenas pudiera contener la emoción, y se mordiese los labios, cuando le contaba la desgracia que le había acaecido a Gvózdiev al comienzo de la guerra. Los ojos glaucos de Aniuta se iluminaban cuando le describía las hazañas de guerra del tanquista. ¡Cómo se enorgullecía de él! ¡Con qué emoción inquiría nuevos y nuevos detalles! ¡Cómo se indignaba contando que Gvózdiev le había mandado de pronto, sin más ni más, el certificado para cobrar parte de su paga! ¿Y por qué se había escapado tan inopinadamente? Sin ninguna advertencia, sin dejarle una nota, sin darle las señas. ¿Era un secreto de guerra? Pero, ¿qué secreto de guerra puede haber cuando una persona se marcha sin despedirse y luego no escribe nada?

- Y, a propósito, ¿por qué me subrayaba usted con tanta intención cuando hablamos por teléfono que se ha dejado barba? —preguntó Aniuta, mirando escrutadora a Alexéi.

- Le mentí, fue una tontería —intentó eludir la pregunta Merésiev.

- ¡No, no, dígamelo! ¡No cejaré, dígamelo! ¿O también es un secreto de guerra?

- ¿Qué secreto puede haber en esto? Sencillamente, que nuestro profesor Vasili Vasílievich se la... prescribió, para que las muchachas... , para que gustase más a cierta muchacha.

— ¡Ah, vamos, ahora comprendo todo! ¡Claro!

Aniuta pareció ensombrecerse de pronto, se hizo más vieja: como si de súbito se hubiera apagado la luz en sus glaucos ojos saltones. La palidez de su rostro, las pequeñas arruguitas de la frente y junto a los ojos, que parecían trazadas con una aguja, se hicieron más perceptibles. Y toda ella, con su vieja guerrera y el gorro desteñido sobre sus cabellos lisos, de un rubio oscuro, parecióle a Alexéi muy cansada y rendida. Tan sólo su boca sonrosada, jugosa y pequeña, con un bozo apenas perceptible y un diminuto lunar sobre el labio superior, atestiguaba que la muchacha era muy joven, que quizás no tuviese aún veinte años.

En Moscú suele ocurrir que, yendo por una calle ancha, bordeada de hermosas casas, surge de pronto, al desviarse de ella unos diez pasos, una casita vieja, panzuda, enterrada en el suelo y que mira con los cristales, empañados por la vejez, de unas pequeñas ventanas. En una de aquellas casas vivía Aniuta. Por una estrecha y sórdida escalenta, que olía a gatos y a petróleo, ascendieron hasta el primer piso. La muchacha abrió la puerta con su llave. Pasaron por debajo de unas bolsas con víveres, puestas al fresco entre las dos puertas, por entre cacharros y cazuelas, y llegaron a la oscura y vacía cocina; después de cruzarla, entraron en un pequeño pasillo, lleno de enseres y con cortinas por las paredes, y salieron junto a una pequeña puerta. Una viejecita delgaducha asomó por la puerta de enfrente.

— Anna Danílovna, ahí tiene usted una carta —dijo, y, siguiendo a los jóvenes con una mirada curiosa, se ocultó.

El padre de Aniuta era profesor. Su familia había evacuado con el instituto donde trabajaba. Las dos pequeñas habitaciones, atestadas como un almacén de muebles, repletas de un mobiliario antiguo cubierto con fundas de tela, habían quedado al cuidado de la muchacha. Los muebles, los viejos cortinones de lana, los visillos amarillentos, los cuadros, las oleografías, las estatuillas y las ánforas colocadas sobre el piano olían a humedad y a abandono:

— Perdóneme, hago vida cuartelera: del hospital voy directamente a la universidad y aquí vengo sólo de visita —dijo Aniuta, sonrojándose y quitando presurosa de la mesa, junto con el mantel, residuos de todo género.

Aniuta salió; poco después regresó y extendió el mantel, igualando cuidadosamente los bordes.

— Y cuando consigo venir a casa, llego tan cansada que, apenas caigo en el diván, me duermo vestida ¡No está una para ocuparse de arreglos de casa!

Minutos más tarde cantaba ya la tetera eléctrica. Sobre la mesa relucían unas viejas tazas talladas, con los costados borrosos por el uso. En una fuente de porcelana había unas finas rebanadas de pan negro, y en el fondo de un azucarero se veía un poco de azúcar partido en trozos muy menuditos. En una pequeña tetera, cubierta por una funda, también muy antigua, con pompones de lana, maduraba la esencia de té, despidiendo un agradable aroma que recordaba los tiempos de antes de la guerra; en medio de la mesa, brillaba el azul de una botella sin descorchar, escoltada por dos finas copitas.

Merésiev había sido invitado a sentarse en un hondo sillón tapizado de terciopelo verde, del que escapaban tantas hebras de crin vegetal que no bastaban a ocultarlas los paños bordados con lana, cuidadosamente sujetos al asiento y al respaldo. Pero era tan cómodo, abrazaba a la persona tan cariñosamente por todas partes, que Alexéi se arrellanó en él, extendiendo con placer las piernas entumecidas, que le ardían.

Aniuta sentóse a su lado en un pequeño taburete y, mirándole de abajo arriba, como una niña, comenzó de nuevo a hacerle preguntas acerca de Gvózdiev. Luego, recordando de súbito sus obligaciones de ama de casa, se increpó a sí misma, se puso a trajinar y arrastró a Alexéi hacia la mesa.

— Usted beberá, ¿verdad? Grigori decía que los tan-quistas, bueno, naturalmente, y los aviadores...

Le acercó una copita. El vodka refulgía azulado bajo la caricia de los brillantes rayos solares que cruzaban la habitación. El olor a alcohol le recordó el lejano aeródromo del bosque, el comedorcito de los oficiales, el alegre barullo que acompañaba durante la comida al reparto de la "ración de combustible". Al observar que la segunda copita estaba vacía, preguntó: ¿Y usted?

- Yo no bebo —respondió Aniuta sencillamente.

- ¿Y si brindamos por él, por Grigori?

La muchacha se sonrió, llenó en silencio la copita y, sosteniéndola por el fino tallo, la chocó pensativa con la de Alexéi.

— ¡Por que tenga éxito! —dijo resueltamente, apurando de un trago la copita, pero al instante se atragantó, comenzó a toser, enrojeció y a poco se ahoga.

Merésiev sintió cómo, por la falta de costumbre, el vodka se le subía a la cabeza, difundiendo por todo su cuerpo calorcillo y sosiego. Volvió a llenar las copitas. Aniuta denegó resueltamente con la cabeza:

- No, no, nunca bebo; ya lo ha visto.

- ¿Y por mi éxito? —dijo Alexéi—. Aniuta, ¡si usted supiera cuán necesario me es el éxito!

La muchacha, mirándole muy seria, levantó la copita, le hizo un gesto cariñoso con la cabeza y, apretándole suavemente el brazo junto al codo, bebió de nuevo. Volvió a atragantarse y sólo a fuerza de toser logró recobrar el aliento.

—¡¿Qué estoy haciendo?! Después de una guardia de veinticuatro horas. Esto lo hago únicamente por usted, Aliosha. Usted. Grigori, en sus cartas, me hablaba mucho de usted.. . ¡Deseo ardientemente que tenga éxito! Y lo tendrá sin falta, ¿me oye?, ¡sin falta! —y su risa esparcióse sonora—. ¿Por qué no come? Coma pan. No se preocupe, tengo más. Es el de ayer, el de hoy todavía no lo he comprado —sonriendo, le acercó la fuente de porcelana con las finas rebanadas de pan, cortadas como si fuera queso—. Coma, coma, no le dé reparo. De lo contrario, se achispará y ¿qué será de usted?

Alexéi separó la fuente con las rebanadas de pan y miró a Aniuta al fondo de sus ojos verdosos y a su boca pequeña y gordezuela, de labios brillantes.

— ¿Y qué haría usted si yo le diera un beso ahora? —preguntó con voz sorda.

Ella le miró asustada, como si se hubiese despejado de pronto, sin enojo siquiera, pero escrutadora, desilusionada, como una persona que examinase los trozos de un cristal roto que, momentos antes, por su fulgor y destellos, hubiérale parecido de lejos una piedra preciosa.

— Con toda seguridad le pondría de patitas en la calle y escribiría a Grigori diciéndole que conoce muy mal a las personas —le dijo fríamente, ofreciéndole de nuevo, con insistencia, el pan—. Coma, está usted bebido.

El rostro de Merésiev se iluminó:

— ¡Muy bien! ¡Muchas gracias por esto! ¡Gracias en nombre de todo el Ejército Rojo! Le escribiré a Grigori diciéndole que conoce bien, perfectamente bien, a las personas.

Estuvieron charlando hasta las tres; hasta que los brillantes y polvorientos haces que cruzaban la habitación oblicuamente comenzaron a ascender por la pared. Era hora de marchar a la estación. Alexéi se levantó con cierta pena del cómodo sillón verde, llevando adheridos a su guerrera filamentos de crin vegetal. Aniuta le acompañó. Iban del brazo y él —después de haber descansado— pisaba tan seguro que la muchacha pensó: "¿No habrá bromeado Grigori al decirme que a su amigo le faltaban los pies?" Aniuta hablaba a Alexéi del hospital de evacuación donde trabajaba, en unión de otras estudiantes de medicina, en la clasificación de los heridos, de cómo dicho trabajo era ahora duro, ya que desde el Sur llegaban a diario varios convoyes de heridos, por lo común gente magnífica, que soportaba firmemente todos sus sufrimientos. De pronto, se interrumpió a media frase y preguntó:

— ¿Dijo usted en serio eso de que Grigori se ha dejado la barba? —calló un momento, reflexionó, y luego agregó pausadamente—: He comprendido todo. Se lo diré con entera honradez, como si fuera usted mi padre: en efecto, al principio me era penoso mirar sus cicatrices. No, penoso no; no es ésta la palabra. Posiblemente estaba un poco asustada, pero no, tampoco asustada, tampoco es eso... No sé cómo decirlo. ¿Usted me comprende? Esto, probablemente, no está bien, mas, ¿qué iba a hacer? Pero, huir, huir de mí: ¡tonto, más que tonto! ¡Si le escribe, dígale que con ello me ha ofendido mucho, mucho!

El enorme edificio de la estación estaba casi vacío. La mayor parte de las personas que allí había eran militares: unos, con aire preocupado, se movían con prisa, otros, silenciosos, permanecían sentados en los bancos junto a la pared, sobre sus bultos, en cuclillas y hasta en el suelo, taciturnos, ceñudos, como si todos estuvieran abismados en un mismo pensamiento común. Antes, por esta línea se efectuaba el enlace básico con la Europa Occidental. Ahora, el camino a Occidente estaba cortado por el enemigo, a unos ochenta kilómetros de Moscú, y por aquel corto y cegado sector de la vía se hacían las comunicaciones suburbanas. Circulaban exclusivamente los trenes que iban al frente, en los cuales los militares llegaban en dos horas y sin hacer transbordo desde la capital hasta el segundo escalón de sus divisiones, encargadas de defender aquellos sectores; además, cada media hora, los trenes eléctricos arrojaban a los andenes una multitud de obreros, que vivían en los arrabales de Moscú, y de campesinas con leche, bayas, setas y verduras. Su oleada ruidosa inundaba por un instante el local de la estación, pero, en el acto, se desparramaba por la plaza y en la estación volvían a quedar únicamente los militares.

En la sala central pendía un gran mapa del frente soviético-alemán que llegaba hasta el techo. Una muchacha vestida de uniforme militar, mofletuda y sonrosada, subida a una escalerilla de tijera y sosteniendo en la mano un periódico con el parte de guerra del día, cambiaba en el mapa el cordel clavado con alfileres que indicaba la línea del frente.

En la parte inferior del mapa, el cordel torcía en brusco ángulo hacia la derecha. Los alemanes atacaban en el Sur. Habían abierto brecha en la dirección de Izium- Barviénkovo. El frente de su sexto ejército, que había avanzado como una cuña obtusa en el interior del país, se dirigía ya hacia la vena azul del meandro del Don. La muchacha clavó el cordel pegado al Don. Muy cerca, como una gruesa arteria, serpenteaba el Volga con el gran círculo de Stalingrado y el diminuto punto de Kamyshin sobre él. Era evidente que la cuña enemiga, pegada al Don, se dirigía hacia esta arteria fluvial de primer orden y estaba ya cerca de ella y de la histórica ciudad. Un gran grupo de gente, sobre el que se alzaba la muchacha subida a la escalera, miraba deprimido y en silencio las gordezuelas manos que cambiaban los alfileres.

— ¡Empujan los perros... mira cómo empujan! ... —pensó afligido, en voz alta, un soldado joven, que sudaba a chorros y llevaba echado un flamante capote que, no ajustado aún a su cuerpo, se alzaba anguloso sobre sus hombros.

Un ferroviario delgado, de bigotes canosos y grasienta gorra de uniforme, midió ceñudo, de arriba abajo, al soldado:

— ¿Conque empujan, eh? ¿Y tú, por qué les dejas? Naturalmente, empujan, si tú reculas ante ellos... ¡Vaya unos guerreros! Hasta el propio Volga les habéis dejado llegar —y en su tono se percibía un dejo de dolor y de pena, como si estuviera riñendo a un hijo por una falta grave e imperdonable.

El soldado miró con aire contrito a su alrededor y ajustándose sobre los hombros su flamante capote, comenzó a escabullirse entre la multitud.

- Sí, les hemos cedido demasiado terreno —suspiró alguien y movió la cabeza con amargura—. ¡Eh! ...

- ¡A qué reñirle!... ¿Qué culpa tiene él? ¡Acaso son pocos los que han pagado con su vida? ¡Hay que ver con qué fuerzas empujan! Podemos decir que toda Europa ha sido puesta sobre tanques. Cualquiera los para de golpe —intervino en defensa del soldado un hombre viejo con guardapolvo de tela impermeable y aspecto de maestro rural o de practicante—. Pensándolo bien, usted y yo deberíamos inclinarnos ante ese soldado por estar vivos y andar libres por Moscú. ¡Hay que ver los países que han pisoteado los fascistas con sus tanques en varias semanas! Y nosotros llevamos luchando más de un año, y nos mantenemos, les pegamos y ¡a cuántos no habremos exterminado! Todo el mundo debería inclinarse ante él, ante ese soldado; y usted le dice "que recula"...

- Ya lo sé, ya lo sé. No me haga propaganda, por favor. La cabeza lo sabe, pero el corazón duele, y se le parte a uno el alma —respondió sombrío el ferroviario—. Es que es nuestra la tierra que están pisoteando los alemanes, son nuestras las casas que destruyen. ..

- ¿El está allí? —preguntó Aniuta, señalando con el dedo al Sur.

- Sí, allí. Y ellas también — respondió Alexéi.

Al lado mismo del arco azul del Volga, más arriba de Stalingrado, veía el pequeño circulito con la inscripción: "Kamyshin". Para él, aquello no era un simple punto geográfico. Era la pequeña ciudad verde, con las calles de los suburbios cubiertas de hierba, los susurrantes álamos con sus hojas pulidas y polvorientas, el olor a polvo, a hinojo, a perejil que venía de los setos de los huertos, los globos rayados de las sandías que parecían tirados sobre la arcilla oscura y seca del sandiar lleno de grandes hojas marchitas, los vientos de la estepa con su intensa fragancia a ajenjo, la superficie inmensa y bruñida del río, la novia esbelta, tostada, de ojos grises, y la vieja madre, afanosa y desvalida...

— Ellas están allí —repitió una vez más.

2

El tren eléctrico corría veloz por las afueras de Moscú entre el rápido traqueteo de las ruedas y el rugir irritado de la potente sirena. Alexéi Merésiev iba sentado junto a la ventanilla, comprimido contra la pared del vagón por un viejo afeitado que llevaba un sombrero de anchas alas y unos lentes de oro sujetos con cordoncillo negro. Entre las rodillas del viejo asomaba una hacheta de hortelano, una azada y un rastrillo envueltos cuidadosamente en periódicos y atados con un cordel.

El viejo, como todos en aquellos días terribles, vivía con el pensamiento puesto en la guerra. Agitó con viveza su seca mano ante las propias narices de Merésiev y en tono confidencial le susurró al oído:

— Aunque soy un hombre civil, he comprendido per­fectamente nuestro plan: atraer al enemigo a las estepas del Volga, obligarle a alargar sus comunicaciones o, como se dice ahora, alejarle de sus bases y, luego, desde aquí, desde el Oeste y desde el Norte, ¡ris, ras!, cortar las comunicaciones y liquidarle.

Sí, sí... Es un plan muy bien pensado. Contra nosotros no lucha sólo Hitler. Con su látigo empuja contra nosotros a toda Europa. Peleamos solos, en singular combate, contra los ejércitos de seis países. Es preciso amortiguar este golpe terrible, aunque sea a costa de espacio, sí. Es la única salida razonable. Ya que nuestros queridos aliados, en fin de cuentas, callan. ¿Eh? ¿Usted qué opina?

— Opino que está diciendo una simpleza. Nuestra tierra es un material demasiado caro para emplearlo como amortiguador —respondió hosco Merésiev, acordándose de pronto de las ruinas de la aldea muerta, por la cual se había arrastrado durante el invierno. Pero el viejo no dejaba de bordonearle en la misma oreja, envolviendo al piloto en olor a tabaco y a café de cebada.

Alexéi se asomó a la ventanilla. Ofreciendo el rostro a las ráfagas del viento cálido y polvoriento, miraba con avidez los andenes veraniegos que desfilaban veloces ante él, con sus verdes enrejados desteñidos y sus coquetones kioscos condenados con costeros, las villas de veraneo, que asomaban entre el verdor del bosque, los praditos de esmeralda junto a los secos cauces de los diminutos arroyuelos, los troncos de los pinos, parecidos a velas de cera, que bajo los rayos del sol poniente despedían destellos de ambarino oro entre la fronda, la vasta lejanía crepuscular, que azuleaba más allá del bosque.

... Usted, que es militar, dígame: ¿Está bien esto? Llevamos luchando más de un año solos contra el fascismo, ¿eh? ¿Y los aliados? ¿Y el segundo frente? Imagínese usted la siguiente escena: unos bandidos han atacado a una persona que, sin sospechar nada, trabajaba con ahínco. Esta persona no se amilanó, les hizo frente, ha peleado y continúa peleando con ellos. Pierde mucha sangre, pero lucha, pega con lo que encuentra a mano. Está sola y ellos son muchos; ellos están armados, y estuvieron al acecho durante mucho tiempo. Eso es. Pero los vecinos que ven esta escena siguen quietos junto a la puerta de sus casas, dando muestras de simpatía: "¡Bravo! ¡Ah, qué valiente!" —dicen—. "¡Así hay que tratar a esos ladrones! ¡Duro con ellos, duro con ellos!" Y en vez de ayudarla a desembarazarse de los ladrones, la alargan piedras y hierros: "Toma, le dicen, pégales más fuerte con esto"; pero siguen de espectadores. Sí, sí, eso es lo que hacen ahora los aliados. .. Simples espectadores. ..

Merésiev se volvió con interés hacia el vejete. Ahora eran muchos los que miraban hacia ellos, y desde todos los rincones del vagón abarrotado se oía:

— Y tiene razón. Luchamos solos. ¿Dónde está el segundo frente?

— No importa. El trabajo, con ayuda de Dios, lo haremos solos, pero a la hora de comer, ya verán cómo llegan también ellos con su segundo frente.

El tren frenó junto al andén de una estación veraniega. En el vagón entraron varios heridos con pijama, muletas y bastones, llevando cucuruchos de bayas y pepitas de girasol. Al parecer, habían ido al mercado de aquella estación desde cierta casa-hospital para convalecientes de guerra. El vejete se levantó inmediatamente del asiento.

— Siéntese, querido, siéntese —y casi a la fuerza hizo sentarse en su puesto a un mozo pelirrojo con muletas y una pierna vendada—. No se apure, no se apure, siéntese, no se preocupe, yo me apeo en seguida.

Y el vejete, para dar mayor verosimilitud a sus palabras, dio incluso algunos pasos en dirección a la puerta con su azada y rastrillo. Las lecheras comenzaron a estrecharse en los bancos, cediendo sitio a los heridos. Detrás de Alexéi una mujer dijo en tono reprobatorio:

— ¿Y no le dará vergüenza? Tiene a su lado, de pie, a un inválido de la guerra que está padeciendo, prensado por todas partes, y él, un hombre sano, continúa en el asiento sin darse por enterado. Como si tuviera un trato con las bala?. ¡Y eso que es oficial y aviador!

Alexéi enrojeció ante aquella injusta ofensa. Las aletas de su nariz temblaron furiosamente. Pero, de súbito, su rostro resplandeció y se levantó de un salto:

— Siéntate, hermano.

El herido, azorado, retrocedió:

- No se moleste, camarada teniente. No se moleste. Voy cerca de aquí: dos estaciones más allá.

- ¡Siéntate, te dicen! —le gritó Merésiev, sintiendo un aflujo de retozona alegría.

Se arrimó a la pared del vagón y se reclinó en ella, sonriente, apoyándose sobre el bastón con ambas manos. La vieja, tocada con un pañuelo a cuadros, comprendió al parecer su error.

— ¡Ah, qué gente! .. Vosotros, que estáis cerca, dejad el asiento a este oficial del bastón. ¿No les da vergüenza? ¡A ver, tú, la del sombrero! ¡Bien ancha estás!... Camarada oficial, venga aquí, a mi sitio. ¡Apártense, por amor de Dios, dejen pasar al oficial!

Alexéi hizo como que no oía. El júbilo que le había embargado se empañó. La encargada del vagón nombró la estación a que él se dirigía y el tren comenzó a frenar suavemente. Alexéi se abrió paso entre la gente y junto a la puerta volvió a tropezar con el vejete de lentes, quien le guiñó el ojo, como a un viejo conocido.

- ¿Qué piensa usted, abrirán, a pesar de todo, el segundo frente? —preguntó en voz baja.

- Si no lo abren, nos arreglaremos solos —respondió Alexéi, bajando al andén de madera.

El tren se ocultó tras un recodo entre el traqueteo de las ruedas y el potente rugir de la sirena, dejando una tenue estela de polvo. El andén, en el que habían quedado unos pocos pasajeros, fue invadido inmediatamente por la fragante quietud vespertina. Antes de la guerra, debió ser aquél un paraje muy bello y tranquilo. El bosque de pinos, que llegaba hasta el mismo andén, murmuraba suave y reposado con sus copas. Probablemente, un año antes, en tardes serenas como aquélla, por los senderos y caminitos que conducían a través de la umbría del bosque a las villas de verano se esparcirían, descendiendo de los trenes, multitud de mujeres elegantes con vaporosos vestidos de vivos colores, chiquillos alborotadores, hombres alegres y tostados, que regresaban de la ciudad con paquetes de comida y botellas de vino como presente para los veraneantes. Los pocos pasajeros dejados ahora por el tren, con azadas, rastrillos y otros aperos, abandonaron rápidamente el andén y se encaminaron, con aire atareado, al bosque, ensimismados en sus preocupaciones. Sólo Merésiev, que con su bastón recordaba a un paseante, se recreaba en la belleza de la tarde estival, respiraba a pleno pulmón y entornaba los ojos al sentir en la piel el cálido contacto de los rayos solares que se filtraban a través de las ramas de los pinos.

En Moscú le habían explicado detalladamente la ruta. Como militar experto, bastáronle algunas referencias para determinar el camino al sanatorio, que se encontraba a diez minutos de marcha de la estación, a orillas de un pequeño y tranquilo lago. En tiempos, antes de la revolución, un millonario ruso decidió construir cerca de Moscú un palacio de verano que no tuviera igual. Recomendó al arquitecto que no escatimase dinero y que se preocupara únicamente de que el palacio fuera absolutamente original. Complaciendo el gusto del dueño, el arquitecto erigió junto al lago una gigantesca e insólita mole de ladrillo con estrechas ventanas enrejadas, torrecillas, escalinatas de entrada, pasadizos y picudos tejados. Aquella mole de mal gusto resultaba un pegote en el despejado paisaje ruso, a la orilla misma del lago cubierto de carrizos. ¡Pero el paisaje era precioso! Junto al agua, que en tiempo sereno tenía la tersura del cristal, extendíase un bosquecillo de jóvenes álamos, de hojas temblorosas. Aquí y acullá blanqueaban los troncos de los abedules cubiertos de verde vedra. El anillo azulenco de un viejo pinar rodeaba el lago con un amplio y almenado círculo. Y todo aquello repetíase invertido en el espejo de las aguas, disolviéndose en el fresco azul del apacible y transparente líquido.

Muchos eminentes pintores habían pasado largas tem­poradas en casa del dueño de este palacio, famoso en toda Rusia por su pródiga hospitalidad, y aquel bello paisaje, en su conjunto y en cada uno de sus rincones, había sido eternizado en numerosos lienzos como ejemplo de la belleza imponente y modesta de la naturaleza de la Rusia Central.

Justamente en aquel palacio estaba instalado el sanatorio de las Fuerzas Aéreas. En tiempo de paz, los pilotos iban allí con sus esposas y, a veces, con toda su familia. Durante la guerra eran enviados a él para su convalecencia, al ser dados de alta en el hospital. Alexéi llegó al sanatorio no por el amplio camino asfaltado, bordeado de abedules, sino por un atajo que conducía directamente desde la estación al lago, a través del bosque. Entró, como si dijéramos, por la retaguardia y, sin ser advertido por nadie, se mezcló con un nutrido y bullicioso grupo que rodeaba dos autobuses abarrotados de gente, detenidos junto a la entrada principal.

Por las conversaciones, réplicas y gritos de despedida, Alexéi comprendió que se trataba de una partida de pilotos que se dirigían al frente. Los viajeros iban alegres, exaltados, como si no fueran allí donde la muerte les acechaba detrás de cada nubecilla, sino a sus pacíficas guarniciones; en los rostros de los que les despedían se reflejaba impaciencia y tristeza. Alexéi lo comprendía. Desde el comienzo de la nueva gigantesca batalla del Sur, él mismo experimentaba la atracción invencible del frente, que iba en aumento a medida que los acontecimientos tomaban mayores proporciones y se complicaba la situación. Cuando en los círculos militares comenzó a pronunciarse, aunque todavía en voz baja y con cautela, la palabra "Stalingrado", esta atracción, transformóse en torturante angustia, y la inactividad forzosa del hospital se le hizo insoportable.

Por las ventanillas de los elegantes autobuses asomaban rostros broncíneos y excitados. Un armenio de pequeña estatura, cojo y calvo, con pijama a rayas, uno de esos graciosos por todos reconocido, chistosos voluntarios que no faltan en ningún lugar de descanso, trajinaba, renqueando, alrededor de los autobuses y, agitando el bastón, decía a uno de los que se marchaban:

— ¡Eh, Fedia, saluda allí, en el aire, a los fascistas! ¡Arregla cuentas con ellos por no haberte dejado terminar el tratamiento lunar! ¡Fedia, Fedia! Demuéstrales en el aire que no es correcto, por su parte, impedir a un "as" soviético tomar baños de luna.

El tal Fedia, un muchacho atezado, de cabeza redonda, con una gran cicatriz que le cruzaba la despejada frente, gritaba, sacando medio cuerpo por la ventanilla, que el comité lunar del sanatorio podía estar tranquilo.

Entre el grupo y en los autobuses estallaron risas, y en medio de ellas se pusieron en marcha los automóviles, dirigiéndose lentamente hacia el portón.

- ¡Que os vaya bien! ¡Feliz viaje! —oíanse voces en el grupo.

- ¡Fedia, Fedia! ¡Manda pronto el número de la estafeta de campaña! ¡Zínochka te devolverá tu corazón por paquete postal certificado!

Los autobuses desaparecieron tras una curva de la avenida. El polvo, dorado por la puesta del sol, se posó sobre la tierra. Los convalecientes con batines y pijamas rayados desperdigáronse lentamente por el parque. Merésiev entró en el vestíbulo del sanatorio, en cuyos percheros colgaban gorras de arete azul celeste; en los rincones y por el suelo veíanse bolos, balones de volibol, mazos de croquet y raquetas de tenis. El armenio cojo, ya conocido, le condujo hasta la oficina. Su rostro, visto de cerca, resultaba serio e inteligente, de grandes ojos, bellos v melancólicos. Por el camino se presentó en broma como presidente del comité lunar del sanatorio y declaró que los baños de luna, como había demostrado la medicina, eran el mejor remedio para curar toda clase de heridas, y que, en lo que a esto se refería, no toleraba la espontaneidad ni la desorganización, y que él, en persona, se encargaba de extender las autorizaciones para los paseos vespertinos. Bromeaba de una forma automática; sus ojos conservaban la misma expresión seria y estudiaban, perspicaces y curiosos, a su interlocutor.

En la oficina, Merésiev fue recibido por una muchacha con bata blanca, y tan pelirroja que su cabeza parecía ser pasto de furiosas llamas.

— ¿Merésiev? —inquirió severa, dejando a un lado el libro que estaba leyendo—. ¿Alexéi Petróvich Merésiev? —y envolviendo al aviador en una escrutadora mirada, añadió—: ¿Me está usted tomando el pelo? Aquí tengo escrito: "Merésiev, teniente, del hospital X, sin pies", y usted...

Sólo entonces reparó Alexéi en su carita redonda y blanca, como la de todos los pelirrojos, que se perdía por completo entre la abundante pelambrera de sus cabellos cobrizos. A través de su fina piel asomaban encendidos colores. Miraba a Alexéi con alegre sorpresa, con unos ojos redondos, como los del búho, claros y algo insolentes.

- A pesar de todo, soy Alexéi Merésiev; he aquí mi certificado... ¿Y usted es Liolia?

- No, ¿de dónde ha sacado usted eso? Soy Zina. ¿Lleva usted prótesis o qué? —preguntó, mirando incrédula a las piernas de Alexéi.

- Sí. Entonces, ¿es usted la misma Zínochka a quien Fedia ha entregado su corazón?

- ¿Eso se lo ha dicho el comandante Burnazián? Ya ha tenido tiempo. ¡Oh, qué odio le tengo a ese Burnazián! Se ríe de todo, de todo. ¿Qué tiene de particular que haya enseñado a bailar a Fedia? ¡Vaya una cosa!

- Y ahora, ¿me enseñará a mí? ¿Hace? Burnazián me ha prometido extender una autorización para los baños de luna.

La muchacha miró a Alexéi con sorpresa aún mayor.

— ¿Bailar? ¿Sin pies? ¡Vaya! Usted es también de los que se ríen de todo el mundo.

En aquel momento entró corriendo en la oficina el comandante Struchkov y dio a Alexéi un fuerte abrazo:

— Zínochka, así que, de acuerdo: el teniente se queda en mi habitación.

Las personas que han permanecido largo tiempo en un mismo hospital se encuentran luego como hermanos. Alexéi se alegró de ver al comandante, como si hiciera varios años que no le veía. Como el macuto de Struchkov estaba en el sanatorio, sentíase allí como en su casa, conocía a todos y todos le conocían a él. En un día había tenido tiempo de hacer amistad con unos y de reñir con varios.

Las ventanas de la pequeña habitación que ocuparon los dos amigos daban al parque que llegaba hasta la misma casa, con un tropel de esbeltos pinos, matorrales de arándano de un verde claro y un fino serbal, en el que flameaban al viento, como en una palmera, varios elegantes penachos, de recortadas hojas, y amarilleaba un único y pesado racimo de brillantes serbas. Inmediatamente después de la cena Alexéi se acostó, estiróse en las frescas sábanas, humedecidas por la vespertina niebla, y se quedó dormido al instante.

Aquella noche tuvo sueños extraños e inquietos.

Nieve azulada. Luna. El bosque, como peluda red, le cubre y él necesita escapar de esta red; pero la nieve le retiene por los pies. Alexéi se tortura, sintiendo que se le echa encima una desgracia indefinida, pero terrible; mas sus piernas se han helado en la nieve y no hay fuerza capaz de sacarlas de ella. Gime. Cambia de posición. Ante él ya no tiene el bosque, sino el aeródromo. El larguirucho Yura está sentado en la cabina de un avión extraño, blando y sin alas. Agita las manos, se ríe y se eleva verticalmente hacia el cielo. El abuelo Mijaíl toma a Alexéi en brazos y le dice como a un niño: "¡Déjale, déjale, que nosotros nos bañaremos y nos calentaremos los huesecillos! ¡Ya verás qué bien!" Pero no lo coloca en el ardiente banco del baño de vapor, sino sobre la nieve. Alexéi quiere levantarse, pero no puede: la tierra le atrae con fuerza. Pero, no, no es la tierra la que le atrae, es un oso que se ha arrojado sobre él con todo el peso de su cuerpo caliente. La bestia le asfixia, le aplasta, resopla sobre él. Pasan unos autobuses con pilotos, pero esa gente que mira alegremente por las ventanillas no se da cuenta de nada. Alexéi quiere gritarles para que le auxilien, quiere correr hacia ellos o, por lo menos, hacerles señas con la mano, pero no puede. Abre la boca, pero sólo se escucha un susurro. Alexéi comienza a sentir que se ahoga, percibe cómo se le paraliza el corazón, hace un último esfuerzo, gira ante sus ojos el rostro riente de Zínochka, envuelto en la impetuosa llama de su cabellera cobriza y sus ojos, un poco insolentes y llenos de curiosidad, brillan burlones.

Alexéi se despertó con una sensación de vaga inquietud. Todo era silencio a su alrededor. El comandante dormía, roncando ligeramente. Un fantasmal rayo de luna, atravesando la habitación, se había inmovilizado en el suelo. ¿Por qué habrían vuelto las imágenes de aquellos días terribles que Alexéi casi nunca recordaba y que si acudían a su memoria le parecían una pesadilla? Un ruido uniforme y suave, un murmullo arrullador —fundido con el aire perfumado y fresco de la noche— penetraba por la abierta ventana, argentada por la luz de la luna. Tan pronto se acentuaba alarmante como amenguaba, alejándose, o se condensaba en una nota inquieta y silbante: era el pinar, que susurraba afuera.

Sentado en la cama, el piloto estuvo escuchando durante largo rato el misterioso rumorear de los pinos, luego sacudió violentamente la cabeza —como queriendo apartar de ella alguna alucinación— y, de nuevo, sintióse embargado por una energía tenaz y optimista. Le correspondía estar en el sanatorio veintiocho días. Después habrían de decidir si volvería al frente, a volar, a vivir, o si habrían de cederle siempre el asiento en el tranvía y acompañarle de continuo con miradas compasivas. Por consiguiente, cada minuto de aquellos largos, y al mismo tiempo cortos, veintiocho días debería ser una lucha por convertirse en un hombre normal.

Y así, sentado en la cama, a la velada luz de la luna, acompañado por los ronquidos del comandante, Alexéi confeccionó el plan de ejercicios. Incluyó en él la gimnasia de la mañana y de la tarde, las marchas, las carreras y un entrenamiento especial de las piernas; pero, lo que más le entusiasmaba era la idea que se le había ocurrido al hablar con Zínochka, que, de realizarla, le permitiría desarrollar en todos los sentidos sus pies postizos.

Había resuelto aprender a bailar.

3

En un sereno y luminoso mediodía de agosto, cuando todo en la naturaleza brillaba y refulgía, y, sin embargo, por algunos síntomas, imperceptibles aún, sentíase ya en el aire cálido la suave melancolía de la marchitez, a la orilla de un diminuto riachuelo que se deslizaba entre los arbustos con tenue murmullo, varios pilotos tomaban el sol en una pequeña playa arenosa.

Abrumados por el calor, dormitaban; hasta el infatigable Burnazián, enterrada en la cálida arena su pierna deforme, mal soldada después de la herida, permanecía callado. Estaban tendidos, a cubierto de miradas extrañas por las hojas grises de un avellano, pero veían el sendero abierto en la hierba verde que corría paralelo a la orilla. En aquel sendero, Burnazián —que andaba atareado con su pierna— vio un espectáculo sorprendente.

Del bosquecillo, puestos los pantalones a rayas del pijama y los zapatos, pero desnudo de cintura para arriba, salió el convaleciente que había llegado el día anterior. Miró a todas partes y, no viendo a nadie, se puso a correr dando extraños saltos, pegados los codos a los costados. Después de haber recorrido unos doscientos metros, amenguó la velocidad hasta marchar al paso, respirando fatigosamente, bañado en sudor.

Descansó y volvió a correr. Su cuerpo brillaba como los ijares de un caballo cansado. Burnazián hizo señas a sus camaradas para que mirasen al que corría y todos se pusieron a observarle por entre los matorrales. El corredor, sofocado por aquellos simples ejercicios, hacía continuas muecas de dolor, gemía de vez en cuando, pero no cesaba de correr.

— ¡Eh, amigo! ¿No te dejan en paz los laureles de los Známenski? —gritó al fin Burnazián, sin poderse contener más.

El nuevo se detuvo. El cansancio y el dolor desaparecieron momentáneamente de su rostro. Miró indiferente hacia los matorrales y, sin contestar palabra, se internó en el bosque, andando de un modo extraño y balanceante.

— ¿Qué acrobacias son ésas? ¿Es un loco? —preguntó intrigado Burnazián.

El comandante Struchkov, que acababa de despabilarse, aclaró:

— No tiene pies. Se entrena sobre prótesis; quiere volver a la aviación de caza.

Parecía como si a todos aquellos hombres, aplanados por el calor, les hubieran rociado con agua fría. Comenzaron a hablar todos a una. Les sorprendía que un muchacho en el que no habían advertido nada extraordinario, excepto su extraño andar, no tuviese pies. Su idea de volar en un caza les parecía absurda, inverosímil e, incluso, sacrílega. Sacaron a colación casos en que por simples nimiedades, como la pérdida de dos dedos de una mano, o un desarreglo nervioso, o por tener los pies planos, habían sido eliminados algunos de la aviación. Con respecto a la salud del piloto se era siempre —incluso durante la guerra— mucho más exigente que respecto a los militares de otras armas. Por último, parecíales imposible de todo punto gobernar un aparato tan delicado y sensible como un caza teniendo prótesis en lugar de pies.

Como es natural, todos coincidieron en que la empresa de Merésiev era irrealizable. Pero el anhelo audaz y fanático de aquel hombre sin pies les atraía.

— Tu amigo, o es un idiota perdido o un hombre genial —resumió la discusión Burnazián—; para él no hay término medio.

La noticia de que en el sanatorio vivía un hombre sin pies que soñaba con volar en un caza se difundió instantáneamente.

Durante la comida, Alexéi se convirtió en el centro de la atención general. Sin embargo, él parecía no advertirlo. Y todos los que le observaban —cuantos veían y escuchaban cómo se reía a carcajadas con sus vecinos de mesa, comía en abundancia, con apetito, dirigía, según la tradición, un buen número de piropos a las camareras bonitas, paseaba con los amigos por el parque, aprendía a jugar al croquet, e incluso pegaba un poco al balón en el campo de volibol— no notaban en él nada, excepto el andar lento y saltarín. Era demasiado corriente. Se acostumbraron a él en seguida y dejaron de prestarle atención.

Al segundo día de estancia en el sanatorio, Alexéi se presentó a la caída de la tarde en la oficina, a ver a Zínochka. Le entregó galantemente un pastel, que había guardado de la comida, envuelto en hojas de lampazo, y, sentándose sin cumplidos junto a la mesa, le preguntó cuándo iba a cumplir su promesa.

- ¿Qué promesa? —inquirió ella, arqueando mucho sus pintadas cejas.

- Zínochka, usted me prometió enseñarme a bailar.

- Pero... —intentó objetar ella.

- Me han dicho que es usted una maestra de tanto talento, que hasta hace bailar a los que no tienen pies, y que, por el contrario, los hombres normales, no sólo pierden los pies, sino también la cabeza, como le pasó a Fedia. ¿Cuándo comenzamos? Venga, no perdamos tiempo inútilmente.

¡La verdad era que aquel nuevo le gustaba positivamente! ¡Sin pies y pretendía que le enseñase a bailar! ¿Y por qué no? Era muy simpático, de rostro moreno y lozano, y hermosa cabellera ondulada. Andaba lo mismo que un hombre normal y sus ojos eran sugestivos, un tanto alocados y quizás un poquitín melancólicos. El baile ocupaba una parte no pequeña en la vida de Zínochka. Le gustaba y realmente sabía bailar... Y Merésiev, a pesar de todo, ¡estaba positivamente bien!

En una palabra, Zínochka accedió. Declaró que había aprendido a bailar con Bob Gorójov, famoso en todo el parque de Sokólniki, quien, a su vez, era el mejor discípulo y continuador de Paul Sudakovski, famoso en todo Moscú, el cual daba clases de baile en algunas academias militares e, incluso, en el club del Comisariado del Pueblo de Negocios Extranjeros. Ella había heredado de aquellos grandes hombres las mejores tradiciones de los bailes de salón y, quizás, lograse enseñarle a bailar a él, aunque no estaba muy convencida de que se pudiera bailar sin tener pies auténticos. Para ello, las condiciones que le exigía eran muy rigurosas: debía ser obediente y asiduo, procurar no enamorarse de ella —cosa que estorbaba las lecciones— y, lo más importante, no debería sentir celos cuando la invitasen a bailar otros galanes, ya que, bailando siempre con uno mismo, podría perder rápidamente forma, y esto, en general, era fastidioso.

Merésiev aceptó todo aquello incondicionalmente. Zínochka sacudió sus flameantes cabellos y, moviendo con agilidad sus piececitos ligeros, allí mismo, en la oficina, le enseñó el primer paso. Antes, Merésiev había bailado garridamente el baile nacional ruso y algunas danzas antiguas, que tocaba en el paseo de Kamyshin la banda del cuerpo de bomberos. Poseía el sentido del ritmo y asimilaba rápidamente la alegre ciencia. Ahora lo difícil para él era tener que gobernar con habilidad y ligereza no unos pies vivos, elásticos, móviles, sino unos dispositivos de cuero, sujetos a las piernas por medio de correas. Se precisaban esfuerzos sobrehumanos y una sobrehumana tensión de músculos y de voluntad para dar vida con los movimientos de las cercenadas pantorrillas a las prótesis pesadas y torpes.

Sin embargo, las obligó a someterse. Cada nueva figura aprendida, todos aquellos deslizamientos, parones, giros y puntos: toda la compleja técnica del baile de salón, teorizada por el famoso Paul Sudakovski, pertrechada de una imponente y sonora terminología, le proporcionaba una alegría inmensa. Cada nuevo paso le regocijaba como a un chiquillo. Una vez aprendido, levantaba en vilo a su maestra y la hacía girar rápidamente, celebrando la victoria obtenida sobre sí mismo. Y nadie, ni siquiera su maestra, podía sospechar el dolor que le producía todo aquel pataleo complejo y variado, a qué precio iba dominando aquella ciencia. Nadie notaba cómo, a veces, junto con el sudor, se enjugaba, sonriéndose con un gesto negligente, unas lágrimas involuntarias.

Cierta vez llegó cojeando a su habitación, completamente deshecho, roto, pero alegre.

— ¡Estoy aprendiendo a bailar! —declaró solemnemente al comandante Struchkov, que, pensativo, se hallaba de pie junto a la ventana, tras la cual se extinguía apaciblemente el día veraniego, mientras los últimos rayos solares refulgían con dorados destellos entre las copas de los árboles.

El comandante no contestó.

— ¡Y aprenderé! —agregó tozudamente Merésiev, sa­cándose con satisfacción las prótesis y rascándose con todas sus fuerzas los muñones entumecidos por las correas.

Struchkov no se volvió, pero emitió un extraño sonido, como si sollozara, y sus hombros estremeciéronse convulsos. Alexéi se deslizó en silencio debajo de la manta. Algo extraño le sucedía al comandante. Aquel hombre no joven ya, que aún no hacía mucho divertía e indignaba a todos los de la sala con su alegre cinismo y su desprecio burlón hacia el sexo femenino, habíase enamorado de súbito, como un estudiante, de un modo inconsciente, incontenible y, para su desgracia, al parecer, sin esperanza. Iba varias veces al día a la oficina del sanatorio para llamar por teléfono a Moscú, a Klavdia Mijáilovna. Con cada uno de los que partían le enviaba flores, bayas, chocolatines; escribía esquelas y larguísimas cartas y se alegraba y bromeaba cuando le entregaban el conocido sobre.

Pero ella no quería saber de él, no le daba esperanzas, ni siquiera le compadecía. Klavdia Mijáilovna escribía diciéndole que amaba a otro, a uno que había muerto; aconsejaba amistosamente al comandante que dejase aquello, que la olvidase, que no gastase dinero ni perdiera el tiempo en balde... Precisamente aquel tono seco, de amistosa compasión —tan ofensivo en asuntos de amor— le sacaba de quicio.

Alexéi estaba ya acostado, se había metido bajo la manta y callaba diplomáticamente, cuando el comandante se apartó violentamente de la ventana, le zarandeó por los hombros y le gritó en la misma oreja:

— ¿Pero, bueno, qué es lo que quiere, qué es lo que quiere? ¿Qué soy yo, un monstruo, un viejo, un pelagatos cualquiera? Otra, en su lugar... Pero, ¡para qué hablar!

Se derrumbó sobre la butaca, agarróse la cabeza con ambas manos y comenzó a balancearse de tal modo que hasta los muelles gimieron quejumbrosos.

— ¿Acaso no es una mujer? Debería de sentir hacia mí aunque no fuera más que un poco de curiosidad. ¡Si yo estoy enamorado, diablos! ¡Y cómo! ¡Ah, Alexéi, Alexéi! Tú conocías a ese vuestro... Dime: ¿en qué era él mejor que yo?, ¿con qué se le clavó a ella en el corazón? ¿Era un genio, una belleza? ¿Qué clase de héroe era?

Alexéi recordó al Comisario Vorobiov, su corpachón hinchado, amarilleando entre las blancas sábanas, y la mujer inmóvil, a su lado, en la eterna postura de pena femenina, y aquel inesperado relato de los soldados rojos marchando por el desierto.

— Era un hombre de verdad, comandante, un bolchevique. Ojalá, tú y yo podamos algún día ser como él.

4

Por el sanatorio se divulgó una noticia que parecía absurda: el piloto sin pies... se apasionaba por el baile.

En cuanto Zínochka terminaba sus obligaciones en la oficina, ya estaba esperándola en el pasillo su alumno con un manojito de fresas, una pastilla de chocolate o una naranja, reservadas de la comida. Zínochka le ofrecía con aire grave el brazo y ambos se iban a la sala de juegos —a la que el verano dejaba desierta—, donde el aplicado alumno había arrimado con anticipación a la pared las mesillas de juego y la mesa del ping-pong. Zínochka le mostraba con donaire una nueva figura. Con las cejas fruncidas, el piloto observaba con seriedad los encajes que dibujaban en el suelo aquellos diminutos y elegantes piececillos. Luego, la muchacha se ponía seria, batía palmas y comenzaba a contar:

— Uno, dos, tres; uno, dos, tres; gire a la derecha... Uno, dos, tres; uno, dos tres; gire a la izquierda... Media vuelta. Así. Uno, dos, tres; uno, dos, tres... Ahora un ocho. Vamos a hacerlo juntos.

Bien porque le atrajese la tarea de enseñar a bailar a un hombre sin pies —cosa que, con toda probabilidad, no habían tenido que resolver ni Bob Gorójov ni el propio Paul Sudakovski—, bien porque a la muchacha le agradase su bronceado alumno de cabellos negros y ojos "salvajes", de mirar obstinado; o bien —lo que es más posible—, por ambas razones a la vez, el hecho es que dedicaba a aquellas lecciones todo su tiempo libre y ponía en ellas toda su alma.

Al anochecer, cuando las playas y los campos de volleyball quedaban desiertos, la diversión preferida en el sanatorio era el baile. Alexéi asistía indefectiblemente a aquellas veladas. Bailaba bien, sin perder pieza, y su maestra lamentaba más de una vez haberle impuesto unas condiciones tan rigurosas de enseñanza. Tocaba el acordeón, giraban las parejas. Merésiev, enardecido, con los ojos brillantes de excitación, hacía todos aquellos giros, figuras, vueltas y puntos, llevando con agilidad y, al parecer, sin esfuerzo a su ingrávida y elegante damita de llameantes bucles. Y a nadie de los que observaban a aquel bravo bailarín podía ocurrírsele qué es lo que hacía al desaparecer de vez en cuando de la sala.

Salía a la calle con una sonrisa en el enardecido rostro, abanicándose negligentemente con el pañuelo, pero, en cuanto cruzaba el umbral y entraba en la semioscuridad del bosque nocturno, la sonrisa era sustituida en el acto por una mueca de dolor. Asiéndose a la balaustrada, bajaba vacilante, gimiendo, los peldaños de la galería de entrada, arrojábase sobre la hierba húmeda por el rocío, y pegando todo el cuerpo a la tierra mojada —que conservaba aún el calor del día— lloraba a causa del lacerante dolor que sentía en las piernas fatigadas, apretadas por las correas.

Aflojaba las correas para dar respiro a las piernas, luego se ponía de nuevo las prótesis, incorporábase de un salto y regresaba rápidamente al pabellón. Aparecía de modo inadvertido en la sala —donde el incansable acordeonista inválido tocaba sin cesar, bañado en sudor—, se acercaba a la pelirroja Zínochka, que le buscaba ya con los ojos entre la multitud, sonreía ampliamente, mostrando sus dientes blancos e iguales, como hechos de porcelana, y la pareja, ágil y bella, se lanzaba de nuevo a la pista. Zínochka le recriminaba por haberla dejado sola. El salía del apuro bromeando alegremente. Y con­tinuaban bailando, sin distinguirse en nada de las demás parejas.

Los difíciles ejercicios de baile habían dado ya su fruto. Alexéi sentía cada vez menos la sensación de encadenamiento producida por las prótesis; le parecía que se iban soldando gradualmente a sus muñones.

Alexéi estaba contento. Una sola cosa le alarmaba ahora; no recibía cartas de Olga. Hacía un mes que, con ocasión del fracaso de Gvózdiev, había enviado aquella suya, que hoy parecíale fatal y, en todo caso, completamente absurda. No había tenido respuesta. Todas las mañanas, después de la gimnasia y de la carrera, cuyo recorrido aumentaba en cien metros diarios, iba a la oficina y miraba el casillero de las cartas. En el cajoncito de la "M" había siempre más que en los restantes. Pero Merésiev repasaba en vano el paquete.

Mas un día, en plena lección de baile, en la ventana de la habitación donde continuaba recibiendo las clases, apareció la negra cabeza de Burnazián. En las manos sostenía su bastón y una carta. Antes de que pudiera decir algo, Alexéi le arrebató el sobre escrito con letra gruesa, redonda, de colegiala y salió corriendo, dejando en la ventana al perplejo Burnazián y en medio de la habitación a la indignada maestra.

— Zínochka, así son todos los galanes de hoy día —rezongó Burnazián en un tono de vieja comadre—. Desconfíe, muchacha, témalos como el diablo al agua bendita. Mejor será que lo deje en paz y que me enseñe a bailar a mí —y arrojando el bastón dentro,

Burnazián trepó fatigosamente a la ventana, junto a la cual se ha­llaba, desconcertada y triste, Zínochka.

Mientras tanto, Alexéi, con la tan esperada carta en la mano, corrió veloz al lago, como si temiera ser perseguido y que pudieran arrebatarle su tesoro. Allí, abriéndose paso entre los susurrantes carrizos, tomó asiento en una piedra musgosa sobre un banco de arena, a cubierto de toda mirada indiscreta merced a la alta hierba que le rodeaba por todas partes, y examinó la carta querida, que le temblaba entre los dedos. ¿Qué habría en ella? ¿Qué sentencia contendría? El sobre estaba sucio y arrugado. Seguramente habría errado mucho por el país en busca del destinatario. Alexéi cortó con cuidado una tira v miró inmediatamente el final de la carta. "Besos, querido. Olga" —rezaba abajo. Sintió un alivio en el corazón. Ya tranquilo, alisó en la rodilla las hojas de cuaderno inexplicablemente manchadas de barro y de algo negro, y con Sotas de sebo derramado. ¿Qué le habría ocurrido a su cuidadosa Olga? Y entonces leyó algo que inundó su corazón de orgullo e inquietud. Resultaba que Olga hacía un mes que había abandonado la fábrica y ahora vivía en algún lugar de la estepa, donde las muchachas y mujeres de Kamyshin cavaban zanjas antitanque y construían un cinturón alrededor de "una gran ciudad cuyo nombre es sagrado para todos nosotros" —escribía la muchacha. En ninguna parte había una sola palabra sobre Stalin- grado. Pero, a pesar de ello, por la preocupación y el amor, por la inquietud y la esperanza con que hablaba de la ciudad, era evidente que se trataba de la misma.

Olga le decía que millares de mujeres voluntarias, con palas, picos y carretillas trabajaban día y noche en la estepa, cavando, transportando tierra, hormigonando, construyendo. La carta era animosa y sólo por algunas líneas que se le habían escapado en ella podía adivinarse cuán dura era la existencia allí, en la estepa. Después de hablar de sus trabajos, que, al parecer, la embargaban por entero, Olga contestaba a su pregunta. Le escribía indignada, diciéndole que su última carta la había ofendido: la recibió en las "trincheras" y afirmaba que de no estar él en el frente, donde tanto se estropeaban los nervios, no le habría perdonado aquella ofensa.

"Querido mío —escribía—, ¿qué amor teme el sacrificio? Un amor así no existe, cariño mío, y si existe, en mi opinión, no es amor. Ahora, por ejemplo, llevo una semana sin lavarme, visto pantalones y llevo unos zapatos por los que asoman los dedos. Estoy tan quemada, que la piel se me cae a tiras y la que asoma es desigual y amoratada. ¿Y si me presentase ahora ante ti cansada, sucia, flaca y fea? ¿Acaso me rechazarías o me censurarías por ello? ¡Tonto, más que tonto! Ocurra lo que te ocurra, vuelve, y ten presente que te esperaré siempre y como seas... Pienso mucho en ti y hasta que no vine a parar a las "trincheras", donde en cuanto nos echamos en el camastro nos dormimos todas como troncos, te veía a menudo en sueños. Quiero que sepas que mientras esté viva habrá un lugar donde te esperan, donde te esperarán siempre, estés como estés... Me dices que puede sucederte algo en la guerra. Y si a mí en las "trincheras" me ocurriera alguna desgracia o quedase mutilada, ¿me dejarías tú acaso? ¿Te acuerdas de cuando en la escuela resolvíamos problemas de álgebra por el método de substitución? Pues bien, ponme a mí en tu lugar y piensa. Te avergonzarás de tus palabras..."

Merésiev permaneció mucho tiempo con la carta en las manos. El sol abrasaba, reflejándose deslumbrante en el agua oscura; susurraban los juncos, y unas libélulas azules y aterciopeladas volaban de un estoque de carrizo a otro. Los bulliciosos escarabajos de agua, de largas y finas patitas, corrían por la superficie del lago junto a las raicillas del junco, dejando tras sí el encaje de su huella temblona. Una pequeña ola rebañaba poco a poco la arenosa orilla.

"¿Qué es esto? —pensó Alexéi—. ¿Un presentimiento? ¿El don de adivinar?" "El corazón es agorero", le había dicho en cierta ocasión su madre. ¿O es que las dificultades del trabajo en las trincheras habían dado sabiduría a la muchacha y, por intuición, había comprendido lo que él no se decidía a decir? Leyó otra vez la carta. No, no había ningún presentimiento, ¿de dónde había sacado él tal cosa? Sencillamente, respondía a sus palabras. Pero, ¡cómo respondía!

Alexéi suspiró, se desnudó lentamente y puso la ropa sobre la piedra. Siempre se bañaba allí, en aquel pequeño entrante conocido sólo por él, junto al banco de arena, oculto a la vista por un muro de rumorosos juncos. Luego de quitarse las prótesis, se deslizó lentamente de la piedra y, aunque le era muy doloroso pisar con los muñones por la gruesa arena, no quiso ponerse a cuatro pies. Contraído el rostro por una mueca de dolor, se metió en el agua fría y densa. Apartóse a nado de la orilla y, tumbado boca arriba, se quedó inmóvil; veía el cielo, azul, insondable. En agitado tropel flotaban, atropellándose unas a otras, pequeñas nubes. Al volverse, vio la orilla, invertida en el agua y repetida exactamente en su superficie fresca y azul; los amarillos nenúfares entre sus redondas hojas flotantes; los blancos puntos alados de los lirios. De pronto se imaginó a Olga en la musgosa piedra, tal como la había visto en sueños. Estaba sentada con su vestido rameado, balanceando las piernas. Con la sola diferencia de que sus pies no tocaban el agua. Dos muñones se agitaban sin alcanzar la superficie. Alexéi dio un manotazo en el agua para espantar aquella visión. ¡No, el método de substitución, propuesto por Olga, no le daba resultado alguno!

5

La situación en el Sur se complicaba. Hacía ya tiempo que los periódicos no hablaban de combates en el Don. De pronto, surgieron en el parte de guerra nombres de stanitsas del otro lado del río, enclavadas en el camino hacia el Volga, en dirección a Stalingrado. Para quienes no conocían aquellos parajes, tales nombres nada decían. Pero Alexéi, que se había criado en aquellos lugares, comprendió que la línea de fortificaciones del Don había sido rota y que la guerra avanzaba hacia los muros de Stalingrado.

¡Stalingrado! La palabra no se citaba aún en el parte, pero estaba en los labios de todos. En otoño de 1942 se pronunciaba con inquietud, con dolor; se hablaba de él, no como de una ciudad, sino como de una persona querida que se encontraba en peligro de muerte. Y aquella inquietud general era más profunda para Merésiev por el hecho de que Olga se encontraba allí, en la estepa, cerca de Stalingrado, y ¡quién sabe qué pruebas la espe­raban! Ahora le escribía a diario. Pero, ¿qué significaban sus cartas dirigidas a una estafeta de campaña? ¿La encontrarían en el fragor de la retirada, en el infierno de la gigantesca batalla entablada en las estepas del Volga?

El sanatorio de los pilotos bullía como un avispero. Todas las ocupaciones de costumbre habían quedado abandonadas: las damas, el ajedrez, el dominó, el volleyball, y hasta los naipes, a los cuales jugaban a escondidas, entre los matorrales ribereños, los aficionados a las sensaciones fuertes. No podían fijar su atención en nada. Una hora antes de la señalada para levantarse, ya habían salido incluso los más perezosos, a fin de escuchar el primer parte de guerra, transmitido por radio a las siete de la mañana. Cuando en los episodios que seguían al parte se relataban hazañas de los aviadores, todos andaban sombríos, disgustados, reñían con las enfermeras, gruñían contra el régimen del sanatorio y la comida, como si la administración tuviera la culpa de que ellos se vieran forzados, en aquellos días febriles, a estar allí tomando el sol, en el sosiego del bosque, junto al espejo del lago, en vez de combatir allá, en las estepas de Stalingrado. Finalmente, los convalecientes declararon que estaban ya hartos de reposo y exigieron su envío anticipado a las unidades en activo.

Aquel día, a la caída de la tarde, llegó una comisión del Departamento de reposición de bajas del Ministerio de las Fuerzas Aéreas. De un polvoriento automóvil descendieron varios oficiales con emblemas del Cuerpo de Sanidad militar. Del asiento delantero se apeó con gran trabajo, apoyándose con las manos en el respaldo, el doctor Mirovolski, coronel de Sanidad, famoso en todas las Fuerzas Aéreas, un gordinflón que gozaba del cariño de los aviadores por el trato paternal que les dispensaba. Después de la cena se anunció que, a partir de la mañana del día siguiente, la comisión comenzaría a seleccionar a los convalecientes que deseasen suspender el descanso, para ser enviados inmediatamente a una unidad.

Aquel día, Merésiev se levantó con el alba. Sin hacer sus acostumbrados ejercicios, marchó al bosque y anduvo vagando por él hasta la hora de desayunar. No comió nada, estuvo impertinente con la camarera —que le reprochó el haber dejado todo en los platos— y, cuando Struchkov le hizo notar que no tenía por qué reñir a una muchacha que sólo deseaba su bien, se levantó airado de la mesa y salió del comedor. En el pasillo, junto a la pizarra del parte de guerra, estaba Zina. Cuando pasó a su lado, ella hizo como que no le veía, limitándose a encogerse de hombros con un mohín de disgusto. Pero cuando Alexéi hubo pasado, efectivamente sin verla, la muchacha, ofendida, a punto de llorar, le llamó. Alexéi, irritado, volvió la cabeza y preguntó:

- ¿Qué quiere usted? ¿Qué le pasa?

- Camarada teniente, ¿por qué me habla así?... —murmuró la muchacha, enrojeciendo hasta tal punto que el color de su cara confundióse con el cobre de sus cabellos.

Alexéi se rehízo inmediatamente y, abatido, profirió con sorda voz:

— Hoy se decide mi destino. Déme la mano y deséeme buena suerte...

Luego, cojeando más que nunca, se marchó a su habitación y cerró por dentro con llave.

La comisión se instaló en la gran sala, a donde fueron llevados aparatos de toda clase: espirómetros, dinamómetros, escalas para graduar la vista. El sanatorio en pleno se congregó en las estancias contiguas, y cuantos deseaban marchar antes de tiempo —es decir casi la totalidad de los convalecientes— formaron una larguísima cola. Pero Zínochka dio a cada uno un papelito en el que se indicaba la hora exacta en que debía presentarse y rogó a todos que se disolvieran. Después de haber pasado los primeros, se difundió el rumor de que la comisión era benévola y no exigía mucho. Y, efectivamente, ¿cómo podía ser muy severa cuando la gigantesca batalla desencadenada en el

Volga exigía nuevos y nuevos esfuerzos? Alexéi, sentado en uno de los poyetes de ladrillo que había junto al afiligranado portal, balanceaba las piernas, y cuando alguien salía preguntábale con tono indiferente, como si no le importara mucho:

- ¿Qué tal?

- ¡A luchar! —le contestaba alegre el que salía, abrochándose al andar la guerrera o apretándose el cinturón.

Antes que Merésiev, pasó Burnazián. Dejó su bastón junto a la puerta y, engallándose, entró, procurando no cojear al apoyarse sobre la pierna corta. Le retuvieron mucho tiempo. Finalmente, de la abierta ventana llegaron a Alexéi trozos de irritadas frases. Luego, todo sofocado, salió Burnazián. Arañó a Alexéi con una mirada furiosa y, sin volver la cabeza, se fue renqueando al parque:

¡Burócratas, ratas de retaguardia! ¡Qué sabrán ellos de aviación! ¿Es un baile o qué? ... Una pierna corta... ¡Matasanos, lavativas malditas!

A Alexéi se le heló la sangre en las venas, pero entró en la habitación con paso animoso, alegre, sonriéndose.

La comisión se hallaba sentada tras de una gran mesa. En el centro —como una mole de carne humana— alzábase Mirovolski, el coronel de Sanidad. A un lado, ante una pequeña mesita con un rimero de carpetas encima, estaba Zínochka, linda como una muñeca con su batita blanca, espesamente almidonada, y su mata cobriza de cabellos asomando coquetonamente por debajo de su toca de gasa. Entregó a Alexéi su "expediente" y, al dárselo, le estrechó con suavidad la mano.

Y bien, joven —dijo el médico, entornando los ojos—, quítese la guerrera.

No en vano había hecho Merésiev tanto deporte y se había tostado a conciencia. El médico contempló admirado su cuerpo prieto, fuertemente constituido, bajo cuya broncínea piel adivinábase con precisión cada uno de los músculos.

— Puede usted servir de modelo para un David —dijo, haciendo gala de sus conocimientos artísticos, un miembro de la comisión.

Merésiev efectuó con facilidad todas las pruebas: la fuerza compresora de su mano superaba a la normal en un cincuenta por cien y espiró tal volumen de aire que la aguja del espirómetro llegó hasta el tope. La presión de la sangre era normal y los nervios se encontraban en un excelente estado. Finalmente, se las arregló para tirar tan fuerte del puño de acero del forcímetro, que el aparato se rompió.

- ¿Piloto? —preguntó satisfecho el médico, recostándose en el sillón, dispuesto ya a escribir la resolución en un ángulo del "Expediente personal del teniente A. Merésiev".

- Sí.

- ¿De caza?

- De caza.

- Bien, pues váyase a combatir. ¡Allí hacen mucha falta ahora hombres como usted!... ¿Por qué ha estado en el hospital?

Alexéi se azoró, sintiendo que todo se venía abajo de pronto, pero el médico había leído ya el expediente y su ancho y bondadoso rostro dilatóse de asombro:

- ¿Amputación de ambos pies?... ¿Pero qué galimatías es éste? ¿No es un error? ¿Eh? ¿Por qué calla?

- No, no es un error —dijo Alexéi en voz queda y muy lentamente, como si estuviera subiendo las gradas del cadalso.

El médico y todos los de la comisión miraron con recelo a aquel mozo fuerte y ágil, magníficamente formado, sin comprender de qué se trataba.

— ¡Levántese los pantalones! —ordenó impaciente el médico.

Alexéi palideció. Se volvió con aire desvalido hacia Zínochka, alzó con lentitud las perneras y quedóse así, de pie ante la mesa, al aire las prótesis de cuero, desalentado, con los brazos caídos.

- ¿Por qué, entonces, querido amigo, nos ha estado usted mareando? Tanto tiempo como nos ha hecho perder. ¿No pensará usted ir sin pies a la aviación? —dijo finalmente el médico.

- ¡No es que pienso, es que iré! —respondió en voz baja Alexéi, y sus ojos de gitano fulguraron retadores.

- ¡Usted se ha vuelto loco! ¿Sin pies?

- Sí, sin pies, y volaré —aseveró Merésiev, ya sin aire de reto, antes bien, muy tranquilo; y hurgando en el bolsillo de su guerrera, sacó de allí un recorte de periódico cuidadosamente doblado—. Vean ustedes, él también voló sin un pie. ¿Por qué no puedo volar yo sin los dos?

Después de leer el articulillo, el médico miró con sorpresa y respeto al piloto:

— Pero para esto se necesita un entrenamiento de mil diablos. Vea: él se estuvo entrenando durante diez años. Es preciso aprender a manejar las prótesis como si fuesen pies —dijo, suavizándose.

En aquel preciso momento, Alexéi recibió un inesperado refuerzo: Zínochka salió de detrás de su mesita, puso sus manitas en el pecho con aire de súplica y, ruborizándose hasta el punto de brotarle perlitas de sudor en las sienes, balbuceó:

- Camarada coronel de Sanidad, ¡si viera usted cómo baila! Mejor que todos los sanos. ¡Palabra de honor!

- ¿Baila? ¿Qué demonios es esto? —el médico se encogió de hombros y con aire bondadoso cambió unas miradas con los miembros de la comisión.

Alexéi se aferró con alegría a la idea brindada por Zínochka:

— No escriba usted ni "sí", ni "no". Venga hoy por la tarde a nuestro baile. Se convencerá de que puedo volar.

Cuando se dirigía hacia la puerta, Merésiev vio en el espejo que los miembros de la comisión cuchicheaban animadamente.

Antes de la comida, Zínochka buscó a Alexéi en la espesura del desierto parque. Contóle que cuando salió de la sala, la comisión estuvo hablando de él durante largo rato, que el médico declaró que Merésiev era un mozo extraordinario y que pudiera ser, quién sabe, que, efectivamente, volase. ¡De qué no sería capaz un hombre ruso! Uno de los miembros de la comisión objetó a esto que la historia de la aviación no conocía ejemplos semejantes. El coronel le respondió que la historia de la aviación desconocía infinidad de cosas y que los hombres soviéticos le habían enseñado mucho en esta guerra.

En honor de los voluntarios seleccionados en el sanatorio —unos doscientos—, se organizó, en la tarde anterior a su reincorporación a filas, un baile con un amplio programa. De Moscú llegó en camión una banda militar. Los instrumentos de viento hacían retemblar las ventanas enrejadas de las torrecillas, los zaguanes y los pasadizos. Los pilotos, bañados en sudor, bailaban incansablemente. Entre ellos, alegre, ágil, dinámico, Merésiev bailaba sin cesar con su dama de bucles cobrizos. Daba gusto ver a esa pareja.

Mirovolski, sentado junto a una abierta ventana, ante un jarro de cerveza fresca, no quitaba ojo de Merésiev y de su "pareja" de cabellos de fuego. Era médico y, aún más, médico militar. Sabía, por multitud de casos presenciados, cuánto se distinguen las prótesis de los pies vivos.

Y ahora, observando al bronceado y robusto piloto que llevaba con elegancia a su pequeña y esbelta dama, no podía apartar de su mente la idea de que todo aquella era una compleja mixtificación. Por fin, una vez que el piloto hubo bailado bizarramente, en el centro de un grupo que batía palmas, la "Bárinia" (la "Señora") —acompañándose de gritos y palmadas en las caderas y en los carrillos—, y cuando sudoroso y encendido se abrió paso hasta Mirovolski, éste le estrechó la mano con respeto. Merésiev callaba, pero sus ojos, fijos en el médico, suplicaban, exigían una respuesta.

Yo, como usted comprenderá, no tengo atribuciones para enviarle directamente a una unidad. Pero le daré un dictamen facultativo para la Sección de personal. Le entregaré por escrito nuestra opinión de que, con el correspondiente entrenamiento, podrá usted volar. En una palabra, en todo caso, cuente con mi voto "a favor" —respondió el médico.

Y salió de la sala, del brazo del jefe del sanatorio, también médico militar experto; ambos iban entusiasmados, perplejos. Antes de acostarse estuvieron fumando y hablando durante largo rato sobre el tema de qué no sería capaz un hombre soviético cuando se propone algo serio...

En tanto, mientras que abajo sonaba aún la música, y en los rectangulares reflejos de las ventanas en el suelo movíanse las sombras de los bailarines, Alexéi Merésiev, sentado en el cuarto de baño, bien cerrado por dentro, y mordiéndose los labios hasta hacerse sangre, metía los muñones en agua fría. A punto de perder el sentido a causa del dolor, humedecía los amoratados callos y las grandes llagas que se le habían formado con el impetuoso movimiento de las prótesis.

Y cuando una hora más tarde el comandante Struchkov entró en la habitación, Merésiev, ya lavado y fresco, se peinaba ante el espejo sus ondulados y húmedos cabellos.

Zínochka está ahí esperándote. Por lo menos debes dar un paseo con ella, como despedida. Me da lástima de la chica.

Vamos juntos, Struchkov. Anda, vamos, ¿qué te cuesta? —comenzó a suplicarle Merésiev.

Sentíase violento ante la idea de quedarse a solas con aquella gentil y graciosa muchacha, que con tanto celo le había enseñado a bailar. Después de la carta de Olga se sentía cohibido en su presencia. E instó porfiadamente a Struchkov para que fuera con él, hasta que éste, refunfuñando, cogió por fin su gorra.

Zínochka le esperaba en la terraza. Tenía en las manos un ramo de flores completamente deshojado; a sus pies, el suelo estaba sembrado de corolas y pétalos estrujados y rotos. Al oír los pasos de Alexéi, avanzó hacia él, pero, al ver que no venía solo, se encogió abatida.

¿Vamos a despedirnos del bosque? —propuso Merésiev con tono despreocupado.

Cogidos del brazo echaron a andar en silencio por la vieja avenida de tilos. A sus pies, en la tierra salpicada de manchas por la argentada luz de la luna, danzaban unas sombras negras como el carbón, mientras aquí y acullá, al igual que monedas de oro lanzadas al viento, brillaban las primeras hojas otoñales. Terminó la avenida. Salieron del parque y, por la blanquecina y húmeda hierba, se encaminaron al lago. Una neblina espesa y esponjosa, semejante a una blanca piel de cordero, cubría la hondonada y les llegaba hasta la cintura, despidiendo un fulgor misterioso a la fría luz de la luna. El aire húmedo y cargado de los intensos aromas otoñales era unas veces fresco, incluso frío, y otras templado y sofocante, como si aquel brumoso lago tuviera sus fuentes, sus corrientes cálidas y frías...

- Parece como si fuéramos gigantes y marcháramos por encima de las nubes, ¿verdad? —dijo pensativo Alexéi, sintiendo confuso cuán firmemente se apretaba contra su brazo el pequeño y fuerte de la muchacha.

- Parece como si fuéramos tontos; nos estamos mojando los pies y cogeremos un buen catarro para el camino —rezongó Struchkov, sumido en sus tristes pensamientos.

- En esto os llevo ventaja. No tengo nada que mojarme, y, por lo tanto, no me resfriaré —dijo Alexéi, sonriendo irónicamente.

Zínochka los arrastró hacia el lago, cubierto por la niebla:

— Vamos, vamos, allí se debe estar ahora muy bien.

Faltó poco para que se metieran en el agua; se detuvieron sorprendidos cuando, de pronto, negreó a través de los esponjosos mechones de la niebla a sus mismos pies. Al lado de ellos había un embarcadero y junto a él se contorneaba levemente la oscura silueta de una yola. Zínochka desapareció en la niebla para volver a aparecer con unos remos. Afirmaron los toletes. Alexéi se sentó a remar; Zina y el comandante ocuparon el asiento de popa. La barca avanzó lentamente, deslizándose por las tranquilas aguas, bien sumergiéndose en la neblina, bien saliendo de ella a la negra superficie bruñida, que la luna, pródiga, guarnecía de plata. Cada cual pensaba en sus cosas. La noche era apacible, el agua se desprendía de los remos en gotas brillantes como el mercurio y, al parecer, tan pesadas como él. Los toletes crujían sordamente, por alguna parte graznaba el rascón y, desde muy lejos, apenas perceptible, llegaba por el agua el grito desgarrado y salvaje del búho.

- Parece imposible que cerca de aquí se combata... —dijo en voz baja Zínochka—. ¿Me escribiréis, camaradas? Usted, por ejemplo, Alexéi Petróvich, escriba aunque sólo sean unas letras. Si quiere, yo le daré unas tarjetas con mis señas. Sólo unas letras: estoy vivo, sano, saludos... y ¡al buzón! ¿De acuerdo? ...

- ¡Ah, amigos, con qué placer me voy! ¡Al diablo, ya está bien, ahora manos a la obra, manos a la obra! —exclamó Struchkov.

Y de nuevo callaron todos. Una ola pequeña y acariciante golpeaba el borde de la embarcación. El agua, cantarína y soporífera, murmuraba bajo la quilla y se arremolinaba detrás de la popa en apretados y refulgentes rizos. Se iba rasgando el velo de la niebla y ya se veía avanzar, hacia la barca, desde la misma orilla, un brillante haz de rayos de luna, azulado y luminoso. A lo lejos, blanqueaban las manchitas de los nenúfares y los lirios.

— Vamos a cantar, ¿queréis? —propuso Zínochka, y, sin esperar respuesta, entonó la Riabina.

Cantó sola, con tono melancólico, la primera estrofa, y, en aquel momento, la coreó el comandante Struchkov con una voz profunda y potente de barítono. Alexéi nunca le había oído cantar y ni siquiera sospechaba que tuviera una voz tan magnífica y aterciopelada. Y sobre la superficie de las aguas se extendieron los sones de aquella canción apasionada y soñadora, cantada armónicamente por dos voces melodiosas, varonil una, femenina la otra.

Alexéi se acordó de la grácil riabina del solitario racimo rojo, que se alzaba al pie de la ventana de su habitación, acordóse también de Varia, la muchacha de la aldehuela subterránea, de sus ojos grandes y tristes; luego desapareció todo —el lago, la mágica luz de la luna, la barca y los cantantes—y vio ante sí en la argentada neblina a la muchacha de Kamyshin, pero no a la Olga que aparecía en la fotografía sentada sobre la hierba del florido prado, entre las manzanillas, sino a otra, desconocida, cansada, con las mejillas quemadas por el sol y los labios agrietados; vestida con una resudada guerrera y con una pala en las manos, allá por algún lugar de la estepa, cercano a Stalingrado.

Alexéi abandonó los remos, y la última copla la cantaron los tres al unísono.

6

Por la mañana temprano, una caravana de autobuses militares salió del recinto del sanatorio. Antes de emprender la marcha, el comandante Struchkov, sentado en el estribo de uno de ellos, entonó su canción favorita: la de la Riabina. La canción fue coreada en los restantes autobuses, y los saludos de despedida, las agudezas de Burnazián y el adiós de Zínochka —que gritaba algo a Alexéi por la ventanilla del coche— fueron ahogados por las sencillas y profundas palabras de la vieja canción que, olvidada durante muchos años, volvía en los días de la Gran Guerra Patria a revivir y a adueñarse de los corazones.

Y así, llevándose consigo los armoniosos y sentidos acordes de la melodía, partieron los autobuses. Al terminar la canción, todos callaron. Y nadie despegó los labios hasta que aparecieron las primeras fábricas y barriadas obreras de las afueras de la capital.

El comandante Struchkov, con la guerrera desabrochada, sonreía mirando el paisaje de los arrabales de Moscú. Estaba alegre. Aquel eterno peregrino de la guerra sentíase a gusto cuando estaba en movimiento, cuando se trasladaba de lugar. Dirigíase a una unidad aérea desconocida para él, pero era lo mismo: iba a su casa. Merésiev permanecía silencioso e inquieto. Presentía que le quedaba aún por hacer lo más difícil y quién sabe si lograría vencer los nuevos obstáculos.

En cuanto se apeó del autobús, Merésiev se encaminó directamente a ver a Mirovolski, sin entrar en ningún otro sitio ni preocuparse siquiera de buscar un lugar donde dormir. Y allí le esperaba el primer revés: su protector, el hombre a quien con tanto trabajo había conseguido predisponer a su favor, se había marchado en urgente comisión de servicio y tardaría en volver. Propusieron a Merésiev que hiciera un informe por escrito y lo cursase por conducto regular. Se sentó en el pasillo y, sobre el antepecho de una ventana, escribió el informe. Se lo entregó al oficial de guardia —un hombre pequeño y delgado, de ojos cansados—, que le prometió hacer todo cuanto estuviera en su mano, diciéndole que volviese dentro de dos días. Ruegos, súplicas, amenazas, todo fue en vano. El oficial, golpeándose el pecho con los huesudos puños, le dijo que ése era el trámite obligado y que él no podía infringirlo. Probablemente era verdad que él no podía ayudarle en nada. Merésiev dejó de insistir y se marchó.

Así comenzaron sus andanzas por las oficinas militares. Su situación se complicó porque, con las prisas, lo habían enviado al hospital sin los correspondientes estadillos de suministro y certificado de haberes, y tampoco se había cuidado de renovarlos oportunamente. Ni siquiera tenía documento acreditativo de su situación militar. Y aunque el intendente, amable y servicial, le prometió pedir por teléfono y con toda urgencia sus papeles al regimiento, Merésiev sabía con cuánta lentitud se hacía todo aquello y comprendió que estaba condenado a vivir por algún tiempo sin dinero, sin habitación y sin suministro en el riguroso Moscú de guerra, donde cada kilogramo de pan y cada trozo de azúcar estaban severamente racionados.

Llamó por teléfono a Aniuta al hospital. A juzgar por la voz, la joven estaba preocupada o llena de ocupaciones, pero se alegró mucho y exigió que, durante aquellos días, se instalase en su habitación, tanto más que ella se encontraba acuartelada en el hospital y él a nadie molestaría.

El sanatorio les había facilitado rancho en frío para cinco días y Alexéi, sin pensarlo mucho, se dirigió animosamente hacia la vetusta y ya conocida casita enclavada en el fondo de un patio, a espaldas de los nuevos y enormes edificios. "Tengo comida y techo donde cobijarme; ahora puedo esperar". Ascendió por la conocida escalenta oscura y tortuosa, que seguía oliendo a gato, a petróleo y a ropa mojada, buscó a tientas la puerta y llamó con fuerza.

El rostro afilado de una vieja se asomó por la rendija de la entreabierta puerta, sujeta por dos gruesas cadenas. Durante largo rato estuvo examinando a Alexéi con desconfianza y curiosidad; le preguntó quién era, a quién buscaba y cómo se llamaba. Sólo después de esto, resonaron las cadenas y se abrió la puerta.

— Anna Daníloyna no está, pero me ha advertido por teléfono que vendría usted. Pase; yo le conduciré a la habitación.

La viejecita continuaba escudriñando con sus ojos incoloros y sin brillo la cara, la guerrera y, sobre todo, el macuto del recién llegado.

— ¿Necesita calentar agua? Ahí encima de la estufa tiene usted la cocinilla de Aniuta, yo se la encenderé...

Alexéi entró sin ningún reparo en aquella habitación que ya conocía. Al parecer, la aptitud del soldado a sentirse en todas partes como en su casa, tan desarrollada en el comandante Struchkov, comenzaba a comunicársele. Al percibir el conocido olor a madera vieja, polvo y naftalina que se desprendía de todos aquellos viejos enseres, se emocionó incluso, como si volviera al hogar paterno después de una larga ausencia.

La vieja le pisaba los talones y no hacía más que hablar y hablar de las colas de cierta panadería, donde, si se tenía suerte, podía recibirse por cartilla bollos de leche, en lugar de pan negro; de que el otro día había oído en el tranvía, de boca de un militar de muchos galones, que los alemanes habían cobrado de lo lindo en Stalingrado, que Hitler, según decían, se había vuelto loco del disgusto y le habían metido en un manicomio, y que en Alemania actuaba un doble suyo; que su vecina, Alevtina Arkádievna, había recibido, sin justificación alguna, la cartilla de racionamiento de obrero y le había cogido su excelente bidón esmaltado y no se lo devolvía; que Anna Danílovna, hija de padres muy honorables, en la actualidad evacuados, era una muchacha magnífica, modesta y formal, pues no seguía el ejemplo de algunas, que andaban sabe Dios con quién, y no traía galanes a su vivienda.

— ¿Es usted su prometido? ¿El Héroe de la Unión Soviética, el tanquista?

— No, soy un simple aviador —respondió Merésiev y, al ver qué confusión, disgusto, desconfianza y enojo se reflejaron simultáneamente en el expresivo rostro de la viejecita, a poco no suelta la carcajada.

La vieja apretó los labios, dio un portazo indignada y, ya desde el corredor, sin la solícita afabilidad de antes, rezongó:

— Así, pues, si necesita agua caliente, hiérvala usted mismo en la cocinilla azul.

Aniuta debía estar muy atareada en el puesto de evacuación. En aquel sombrío día de otoño, la habitación tenía un aspecto de completo abandono. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo; en las ventanas y en las mesillas de noche amarilleaban unas flores marchitas, hacía tiempo no regadas. Sobre la mesa estaba la tetera y veíanse unas cortezas de pan, verdosas ya por los bordes. También el piano estaba cubierto por una capa gris y blanda de polvo. Y como si se asfixiase en el aire cargado y denso de la cerrada estancia, un moscardón zumbaba melancólicamente, golpeándose contra el turbio y amarillento cristal.

Merésiev abrió de par en par las ventanas, que daban a un pequeño terraplén pautado por las estrechas franjas de los surcos. Una bocanada de aire fresco se expandió por la habitación y barrió el polvo que había por todas partes, levantando una verdadera nube gris. En aquel instante, se le ocurrió una idea feliz: limpiar aquella abandonada habitación, sorprender y alegrar a Aniuta si venía por la tarde a verle. Pidió a la vieja un cubo, un trapo y una escoba y se dedicó con ardor a esa faena, despreciada de antiguo por los hombres. Durante hora y media estuvo frotando, barriendo, fregoteando y lavando, en­cantado de aquel sencillo trabajo.

Por la tarde salió al puente, donde ya antes, cuando iba para la casa, había visto a unas muchachas vendiendo grandes y brillantes ásteres otoñales. Compró unas flores y las colocó en ánforas sobre la mesa y el piano; sentóse en la cómoda butaca verde, sintiendo por todo el cuerpo un agradable cansancio y aspirando con avidez los olores del frito que la vieja estaba preparando en la cocina con las provisiones que él le había dado.

Pero Aniuta llegó tan cansada que, apenas le hubo saludado, se derrumbó sobre el diván, sin advertir siquiera que todo alrededor brillaba y resplandecía. Sólo después de unos instantes, cuando hubo descansado y bebido un poco de agua, miró sorprendida a su alrededor, y, comprendiéndolo todo, sonrió con aire fatigado y apretó agradecida el brazo de Merésiev:

— Ya se ve que no en vano Grigori le quería a usted tanto, que hasta yo tenía un poquitín de celos. Alexéi, ¿es posible que haya hecho usted mismo todo esto? ¡Qué bueno es usted! Y de Grigori, ¿no sabe usted nada? Está allí. Anteayer recibí una carta breve, dos palabras: está en Stalingrado y —¡qué tonto!— dice que se ha dejado barba. ¡Vaya una ocurrencia en estos tiempos!... Aquello, ¿es muy peligroso? Dígamelo, Alexéi... ¡Cuentan tantos horrores de Stalingrado!

- Aquello es la guerra.

Alexéi suspiró y frunció el ceño. Envidiaba a todos los que estaban allí, en el Volga, donde se desarrollaba la gigantesca batalla de la que tanto se hablaba.

Estuvieron charlando toda la tarde, cenaron magníficamente y con apetito el asado hecho de carne en conserva, y, puesto que el otro cuarto estaba condenado, instaláronse en la habitación como buenos hermanos —Aniuta se acostó en la cama y Alexéi en el diván— y se durmieron inmediatamente, con ese sueño profundo de los jóvenes.

Cuando Alexéi abrió los ojos, se tiró del diván inmediatamente: los haces polvorientos de los rayos solares caían oblicuos en el suelo. Aniuta no estaba. En el respaldo de su diván había clavada una esquelita: "Me voy corriendo al hospital. El té está en la mesa y el pan en el aparador; azúcar no hay. No podré venir antes del sábado. A.".

Durante todos aquellos días, Alexéi apenas salió de la casa. Para matar el tiempo, arregló a la vieja todas las cocinillas de petróleo, los "primus", soldó las cacerolas, arregló los interruptores y enchufes y, además, a petición suya, reparó el molinillo de café de la pérfida Alevtina Arkádievna, que, por cierto, no le había devuelto aún el bidón esmaltado. Con todo ello ganóse las simpatías de la vieja y de su esposo, empleado del Trust de la Cons­trucción, miembro activo de la defensa antiaérea, quien se ausentaba también por días enteros de la casa. Los esposos llegaron a la conclusión de que los tanquistas, naturalmente, eran buenas personas, pero que los aviadores no les iban a la zaga en lo más mínimo; incluso, si se miraba bien —a pesar de su profesión aérea—, eran gente hacendosa, casera y seria.

La víspera de su presentación en la Sección de personal, para recibir respuesta a su instancia, pasó Alexéi la noche en el diván sin pegar ojo. Al amanecer se levantó, se afeitó, se lavó y a la hora en punto en que se abría la oficina pasó el primero al despacho del comandante administrativo que debía decidir su suerte. El comandante le desagradó desde el primer momento. Como si no hubiera visto a Alexéi, se entretuvo durante largo rato sacando y poniendo ante sí carpetas con papeles, llamó a alguien por teléfono, y estuvo explicando a la secretaria, con toda minuciosidad, cómo había que numerar los expedientes personales; luego salió y tardó en volver. Para entonces, Alexéi había tenido tiempo de penetrarse de odio por su rostro alargado, narigudo, de mejillas cuida­dosamente afeitadas, labios encendidos y frente huidiza, que se transformaba insensiblemente en brillante calva. Por fin, el comandante volvió la hoja del calendario, y sólo después de todo esto, levantó la cabeza hacia el visitante.

— ¿Viene a verme a mí, camarada teniente? —preguntó con una voz de bajo, grave y presuntuosa. Merésiev le explicó su asunto. El comandante pidió a la secretaria su expediente y, mientras lo esperaba, permaneció sentado con las piernas extendidas, escarbando gravemente en su boca con un mondadientes, que por urbanidad tapaba con la palma de la mano izquierda. Cuando le trajeron los papeles limpió el mondadientes con el pañuelo, lo envolvió en un papelito, se lo metió en el bolsillo de la guerrera y se puso a leer el "expediente". Al llegar, por lo visto, a lo de los pies amputados, señaló a Alexéi apresuradamente la silla, como diciendo: "Siéntese, ¿por qué está usted de pie?" —y continuó enfrascado en la lectura. Al terminar de leer la última hoja, preguntó:

- Bien, concretamente, ¿qué es lo que desea?

- Quiero ser destinado a un regimiento de cazas.

El comandante se recostó en el respaldo del sillón, miró sorprendido al piloto, que continuaba de pie, y él mismo le acercó una silla. Las anchas cejas se arquearon más arriba aún, por la lisa y grasienta frente.

- ¡Pero si usted no puede volar!

- Puedo y volaré. Envíeme a una escuela de entrenamiento como prueba —Merésiev casi chillaba, y había en su tono un deseo tan inquebrantable, que los militares de las mesas vecinas alzaron la cabeza, procurando enterarse de lo que tan insistentemente demandaba aquel guapo y bronceado mocetón.

- Pero, escuche, ¿cómo se puede volar sin pies? Tiene gracia... Esto no se ha visto en ninguna parte. ¿Y quién se lo permitirá? —el comandante comprendió que tenía que habérselas con un fanático o, quizás, con un loco.

Mirando de soslayo al irritado rostro de Alexéi, sus ojos ardientes, "salvajes", procuraba hablar con la mayor suavidad posible.

— No se ha visto en ninguna parte, pero se verá —afirmó tercamente Merésiev; sacó del cuaderno de notas el recorte de revista, envuelto en papel de seda, v lo colocó en la mesa, delante del comandante.

Los militares de las mesas vecinas habían dejado de trabajar, siguiendo atentos la conversación. Uno de ellos, a pretexto de evacuar algún trámite, se acercó al comandante, y, pidiéndole una cerilla, miró atentamente a Merésiev. El comandante recorrió con la vista el articulillo.

— Esto para nosotros no es un documento. Nosotros tenemos instrucciones. En ellas se determinan exactamente todos los grados de utilidad para la aviación. Yo no podría confiarle el mando de un aparato, aunque le faltaran sólo dos dedos, cuanto más los dos pies. Guarde su revista; eso no es una prueba. Respeto sus deseos, pero...

Sintiendo hervirle la sangre y conteniéndose para no arrojar el tintero contra aquella cabeza monda y relucíente, Merésiev logró emitir sordamente, con esfuerzo:

— ¿Y esto?

Y puso sobre la mesa el último de sus argumentos, el papel con la firma del coronel de Sanidad. El comandante tomó la nota con aire dubitativo. Estaba en regla, con el membrete de la Sección de Sanidad y el correspondiente sello; debajo de éste se encontraba la firma del médico respetado en toda la aviación. El comandante leyó la nota y volvióse más amable. No, no se trataba de un loco. Efectivamente, aquel muchacho extraordinario estaba dispuesto a volar sin pies. Incluso se las había ingeniado para convencer al médico militar, persona seria y competente.

— A pesar de todo, sintiéndolo en el alma, no puedo —suspiró el comandante, apartando el "expediente" de Merésiev—. El coronel de Sanidad puede escribir lo que le parezca, pero nosotros tenemos unas instrucciones claras y concretas que no permiten salirse de ellas... Si yo las infrinjo, ¿quién va a responder de ello? ¿El médico militar?

Merésiev miró con odio a aquel hombre satisfecho, pre­suntuoso, tan suficiente, tranquilo y cortés, al impecable cuello que asomaba por debajo de su atildada guerrera, sus manos velludas, de uñas grandes y feas, cuidadosamente recortadas. "¿Cómo podría hacerle comprender? ¿Acaso lo entendería? ¡Qué sabe él de combates aéreos! A lo mejor no ha escuchado un tiro en su vida". Y haciendo todos los esfuerzos imaginables por contenerse, le preguntó sordamente:

- ¿Entonces, qué debo hacer?

- Si usted insiste, puedo enviarle a una comisión médica de la Sección de formación —el comandante se encogió de hombros—. Pero le advierto que perderá usted el tiempo en vano.

- ¡Al diablo! ¡Envíeme a la comisión! —dijo con voz ronca Merésiev, derrumbándose pesadamente sobre la silla.

Sus andanzas por las instituciones continuaron. Gentes cansadas, sobrecargadas de trabajo, le escuchaban, se extrañaban, compadecíanle asombrados y abrían los brazos en ademán de impotencia. Y en efecto, ¿qué podían hacer? Existían unas instrucciones, absolutamente justas, aprobadas por el mando, existían unas tradiciones consagradas por muchos años; ¿cómo iban a infringirlas, y más aún en un caso como aquél, que no ofrecía la menor duda? Todos compadecían sinceramente al fogoso inválido que soñaba con combatir, ninguno se decidía a decirle resueltamente que "no" y le enviaban de la Sección de personal a la de formación, de mesa en mesa, le expresaban sus simpatías y le reexpedían de una comisión a otra.

A Merésiev ya no le sacaban de quicio ni las negativas, ni el tono aleccionador, ni la compasión humillante, ni la condescendencia, cosas todas ellas contra las que se sublevaba su espíritu orgulloso. Había aprendido a contenerse, había asimilado el tono del solicitante y, a pesar de que a veces recibía dos y tres negativas por día, no quería perder las esperanzas. La paginita de la revista y el dictamen del coronel de Sanidad estaban ya tan des­gastados de tanto sacarlos del bolsillo que se rompieron por los dobleces y hubo necesidad de pegarlos.

Lo penoso de las andanzas se complicó con la circunstancia de no haber llegado todavía respuesta del regimiento; seguía viviendo, como antes, sin los documentos necesarios. Las reservas de víveres facilitadas en el sanatorio se habían agotado ya. Cierto, el matrimonio vecino, con quien había trabado amistad, al ver que había dejado de hacerse la comida, le invitaba porfiadamente a comer. Pero él, que sabía cómo se afanaban aquellos viejos en su minúscula huertecita del terraplén bajo las ventanas, donde había sido contada de antemano cada cebolla y cada zanahoria; que sabía cómo cada mañana, fraternalmente, con una meticulosidad pueril, se repartían la ración de pan, se negaba, afirmando animosamente que, con el fin dé evitarse el trajín casero, comía ahora en el comedor de oficiales.

Llegó el sábado, día en que debía quedar libre Aniuta, con la cual hablaba largo rato todas las tardes por teléfono, informándola del curso infortunado de sus asuntos. Alexéi tomó una decisión. En su macuto guardaba una vieja pitillera de plata de su padre con una troica, corriendo a toda velocidad, bellamente nielada sobre la tapa y con la inscripción: "De tus amigos en el día de tus bodas de plata". Alexéi no fumaba, pero la madre, despidiendo al hijo preferido, metióle en el bolsillo la pitillera del padre, celosamente guardada por la familia, y Alexéi, cada vez que emprendía el vuelo, llevaba siempre consigo —metido en el bolsillo— aquel objeto macizo y pesado, a fin de que le diera "buena suerte".

Buscó en su equipaje la pitillera y se marchó con ella a una tienda de compraventa.

En el mercado próximo, Alexéi compró un trozo de carne, tocino, una hogaza de pan, patatas y cebollas. Tampoco se olvidó de adquirir unos ramitos de perejil. Cargado con todo esto, se presentó en "casa", como decía ahora para sí, masticando por el camino un trocito de tocino.

— He decidido coger otra vez la ración en frío, pues en el comedor guisan mal —mintió a la vieja, depositando sobre la mesa de la cocina sus adquisiciones.

Por la tarde, una opípara cena esperaba a Aniuta: sopa de carne con patatas, en cuyo ámbar flotaban verdes hojitas de perejil, asado de carne con cebolla, y, de añadidura, kisel de arándano: la vieja lo preparó con almidón obtenido de las mondas de patata. La muchacha llegó cansada y pálida. Con visible esfuerzo, se lavó y cambió de ropa. Después de comer apresuradamente el primero y el segundo plato se reclinó en el mágico butacón viejo, que parecía ceñir con sus generosos y felpudos brazos a la persona cansada, susurrándole al oído un sueño reparador. Así se adormeció, sin esperar a que el kisel, preparado con arreglo a todos los cánones cu­linarios, cuajara dentro del jarro, bajo el grifo.

Cuando, después de haber echado un sueñecito, Aniuta abrió los ojos, una penumbra gris se espesaba ya en la pequeña estancia, limpia ahora y atestada de cómodos y viejos enseres. Junto a la mesa de comedor, a la luz difusa de la vieja lámpara cubierta por una tulipa mate, vio a Alexéi. Estaba sentado, sujetándose la cabeza entre las manos, como si quisiera aplastarla entre ambas palmas. Su rostro no se veía, pero en toda aquella postura había tanta desesperación, que a la muchacha subióle a la garganta una oleada de tibia compasión hacia aquel hombre fuerte y tenaz. Se levantó quedamente, se acercó a él, rodeó su gran cabeza con el brazo y comenzó a acariciarla, dejando pasar entre sus dedos los ásperos mechones de sus cabellos. El tomó su mano y la besó en la palma; luego, de pronto, se puso en pie alegre y sonriente:

— ¿Y el kisel? ¡Esa sí que es buena! Yo que tanto me he esforzado para que saliera bien, colocándolo bajo el grifo para darle la temperatura debida, y usted se me duerme en el momento culminante. ¡Qué cocinero puede aguantar esto!

Comieron alegremente sendos platos de aquel kisel "modelo", agrio como el vinagre y, como si se hubieran puesto de acuerdo, estuvieron charlando sin tocar ninguno de los dos temas: ni el de Gvózdiev ni el de los asuntos de Merésiev. Luego se levantaron para preparar los lechos, cada uno en su sitio acostumbrado. Aniuta salió al pasillo y permaneció allí hasta que sonaron en el suelo las prótesis de Alexéi, luego apagó la lámpara, se desnudó y se metió en la cama. La habitación estaba a oscuras, los dos callaban, pero por el susurro de las sábanas y el crujir de los muelles, Aniuta sabía que Merésiev no dormía.

— Alexéi, ¿no duerme usted? —preguntó, por fin, sin poder contenerse.

— No, no duermo.

- ¿Piensa?

- Pienso, ¿y usted?

- También pienso.

Se callaron. En la calle, chirrió un tranvía al dar la vuelta. El azulado fulgor de unos chispazos eléctricos iluminó por un instante la habitación y, por un segundo, viéronse mutuamente las caras. Los dos yacían con los ojos abiertos.

... Aquel día, Alexéi no le dijo a Aniuta ni una sola palabra acerca del resultado de sus gestiones. Ella comprendía que sus asuntos marchaban mal y que, posiblemente, estaba extinguiéndose la esperanza en aquel espíritu indomable. Con su instinto de mujer, adivinaba cuán grande debía ser el pesar de aquel hombre; pero comprendía también que por muy apenado que estuviera en aquel momento, cualquier expresión de condolencia no servirá más que para reavivar su dolor y la compasión le ofendería.

Por su parte, Merésiev, tumbado boca arriba, con las manos cruzadas bajo la nuca, pensaba que en la oscuridad, a tres pasos de él, había una hermosa muchacha, la novia de un amigo, camarada excelente y noble. No tenía más que dar dos o tres pasos por la oscura estancia para llegar hasta ella, pero jamás, por nada del mundo, daría esos tres pasos, como si aquella muchacha, apenas conocida, que le había dado albergue, fuera su propia hermana. Pensaba que el comandante Struchkov, probablemente, se reiría de él, quizás ni siquiera le creería. Mas, ¿quién sabe?, tal vez él, precisamente él, podría comprenderle ahora mejor que cualquier otro... ¡Y qué magnífica era aquella Aniuta, qué cansada estaba la pobre y cómo, al mismo tiempo, se entusiasmaba con su duro trabajo en el hospital de evacuación!...

— Alexéi —llamó quedamente Aniuta.

Desde el diván de Merésiev llegaba el ruido de una respiración acompasada. El aviador dormía. La muchacha se levantó del lecho, acercóse a él, pisando cautelosamente con los pies descalzos y, como si fuera un niño, le arregló la almohada y remetió la manta en torno a su cuerpo.

7

Merésiev fue el primero en ser llamado a la comisión médica. La voluminosa y fofa humanidad del coronel Mirovolski —que había vuelto por fin de la comisión de servicio— ocupaba el puesto de presidente. Reconoció inmediatamente a Merésiev y se levantó de la mesa para salir a su encuentro.

— ¿Qué, no le admiten? Sí, querido, su asunto es difícil. Hay que saltarse la ley. ¿Y cómo te saltas la ley? —dijo bondadosamente, con pena.

Ni siquiera examinaron a Alexéi. El médico militar escribió al margen de su documento con lápiz rojo: "A la Sección de personal. Considero posible enviarle a un regimiento aéreo de entrenamiento para someterle a prueba". Con aquel papel, Alexéi fue directamente a ver al jefe de la Sección de personal, pero no le dejaron ver al general. Merésiev se enfureció, pero el ayudante del general —un capitán joven y esbelto, de negro bigotillo— tenía una cara tan alegre, bonachona y afable, que Merésiev —que nunca había podido tragar a los ayudantes— sentóse junto a su mesita y, sin él mismo esperarlo, se puso a contarle su historia con todo detalle. El relato era constantemente interrumpido por llamadas telefónicas. El capitán tenía que dejarle a cada momento y correr al despacho del jefe. Pero, cuando volvía, sentábase en seguida frente a Merésiev y, fijando en él sus ojos infantiles, Cándidos, en los que había a la vez curiosidad, admiración y cierta desconfianza, le acuciaba:

— Bueno, ¿y qué más, y qué más? —o, de pronto, abría los brazos y preguntaba perplejo—: ¿De verdad? ¿No exageras? ¡Recristo! ¡Eso es extraordinario!

Cuando Merésiev le contó sus andanzas por las oficinas, el capitán que, no obstante su aspecto juvenil, resultó ser un hombre muy experto en asuntos administrativos, exclamó indignado:

- ¡Chupatintas del diablo! ¡Te han estado mareando en balde! ¡Eres un muchacho magnífico! Bueno, sencillamente, no sé cómo decirlo... ¡un muchacho excepcional! ... Pero ellos tienen razón: sin pies no se vuela.

- ¿Cómo que no se vuela?... Mira... —y Merésiev desdobló el recorte de la revista y el dictamen del médico militar.

- ¿Pero cómo vas a volar sin pies? ¡Vaya una ocurrencia! No conoces el refrán: "Sin pies no se baila".

En boca de otro aquello habría sido para Merésiev una seria ofensa y hasta es probable que se hubiese enfurecido y le hubiera insultado. Pero el rostro expresivo del capitán reflejaba tal afectuosidad, que, en lugar de eso, Alexéi se puso en pie de un salto, y, con un ardor infantil, gritó:

— ¿Que no se baila? ¡Ahora vas a ver! —y se puso de súbito a bailar en la antesala.

El capitán le miraba entusiasmado; luego, sin decir palabra, cogió sus papeles y desapareció en el despacho.

Tardó en reaparecer. El piloto, escuchando los apagados ecos de dos voces, que venían a través de la puerta, sentía contraerse todo su cuerpo en una terrible tensión, mientras el corazón latíale con violencia, como si estuviera haciendo un brusco picado en un aparato veloz.

El capitán salió del despacho, sonriendo satisfecho.

— Mira lo que hay —dijo—: naturalmente, de incluirte en una unidad de vuelo, ni hablar; el general no ha querido ni oírlo. Pero mira lo que te ha escrito aquí: "destinar en activo a Servicios Auxiliares de Aeródromos, sin reducción de haberes, suministros y demás emolumentos". ¡¿Te das cuenta?! Sin reducción...

Y al ver pintada en el rostro de Alexéi, en lugar de una expresión de alegría, la más profunda indignación, el capitán se quedó asombrado.

— ¿A Servicios Auxiliares de Aeródromos? ¡Nunca! Pero comprendan de una vez que yo no hago gestiones ni por el estómago, ni por el sueldo. Soy aviador. ¿Comprende? Y lo que quiero es volar, combatir... ¿Por qué no comprenderá esto nadie? ¡Con lo sencillo que es!...

El capitán quedó perplejo. Otro visitante, en lugar de éste, se habría puesto a bailar de nuevo, en cambio aquél... ¡Qué hombre más raro! Pero aquel hombre raro agradaba cada vez más al capitán. Lleno de simpatía hacia él, quería a toda costa ayudarle en su inverosímil empresa. De súbito, se le ocurrió una idea. Guiñó un ojo a Merésiev, le hizo una seña con el dedo de que se acercase y le susurró al oído, mientras miraba al despacho del jefe:

— El general ha hecho todo lo que estaba en su mano, más no entra en sus atribuciones. ¡Te lo juro! ¡A él mismo le hubieran tomado por loco si incluyera a un hombre sin pies en el personal de vuelo! Ve directamente a ver a nuestro jefe, sólo él puede hacerlo.

Media hora después, Merésiev —a quien su nuevo amigo había gestionado el correspondiente permiso— se paseaba nervioso por la alfombra de la antesala del alto jefe. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¡Allí, precisamente allí, debía haber ido desde un principio, sin perder tanto tiempo en vano! O todo o nada... Decían que el jefe había sido un "as". ¡El comprendería! A él no se le ocurriría mandar a un piloto de caza a Servicios Auxiliares de Aeródromos.

En la antesala, ceremoniosamente sentados, había generales y coroneles. Hablaban en voz baja; algunos estaban evidentemente emocionados y fumaban mucho. Tan sólo el teniente paseaba por la alfombra de un lado a otro, con un andar extraño, saltarín. Cuando todos los visitantes hubieron pasado y le tocaba el turno a Merésiev, éste se dirigió bruscamente a la mesa tras la que estaba sentado un joven comandante de rostro redondo y abierto.

- ¿Quiere ver al jefe en persona, camarada teniente?

- Sí. Tengo que hablar con él personalmente de un asunto muy importante.

- ¿A pesar de todo, quizás pudiera exponérmelo a mí? Pero, siéntese, siéntese. ¿Fuma? —y tendió a Merésiev la pitillera.

Alexéi no fumaba, pero, sin saber por qué, tomó un emboquillado, jugueteó con él en la mano, lo puso sobre la mesa y, de pronto, lo mismo que al capitán, contó al comandante de un tirón todas sus peripecias. Desde aquel día su opinión sobre los ayudantes cambió radicalmente. El comandante le escuchaba más que de un modo cortés: con amistad, simpatía y atención. Leyó la nota de la revista y el dictamen facultativo. Animado por aquella simpatía, Merésiev se levantó y, olvidándose de donde se hallaba, iba ya a hacer otra vez una exhibición de cómo bailaba.. . Pero en aquel instante por poco se viene todo abajo. La puerta del despacho se abrió rápidamente, dando paso a un hombre alto, delgado, de pelo negro, a quien Alexéi reconoció en seguida por las fotografías Mientras iba saliendo, abrochábase el capote y decía algo al general que le seguía. Estaba muy preocupado y ni siquiera reparó en la presencia de Merésiev.

— Voy al Kremlin —dijo al comandante, mirando el reloj—. Encargue para las seis un avión nocturno, para Stalingrado. Aterrizaje en Vérjnaia Pogrómnaia —y se marchó tan rápidamente como había aparecido.

El comandante encargó el avión y, acordándose de Merésiev, hizo un ademán de desaliento:

— No ha habido suerte; nos marchamos. Tendrá que esperar. ¿Tiene usted dónde vivir?

En el broncíneo rostro del extraordinario visitante que momentos antes parecía tenaz y enérgico, vio el comandante, de pronto, tal expresión de desencanto y cansancio, que cambió de decisión.

— Bien... Conozco a nuestro jefe; él habría procedido igual.

Escribió unas palabras en un impreso oficial, metió la nota en un sobre y escribió en él: "Al jefe de la Sección de personal" —y dándoselo a Merésiev, le estrechó la mano.

— ¡Le deseo éxito con toda el alma!

En el papelito se decía: "El teniente A. Merésiev ha estado en la audiencia del general en jefe. Hay que tratarle con toda clase de atenciones. Es preciso ayudarle por todos los medios posibles a que se reincorpore a la aviación militar".

Una hora después, el capitán del bigotillo introducía a Merésiev en el despacho de su jefe. El viejo general —corpulento, de cejas abundantes y encrespadas—, leyó el papelito, y fijando en el piloto sus ojos azules y alegres, sonrió:

— Ya has estado también allí... ¡Rápido, rápido has ido! ¿Tú eres el que te has ofendido porque te enviaba a Servicios Auxiliares de Aeródromos? ¡Ja-ja-ja! —dijo, soltando una carcajada retumbante y sonora—. ¡Bravo, muchacho! Reconozco en ti a un volador de pura sangre. No quiere ir a Servicios Auxiliares de Aeródromos, se ofende... ¡Tiene gracia!... Bueno, ¿y qué hago yo contigo, bailarín? ¿Eh? Si te estrellas, me cortarán la cabeza por haberte enviado, me dirán: ¿por qué lo has enviado, viejo tonto? ¡Aunque cualquiera sabe de lo que serás capaz! En esta guerra nuestros muchachos han asombrado tantas veces al mundo... ¡Venga ese papelucho!

Y el general, con lápiz azul y rasgos indescifrables, descuidadamente, sin terminar las palabras, escribió sobre el papel: "Enviar a una escuela de entrenamiento". Merésiev cogió el papel con manos temblorosas. Lo leyó allí mismo, junto a la mesa, después en el descansillo de la escalera, luego abajo, junto al centinela que comprobaba los pases a la entrada, más tarde en el tranvía, finalmente, parado, bajo la lluvia, en la acera. De cuantas personas poblaban el globo terráqueo, sólo él podía comprender lo que significaban y valían aquellas palabras a medio escribir, trazadas con descuido.

Aquel día, para celebrar su éxito, Alexéi Merésiev vendió su reloj —un regalo del jefe de la división—, compró en el mercado vino y toda clase de productos, suplicó a Aniuta por teléfono que se buscase una sustituía por un par de horas en el hospital de evacuación, invitó al anciano matrimonio y organizó un opíparo banquete con motivo de su gran victoria.

8

En la escuela de entrenamiento, situada en las cercanías de Moscú, al lado de un pequeño aeródromo, reinaba una febril actividad en aquellos inquietantes días.

La aviación tuvo mucho que hacer en la batalla de Stalingrado. Sobre la fortaleza del Volga, el cielo, constantemente gris, jamás despejado del humo de los incendios y de las explosiones, era teatro de ininterrumpidos encuentros y combates aéreos que se transformaban en grandes batallas. Ambos bandos sufrían pérdidas muy sensibles. Del Stalingrado combatiente pedían con insistencia pilotos, pilotos y más pilotos... Por eso la escuela de entrenamiento —donde se reentrenaban los aviadores salidos del hospital y hacían prácticas en los nuevos aparatos militares pilotos llegados de la retaguardia, que hasta entonces habían volado en aviones civiles— funcionaba sobrecargada hasta el límite. Los aviones de entre­namiento, parecidos a libélulas, cubrían el pequeño y estrecho aeródromo como las moscas una sucia mesa de cocina. Zumbaban sobre él desde el alba hasta el ocaso y, se mirase cuando se mirase al campo —rayado en todas direcciones por las huellas de las ruedas—, siempre había alguien que despegaba o tomaba tierra.

El jefe del Estado Mayor de la escuela —hombre rechoncho, de rostro encarnado y ojos enrojecidos por el insomnio— miró irritado a Merésiev, como diciendo: "¿Qué diablo te habrá traído a ti también? ¡Por si tenía pocas preocupaciones!" —y le arrebató de las manos el paquete con la hoja de destino y los papeles.

"Se agarrará a lo de los pies y me echará" —pensó Merésiev, temeroso, mirando la áspera pelambrera que se enmarañaba en el ancho rostro del teniente coronel, hacía tiempo sin afeitar. Pero en aquel momento le llamaron por dos teléfonos a la vez. Apretó contra la oreja derecha uno de los auriculares, sujetándolo con el alzado hombro, y mientras gritaba algo —irritado— en el micró­fono del otro, recorrió de una ojeada los documentos de Merésiev. Debió leer solamente la resolución del general, porque al instante, sin colgar el teléfono, escribió debajo de ella: "Tercer destacamento de entrenamiento. Al teniente Njuímov: inclúyalo". Luego, colgó los dos auriculares y preguntó con voz cansada:

- ¿Y el estadillo de ropa y efectos? ¿Y el de provisiones? ¿No lo tiene? Ninguno lo tiene. La misma canción de siempre. El hospital, el jaleo; no estaba para ello. ¿Y yo, qué? ¿De dónde voy a sacar comida para darles? Informe por escrito, sin los estadillos no daré la orden de inclusión.

- ¡A sus órdenes! ¡Informaré por escrito! —repitió con satisfacción Merésiev, cuadrándose y haciendo el saludo—. ¿Puedo retirarme?

- Retírese —dijo el teniente coronel con indolente ademán. Y, de súbito, gritó furioso—: ¡Alto! ¿Qué es eso? —preguntó, señalando con el dedo el pesado bastón cubierto de dorados monogramas, regalo de Vasili Vasílievich. Merésiev, en su emoción, lo había olvidado al salir del despacho—. ¿Qué elegancias son ésas? ¡Tire ese bastón! ¡Como si esto en lugar de una unidad militar fuera un campamento de gitanos! Ni que estuviéramos paseando: bastones, juncos, fustas... Pronto se colgarán amuletos del pescuezo y llevarán gatos negros en la cabina. ¡Que no vuelva yo a ver esas porquerías por aquí!

- A sus órdenes, camarada teniente coronel.

Aunque tenía por delante muchas dificultades e inco­modidades, una de ellas escribir el informe, explicando al indignado teniente coronel las circunstancias de la pérdida de los estadillos; aunque, con motivo de la confusión creada por el torrente de hombres que pasaban sin cesar por la escuela, la comida era flojilla y los pilotos, acabado el yantar del mediodía, comenzaban inmediatamente a soñar con la cena; aunque en el edificio de la escuela secundaria —transformada provisionalmente en vivienda común y abarrotada hasta los topes— se habían roto los tubos de la calefacción y hacía un frío de mil diablos y toda la primera noche la pasó Alexéi tiritando bajo la manta y su chaquetón de cuero, sentíase allí, entre el ajetreo y las incomodidades, como se sentiría probablemente un pez al que una ola arrastrase de nuevo al mar después de haber estado asfixiándose en la arena. Todo lo de allí le agradaba: hasta las propias incomodidades de aquella vida de campamento le recordaban que estaba próximo a la realización de su anhelo.

El ambiente familiar, la gente también entrañable, vestida con viejos chaquetones de cuero despellejados y descoloridos por la guerra y botas altas de piel de perro, hombres alegres, atezados, de voz ronca; la atmósfera familiar, impregnada del olor dulzón y penetrante de la gasolina de aviación, saturada del rugido de motores que se calentaban y del rítmico y adormecedor runrún de aviones en vuelo; los tiznados mecánicos, con sus monos llenos de grasa, cayéndose de cansancio; los instructores malhumorados, de tez bronceada; las muchachas sonrosadas de la garita meteorológica; el humo azulado, estratificado en la casita del puesto de mando; el ronquido de los zumbadores eléctricos y los violentos timbrazos de los teléfonos; la escasez de cucharas en el comedor, por llevárselas "como recuerdo" los que se iban al frente; las "Hojas murales de campaña" escritas con lápices de colores, con las obligadas caricaturas de los jóvenes que sueñan en el aire con las muchachas; el barro pardusco y blando del campo de vuelo, rayado en todas direcciones por las ruedas y patines de cola; la alegre conversación, salpicada de "ajos" y términos de aviación: todo aquello le era conocido, era lo suyo.

Merésiev sintióse inmediatamente pletórico de energías. Volvieron a él la alegría de vivir y esa cierta despreocupación alegre, peculiar en los pilotos de caza, que parecía haber perdido para siempre. Volvió a recobrar su aspecto marcial; lleno de satisfacción respondía con agilidad y bizarría a los saludos de los inferiores; marcaba el paso con precisión, cuando se cruzaba con sus superiores, y, habiendo recibido un uniforme nuevo, lo dio inmediatamente, para que se lo ajustase, a un viejo sargento del Batallón de Servicios, sastre de profesión, encargado de extender los vales para los víveres. Por la noche, el sargento se ganaba un suplemento "ajustando al cuerpo" los uniformes de los tenientes exigentes y galanes en el vestir.

Merésiev buscó inmediatamente en el campo de vuelo al instructor del tercer destacamento, teniente Naúmov, a cuyas órdenes había sido destinado. Naúmov —bajo de estatura, muy vivaracho, cabezudo y de largos brazos— corría junto al panel de aterrizaje, mirando al cielo en el que volaba en "zona" un pequeño avión de entrenamiento, y recriminaba con palabras gruesas al que lo pilotaba:

— Vuela igual que un saco... Un saco de... oro... ¡Y todavía dice que ha sido piloto de caza! ¿A quién querrá engañar?

En respuesta al saludo de Merésiev, que se presentó a su futuro instructor tal como lo prescribían las ordenanzas, limitóse a hacer un movimiento con la mano, señalando al aire:

— ¿Ha visto usted? Un caza, el terror del cielo... "planchando" el aire.

A Alexéi le agradó el instructor. Le eran simpáticos hombres como aquél, un poco alocados en su vida en colectivo, perdidamente enamorados de su trabajo, con los cuales toda persona capaz y cumplidora podía encontrar fácilmente un lenguaje común. Merésiev hizo algunas observaciones de entendido a propósito del que volaba. El pequeño teniente le examinó de pies a cabeza con más atención y preguntó:

- ¿Viene a mi destacamento? ¿Cómo se llama? ¿En qué ha volado? ¿Ha combatido? ¿Cuánto tiempo hace que no vuela? Alexéi no estaba seguro de que el teniente hubiera escuchado sus respuestas, pues de nuevo alzó la cabeza y, poniendo la mano de pantalla contra el sol, amenazó con el puño:

- ¡Chapucero!... ¡Mire qué vuelta da! Igual que un hipopótamo en un salón.

Ordenó a Alexéi que se presentase al comienzo del día de vuelo y le prometió "probarle" en seguida.

— Y ahora, retírese a descansar. Es conveniente después del viaje. ¿Ha comido? Porque aquí, con el jaleo, pueden olvidarse de darle de comer... ¡Muñeco de Satanás! En cuanto aterrices, ya te diré lo que es bueno, ¡"piloto de caza"!

— Merésiev no se fue a descansar, tanto más que en el aeródromo —por donde el viento arrastraba un polvo arenoso, seco y punzante— se estaba incluso más caliente que en la clase "9-A", donde tenía su camastro. En el Batallón de Servicios Auxiliares del aeródromo encontró a un zapatero, al que dio toda su ración de tabaco de una semana para que le hiciera, de un correaje de oficial, dospequeñas correíllas con hebillas, de forma especial, con las que podría sujetar fuertemente las prótesis a los pedales de los mandos. Por la urgencia y lo desusado del encargo, el zapatero pidió para unas copitas y, a cambio de ello, prometióle hacer las correíllas a conciencia. Merésiev volvió al aeródromo y hasta que oscureció, en tanto no llevaron el último avión a la línea y le ataron con una cuerda a unos tochos atornillados en el suelo, estuvo observando los vuelos, como si aquello, en vez del vulgar "paseo" por zonas, fuera una competición entre "superases". En realidad, no miraba a los aviones, vivía simplemente la atmósfera del aeródromo, absorbía su activo trajín, el constante rugir de los motores, el sordo estampido de la pistola de señales, el olor a gasolina y aceite. Todo su ser rebosaba alegría. Y ni siquiera se le ocurrió pensar que al día siguiente, el avión podría muy bien negarse a obedecerle, y suceder una catástrofe.

Por la mañana temprano se presentó en el campo de vuelo cuando aún estaba desierto. En las líneas rugían los motores calentándose. Los hornillos respiraban fuego, los mecánicos daban vueltas a las hélices y se apartaban de ellas como de una serpiente. Oíanse los conocidos gritos mañaneros:

- ¡En marcha!

- ¡Contacto!

- ¡Hay contacto!

Alguien riñó a Alexéi por andar entre los aviones tan temprano, sin causa justificada. El lo echó a broma y no hacía más que repetir para sus adentros la alegre palabra que se había quedado grabada, no sabía por qué, en su mente: "Contacto, contacto, contacto". Finalmente, los aviones, dando saltos, balanceando pesadamente las alas, comenzaron a deslizarse hacia la pista de despegue, sujetos de los planos por los mecánicos. Naúmov estaba ya allí, fumando una colilla tan pequeña que parecía extraer el humo de sus amarillentos dedos puestos en forma de pinzas.

— ¿Ya estás aquí? —preguntó sin contestar al saludo reglamentario hecho por Alexéi—. Bueno, has llegado el primero y volarás el primero. Siéntate en la cabina trasera del nueve, yo voy ahora mismo. ¡Veremos qué maña te das!

Y mientras Alexéi se encaminaba de prisa hacia el avión, Naúmov empezó a dar rápidas chupadas a la diminuta colilla.

Merésiev quería sujetar los pies antes de que llegase el instructor. Parecía buena persona, pero ¿quién sabe si de pronto le daba por ponerse testarudo, se negaba a hacer la prueba y armaba un escándalo? Merésiev se encaramó por la escurridiza ala, agarrándose convulsivamente al borde de la cabina. A causa de la emoción y de la falta de costumbre, resbalaba y no podía meter la pierna en ella, y el mecánico —hombre ya entrado en años, de cara alargada y aspecto melancólico— le miró sorprendido, pensando para su coleto: "Ese perro está borracho".

Por fin, a duras penas, logró Alexéi meter en la cabina una de sus piernas inflexibles y luego tiró de la otra, derrumbándose pesadamente sobre el asiento. Sin perder segundo, sujetó, con las abrazaderas de cuero, las prótesis. Las correas estaban bien hechas y las ajustaban rígidamente, con solidez, a los pedales. Merésiev sentía éstos al igual que percibía en su infancia los bien apretados patines bajo los pies.

Por la cabina asomó la cabeza del instructor

— Eh, tú, amigo, ¿no estás bebido por casualidad? A ver, echa el aliento.

Alexéi obedeció. No percibiendo el conocido tufillo, el instructor amenazó con el puño al mecánico.

- ¡En marcha!

- ¡Contacto!

- ¡Hay contacto!

El motor resopló, estridente, varias veces, luego se oyó con nitidez la pulsación de sus pistones. Merésiev lanzó incluso un grito de alegría y tendió maquinalmente la mano hacia la palanquita de los gases, pero en aquel instante oyó por el tubo acústico un irritado taco de Naúmov:

— ¡No tengas tanta prisa!

El propio instructor dio gases, el motor comenzó a rugir, y el avión rodó, tomando velocidad. Gobernando maquinalmente, Naúmov tiró de la palanca hacia sí; el pequeño aparato, semejante a una libélula, se elevó con rapidez.

En el espejo, colocado oblicuamente, veía el instructor el rostro del nuevo alumno. ¡Cuántos rostros de pilotos, que hacían su primer vuelo después de una larga tregua, no habría visto en su vida! Había observado la condescendiente sonrisa de los "ases" y el brillar de los encendidos ojos de los pilotos entusiastas, que se sentían en su elemento después de una larga permanencia en diferentes hospitales. Había visto palidecer, al encontrarse en el aire, ponerse nerviosos y morderse los labios a los aviadores que habían sufrido algún traumatismo durante un grave accidente aéreo. Había observado la atrevida curiosidad de los novatos al despegar por primera vez, pero jamás había tenido ocasión de ver, en sus muchos años de práctica de instructor, una expresión tan extraña como la del rostro —reflejado en el espejo—, de aquel mozo guapo y moreno, no bisoño, a todas luces, en el arte de volar.

A través de la bronceada piel del novato brotaba un arrebol febril. Tenía los labios exangües, pero no de miedo, no, sino de una cierta emoción noble, incomprensible para Naúmov. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué le sucedía? ¿Por qué le había tomado el mecánico por borracho? Cuando el avión despegó y quedó suspendido en el aire, el instructor vio cómo los ojos del alumno —negros, obstinados, unos ojos de gitano, sobre las cuales no se había bajado las gafas protectoras— se arrasaban en lágrimas y cómo éstas, resbalando por sus mejillas, fueron barridas por una ráfaga de viento que le golpeó en el rostro al hacer un viraje.

"¡Qué hombre más extraño! Habrá que tener cuidado con él. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?" —decidió Naúmov para sus adentros. Pero en aquel rostro lleno de emoción que asomaba en el cuadrangular espejo, había algo que también conmovió al instructor. Lleno de sorpresa, sintió que una bola le atenazaba la garganta y que los aparatos empezaban a borrarse ante sus ojos.

— Le paso los mandos —dijo, pero, en vez de pasárselos, se limitó a aflojar la presión de las manos y del pie, dispuesto en cada instante a arrebatar la dirección a aquel hombre incomprensible. A través de los aparatos de doble mando, Naúmov sintió el pulso firme y experto del nuevo, "un piloto por la gracia de Dios", como gustaba decir el jefe del Estado Mayor de la escuela, viejo lobo del aire, que volaba desde la guerra civil.

Después de la primera vuelta, Naúmov dejó de preocuparse por el alumno. El aparato volaba con seguridad, de acuerdo con todas las reglas. Quizás lo único extraño era que durante el vuelo horizontal el alumno hacía constantemente pequeños virajes a la derecha y a la izquierda, o bien caballitos o embalaba el avión hacia abajo, como si tentase sus propias fuerzas. Naúmov decidió para sus adentros que el novato podía pilotar al día siguiente en "zona" solo y, después de dos o tres vuelos, pasar al avión de entrenamiento "UT-2", pequeña copia, en madera contrachapada, de un caza.

Hacía frío; el termómetro colocado en el montante del ala marcaba 12 grados bajo cero. Un fuerte viento soplaba en la cabina, atravesaba la piel de perro de las botas y helaba las piernas del instructor. Era hora de regresar.

Pero cada vez que Naúmov ordenaba por el tubo acústico: "¡A aterrizar!", veía en el espejo la muda súplica de aquellos ardientes ojos negros —que más que súplica era un mandato— y le faltaba valor para repetir la orden. En lugar de diez minutos estuvieron volando cerca de media hora.

Al descender de la cabina, Naúmov se puso a saltar junto al avión, dándose palmadas con las manos enguantadas y moviendo los pies sin cesar. Y en verdad, el frío prematuro era aquella mañana bastante intenso. El alumno se entretuvo un rato en la cabina, luego salió de ella despacito, como de mala gana, y al descender a tierra se sentó en el ala con cara de hombre feliz —como si en realidad estuviera ebrio—, encendido el rostro por el frío y la excitación.

- ¿Qué, te has helado? ¡A mí se me colaba el frío a través de las botas! Y tú, con zapatos... ¿No se te han helado los pies?

- No tengo pies —respondió el alumno, sonriendo ensimismado.

- ¿Qué? —el rostro expresivo de Naúmov se dilató de asombro.

- No tengo pies —repitió Merésiev inteligiblemente.

- ¿Cómo que "no tienes pies"? ¿Qué quieres decir? ¿Los tienes malos, o qué?

— No, simplemente... que no los tengo... Llevo prótesis.

Naúmov, por un instante, se quedó clavado en el sitio, como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza. Lo que le decía aquel mozo extraño era absolutamente inverosímil. ¿Cómo era posible que no tuviera pies? Acababa de volar y no mal...

— ¡A ver! —dijo el instructor con cierto terror.

Aquella curiosidad no indignó ni ofendió a Alexéi.

Al contrario, sintió deseos de asombrar definitivamente a aquel hombre gracioso y alegre y, haciendo un movimiento de prestidigitador, se levantó a la vez las dos perneras del pantalón.

El alumno estaba en pie sobre unas prótesis de cuero y aluminio, mirando alegremente al instructor, al mecánico y a los que esperaban turno para volar.

Naúmov comprendió al instante la emoción de aquel hombre, la extraordinaria expresión de su semblante, las lágrimas en sus ojos negros y la avidez con que quería prolongar la sensación del vuelo. La hazaña de Merésiev le dejó maravillado. Naúmov se lanzó hacia él y, sacudiéndole impetuosamente ambas manos, exclamó:

— Querido, pero si... Pero, tú... ¡Ni tú mismo sabes qué clase de hombre eres!.. .

Ahora lo principal ya estaba hecho. El corazón del instructor había sido conquistado. Por la tarde se entrevistaron y acordaron el plan de entrenamiento; ambos coincidieron en que la situación de Alexéi era difícil, que la más leve falta podía traer como consecuencia que le prohibieran para siempre pilotar un aparato y aunque ahora, precisamente ahora más que nunca, Alexéi hubiera querido pasar con rapidez al caza, volar allí adonde se dirigían en aquellos días los mejores combatientes del país —hacia la famosa ciudad del Volga—, accedió a entrenarse con paciencia, de un modo consecuente y en todos los aspectos. Alexéi comprendía que en su situación sólo podía ir sobre seguro.

9

Merésiev llevaba ya más de cinco meses en la escuela de entrenamiento. Como el aeródromo estaba cubierto de nieve, a los aviones les habían puesto patines. Al salir a la "zona", Alexéi veía ahora debajo de sí, en lugar de los vivos colores otoñales, tan sólo dos tonos: el blanco y el negro. La nueva de la derrota de los alemanes en Stalingrado, del aniquilamiento del Sexto Ejército alemán y de la captura de Paulus, había recorrido ya el mundo. En el Sur se desarrollaba una incontenible ofensiva sin precedentes. Los tanquistas del general Rótmistrov habían roto el frente y, después de realizar una audaz incursión, batían la retaguardia profunda del enemigo. Y el "vegetar" un día y otro, volando en los pequeños aviones de entrenamiento, mientras en el campo de combate se producían tales acontecimientos y en el cielo, sobre los frentes, tenían lugar tales batallas, era más penoso para Alexéi, que recorrer un día tras otro, incontable número de veces, el pasillo del hospital o bailar mazurcas y foxtrots con los muñones inflamados, sintiendo atroces dolores.

Estando aún en el hospital, se había jurado volver a la aviación Se había planteado este objetivo y tendía obstinadamente hacia él a través del dolor, de la pena, del cansancio y de la desilusión. Una vez, llegó a su nombre un grueso sobre. Klavdia Mijáilovna le reexpedía unas cartas y le preguntaba cómo vivía, cuáles eran sus progresos y si lograba o no realizar sus sueños.

"¿Lo he logrado o no?" —se interrogó a sí mismo y, sin contestarse a la pregunta, comenzó a abrir las cartas. Eran varias —de su madre, de Olga, de Gvózdiev— y entre ellas había una que le sorprendió sobremanera: la dirección era de puño y letra del "sargento meteorológico", pero debajo rezaba: "Del capitán K. Kukushkin". Fue la primera que leyó.

Kukushkin le informaba de que había sido derribado otra vez, que se vio obligado a saltar del avión en llamas, cosa que realizó con éxito, tomando tierra entre los suyos, pero dislocándose un brazo. Con tal motivo, se hallaba hospitalizado en el puesto sanitario del aeródromo, "muriéndose de aburrimiento" entre los "beneméritos y heroicos servidores del clister", como él decía, pero que la cosa no tenía importancia y pronto volvería a filas. La carta estaba escrita al dictado por Vera Gavrí- lova, conocida del destinatario, y a quien aun ahora, siguiendo el ejemplo de Alexéi, todo el regimiento continuaba llamando "el sargento meteorológico". En la carta se decía también que la susodicha Vera era una cama- rada excelente y que le ayudaba a él, a Kukushkin, a sobrellevar su infortunio. Entre paréntesis, la propia Vera indicaba que Kostia, naturalmente, exageraba. Alexéi se enteró por aquella carta de que en el regimiento se acordaban todavía de él: habían colgado su retrato en el comedor —entre los retratos de los héroes educados por el regimiento—, y los de la Guardia no perdían las esperanzas de verle de nuevo entre ellos. ¡Los de la Guardia! Merésiev, sonriendo, movió la cabeza. Muy ocupadas debían estar las mentes de Kukushkin y de su improvisada secretaria para olvidarse de comunicarle una nueva tan importante como la de que el regimiento había recibido la bandera de la Guardia.

Luego, Alexéi abrió la carta de la madre. Era la inquieta misiva de siempre, llena de preocupaciones y cuidados por él. ¿No estaba mal de salud? ¿No pasaba frío? ¿Comía bien y estaba bien abrigado para el invierno? ¿No le haría falta, por ejemplo, que le tejiese unos guantes de punto? Había tejido ya cinco pares, que entregó como regalo para los combatientes del Ejército Rojo. En los pulgares había metido unas esquelitas expresando su deseo de que los llevasen por mucho tiempo. ¡Qué bien estaría que un par de aquellos guantes fueran a parar a él! Eran magníficos, de abrigo, hechos de lana de Angora, cardada de sus conejos con gran trabajo. Sí, se había olvidado de decirle que tenía ahora dos conejos —macho y hembra— y siete gazapos. Únicamente al final de toda aquella charla cariñosa y senil escribía lo más importante: los alemanes habían sido expulsados de Stalingrado, teniendo un número increíble de muertos y hasta se decía que habían cogido prisionero al principal de todos. Después que los hubieron arrojado de allí, llegó Olga a Kamyshin, por cinco días, durante los cuales vivió con ella, pues la casa de Olga había sido destruida por una bomba. En la actualidad estaba en un batallón de zapadores, con el grado de teniente, y ya había sido herida una vez en el hombro, pero ahora estaba bien del todo y, además, había sido condecorada con una Orden; naturalmente, a la anciana no se le ocurrió decirle cuál. Agregaba que, durante el tiempo que había vivido con ella.

Olga no hacía más que dormir y cuando no dormía hablaba de él. Una vez, echaron las cartas y salió que el rey de bastos tenía en su corazón a la "sota" de oros. La madre le decía que ella, por su parte, no le deseaba mejor novia que aquella misma "sota".

Alexéi sonrió ante la conmovedora diplomacia de la viejecilla y abrió, con precaución, el sobre grisáceo de la "sota". La carta era breve. Le contaba que, después del trabajo en las "trincheras", los mejores combatientes de su batallón obrero habían sido incluidos en una unidad regular de zapadores. En la actualidad ella era teniente. Fue su unidad la que levantó, bajo el fuego enemigo, las fortificaciones inmediatas al Túmulo de Mamay —lugar que se había hecho ahora tan famoso— y, más tarde, el anillo de fortificaciones en torno a la fábrica de tractores, y que por ello la unidad había sido condecorada con la Orden de la Bandera Roja. Olga escribía que allí habían pasado lo suyo, que todo —desde las conservas hasta las palas— había que traerlo del otro lado del Volga, que estaba batido por las ametralladoras. En toda la ciudad —decía— no queda hoy ni una casa intacta, y la tierra, llena de embudos, semeja la fotografía de un paisaje lunar.

Decíale además que, después de haber estado en el hospital, la habían llevado en auto, en unión de otras muchachas, por todo Stalingrado. Había visto verdaderas montañas de fascistas muertos, apilados para su inhumación. ¡Y había tantos por los caminos! "Me gustaría que tu amigo, el tanquista —no recuerdo su nombre, aquél al que le mataron toda la familia— hubiera venido a parar aquí y lo hubiese visto con sus propios ojos. Palabra de honor, esto debían sacarlo en el cine y mostrárselo a hombres como él, para que vieran cómo los hemos vengado". Al final de la carta escribía —Alexéi leyó esta frase, incomprensible para él, varias veces— que ahora, después de la batalla de Stalingrado, se sentía digna de él, héroe entre héroes. Todo esto estaba escrito a vuela pluma, en una estación donde se había detenido su tren. No sabía adonde los llevaban y cuál sería su nueva dirección. Hasta su próxima carta, Alexéi estaba imposibilitado de responder a la muchacha que no era él, sino ella —aquella pequeña y feble muchacha que trabajaba modesta y tenazmente en el mismo infierno de la guerra— un verdadero héroe entre héroes. Examinó una vez más la carta y el sobre por todos lados. En el reverso, aparecía escrito con claridad: "Remite Olga X. Teniente de la Guardia".

Muchas veces, en los momentos de descanso en el aeródromo, Alexéi sacaba aquella carta y la releía, y por mucho tiempo sintió su calor, lo mismo en el campo de vuelo, azotado por el cortante cierzo, como en la clase "9-A", aquella fría habitación, con los rincones cubiertos de escarcha, donde seguía habitando.

Por fin, el instructor Naúmov le señaló la prueba. Tenía que volar en un "UT-2" y el vuelo lo inspeccionaría no el instructor, sino el jefe del Estado Mayor en persona, es decir, aquel mismo teniente coronel gordinflón, de cara roja, que tan ásperamente le había recibido a su llegada a la escuela.

Sabiendo que se le observaba atentamente desde tierra y que en aquellos momentos se decidía su suerte, Alexéi se superó aquel día. Lanzaba el pequeño y ligero avión a acrobacias tan arriesgadas, que el experto teniente coronel dejó escapar, contra su voluntad, unas exclamaciones de admiración. Cuando Merésiev, después de descender del aparato, se presentó ante los jefes, comprendió por el rostro de Naúmov —excitado, jubiloso, radiante de satisfacción— que el gato estaba ya en la talega.

— ¡Magnífico estilo! Sí... Eso es lo que se llama un piloto por la gracia de Dios —murmuró el teniente coronel—. Oiga, caballerete, ¿no le gustaría quedarse de instructor con nosotros? Necesitamos pilotos como usted.

Merésiev se negó a rajatabla.

— ¡Bueno, pues eres un tonto! ¡Combatir! ¡Vaya una cosa difícil! En cambio aquí enseñarías a la gente.

De pronto, el teniente coronel vio el bastón en el que se apoyaba Merésiev y hasta se puso cárdeno:

- ¿Otra vez? ¡Dámelo! ¿Es que te dispones a ir a un "picnic" con el bastón? ¿Dónde te crees que estás? ¿En un bulevar? ¡Arrestado en el cuerpo de guardia por incumplimiento de una orden! ¡Dos días! ... ¡Amuletos, mascotas! ... ¡Como los brujos! ¡No faltaba más que el as de oros en el fuselaje! ¡Dos días! ¿Has oído? Y arrebatando de manos de Merésiev el bastón, el teniente coronel miró a su alrededor, buscando algo en qué romperlo.

- Camarada teniente coronel, permítame informarle: no tiene pies —intercedió el instructor Naúmov por su amigo.

El jefe del Estado Mayor amoratóse aún más. Abriendo desmesuradamente los ojos y respirando con dificultad, barbotó:

— ¿Cómo es eso? También tú quieres embaucarme. ¿Es verdad eso?

Merésiev asintió con la cabeza, mientras miraba con inquietud su adorado bastón, al que amenazaba un peligro indudable. Ahora no se separaba nunca del regalo de Vasili Vasílievich.

El teniente coronel miró desconfiado a ambos amigos:

— Bueno, si es así, sabes... ¡A ver, enseña las piernas!. ¡Pues si... es... verdad!

Alexéi Merésiev salió de la escuela de entrenamiento con una referencia sobresaliente. El irascible teniente coronel, aquel viejo "lobo del aire", supo apreciar mejor que nadie la grandeza de la hazaña del piloto. No escatimó palabras de encomio y en una referencia dada por él recomendaba a Merésiev para prestar servicio "en cualquier tipo de avión, como piloto experto, avezado y enérgico".

10

El resto del invierno y comienzos de la primavera se los pasó Merésiev en la escuela de perfeccionamiento. Era ésta una vieja academia de pilotos militares, con un magnífico aeródromo, espléndida residencia comunal, suntuoso club, en cuyo escenario actuaban a veces las compañías teatrales de Moscú, que salían en jira artística. La escuela estaba también abarrotada, pero en ella se observaba escrupulosamente el régimen de antes de la guerra. Había incluso que preocuparse del detalle más ínfimo del uniforme, pues por llevar las botas sucias, por la falta de un botón en el chaquetón de cuero o porque el portaplanos, con las prisas, se hubiese puesto por encima del cinto, había que estar marcando el paso durante dos horas, por orden del comandante de la escuela.

Un gran grupo de pilotos, entre los que figuraba Alexéi Merésiev, aprendían el manejo del entonces nuevo avión de caza soviético "La-5". La preparación era muy rigurosa, se estudiaba el motor, el avión y los aparatos de a bordo. Escuchando las lecciones, Alexéi se admiraba de los enormes progresos realizados por la aviación soviética en el plazo, relativamente corto, que él llevaba fuera del ejército. Lo que al principio de la guerra parecía una audaz innovación, había envejecido ahora irremisiblemente. Los ágiles "Lástochkis" y los ligeros "MiG", adaptados para los combates de altura, que al comienzo de la guerra parecían obras maestras, iban siendo retirados. En sustitución de ellos, las fábricas soviéticas construían los espléndidos últimos modelos del "Yak" —surgidos ya durante la guerra y asimilados en un plazo fabulosamente corto—, los "La-5", los "II" biplazas, verdaderos tanques volantes, que se deslizaban a ras de tierra y sembraban las bombas, balas y proyectiles en la cabeza misma del enemigo, lo que les había valido ya en el ejército alemán el terrorífico sobrenombre de la "muerte negra". El nuevo material de guerra, concebido por el genio del pueblo combatiente, había complicado de modo inconmensurable el combate aéreo y requería del piloto, además del conocimiento profundo de su aparato, aparte de una inflexibilidad audaz, una gran pericia para orientarse rápidamente sobre el campo de batalla, dividir el combate aéreo en sus distintos elementos y actuar por su cuenta y riesgo, tomando decisiones y llevándolas a efecto sin esperar, en muchos de los casos, a recibir órdenes.

Todo ello era interesante en extremo. Pero en el frente tenían lugar encarnizados y continuos combates ofensivos y Alexéi Merésiev, sentado en la clase —clara y alta de techo—, tras el cómodo pupitre negro de estudiante, escuchando las lecciones, sentía de un modo continuo y torturante la nostalgia por el frente, por la vida de campaña. Había aprendido a dominar el dolor físico. Sabía imponerse la realización de lo inverosímil. Pero le faltaba fuerza de voluntad para ahogar aquella angustia inconsciente, producto de la inactividad forzosa, y, a veces, durante semanas enteras vagaba por la escuela silencioso, absorto, taciturno.

Por suerte para Alexéi, en aquella misma escuela se perfeccionaba también el comandante Struchkov. Habíanse encontrado como dos viejos amigos. Struchkov llegó a la escuela dos semanas más tarde, pero inmediatamente se amoldó a su régimen peculiar y práctico de vida, se adaptó a aquellas exigencias, extraordinarias para una época de guerra, y se convirtió en el hombre de confianza de todos. Comprendió inmediatamente el estado de ánimo de Merésiev y por la noche, cuando después de haberse lavado se separaban para retirarse a sus respectivas habitaciones, le dio una palmada en la espalda:

— No te aflijas, mozo, habrá bastante guerra para nosotros. Mira cuánto nos queda hasta Berlín: un buen trecho. Tenemos guerra para rato. Hasta hartarnos.

En los dos o tres meses que habían estado separados, el comandante había declinado a ojos vistas, estaba más delgado y viejo.

A mediados de invierno, los pilotos del curso en el que estudiaban Merésiev y Struchkov comenzaron las prácticas de vuelo. Antes de esto, Alexéi conocía ya a fondo el avión "La-5", pequeño y alicorto, parecido por su diseño a un pez volador. En los recreos iba con frecuencia al aeródromo a ver cómo despegaban dichos aparatos después de una breve carrera, cómo se remontaban bruscamente al cielo, cómo evolucionaban en el aire, refulgente al sol el azulado vientre. Se acercaba a un avión, lo examinaba, acariciaba el ala, y dábale palma- ditas en los costados, como si en vez de una máquina fuera un hermoso y bien cuidado corcel de "pura sangre".

Todo el grupo de Merésiev salió a la pista de despegue. Cada cual aspiraba a probar cuanto antes sus fuerzas y se inició entre ellos una discreta competencia. El instructor llamó primero a Struchkov. Los ojos del comandante se iluminaron alegremente, sonrió con cierta picardía y, mientras se ajustaba las correas del paracaídas y cerraba la cabina, silbaba excitado una cancioncilla.

Luego, el motor rugió amenazador, el avión arrancó de su sitio, rodó por el aeródromo, dejando una estela de polvo de nieve, irisada por el sol, y ascendió al cielo, fulgurantes las alas a los rayos solares. Struchkov describió sobre el aeródromo un arco cerrado, engarzó unos bellos virajes, hizo un medio tonel, realizó en forma magistral, con verdadera habilidad, toda la serie de ejercicios reglamentarios y se perdió de vista. De pronto, surgió por detrás del tejado de la escuela, y entre el rugir del motor, a toda velocidad, pasó raudo sobre el aeródromo, casi llevándose por delante las gorras de los alumnos que esperaban en la pista de despegue. Desapareció de nuevo, volvió a aparecer y descendió —esta vez con toda seriedad— para posarse de forma perfecta sobre los tres puntos. Struchkov saltó de la cabina emocionado, jubiloso, loco de alegría, como un chiquillo al que le hubiera salido bien una travesura.

— Esto no es un aparato, es un violín, ¡lo juro!, un violín —alborotaba, interrumpiendo al instructor que le reprendía por sus audacias en el aire—. En él se puede interpretar a Chaikovski... ¡Os lo juro! ¡Esto es vivir, Alexéi! —y dio un fuerte abrazo a Merésiev.

El aparato era efectivamente magnífico. Todos coincidían en ello. Pero cuando le llegó el turno a Merésiev y ajustó con las correas sus prótesis a los pedales y se elevó en el aire, sintió inmediatamente que aquel caballo era para él, aviador sin pies, demasiado fogoso y requería extraordinarias precauciones. Al despegar, no percibió esa compenetración espléndida y total con el aparato que hace experimentar al piloto la alegría de volar. El aparato era realmente magnífico. Sensible al menor contacto, hasta el temblor de las manos sobre los mandos daba lugar al correspondiente movimiento en el aire. Por su sensibilidad semejábase, en efecto, a un buen violín. Y en aquel momento se dio cuenta Alexéi de todo lo irreparable de su pérdida, de la rigidez de sus pies artificiales, y comprendió que para gobernar aquel aparato, una prótesis —incluso la mejor y con el mayor entrenamiento— no podía sustituir a un pie vivo, sensible, elástico.

El avión surcaba el aire fácilmente, con flexibilidad maravillosa, respondiendo sumiso a cada movimiento de las palancas de mando. Pero Alexéi le tenía miedo. Veía que en los virajes cerrados los pies se rezagaban, no conseguían la concordancia armónica que se educa en cada piloto como una especie de reflejo. Y aquel retraso podía hacer entrar en barrena al sensible aparato y serle fatal. Alexéi sentíase como un caballo trabado. No era cobarde, no; no temblaba por su vida e incluso había salido a volar sin haber comprobado siquiera el paracaídas, pero temía que el más mínimo descuido le eliminase para siempre de la aviación de caza, cerrándole el camino hacia su amada profesión. Redobló sus precauciones y, completamente descompuesto, aterrizó. A causa de la rigidez de sus pies, el aparato rebotó torpemente sobre la nieve.

Alexéi descendió de la cabina silencioso y sombrío. Los camaradas, e incluso el propio instructor, se apresuraron a elogiarle a porfía y a felicitarle con fingimiento. Aquella condescendencia sólo sirvió para agraviarle. Hizo un gesto de disgusto y, en silencio, a través del nevado campo, arrastrando las piernas y renqueando penosamente, se encaminó hacia el edificio gris de la escuela. Después de la catástrofe de aquella mañana de marzo, en que su derribado avión fue a estrellarse contra las copas de los pinos, este fracaso de ahora, cuando por fin había logrado volver a sentarse en un caza, era la mayor tragedia de su vida. Alexéi dejó pasar la hora del almuerzo y no acudió a la cena. Contraviniendo el reglamento de la escuela, que prohibía terminantemente permanecer durante el día en los dormitorios, se echó con los zapatos puestos en la cama y permaneció tumbado con las manos entrelazadas bajo la nuca, y nadie, ni el oficial de guardia, ni los jefes que pasaban junto a él y que conocían su pena, se decidieron a hacerle observación alguna. Entró Struchkov, intentó entablar conversación, pero no logró que le respondiera y se marchó, moviendo con pena la cabeza.

Poco después de Struchkov, casi pisándole los talones, entró en el dormitorio donde estaba echado Merésiev el teniente coronel Kapustin, subjefe de la escuela, a cuyo cargo corría la dirección del trabajo político. Era un hombre bajo y desgarbado, con gruesas gafas y un uniforme que le caía como un saco. Los alumnos gustaban de escuchar sus conferencias sobre cuestiones internacionales; aquel hombre de aspecto desgarbado sabía llenar el corazón de sus oyentes del orgullo de participar en la gran contienda. Pero, como jefe, no le tenían muy en cuenta, suponiéndole un hombre civil que había caído eventualmente en la aviación y no entendía ni palabra en cuestiones de vuelo. Sin reparar en Merésiev, Kapustin inspeccionó la habitación, aspiró el aire y de pronto se encolerizó:

- ¿Quién diablos ha fumado aquí? Para eso hay un salón de fumar. ¿Camarada teniente, qué significa esto?

- Yo no fumo —respondió con indiferencia Merésiev, sin cambiar de postura.

— ¿Y por qué está usted echado en la cama? ¿No conoce las ordenanzas? ¿Por qué no se ha levantado al entrar un superior?... Levántese.

Aquello no era una orden. Al contrario, fue dicho a lo civil, pacíficamente, pero Merésiev obedeció con apatía y se cuadró junto a la cama.

- Bien, camarada teniente —estimuló Kapustin—. Ahora siéntese y charlemos.

- ¿De qué?

- Acerca de lo que podemos hacer con usted. ¿Le parece que salgamos fuera? Tengo ganas de fumar y aquí no se puede.

Salieron al corredor semioscuro, débilmente alumbrado por los azules destellos de las veladas bombillas, y se arrimaron a una ventana. En la boca de Kapustin crepitó una pipa. Cuando se encendía, al dar una chupada, su cara ancha y pensativa surgía por un instante de la semioscuridad.

- Hoy me dispongo a dar una censura al instructor de su grupo.

- ¿Por qué?

- Por haberle permitido a usted salir a la "zona" sin autorización del mando de la escuela... Sí, ¿por qué me mira usted así? Y, en realidad, a mí mismo tendría que imponerme un correctivo por no haber hablado con usted hasta ahora. Me disponía a hacerlo, mas nunca tiene uno tiempo... Pero no se trata de esto. Pues bien, Merésiev, volar, para usted, no es una cosa simple. Por eso estoy por dar un rapapolvo al instructor.

Alexéi callaba. ¿Qué clase de hombre era aquel que tenía a su lado, dando chupadas a una pipa? ¿Un burócrata que consideraba burlada su autoridad por no habérsele informado a su debido tiempo de que en la vida de la escuela había ocurrido un acontecimiento desusado? ¿Un pedante que había encontrado en los reglamentos de vuelo un artículo prohibiendo volar a personas con algún defecto físico? ¿O simplemente un botarate que aprovechaba la primera ocasión para demostrar su poder? ¿Qué era lo que quería? ¿Para qué había venido, cuando ya, sin necesidad de él, tenía tal tristeza en el alma que parecía no haber más solución que meter la cabeza en el nudo corredizo?

Merésiev se rebelaba interiormente y costábale gran trabajo contenerse. Pero los meses de infortunio habíanle enseñado a guardarse de hacer deducciones prematuras y, además, en el desgarbado Kapustin había algo imperceptible que le recordaba al Comisario Vorobiov, a quien Alexéi, en sus adentros, llamaba "un hombre de verdad". Se avivaba y se amortiguaba la brasa de la pipa, y el rostro ancho, de gruesa nariz, ojos inteligentes y penetrantes, se destacaba de la penumbra azul, para volver a diluirse en ella.

— Mire, Merésiev, yo no quiero halagarle, pero, por más vueltas que le dé, es usted la única persona sin pies en el mundo que pilota un avión de caza. ¡La única! —miró a la mortecina luz de la bombilla el agujerito de la embocadura de la pipa y movió con aire preocupado la cabeza—. No me refiero ahora a su deseo de volver a la aviación de combate. Esto, naturalmente, es una hazaña, pero ello, en sí, no tiene nada de extraordinario. En una época como la actual cada uno hace todo lo que puede por la victoria... Pero, ¿qué le pasará a esta maldita pipa?

Se puso otra vez a hurgar en la embocadura y parecía hallarse completamente absorto en la faena; mientras tanto, Alexéi, alarmado por confusos presentimientos, esperaba impaciente lo que iría a decirle. Sin interrumpir el trajín con la pipa. Kapustin continuó hablando, indiferente en absoluto al efecto que producían sus palabras:

— No se trata de usted, teniente Alexéi Merésiev. Se trata de que, sin pies, ha logrado usted una pericia que, hasta ahora, en todo el mundo se consideraba accesible únicamente para una persona muy sana y apenas en la proporción de un uno por cien. Usted no es simplemente el ciudadano Merésiev, usted es un gran experimentador. ¡Ajajá, por fin tira! ¿Con qué se habrá atas­cado?. Así, pues, nosotros no podemos, no tenemos derecho, ¿comprende?, a tratarle como a un piloto cualquiera. Usted ha emprendido un experimento muy importante y estamos obligados a ayudarle en todo lo que podamos. ¿Pero, en qué? Dígalo usted mismo: ¿En qué se le puede ayudar?

Kapustin llenó de nuevo su pipa, dio unas chupadas, y otra vez su rescoldo rojo, avivándose y amortiguándose, hacía surgir de la penumbra y volvía a sumir en ella aquel rostro ancho, de gruesa nariz.

Kapustin prometió ponerse de acuerdo con el jefe de la escuela para aumentar a Merésiev el número de vuelos y propuso a Alexéi que hiciese él mismo un programa de entrenamientos.

- ¡Pero se gastará demasiada gasolina en ello! —se lamentó Alexéi, sorprendido por la sencillez y el espíritu práctico con que aquel hombre pequeño y desgalichado resolvió sus dudas.

- La gasolina es un producto importante, en particular ahora. Con cuentagotas la medimos. Pero hay cosas más caras que la gasolina —y Kapustin se puso a golpear concienzudamente en el tacón su curvada pipa, para sacar de ella la caliente ceniza.

Desde el día siguiente, Merésiev comenzó a entrenarse aparte. No sólo trabajaba con la tenacidad de antes, cuando estaba aprendiendo a andar, a correr o a bailar, sino que se había apoderado de él una verdadera inspiración. Procuraba analizar la técnica del vuelo, estudiar todos sus detalles, descomponerla en sus menores movimientos y aprender a fondo cada uno de ellos por separado. Ahora estudiaba, justamente estudiaba, lo que en la juventud había logrado de modo espontáneo; llegaba con la mente a lo que antes había adquirido con la experiencia, con el hábito. Subdividiendo mentalmente el proceso del gobierno del avión en los diversos movimientos que lo componían, elaboró un tacto especial para cada uno de ellos, desplazando todas las sensaciones de trabajo de los pies a la pantorrilla.

Era un trabajo muy difícil y paciente. Al principio, los resultados eran tan insignificantes que casi no se notaban. Pero, a pesar de todo, Alexéi sentía que el avión se iba uniendo cada vez más a él, tornándose cada vez más obediente.

— ¿Qué tal va eso, maestro? —preguntábale Kapustin al encontrarse con él.

— ¡Magnífico!

Merésiev no exageraba. Hacía progresos, aunque no muy sensibles, pero seguros y firmes; lo más importante era que Alexéi, gracias a todos aquellos entrenamientos, había dejado de sentirse el jinete torpe y débil que montaba un corcel fogoso y veloz. De nuevo recuperó la fe en su pericia. Y esto parecía comunicarse al avión, el cual, como un ser vivo, como un caballo que sintiese sobre sus lomos a un buen jinete, se hacía más y más sumiso. El aparato iba mostrando gradualmente a Alexéi todas sus cualidades de vuelo.

11

Allá en la infancia, Alexéi había aprendido a patinar en el primer hielo, liso, transparente y frágil, que cubría un meandro del Volga. Propiamente hablando, no tenía patines. No estaban al alcance del bolsillo de la madre, y un herrero —a quien ella lavaba la ropa— hízole a petición suya unas pequeñas hormas de madera con un fleje metálico y agujeros por los lados.

Con ayuda de unos cordeles y palitos, Alexéi sujetó las hormas a las remendadas y viejas botas de fieltro y, una vez calzados los rudimentarios patines, salió al meandro, a la fina capa de hielo que cedía bajo los pies, crujiendo sonora y melodiosamente, y por donde, a lo largo y a lo ancho, patinaba, dando gritos y armando gran alboroto, la chiquillería de los arrabales de Kamyshin. Los chicuelos corrían como demonios, perseguíanse unos a otros, saltaban sobre los patines y bailaban. A primera vista, aquello parecía una cosa simple y sencilla. Pero en cuanto Alexéi bajó a patinar, el hielo se escurrió de súbito bajo sus pies y él cayó de espaldas, haciéndose mucho daño. El muchacho se incorporó con rapidez, temiendo que los camaradas se apercibiesen de que se había contusionado. Previniéndose para no caer hacia atrás, movió los pies y se echó hacia adelante; pero, inmediatamente, volvió a caer, esta vez de bruces. Se levantó de nuevo y permaneció de pie sobre sus temblorosas piernas, reflexionando sobre lo que le había ocurrido, y observando cómo se movían los demás. Se dio cuenta de que no podía inclinarse demasiado hacia adelante ni hacia atrás. Esforzándose por mantenerse erguido, hizo algunos movimientos de lado y se dio una costalada. Así, cayendo y levantándose, estuvo hasta el anochecer, hora en que regresó a casa desde la pista de hielo, todo lleno de nieve, para desesperación de la madre, y doblándosele las piernas de cansancio.

A la mañana siguiente, volvió a la pista de hielo. Hacía ya movimientos bastante seguros con las piernas, cayó menos veces, y pudo, tomando carrerilla, deslizarse unos metros, pero, pese a todos los esfuerzos que realizó sobre el hielo desde la mañana al anochecer, no pasó de eso.

Una vez —Alexéi se acordaría siempre de aquel día gélido, de nevasca, en que el viento arrastraba por el pulido hielo franjas de nieve seca—, hizo cierto movimiento feliz y, de pronto, cuando menos lo esperaba, salió patinando, y patinando bien, a cada vuelta más seguro. Todo lo que imperceptiblemente había ido acumulando al caerse, al golpearse, al repetir una y otra vez sus tentativas, todos aquellos pequeños hábitos adquiridos, combináronse súbitamente en un hábito único y las piernas comenzaron a moverse con seguridad, sintiendo cómo todo su cuerpo, todo su ser de chicuelo revoltoso y obstinado se llenaba de júbilo, se inundaba de una agradable confianza.

Lo mismo le sucedió ahora. Volaba mucho y tenazmente, aspirando a fundirse de nuevo con el aparato, a sentirlo a través del metal y del cuero de las prótesis. De vez en cuando, le parecía haberlo conseguido. Se alegraba, lanzaba el avión a alguna figura complicada pero, inmediatamente, se daba cuenta de que sus movimientos no eran exactos, que el aparato parecía enca­britarse, desmandarse; y sintiendo la angustia de la esperanza frustrada, reanudaba su aburrido entrenamiento.

Pero he aquí que, una vez, en un marceño día de deshielo, en que el aeródromo había ennegrecido de súbito —de la noche a la mañana— y la porosa nieve se había ablandado de tal modo que los aviones dejaban en ella profundos surcos, Alexéi, pilotando su caza, se elevó a la "zona". Durante el despegue, el viento daba de frente y de costado, haciendo derivar al avión, por lo que había que corregir su rumbo a cada momento. Aquel día, encauzando el aparato a la debida ruta, percibió Merésiev que la máquina le obedecía, que la sentía con todo su ser. Esta sensación surgió como un relámpago. Alexéi, de primeras, no creyó en ella. Había sufrido demasiadas decepciones para creer inmediatamente en su felicidad. Hizo un brusco y profundo viraje a la derecha. El avión fue obediente y preciso. Alexéi sintió lo mismo que había experimentado de muchacho en el pequeño golfo del Volga, sobre el hielo oscuro y crujiente. El día sombrío se iluminó de pronto. El corazón le palpitaba jubilosamente, mientras el conocido escalofrío de la emoción corríale por la nuca.

Pasado un límite invisible, habíanse sumado todos sus tenaces entrenamientos. Y rebasado aquel límite, recogía ahora, con facilidad, sin tensión, los frutos de muchos y muchos días de penoso esfuerzo. Había logrado lo más importante, lo que tanto le había costado conseguir: fundirse con su aparato, sentirle como una prolongación de su propio cuerpo. Y ni siquiera las prótesis, insensibles y torpes, impedían ahora esa fusión. Percibiendo en todo su ser una oleada de creciente alegría, Alexéi engarzó unos cuantos profundos virajes, hizo el looping y apenas hubo salido de él lanzó el aparato en barrena. La tierra, silbante, giraba vertiginosamente, y el aeródromo, el edificio de la escuela y la torrecilla de la estación meteorológica con su hinchada manga a rayas, fundiéronse en círculos continuos. Sacó con seguridad el aparato de la barrena e hizo otro looping. Sólo entonces el "La-5", famoso por aquellos días, descubrió ante el piloto todas sus cualidades manifiestas y ocultas. ¡Qué aparato no sería aquél en unas manos expertas! Respondiendo con precisión a cada movimiento, describía con facilidad las figuras más complejas, ascendía por los aires, derecho como una vela, firme, ágil, rápido.

Merésiev descendió del avión, tambaleándose como un ebrio, con la cara dilatada por una sonrisa extática, sin ver ante sí al indignado instructor, sin escuchar sus ternos. ¡Que le riñera! ¿Al cuerpo de guardia? Muy bien, estaba dispuesto a cumplir el arresto en el cuerpo de guardia. ¿No le daba ahora lo mismo? Estaba claro: era piloto, un buen piloto; no se había gastado en balde en su entrenamiento más de la norma de la preciada gasolina. ¡El justificaría este gasto con creces, con tal de ir cuanto antes al frente, a combatir!

En la casa, le esperaba otra alegría. Sobre la almohada había una carta de Gvózdiev. ¿Dónde, cuánto tiempo y en qué bolsillos habría errado la misiva en busca del destinatario? Era difícil determinarlo ya que el sobre estaba completamente arrugado, sucio y empapado de aceite. Había llegado metido en un sobre nuevo, escrito por Aniuta.

El tanquista escribía a Alexéi contándole que le había sucedido una historia desagradable. Había sido herido en la cabeza. ¿Con qué? Pues con el ala de un avión alemán. Encontrábase en la actualidad en un hospital del Cuerpo de ejército, del que saldría de un momento a otro. El inverosímil suceso había ocurrido de la siguiente manera: después de que el Sexto Ejército alemán había sido aislado y cercado en Stalingrado, el Cuerpo de Ejército en el que actuaba Gvózdiev rompió el frente del enemigo en retirada y, colándose por la brecha abierta con todos sus tanques, se lanzó por la estepa contra los servicios de retaguardia alemanes. En dicha incursión, Gvózdiev mandaba un batallón de tanques. Fue una incursión alegre. La armada de acero irrumpía en el dispositivo de los servicios de retaguardia del enemigo, en las aldeas fortificadas, en los empalmes ferroviarios, cayendo sobre ellos tan inesperadamente como un chubasco de verano. Los tanques atravesaban veloces las calles, ametrallando y destruyendo todo lo que encontraban a su paso. Cuando los restos de las guarniciones se daban a la fuga, los tanques y la infantería montada en ellos, incendiaban los depósitos de municiones, volaban los puentes, hacían saltar por los aires las agujas y las placas giratorias de las estaciones, embotellando los trenes del adversario en retirada. Se abastecían de las reservas de combustible que habían capturado al enemigo, se aprovisionaban de víveres y continuaban avanzando, antes de que los alemanes lograran reponerse y traer fuerzas para contrarrestar o, por lo menos, determinar la dirección del futuro avance de los tanques.

"Campamos en la estepa, Alexéi, por nuestros respetos. ¡Menudo miedo nos tenían los alemanes! No me creerás, a veces tres "T-34" nuestros y un auto blindado, capturado al enemigo, se apoderaban de aldeas enteras con depósitos centrales. En la guerra, hermano Alexéi, el pánico es una cosa seria. Un buen pánico en las filas enemigas es mejor que un par de divisiones completas para los atacantes. Sólo que es preciso mantenerlo con habilidad, como el fuego de la hoguera, asestando cada vez nuevos e inesperados golpes y no dejando que se extinga. Parecía como si en el frente hubiéramos perforado la coraza alemana, no encontrando dentro de ella más que vacío. Pasábamos como la caña atraviesa la masa del pan. ..

...Y me ocurrió la historia que te voy a referir. Nos llamó el jefe. Un avión de exploración le había arrojado un mensaje, informando de que en tal y tal sitio había una enorme base aérea. Unos trescientos aeroplanos, combustible y material abundante. El jefe, pellizcándose su pelirrojo bigote, me ordenó: "Gvózdiev, por la noche, sin ruido, sin disparar un tiro, con todo decoro, como si fueras de los suyos, acércate al aeródromo y, luego, ataca con toda la gente a sangre y fuego; antes de que se den cuenta, ponlo todo patas arriba, de forma que no se escape ni una rata". La misión se me encomendó a mí y a otro batallón puesto a mis órdenes. El grueso de las fuerzas siguió la ruta anterior, hacia Rostov.

Y bien, caímos sobre aquel aeródromo como zorra en gallinero. Alexéi, amigo, no me creerás, llegamos por carretera hasta los propios startes de los alemanes. Los alemanes no nos prestaron atención, nos creyeron de los suyos: era por la mañana, había niebla y no se distinguía nada, tan sólo se oía el ruido de motores y traqueteo de orugas. Después, ¡nos lanzamos como fieras y les golpeamos de lo lindo! Bueno, Alexéi, ¡fue una juerga! Los aviones estaban en filas, y nosotros, disparando con balas perforadoras, atravesábamos hasta cinco o seis con un solo proyectil. Luego vimos que no dábamos abasto a todo: las tripulaciones más audaces comenzaron a poner en marcha los motores. Entonces cerramos las escotillas y nos lanzamos al abordaje, a romper con la coraza sus colas. Eran unos aviones enormes, de transporte; no alcanzábamos al motor. Por eso nos lanzamos contra la cola. Sin cola, lo mismo que sin motor, no se puede volar. Entonces fue cuando me tocó a mí. Me asomé por la escotilla para examinar la situación y en aquel momento el carro golpeaba a un avión. Un trozo de ala me acertó en la cabeza. Gracias a que el casco de cuero amortiguó el golpe, si no allí habría terminado Gvózdiev sus días. Pero la cosa no tiene importancia, pronto me darán de alta y volveré con mis tanquistas. Lo malo es que en el hospital me han afeitado —sin piedad alguna— la barba, que llevaba cuidando con tanto esmero. Bueno, ¡que se la lleven los diablos! Aunque vamos de prisa, creo, sin embargo, que hasta el final de la guerra, tiempo habrá de que me crezca otra que cubra mi fealdad. Aunque, ¿sabes?, Alexéi, Aniuta, no sé por qué, la ha tomado con mi barba y en las cartas no hace más que meterse con ella".

La carta era larga. Gvózdiev la había escrito, sin duda, para sacudirse el aburrimiento del hospital. Entre otras cosas, al final, le informaba de que en Stalingrado, en el sector del famoso Túmulo de Mamay —cuando sus tanquistas luchaban a pie, pues habían perdido los carros combatiendo y esperaban nuevo material—, había encontrado a Stepán Ivánovich. El viejo había hecho unos cursillos y ahora era suboficial al mando de una sección de fusiles antitanque. Sin embargo, no había abandonado sus costumbres de "sniper". Sólo que, ahora, según decía, se dedicaba a la caza mayor: ya no era el fascista-papanatas que salía de la trinchera a calentarse al solecito, sino el tanque alemán, una máquina ingeniosa y fuerte. Pero, como antes, en la caza de estas fieras el experto viejo aplicaba sus artimañas de cazador siberiano, su paciencia pétrea, su resistencia y precisión de tiro. Para celebrar el encuentro bebiéronse él y Gvózdiev una cantimplora de infecto vino, cogido al enemigo, que había sacado el previsor Stepán Ivánovich. Estuvieron recordando a todos los amigos y el viejo enviaba a Merésiev sus más respetuosos saludos e invitaba a los dos, si quedaban con vida, a ir después de la guerra a su koljós, a pasar el tiempo cazando ardillas o cercetas.

La carta produjo a Merésiev contento y melancolía. Todos sus amigos de la sala cuarenta y dos luchaban desde hacía tiempo. ¿Dónde estarían en aquel instante Grigori Gvózdiev y el viejo Stepán Ivánovich? ¿Qué les habría ocurrido? ¿Por qué parajes les habrían llevado los vientos de la guerra? ¿Estarían vivos? ¿Por dónde andaría Olga?

Y volvió a acordarse de las palabras del Comisario Vorobiov, acerca de que las cartas de guerra eran como los rayos de las estrellas extinguidas, que tardan y tardan en llegar a nosotros, dándose el caso de que una estrella se haya apagado hace mucho, mientras sus rayos alegres y brillantes continúan atravesando todavía, durante mucho tiempo, los espacios, llevando a los hombres el brillo acariciador de un astro que ya no existe.

 
     
 

HR_Vadder / HR_Tokarev

 
     

 

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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