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BORIS POLEVOY: UN HOMBRE DE VERDAD

 

     
   

 

 

 

 

CUARTA PARTE

 
     
 

1

En un caluroso día de verano de 1943, un viejo camión, traqueteando con su desguazada caja de madera, corría hacia el frente, dando tumbos y saltando sobre los baches, a lo largo de un camino abierto por los convoyes del Ejército Rojo, a la ofensiva, a través de un campo abandonado y cubierto de espesa maleza rojiza. En sus desportillados y polvorientos laterales podíanse distinguir, con dificultad, unas franjas blancas y el letrero "Correo de campaña". Una enorme nube gris se levantaba de debajo de sus ruedas, dejando una estela de polvo que se dispersaba lentamente en el aire sofocante y sosegado.

En la caja, llena de sacas de correspondencia, sentados sobre unos paquetes de periódicos de fecha reciente, iban dos militares con guerrera de verano y gorra con arete azul celeste, saltando y brincando al tiempo que toda la carga. El más joven de ellos, muchacho fino, esbelto y rubio, era, a juzgar por sus nuevas y tiesas hombreras, sargento de aviación. Tenía un rostro tan femeninamente delicado, que la sangre parecía traslucirse a tra­vés de su blanca piel. Aparentaba unos diecinueve años. Aunque trataba por todos los medios de aparecer como un veterano: escupía por el colmillo, juraba con voz bronca, liaba pitillos del grosor de un dedo, haciéndose el indiferente ante todo—, era claro que iba al frente por primera vez y que estaba muy emocionado.

Todo lo que le rodeaba —un cañón destrozado, hincado en tierra al lado mismo del camino, un tanque soviético cubierto de maleza hasta la propia torreta, los restos de un tanque alemán, esparcidos, seguramente, a causa de un impacto directo de bomba de aviación, los embudos de los proyectiles, cubiertos ya de hierba, las pilas de minas antitanque, sacadas por los zapadores y colocados por ellos a un lado de la nueva pista, las cruces de abedul de un cementerio de soldados alemanes que se divisaban a lo lejos entre la hierba, huellas de combates allí habidos y que el ojo del combatiente curtido ni siquiera advierte— sorprendían y admiraban al joven, a quien todo parecía muy interesante, de gran significación e importancia.

Por el contrario, en el teniente, su compañero de viaje, podía adivinarse sin ningún género de dudas al combatiente experto. A primera vista se le podía echar no más de veintitrés o veinticuatro años. Pero, fijándose en su rostro tostado y curtido, con finas patas de gallo y arrugas en la frente y en la comisura de los labios, en sus ojos negros, pensativos y cansados, podía muy bien agregársele diez años más. Su mirada resbalaba con indiferencia por el paisaje. No le sorprendían ni los restos oxidados, rotos y retorcidos del material de guerra que se veían aquí y acullá, ni las muertas calles de la aldea incendiada por la que pasaba traqueteando el camión, ni siquiera los trozos de un avión soviético, pequeño montón de chafado aluminio gris, con el troncho del motor a un lado y un trozo de cola con la estrella roja y un número, espectáculo que hizo al joven enrojecer y estremecerse.

Habiéndose hecho con los paquetes de periódicos un cómodo asiento, el oficial dormitaba, apoyando la barbilla en el puño de un extraño y pesado bastón de ébano, adornado con monogramas de oro; de vez en cuando, como despabilándose, miraba con cara de hombre feliz a su alrededor, aspirando con avidez, a pleno pulmón, el cálido aire de la estepa. Pero cuando a un lado de la carretera, sobre el mar de rojiza e insolente maleza, descubrió a lo lejos dos pequeñas rayitas, apenas perceptibles, que miradas con atención resultaron ser dos aviones que volaban despacio, como si se persiguieran el uno al otro, se animó de pronto, fulguraron sus ojos, dilatáronse, palpitantes, las aletas de su fina y aguileña nariz, y, sin apartar la vista de las dos rayitas apenas visibles, golpeó con la palma de la mano en el techo de la cabina:

— ¡Aviones! ¡Apártate de la carretera!

Se puso en pie y, examinando con ojo experto el paraje, indicó al chófer con la mano la vaguada arcillosa de un riachuelo, grisácea por las grapas de los tusílagos y cuajada de los botones de oro de las anagálidas.

El joven sonrió despectivo. Los aviones evolucionaban inofensivos a lo lejos; parecía no interesarles el solitario camión que iba dejando una larguísima estela de polvo en el triste y desierto campo. Pero antes de que tuviera tiempo de protestar, el chófer ya se había apartado de la carretera y el camión, traqueteante la caja, corrió veloz hacia la vaguada.

El teniente saltó en seguida del camión, sentóse en la hierba y se quedó mirando atentamente a la carretera.

— Bueno, ¿a qué viene esto?... —comenzó a decir el joven, mirándole burlonamente.

En aquel momento, el teniente se tiró sobre la hierba, gritando con furia:

— ¡Túmbate!

E inmediatamente se oyó un intenso rugido de motores y dos grandes sombras, estremeciendo el aire y haciendo un ruido espantoso, pasaron veloces por encima de sus cabezas. Tampoco esto pareció al joven muy terrible: "unos aviones corrientes y molientes, nuestros con toda seguridad". Miró a su alrededor y vio de pronto que un camión, volcado al borde de la carretera y desmantelado hacía tiempo, comenzó a echar humo, preso de las llamas.

- Nos obsequian con bombas incendiarias —comentó sonriendo el chófer, mirando al tablero del camión agujereado por un proyectil y ya envuelto por las llamas—. Han salido a la caza de automóviles.

- Cazadores — corroboró tranquilo el teniente, tum­bándose cómodo sobre la hierba—. Hay que esperar, volverán en seguida. Van rastrillando los caminos. Amigo, lleva el camión más lejos, aunque sea bajo aquel abedul.

Dijo esto con tanta indiferencia y seguridad como si los pilotos alemanes acabaran de comunicarle sus propósitos. En el camión iba una muchacha: el cartero militar. Pálida, con una ligera sonrisa de azoramiento en los labios llenos de polvo, miraba con prevención al despejado cielo, por el que corrían veloces y apelotonándose las claras y tornasoladas nubes de verano. Precisamente por eso, el sargento, aunque muy confuso, dijo con displicencia:

— Lo mejor sería continuar la marcha, ¿a qué perder tiempo? Quien está destinado a la horca, no se ahogará.

El teniente, mordisqueando tranquilo unas hierbas, miró al joven con sus negros y graves ojos —en los que brillaba, apenas perceptible, una ironía cariñosa— y dijo:

— Mira, amigo, ese refrán es una tontería y olvídalo antes de que sea tarde. Además, camarada sargento, en el frente hay que obedecer a los superiores. Si ordenan "túmbate", hay que hacerlo.

Encontró entre la hierba un jugoso tallito de acedera, le arrancó con las uñas la piel fibrosa y empezó a comerlo con apetitoso crujido. De nuevo se oyó el ronquido de los motores y, muy bajos, balanceándose, volvieron a pasar sobre el camino los dos aviones de antes. Pasaron tan bajos que se distinguía con nitidez la pintura pardusca de sus alas, las cruces blanquinegras, e incluso el as de pique dibujado en el fuselaje del más cercano de ellos. El teniente arrancó calmoso algunas hierbecillas, miró el reloj y ordenó al chófer:

— ¡Vamos! Ahora se puede, pero embala, amigo, alejémonos de este lugar lo más rápidamente posible.

El chófer hizo sonar el claxon y la muchacha-cartero salió corriendo de la vaguada. Traía algunas fresas rosadas, colgando aún de los tallitos, y se las ofreció al teniente.

- Ya maduran... El verano se ha echado encima sin que nos diéramos cuenta —dijo él, oliendo las fresas y colocándoselas, como si fueran flores, en el ojal del bolsillo de la guerrera.

- ¿Cómo sabe usted que ahora no volverán y que podemos marcharnos? —preguntó el joven al teniente, que de nuevo callaba, balanceándose al compás del camión que saltaba por los baches.

- La cosa es bien simple. Son "Messers", "Me-109". Llevan gasolina sólo para cuarenta y cinco minutos, tiempo que ya han agotado, y ahora van a repostar.

Hizo esta aclaración con indiferencia, como extrañado de que pudieran desconocerse cosas tan sencillas. El joven se puso a mirar atentamente al cielo. Quería ser el primero en advertir los "Messers". Pero el aire era tan puro y estaba tan densamente saturado por la fragancia de la exuberante floración de la hierba, del olor a polvo y tierra recalentada, tan intensa y alegremente cantaban entre la hierba los grillos, eran tan sonoros los trinos de las alondras que se cernían allá en lo alto sobre aquella afligida tierra, cubierta de maleza, que llegó a olvidarse del peligro y de los aviones alemanes, y comenzó a cantar, con voz agradable y cristalina, la canción del guerrero que en la trinchera siente la nostalgia de su amada lejana, muy en boga por aquellos días en el frente.

— ¿Sabes la canción de la Riabina? —le preguntó de pronto su compañero.

El joven asintió con la cabeza y, obediente, entonó la vieja canción. El rostro cansado y polvoriento del teniente se cubrió de melancolía.

— No se canta así, vejete. No es una copla, sino una verdadera canción. Hay que cantarla con alma —y empezó a cantarla él mismo con poca voz, pero bien modulada.

El camión aminoró la marcha por un instante, y de la cabina saltó la muchacha-cartero. Sin que el camión parara, se agarró con agilidad al tablero, y, apoyándose en los brazos, saltó dentro de la caja, donde fue recogida por vigorosas y amistosas manos:

— Me vengo con ustedes; les he oído cantar...

Acompañados por el traqueteo del camión y el tenaz "cric-cric" de los grillos, los tres cantaron a coro.

El joven se animó. Sacó de la mochila una gran armónica y, unas veces soplando en ella, otras empuñándola a guisa de batuta, dirigió la canción. Sobre el triste y abandonado camino del frente —como abierto de un latigazo entre la vigorosa y polvorienta maleza que lo cubría todo—, la canción sonaba intensa y triste, tan vieja y tan nueva como aquellos campos abrasados por el ardor estival, como el afanoso cantar de los grillos en la cálida y aromática hierba, como los trinos de las alondras en el límpido cielo veraniego, como el propio cielo, alto e insondable.

Tan abstraídos estaban en la canción que a poco no salen despedidos con los paquetes, al dar el camión un brusco frenazo en medio de la carretera. Volcado en la cuneta, hacia arriba las polvorientas ruedas, yacía destrozado un camión de tres toneladas. El joven sargento palideció. Pero el teniente saltó con rapidez por un lateral y se dirigió presuroso hacia el camión volcado. Tenía un andar extraño, danzarín, zambo. En un momento, el chofer sacó de la aplastada cabina el cuerpo ensangrentado de un capitán de intendencia. Su rostro, lleno de heridas y arañazos —al parecer por haberse golpeado contra el cristal—, tenía el color del polvo del camino. El teniente alzó un poco el párpado de uno de sus cerrados ojos.

- Este está listo —dijo, quitándose la gorra—. ¿Hay alguien más?

- Sí. El conductor —contestó el chófer.

- ¿Pero, qué hace ahí como un pasmarote? ¡Ayúdenos! —gritó el teniente al joven, que permanecía desconcertado, sin saber qué hacer—. ¿No ha visto nunca sangre? Acostúmbrese, tendrá que verla... Ahí tiene usted el resultado del trabajo de los cazadores.

El conductor estaba vivo. Gemía quedamente sin abrir los ojos. No se le veía herida alguna, pero era evidente que cuando el camión, averiado por la bomba, se metió en plena carrera en la cuneta, se había dado con el volante un golpetazo en el pecho y las astillas de la cabina le habían comprimido contra el aro del mismo. El teniente ordenó subirlo al camión. Acostó al herido sobre su nuevo y elegante capote, sin estrenar aún, que llevaba cuidadosamente envuelto en un trozo de percalina. El se sentó en el suelo del camión, poniendo la cabeza del herido sobre sus rodillas.

— ¡A toda marcha! —ordenó al chófer.

Sosteniendo solícito la cabeza del herido, sonrió recordando algo íntimo, lejano.

Anochecía cuando el camión entró en la calle de una aldehuela, donde cualquier ojo experto habría adivinado en seguida la presencia del puesto de mando de una pequeña unidad de aviación. Unos cables se tendían por las polvorientas ramas de los cerezos silvestres, por los delgados manzanos que se alzaban en los jardincillos, se enrollaban en las grises horcas de los cigoñales y en las estacas de las vallas. Junto a las casitas, bajo el cobertizo de paja, en donde ordinariamente se encontraban los carros campesinos, los arados y las gradas, había ahora unos au­tos "M-l" y "Willys" llenos de abolladuras. Aquí y allá, tras los empañados cristales de las pequeñas ventanas, se veían militares con gorras de aretes azul-celeste y tecleaban las máquinas de escribir; en una de las casitas, donde confluía toda la telaraña de cables, se oía el rítmico puntear de un aparato telegráfico.

La aldehuela, apartada de todo camino, se había conservado en medio del triste desierto invadido por la maleza, como un oasis demostrativo de lo bien y libremente que se vivía en aquellos parajes antes de la llegada de los fascistas. Incluso el pequeño estanque, cubierto de amarillentas lentejas acuáticas, estaba lleno de agua y brillaba como una fresca mancha a la sombra de unos viejos sauces llorones. Abriéndose camino entre la maraña de lentejas acuáticas, pavoneándose y jugueteando, nadaba una pareja de níveos gansos de rojo pico.

El herido fue entregado en una isba en la que ondeaba una banderita con la cruz roja. Después, el camión atravesó veloz la aldehuela y se detuvo cerca del pulcro edificio de la escuela rural. Por la abundancia de hilos que confluían en una ventanuca rota y por el soldado que permanecía de pie en el zaguán, con el fusil automático colgado del cuello, se adivinaba que allí estaba el Estado Mayor.

— Necesito ver al jefe del regimiento —dijo el teniente al oficial de guardia, que en aquel instante estaba descifrando, junto a una abierta ventana, un juego de palabras cruzadas de la revista "Krasnoarméiets" ("Él Soldado del Ejército Rojo").

El joven que seguía al teniente observó que éste, antes de entrar en el Estado Mayor, se estiró la guerrera con un movimiento maquinal, arreglando sus pliegues bajo el cinturón con los pulgares y abrochándose los botones del cuello, e inmediatamente hizo lo propio. Ahora trataba de imitar en todo a su lacónico compañero de viaje, que tanto le agradaba.

- El coronel está ocupado —contestó el oficial de guardia.

- Dígale que traigo un pliego urgente de la Sección de personal del Estado Mayor del Ejército Aéreo.

- Espere, está con la tripulación de un aparato de re­conocimiento. Ha dado orden de que no se le moleste. Siéntese en el jardincillo,

Y el oficial de guardia se enfrascó de nuevo en el juego de palabras cruzadas. Los recién llegados salieron al jardín y sentáronse en un viejo banco ante un macizo de flores cuidadosamente rodeado de ladrillos, pero ahora abandonado e invadido por la hierba—, en el que probablemente, antes de la guerra, en las serenas noches estivales sentábase a descansar la vieja maestra. Por una ventana abierta de par en par, se oían con claridad dos voces. Una de ellas, ronca, informaba con excitación:

- Por estos caminos, en dirección a Bolshoie Gorójovo y al cementerio de Krestovosdvízhenski, se observa un gran movimiento de nutridas columnas de camiones, y todos van en la misma dirección, hacia el frente. Y aquí, junto al mismo cementerio, en una vaguada, hay camiones o tanques... Yo supongo que se ha concentrado una gran unidad.

- ¿Por qué supones tal cosa? —preguntó una voz de tenor.

- Porque se nos hizo un gran fuego de barrera. Nos vimos negros para salir. Ayer no había nada; sólo humeaban algunas cocinas. Pasé por encima de los mismos tejados y disparé sobre ellos para asustarles. Pero hoy, ¡cualquiera se metía allí! ¡Menudo fuego!... Está claro que se dirigen al frente.

- ¿Y en la cuadrícula "Z"?

- También hay movimiento, pero menos intenso. Aquí, cerca del bosquecillo, vi una gran columna de tanques en marcha. Unos cien. Extendidos en escalones, en una longitud de cinco kilómetros, marchan durante el día sin camuflarse. Posiblemente se trata de un falso movimiento. .. Aquí, aquí y ahí, junto a las avanzadillas, hemos localizado artillería. Hay también depósitos de municiones, simulando leña apilada. Ayer no estaban... Son unos depósitos grandes.

- ¿Eso es todo?

— Todo, camarada coronel. ¿Hago un informe por escrito?

— ¡Qué informe ni que ocho cuartos! Ahora mismo, al Ejército. ¡Informe! ¿Sabe lo que eso significa? ¡Eh, oficial de guardia, mi "Willys"!, ¡envíe al capitán al Estado Mayor del Ejército Aéreo!

El despacho del jefe del regimiento estaba instalado en una espaciosa clase. En la habitación, de paredes de troncos, no había más que una mesa sobre la que se encontraban los estuches de cuero de los teléfonos y una gran plancheta de aviación con un mapa y un lápiz rojo. El coronel, hombre vigoroso, bajo de estatura y rápido de movimientos, paseaba por la habitación a lo largo de las paredes, con las manos a la espalda. Abstraído en sus pensamientos, pasó dos veces por delante de los aviadores —en pie, rígidos—, luego, se detuvo bruscamente ante ellos, levantando inquisitivamente el rostro enjuto y enérgico.

- ¡Se presenta el teniente Alexéi Merésiev! —informó el oficial moreno, cuadrándose con un fuerte taconazo—. A sus órdenes.

- Sargento Alexandr Petrov —presentóse el joven, tratando de ponerse en posición más erguida aún y haciendo resonar más fuerte todavía los tacones de sus botas de soldado.

- El coronel Ivanov, jefe del regimiento —barbotó el coronel—. ¿Los papeles?

Merésiev con un gesto preciso sacó un sobre de la plancheta y se lo tendió al coronel. El jefe echó un vistazo a los papeles y examinó con una rápida ojeada a los recién llegados.

— Bien, llegan a tiempo. Pero, ¿por qué han enviado tan pocos?— Luego, como recordando algo de pronto, en su rostro se pintó el asombro—. Permítame, ¿usted es Merésiev? El jefe del Estado Mayor del Ejército me ha hablado de usted por teléfono. Me ha advertido que usted...

— Eso no tiene importancia, camarada coronel —le interrumpió no muy cortésmente Alexéi—. ¿Me permite que comience a prestar servicio?

El coronel miró con curiosidad al teniente y, con una sonrisa de aprobación, asintió con la cabeza:

— Tiene razón. Oficial de guardia, acompáñelos al jefe del Estado Mayor y ordene en mi nombre que se les prepare comida y alojamiento. Dígale que formalice la orden de destino a la escuadrilla del capitán de la Guardia Cheslov. Cumpla la orden.

A Petrov, el jefe del regimiento le pareció demasiado agitado. A Merésiev le gustó. Le agradaba ese tipo de hombres rápidos, que se hacen cargo de todo inmediatamente, sobre la marcha, que saben pensar con precisión y decidir con firmeza. El informe del observador aéreo —oído casualmente mientras esperaban en el jardín— no se le iba de la imaginación. Por muchos indicios comprensibles para un militar: por el taponamiento de los caminos que habían seguido al venir desde el Estado Mayor del Ejército, trasladándose de un camión a otro; por la rigurosidad con que los centinelas obligaban a observar el enmascaramiento durante la noche, amenazando a los in­fractores con disparar sobre los neumáticos; por el hecho de que los sotos de abedules, apartados de los caminos del frente, estuviesen tan atestados de tanques, camiones y artillería; por haber sido atacados hoy por los cazadores alemanes incluso en un caminó de campaña desierto, por todo eso comprendía Merésiev que la calma en el frente había llegado a su fin, que en algún lugar —y precisamente en aquella zona— los alemanes habían proyectado su nuevo golpe, que este golpe tendría lugar pronto, como asimismo que el alto mando del Ejército Soviético lo conocía y había preparado ya una réplica adecuada.

2

El inquieto teniente no dejó a Petrov esperar en el comedor los postres. Saltaron sobre un camión-cisterna, que iba de camino, y marcharon al aeródromo, construido en un claro, detrás de la aldea. Una vez allí, los recién incorporados se presentaron al jefe de la escuadrilla, capitán de la Guardia Cheslov, hombre sombrío, callado, pero, seguramente, bondadoso en extremo. Sin gastar muchas palabras, los condujo-a las caponeras de tierra cubiertas de hierba, en las que se encontraban unos flamantes "La-5", de reluciente barniz azul, que ostentaban los números 11 y 12 en el timón vertical. En ellos tenían que volar los recién llegados. En el fragante bosquecillo de abedules, donde la estridente algarabía de los pájaros ni siquiera era acallada por el rugido de los motores, pasaron los recién llegados el resto de la tarde, charlando con sus nuevos mecánicos, y poniéndose al corriente de la vida del regimiento.

Tan distraídos estaban, que regresaron a la aldea en el último camión, ya de noche, llegando tarde a la cena. Pero esto no les apenó mucho. En sus inseparables macutos guardaban los restos del rancho en frío recibido para el camino. Más difícil fue encontrar alojamiento. El pequeño oasis de aquel muerto desierto de maleza estaba abarrotado por las tripulaciones y el personal de los Estados Mayores de dos regimientos de aviación allí acampados. Después de un largo recorrido por las atestadas isbas y de mantener porfiadas discusiones con sus moradores, que se negaban a admitir nuevos huéspedes, después de intercambiar filosóficos razonamientos sobre que era una lástima que las isbas no fueran de goma, para que pudieran estirarse, el comandante de la plaza acabó por meterles en la primera "casa" que encontraron:

— Pernocten aquí, y mañana ya veremos.

En la pequeña isba había ya nueve huéspedes. Los aviadores se acuestan temprano. La lamparita de petróleo hecha de la vaina de un proyectil aplastado —de esos que en los primeros días de la guerra denomináronse "Katiuska" y que después de Stalingrado fueron rebautizados con el nombre de "Stalingradka"— iluminaba con mortecina luz los confusos contornos de los durmientes. Unos ocupaban las camas y los bancos; otros, estaban tumbados en el suelo, pegados unos a otros sobre un montón de heno cubierto con las capas-tienda. Además de los nueve huéspedes, vivían en la isba los dueños —una vieja con su hija, ya moza—, quienes, a causa de la extrema apretura, se habían instalado encima del gran horno ruso.

Los recién llegados se detuvieron un instante en el umbral, sin saber cómo pasar por entre aquellos cuerpos durmientes. Desde el horno les gritó una voz de vieja irritada:

— ¡No hay sitio, no hay sitio! Ya lo véis, todo está abarrotado. ¿Queréis que os aposente en el techo?

Petrov, azorado, no se movía de la puerta, dispuesto a volverse a la calle, pero Merésiev avanzaba ya con cuidado hacia la mesa, tratando de no pisar a los que dormían.

— Madrecita, sólo necesitamos un lugar para comer; en todo el día no hemos probado bocado. ¿Tiene un plato, un par de tazas y tenedores? La noche la pasaremos en el patio, no les incomodaremos. Estamos en verano.

Pero detrás del horno, a espaldas de la vieja regañona, aparecieron unos pequeños pies desnudos. Una figurita fina y esbelta se deslizó en silencio del horno, y, haciendo ágiles equilibrios sobre los durmientes, desapareció en el zaguán para volver en seguida, trayendo platos y tazas, de diferentes dibujos y color, colgadas en los finos dedos. Al principio, Petrov creyó que era una adolescente, pero cuando se hubo acercado a la mesa y la amarillenta y humosa luz de la lámpara arrancó su rostro de las sombras, vio que era una moza, y por cierto guapa, en sus años más floridos. Pero la blusa marrón, la falda de arpillera y la desgarrada toquilla que llevaba cruzada en el pecho y atada detrás como las viejas, la estropeaban mucho.

— ¡Marina, Marina, ven aquí, mala pieza! —chilló la vieja desde el horno.

Pero la muchacha ni la miró siquiera. Extendió con agilidad sobre la mesa un periódico limpio, puso la vajilla y distribuyó los tenedores, echando con el rabillo del ojo fugaces miradas sobre Petrov.

- Coman, y buen provecho les haga. ¿A lo mejor necesitan cortar o calentar alguna cosa? Yo se lo haré en un vuelo. Lo malo es que el comandante no permite que se haga fuego en el patio.

- ¡Marina, ven aquí! —llamábala la vieja.

- No le hagan caso; está un poco mal de la cabeza. Los alemanes la han asustado mucho. Por la noche, en cuanto ve militares, trata por todos los medios de esconderme. No se enfaden con ella, se pone así por la noche, pero durante el día es buena.

En el macuto de Merésiev había embutido, conservas, incluso dos arenques a los que les rezumaba la sal por el lomo, y una barra de pan de munición. Petrov resultó menos previsor: tenía carne y galletas. Las pequeñas manos de Marina cortaron ágilmente todo aquello, colocándolo apetitosamente en los platos. La mirada de sus rápidos ojos, sombreados por largas pestañas, resbalaba cada vez con más frecuencia por el rostro de Petrov, y éste, a su vez, comenzó a mirarla a hurtadillas. Cuando sus miradas se encontraban, ambos enrojecían, se ponían serios y desviaban la vista; además, se hablaban por intermedio de Merésiev, sin dirigirse directamente el uno al otro. Alexéi los observaba regocijado y un poco melancólico: los dos eran igualmente jóvenes, y, en comparación con ellos, él sentíase viejo, cansado, como el hombre que ha vivido mucho.

- Escucha, Marina, ¿no tenéis, por casualidad, pepinillos? —preguntó Alexéi.

- Por casualidad tenemos —le contestó la muchacha, sonriendo levemente.

- ¿Y no encontrarás también unas patatitas cocidas? Aunque sólo sea un par de ellas.

- Puesto que lo pide, las encontraré.

De nuevo desapareció de la habitación, saltando con habilidad y sin hacer ruido, por entre los durmientes, grácil como una mariposa.

— Camarada teniente, ¿cómo puede tratarla así? Una muchacha desconocida, y le habla de "tú", le pide pepinillos y...

Merésiev se echó a reír a mandíbula batiente:

— Viejo, ¿dónde crees que estás? ¿En el frente o qué?... ¡Eh, abuela, basta ya de refunfuñar, baja y comeremos, ¿quieres?

La vieja, gimiendo y sin dejar de rezongar, descendió del horno y, al instante, se puso a comer salchichón, al cual —como se explicó a renglón seguido— era muy aficionada en tiempo de paz.

Los cuatro se sentaron a la mesa y, amenizados por el desacorde ronquido y somnoliento farfullar de los demás huéspedes, cenaron bien y con apetito. Alexéi charlaba por los codos, gastaba chanzas a la abuela y hacía reír a Marina. Al reincorporarse, por fin, a la atmósfera familiar de la vida de campaña, se recreaba en ella, sintiéndose como en la casa propia, después de un largo vagar por lugares extraños.

Al final de la cena, los amigos se enteraron de que la aldea se conservó porque en ella se había alojado un Estado Mayor alemán. Cuando el Ejército Soviético comenzó la ofensiva, huyeron con tanta rapidez que no tuvieron tiempo de destruirla. La abuela se trastornó cuando los hitlerianos violaron delante de ella a su hija mayor, que luego se suicidó, arrojándose al estanque. La propia Marina vivió, durante los ocho meses de ocupación, sin ver el sol, en el corral, en un granero vacío, cuya entrada fue cegada con paja y trastos viejos. La madre le llevaba por las noches comida y agua, que le entregaba por un agujero de ventilación. Cuanto más hablaba Alexéi con la muchacha, tanto más frecuentemente miraba ésta a Petrov, y en sus miradas, incitadoras y tímidas, había una admiración difícilmente ocultable.

Se comieron la cena casi sin darse cuenta de ello. Marina envolvió cuidadosamente los restos y los metió en el macuto de Merésiev: "al soldado todo le viene bien". Luego cuchicheó con la abuela, y dijo con decisión:

— Miren, ya que el comandante lo ha ordenado, quédense aquí. Suban al horno, que mi madre y yo iremos a dormir al sótano. Descansen ustedes del viaje y mañana les encontraremos un rincón.

Con la misma ligereza volvió a pasar con sus pies descalzos por encima de los que dormían, trajo una brazada de paja, la esparció generosamente por el amplio horno y puso algunas ropas a guisa de almohada. Todo ello lo hizo con rapidez, con agilidad, sin ruido, con felina destreza.

- ¡Bonita muchacha!, vejete —observó Merésiev, estirándose con satisfacción en la paja hasta hacer crujir las articulaciones.

- No está mal —replicó Petrov con tono de fingida indiferencia.

- ¡Y cómo te miraba!...

- ¡Qué me iba a mirar! Todo el tiempo estuvo hablando con usted...

Pasado un minuto, oíase ya su acompasada respiración. Merésiev no dormía. Estaba tendido cuan largo era sobre la fresca y olorosa paja. Vio cómo Marina entraba desde el zaguán y pasaba por la habitación buscando algo. De tiempo en tiempo, miraba a hurtadillas al horno. Arregló en la mesa la lámpara, miró de nuevo al horno y, muy despacito, pasó entre los durmientes hacia la puerta. El aspecto de aquella muchacha fina y bonita, vestida de harapos, llenó el alma de Alexéi de una melancólica quietud.

Ya tenían alojamiento. Para la mañana siguiente les habían designado el primer vuelo de combate: irían en pareja; Merésiev de jefe y Petrov de punto. "¿Cómo resultará? ¡Parece un magnífico muchacho! Hasta Marina se ha enamorado de él nada más verle. Bueno, a dormir, que ya es hora".

Merésiev se volvió de costado, se acomodó en la paja, cerró los ojos e inmediatamente se quedó dormido como un tronco.

Le despertó la sensación de algo espantoso. Al pronto no comprendió lo que había sucedido, pero la costumbre militar le impulsó a sacar inmediatamente la pistola. No recordaba en dónde estaba ni qué le había pasado. Un humo de picante olor a ajo lo envolvía todo, pero cuando una ráfaga de viento se hubo llevado la nube de humo, Alexéi vio sobre su cabeza unas estrellas grandes y extrañas que refulgían esplendorosas. Había tanta claridad como si fuera de día, y pudo ver los troncos de la isba, esparcidos como si fueran cerillas, volcada a un lado la techumbre, al aire las vigas maestras, y algo informe ardiendo lejos. Oía gemidos, el bronco rugir de motores sobre la cabeza y el bien conocido y repelente silbido de las bombas al caer, que se clavaba en los sesos.

— ¡Túmbate! —le gritó a Petrov, que miraba atónito a su alrededor, de rodillas en el horno que se alzaba entre las ruinas.

Se arrojaron sobre los ladrillos, apretándose contra ellos, y en aquel preciso momento un trozo de metralla derribó la chimenea del horno, envolviéndoles en un polvo rojo que olía a arcilla seca.

— ¡No te muevas, sigue tendido! —ordenó Merésiev, reprimiendo un incontenible deseo de saltar y huir, huir sin saber a dónde, sólo por moverse, deseo que se experimenta siempre durante los bombardeos nocturnos.

Los aviones de bombardeo no se veían. Evolucionaban en la oscuridad, por encima de las bengalas que habían arrojado. En cambio, a la luz blanquecina y temblorosa, se veía perfectamente cómo irrumpían en la zona iluminada los negros goterones de las bombas, cómo descendían veloces, aumentando de tamaño con rapidez vertiginosa, y cómo, después, en la oscuridad de la noche estival, saltaban al aire rojos surtidores. Parecía como si la tierra, desgarrándose, retumbase largamente: "¡Ruummm! ¡Ruuummm!"

Los aviadores estaban echados boca abajo y cuan largos eran sobre el horno, que vacilaba y saltaba a cada explosión. Se apretaban a él con todo su cuerpo, con las mejillas, con las piernas, deseando instintivamente incrustarse, fusionarse con los ladrillos. Después, se alejó el zumbido de los motores, e inmediatamente oyóse el crepitar de las llamas de un incendio desencadenado en las ruinas del otro lado de la calle.

— Pues nos han aireado —dijo con aparente tranquilidad Merésiev, sacudiéndose de la guerrera y de los pantalones la paja y el polvo.

— ¿Y los que dormían ahí? —exclamó con espanto Petrov, tratando de reprimir el temblor nervioso de su mandíbula—. ¿Y Marina?

Descendieron del horno. Merésiev tenía una linterna. Iluminaron el suelo de la destruida isba cubierta de tablas y vigas. No había nadie. Como supieron después, los aviadores, al oír las señales de alarma, tuvieron tiempo de correr al patio y de refugiarse en unas zanjas. Petrov y Merésiev registraron todos los escombros. Marina y su madre no aparecían por parte alguna. A sus gritos no respondía nadie. "¿Dónde se habrán metido? ¿Habrán huido, habrán tenido tiempo de salvarse?"

Por las calles marchaban ya las patrullas de la comandancia, poniendo orden. Los zapadores sofocaban los incendios, revolvían los escombros, llevándose los cadáveres y desenterrando a los heridos. Ordenanzas del Estado Mayor iban y venían en la oscuridad, llamando por sus nombres a los pilotos. El regimiento se trasladaba urgentemente a otro lugar. El personal de vuelo se reunía en el aeródromo para despegar al amanecer en sus aparatos. Según los primeros datos, las bajas entre el personal eran pocas. Había resultado herido un piloto, muertos dos mecánicos y algunos centinelas que permanecieron en sus puestos durante el bombardeo. Suponíase que entre la población civil había muchas víctimas, pero era difícil determinar su número a causa de la oscuridad y del barullo.

De madrugada, al dirigirse al aeródromo, Merésiev y Petrov se detuvieron involuntariamente ante las ruinas de la casita donde habían pernoctado. Del caos de vigas y tablas, dos zapadores sacaban una camilla en la que llevaban algo, cubierto con una sábana ensangrentada.

— ¿A quién lleváis? —preguntó Petrov, palideciendo por un triste presentimiento.

Un zapador bigotudo, de aspecto grave —Merésiev, al verle, recordó a Stepán Ivánovich—, que empuñaba los mangos delanteros de la camilla, contestó, dando detalles:

— Son una vieja y una niña que hemos desenterrado en el sótano. Las piedras las han aplastado. Las dos muertas. No se sabe si es una niña o una muchacha: es muy pequeñita, pero ha debido ser guapa. Una piedra le dio en el pecho. Es muy bonita, parece una criatura.

... Aquella noche, el ejército alemán emprendió su última gran ofensiva, y, atacando las fortificaciones soviéticas, dio comienzo a la batalla del arco de Kursk, que había de serle fatal.

3

Aún no había salido el sol; era la hora más oscura de la corta noche estival, pero en el aeródromo de campaña rugían ya los motores, calentándose. El capitán Cheslov desplegó un mapa sobre la hierba cubierta de rocío y señaló a los pilotos de la escuadrilla la ruta y el nuevo lugar:

— ¡Mucho ojo! No os perdáis de vista. El aeródromo está junto a la primera línea.

El nuevo aeródromo estaba, efectivamente, en la línea del frente, marcado en el mapa con lápiz azul, en una lengua de tierra que se adentraba en el dispositivo de las tropas alemanas. Volaban hacia adelante y no hacia atrás. Los pilotos estaban contentos: a pesar de que los alemanes habían tomado de nuevo la iniciativa, el Ejército Soviético no se preparaba a retroceder sino a atacar.

Con los primeros rayos solares, cuando por el campo aún se extendía una niebla rosácea y ondulada, la segunda escuadrilla despegó tras de su jefe, y los aviones, sin perderse de vista mutuámente, tomaron rumbo al Sur.

Merésiev y Petrov realizaron su primer vuelo común, formando una pareja estrechamente unida. En los pocos minutos que permanecieron en el aire, Petrov pudo apreciar el estilo de vuelo seguro y verdaderamente magistral de su guía. En cuanto a Merésiev —que, con toda intención, había hecho durante el camino algunos virajes rápidos e inesperados—, observó en su punto buen ojo, agilidad mental y firmes nervios, y —lo que era más importante para él— buen estilo de vuelo, aunque todavía inseguro.

El nuevo aeródromo se hallaba enclavado en el sector de los servicios de retaguardia de un regimiento de infantería. Si los alemanes lo descubrían, podrían batirle con artillería ligera e incluso con morteros pesados. Pero no estaban para ocuparse de un pequeño aeródromo aparecido allí, en sus propias narices. Era todavía de noche cuando lanzaron sobre las fortificaciones soviéticas todo el fuego de la artillería concentrada allí durante la primavera. Sobre el sector fortificado se alzó, a gran altura, un resplandor rojizo e intermitente. Las explosiones cubriéronlo todo como si, de pronto, se levantara un espeso bosque de árboles negros. Salió el sol, pero la tierra siguió envuelta en sombras. En la penumbra ululante, rugiente, estremecida, era difícil distinguir nada, y el sol pendía del cielo como una hostia opaca de un rojo sucio.

Pero los aviones soviéticos no habían volado en vano durante un mes por las alturas celestes, sobre las posiciones alemanas. Las intenciones del mando alemán habían sido descubiertas hacía tiempo, las posiciones y los puntos de concentración estaban anotados en los mapas, que habían sido estudiados cuadrícula por cuadrícula. Él propósito de los hitlerianos era desplegar sus fuerzas, como tenían por costumbre, en toda su magnitud, y asestar una puñalada mortal al adversario, sumido en el sueño matinal. Pero el sueño del adversario era fingido. Por eso pudo sujetar la mano del agresor que empuñaba el cuchillo, haciéndola crujir entre sus férreos dedos de coloso.

Aún no se había extinguido el ruido del huracán de la preparación artillera, desencadenada en un frente de varias decenas de kilómetros, cuando los alemanes, ensordecidos por el estruendo de sus propias baterías, cegados por el humo de la pólvora que cubría sus posiciones, vieron los globos de fuego de las explosiones en sus propias trincheras. La artillería soviética disparaba con precisión, no para batir el terreno, como lo hacían los alemanes, sino contra objetivos concretos: baterías, concentraciones de tanques e infantería, que se encontraban ya en las líneas de ataque, puentes, polvorines subterráneos, trincheras y puestos de mando.

La preparación artillera de los alemanes se transformó en un poderoso duelo de artillería, en el que, por ambos lados, tomaban parte decenas de miles de piezas de los más diferentes calibres. Cuando los aviones de la escuadrilla del capitán Cheslov aterrizaron en el aeródromo, la tierra temblaba bajo los pies de los pilotos y las explosiones eran tan frecuentes que se fundían en un hirviente y continuo fragor, como si por un puente metálico pasara silbando, atronador, un tren gigantesco e interminable. El humo, en densas espirales, circundaba todo el horizonte. Sobre el pequeño aeródromo del regimiento volaban sin cesar los aviones de bombardeo —unas veces en fila india, otras en ángulo, otras desplegados en ala—, y las explosiones de sus bombas, con sus sordos y rugientes estampidos, percibíanse con distinción en el estruendo monorrítmico del combate artillero.

A las escuadrillas se les declaró en estado de alerta N° 2. Ello significaba que los pilotos no debían abandonar las cabinas de sus aviones, a fin de que, al primer cohete, pudieran elevarse al aire. Los aviones fueron llevados al lindero de un bosquecillo de abedules y camuflados con ramas. El bosque olía a setas y exhalaba una fresca humedad; los mosquitos —que no se oían a causa del fragor del combate— atacaban furiosamente a los pilotos asaeteándoles el rostro, las manos y el cuello.

Merésiev, quitándose el casco de vuelo y ahuyentando con indolencia a los mosquitos, se quedó pensativo, recreándose con el denso aroma matinal del bosque. En la caponera vecina estaba el avión de su punto. Petrov saltaba a cada instante de su asiento e incluso se ponía de pie sobre él para ver el combate o echar una ojeada a los aviones de bombardeo. La impaciencia le devoraba: quería elevarse cuanto antes para encontrar por primera vez en su vida a un enemigo de verdad, dirigir el agudo punteado de sus balas, no sobre esa manga de lienzo hinchada por el viento que arrastra tras de sí un "R-5", sino contra un auténtico avión enemigo, vivo, ágil, en el cual, como un caracol en su concha, iría, a lo mejor, aquel mismo alemán cuya bomba había segado la noche anterior la vida de aquella muchacha esbelta y bonita que parecíale haber visto en sueños.

Merésiev, al ver la emoción y el nerviosismo de Petrov, pensaba que, por los años, eran casi iguales: aquél tenía diecinueve y él, veintitrés. ¿Qué significa para un hombre una diferencia de tres o cuatro años? Pero al lado de su punto sentíase como un viejo, como un hombre sereno, experto y cansado. Ahora mismo, por ejemplo, Petrov rebullía en la cabina, se frotaba las manos, se reía, gritaba algo a los aviones soviéticos que pasaban por delante de él, mientras Alexéi descansaba, arrellanado cómodamente en el asiento de cuero de su avión. Estaba tranquilo. No tenía pies, le era infinitamente más difícil volar que a cualquier piloto del mundo, pero ni siquiera eso le inquietaba. Tenía firme conciencia de su pericia y confiaba en sus cercenadas piernas.

El regimiento permaneció en estado de alerta N° 2 hasta el atardecer. Por alguna razón, lo mantuvieron en reserva. Por lo visto, no querían descubrir su emplazamiento antes de tiempo.

Pasaron la noche en unas pequeñas chabolas construidas y habilitadas por los alemanes, cuando estuvieron allí. Las tablas estaban recubiertas de cartulina y papel amarillo de envolver. En las paredes se conservaban aún algunas postales de estrellas de cine, con grandes bocas de vampiresas, y oleografías con vistas panorámicas de ciudades alemanas.

El duelo de artillería proseguía. La tierra retemblaba. La arena seca caía sobre el papel y en todo el refugio se oía un susurro repulsivo, como si por él pulularan insectos.

Merésiev y Petrov decidieron acostarse al aire libre, encima de sus capas-tienda desplegadas sobre el suelo. La orden era de dormir vestidos. Merésiev se aflojó un poco las correas de las prótesis y, tumbado boca arriba, contemplaba el cielo, que parecía estremecerse al fulgor rojizo de las explosiones. Petrov se durmió en seguida. En sueños roncaba, barbotaba algo, masticaba y hacía chasquear los labios, todo él hecho un ovillo, como un niño pequeñito. Merésiev echó sobre él su capote.

Dándose cuenta de que no podría dormirse, se levantó, y, enco­gido por la humedad, hizo algunos vigorosos ejercicios gimnásticos para entrar en calor; luego se sentó en un tocón.

El huracán artillero ya había amainado. Tan sólo de vez en cuando, aquí y acullá, las baterías, de carrerilla, reanudaban un fuego desordenado. Algunos proyectiles perdidos zumbaron por encima de sus cabezas y estallaron en el recinto del aeródromo. Era el llamado fuego de hostigamiento que, ordinariamente, en la guerra no hostiga a nadie. Alexéi ni siquiera volvió la cabeza para ver las explosiones. Miraba la línea del frente, perfectamente visible en la oscuridad. Incluso ahora, a las altas horas de la noche, mantenía una lucha intensa, dura, continua, destacándose sobre la tierra dormida por el resplandor rojizo de los enormes incendios que se extendían por todo el horizonte. Los fuegos temblorosos de las bengalas oscilaban sobre ella: las azuladas fosforescentes eran alemanas; las amarillentas, propias. Tan pronto en un sitio, como en otro, surgían impetuosas llamas, alzando por un segundo el manto de tinieblas que cubría la tierra; luego, llegaba al oído el estampido de una explosión.

De pronto, se oyó el zumbido de los aviones de bombardeo nocturno. Todo el frente se cubrió del aljófar multicolor de las balas trazadoras. Como gotas de sangre, saltaban hacia arriba las ráfagas de los antiaéreos de tiro rápido. La tierra volvió a retemblar, a rugir, dando lastimeros gemidos. Pero a las cetonias, que bordoneaban por las copas de los abedules, no les inquietaba aquello: en lo más intrincado del bosque, ululaba el buho con voz humana, augurando la desgracia; abajo, en la cañada, entre los matorrales, repuesto del miedo diurno, al principio tímidamente, como si probara la voz o templase un instrumento, y después a pleno pulmón, comenzó a silbar, a gorjear, a cantar un ruiseñor, atragantándose con los trinos de su canción. A éste le contestaron otros, y, muy pronto, todo aquel bosque del frente cantaba sonoramente, pleno de melodiosos trinos que llegaban de todas partes. ¡Por algo los ruiseñores de Kursk tienen fama mundial!

Y ahora los ruiseñores de Kursk cantaban con frenesí en el bosque. Alexéi, que al día siguiente, en el combate, debía sufrir el examen no ante una comisión, sino ante la propia muerte, no podía dormirse, escuchando los gorjeos de los ruiseñores. No pensaba ni en el día de mañana ni en el próximo combate ni en la posibilidad de la muerte, sino en el lejano ruiseñor que había cantado para ellos algunas veces en las afueras de Kamyshin, en el ruiseñor "de ellos", en Olga, en la pequeña ciudad natal.

Por Oriente, comenzaba ya a alborear. Los trinos de los ruiseñores se iban apagando poco a poco, dominados por el cañoneo. El sol ascendía lentamente sobre el campo de batalla, grande, rojizo-cárdeno, sin poder apenas atravesar el compacto humo de los disparos y de las explosiones.

4

La batalla en el arco de Kursk aumentaba en intensidad. Los primitivos planes de los alemanes de romper con un rápido golpe de sus potentes unidades de tanques nuestras fortificaciones al Sur y al Norte de Kursk, cerrar las tenazas y, cercando toda la agrupación del Ejército Soviético en Kursk, organizar un "Stalingrado alemán", habían sido desbaratados fulminantemente por la firmeza de la defensa. El alto mando alemán comprendió desde los primeros días que no podría romper aquella defensa y que, aun en el caso de que lo lograra, las pérdidas serían tan cuantiosas, que no le quedarían fuerzas para cerrar las tenazas. Pero era ya tarde para detenerse. Hitler había vinculado muchas esperanzas —estratégicas, tácticas y políticas— a aquella operación. La avalancha se puso en movimiento. Ahora corría veloz, montaña abajo, aumentando constantemente de volumen, adhiriendo a sí y arrastrando tras ella a todo lo que encontraba en su camino. Los que la habían empujado no tenían ya fuerzas para detenerla. El avance de los alemanes se medía por kilómetros, las pérdidas por divisiones y cuerpos de ejército, por centenares de tanques y cañones, por miles de automóviles. Los ejércitos atacantes se debilitaban, desangrándose. El Estado Mayor alemán se daba cuenta de ello, pero ya no podía detener el curso de los acontecimientos, viéndose obligado a lanzar nuevas y nuevas reservas en el infierno de la batalla desencadenada.

El mando soviético contrarrestaba los golpes alemanes con las fuerzas de las unidades de línea que tenían a su cargo la defensa. Atento al desarrollo de la ofensiva alemana, cada vez más furiosa, mantenía sus reservas en la retaguardia, en espera de que se agotara la inercia del golpe enemigo. Como después supo Merésiev, su regimiento debía proteger al ejército concentrado no para la defensa, sino para el contraataque. Por esta razón, en la primera etapa de la batalla, los tanquistas y los aviadores de caza, que habían de protegerles, permanecieron como espectadores de la gran batalla. Cuando el enemigo lanzó al combate todas sus fuerzas, en el aeródromo fue levantado el estado de alerta N° 2. A las tripulaciones se les autorizó a dormir en las chabolas, e incluso a desnudarse por la noche. Merésiev y Petrov reorganizaron su vivienda. Tiraron las postales de las estrellas de cine y las fotografías de paisajes extraños, arrancaron el cartón y el papel puesto por los alemanes y adornaron las paredes con ramas de pino y de abedul frescas. Y en su madriguera de tierra dejó de susurrar a arena.

Una mañana, cuando los claros rayos solares se filtraban a través de la descorrida cortina de entrada para ir a posarse sobre el suelo de la chabola, cubierto de ramas de pino, y ambos amigos permanecían aún acostados en las literas excavadas en la pared, arriba, por el senderito, oyeron unos pasos apresurados y escucharon la palabra mágica en el frente: "¡El correo!"

Ambos tiraron a la vez las mantas, pero mientras Merésiev se ponía las prótesis, Petrov tuvo tiempo de alcanzar al cartero y volver, trayendo solemnemente dos cartas para Alexéi. Eran de la madre y de Olga. Merésiev se las arrebató de las manos, pero en aquel instante tocaron llamada en el aeródromo, golpeando vivamente sobre un trozo de raíl. Las tripulaciones eran llamadas a los aparatos.

Merésiev metió las cartas en el pecho y, olvidándose inmediatamente de ellas, corrió tras de Petrov por el sendero abierto en el bosque, que conducía al lugar donde se encontraban los aviones. Corría bastante de prisa, apoyándose en el bastón, balanceándose tan sólo ligeramente. Cuando llegó al avión, el motor estaba ya desenfundado. El mecánico, un joven riente y picado de viruelas, se movía con impaciencia junto al aparato.

Rugió el motor; Merésiev miró al "sexto", en el que volaba el jefe de la escuadrilla. El capitán Cheslov condujo su avión al calvero del bosque. Levantó el brazo sobre la cabina. Ello significaba: "¡Atención!" Los motores rugían. Brillaba la hierba, doblegada sobre la tierra por el viento; las verdes guedejas de los abedules llorones extendíanse en los remolinos de aire y flameaban, dispuestas a desgajarse con las ramas secas de los árboles.

Uno de los pilotos que había alcanzado a Alexéi tuvo tiempo de gritarle que los tanques habían pasado a la ofensiva. Por tanto, los pilotos tenían ahora que cubrir el paso de los tanquistas a través de las fortificaciones enemigas destruidas y trabajadas por la artillería, despejar y proteger el aire sobre los tanquistas a la ofensiva. ¿Sólo proteger? Era igual: en una batalla tan encarnizada no podía haber vuelos baldíos. Tarde o temprano, en alguna parte del cielo encontraría al enemigo. Allí estaba la prueba de sus fuerzas, allí podría demostrar Merésiev que no era peor que cualquier otro piloto, que había logrado lo que se había propuesto.

Alexéi estaba emocionado. Pero no era miedo a la muerte. Ni siquiera el sentimiento del peligro, natural hasta en las personas más valientes y de mayor sangre fría. Le preocupaba otra cosa: ¿habían comprobado los armeros las ametralladoras y los cañones? ¿No le fallaría el megáfono del nuevo casco de vuelo, aún no probado en el combate? ¿No se retrasaría Petrov, no se aturullaría, en caso de entablar pelea? ¿Dónde estaba el bastón? ¿No habría perdido el regalo de Vasili Vasílievich? E incluso pensó si no se llevaría alguien, del refugio, la novela, cuya lectura había interrumpido ayer en el momento más interesante y que con la precipitación había olvidado encima de la mesa. Recordó que no se había despedido de Petrov, y ya desde la cabina le hizo una seña con la mano. Pero aquél no le vio. El rostro de su punto, enmarcado por el casco de vuelo, estaba encendido por manchas rojas. Miraba con impaciencia el brazo levantado del jefe. Éste bajó el brazo. Cerráronse las cabinas.

Bufaron tres aviones en la pista, arrancaron, dieron una carrera; los siguieron otros tres y ya la tercera patrulla comenzaba a ponerse en marcha. Los primeros aviones deslizáronse en el aire. Tras ellos iba la patrulla de Merésiev. Abajo se balanceaba, de un lado a otro, la tierra llana. Sin perder de vista la primera patrulla, Alexéi alineó a ésta la suya, mientras, detrás, pegada a ellos, iba la tercera.

Llegaron a la primera línea de fuego. La tierra picada, removida por los proyectiles, parecía desde arriba un camino polvoriento sobre el que hubiesen caído los primeros y generosos torrentes de un chubasco. Las trincheras estaban removidas, los pequeños botoncillos de las casamatas y fortines aparecían erizados de vigas y ladrillos. Por todo el desgarrado valle surgían y se apagaban chispas amarillas. Era el fuego de la gran batalla. ¡Qué pequeño y extraño, como de juguete, parecía todo esto desde arriba! Era difícil creer que allá abajo todo ardía, temblaba, rugía y que la muerte rondaba por la tierra mutilada, envuelta en humo y hollín, recogiendo una abundante cosecha.

Volaron sobre las primeras líneas, hicieron un semicírculo sobre la retaguardia enemiga y de nuevo cruzaron rápidos la línea de fuego. Nadie disparó contra ellos. La tierra estaba demasiado atareada con sus difíciles asuntos terrenales para prestar atención a nueve pequeños aviones que volaban serpenteando sobre ella. "¿En dónde están los tanquistas? ¡Ajajá! Allí están". Merésiev vio cómo los tanques, uno tras otro, comenzaban a salir al campo desde el verde esmeralda de un bosque, semejantes, desde arriba, a torpes escarabajos grises. Un instante después había ya muchos, pero continuaban saliendo más y más de la espesura, marchando por los caminos, abriéndose paso por las vaguadas. Los primeros ya habían escalado una loma y llegaban a la tierra labrada por los proyectiles. De sus trompas comenzaron a salir chispitas rojas. Ni un niño, ni siquiera una mujer nerviosa, hubiéranse asustado de aquel gigantesco ataque de tanques, de aquella impetuosa arremetida de cientos de carros sobre los restos de las fortificaciones alemanas, si lo hubiesen visto desde el aire, como lo veía Merésiev. En aquel momento, a través de los ruidos y zumbidos que llenaban los auriculares del casco de vuelo, percibió la voz ronca, indolente hasta en un instante como aquél, del capitán Cheslov:

— ¡Atención! Soy Leopardo tres, soy Leopardo tres. ¡"Junkers" a la derecha!

Allá delante, Alexéi vio la pequeña rayita del avión del jefe. La rayita hizo alabeo, lo que significaba: "haced lo que yo".

Merésiev transmitió la misma orden a su patrulla. Echó una mirada hacia atrás: su punto volaba al lado, casi pegado a él. ¡Bravo!

- ¡Viejo, no te amilanes! —le gritó Merésiev.

- ¡No me amilano! —oyó la voz de Petrov entre un caos de crujidos y ruidos.

- Soy Leopardo tres, soy Leopardo tres. ¡Seguidme! —sonó en el laringófono.

El enemigo estaba cerca. Un poco más abajo, en doble fila india —la formación preferida por los alemanes—, colaban unos "J-87" monomotores de bombardeo en picado. Los famosos aviones, que adquirieron tan fatídico renombre en los combates sobre Polonia, Francia, Holanda, Dinamarca, Bélgica y Yugoslavia —la novedad fascista acerca de la cual, al comienzo de la guerra, la prensa de todo el mundo contaba tantas espantosas historias—, habían envejecido pronto sobre los espacios de la Unión Soviética. Los pilotos soviéticos, a lo largo de numerosos combates, les habían hallado sus puntos flacos, y los "Junkers" comenzaban a ser considerados por los ases sovié­ticos no como una pieza de importancia, sino algo así como un tetrao o una liebre, que no exigen del cazador ninguna habilidad especial.

El capitán Cheslov no llevaba su escuadrilla directamente contra el enemigo, sino dando un rodeo. Merésiev comprendió que el precavido capitán quería ponerse "bajo el sol", para después, enmascarándose en sus cegadores rayos y permaneciendo invisible para el enemigo, acercarse sin ser visto y caer de improviso sobre él. Alexéi se sonrió: "¿No será demasiado honor para los "Junkers" una maniobra tan complicada? Aunque la cautela nunca está de más". De nuevo miró hacia atrás: Petrov le seguía. Sobre el fondo de una nube blanca se destacaba perfectamente.

Los aviones enemigos estaban ahora a la derecha de ellos. Los alemanes volaban en bella y exacta formación, como si unos hilos invisibles los uniesen entre sí. Los planos de sus aviones brillaban deslumbrantes, iluminados desde arriba por el sol.

— ...Leopardo tres. ¡Al ataque! —resonó en el oído de Merésiev un fragmento de la orden del jefe.

Y vio que a la derecha, desde arriba, igual que si se deslizaran vertiginosamente por una montaña de hielo, Cheslov y su punto caían sobre el flanco de la formación enemiga. Los hilos de las trazadoras azotaron al "Junkers" más próximo, que se desplomó de súbito, y Cheslov, el punto y el tercero de su patrulla se colaron por el claro formado y desaparecieron tras la fila alemana. Esta se volvió a cerrar inmediatamente tras ellos. Los "Junkers" continuaron volando en perfecta formación.

Después de decir su contraseña, Alexéi quiso gritar:

"¡Al ataque!", pero la excitación hizo que de su garganta no saliera más que un silbante "¡Ah-a-a-a." Precipitábase ya hacia abajo sin ver nada, excepto la perfecta formación enemiga en vuelo. Había echado ya la vista al fascista que ocupaba el lugar del derribado por Cheslov. Los oídos le zumbaban, el corazón quería salírsele por la garganta. Había cogido al avión en la retícula del colimador y se lanzó hacia él, manteniendo sus pul­gares sobre los gatillos. A su derecha percibió algo así como unas cuerdas grises y peludas. "¡Ajá! Disparan. Han errado el blanco. Otra vez tiran y más cerca. Intacto. ¿Y Petrov? También intacto. Viró a un lado. Está a la izquierda. ¡Bravo, muchacho!" El cuerpo gris del "Junkers" engrosábase en la retícula del colimador. Los dedos percibían el frío de los gatillos de aluminio. "Un poquito" más...

Fue entonces cuando Alexéi percibió, lleno de triunfo, su completa fusión con el aparato. Sentía el motor como si éste latiera en su pecho, percibía con todo su ser las alas y los timones, e incluso sus torpes pies artificiales le parecieron dotados de sensibilidad y no impedían su fusión con el aparato en el vertiginoso movimiento. El esbelto y pulido cuerpo del avión enemigo escurrióse, más de nuevo fue captado en la retícula del colimador. Y lanzándose en línea recta contra él, Merésiev apretó el gatillo. No escuchó el ruido de los disparos, ni siquiera vio las ráfagas de las trazadoras, pero estaba seguro de haber dado en el blanco y, sin detenerse, siguió volando hacia el avión enemigo, sabiendo que aquél caería antes de que pudiese chocar con él. Al levantar la vista del colimador, Alexéi vio con sorpresa que al lado caía otro aparato enemigo. ¿Acaso, por casualidad, lo habría derribado también él? No. Había sido Petrov, que ahora volaba a la derecha. Era obra suya. "¡Bravos novato!" Y el éxito del joven amigo alegró a Alexéi incluso más que el suyo propio.

La segunda patrulla se coló por la brecha de la formación alemana. Reinaba allí la confusión. La segunda oleada de aviones alemanes, en la que, por lo visto, iban pilotos menos expertos, se dispersaba y perdía la formación. Los aviones de la patrulla de Cheslov volaban entre aquellos "Junkers" dispersos, despejando el cielo y obligando al enemigo a arrojar apresuradamente las bombas sobre sus propias trincheras. El plan que se había trazado el capitán Cheslov consistía precisamente en obligar a los alemanes a bombardear sus propias fortificaciones. El ponerse bajo el sol desempeñaba en ello un papel secundario.

La primera hilera de los alemanes cerróse de nuevo. Los "Junkers" continuaban volando hacia el lugar donde los tanques habían roto el frente. El ataque de la tercera patrulla no tuvo éxito. Los alemanes no perdieron ni un solo aparato, mientras que uno de los cazas desapareció, abatido por el fuego del adversario. El lugar de despliegue de los tanques para el ataque estaba cerca. No había tiempo para tomar otra vez altura. Cheslov decidió correr el riesgo de atacar desde abajo. Alexéi aprobó mentalmente la idea. Por su parte, sentía deseos de "pinchar" al enemigo en el vientre, aprovechando las maravillosas cualidades del "La-5" en la maniobra vertical. La primera patrulla lanzóse ya hacia arriba y los hilos de las trazadoras ascendían en el aire como los finos chorros de un surtidor. Dos aviones alemanes salieron a un tiempo de la formación. Uno de ellos, al parecer cortado por la mitad, se partió de súbito en el aire. Su cola a poco no choca con el motor del aparato de Merésiev.

— ¡Atención! —gritó Merésiev, echando una ojeada a la silueta del punto, mientras tiraba de la palanca de mando hacia sí.

La tierra giró sobre él. Alexéi se sintió incrustado en el asiento, comprimido contra él, como si le hubieran asestado un pesado golpe. Percibió el regusto de la sangre en la boca y en los labios. Un velo rojo comenzó a nublarle los ojos. El aparato, poniéndose casi vertical, lanzóse veloz hacia arriba. Tumbado en el respaldo del asiento, Alexéi vio por un instante en la retícula del colimador el pintarrajeado vientre de un "Junkers", las defensas aerodinámicas que protegían sus gruesas ruedas y hasta los pegotes de arcilla del aeródromo adheridos a ellas.

Apretó los dos gatillos. ¿Dónde había hecho blanco, en los depósitos, en el motor, en las bombas? No lo sabía; pero el avión alemán desapareció de pronto envuelto en la parda nube de una explosión.

El avión de Merésiev fue lanzado hacia un lado, pasando cerca de una masa de fuego. Una vez puesto el avión en vuelo horizontal, Alexéi inspeccionó el cielo. El punto le seguía a la derecha, como suspendido en el infinito azul del cielo, sobre una capa de nubes que recordaba la blanca espuma del jabón. El cielo estaba desierto, sólo en el horizonte, sobre el fondo de las lejanas nubes, se perfilaban las pequeñas rayas de los "Junkers", diseminados en diferentes direcciones. Alexéi miró el reloj y quedó sorprendido. Le parecía que el combate había durado media hora cuando menos y que la gasolina debía estar a punto de agotarse, mas el reloj mostraba que había durado, en total, tres minutos y medio.

— ¿Estás vivo? —preguntó, mirando al punto, que se había "trasladado" a la derecha y volaba a su lado.

Entre el maremágnum de sonidos oyó una voz lejana y entusiasmada:

— Estoy vivo... La tierra... Mira a tierra...

Abajo, en varios puntos del ondulado valle, removido y martirizado, ardían atufantes hogueras de gasolina; columnas de denso humo se elevaban al aire en calma. Pero Alexéi no miraba los restos de los aviones enemigos que se consumían envueltos en llamas, sino a aquellos escarabajos de un gris-verdoso que, esparcidos ya por todo el campo, reptaban por dos cañadas en dirección a las posiciones enemigas. Los de cabeza habían rebasado ya las trincheras. Vomitando por sus pequeñas trompas rojas lengüecillas de fuego, al otro lado ya de la línea de fortificaciones, seguían avanzando, a pesar de que a su espalda destellaban aún los disparos y se extendían los humillos de la artillería alemana.

Merésiev sabía bien lo que significaban aquellos cientos de escarabajos en la profundidad de las destrozadas posiciones enemigas.

Había sucedido lo que al día siguiente leyó con alborozo en los periódicos el pueblo soviético y todo el mundo amante de la libertad. En uno de los sectores del gran arco de Kursk, después de dos horas de potente preparación artillera, el Ejército Soviético había roto la defensa alemana y, penetrando con toda su fuerza por la brecha, despejaba el camino a las tropas soviéticas, que habían pasado a la ofensiva.

De los nueve aparatos de la escuadrilla del capitán Cheslov, dos no volvieron aquel día al aeródromo. En el combate fueron derribados nueve "Junkers". Nueve por dos era, sin duda, un buen resultado, tratándose de aparatos; pero la pérdida de los camaradas había ensombrecido la alegría de la victoria. Los pilotos saltaban de los aviones en silencio, sin gritar, ni gesticular; no discutían animadamente las peripecias de la pelea, viviendo de nuevo el peligro pasado, como sucedía siempre después de un combate afortunado. Con aire sombrío se dirigían al jefe del Estado Mayor, informándole parcamente, en pocas palabras, de los resultados y se separaban sin mirarse el uno al otro.

Alexéi era una persona nueva en el regimiento. Ni siquiera conocía de vista a los que habían perecido, pero se dejó dominar por el estado de ánimo general. En su vida había ocurrido el acontecimiento más grande e importante, al que había aspirado con toda su voluntad, con todas las potencias del alma, acontecimiento que había decidido toda su vida futura, y que le había devuelto a las filas de las personas sanas, en plena posesión de sus facultades. ¡Cuántas veces en la cama del hospital y, después, mientras aprendía a andar, a bailar o en tanto recuperaba los perdidos hábitos del pilotaje, con tenaces entrenamientos, había soñado con aquel día! Y ahora, cuando este día había llegado, cuando había derribado dos aviones alemanes y de nuevo podía, sin menoscabo, considerarse de la familia de los pilotos de caza, también él, como los demás, se acercó al jefe del Estado Mayor para informarle del número de sus víctimas. Merésiev precisó las circunstancias, elogió a su punto y se apartó a la sombra de un abedul, pensando en los que no habían regresado.

Sólo Petrov corría por el aeródromo sin casco de vuelo, con los cabellos rubios en desorden, agarraba del brazo a todos los que encontraba y se ponía a contar:

— ...y de pronto, veo que están al lado, bueno, se les podía alcanzar con la mano. Escúchame... y veo que el teniente enfila al de cabeza. Yo hice puntería en el contiguo. ¡Zas!

Después, se acercó corriendo a Merésiev, se tumbó junto a sus pies, sobre el blando musgo herbáceo pero, no pudiendo permanecer en aquella tranquila postura, volvió a levantarse.

— ¡Qué virajes ha hecho usted hoy! ¡Espléndidos! Hasta se me nublaba la vista... ¿Sabe usted cómo sacudí al alemán? Escúcheme... iba detrás de usted, cuando veo que, al lado, al alcance de la mano, como ahora está usted...

— Espera, vejete —le interrumpió Alexéi, y comenzó a palparse los bolsillos—. Las cartas, las cartas. ¿Dónde las habré metido?

Acababa de acordarse de las cartas recibidas aquel día y que no había tenido tiempo de leer. Al no encontrarlas en los bolsillos, se cubrió de un sudor frío. Luego, al tentarse el pecho y sentir el crujido de los sobres bajo la guerrera, suspiró aliviado. Sacó la carta de Olga, sentóse al pie del abedul y, sin escuchar a su entusiasmado amigo, comenzó a rasgar, con cuidado, uno de los bordes del sobre.

En aquel instante un ruidoso cohete estalló en el aire. La chispeante serpiente roja describió una parábola sobre el aeródromo y se apagó, dejando tras de sí una estela gris que se iba difuminando lentamente. Los pilotos se levantaron de un salto. Sobre la marcha, Alexéi volvió a guardar el sobre en el pecho, sin haber tenido tiempo de leer ni una sola línea. Al abrir el sobre sólo pudo palpar en él, además del papel de la carta, algo duro. Mientras volaba a la cabeza de su patrulla por la ruta ya conocida, palpaba el sobre de vez en cuando. ¿Qué habría en él?

Para el regimiento de cazas de la Guardia en el que ahora prestaba Alexéi sus servicios, la ruptura del frente por el ejército de tanques fue el comienzo de un arduo período de combates. Sobre el lugar de la ruptura, las escuadrillas se relevaban unas a otras. Apenas salía del combate una y tomaba tierra, en su lugar se elevaba otra y las cisternas se lanzaban a todo correr hacia la que había aterrizado. Abundantes chorros de gasolina caían en los vacíos depósitos. Sobre los calientes motores cerníase un vaho espeso, gelatinoso, semejante al que despide el campo después de una cálida lluvia de verano. Los pilotos no salían de las cabinas. Hasta la comida se les llevaba allí en cazuelas de aluminio. Pero nadie comía. Tenían el pensamiento puesto en otra cosa y los bocados se atascaban en la garganta.

Cuando la escuadrilla del capitán Cheslov aterrizó de nuevo y los aparatos, dirigiéndose al bosquecillo, comen­zaron a proveerse de gasolina, Merésiev, sonriente, con­tinuó sentado en la cabina, sintiendo la laxitud de un agradable cansancio, mirando impaciente al cielo y gritando a los repostadores. Anhelaba volver al combate, anhelaba volver a medir sus fuerzas. Palpaba a menudo los crujientes sobres que llevaba en el pecho, pero, en tal situación, no tenía ganas de leer las cartas.

Sólo por la tarde, cuando empezó a oscurecer, se per­mitió que las dotaciones se retirasen a sus refugios. Merésiev no marchó por el atajo del bosque que seguía habitualmente, sino dando un rodeo, a través del campo cubierto de maleza. Quería concentrarse, descansar del rui­do y del estruendo, de las abigarradas impresiones de aquel interminable día.

La tarde era clara, perfumada y tan apacible que el ruido del ya lejano cañoneo no parecía ser el estruendo del combate, sino el tronar de una tormenta que pasara de largo. El sendero atravesaba lo que antes fuera campo de centeno. Aquella misma maleza triste y rojiza, que en el corriente mundo humano asoma tímidamente sus finos tallos en los apartados rincones de los patios y en los montones de piedras colocadas en las lindes de los campos, es decir, allí donde el ojo atento del dueño mira sólo de tarde en tarde, alzábase aquí como un muro continuo, enorme, insolente, fuerte, cubriendo la tierra fertilizada por el sudor de muchas generaciones de labriegos. Y sólo de vez en cuando, como débil hierbecilla completamente asfixiada por la maleza, asomaban escasas y enclenques espiguitas de centeno silvestre. La insolentada maleza absorbía todo el jugo de la tierra y todo el calor del sol, privando al centeno de alimento y de luz, y sus espiguitas se habían secado aún antes de florecer, sin llegar a granar.

Merésiev pensó que así habían querido los fascistas echar sus raíces en nuestra tierra, absorber sus jugos, alzarse insolentes y amenazadores sobre nuestras riquezas, ocultar el sol, y desalojar al gran pueblo laborioso y fuerte de sus campos, de sus huertos; privarle de todo, desecarlo, asfixiarlo, igual que las malezas asfixiaron esas lánguidas espiguitas, que habían perdido ya hasta la forma exterior del fuerte y hermoso cereal. Y sintiendo un acceso de furor infantil, Alexéi comenzó a golpear con su bastón las cabezuelas rojizas, oscuras y pesadas de las hierbas parásitas, regocijándose al ver derribados en verdaderos haces los insolentes tallos. Sudaba a chorros, pero seguía golpeando sin cesar las malezas que asfixiaban el centeno, sintiendo con alegría en su cansado cuerpo la sensación de la lucha y del movimiento.

Inesperadamente, resopló a su espalda un "pasaportodo" que, haciendo rechinar los frenos, se detuvo en el camino. Merésiev, sin mirar, adivinó que el que le había alcanzado, sorprendiéndole en una ocupación tan infantil, era el jefe del regimiento. Alexéi enrojeció tanto, que las orejas parecían arderle; simulando no haber reparado en el coche, comenzó a escarbar en la tierra con el bastón.

— ¿Segamos? Buena ocupación. He recorrido todo el campo preguntando: ¿Dónde está nuestro héroe, dónde se ha metido nuestro héroe? Y aquí lo tienes, haciendo la guerra a la maleza.

El coronel saltó del coche. El mismo lo conducía mag­níficamente y le gustaba, en los ratos libres, dirigirlo con sus propias manos, al igual que le gustaba dirigir por sí mismo su regimiento en los ejercicios difíciles, y luego, por las noches, hurgar y tiznarse con los mecánicos en los motores llenos de grasa. Habitualmente iba vestido con un mono azul, y sólo por las autoritarias arrugas de su enjuto rostro y la nueva y elegante gorra de piloto se le podía distinguir de la tiznada tribu de mecánicos.

Cogió por los hombros a Merésiev que, azorado, seguía escarbando en la tierra con el bastón.

— Bien, déjeme que le mire de cerca. Diantre, pues no veo en usted nada de particular. Ahora puedo confesárselo: cuando le enviaron a mi regimiento, no creía, a pesar de todo, lo que decían de usted en el Ejército, no creía que podría aguantar un combate y menos como... ¡Gloria a nuestra madre Rusia! Le felicito. Le felicito y le admiro. ¿Vive en la "topera"? Suba, le llevaré.

El coche arrancó y lanzóse por la pista de campaña, embalado a toda velocidad, haciendo en las curvas virajes vertiginosos.

- Bien, ¿tal vez necesite algo? Pídamelo, no tenga reparo, tiene usted derecho —dijo el jefe, conduciendo el coche con habilidad a través del bosquecillo, a campo traviesa, por entre los montículos de las chabolas de la "topera", como llamaban los aviadores a su ciudad subterránea.

- No, no necesito nada, camarada coronel. Soy uno más. Lo mejor sería que se olvidara de que no tengo pies.

- Tiene razón. ¿Cuál es la de usted? ¿Esta?

El coronel frenó bruscamente a la entrada misma de la chabola. Apenas tuvo tiempo de descender Merésiev, cuando el "pasaportodo", rugiente y haciendo crujir las ramas secas, desapareció dando virajes entre los abedules y robles del bosque.

Alexéi no entró en la chabola. Se echó al pie de un abedul, sobre el musgo húmedo y felpudo que olía a setas, y con cuidado sacó del sobre la carta de Olga. Una fotografía resbaló de la mano y fue a caer sobre la hierba. Alexéi la recogió. El corazón latíale con fuerza y aceleradamente.

Desde la fotografía le miraba un rostro conocido y, al mismo tiempo, completamente distinto del que recordaba. Olga estaba retratada con uniforme militar. La guerrera, el cinturón, la Orden de la Estrella Roja, incluso el distintivo de la Guardia, todo le sentaba muy bien. Semejaba un muchacho delgado y bien parecido, vestido de oficial del ejército. Sólo que este muchacho tenía un rostro fatigado y sus ojos grandes, redondos, luminosos, miraban con una penetración impropia de un joven.

Alexéi contempló largamente esos ojos. El alma se le inundó de una dulce e inconsciente melancolía, como la que se siente al escuchar por la noche los sonidos lejanos de la canción amada. En el bolsillo encontró la antigua foto de Olga en donde ésta se hallaba retratada con un vestido de vivos colores, en un campo florido, salpicado de las blancas estrellitas de la manzanilla. Y —¡cosa extraña!— la muchacha vestida con uniforme militar, de ojos fatigados, a la que él no había visto nunca, le era más querida y estaba más cerca de él que aquella que él conocía. Al dorso de la foto había escrito: "No me olvides".

La carta era breve y optimista. La muchacha mandaba ya una sección de zapadores. Pero su sección, ahora, no combatía, se dedicaba a un trabajo pacífico: a la re­construcción de Stalingrado. Olga escribía muy poco de sí misma, en cambio, hablaba con apasionamiento de la noble ciudad, de sus ruinas que revivían, de cómo las mujeres, muchachas y adolescentes, llegadas de todos los confines del país para reedificar la ciudad, instaladas en los sótanos, en los fortines, en los blindajes que habían quedado de la guerra, en vagones ferroviarios, en barracas de madera contrachapada, en viviendas cavadas en la tierra, construían y restauraban la ciudad. Le contaba también que se decía que cada obrero de la construcción que trabajara bien recibiría después un piso en el nuevo Stalingrado. Si fuera así, Alexéi debía saber que tendrá dónde descansar después de la guerra.

Como era verano, oscureció rápidamente. Alexéi leyó las últimas líneas alumbrando la carta con su linterna de bolsillo. Cuando la hubo leído, iluminó otra vez la foto­grafía. Los límpidos ojos del muchacho-soldado miraban con severidad. "Querida, querida mía, la vida no te es fácil... ¡La guerra, no ha pasado de largo junto a ti, pero tampoco te ha quebrantado! ¿Me esperas? ¡Espera, espera! ¿Me quieres, verdad? ¡Quiéreme, quiéreme, amada mía!" Y, de pronto, Alexéi sintió vergüenza: hacía año y medio, que le ocultaba a ella, al combatiente de Stalingrado, su desgracia. Sentía deseos de bajar al refugio para escribirle todo con honradez y franqueza: "Que decida, y cuanto antes mejor. Cuando todo esté claro, los dos sentiremos alivio".

Después de lo hecho este día podía hablar con ella de igual a igual. Ya no sólo volaba, sino que combatía. Él se había prometido, habíase hecho el juramento de contárselo todo cuando sus esperanzas hubieran fallado o cuando en el combate demostrase ser igual a los otros. Y ya lo era. Dos aviones alemanes habían sido derribados por él, y habían ardido entre los arbustos a la vista de todos. El oficial de guardia lo había anotado en el diario de campaña. Habían mandado informes de ello a la división, al Ejército y a Moscú.

Por tanto, el juramento había sido cumplido y podía escribir... "Pero, pensándolo bien, ¿acaso son los "Junkers" un verdadero enemigo para un caza? Claro que un buen cazador no contará, para demostrar su habilidad en la caza, que ha matado, digamos, una liebre".

En el bosque se espesaban las sombras de una cálida y húmeda noche. Ahora, cuando el fragor del combate se había desplazado hacia el Sur y el resplandor de los lejanos incendios divisábase apenas a través de la enramada, se oían con precisión todos los ruidos nocturnos del fragante y florido bosque estival: el frenético y penetrante cantar de los grillos en el lindero del bosque, el croar de centenares de ranas en el vecino pantano, el brusco graznido del rascón, y, dominando todo ello, el canto del ruiseñor, que imperaba en la húmeda penumbra, llenándolo todo con sus trinos.

Las blancas manchas de la luna, alternando con las sombras negras, trepaban por la hierba a los pies de Alexéi, que aún permanecía sentado bajo el abedul, sobre el blando musgo, ya húmedo. Volvió a sacar la fotografía del bolsillo, la puso sobre las rodillas y, mirándola a la luz de la luna, quedó pensativo. Sobre su cabeza, en el claro cielo de un azul oscuro, volaban, una tras otra, rumbo al Sur, las pequeñas siluetas oscuras de los aviones de bombardeo nocturno. Sus motores rugían en tono de bordón, pero incluso esta voz de la guerra parecía ahora en el bosque, todo iluminado por la luna y colmado de los trinos de los ruiseñores, el pacífico zumbar de unas cetonias. Alexéi lanzó un suspiro, guardó la fotografía en el bolsillo de la guerrera, saltó como impulsado por un resorte, sacudiéndose el encanto mágico de esa noche y, haciendo crujir las ramas secas, corrió a su refugio, donde roncaba ya, plácida y sonoramente, Petrov, extendido como un héroe de leyenda sobre la estrecha cama de campaña.

5

Las tripulaciones fueron despertadas antes del ama­necer. El Estado Mayor del Ejército había recibido una información en la que se comunicaba que al sector de la ruptura de los tanques soviéticos se había trasladado durante la noche anterior una gran unidad de aviación alemana. Los datos de la observación terrestre, confirmados por los informes de los agentes, permitían llegar a la conclusión de que el mando alemán, dándose cuenta del peligro creado por la ruptura realizada por los tanques soviéticos en la base misma del arco de Kursk, había llamado a la división aérea "Richthofen", completada con los mejores ases de la aviación de Alemania. Esta división, destrozada la última vez en Stalingrado, había vuelto a reorganizarse en la profunda retaguardia de los alemanes. Se prevenía al regimiento de que el enemigo supuesto era numeroso, disponía de los aparatos "Focke-Wulf-190" más modernos y contaba con una gran experiencia de combate. Se dio la orden de estar alerta, de cubrir sólidamente los segundos escalones de las unidades móviles, que habían comenzado por la noche a aproximarse a los tanques que habían roto el frente.

¡"Richthofen"! Los pilotos avezados conocían bien el nombre de esta división, que se encontraba bajo la pro­tección especial de Hermann Goering. Los alemanes la enviaban siempre a donde las cosas marchaban mal. Los pilotos de esa división, parte de los cuales habían pirateado ya contra la España republicana, combatían con habilidad y furia y pasaban por ser el enemigo más peligroso...

— Dicen que han llegado unos tales "Richthofen". ¡Qué bueno sería encontrarlos! ¡Ya les daríamos para el pelo a esos "Richthofen"! ¿Eh? —peroraba Petrov en el comedorcillo, mientras devoraba con premura su desayuno y miraba por la abierta ventana, tras la cual la camarera Raia elegía unos ramilletes entre un montón de flores silvestres y los ponía en las vainas de unos proyectiles abrillantados con tiza.

Esta belicosa parrafada a cuenta de los "Richthofen" era dirigida, naturalmente, no tanto a Alexéi —que ya había terminado de tomar su café—, como a la muchacha que, afanada con las flores, no dejaba de echar miradas de reojo al sonrosado y guapo Petrov. Merésiev los observaba con sonrisa bonachona. Pero cuando se trataba de cosas serias no gustaba de bromas ni de conversaciones vacías:

— Los "Richthofen" no son cualquier cosa. Los "Richthofen" que tienes que volar ojo avizor, si no quieres arder hoy entre la maleza. Significa ser todo oídos, no perder el contacto. Los "Richthofen", hermano, son unas fieras, que, antes que tú puedas abrir la boca, ya estás crujiendo entre sus mandíbulas...

Al amanecer, despegó la primera escuadrilla, mandada personalmente por el coronel. Mientras ésta actuaba, se preparaba para volar el segundo grupo de doce cazas, que debía ser conducido por el comandante de la Guardia Fedótov, Héroe de la Unión Soviética, el piloto más experto del regimiento, después del jefe. Los aparatos estaban ya listos, los pilotos ocupaban su asiento en la cabina. Los motores marchaban al ralentí, a causa de lo cual, en el lindero del bosque soplaba un vientecillo intermitente parecido al que barre la tierra y sacude los árboles antes de la tempestad, cuando ya caen ruidosamente sobre la sedienta tierra los primeros goterones de la lluvia.

Sentado en la cabina, Alexéi seguía con la vista a los aviones del primer grupo, que descendían bruscamente, como si resbalasen del cielo. En contra de su voluntad, los iba contando. Cuando entre el aterrizaje de dos aparatos se producía algún intervalo, comenzaba a sentir inquietud. Pero tomó tierra el último. ¡Todos! Alexéi sintióse aliviado.

No había terminado el último avión de apartarse ro­dando, cuando arrancó de su sitio el "uno" del comandante Fedótov. Los cazas despegaban por parejas. Formaron sobre el bosque. Haciendo alabeo, Fedótov tomó el rumbo.

Volaban bajo, con precaución, manteniéndose en la zona de la ruptura de la víspera. Ahora la tierra corría veloz bajo el avión de Alexéi, ya no desde gran altura, desde un plano alejado, que da a todo un aspecto irreal, de juguete, sino de cerca. Lo que el día anterior, desde arriba, le parecía un juego, desplegábase ahora ante él como un campo de batalla inmenso, inabarcable. Bajo las alas del avión pasaban vertiginosos los campos, los prados, los bosquecillos removidos por los proyectiles y las bombas, cruzados de trincheras y zanjas. Divisábanse, diseminados por el campo, cadáveres, piezas abandonadas por sus servidores —cañones sueltos o baterías completas—, y allí donde la artillería había alcanzado a las columnas, se veían tanques averiados y largos montones de madera y de hierro retorcido. Pasó un gran bosque completamente arrasado por el cañoneo. Desde arriba, parecía un campo pateado por una enorme yeguada. Todo ello desfilaba con la rapidez de una cinta cinematográfica, que parecía no tener fin.

Todo atestiguaba lo tenaz y cruento de la batalla, las grandes pérdidas y la grandiosidad de la victoria alcanzada allí.

Las huellas apareadas de las orugas de los tanques surcaban en todas direcciones el amplio terreno. Iban lejos, muy lejos, hacia la profundidad de las posiciones alemanas, y había muchas huellas como ésas. Veíanse por doquier, hasta el mismo horizonte, como si una enorme manada de fieras desconocidas, sin atender a caminos, hubiera pasado veloz hacia el Sur a campo traviesa. Y en pos de los tanques, dejando tras de sí azuladas estelas de polvo que se divisaban desde lejos, avanzaban por las carreteras —desde arriba parecía que avanzaban muy lentamente— interminables columnas de artillería motorizada, de cisternas, de gigantescos furgones-talleres arrastrados por tractores y camiones cubiertos de lona embreada. Pero cuando los cazas tomaron altura, todo aquello recordaba el bullir de las hormigas, moviéndose por sus senderillos durante la primavera.

Como si fuera entre las nubes, los cazas se ocultaban entre las estelas de polvo —que se elevaban a gran altura en aquel aire en calma—, volando a lo largo de la columna hasta los "pasaportodo" que marchaban en cabeza y en los que debía ir el mando de los tanques. Sobre las columnas motorizadas, el cielo estaba libre, pero allá a lo lejos, en la brumosa línea del horizonte, se divisaban ya las humaredas desiguales del combate. El grupo volvió hacia atrás, serpenteando en el cielo insondable. En aquel momento, Alexéi divisó en el mismo horizonte, al principio una, después todo un enjambre de rayitas suspendidas sobre la tierra. ¡Los alemanes! También volaban pegados a la tierra, y se dirigían evidentemente hacia las estelas de polvo que se distinguían desde lejos soore los rojizos campos cubiertos de maleza. Alexéi miró instintivamente hacia atrás. Su punto le seguía, guardando la mínima distancia.

El piloto aguzó el oído y desde lejos oyó una voz:

— Soy Gaviota dos, Fedótov; soy Gaviota dos, Fedótov. ¡Atención! ¡Seguidme!

La disciplina en el aire —donde los nervios del piloto se encuentran a la máxima tensión— es tal que éste ejecuta las disposiciones del jefe, a veces incluso antes de que aquél termine de dar la orden. Mientras allá a lo lejos, entre ruidos y silbidos, sonaban las palabras de la nueva orden, todo el grupo, por parejas, pero guardando una formación general cerrada, viró para interceptar el paso a los alemanes. Todo se puso en tensión hasta el límite: la vista, el oído, el pensamiento. Alexéi no veía nada, excepto los aviones enemigos, que crecían rápidamente ante sus ojos; no escuchaba nada, excepto los ruidos y crujidos en los au­riculares, bajo el casco de vuelo, donde debía resonar la orden. Pero, en vez de aquello, oyó de pronto, con toda claridad, una voz en un idioma extranjero que pronunciaba con excitación:

Achtung! Achtung!... "La-fünf. Achtung! —gritaba la voz (al parecer se trataba de un apuntador terrestre alemán), advirtiendo del peligro a sus aviones.

La famosa división aérea alemana tenía por costumbre instalar cómodamente en el campo de combate toda una red de apuntadores y observadores terrestres, provistos de emisoras y lanzados previamente en paracaídas, durante la noche, a la zona de posibles encuentros aéreos.

Con menos claridad ya, oyó otra voz ronca e irritada en alemán:

Oh, Donner wetter! Links, "La-fünf"! Links, "La-fünf"!

En el tono de contrariedad de aquella voz, percibíase una alarma mal encubierta.

— "Richthofen", y sin embargo, teméis a los "Lávochkin" —masculló Merésiev sarcástico, mirando hacia la formación enemiga que se acercaba a ellos y sintiendo en todo su contraído cuerpo esa alegre ingravidez, ese entusiasmo avasallador que corta la respiración.

Examinó con atención al enemigo. Eran aparatos de caza y asalto "Focke-Wulf-190"; aparatos fuertes, ágiles, que acababan de aparecer entonces y a los cuales los pilotos soviéticos habían bautizado ya con el nombre de "focas".

Su número era dos veces mayor. Guardaban la formación rigurosa que caracterizaba a las unidades de la división "Richthofen"; volaban en formación escalonada, por parejas, dispuestas de manera que cada una de ellas defendiera la cola de la que le precedía. Aprovechando la ventaja de la altura, Fedótov condujo su grupo al ataque. Alexéi había elegido ya mentalmente enemigo y, sin perder de vista a los demás, lanzóse sobre él, tratando de retenerlo en la retícula del colimador. Pero alguien se había adelantado a Fedótov. Un nuevo grupo de cazas surgió desde otro lado y atacó con ímpetu a los alemanes desde arriba y con tanto éxito que rompió inmediatamente su formación. En el aire comenzó el barullo. Ambas formaciones se dispersaron en parejas y cuartetos que combatían entre sí. Los cazas trataban de cortar la formación del enemigo con sus ráfagas de balas, ponérsele en cola, atacarle de flanco.

Las parejas volaban en círculo, persiguiéndose mu­tuamente. En el aire comenzó una complicada zarabanda.

Tan sólo un ojo experto podía orientarse en aquella baraúnda, como únicamente un oído habituado podía di­ferenciar cada uno de los sonidos que llegaban al piloto a través de los auriculares. ¡Qué no se oiría en el éter en aquel momento! El bronco y rotundo juramento del que va al ataque y la exclamación de espanto del derribado; el grito de triunfo del vencedor y el lamento del herido; el rechinar de dientes del que se lanza a un brusco viraje y el jadeo de una respiración entrecortada. Uno, en la embriaguez del combate, cantaba una canción en lengua extraña; otro había clamado puerilmente "¡madre!"; y un tercero, que, por lo visto, debía estar apretando los gatillos, exclamaba con ira: "¡Toma, perro! ¡Toma, perro! ¡Toma, perro!"

La víctima escogida se escurrió del colimador de Merésiev. En su lugar vio, más arriba de él, un caza "Yak" a cuya cola se había aferrado sólidamente un "foca" de forma de puro, con alas rectas. De las alas del "foca" salían ya dos franjas paralelas de balas hacia el "Yak". Había tocado su cola. Merésiev, haciendo la vela, se lanzó hacia arriba en ayuda del "Yak". En una partícula de segundo surgió sobre él una sombra oscura y en ella procuró meter una larga ráfaga con todas sus armas. No vio lo que pasó con el "foca". Sólo pudo observar que el "Yak" con la cola averiada seguía volando ya solo. Merésiev miró hacia atrás: ¿no se habría perdido el punto en todo aquel jaleo? No, iba casi al lado.

— No te rezagues, vejete —dijo Alexéi entre dientes.

A sus oídos llegaban zumbidos, chasquidos, canciones; resonaban en dos idiomas gritos de triunfo y de espanto, ronquidos, juramentos, un jadeo entrecortado. Por aquellos sonidos y ruidos diríase que no eran aviones de caza los que luchaban a mucha altura sobre la tierra, sino adversarios que se hubiesen enzarzado en un combate cuerpo a cuerpo y, resoplando y jadeando, puestas en tensión todas sus fuerzas, rodasen por el suelo.

Merésiev escrutó el aire, buscando enemigo. De pronto, sintió un escalofrío en la espalda y se le erizaron los cabellos. Un poco más abajo vio un "La-5" que era atacado desde arriba por un "foca". No pudo ver el número del avión soviético, pero comprendió, presintió que era Petrov. El "Focke-Wulf" se había lanzado directamente hacia él, disparando con todas sus armas. A Petrov quedábale de vida una partícula de segundo. Eso ocurría demasiado cerca y Alexéi, de acuerdo con las reglas del ataque aéreo, no podía correr en ayuda de su amigo. No había tiempo ni lugar para maniobrar. El afán de salvar la vida del camarada en peligro inminente impulsó a Merésiev a correr el riesgo. Lanzó su avión hacia abajo por la vertical y metió gases. El avión, arrastrado por su propio peso, multiplicado por la inercia y por el motor a plena potencia, retemblando por la tensión inusitada, se precipitó como una piedra, más aún, como un cohete, sobre el cuerpo de alas cortas del "foca", envolviéndole en los hilos de sus ráfagas. Sintiendo que aquella velocidad insensata, aquel brusco descenso le hacía perder el conocimiento, Merésiev, en su vertiginosa caída al abismo, apenas si pudo observar con sus ojos turbios e inyectados en sangre, que delante mismo de su hélice el "foca" se envolvía en la nube de humo de una explosión. ¿Y Petrov? Había desaparecido. ¿Dónde estaba? ¿Derribado? ¿Habría logrado saltar? ¿Se habría marchado?

El cielo estaba limpio a su alrededor. Desde lejos, desde el avión ya invisible, en el encalmado éter, resonaba la voz:

— Soy Gaviota dos, Fedótov; soy Gaviota dos, Fedótov. Formad tras de mí, formad tras de mí- A casa. Soy Gaviota dos...

Por lo visto, Fedótov reunía el grupo.

Una vez ajustadas las cuentas al "Focke-Wulf", Merésiev sacó su avión del enloquecedor picado vertical y respiró con avidez, profundamente, deleitándose con la tranquilidad reinante, sintiendo la alegría del peligro ya pasado, la alegría de la victoria. Miró a la brújula para determinar el rumbo de regreso y, al observar que le quedaba poca gasolina, frunció el ceño: era poco probable que le bastara para llegar hasta el aeródromo. Pero más espantoso aún que el que la aguja del nivel de gasolina estuviera cerca del cero fue lo que vio a continuación: de las revueltas guedejas de una esponjosa nube, volando derecho hacia él, surgió un "Focke-Wulf-190", venido quién sabe de dónde. No tenía tiempo para pensar, ni posibilidades de evitarle.

Los adversarios se lanzaron impetuosamente el uno contra el otro.

6

El estruendo del combate aéreo entablado sobre las carreteras por las cuales se extendían los servicios de reta­guardia del ejército a la ofensiva, no sólo era escuchado por sus participantes, que se encontraban en las cabinas de los aviones en lucha.

Por medio de un potente receptor de radio, lo escuchaba desde el aeródromo el jefe del regimiento de cazas de la Guardia, coronel Ivanov. Como "as" experimentado,' comprendía, por los sonidos que traía el éter, que el combate era ardiente y que el enemigo, experto y tenaz, no quería abandonar el espacio. La noticia de que Fedótov había entablado un difícil combate sobre las carreteras cundió rápidamente por el aeródromo. Cuantos podían hacerlo salieron del bosque al calvero y miraban con inquietud hacia el Sur, por donde debían venir los aviones.

Los médicos, con batas blancas, salieron corriendo del comedor con el bocado en la boca. Las ambulancias, de grandes cruces rojas en los techos, desembocaron, como elefantes, de los matorrales, preparadas para actuar y con los motores funcionando.

Tras la cresta de los árboles hizo su aparición la primera pareja que, sin dar vuelta alguna, aterrizó y rodó por el extenso campo: eran el "uno" del Héroe de la Unión Soviética Fedótov y el "dos" de su punto. Tras ellos aterrizó a la vez la segunda pareja. En el aire, sobre el bosque, continuaban zumbando los motores de los aviones que regresaban a su base.

El séptimo, el octavo, el noveno, el décimo —contaban en voz alta los que estaban en el campo, mirando cada vez con mayor atención al cielo. Los aviones que habían aterrizado salían del campo, se iban a sus caponeras y allí enmudecían. Pero faltaban dos aparatos.

Entre los que esperaban se hizo el silencio. Pasó un mi­nuto terriblemente lento.

— Merésiev y Petrov —susurró alguien.

De pronto, una voz femenina —que se expandió por todo el campo— chilló alborozada:

— ¡Viene!

Se oyó el ruido de un motor. Tras las copas de los abedules, casi rozándolos con las ruedas desplegadas, salió el "doce". El avión estaba averiado, tenía arrancado un trozo de la cola, el extremo del ala izquierda tremolaba colgando de un cable. El avión tocó tierra de una manera extraña, dio un gran bote, volvió a tocar tierra y saltó de nuevo. Así siguió saltando casi hasta el final del aeródromo y, de pronto, se paró, con la cola ligeramente levantada. Las ambulancias, con los médicos en los estribos, algunos "pasaportodo" y todo el grupo de los que esperaban lanzáronse hacia el aparato. De la cabina no salía nadie.

Corrieron la cubierta. Derrumbado en el asiento hallábase el cuerpo de Petrov, nadando en un charco de sangre. La cabeza fláccida caía sobre el pecho. El rostro estaba cubierto por los largos mechones de pelo rubio y húmedo. Los médicos y las enfermeras le desabrocharon las correas, le quitaron la bolsa con el paracaídas, ensangrentada y rota por un cascote, y depositaron con precaución en el suelo el cuerpo inerte. El piloto tenía las piernas atravesadas por las balas y lesionada una mano. Por el mono azul se extendían rápidamente unas manchas oscuras.

Petrov fue vendado allí mismo; luego le pusieron en una camilla y comenzaron a meterlo en una ambulancia. En aquel momento abrió los ojos. Murmuró algo, pero tan débilmente que no era posible oírle. El coronel se inclinó hacia él.

- ¿En dónde está Merésiev? —preguntó el herido.

- No ha aterrizado aún.

Alzaron de nuevo la camilla, pero el herido se opuso con enérgicos movimientos de cabeza, e incluso hizo ademán de saltar de ella:

— ¡Quietos, no me lleven, no quiero! Esperaré a Merésiev. Él me ha salvado la vida.

Y eran tan enérgicas las protestas del piloto y sus amenazas de arrancarse el vendaje, que el coronel, vol­viéndose, murmuró entre dientes:

— Bien, déjenlo. Que espere. A Merésiev no le queda combustible más que para un minuto. No se va a morir.

El coronel seguía con la vista las pulsaciones del rojo segundero, moviéndose por el círculo del cronómetro. To­dos miraban, aguzando el oído, hacia el bosque azulado, tras cuyas almenas debía aparecer el último avión. Pero, excepto el lejano retumbar del cañoneo y los picotazos del pájaro carpintero que golpeaba insistentemente por allí cerca, no se oía nada.

¡Qué largo es un minuto algunas veces!

7

Los adversarios se habían lanzado, a pleno gas, el uno contra el otro.

El "Lávochkin-5" y el "Focke-Wulf-190" eran aviones veloces. Alexéi Merésiev y el "as" alemán, desconocido para él, de la famosa división "Richthofen" lanzáronse a un ataque frontal, con una velocidad que superaba a la del sonido. En la aviación este ataque dura sólo unos instantes, durante los cuales ni el hombre más diestro podría encender un cigarrillo, pero que exigen del piloto tal tensión de nervios, fuerzas morales tan bien templadas que en el combate en tierra bastarían para estar luchando todo un día.

Hay que imaginarse lo que significa dos aviones de caza veloces lanzados a toda celeridad el uno contra el otro. El avión del adversario crece a ojos vistas. Van surgiendo todos sus detalles, se le ven los planos, el círculo brillante de la hélice, los puntos negros de los cañones. Un momento más, y los aparatos chocarán, haciéndose añicos, y nadie podrá encontrar ni el más mínimo trozo de los aviones ni de las personas. En esos instantes no sólo se pone a prueba la voluntad del piloto, se contrastan también todas sus fuerzas morales. El pusilánime, el que no resiste la espantosa tensión nerviosa, el que es incapaz de inmolarse en nombre de la victoria, tira instintivamente hacia sí de la palanca para escapar del huracán mortal que se le viene encima; pero un instante después su avión se desploma con el vientre abierto o con un ala cercenada. No hay salvación posible. Los pilotos avezados saben esto muy bien y sólo los más valientes se deciden a entablar el ataque frontal.

Los dos adversarios avanzaban furiosamente el uno contra el otro.

Alexéi comprendió que el que venía a su encuentro no era un novicio de la llamada recluta de Goering, de esos que aprendieron a volar en cursos abreviados y a los que lanzaban al combate para cubrir las brechas abiertas en la aviación alemana a consecuencia de las enormes pérdidas sufridas en el frente Oriental. Al encuentro de Merésiev venía un "as" de la división "Richthofen", cuyo aparato ostentaría, seguramente, unas siluetas de avión dibujadas, testimonio de más de una victoria. Este no se amilanaría, no se echaría a un lado, no rehuiría el encuentro.

— ¡Aguanta, "Richthofen"! —bramó entre dientes Alexéi, y, mordiéndose los labios hasta hacerse sangre, contrayéndose en un manojo de tensos músculos, pegó los ojos al colimador, imponiéndose con toda su voluntad cerrar los ojos ante el avión enemigo que se le venía encima.

Era tal su tensión que parecíale ver, a través del claro semicírculo de su hélice, el parabrisas transparente de la cabina del adversario y tras él dos ojos humanos que le miraban fijamente. Sólo los ojos, llameantes de odio fre­nético. Fue una alucinación provocada por el estado en que se hallaba, pero Alexéi los vio con toda claridad. "¡Se acabó!" —pensó, contrayendo con más fuerza aún todos sus músculos. "¡Se acabó!" y mirando hacia adelante, siguió al encuentro del creciente torbellino. "No, el alemán tampoco virará. ¡Se acabó!"

Se dispuso a una muerte instantánea. Mas, de súbito, cuando le parecía que el adversario se hallaba a una distancia en que se le podía tocar con la mano, el alemán no resistió: se deslizó hacia arriba y en el segundo cuando ante Alexéi brilló, como el resplandor del rayo, el vientre azul iluminado por el sol, apretó todos los gatillos a la vez y lo rajó con tres chorros de fuego. Inmediatamente hizo un looping. Y cuando la tierra pasaba veloz sobre su cabeza, vio —destacándose sobre su rojizo fondo— un avión que volteaba débil y lentamente. Un frenético sentimiento de triunfo se apoderó de él y gritó:

- ¡Olga!

Olvidado de todo, comenzó a describir en el aire ceñidos círculos, acompañando al alemán en su último viaje hasta la misma tierra, rojiza por la maleza, hasta que aquél, levantando una columna de humo negro, no se hubo estrellado contra el suelo.

Sólo entonces remitió la tensión nerviosa de Merésiev: los músculos, que se habían petrificado, distendiéronse; sintió un enorme cansancio y su mirada cayó de súbito sobre la escala del nivel de gasolina. La aguja temblaba junto al mismo cero.

Le quedaba gasolina para tres minutos, todo lo más para cuatro. Y para llegar al aeródromo le eran necesarios, por lo menos, diez minutos. Eso sin contar el tiempo que emplearía en ganar altura. "¡Por haber acompañado al "foca" hasta tierra!... ¡Eres una criatura, un estúpido!" —increpóse Merésiev.

El cerebro le funcionaba con agudeza y lucidez, como suele ocurrir en los momentos de peligro a las personas audaces y de sangre fría. Ante todo, ganar la mayor altura posible. Pero no describiendo círculos, no; ganar altura y, al mismo tiempo, acercarse al aeródromo. Bien.

Una vez puesto el avión en su debido rumbo y al ver la tierra separarse, mientras el horizonte se cubría gra­dualmente de espirales de humo, prosiguió —ya más tran­quilo— sus cálculos. Con el combustible no había que contar. Aunque el nivel de gasolina le mintiese un tanto, de todas formas, no tendría combustible suficiente. ¿Aterrizar en el camino? ¿Pero en dónde? Mentalmente recordó todo el breve trayecto. Florestas, bosquecillos pantanosos, campos ondulados en la zona de fortificaciones permanentes, removidos en todas direcciones, llenos de embudos, cubiertos de, alambradas.

No. Aterrizar era la muerte.

¿Saltar en paracaídas? Eso sí podía hacerlo. ¡Ahora mismo, si quería! Correr la cubierta, dar un viraje, tirar de la palanca hacia sí, un salto y... ¡asunto concluido! Pero, ¿y el avión?, ¡aquel pájaro maravilloso, ágil, preciso, cuyas cualidades le habían salvado la vida tres veces durante aquel día! ¿Abandonarlo, destrozarlo, convertirlo en un montón de chatarra de aluminio? ¿Responsabilidades? No, no temía las responsabilidades. - En semejante situación aconsejábase, incluso era obligatorio, lanzarse en paracaídas. En aquel instante el aparato le parecía un ser vivo, magnífico, poderoso, noble y fiel, cuyo abandono, por su parte, sería una repugnante traición. Y además, volver sin su aparato de los primeros combates y vegetar en la reserva, a la espera de uno nuevo; quedarse inactivo precisamente en momentos tan apasionantes, cuando en el frente se estaba forjando nuestra gran victoria. Estar mano sobre mano en tales días...

— ¡Que te crees tú eso! —exclamó Alexéi en voz alta, como rechazando rotundamente una propuesta de alguien.

"¡Volar hasta que se pare el motor! ¿Y entonces? Entonces ya veremos".

Y subió hasta una altura de tres mil metros, luego hasta cuatro, examinando el terreno, tratando de encontrar aunque sólo fuera un pequeño calvero. En el horizonte azuleaba ya, confusamente, el bosque tras el cual se encontraba el aeródromo. Quedaban hasta él sólo unos quince kilómetros. La aguja del indicador de gasolina ya no temblaba: se apoyaba firmemente en el tornillito tope. Pero el motor seguía funcionando. ¿Con qué? ¡Más alto, más alto!... ¡Así!

De pronto, el rítmico zumbar del motor —que el oído del piloto ni siquiera advierte, como el hombre sano no repara en el latido del corazón— cambió de tono. Alexéi lo captó en seguida. El bosque se distinguía con claridad, hasta él quedaban unos siete kilómetros y volaba sobre él a unos tres o cuatro mil metros. No era mucho, pero la marcha del motor cambiaba de un modo siniestro. El piloto percibía aquello en todo su ser, como si en vez del motor fuera él mismo el que comenzara a asfixiarse. Y de pronto, lo espantoso: el "chik, chik, chik", que como un agudo dolor se extendía por todo su cuerpo...

Pero no, no pasaba nada. De nuevo funcionaba nor­malmente. "¡Funciona, funciona, hurra! ¡Funciona! Ya volaba sobre el bosque, ya se veían desde arriba las copas de los abedules, la verde y rizada espuma que se agitaba al sol. El bosque. Ahora sí que no podía tomar tierra más que en su aeródromo. Todos los caminos estaban cortados. "¡Adelante, adelante!"

— ¡Chik, chik, chik!...

Chasqueó otra vez. ¿Para mucho tiempo? El bosque estaba abajo. El camino corría por la arena, recto y liso como la raya del pelo en la cabeza del jefe del regimiento. Ahora faltaban tres kilómetros hasta el aeródromo. Allí estaba, detrás del límite almenado, que Alexéi creía ver ya.

¡Chik, chik, chik, chik! Y, de pronto, todo quedó silencioso, tan silencioso, que se escuchaba el zumbido del viento. ¿Era el fin? Merésiev sintió un escalofrío por todo el cuerpo. ¿Saltar? No, un poco más... Condujo al avión en un planeo suave y comenzó a deslizarse por la pendiente aérea, tratando de hacer ésta lo más suave posible y, al mismo tiempo, no dejando al aparato entrar en barrena.

¡Qué espantoso es ese silencio absoluto en el aire! Se oye hasta el crepitar del motor al enfriarse, el golpear de la sangre en las sienes y el zumbar de los oídos a consecuencia de la rápida pérdida de altura. ¡Y con qué velocidad se aproxima la tierra, como atraída al aparato por un gigantesco imán!

Allí estaba la linde del bosque. Ya surgía tras ella, a lo lejos, un trozo verde-esmeralda del aeródromo. ¿Será tarde? La hélice, al detenerse, se había quedado en la mitad de la vuelta. ¡Qué espantoso era verla en pleno vuelo! El bosque estaba ya cerca. ¿El fin?... ¿Sería posible que Olga no supiera nunca lo que le había ocurrido, el difícil y sobrehumano camino recorrido por él durante aquellos dieciocho meses? Que no supiera que él, a pesar de todo, había alcanzado lo que se propuso: convertirse en todo, sí, en todo un hombre, ¡para ir a estrellarse de una manera tan estúpida, en el preciso momento en que esto acababa de convertirse en realidad!

¿Saltar? ¡Ya era tarde! El bosque pasaba rápidamente y sus copas, en el impetuoso huracán, se fundían en compactas franjas verdes. En alguna otra parte había él visto algo semejante. ¿Pero, dónde? ¡Ah, sí! Fue entonces, en aquella primavera, durante la espantosa catástrofe. Entonces pasaban bajo el ala, del mismo modo, las franjas verdes. El último esfuerzo: tirar de la palanca hacia sí...

8

A consecuencia de la pérdida de sangre, a Petrov le zumbaban los oídos. Todo el aeródromo, los rostros cono­cidos y las doradas nubes vespertinas comenzaban a ba­lancearse de pronto, a dar vueltas lentamente, a esfumarse. Movía entonces la pierna herida y el agudo dolor le hacía volver en sí.

- ¿No ha llegado?...

- Aún no. No hable —le contestaron.

¿Sería posible que Alexéi Merésiev, el hombre que como un Dios alado, de un modo maravilloso, había surgido de pronto ante el alemán, en el preciso momento en que a Petrov le parecía que todo había concluido, yaciese ahora como un montón informe de carne abrasada en aquella tierra espantosa, escalpada, desgarrada por los proyectiles? ¿Sería posible que el sargento Petrov no volviese a ver nunca más los ojos negros, un poco burlones, bonachonamente maliciosos, de su jefe? ¿Nunca más?...

El jefe del regimiento se bajó la manga de la guerrera. El reloj ya no hacía falta. Y alisándose con ambas manos sus cabellos perfectamente peinados, el coronel dijo con voz seca:

- ¡Se acabó!

- ¿Y no hay ninguna esperanza? —preguntó alguien.

- No, la gasolina se ha terminado. Puede ser que haya tomado tierra en alguna parte, o que haya saltado... ¡Ea, lleven la camilla!

El jefe se volvió y comenzó a silbar algo, desafinando terriblemente. Petrov sintió otra vez que un nudo áspero, ardiente y prieto le subía a la garganta. Se oyó un sonido extraño, como de tos. La gente, que permanecía aún en silencio en medio del aeródromo, volvió la cabeza, pero hubo de volverla otra vez a su posición de antes: el piloto herido sollozaba en la camilla.

— ¡Rayos y truenos, lleváoslo en seguida! —rugió el jefe con voz extraña, y se alejó rápido, dando la espalda al grupo, y entornando los ojos, como si hiciera un fuerte viento.

Poco a poco, la gente comenzó a dispersarse por el campo. Y en aquel preciso momento, sin ruido, como una sombra, rozando con las ruedas las copas de los abedules, surgió de la linde del bosque un avión. Se deslizó como un fantasma, sobre las cabezas, sobre la tierra y, como atraído por ella, tocó el suelo con las tres ruedas a la vez. Se oyó un ruido sordo —el crujido de la grava y el susurro de la hierba— que los pilotos no oyen nunca a causa del ruido del motor. Eso ocurrió tan de súbito que nadie comprendió con exactitud qué era lo que había sucedido, aunque nada tenía de particular: había aterrizado un avión, y justamente el "once", el que todos esperaban.

— ¡El! —gritó alguien con voz tan desaforada y so­brehumana que todos salieron de su estupefacción.

El aparato terminó la carrera en la misma linde del aeródromo, ante el muro de los retorcidos troncos blan­quecinos de los abedules, iluminados por los anaranjados rayos del atardecer.

Tampoco esta vez nadie salió de la cabina. La gente corrió a toda prisa hacia el aparato, presintiendo una des­gracia. El jefe del regimiento llegó el primero, saltó ágil­mente sobre un ala y se asomó a la cabina. Alexéi Merésiev estaba sentado, sin el casco de vuelo, intensamente pálido. Sus labios, exagües y verdosos, sonreían. De su mordido la­bio inferior resbalaban dos hilillos de sangre por el mentón.

— ¿Está vivo? ¿Está herido?

Con débil sonrisa y ojos mortalmente cansados miró al coronel:

— No, estoy sano y salvo. He pasado mucho miedo... Hice seis kilómetros, no sé con qué.

Los pilotos alborotaban bulliciosos, le felicitaban, le estrechaban las manos. Alexéi sonreía:

— Cuidado, hermanos, que vais a romper las alas. ¡Cómo sois!... ¡Parecéis moscas!... Ahora mismo salgo.

Y en aquel momento, oyó desde abajo, por entre las cabezas inclinadas sobre él, una voz débil, como si viniera desde muy lejos:

— ¡Alexéi, Alexéi! Merésiev se reanimó instantáneamente. Dio un salto, se

incorporó sobre las manos, sacó de la cabina sus pesadas piernas y, a punto de derribar a alguien, descendió a tierra.

La albura del rostro de Petrov confundíase con la de la almohada. En las hundidas y ennegrecidas órbitas brillaban dos gruesas lágrimas.

- ¡Vejete! ¿Estás vivo?.. . ¡Uh, diablejo peludo!

El piloto cayó pesadamente de rodillas junto a la ca­milla, abrazó la cabeza inerte del camarada y clavó la mirada en sus ojos azules, llenos de sufrimiento y al propio tiempo radiantes de felicidad.

- ¿Vives?

- Gracias, Alexéi, me has salvado. ¡Qué formidable eres, Alexéi, qué!...

- ¡Llévense al herido, rayos y truenos! ¿Qué hacen ahí con la boca abierta? —bramó allí cerca la voz del coronel.

El jefe del regimiento estaba al lado, pequeño, vivo, balanceándose sobre sus sólidas piernas, calzadas con las ajustadas y relucientes botas que asomaban bajo los pan­talones del mono azul.

- Teniente Merésiev, informe sobre el vuelo. ¿Ha derribado a alguno?

- A sus órdenes, camarada coronel. Dos "Focke-Wulf".

- ¿En qué circunstancias?

- Uno en ataque vertical. Estaba a la cola de Petrov. El segundo en ataque frontal, a unos tres kilómetros al norte del lugar del combate general.

- Lo sé. El observador terrestre acaba de informarme. Gracias.

- ¡Sirvo a... —comenzó Alexéi, remarcando las pa­labras, como disponen las ordenanzas; pero el jefe, tan quisquilloso de ordinario en lo que se refería al reglamento, interrumpióle con voz campechana:

- ¡Bien, magnífico! Mañana se hará cargo del mando de una escuadrilla, en substitución... El jefe de la tercera escuadrilla no ha vuelto hoy a la base...

Se dirigieron a pie al puesto de mando. Como aquel día no había más vuelos, todo el grupo les siguió. Estaba ya cerca el verde montículo del puesto de mando, cuando de él salió corriendo, al encuentro del jefe, el oficial de guardia. Jubiloso y con la cabeza destocada, se detuvo ante el coronel. Y ya había abierto la boca, disponiéndose a gritar algo, cuando el jefe del regimiento le interrumpió con brusca y seca voz:

— ¿Por qué va sin gorra? ¿Acaso es usted un colegial a la hora de recreo?

- Camarada coronel, permítame informarle —dijo, cuadrándose, el emocionado teniente, casi sin poder respirar.

- ¿Qué ocurre?

- Nuestro vecino, el jefe del regimiento de "Yak", le llama por teléfono.

- ¿El vecino? Bueno, ¿y qué?...

El coronel bajó ágilmente las escaleras del refugio.

- Se trata de ti... —comenzó a decirle a Alexéi el oficial de guardia, pero desde abajo se oyó la voz del jefe:

- ¡Que venga Merésiev!

Cuando Merésiev se detuvo en posición de firme junto al coronel, éste, tapando con la palma de la mano el micrófono, arremetió contra él:

— ¿En qué situación me deja usted? Me telefonea nuestro vecino, preguntándome: "¿Quién de los tuyos vuela en el "once?" "El teniente Merésiev" —le contesto—. "¿Cuántos aviones derribados le apuntaste hoy?" —me dice. Respondo: "Dos". "Pues añádele uno más: hoy ha desprendido de mi cola a un "Focke-Wulf" —me replica—. "Yo misino —continúa— he visto cómo se estrellaba". ¿Eh? ¿Por qué se calla? —el coronel miró a Alexéi frunciendo el ceño; era difícil adivinar si bromeaba o estaba irritado en serio—: ¿Ha sido así?... Bueno, entiéndanse ustedes mismos, tome. "Aló, ¿me oyes? El teniente Merésiev se va a poner al aparato. Le paso el auricular".

En el oído de Alexéi resonó una voz bronca y desconocida.

— Gracias, teniente. Ha sido un golpe maestro, mag­nífico, he podido apreciarlo, me ha salvado la vida. Sí. Lo acompañé casi hasta la misma tierra y vi cómo se estrellaba.

- ¿Bebes vodka? Ven a mi puesto de mando: te debo un litro. Repito, gracias, choca los cinco. ¡Ven pronto!

Merésiev colgó el auricular. Estaba tan cansado de todo lo pasado aquel día que apenas podía tenerse en pie. Ahora no pensaba más que en llegar lo antes posible a la "topera", a su chabola, sacarse las prótesis y estirarse en la cama. Después de permanecer indeciso junto al teléfono, se dirigió lentamente hacia la puerta.

— ¿A dónde va? —el jefe del regimiento le interceptó el paso. Tomó la mano de Merésiev y, apretándosela fuertemente con su nervuda y pequeña mano hasta hacerle daño, exclamó—: ¡Qué le voy a decir! ¡Bravo, teniente! Me siento orgulloso de tener hombres como usted. .. Eso es... Gracias.. . ¿Y su amiguito Petrov, acaso es malo? Y los demás... ¡Eh! ¡Con gente como ésta no se puede perder la guerra!

Y volvió a apretar con todas sus fuerzas la mano de Merésiev.

Alexéi había llegado a su chabola ya de noche, pero no podía dormirse. Daba vueltas a la almohada; contaba hasta mil, y viceversa; hacía memoria de los conocidos cuyos apellidos comenzaban con la letra "A", luego con la "B", y así sucesivamente; miraba con fijeza la oscilante llama de la lamparilla, pero todos estos métodos —cien veces comprobados como eficaces— no daban hoy resultado alguno. Apenas cerraba los ojos, comenzaban a surgir ante él imágenes conocidas, claras unas veces, otras apenas perceptibles en la oscuridad: asomando por entre sus mechones de plata, le contemplaba preocupado el abuelo Mijaíl; Andréi Degtiarenko le miraba, parpadeando bonachonamente con sus ojos bordeados de pestañas incoloras; Vasili Vasílievich, amonestando a alguien, sacudía irritado su canosa melena; el viejo "sniper" sonreíase con todas sus arrugas de soldado; el rostro de cera del Comisario Vorobiov fijaba en Alexéi, desde el blanco fondo de la almohada, sus ojos inteligentes, escrutadora- mente burlones, que todo lo comprendían; refulgían al viento los cabellos ígneos de Zínochka; el pequeño y vivaracho instructor Naúmov le sonreía y le hacía guiños de simpatía y comprensión. ¡Cuántos rostros amigos y excelentes le miraban, le sonreían desde la oscuridad, despertando sus recuerdos, llenándole el corazón ya colmado de ternura! Pero entre aquellos rostros amigos surgió, eclipsándolos a todos inmediatamente, el de Olga: su rostro enjuto de adolescente vestido de oficial, de ojos grandes y cansados. Alexéi la vio con tanta claridad y precisión como si la muchacha estuviese efectivamente ante él; nunca la había visto así. La visión fue tan real, que hasta se incorporó un poco.

Se le había quitado por completo el deseo de dormir. Sintiendo un acceso de jubilosa energía, Alexéi saltó del camastro, despabiló la lamparilla, arrancó una hoja del cuaderno y, después de afilar la punta del lápiz en la suela, comenzó a escribir:

"¡Querida mía! —escribió con letra casi ilegible; apenas le daba tiempo de registrar los pensamientos que volaban con rapidez—. Hoy he derribado tres aviones alemanes. Pero no se trata de eso. Algunos de mis camaradas lo hacen casi a diario. No iba a jactarme de ello ante ti... ¡Amada mía! Hoy quiero y tengo derecho a contarte todo lo que me sucedió hace dieciocho meses, y que me arrepiento, me arrepiento mucho, de haberte ocultado hasta ahora. Pero hoy, por fin, me he decidido... "

Alexéi se quedó pensativo. Tras las tablas con que estaba revestida la chabola, chillaban los ratones, haciendo caer la tierra seca. Por la entrada abierta, con el fresco y húmedo aroma de los abedules y de las hierbas en flor llegaban, un poco atenuados, los trinos frenéticos de los ruiseñores. No lejos de allí, tras un barranco, probablemente junto a la tienda del comedor de oficiales, una voz de hombre y otra de mujer cantaban a tono y tristemente la Riabina. La melodía de la canción, dulcificada por la distancia, adquiría en la noche un encanto peculiar y delicado, despertando en el alma una alegre nostalgia, la nostalgia de la espera, la nostalgia de la esperanza.

El sordo tronar del lejano cañoneo apenas si llegaba ya al aeródromo de campaña, que se había quedado de pronto en la profunda retaguardia, y no apagaba aquella melodía ni los trinos de los ruiseñores, ni el silencioso y adormecedor susurro del bosque en la noche.

 
     
 

HR_Vadder / HR_Tokarev

 
     

 

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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