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En
un caluroso día de verano de 1943, un viejo camión, traqueteando con su
desguazada caja de madera, corría hacia el frente, dando tumbos y
saltando sobre los baches, a lo largo de un camino abierto por los
convoyes del Ejército Rojo, a la ofensiva, a través de un campo
abandonado y cubierto de espesa maleza rojiza. En sus desportillados y
polvorientos laterales podíanse distinguir, con dificultad, unas franjas
blancas y el letrero "Correo de campaña". Una enorme nube gris se
levantaba de debajo de sus ruedas, dejando una estela de polvo que se
dispersaba lentamente en el aire sofocante y sosegado.
En
la caja, llena de sacas de correspondencia, sentados sobre unos paquetes
de periódicos de fecha reciente, iban dos militares con guerrera de
verano y gorra con arete azul celeste, saltando y brincando al tiempo
que toda la carga. El más joven de ellos, muchacho fino, esbelto y
rubio, era, a juzgar por sus nuevas y tiesas hombreras, sargento de
aviación. Tenía un rostro tan femeninamente delicado, que la sangre
parecía traslucirse a través de su blanca piel. Aparentaba unos
diecinueve años. Aunque trataba por todos los medios de aparecer como un
veterano: escupía por el colmillo, juraba con voz bronca, liaba pitillos
del grosor de un dedo, haciéndose el indiferente ante todo—, era claro
que iba al frente por primera vez y que estaba muy emocionado.
Todo lo que le rodeaba —un cañón destrozado, hincado en tierra al lado
mismo del camino, un tanque soviético cubierto de maleza hasta la propia
torreta, los restos de un tanque alemán, esparcidos, seguramente, a
causa de un impacto directo de bomba de aviación, los embudos de los
proyectiles, cubiertos ya de hierba, las pilas de minas antitanque,
sacadas por los zapadores y colocados por ellos a un lado de la nueva
pista, las cruces de abedul de un cementerio de soldados alemanes que se
divisaban a lo lejos entre la hierba, huellas de combates allí habidos y
que el ojo del combatiente curtido ni siquiera advierte— sorprendían y
admiraban al joven, a quien todo parecía muy interesante, de gran
significación e importancia.
Por
el contrario, en el teniente, su compañero de viaje, podía adivinarse
sin ningún género de dudas al combatiente experto. A primera vista se le
podía echar no más de veintitrés o veinticuatro años. Pero, fijándose en
su rostro tostado y curtido, con finas patas de gallo y arrugas en la
frente y en la comisura de los labios, en sus ojos negros, pensativos y
cansados, podía muy bien agregársele diez años más. Su mirada resbalaba
con indiferencia por el paisaje. No le sorprendían ni los restos
oxidados, rotos y retorcidos del material de guerra que se veían aquí y
acullá, ni las muertas calles de la aldea incendiada por la que pasaba
traqueteando el camión, ni siquiera los trozos de un avión soviético,
pequeño montón de chafado aluminio gris, con el troncho del motor a un
lado y un trozo de cola con la estrella roja y un número, espectáculo
que hizo al joven enrojecer y estremecerse.
Habiéndose hecho con los paquetes de periódicos un cómodo asiento, el
oficial dormitaba, apoyando la barbilla en el puño de un extraño y
pesado bastón de ébano, adornado con monogramas de oro; de vez en
cuando, como despabilándose, miraba con cara de hombre feliz a su
alrededor, aspirando con avidez, a pleno pulmón, el cálido aire de la
estepa. Pero cuando a un lado de la carretera, sobre el mar de rojiza e
insolente maleza, descubrió a lo lejos dos pequeñas rayitas, apenas
perceptibles, que miradas con atención resultaron ser dos aviones que
volaban despacio, como si se persiguieran el uno al otro, se animó de
pronto, fulguraron sus ojos, dilatáronse, palpitantes, las aletas de su
fina y aguileña nariz, y, sin apartar la vista de las dos rayitas apenas
visibles, golpeó con la palma de la mano en el techo de la cabina:
—
¡Aviones! ¡Apártate de la carretera!
Se
puso en pie y, examinando con ojo experto el paraje, indicó al chófer
con la mano la vaguada arcillosa de un riachuelo, grisácea por las
grapas de los tusílagos y cuajada de los botones de oro de las
anagálidas.
El
joven sonrió despectivo. Los aviones evolucionaban inofensivos a lo
lejos; parecía no interesarles el solitario camión que iba dejando una
larguísima estela de polvo en el triste y desierto campo. Pero antes de
que tuviera tiempo de protestar, el chófer ya se había apartado de la
carretera y el camión, traqueteante la caja, corrió veloz hacia la
vaguada.
El
teniente saltó en seguida del camión, sentóse en la hierba y se quedó
mirando atentamente a la carretera.
—
Bueno, ¿a qué viene esto?... —comenzó a decir el joven, mirándole
burlonamente.
En
aquel momento, el teniente se tiró sobre la hierba, gritando con furia:
—
¡Túmbate!
E
inmediatamente se oyó un intenso rugido de motores y dos grandes
sombras, estremeciendo el aire y haciendo un ruido espantoso, pasaron
veloces por encima de sus cabezas. Tampoco esto pareció al joven muy
terrible: "unos aviones corrientes y molientes, nuestros con toda
seguridad". Miró a su alrededor y vio de pronto que un camión, volcado
al borde de la carretera y desmantelado hacía tiempo, comenzó a echar
humo, preso de las llamas.
-
Nos obsequian con
bombas incendiarias —comentó sonriendo el chófer, mirando al tablero del
camión agujereado por un proyectil y ya envuelto por las llamas—. Han
salido a la caza de automóviles.
-
Cazadores —
corroboró tranquilo el teniente, tumbándose cómodo sobre la hierba—.
Hay que esperar, volverán en seguida. Van rastrillando los caminos.
Amigo, lleva el camión más lejos, aunque sea bajo aquel abedul.
Dijo esto con tanta indiferencia y seguridad como si los pilotos
alemanes acabaran de comunicarle sus propósitos. En el camión iba una
muchacha: el cartero militar. Pálida, con una ligera sonrisa de
azoramiento en los labios llenos de polvo, miraba con prevención al
despejado cielo, por el que corrían veloces y apelotonándose las claras
y tornasoladas nubes de verano. Precisamente por eso, el sargento,
aunque muy confuso, dijo con displicencia:
—
Lo mejor sería continuar la marcha, ¿a qué perder tiempo? Quien está
destinado a la horca, no se ahogará.
El
teniente, mordisqueando tranquilo unas hierbas, miró al joven con sus
negros y graves ojos —en los que brillaba, apenas perceptible, una
ironía cariñosa— y dijo:
—
Mira, amigo, ese refrán es una tontería y olvídalo antes de que sea
tarde. Además, camarada sargento, en el frente hay que obedecer a los
superiores. Si ordenan "túmbate", hay que hacerlo.
Encontró entre la hierba un jugoso tallito de acedera, le arrancó con
las uñas la piel fibrosa y empezó a comerlo con apetitoso crujido. De
nuevo se oyó el ronquido de los motores y, muy bajos, balanceándose,
volvieron a pasar sobre el camino los dos aviones de antes. Pasaron tan
bajos que se distinguía con nitidez la pintura pardusca de sus alas, las
cruces blanquinegras, e incluso el as de pique dibujado en el fuselaje
del más cercano de ellos. El teniente arrancó calmoso algunas
hierbecillas, miró el reloj y ordenó al chófer:
—
¡Vamos! Ahora se puede, pero embala, amigo, alejémonos de este lugar lo
más rápidamente posible.
El
chófer hizo sonar el claxon y la muchacha-cartero salió corriendo de la
vaguada. Traía algunas fresas rosadas, colgando aún de los tallitos, y
se las ofreció al teniente.
-
Ya maduran... El
verano se ha echado encima sin que nos diéramos cuenta —dijo él, oliendo
las fresas y colocándoselas, como si fueran flores, en el ojal del
bolsillo de la guerrera.
-
¿Cómo sabe usted
que ahora no volverán y que podemos marcharnos? —preguntó el joven al
teniente, que de nuevo callaba, balanceándose al compás del camión que
saltaba por los baches.
-
La cosa es bien
simple. Son "Messers", "Me-109". Llevan gasolina sólo para cuarenta y
cinco minutos, tiempo que ya han agotado, y ahora van a repostar.
Hizo esta aclaración con indiferencia, como extrañado de que pudieran
desconocerse cosas tan sencillas. El joven se puso a mirar atentamente
al cielo. Quería ser el primero en advertir los "Messers". Pero el aire
era tan puro y estaba tan densamente saturado por la fragancia de la
exuberante floración de la hierba, del olor a polvo y tierra recalentada,
tan intensa y alegremente cantaban entre la hierba los grillos, eran tan
sonoros los trinos de las alondras que se cernían allá en lo alto sobre
aquella
afligida tierra,
cubierta de maleza, que llegó a olvidarse del peligro y de los aviones
alemanes, y comenzó a cantar, con voz agradable y cristalina, la canción
del guerrero que en la trinchera siente la nostalgia de su amada lejana,
muy en boga por aquellos días en el frente.
—
¿Sabes la canción de la
Riabina? —le
preguntó de pronto su compañero.
El
joven asintió con la cabeza y, obediente, entonó la vieja canción. El
rostro cansado y polvoriento del teniente se cubrió de melancolía.
—
No se canta así, vejete. No es una copla, sino una verdadera canción.
Hay que cantarla con alma —y empezó a cantarla él mismo con poca voz,
pero bien modulada.
El
camión aminoró la marcha por un instante, y de la cabina saltó la
muchacha-cartero. Sin que el camión parara, se agarró con agilidad al
tablero, y, apoyándose en los brazos, saltó dentro de la caja, donde fue
recogida por vigorosas y amistosas manos:
—
Me vengo con ustedes; les he oído cantar...
Acompañados por el traqueteo del camión y el tenaz
"cric-cric"
de los grillos, los tres cantaron a coro.
El
joven se animó. Sacó de la mochila una gran armónica y, unas veces
soplando en ella, otras empuñándola a guisa de batuta, dirigió la
canción. Sobre el triste y abandonado camino del frente —como abierto de
un latigazo entre la vigorosa y polvorienta maleza que lo cubría todo—,
la canción sonaba intensa y triste, tan vieja y tan nueva como aquellos
campos abrasados por el ardor estival, como el afanoso cantar de los
grillos en la cálida y aromática hierba, como los trinos de las alondras
en el límpido cielo veraniego, como el propio cielo, alto e insondable.
Tan
abstraídos estaban en la canción que a poco no salen despedidos con los
paquetes, al dar el camión un brusco frenazo en medio de la carretera.
Volcado en la cuneta, hacia arriba las polvorientas ruedas, yacía
destrozado un camión de tres toneladas. El joven sargento palideció.
Pero el teniente saltó con rapidez por un lateral
y
se
dirigió presuroso hacia el camión volcado. Tenía un andar extraño,
danzarín, zambo. En un momento, el chofer sacó de la aplastada cabina el
cuerpo ensangrentado de un capitán de intendencia. Su rostro, lleno de
heridas y arañazos —al parecer por haberse golpeado contra el cristal—,
tenía el color del polvo del camino. El teniente alzó un poco el párpado
de uno de sus cerrados ojos.
-
Este está listo
—dijo, quitándose la gorra—. ¿Hay alguien más?
-
Sí. El conductor
—contestó el chófer.
-
¿Pero, qué hace
ahí como un pasmarote? ¡Ayúdenos! —gritó el teniente al joven, que
permanecía desconcertado, sin saber qué hacer—. ¿No ha visto nunca
sangre? Acostúmbrese, tendrá que verla... Ahí tiene usted el resultado
del trabajo de los cazadores.
El
conductor estaba vivo. Gemía quedamente sin abrir los ojos. No se le
veía herida alguna, pero era evidente que cuando el camión, averiado por
la bomba, se metió en plena carrera en la cuneta, se había dado con el
volante un golpetazo en el pecho y las astillas de la cabina le habían
comprimido contra el aro del mismo. El teniente ordenó subirlo al
camión. Acostó al herido sobre su nuevo y elegante capote, sin estrenar
aún, que llevaba cuidadosamente envuelto en un trozo de percalina. El se
sentó en el suelo del camión, poniendo la cabeza del herido sobre sus
rodillas.
—
¡A toda marcha! —ordenó al chófer.
Sosteniendo solícito la cabeza del herido, sonrió recordando algo
íntimo, lejano.
Anochecía cuando el camión entró en la calle de una aldehuela, donde
cualquier ojo experto habría adivinado en seguida la presencia del
puesto de mando de una pequeña unidad de aviación. Unos cables se
tendían por las polvorientas ramas de los cerezos silvestres, por los
delgados manzanos que se alzaban en los jardincillos, se enrollaban en
las grises horcas de los cigoñales y en las estacas de las vallas. Junto
a las casitas, bajo el cobertizo de paja, en donde ordinariamente se
encontraban los carros campesinos, los arados y las gradas, había ahora
unos autos "M-l" y "Willys" llenos de abolladuras. Aquí y allá, tras
los empañados cristales de las pequeñas ventanas, se veían militares con
gorras de aretes azul-celeste y tecleaban las máquinas de escribir; en
una de las casitas, donde confluía toda la telaraña de cables, se oía el
rítmico puntear de un aparato telegráfico.
La
aldehuela, apartada de todo camino, se había conservado en medio del
triste desierto invadido por la maleza, como un oasis demostrativo de lo
bien y libremente que se vivía en aquellos parajes antes de la llegada
de los fascistas. Incluso el pequeño estanque, cubierto de amarillentas
lentejas acuáticas, estaba lleno de agua y brillaba como una fresca
mancha a la sombra de unos viejos sauces llorones. Abriéndose camino
entre la maraña de lentejas acuáticas, pavoneándose y jugueteando,
nadaba una pareja de níveos gansos de rojo pico.
El
herido fue entregado en una isba en la que ondeaba una banderita con la
cruz roja. Después, el camión atravesó veloz la aldehuela y se detuvo
cerca del pulcro edificio de la escuela rural. Por la abundancia de
hilos que confluían en una ventanuca rota y por el soldado que
permanecía de pie en el zaguán, con el fusil automático colgado del
cuello, se adivinaba que allí estaba el Estado Mayor.
—
Necesito ver al jefe del regimiento —dijo el teniente al oficial de
guardia, que en aquel instante estaba descifrando, junto a una abierta
ventana, un juego de palabras cruzadas de la revista
"Krasnoarméiets"
("Él Soldado del Ejército
Rojo").
El
joven que seguía al teniente observó que éste, antes de entrar en el
Estado Mayor, se estiró la guerrera con un movimiento maquinal,
arreglando sus pliegues bajo el cinturón con los pulgares y abrochándose
los botones del cuello, e inmediatamente hizo lo propio. Ahora trataba
de imitar en todo a su lacónico compañero de viaje, que tanto le
agradaba.
-
El coronel está
ocupado —contestó el oficial de guardia.
-
Dígale que traigo
un pliego urgente de la Sección de personal del Estado Mayor del
Ejército Aéreo.
-
Espere, está con
la tripulación de un aparato de reconocimiento. Ha dado orden de que no
se le moleste. Siéntese en el jardincillo,
Y
el oficial de guardia se enfrascó de nuevo en el juego de palabras
cruzadas. Los recién llegados salieron al jardín y sentáronse en un
viejo banco ante un macizo de flores cuidadosamente rodeado de
ladrillos, pero ahora abandonado e invadido por la hierba—, en el que
probablemente, antes de la guerra, en las serenas noches estivales
sentábase a descansar la vieja maestra. Por una ventana abierta de par
en par, se oían con claridad dos voces. Una de ellas, ronca, informaba
con excitación:
-
Por estos caminos,
en dirección a Bolshoie Gorójovo y al cementerio de Krestovosdvízhenski,
se observa un gran movimiento de nutridas columnas de camiones, y todos
van en la misma dirección, hacia el frente. Y aquí, junto al mismo
cementerio, en una vaguada, hay camiones o tanques... Yo supongo que se
ha concentrado una gran unidad.
-
¿Por qué supones
tal cosa? —preguntó una voz de tenor.
-
Porque se nos hizo
un gran fuego de barrera. Nos vimos negros para salir. Ayer no había
nada; sólo humeaban algunas cocinas. Pasé por encima de los mismos
tejados y disparé sobre ellos para asustarles. Pero hoy, ¡cualquiera se
metía allí! ¡Menudo fuego!... Está claro que se dirigen al frente.
-
¿Y en la
cuadrícula "Z"?
-
También hay
movimiento, pero menos intenso. Aquí, cerca del bosquecillo, vi una gran
columna de tanques en marcha. Unos cien. Extendidos en escalones, en una
longitud de cinco kilómetros, marchan durante el día sin camuflarse.
Posiblemente se trata de un falso movimiento. .. Aquí, aquí y ahí, junto
a las avanzadillas, hemos localizado artillería. Hay también depósitos
de municiones, simulando leña apilada. Ayer no estaban... Son unos
depósitos grandes.
-
¿Eso es todo?
—
Todo, camarada coronel. ¿Hago un informe por escrito?
—
¡Qué informe ni que ocho cuartos! Ahora mismo, al
Ejército.
¡Informe! ¿Sabe lo que eso significa? ¡Eh, oficial de guardia, mi "Willys"!,
¡envíe al capitán al Estado Mayor del Ejército Aéreo!
El
despacho del jefe del regimiento estaba instalado en una espaciosa
clase. En la habitación, de paredes de troncos, no había más que una
mesa sobre la que se encontraban los estuches de cuero de los teléfonos
y una gran plancheta de aviación con un mapa y un lápiz rojo. El
coronel, hombre vigoroso, bajo de estatura y rápido de movimientos,
paseaba por la habitación a lo largo de las paredes, con las manos a la
espalda. Abstraído en sus pensamientos, pasó dos veces por delante de
los aviadores —en pie, rígidos—, luego, se detuvo bruscamente ante
ellos, levantando inquisitivamente el rostro enjuto y enérgico.
-
¡Se presenta el
teniente Alexéi Merésiev! —informó el oficial moreno, cuadrándose con un
fuerte taconazo—. A sus órdenes.
-
Sargento Alexandr
Petrov —presentóse el joven, tratando de ponerse en posición más erguida
aún y haciendo resonar más fuerte todavía los tacones de sus botas de
soldado.
-
El coronel Ivanov,
jefe del regimiento —barbotó el coronel—. ¿Los papeles?
Merésiev con un gesto preciso sacó un sobre de la plancheta y se lo
tendió al coronel. El jefe echó un vistazo a los papeles y examinó con
una rápida ojeada a los recién llegados.
—
Bien, llegan a tiempo. Pero, ¿por qué han enviado tan pocos?—
Luego, como
recordando algo de pronto, en su rostro se pintó el asombro—. Permítame,
¿usted es Merésiev? El jefe del Estado Mayor del Ejército me ha hablado
de usted por teléfono. Me ha advertido que usted...
—
Eso no tiene importancia, camarada coronel —le interrumpió no muy
cortésmente Alexéi—. ¿Me permite que comience a prestar servicio?
El
coronel miró con curiosidad al teniente y, con una sonrisa de
aprobación, asintió con la cabeza:
—
Tiene razón. Oficial de guardia, acompáñelos al jefe del Estado Mayor y
ordene en mi nombre que se les prepare comida y alojamiento. Dígale que
formalice la orden de destino a la escuadrilla del capitán de la Guardia
Cheslov. Cumpla la orden.
A
Petrov, el jefe del regimiento le pareció demasiado agitado. A Merésiev
le gustó. Le agradaba ese tipo de hombres rápidos, que se hacen cargo de
todo inmediatamente, sobre la marcha, que saben pensar con precisión y
decidir con firmeza. El informe del observador aéreo —oído casualmente
mientras esperaban en el jardín— no se le iba de la imaginación. Por
muchos indicios comprensibles para un militar: por el taponamiento de
los caminos que habían seguido al venir desde el Estado Mayor del
Ejército, trasladándose de un camión a otro; por la rigurosidad con que
los centinelas obligaban a observar el enmascaramiento durante la noche,
amenazando a los infractores con disparar sobre los neumáticos; por el
hecho de que los sotos de abedules, apartados de los caminos del frente,
estuviesen tan atestados de tanques, camiones y artillería; por haber
sido atacados hoy por los cazadores alemanes incluso en un caminó de
campaña desierto, por todo eso comprendía Merésiev que la calma en el
frente había llegado a su fin, que en algún lugar —y precisamente en
aquella zona— los alemanes habían proyectado su nuevo golpe, que este
golpe tendría lugar pronto, como asimismo que el alto mando del Ejército
Soviético lo conocía y había preparado ya una réplica adecuada.
2
El
inquieto teniente no dejó a Petrov esperar en el comedor los postres.
Saltaron sobre un camión-cisterna, que iba de camino, y marcharon al
aeródromo, construido en un claro, detrás de la aldea. Una vez allí, los
recién incorporados se presentaron al jefe de la escuadrilla, capitán de
la Guardia Cheslov, hombre sombrío, callado, pero, seguramente,
bondadoso en extremo. Sin gastar muchas palabras, los condujo-a las
caponeras de tierra cubiertas de hierba, en las que se encontraban unos
flamantes "La-5", de reluciente barniz azul, que ostentaban los números
11 y 12 en el timón vertical. En ellos tenían que volar los recién
llegados. En el fragante bosquecillo de abedules, donde la estridente
algarabía de los pájaros ni siquiera era acallada por el rugido de los
motores, pasaron los recién llegados el resto de la tarde, charlando con
sus nuevos mecánicos, y poniéndose al corriente de la vida del
regimiento.
Tan
distraídos estaban, que regresaron a la aldea en el último camión, ya de
noche, llegando tarde a la cena. Pero esto no les apenó mucho. En sus
inseparables macutos guardaban los restos del rancho en frío recibido
para el camino. Más difícil fue encontrar alojamiento. El pequeño oasis
de aquel muerto desierto de maleza estaba abarrotado por las
tripulaciones y el personal de los Estados Mayores de dos regimientos de
aviación allí acampados. Después de un largo recorrido por las atestadas
isbas y de mantener porfiadas discusiones con sus moradores, que se
negaban a admitir nuevos huéspedes, después de intercambiar filosóficos
razonamientos sobre que era una lástima que las isbas no fueran de goma,
para que pudieran estirarse, el comandante de la plaza acabó por
meterles en la primera "casa" que encontraron:
—
Pernocten aquí, y mañana ya veremos.
En
la pequeña isba había ya nueve huéspedes. Los aviadores se acuestan
temprano. La lamparita de petróleo hecha de la vaina de un proyectil
aplastado —de esos que en los primeros días de la guerra denomináronse
"Katiuska"
y
que después de Stalingrado fueron rebautizados con el nombre de
"Stalingradka"—
iluminaba con mortecina luz los confusos contornos de los durmientes.
Unos ocupaban las camas y los bancos; otros, estaban tumbados en el
suelo, pegados unos a otros sobre un montón de heno cubierto con las
capas-tienda. Además de los nueve huéspedes, vivían en la isba los
dueños —una vieja con su hija, ya moza—, quienes, a causa de la extrema
apretura, se habían instalado encima del gran horno ruso.
Los
recién llegados se detuvieron un instante en el umbral, sin saber cómo
pasar por entre aquellos cuerpos durmientes. Desde el horno les gritó
una voz de vieja irritada:
—
¡No hay sitio, no hay sitio! Ya lo véis, todo está abarrotado. ¿Queréis
que os aposente en el techo?
Petrov, azorado, no se movía de la puerta, dispuesto a volverse a la
calle, pero Merésiev avanzaba ya con cuidado hacia la mesa, tratando de
no pisar a los que dormían.
—
Madrecita, sólo necesitamos un lugar para comer; en todo el día no hemos
probado bocado. ¿Tiene un plato, un par de tazas y tenedores? La noche
la pasaremos en el patio, no les incomodaremos. Estamos en verano.
Pero detrás del horno, a espaldas de la vieja regañona, aparecieron unos
pequeños pies desnudos. Una figurita fina y esbelta se deslizó en
silencio del horno, y, haciendo ágiles equilibrios sobre los durmientes,
desapareció en el zaguán para volver en seguida, trayendo platos y
tazas, de diferentes dibujos y color, colgadas en los finos dedos. Al
principio, Petrov creyó que era una adolescente, pero cuando se hubo
acercado a la mesa y la amarillenta y humosa luz de la lámpara arrancó
su rostro de las sombras, vio que era una moza, y por cierto guapa, en
sus años más floridos. Pero la blusa marrón, la falda de arpillera y la
desgarrada toquilla que llevaba cruzada en el pecho y atada detrás como
las viejas, la estropeaban mucho.
—
¡Marina, Marina, ven aquí, mala pieza! —chilló la vieja desde el horno.
Pero la muchacha ni la miró siquiera. Extendió con agilidad sobre la
mesa un periódico limpio, puso la vajilla y distribuyó los tenedores,
echando con el rabillo del ojo fugaces miradas sobre Petrov.
-
Coman, y buen
provecho les haga. ¿A lo mejor necesitan cortar o calentar alguna cosa?
Yo se lo haré en un vuelo. Lo malo es que el comandante no permite que
se haga fuego en el patio.
-
¡Marina, ven aquí!
—llamábala la vieja.
-
No le hagan caso;
está un poco mal de la cabeza. Los alemanes la han asustado mucho. Por
la noche, en cuanto ve militares, trata por todos los medios de
esconderme. No se enfaden con ella, se pone así por la noche, pero
durante el día es buena.
En
el macuto de Merésiev había embutido, conservas, incluso dos arenques a
los que les rezumaba la sal por el lomo, y una barra de pan de munición.
Petrov resultó menos previsor: tenía carne y galletas. Las pequeñas
manos de Marina cortaron ágilmente todo aquello, colocándolo
apetitosamente en los platos. La mirada de sus rápidos ojos, sombreados
por largas pestañas, resbalaba cada vez con más frecuencia por el rostro
de Petrov, y éste, a su vez, comenzó a mirarla a hurtadillas. Cuando sus
miradas se encontraban, ambos enrojecían, se ponían serios y desviaban
la vista; además, se hablaban por intermedio de Merésiev, sin dirigirse
directamente el uno al otro. Alexéi los observaba regocijado y un poco
melancólico: los dos eran igualmente jóvenes, y, en comparación con
ellos, él sentíase viejo, cansado, como el hombre que ha vivido mucho.
-
Escucha, Marina,
¿no tenéis, por casualidad, pepinillos? —preguntó Alexéi.
-
Por casualidad
tenemos —le contestó la muchacha, sonriendo levemente.
-
¿Y no encontrarás
también unas patatitas cocidas? Aunque sólo sea un par de ellas.
-
Puesto que lo
pide, las encontraré.
De
nuevo desapareció de la habitación, saltando con habilidad y sin hacer
ruido, por entre los durmientes, grácil como una mariposa.
—
Camarada teniente, ¿cómo puede tratarla así? Una muchacha desconocida, y
le habla de "tú", le pide pepinillos y...
Merésiev se echó a reír a mandíbula batiente:
—
Viejo, ¿dónde crees que estás? ¿En el frente o qué?... ¡Eh, abuela,
basta ya de refunfuñar, baja y comeremos, ¿quieres?
La
vieja, gimiendo y sin dejar de rezongar, descendió del horno y, al
instante, se puso a comer salchichón, al cual —como se explicó a renglón
seguido— era muy aficionada en tiempo de paz.
Los
cuatro se sentaron a la mesa y, amenizados por el desacorde ronquido y
somnoliento farfullar de los demás huéspedes, cenaron bien y con
apetito. Alexéi charlaba por los codos, gastaba chanzas a la abuela y
hacía reír a Marina. Al reincorporarse, por fin, a la atmósfera familiar
de la vida de campaña, se recreaba en ella, sintiéndose como en la casa
propia, después de un largo vagar por lugares extraños.
Al
final de la cena, los amigos se enteraron de que la aldea se conservó
porque en ella se había alojado un Estado Mayor alemán. Cuando el
Ejército Soviético comenzó la ofensiva, huyeron con tanta rapidez que no
tuvieron tiempo de destruirla. La abuela se trastornó cuando los
hitlerianos violaron delante de ella a su hija mayor, que luego se
suicidó, arrojándose al estanque. La propia Marina vivió, durante los
ocho meses de ocupación, sin ver el sol, en el corral, en un granero
vacío, cuya entrada fue cegada con paja y trastos viejos. La madre le
llevaba por las noches comida y agua, que le entregaba por un agujero de
ventilación. Cuanto más hablaba Alexéi con la muchacha, tanto más
frecuentemente miraba ésta a Petrov, y en sus miradas, incitadoras y
tímidas, había una admiración difícilmente ocultable.
Se
comieron la cena casi sin darse cuenta de ello. Marina envolvió
cuidadosamente los restos y los metió en el macuto de Merésiev: "al
soldado todo le viene bien". Luego cuchicheó con la abuela, y dijo con
decisión:
—
Miren, ya que el comandante lo ha ordenado, quédense aquí. Suban al
horno, que mi madre y yo iremos a dormir al sótano. Descansen ustedes
del viaje y mañana les encontraremos un rincón.
Con
la misma ligereza volvió a pasar con sus pies descalzos por encima de
los que dormían, trajo una brazada de paja, la esparció generosamente
por el amplio horno y puso algunas ropas a guisa de almohada. Todo ello
lo hizo con rapidez, con agilidad, sin ruido, con felina destreza.
-
¡Bonita muchacha!,
vejete —observó Merésiev, estirándose con satisfacción en la paja hasta
hacer crujir las articulaciones.
-
No está mal
—replicó Petrov con tono de fingida indiferencia.
-
¡Y cómo te
miraba!...
-
¡Qué me iba a
mirar! Todo el tiempo estuvo hablando con usted...
Pasado un minuto, oíase ya su acompasada respiración. Merésiev no
dormía. Estaba tendido cuan largo era sobre la fresca y olorosa paja.
Vio cómo Marina entraba desde el zaguán y pasaba por la habitación
buscando algo. De tiempo en tiempo, miraba a hurtadillas al horno.
Arregló en la mesa la lámpara, miró de nuevo al horno y, muy despacito,
pasó entre los durmientes hacia la puerta. El aspecto de aquella
muchacha fina y bonita, vestida de harapos, llenó el alma de Alexéi de
una melancólica quietud.
Ya
tenían alojamiento. Para la mañana siguiente les habían designado el
primer vuelo de combate: irían en pareja; Merésiev de jefe y Petrov de
punto. "¿Cómo resultará? ¡Parece un magnífico muchacho! Hasta Marina se
ha enamorado de él nada más verle. Bueno, a dormir, que ya es hora".
Merésiev se volvió de costado, se acomodó en la paja, cerró los ojos e
inmediatamente se quedó dormido como un tronco.
Le
despertó la sensación de algo espantoso. Al pronto no comprendió lo que
había sucedido, pero la costumbre militar le impulsó a sacar
inmediatamente la pistola. No recordaba en dónde estaba ni qué le había
pasado. Un humo de picante olor a ajo lo envolvía todo, pero cuando una
ráfaga de viento se hubo llevado la nube de humo, Alexéi vio sobre su
cabeza unas estrellas grandes y extrañas que refulgían esplendorosas.
Había tanta claridad como si fuera de día, y pudo ver los troncos de la
isba, esparcidos como si fueran cerillas, volcada a un lado la
techumbre, al aire las vigas maestras, y algo informe ardiendo lejos.
Oía gemidos, el bronco rugir de motores sobre la cabeza y el bien
conocido y repelente silbido de las bombas al caer, que se clavaba en
los sesos.
—
¡Túmbate! —le gritó a Petrov, que miraba atónito a su alrededor, de
rodillas en el horno que se alzaba entre las ruinas.
Se
arrojaron sobre los ladrillos, apretándose contra ellos, y en aquel
preciso momento un trozo de metralla derribó la chimenea del horno,
envolviéndoles en un polvo rojo que olía a arcilla seca.
—
¡No te muevas, sigue tendido! —ordenó Merésiev, reprimiendo un
incontenible deseo de saltar y huir, huir sin saber a dónde, sólo por
moverse, deseo que se experimenta siempre durante los bombardeos
nocturnos.
Los
aviones de bombardeo no se veían. Evolucionaban en la oscuridad, por
encima de las bengalas que habían arrojado. En cambio, a la luz
blanquecina y temblorosa, se veía perfectamente cómo irrumpían en la
zona iluminada los negros goterones de las bombas, cómo descendían
veloces, aumentando de tamaño con rapidez vertiginosa, y cómo, después,
en la oscuridad de la noche estival, saltaban al aire rojos surtidores.
Parecía como si la tierra, desgarrándose, retumbase largamente: "¡Ruummm!
¡Ruuummm!"
Los
aviadores estaban echados boca abajo y cuan largos eran sobre el horno,
que vacilaba y saltaba a cada explosión. Se apretaban a él con todo su
cuerpo, con las mejillas, con las piernas, deseando instintivamente
incrustarse, fusionarse con los ladrillos. Después, se alejó el zumbido
de los motores, e inmediatamente oyóse el crepitar de las llamas de un
incendio desencadenado en las ruinas del otro lado de la calle.
—
Pues nos han aireado —dijo con aparente tranquilidad Merésiev,
sacudiéndose de la guerrera y de los pantalones la paja y el polvo.
—
¿Y los que dormían ahí? —exclamó con espanto Petrov, tratando de
reprimir el temblor nervioso de su mandíbula—. ¿Y Marina?
Descendieron del horno. Merésiev tenía una linterna. Iluminaron el suelo
de la destruida isba cubierta de tablas y vigas. No había nadie. Como
supieron después, los aviadores, al oír las señales de alarma, tuvieron
tiempo de correr al patio y de refugiarse en unas zanjas. Petrov y
Merésiev registraron todos los escombros. Marina y su madre no aparecían
por parte alguna. A sus gritos no respondía nadie. "¿Dónde se habrán
metido? ¿Habrán huido, habrán tenido tiempo de salvarse?"
Por
las calles marchaban ya las patrullas de la comandancia, poniendo orden.
Los zapadores sofocaban los incendios, revolvían los escombros,
llevándose los cadáveres y desenterrando a los heridos. Ordenanzas del
Estado Mayor iban y venían en la oscuridad, llamando por sus nombres a
los pilotos. El regimiento se trasladaba urgentemente a otro lugar. El
personal de vuelo se reunía en el aeródromo para despegar al amanecer en
sus aparatos. Según los primeros datos, las bajas entre el personal eran
pocas. Había resultado herido un piloto, muertos dos mecánicos y algunos
centinelas que permanecieron en sus puestos durante el bombardeo.
Suponíase que entre la población civil había muchas víctimas, pero era
difícil determinar su número a causa de la oscuridad y del barullo.
De
madrugada, al dirigirse al aeródromo, Merésiev y Petrov se detuvieron
involuntariamente ante las ruinas de la casita donde habían pernoctado.
Del caos de vigas y tablas, dos zapadores sacaban una camilla en la que
llevaban algo, cubierto con una sábana ensangrentada.
—
¿A quién lleváis? —preguntó Petrov, palideciendo por un triste
presentimiento.
Un
zapador bigotudo, de aspecto grave —Merésiev, al verle, recordó a Stepán
Ivánovich—, que empuñaba los mangos delanteros de la camilla, contestó,
dando detalles:
—
Son una vieja y una niña que hemos desenterrado en el sótano. Las
piedras las han aplastado. Las dos muertas. No se sabe si es una niña o
una muchacha: es muy pequeñita, pero ha debido ser guapa. Una piedra le
dio en el pecho. Es muy bonita, parece una criatura.
...
Aquella noche, el ejército alemán emprendió su última gran ofensiva, y,
atacando las fortificaciones soviéticas, dio comienzo a la batalla del
arco de Kursk, que había de serle fatal.
3
Aún
no había salido el sol; era la hora más oscura de la corta noche
estival, pero en el aeródromo de campaña rugían ya los motores,
calentándose. El capitán Cheslov desplegó un mapa sobre la hierba
cubierta de rocío y señaló a los pilotos de la escuadrilla la ruta y el
nuevo lugar:
—
¡Mucho ojo! No os perdáis de vista. El aeródromo está junto a la primera
línea.
El
nuevo aeródromo estaba, efectivamente, en la línea del frente, marcado
en el mapa con lápiz azul, en una lengua de tierra que se adentraba en
el dispositivo de las tropas alemanas. Volaban hacia adelante y no hacia
atrás. Los pilotos estaban contentos: a pesar de que los alemanes habían
tomado de nuevo la iniciativa, el Ejército Soviético no se preparaba a
retroceder sino a atacar.
Con
los primeros rayos solares, cuando por el campo aún se extendía una
niebla rosácea y ondulada, la segunda escuadrilla despegó tras de su
jefe, y los aviones, sin perderse de vista mutuámente, tomaron rumbo al
Sur.
Merésiev y Petrov realizaron su primer vuelo común, formando una pareja
estrechamente unida. En los pocos minutos que permanecieron en el aire,
Petrov pudo apreciar el estilo de vuelo seguro y verdaderamente
magistral de su guía. En cuanto a Merésiev —que, con toda intención,
había hecho durante el camino algunos virajes rápidos e inesperados—,
observó en su punto buen ojo, agilidad mental y firmes nervios, y —lo
que era más importante para él— buen estilo de vuelo, aunque todavía
inseguro.
El
nuevo aeródromo se hallaba enclavado en el sector de los servicios de
retaguardia de un regimiento de infantería. Si los alemanes lo
descubrían, podrían batirle con artillería ligera e incluso con morteros
pesados. Pero no estaban para ocuparse de un pequeño aeródromo aparecido
allí, en sus propias narices. Era todavía de noche cuando lanzaron sobre
las fortificaciones soviéticas todo el fuego de la artillería
concentrada allí durante la primavera. Sobre el sector fortificado se
alzó, a gran altura, un resplandor rojizo e intermitente. Las
explosiones cubriéronlo todo como si, de pronto, se levantara un espeso
bosque de árboles negros. Salió el sol, pero la tierra siguió envuelta
en sombras. En la penumbra ululante, rugiente, estremecida, era difícil
distinguir nada, y el sol pendía del cielo como una hostia opaca de un
rojo sucio.
Pero los aviones soviéticos no habían volado en vano durante un mes por
las alturas celestes, sobre las posiciones alemanas. Las intenciones del
mando alemán habían sido descubiertas hacía tiempo, las posiciones y los
puntos de concentración estaban anotados en los mapas, que habían sido
estudiados cuadrícula por cuadrícula. Él propósito de los hitlerianos
era desplegar sus fuerzas, como tenían por costumbre, en toda su
magnitud, y asestar una puñalada mortal al adversario, sumido en el
sueño matinal. Pero el sueño del adversario era fingido. Por eso pudo
sujetar la mano del agresor que empuñaba el cuchillo, haciéndola crujir
entre sus férreos dedos de coloso.
Aún
no se había extinguido el ruido del huracán de la preparación artillera,
desencadenada en un frente de varias decenas de kilómetros, cuando los
alemanes, ensordecidos por el estruendo de sus propias baterías, cegados
por el humo de la pólvora que cubría sus posiciones, vieron los globos
de fuego de las explosiones en sus propias trincheras. La artillería
soviética disparaba con precisión, no para batir el terreno, como lo
hacían los alemanes, sino contra objetivos concretos: baterías,
concentraciones de tanques e infantería, que se encontraban ya en las
líneas de ataque, puentes, polvorines subterráneos, trincheras y puestos
de mando.
La
preparación artillera de los alemanes se transformó en un poderoso duelo
de artillería, en el que, por ambos lados, tomaban parte decenas de
miles de piezas de los más diferentes calibres. Cuando los aviones de la
escuadrilla del capitán Cheslov aterrizaron en el aeródromo, la tierra
temblaba bajo los pies de los pilotos y las explosiones eran tan
frecuentes que se fundían en un hirviente y continuo fragor, como si por
un puente metálico pasara silbando, atronador, un tren gigantesco e
interminable. El humo, en densas espirales, circundaba todo el
horizonte. Sobre el pequeño aeródromo del regimiento volaban sin cesar
los aviones de bombardeo —unas veces en fila india, otras en ángulo,
otras desplegados en ala—, y las explosiones de sus bombas, con sus
sordos y rugientes estampidos, percibíanse con distinción en el
estruendo monorrítmico del combate artillero.
A
las escuadrillas se les declaró en estado de alerta N° 2. Ello
significaba que los pilotos no debían abandonar las cabinas de sus
aviones, a fin de que, al primer cohete, pudieran elevarse al aire. Los
aviones fueron llevados al lindero de un bosquecillo de abedules y
camuflados con ramas. El bosque olía a setas y exhalaba una fresca
humedad; los mosquitos —que no se oían a causa del fragor del combate—
atacaban furiosamente a los pilotos asaeteándoles el rostro, las manos y
el cuello.
Merésiev, quitándose el casco de vuelo y ahuyentando con indolencia a
los mosquitos, se quedó pensativo, recreándose con el denso aroma
matinal del bosque. En la caponera vecina estaba el avión de su punto.
Petrov saltaba a cada instante de su asiento e incluso se ponía de pie
sobre él para ver el combate o echar una ojeada a los aviones de
bombardeo. La impaciencia le devoraba: quería elevarse cuanto antes para
encontrar por primera vez en su vida a un enemigo de verdad, dirigir el
agudo punteado de sus balas, no sobre esa manga de lienzo hinchada por
el viento que arrastra tras de sí un "R-5", sino contra un auténtico
avión enemigo, vivo, ágil, en el cual, como un caracol en su concha,
iría, a lo mejor, aquel mismo alemán cuya bomba había segado la noche
anterior la vida de aquella muchacha esbelta y bonita que parecíale
haber visto en sueños.
Merésiev, al ver la emoción y el nerviosismo de Petrov, pensaba que, por
los años, eran casi iguales: aquél tenía diecinueve y él, veintitrés.
¿Qué significa para un hombre una diferencia de tres o cuatro años? Pero
al lado de su punto sentíase como un viejo, como un hombre sereno,
experto y cansado. Ahora mismo, por ejemplo, Petrov rebullía en la
cabina, se frotaba las manos, se reía, gritaba algo a los aviones
soviéticos que pasaban por delante de él, mientras Alexéi descansaba,
arrellanado cómodamente en el asiento de cuero de su avión. Estaba
tranquilo. No tenía pies, le era infinitamente más difícil volar que a
cualquier piloto del mundo, pero ni siquiera eso le inquietaba. Tenía
firme conciencia de su pericia y confiaba en sus cercenadas piernas.
El
regimiento permaneció en estado de alerta N° 2 hasta el atardecer. Por
alguna razón, lo mantuvieron en reserva. Por lo visto, no querían
descubrir su emplazamiento antes de tiempo.
Pasaron la noche en unas pequeñas chabolas construidas y habilitadas por
los alemanes, cuando estuvieron allí. Las tablas estaban recubiertas de
cartulina y papel amarillo de envolver. En las paredes se conservaban
aún algunas postales de estrellas de cine, con grandes bocas de
vampiresas, y oleografías con vistas panorámicas de ciudades alemanas.
El
duelo de artillería proseguía. La tierra retemblaba. La arena seca caía
sobre el papel y en todo el refugio se oía un susurro repulsivo, como si
por él pulularan insectos.
Merésiev y Petrov decidieron acostarse al aire libre, encima de sus
capas-tienda desplegadas sobre el suelo. La orden era de dormir
vestidos. Merésiev se aflojó un poco las correas de las prótesis y,
tumbado boca arriba, contemplaba el cielo, que parecía estremecerse al
fulgor rojizo de las explosiones. Petrov se durmió en seguida. En sueños
roncaba, barbotaba algo, masticaba y hacía chasquear los labios, todo él
hecho un ovillo, como un niño pequeñito. Merésiev echó sobre él su
capote.
Dándose cuenta de que no podría dormirse, se levantó, y, encogido por
la humedad, hizo algunos vigorosos ejercicios gimnásticos para entrar en
calor; luego se sentó en un tocón.
El
huracán artillero ya había amainado. Tan sólo de vez en cuando, aquí y
acullá, las baterías, de carrerilla, reanudaban un fuego desordenado.
Algunos proyectiles perdidos zumbaron por encima de sus cabezas y
estallaron en el recinto del aeródromo. Era el llamado fuego de
hostigamiento que, ordinariamente, en la guerra no hostiga a nadie.
Alexéi ni siquiera volvió la cabeza para ver las explosiones. Miraba la
línea del frente, perfectamente visible en la oscuridad. Incluso ahora,
a las altas horas de la noche, mantenía una lucha intensa, dura,
continua, destacándose sobre la tierra dormida por el resplandor rojizo
de los enormes incendios que se extendían por todo el horizonte. Los
fuegos temblorosos de las bengalas oscilaban sobre ella: las azuladas
fosforescentes eran alemanas; las amarillentas, propias. Tan pronto en
un sitio, como en otro, surgían impetuosas llamas, alzando por un
segundo el manto de tinieblas que cubría la tierra; luego, llegaba al
oído el estampido de una explosión.
De
pronto, se oyó el zumbido de los aviones de bombardeo nocturno. Todo el
frente se cubrió del aljófar multicolor de las balas trazadoras. Como
gotas de sangre, saltaban hacia arriba las ráfagas de los antiaéreos de
tiro rápido. La tierra volvió a retemblar, a rugir, dando lastimeros
gemidos. Pero a las cetonias, que bordoneaban por las copas de los
abedules, no les inquietaba aquello: en lo más intrincado del bosque,
ululaba el buho con voz humana, augurando la desgracia; abajo, en la
cañada, entre los matorrales, repuesto del miedo diurno, al principio
tímidamente, como si probara la voz o templase un instrumento, y después
a pleno pulmón, comenzó a silbar, a gorjear, a cantar un ruiseñor,
atragantándose con los trinos de su canción. A éste le contestaron
otros, y, muy pronto, todo aquel bosque del frente cantaba sonoramente,
pleno de melodiosos trinos que llegaban de todas partes. ¡Por algo los
ruiseñores de Kursk tienen fama mundial!
Y
ahora los ruiseñores de Kursk cantaban con frenesí en el bosque. Alexéi,
que al día siguiente, en el combate, debía sufrir el examen no ante una
comisión, sino ante la propia muerte, no podía dormirse, escuchando los
gorjeos de los ruiseñores. No pensaba ni en el día de mañana ni en el
próximo combate ni en la posibilidad de la muerte, sino en el lejano
ruiseñor que había cantado para ellos algunas veces en las afueras de
Kamyshin, en el ruiseñor "de ellos", en Olga, en la pequeña ciudad
natal.
Por
Oriente, comenzaba ya a alborear. Los trinos de los ruiseñores se iban
apagando poco a poco, dominados por el cañoneo. El sol ascendía
lentamente sobre el campo de batalla, grande, rojizo-cárdeno, sin poder
apenas atravesar el compacto humo de los disparos y de las explosiones.
4
La
batalla en el arco de Kursk aumentaba en intensidad. Los primitivos
planes de los alemanes de romper con un rápido golpe de sus potentes
unidades de tanques nuestras fortificaciones al Sur y al Norte de Kursk,
cerrar las tenazas y, cercando toda la agrupación del Ejército Soviético
en Kursk, organizar un "Stalingrado alemán", habían sido desbaratados
fulminantemente por la firmeza de la defensa. El alto mando alemán
comprendió desde los primeros días que no podría romper aquella defensa
y que, aun en el caso de que lo lograra, las pérdidas serían tan
cuantiosas, que no le quedarían fuerzas para cerrar las tenazas. Pero
era ya tarde para detenerse. Hitler había vinculado muchas esperanzas
—estratégicas, tácticas y políticas— a aquella operación. La avalancha
se puso en movimiento. Ahora corría veloz, montaña abajo, aumentando
constantemente de volumen, adhiriendo a sí y arrastrando tras ella a
todo lo que encontraba en su camino. Los que la habían empujado no
tenían ya fuerzas para detenerla. El avance de los alemanes se medía por
kilómetros, las pérdidas por divisiones y cuerpos de ejército, por
centenares de tanques y cañones, por miles de automóviles. Los ejércitos
atacantes se debilitaban, desangrándose. El Estado Mayor alemán se daba
cuenta de ello, pero ya no podía detener el curso de los
acontecimientos, viéndose obligado a lanzar nuevas y nuevas reservas en
el infierno de la batalla desencadenada.
El
mando soviético contrarrestaba los golpes alemanes con las fuerzas de
las unidades de línea que tenían a su cargo la defensa. Atento al
desarrollo de la ofensiva alemana, cada vez más furiosa, mantenía sus
reservas en la retaguardia, en espera de que se agotara la inercia del
golpe enemigo. Como después supo Merésiev, su regimiento debía proteger
al ejército concentrado no para la defensa, sino para el contraataque.
Por esta razón, en la primera etapa de la batalla, los tanquistas y los
aviadores de caza, que habían de protegerles, permanecieron como
espectadores de la gran batalla. Cuando el enemigo lanzó al combate
todas sus fuerzas, en el aeródromo fue levantado el estado de alerta N°
2. A las tripulaciones se les autorizó a dormir en las chabolas, e
incluso a desnudarse por la noche. Merésiev y Petrov reorganizaron su
vivienda. Tiraron las postales de las estrellas de cine y las
fotografías de paisajes extraños, arrancaron el cartón y el papel puesto
por los alemanes y adornaron las paredes con ramas de pino y de abedul
frescas. Y en su madriguera de tierra dejó de susurrar a arena.
Una
mañana, cuando los claros rayos solares se filtraban a través de la
descorrida cortina de entrada para ir a posarse sobre el suelo de la
chabola, cubierto de ramas de pino, y ambos amigos permanecían aún
acostados en las literas excavadas en la pared, arriba, por el
senderito, oyeron unos pasos apresurados y escucharon la palabra mágica
en el frente: "¡El correo!"
Ambos tiraron a la vez las mantas, pero mientras Merésiev se ponía las
prótesis, Petrov tuvo tiempo de alcanzar al cartero y volver, trayendo
solemnemente dos cartas para Alexéi. Eran de la madre y de Olga.
Merésiev se las arrebató de las manos, pero en aquel instante tocaron
llamada en el aeródromo, golpeando vivamente sobre un trozo de raíl. Las
tripulaciones eran llamadas a los aparatos.
Merésiev metió las cartas en el pecho y, olvidándose inmediatamente de
ellas, corrió tras de Petrov por el sendero abierto en el bosque, que
conducía al lugar donde se encontraban los aviones. Corría bastante de
prisa, apoyándose en el bastón, balanceándose tan sólo ligeramente.
Cuando llegó al avión, el motor estaba ya desenfundado. El mecánico, un
joven riente y picado de viruelas, se movía con impaciencia junto al
aparato.
Rugió el motor; Merésiev miró al "sexto", en el que volaba el jefe de la
escuadrilla. El capitán Cheslov condujo su avión al calvero del bosque.
Levantó el brazo sobre la cabina. Ello significaba: "¡Atención!" Los
motores rugían. Brillaba la hierba, doblegada sobre la tierra por el
viento; las verdes guedejas de los abedules llorones extendíanse en los
remolinos de aire y flameaban, dispuestas a desgajarse con las ramas
secas de los árboles.
Uno
de los pilotos que había alcanzado a Alexéi tuvo tiempo de gritarle que
los tanques habían pasado a la ofensiva. Por tanto, los pilotos tenían
ahora que cubrir el paso de los tanquistas a través de las
fortificaciones enemigas destruidas y trabajadas por la artillería,
despejar y proteger el aire sobre los tanquistas a la ofensiva. ¿Sólo
proteger? Era igual: en una batalla tan encarnizada no podía haber
vuelos baldíos. Tarde o temprano, en alguna parte del cielo encontraría
al enemigo. Allí estaba la prueba de sus fuerzas, allí podría demostrar
Merésiev que no era peor que cualquier otro piloto, que había logrado lo
que se había propuesto.
Alexéi estaba emocionado. Pero no era miedo a la muerte. Ni siquiera el
sentimiento del peligro, natural hasta en las personas más valientes y
de mayor sangre fría. Le preocupaba otra cosa: ¿habían comprobado los
armeros las ametralladoras y los cañones? ¿No le fallaría el megáfono
del nuevo casco de vuelo, aún no probado en el combate? ¿No se
retrasaría Petrov, no se aturullaría, en caso de entablar pelea? ¿Dónde
estaba el bastón? ¿No habría perdido el regalo de Vasili Vasílievich? E
incluso pensó si no se llevaría alguien, del refugio, la novela, cuya
lectura había interrumpido ayer en el momento más interesante y que con
la precipitación había olvidado encima de la mesa. Recordó que no se
había despedido de Petrov, y ya desde la cabina le hizo una seña con la
mano. Pero aquél no le vio. El rostro de su punto, enmarcado por el
casco de vuelo, estaba encendido por manchas rojas. Miraba con
impaciencia el brazo levantado del jefe. Éste bajó el brazo. Cerráronse
las cabinas.
Bufaron tres aviones en la pista, arrancaron, dieron una carrera; los
siguieron otros tres y ya la tercera patrulla comenzaba a ponerse en
marcha. Los primeros aviones deslizáronse en el aire. Tras ellos iba la
patrulla de Merésiev. Abajo se balanceaba, de un lado a otro, la tierra
llana. Sin perder de vista la primera patrulla, Alexéi alineó a ésta la
suya, mientras, detrás, pegada a ellos, iba la tercera.
Llegaron a la primera línea de fuego. La tierra picada, removida por los
proyectiles, parecía desde arriba un camino polvoriento sobre el que
hubiesen caído los primeros y generosos torrentes de un chubasco. Las
trincheras estaban removidas, los pequeños botoncillos de las casamatas
y fortines aparecían erizados de vigas y ladrillos. Por todo el
desgarrado valle surgían y se apagaban chispas amarillas. Era el fuego
de la gran batalla. ¡Qué pequeño y extraño, como de juguete, parecía
todo esto desde arriba! Era difícil creer que allá abajo todo ardía,
temblaba, rugía y que la muerte rondaba por la tierra mutilada, envuelta
en humo y hollín, recogiendo una abundante cosecha.
Volaron sobre las primeras líneas, hicieron un semicírculo sobre la
retaguardia enemiga y de nuevo cruzaron rápidos la línea de fuego. Nadie
disparó contra ellos. La tierra estaba demasiado atareada con sus
difíciles asuntos terrenales para prestar atención a nueve pequeños
aviones que volaban serpenteando sobre ella. "¿En dónde están los
tanquistas? ¡Ajajá! Allí están". Merésiev vio cómo los tanques, uno tras
otro, comenzaban a salir al campo desde el verde esmeralda de un bosque,
semejantes, desde arriba, a torpes escarabajos grises. Un instante
después había ya muchos, pero continuaban saliendo más y más de la
espesura, marchando por los caminos, abriéndose paso por las vaguadas.
Los primeros ya habían escalado una loma y llegaban a la tierra labrada
por los proyectiles. De sus trompas comenzaron a salir chispitas rojas.
Ni un niño, ni siquiera una mujer nerviosa, hubiéranse asustado de aquel
gigantesco ataque de tanques, de aquella impetuosa arremetida de cientos
de carros sobre los restos de las fortificaciones alemanas, si lo
hubiesen visto desde el aire, como lo veía Merésiev. En aquel momento, a
través de los ruidos y zumbidos que llenaban los auriculares del casco
de vuelo, percibió la voz ronca, indolente hasta en un instante como
aquél, del capitán Cheslov:
—
¡Atención! Soy Leopardo tres, soy Leopardo tres. ¡"Junkers" a la
derecha!
Allá delante, Alexéi vio la pequeña rayita del avión del jefe. La rayita
hizo alabeo, lo que significaba: "haced lo que yo".
Merésiev transmitió la misma orden a su patrulla. Echó una mirada hacia
atrás: su punto volaba al lado, casi pegado a él. ¡Bravo!
-
¡Viejo, no te
amilanes! —le gritó Merésiev.
-
¡No me amilano!
—oyó la voz de Petrov entre un caos de crujidos y ruidos.
-
Soy Leopardo tres,
soy Leopardo tres. ¡Seguidme! —sonó en el laringófono.
El
enemigo estaba cerca. Un poco más abajo, en doble fila india —la
formación preferida por los alemanes—, colaban unos "J-87" monomotores
de bombardeo en picado. Los famosos aviones, que adquirieron tan
fatídico renombre en los combates sobre Polonia, Francia, Holanda,
Dinamarca, Bélgica y Yugoslavia —la novedad fascista acerca de la cual,
al comienzo de la guerra, la prensa de todo el mundo contaba tantas
espantosas historias—, habían envejecido pronto sobre los espacios de la
Unión Soviética. Los pilotos soviéticos, a lo largo de numerosos
combates, les habían hallado sus puntos flacos, y los "Junkers"
comenzaban a ser considerados por los ases soviéticos no como una pieza
de importancia, sino algo así como un tetrao o una liebre, que no exigen
del cazador ninguna habilidad especial.
El
capitán Cheslov no llevaba su escuadrilla directamente contra el
enemigo, sino dando un rodeo. Merésiev comprendió que el precavido
capitán quería ponerse "bajo el sol", para después, enmascarándose en
sus cegadores rayos y permaneciendo invisible para el enemigo, acercarse
sin ser visto y caer de improviso sobre él. Alexéi se sonrió: "¿No será
demasiado honor para los "Junkers" una maniobra tan complicada? Aunque
la cautela nunca está de más". De nuevo miró hacia atrás: Petrov le
seguía. Sobre el fondo de una nube blanca se destacaba perfectamente.
Los
aviones enemigos estaban ahora a la derecha de ellos. Los alemanes
volaban en bella y exacta formación, como si unos hilos invisibles los
uniesen entre sí. Los planos de sus aviones brillaban deslumbrantes,
iluminados desde arriba por el sol.
—
...Leopardo tres. ¡Al ataque! —resonó en el oído de Merésiev un
fragmento de la orden del jefe.
Y
vio que a la derecha, desde arriba, igual que si se deslizaran
vertiginosamente por una montaña de hielo, Cheslov y su punto caían
sobre el flanco de la formación enemiga. Los hilos de las trazadoras
azotaron al "Junkers" más próximo, que se desplomó de súbito, y Cheslov,
el punto y el tercero de su patrulla se colaron por el claro formado y
desaparecieron tras la fila alemana. Esta se volvió a cerrar
inmediatamente tras ellos. Los "Junkers" continuaron volando en perfecta
formación.
Después de decir su contraseña, Alexéi quiso gritar:
"¡Al ataque!", pero la excitación hizo que de su garganta no saliera más
que un silbante "¡Ah-a-a-a." Precipitábase ya hacia abajo sin ver nada,
excepto la perfecta formación enemiga en vuelo. Había echado ya la vista
al fascista que ocupaba el lugar del derribado por Cheslov. Los oídos le
zumbaban, el corazón quería salírsele por la garganta. Había cogido al
avión en la retícula del colimador y se lanzó hacia él, manteniendo sus
pulgares
sobre los gatillos. A su derecha percibió algo así como unas cuerdas
grises y peludas. "¡Ajá! Disparan. Han errado el blanco. Otra vez tiran
y más cerca. Intacto. ¿Y Petrov? También intacto. Viró a un lado. Está a
la izquierda. ¡Bravo, muchacho!" El cuerpo gris del "Junkers"
engrosábase en la retícula del colimador. Los dedos percibían el frío de
los gatillos de aluminio. "Un poquito" más...
Fue
entonces cuando Alexéi percibió, lleno de triunfo, su completa fusión
con el aparato. Sentía el motor como si éste latiera en su pecho,
percibía con todo su ser las alas y los timones, e incluso sus torpes
pies artificiales le parecieron dotados de sensibilidad y no impedían su
fusión con el aparato en el vertiginoso movimiento. El esbelto y pulido
cuerpo del avión enemigo escurrióse, más de nuevo fue captado en la
retícula del colimador. Y lanzándose en línea recta contra él, Merésiev
apretó el gatillo. No escuchó el ruido de los disparos, ni siquiera vio
las ráfagas de las trazadoras, pero estaba seguro de haber dado en el
blanco y, sin detenerse, siguió volando hacia el avión enemigo, sabiendo
que aquél caería antes de que pudiese chocar con él. Al levantar la
vista del colimador, Alexéi vio con sorpresa que al lado caía otro
aparato enemigo. ¿Acaso, por casualidad, lo habría derribado también él?
No. Había sido Petrov, que ahora volaba a la derecha. Era obra suya.
"¡Bravos novato!" Y el éxito del joven amigo alegró a Alexéi incluso más
que el suyo propio.
La
segunda patrulla se coló por la brecha de la formación alemana. Reinaba
allí la confusión. La segunda oleada de aviones alemanes, en la que, por
lo visto, iban pilotos menos expertos, se dispersaba y perdía la
formación. Los aviones de la patrulla de Cheslov volaban entre aquellos
"Junkers" dispersos, despejando el cielo y obligando al enemigo a
arrojar apresuradamente las bombas sobre sus propias trincheras. El plan
que se había trazado el capitán Cheslov consistía precisamente en
obligar a los alemanes a bombardear sus propias fortificaciones. El
ponerse bajo el sol desempeñaba en ello un papel secundario.
La
primera hilera de los alemanes cerróse de nuevo. Los "Junkers"
continuaban volando hacia el lugar donde los tanques habían roto el
frente. El ataque de la tercera patrulla no tuvo éxito. Los alemanes no
perdieron ni un solo aparato, mientras que uno de los cazas desapareció,
abatido por el fuego del adversario. El lugar de despliegue de los
tanques para el ataque estaba cerca. No había tiempo para tomar otra vez
altura. Cheslov decidió correr el riesgo de atacar desde abajo. Alexéi
aprobó mentalmente la idea. Por su parte, sentía deseos de "pinchar" al
enemigo en el vientre, aprovechando las maravillosas cualidades del
"La-5" en la maniobra vertical. La primera patrulla lanzóse ya hacia
arriba y los hilos de las trazadoras ascendían en el aire como los finos
chorros de un surtidor. Dos aviones alemanes salieron a un tiempo de la
formación. Uno de ellos, al parecer cortado por la mitad, se partió de
súbito en el aire. Su cola a poco no choca con el motor del aparato de
Merésiev.
—
¡Atención! —gritó Merésiev, echando una ojeada a la silueta del punto,
mientras tiraba de la palanca de mando hacia sí.
La
tierra giró sobre él. Alexéi se sintió incrustado en el asiento,
comprimido contra él, como si le hubieran asestado un pesado golpe.
Percibió el regusto de la sangre en la boca y en los labios. Un velo
rojo comenzó a nublarle los ojos. El aparato, poniéndose casi vertical,
lanzóse veloz hacia arriba. Tumbado en el respaldo del asiento, Alexéi
vio por un instante en la retícula del colimador el pintarrajeado
vientre de un "Junkers", las defensas aerodinámicas que protegían sus
gruesas ruedas y hasta los pegotes de arcilla del aeródromo adheridos a
ellas.
Apretó los dos gatillos. ¿Dónde había hecho blanco, en los depósitos, en
el motor, en las bombas? No lo sabía; pero el avión alemán desapareció
de pronto envuelto en la parda nube de una explosión.
El
avión de Merésiev fue lanzado hacia un lado, pasando cerca de una masa
de fuego. Una vez puesto el
avión en
vuelo horizontal, Alexéi inspeccionó el cielo. El punto le seguía a la
derecha, como suspendido en el infinito azul del cielo, sobre una capa
de nubes que recordaba la blanca espuma del jabón. El cielo estaba
desierto, sólo en el horizonte, sobre el fondo de las lejanas nubes, se
perfilaban las pequeñas rayas de los "Junkers", diseminados en
diferentes direcciones. Alexéi miró el reloj y quedó sorprendido. Le
parecía que el combate había durado media hora cuando menos y que la
gasolina debía estar a punto de agotarse, mas el reloj mostraba que
había durado, en total, tres minutos y medio.
—
¿Estás vivo? —preguntó, mirando al punto, que se había "trasladado" a la
derecha y volaba a su lado.
Entre el maremágnum de sonidos oyó una voz lejana y entusiasmada:
—
Estoy vivo... La tierra... Mira a tierra...
Abajo, en varios puntos del ondulado valle, removido y martirizado,
ardían atufantes hogueras de gasolina; columnas de denso humo se
elevaban al aire en calma. Pero Alexéi no miraba los restos de los
aviones enemigos que se consumían envueltos en llamas, sino a aquellos
escarabajos de un gris-verdoso que, esparcidos ya por todo el campo,
reptaban por dos cañadas en dirección a las posiciones enemigas. Los de
cabeza habían rebasado ya las trincheras. Vomitando por sus pequeñas
trompas rojas lengüecillas de fuego, al otro lado ya de la línea de
fortificaciones, seguían avanzando, a pesar de que a su espalda
destellaban aún los disparos y se extendían los humillos de la
artillería alemana.
Merésiev sabía bien lo que significaban aquellos cientos de escarabajos
en la profundidad de las destrozadas posiciones enemigas.
Había sucedido lo que al día siguiente leyó con alborozo en los
periódicos el pueblo soviético y todo el mundo amante de la libertad. En
uno de los sectores del gran arco de Kursk, después de dos horas de
potente preparación artillera, el Ejército Soviético había roto la
defensa alemana y, penetrando con toda su fuerza por la brecha,
despejaba el camino a las tropas soviéticas, que habían pasado a la
ofensiva.
De
los nueve aparatos de la escuadrilla del capitán Cheslov, dos no
volvieron aquel día al aeródromo. En el combate fueron derribados nueve
"Junkers". Nueve por dos era, sin duda, un buen resultado, tratándose de
aparatos; pero la pérdida de los camaradas había ensombrecido la alegría
de la victoria. Los pilotos saltaban de los aviones en silencio, sin
gritar, ni gesticular; no discutían animadamente las peripecias de la
pelea, viviendo de nuevo el peligro pasado, como sucedía siempre después
de un combate afortunado. Con aire sombrío se dirigían al jefe del
Estado Mayor, informándole parcamente, en pocas palabras, de los
resultados y se separaban sin mirarse el uno al otro.
Alexéi era una persona nueva en el regimiento. Ni siquiera conocía de
vista a los que habían perecido, pero se dejó dominar por el estado de
ánimo general. En su vida había ocurrido el acontecimiento más grande e
importante, al que había aspirado con toda su voluntad, con todas las
potencias del alma, acontecimiento que había decidido toda su vida
futura, y que le había devuelto a las filas de las personas sanas, en
plena posesión de sus facultades. ¡Cuántas veces en la cama del hospital
y, después, mientras aprendía a andar, a bailar o en tanto recuperaba
los perdidos hábitos del pilotaje, con tenaces entrenamientos, había
soñado con aquel día! Y ahora, cuando este día había llegado, cuando
había derribado dos aviones alemanes y de nuevo podía, sin menoscabo,
considerarse de la familia de los pilotos de caza, también él, como los
demás, se acercó al jefe del Estado Mayor para informarle del número de
sus víctimas. Merésiev precisó las circunstancias, elogió a su punto y
se apartó a la sombra de un abedul, pensando en los que no habían
regresado.
Sólo Petrov corría por el aeródromo sin casco de vuelo, con los cabellos
rubios en desorden, agarraba del brazo a todos los que encontraba y se
ponía a contar:
—
...y de pronto, veo que están al lado, bueno, se les podía alcanzar con
la mano. Escúchame... y veo que el teniente enfila al de cabeza. Yo hice
puntería en el contiguo. ¡Zas!
Después, se acercó corriendo a Merésiev, se tumbó junto a sus pies,
sobre el blando musgo herbáceo pero, no pudiendo permanecer en aquella
tranquila postura, volvió a levantarse.
—
¡Qué virajes ha hecho usted hoy! ¡Espléndidos! Hasta se me nublaba la
vista... ¿Sabe usted cómo sacudí al alemán? Escúcheme... iba detrás de
usted, cuando veo que, al lado, al alcance de la mano, como ahora está
usted...
—
Espera, vejete —le interrumpió Alexéi, y comenzó a palparse los
bolsillos—. Las cartas, las cartas. ¿Dónde las habré metido?
Acababa de acordarse de las cartas recibidas aquel día y que no había
tenido tiempo de leer. Al no encontrarlas en los bolsillos, se cubrió de
un sudor frío. Luego, al tentarse el pecho y sentir el crujido de los
sobres bajo la guerrera, suspiró aliviado. Sacó la carta de Olga,
sentóse al pie del abedul y, sin escuchar a su entusiasmado amigo,
comenzó a rasgar, con cuidado, uno de los bordes del sobre.
En
aquel instante un ruidoso cohete estalló en el aire. La chispeante
serpiente roja describió una parábola sobre el aeródromo y se apagó,
dejando tras de sí una estela gris que se iba difuminando lentamente.
Los pilotos se levantaron de un salto. Sobre la marcha, Alexéi volvió a
guardar el sobre en el pecho, sin haber tenido tiempo de leer ni una
sola línea. Al abrir el sobre sólo pudo palpar en él, además del papel
de la carta, algo duro. Mientras volaba a la cabeza de su patrulla por
la ruta ya conocida, palpaba el sobre de vez en cuando. ¿Qué habría en
él?
Para el regimiento de cazas de la Guardia en el que ahora prestaba
Alexéi sus servicios, la ruptura del frente por el ejército de tanques
fue el comienzo de un arduo período de combates. Sobre el lugar de la
ruptura, las escuadrillas se relevaban unas a otras. Apenas salía del
combate una y tomaba tierra, en su lugar se elevaba otra y las cisternas
se lanzaban a todo correr hacia la que había aterrizado. Abundantes
chorros de gasolina caían en los vacíos depósitos. Sobre los calientes
motores cerníase un vaho espeso, gelatinoso, semejante al que despide el
campo después de una cálida lluvia de verano. Los pilotos no salían de
las cabinas. Hasta la comida se les llevaba allí en cazuelas de
aluminio. Pero nadie comía. Tenían el pensamiento puesto en otra cosa y
los bocados se atascaban en la garganta.
Cuando la escuadrilla del capitán Cheslov aterrizó de nuevo y los
aparatos, dirigiéndose al bosquecillo, comenzaron a proveerse de
gasolina, Merésiev, sonriente, continuó sentado en la cabina, sintiendo
la laxitud de un agradable cansancio, mirando impaciente al cielo y
gritando a los repostadores. Anhelaba volver al combate, anhelaba volver
a medir sus fuerzas. Palpaba a menudo los crujientes sobres que llevaba
en el pecho, pero, en tal situación, no tenía ganas de leer las cartas.
Sólo por la tarde, cuando empezó a oscurecer, se permitió que las
dotaciones se retirasen a sus refugios. Merésiev no marchó por el atajo
del bosque que seguía habitualmente, sino dando un rodeo, a través del
campo cubierto de maleza. Quería concentrarse, descansar del ruido y
del estruendo, de las abigarradas impresiones de aquel interminable día.
La
tarde era clara, perfumada y tan apacible que el ruido del ya lejano
cañoneo no parecía ser el estruendo del combate, sino el tronar de una
tormenta que pasara de largo. El sendero atravesaba lo que antes fuera
campo de centeno. Aquella misma maleza triste y rojiza, que en el
corriente mundo humano asoma tímidamente sus finos tallos en los
apartados rincones de los patios y en los montones de piedras colocadas
en las lindes de los campos, es decir, allí donde el ojo atento del
dueño mira sólo de tarde en tarde, alzábase aquí como un muro continuo,
enorme, insolente, fuerte, cubriendo la tierra fertilizada por el sudor
de muchas generaciones de labriegos. Y sólo de vez en cuando, como débil
hierbecilla completamente asfixiada por la maleza, asomaban escasas y
enclenques espiguitas de centeno silvestre. La insolentada maleza
absorbía todo el jugo de la tierra y todo el calor del sol, privando al
centeno de alimento y de luz, y sus espiguitas se habían secado aún
antes de florecer, sin llegar a granar.
Merésiev pensó que así habían querido los fascistas echar sus raíces en
nuestra tierra, absorber sus jugos, alzarse insolentes y amenazadores
sobre nuestras riquezas, ocultar el sol, y desalojar al gran pueblo
laborioso y fuerte de sus campos, de sus huertos; privarle de todo,
desecarlo, asfixiarlo, igual que las malezas asfixiaron esas lánguidas
espiguitas, que habían perdido ya hasta la forma exterior del fuerte y
hermoso cereal. Y sintiendo un acceso de furor infantil, Alexéi comenzó
a golpear con su bastón las cabezuelas rojizas, oscuras y pesadas de las
hierbas parásitas, regocijándose al ver derribados en verdaderos haces
los insolentes tallos. Sudaba a chorros, pero seguía golpeando sin cesar
las malezas que asfixiaban el centeno, sintiendo con alegría en su
cansado cuerpo la sensación de la lucha y del movimiento.
Inesperadamente, resopló a su espalda un "pasaportodo" que, haciendo
rechinar los frenos, se detuvo en el camino. Merésiev, sin mirar,
adivinó que el que le había alcanzado, sorprendiéndole en una ocupación
tan infantil, era el jefe del regimiento. Alexéi enrojeció tanto, que
las orejas parecían arderle; simulando no haber reparado en el coche,
comenzó a escarbar en la tierra con el bastón.
—
¿Segamos? Buena ocupación. He recorrido todo el campo preguntando:
¿Dónde está nuestro héroe, dónde se ha metido nuestro héroe? Y aquí lo
tienes, haciendo la guerra a la maleza.
El
coronel saltó del coche. El mismo lo conducía magníficamente y le
gustaba, en los ratos libres, dirigirlo con sus propias manos, al igual
que le gustaba dirigir por sí mismo su regimiento en los ejercicios
difíciles, y luego, por las noches, hurgar y tiznarse con los mecánicos
en los motores llenos de grasa. Habitualmente iba vestido con un mono
azul, y sólo por las autoritarias arrugas de su enjuto rostro y la nueva
y elegante gorra de piloto se le podía distinguir de la tiznada tribu de
mecánicos.
Cogió por los hombros a Merésiev que, azorado, seguía escarbando en la
tierra con el bastón.
—
Bien, déjeme que le mire de cerca. Diantre, pues no veo en usted nada de
particular. Ahora puedo confesárselo: cuando le enviaron a mi
regimiento, no creía, a pesar de todo, lo que decían de usted en el
Ejército, no creía que podría aguantar un combate y menos como...
¡Gloria a nuestra madre Rusia! Le felicito. Le felicito y le admiro.
¿Vive en la "topera"? Suba, le llevaré.
El
coche arrancó y lanzóse por la pista de campaña, embalado a toda
velocidad, haciendo en las curvas virajes vertiginosos.
-
Bien, ¿tal vez
necesite algo? Pídamelo, no tenga reparo, tiene usted derecho —dijo el
jefe, conduciendo el coche con habilidad a través del bosquecillo, a
campo traviesa, por entre los montículos de las chabolas de la "topera",
como llamaban los aviadores a su ciudad subterránea.
-
No, no necesito
nada, camarada coronel. Soy uno más. Lo mejor sería que se olvidara de
que no tengo pies.
-
Tiene razón. ¿Cuál
es la de usted? ¿Esta?
El
coronel frenó bruscamente a la entrada misma de la chabola. Apenas tuvo
tiempo de descender Merésiev, cuando el "pasaportodo", rugiente y
haciendo crujir las ramas secas, desapareció dando virajes entre los
abedules y robles del bosque.
Alexéi no entró en la chabola. Se echó al pie de un abedul, sobre el
musgo húmedo y felpudo que olía a setas, y con cuidado sacó del sobre la
carta de Olga. Una fotografía resbaló de la mano y fue a caer sobre la
hierba. Alexéi la recogió. El corazón latíale con fuerza y
aceleradamente.
Desde la fotografía le miraba un rostro conocido y, al mismo tiempo,
completamente distinto del que recordaba. Olga estaba retratada con
uniforme militar. La guerrera, el cinturón, la Orden de la Estrella
Roja, incluso el distintivo de la Guardia, todo le sentaba muy bien.
Semejaba un muchacho delgado y bien parecido, vestido de oficial del
ejército. Sólo que este muchacho tenía un rostro fatigado y sus ojos
grandes, redondos, luminosos, miraban con una penetración impropia de un
joven.
Alexéi contempló largamente esos ojos. El alma se le inundó de una dulce
e inconsciente melancolía, como la que se siente al escuchar por la
noche los sonidos lejanos de la canción amada. En el bolsillo encontró
la antigua foto de Olga en donde ésta se hallaba retratada con un
vestido de vivos colores, en un campo florido, salpicado de las blancas
estrellitas de la manzanilla. Y —¡cosa extraña!— la muchacha vestida con
uniforme militar, de ojos fatigados, a la que él no había visto nunca,
le era más querida y estaba más cerca de él que aquella que él conocía.
Al dorso de la foto había escrito: "No me olvides".
La
carta era breve y optimista. La muchacha mandaba ya una sección de
zapadores. Pero su sección, ahora, no combatía, se dedicaba a un trabajo
pacífico: a la reconstrucción de Stalingrado. Olga escribía muy poco de
sí misma, en cambio, hablaba con apasionamiento de la noble ciudad, de
sus ruinas que revivían, de cómo las mujeres, muchachas y adolescentes,
llegadas de todos los confines del país para reedificar la ciudad,
instaladas en los sótanos, en los fortines, en los blindajes que habían
quedado de la guerra, en vagones ferroviarios, en barracas de madera
contrachapada, en viviendas cavadas en la tierra, construían y
restauraban la ciudad. Le contaba también que se decía que cada obrero
de la construcción que trabajara bien recibiría después un piso en el
nuevo Stalingrado. Si fuera así, Alexéi debía saber que tendrá dónde
descansar después de la guerra.
Como era verano, oscureció rápidamente. Alexéi leyó las últimas líneas
alumbrando la carta con su linterna de bolsillo. Cuando la hubo leído,
iluminó otra vez la fotografía. Los límpidos ojos del muchacho-soldado
miraban con severidad. "Querida, querida mía, la vida no te es fácil...
¡La guerra, no ha pasado de largo junto a ti, pero tampoco te ha
quebrantado! ¿Me esperas? ¡Espera, espera! ¿Me quieres, verdad?
¡Quiéreme, quiéreme, amada mía!" Y, de pronto, Alexéi sintió vergüenza:
hacía año y medio, que le ocultaba a ella, al combatiente de
Stalingrado, su desgracia. Sentía deseos de bajar al refugio para
escribirle todo con honradez y franqueza: "Que decida, y cuanto antes
mejor. Cuando todo esté claro, los dos sentiremos alivio".
Después de lo hecho este día podía hablar con ella de igual a igual. Ya
no sólo volaba, sino que combatía. Él se había prometido, habíase hecho
el juramento de contárselo todo cuando sus esperanzas hubieran fallado o
cuando en el combate demostrase ser igual a los otros. Y ya lo era. Dos
aviones alemanes habían sido derribados por él, y habían ardido entre
los arbustos a la vista de todos. El oficial de guardia lo había anotado
en el diario de campaña. Habían mandado informes de ello a la división,
al Ejército y a Moscú.
Por
tanto, el juramento había sido cumplido y podía escribir... "Pero,
pensándolo bien, ¿acaso son los "Junkers" un verdadero enemigo para un
caza? Claro que un buen cazador no contará, para demostrar su habilidad
en la caza, que ha matado, digamos, una liebre".
En
el bosque se espesaban las sombras de una cálida y húmeda noche. Ahora,
cuando el fragor del combate se había desplazado hacia el Sur y el
resplandor de los lejanos incendios divisábase apenas a través de la
enramada, se oían con precisión todos los ruidos nocturnos del fragante
y florido bosque estival: el frenético y penetrante cantar de los
grillos en el lindero del bosque, el croar de centenares de ranas en el
vecino pantano, el brusco graznido del rascón, y, dominando todo ello,
el canto del ruiseñor, que imperaba en la húmeda penumbra, llenándolo
todo con sus trinos.
Las
blancas manchas de la luna, alternando con las sombras negras, trepaban
por la hierba a los pies de Alexéi, que aún permanecía sentado bajo el
abedul, sobre el blando musgo, ya húmedo. Volvió a sacar la fotografía
del bolsillo, la puso sobre las rodillas y, mirándola a la luz de la
luna, quedó pensativo. Sobre su cabeza, en el claro cielo de un azul
oscuro, volaban, una tras otra, rumbo al Sur, las pequeñas siluetas
oscuras de los aviones de bombardeo nocturno. Sus motores rugían en tono
de bordón, pero incluso esta voz de la guerra parecía ahora en el
bosque, todo iluminado por la luna y colmado de los trinos de los
ruiseñores, el pacífico zumbar de unas cetonias. Alexéi lanzó un
suspiro, guardó la fotografía en el bolsillo de la guerrera, saltó como
impulsado por un resorte, sacudiéndose el encanto mágico de esa noche y,
haciendo crujir las ramas secas, corrió a su refugio, donde roncaba ya,
plácida y sonoramente, Petrov, extendido como un héroe de leyenda sobre
la estrecha cama de campaña.
5
Las
tripulaciones fueron despertadas antes del amanecer. El Estado Mayor
del Ejército había recibido una información en la que se comunicaba que
al sector de la ruptura de los tanques soviéticos se había trasladado
durante la noche anterior una gran unidad de aviación alemana. Los datos
de la observación terrestre, confirmados por los informes de los
agentes, permitían llegar a la conclusión de que el mando alemán,
dándose cuenta del peligro creado por la ruptura realizada por los
tanques soviéticos en la base misma del arco de Kursk, había llamado a
la división aérea "Richthofen", completada con los mejores ases de la
aviación de Alemania. Esta división, destrozada la última vez en
Stalingrado, había vuelto a reorganizarse en la profunda retaguardia de
los alemanes. Se prevenía al regimiento de que el enemigo supuesto era
numeroso, disponía de los aparatos "Focke-Wulf-190" más modernos y
contaba con una gran experiencia de combate. Se dio la orden de estar
alerta, de cubrir sólidamente los segundos escalones de las unidades
móviles, que habían comenzado por la noche a aproximarse a los tanques
que habían roto el frente.
¡"Richthofen"!
Los pilotos avezados conocían bien el nombre de esta división, que se
encontraba bajo la protección especial de Hermann Goering. Los alemanes
la enviaban siempre a donde las cosas marchaban mal. Los pilotos de esa
división, parte de los cuales habían pirateado ya contra la España
republicana,
combatían con habilidad y furia y pasaban por ser el enemigo más
peligroso...
—
Dicen que han llegado unos tales "Richthofen". ¡Qué bueno sería
encontrarlos! ¡Ya les daríamos para el pelo a esos "Richthofen"! ¿Eh?
—peroraba Petrov en el comedorcillo, mientras devoraba con premura su
desayuno y miraba por la abierta ventana, tras la cual la camarera Raia
elegía unos ramilletes entre un montón de flores silvestres y los ponía
en las vainas de unos proyectiles abrillantados con tiza.
Esta belicosa parrafada a cuenta de los "Richthofen" era dirigida,
naturalmente, no tanto a Alexéi —que ya había terminado de tomar su
café—, como a la muchacha que, afanada con las flores, no dejaba de
echar miradas de reojo al sonrosado y guapo Petrov. Merésiev los
observaba con sonrisa bonachona. Pero cuando se trataba de cosas serias
no gustaba de bromas ni de conversaciones vacías:
—
Los "Richthofen" no son cualquier cosa. Los "Richthofen" que tienes que
volar ojo
avizor, si no quieres arder hoy entre la maleza. Significa ser todo
oídos, no perder el contacto. Los "Richthofen", hermano, son unas
fieras, que, antes que tú puedas abrir la boca, ya estás crujiendo entre
sus mandíbulas...
Al
amanecer, despegó la primera escuadrilla, mandada personalmente por el
coronel. Mientras ésta actuaba, se preparaba para volar el segundo grupo
de doce cazas, que debía ser conducido por el comandante de la Guardia
Fedótov, Héroe de la Unión Soviética, el piloto más experto del
regimiento, después del jefe. Los aparatos estaban ya listos, los
pilotos ocupaban su asiento en la cabina. Los motores marchaban al
ralentí, a causa de lo cual, en el lindero del bosque soplaba un
vientecillo intermitente parecido al que barre la tierra y sacude los
árboles antes de la tempestad, cuando ya caen ruidosamente sobre la
sedienta tierra los primeros goterones de la lluvia.
Sentado en la cabina, Alexéi seguía con la vista a los aviones del
primer grupo, que descendían bruscamente, como si resbalasen del cielo.
En contra de su voluntad, los iba contando. Cuando entre el aterrizaje
de dos aparatos se producía algún intervalo, comenzaba a sentir
inquietud. Pero tomó tierra el último. ¡Todos! Alexéi sintióse aliviado.
No
había terminado el último avión de apartarse
rodando,
cuando arrancó de su sitio el "uno" del comandante Fedótov. Los cazas
despegaban por parejas. Formaron sobre el bosque. Haciendo alabeo,
Fedótov tomó el rumbo.
Volaban bajo, con precaución, manteniéndose en la zona de la ruptura de
la víspera. Ahora la tierra corría veloz bajo el avión de Alexéi, ya no
desde gran altura, desde un plano alejado, que da a todo un aspecto
irreal, de juguete, sino de cerca. Lo que el día anterior, desde arriba,
le parecía un juego, desplegábase ahora ante él como un campo de batalla
inmenso, inabarcable. Bajo las alas del avión pasaban vertiginosos los
campos, los prados, los bosquecillos removidos por los proyectiles y las
bombas, cruzados de trincheras y zanjas. Divisábanse, diseminados por el
campo, cadáveres, piezas abandonadas por sus servidores —cañones sueltos
o baterías completas—, y allí donde la artillería había alcanzado a las
columnas, se veían tanques averiados y largos montones de madera y de
hierro retorcido. Pasó un gran bosque completamente arrasado por el
cañoneo. Desde arriba, parecía un campo pateado por una enorme yeguada.
Todo ello desfilaba con la rapidez de una cinta cinematográfica, que
parecía no tener fin.
Todo atestiguaba lo tenaz y cruento de la batalla, las grandes pérdidas
y la grandiosidad de la victoria alcanzada
allí.
Las
huellas apareadas de las orugas de los tanques surcaban en todas
direcciones el amplio terreno. Iban lejos, muy lejos, hacia la
profundidad de las posiciones alemanas, y había muchas huellas como
ésas. Veíanse por doquier, hasta el mismo horizonte, como si una enorme
manada de fieras desconocidas, sin atender a caminos, hubiera pasado
veloz hacia el Sur a campo traviesa. Y en pos de los tanques, dejando
tras de sí azuladas estelas de polvo que se divisaban desde lejos,
avanzaban por las carreteras —desde arriba parecía que avanzaban muy
lentamente— interminables columnas de artillería motorizada, de
cisternas, de gigantescos furgones-talleres arrastrados por tractores y
camiones cubiertos de lona embreada. Pero cuando los cazas tomaron
altura, todo aquello recordaba el bullir de las hormigas, moviéndose por
sus senderillos durante la primavera.
Como si fuera entre las nubes, los cazas se ocultaban entre las estelas
de polvo —que se elevaban a gran altura en aquel aire en calma—, volando
a lo largo de la columna hasta los "pasaportodo" que marchaban en cabeza
y en los que debía ir el mando de los tanques. Sobre las columnas
motorizadas, el cielo estaba libre, pero allá a lo lejos, en la brumosa
línea del horizonte, se divisaban ya las humaredas desiguales del
combate. El grupo volvió hacia atrás, serpenteando en el cielo
insondable. En aquel momento, Alexéi divisó en el mismo horizonte, al
principio una, después todo un enjambre de rayitas suspendidas sobre la
tierra. ¡Los alemanes! También volaban pegados a la tierra, y se
dirigían evidentemente hacia las estelas de polvo que se distinguían
desde lejos soore los rojizos campos cubiertos de maleza. Alexéi miró
instintivamente hacia atrás. Su punto le seguía, guardando la mínima
distancia.
El
piloto aguzó el oído y desde lejos oyó una voz:
—
Soy Gaviota dos, Fedótov; soy Gaviota dos, Fedótov. ¡Atención!
¡Seguidme!
La
disciplina en el aire —donde los nervios del piloto se encuentran a la
máxima tensión— es tal que éste ejecuta las disposiciones del jefe, a
veces incluso antes de que aquél termine de dar la orden. Mientras allá
a lo lejos, entre ruidos y silbidos, sonaban las palabras de la nueva
orden, todo el grupo, por parejas, pero guardando una formación
general cerrada, viró para interceptar el paso a los alemanes. Todo se
puso en tensión hasta el límite: la vista, el oído, el pensamiento.
Alexéi no veía nada, excepto los aviones enemigos, que crecían
rápidamente ante sus ojos; no escuchaba nada, excepto los ruidos y
crujidos en los auriculares, bajo el casco de vuelo, donde debía
resonar la orden. Pero, en vez de aquello, oyó de pronto, con toda
claridad, una voz en un idioma extranjero que pronunciaba con
excitación:
—
Achtung! Achtung!... "La-fünf.
Achtung!
—gritaba la voz (al parecer se trataba de un apuntador terrestre
alemán), advirtiendo del peligro a sus aviones.
La
famosa división aérea alemana tenía por costumbre instalar cómodamente
en el campo de combate toda una red de apuntadores y observadores
terrestres, provistos de emisoras y lanzados previamente en paracaídas,
durante la noche, a la zona de posibles encuentros aéreos.
Con
menos claridad ya, oyó otra voz ronca e irritada en alemán:
—
Oh,
Donner wetter!
Links, "La-fünf"!
Links, "La-fünf"!
En
el tono de contrariedad de aquella voz, percibíase una alarma mal
encubierta.
— "Richthofen",
y
sin embargo, teméis a los "Lávochkin" —masculló Merésiev sarcástico,
mirando hacia la formación enemiga que se acercaba a ellos y sintiendo
en todo su contraído cuerpo esa alegre ingravidez, ese entusiasmo
avasallador que corta la respiración.
Examinó con atención al enemigo. Eran aparatos de caza y asalto
"Focke-Wulf-190"; aparatos fuertes, ágiles, que acababan de aparecer
entonces y a los cuales los pilotos soviéticos habían bautizado ya con
el nombre de "focas".
Su
número era dos veces mayor. Guardaban la formación rigurosa que
caracterizaba a las unidades de la división "Richthofen"; volaban en
formación escalonada, por parejas, dispuestas de manera que cada una de
ellas defendiera la cola de la que le precedía. Aprovechando la ventaja
de la altura, Fedótov condujo su grupo al ataque. Alexéi había elegido
ya mentalmente enemigo y, sin perder de vista a los demás, lanzóse sobre
él, tratando de retenerlo en la retícula del colimador. Pero alguien se
había adelantado a Fedótov. Un nuevo grupo de cazas surgió desde otro
lado y atacó con ímpetu a los alemanes desde arriba y con tanto éxito
que rompió inmediatamente su formación. En el aire comenzó el barullo.
Ambas formaciones se dispersaron en parejas y cuartetos que combatían
entre sí. Los cazas trataban de cortar la formación del enemigo con sus
ráfagas de balas, ponérsele en cola, atacarle de flanco.
Las
parejas volaban en círculo, persiguiéndose
mutuamente.
En
el aire comenzó una complicada zarabanda.
Tan
sólo un ojo experto podía orientarse en aquella baraúnda, como
únicamente un oído habituado podía diferenciar cada uno de los sonidos
que llegaban al piloto a través de los auriculares. ¡Qué no se oiría en
el éter en aquel momento! El bronco y rotundo juramento del que va al
ataque y la exclamación de espanto del derribado; el grito de triunfo
del vencedor y el lamento del herido; el rechinar de dientes del que se
lanza a un brusco viraje y el jadeo de una respiración entrecortada.
Uno, en la embriaguez del combate, cantaba una canción en lengua
extraña; otro había clamado puerilmente "¡madre!"; y un tercero, que,
por lo visto, debía estar apretando los gatillos, exclamaba con ira:
"¡Toma, perro! ¡Toma, perro! ¡Toma, perro!"
La
víctima escogida se escurrió del colimador de Merésiev. En su lugar vio,
más arriba de él, un caza "Yak" a cuya cola se había aferrado
sólidamente un "foca" de forma de puro, con alas rectas. De las alas del
"foca" salían ya dos franjas paralelas de balas hacia el "Yak". Había
tocado su cola. Merésiev, haciendo la vela, se lanzó hacia arriba en
ayuda del "Yak". En una partícula de segundo surgió sobre él una sombra
oscura y en ella procuró meter una larga ráfaga con todas sus armas. No
vio lo que pasó con el "foca". Sólo pudo observar que el "Yak" con la
cola averiada seguía volando ya solo. Merésiev miró hacia atrás: ¿no se
habría perdido el punto en todo aquel jaleo? No, iba casi al lado.
—
No te rezagues, vejete —dijo Alexéi entre dientes.
A
sus oídos llegaban zumbidos, chasquidos, canciones; resonaban en dos
idiomas gritos de triunfo y de espanto, ronquidos, juramentos, un jadeo
entrecortado. Por aquellos sonidos y ruidos diríase que no eran aviones
de caza los que luchaban a mucha altura sobre la tierra, sino
adversarios que se hubiesen enzarzado en un combate cuerpo a cuerpo y,
resoplando y jadeando, puestas en tensión todas sus fuerzas, rodasen por
el suelo.
Merésiev escrutó el aire, buscando enemigo. De pronto, sintió un
escalofrío en la espalda y se le erizaron los cabellos. Un poco más
abajo vio un "La-5" que era atacado desde arriba por un "foca". No pudo
ver el número del avión soviético, pero comprendió, presintió que era
Petrov. El "Focke-Wulf" se había lanzado directamente hacia él,
disparando con todas sus armas. A Petrov quedábale de vida una partícula
de segundo. Eso ocurría demasiado cerca y Alexéi, de acuerdo con las
reglas del ataque aéreo, no podía correr en ayuda de su amigo. No había
tiempo ni lugar para maniobrar. El afán de salvar la vida del camarada
en peligro inminente impulsó a Merésiev a correr el riesgo. Lanzó su
avión hacia abajo por la vertical y metió gases. El avión, arrastrado
por su propio peso, multiplicado por la inercia y por el motor a plena
potencia, retemblando por la tensión inusitada, se precipitó como una
piedra, más aún, como un cohete, sobre el cuerpo de alas cortas del
"foca", envolviéndole en los hilos de sus ráfagas. Sintiendo que aquella
velocidad insensata, aquel brusco descenso le hacía perder el
conocimiento, Merésiev, en su vertiginosa caída al abismo, apenas si
pudo observar con sus ojos turbios e inyectados en sangre, que delante
mismo de su hélice el "foca" se envolvía en la nube de humo de una
explosión. ¿Y Petrov? Había desaparecido. ¿Dónde estaba? ¿Derribado?
¿Habría logrado saltar? ¿Se habría marchado?
El
cielo estaba limpio a su alrededor. Desde lejos, desde el avión ya
invisible, en el encalmado éter, resonaba la voz:
—
Soy Gaviota dos, Fedótov; soy Gaviota dos, Fedótov. Formad tras de mí,
formad tras de mí- A casa. Soy Gaviota dos...
Por
lo visto, Fedótov reunía el grupo.
Una
vez ajustadas las cuentas al "Focke-Wulf", Merésiev sacó su avión del
enloquecedor picado vertical y respiró con avidez, profundamente,
deleitándose con la tranquilidad reinante, sintiendo la alegría del
peligro ya pasado, la alegría de la victoria. Miró a la brújula para
determinar el rumbo de regreso y, al observar que le quedaba poca
gasolina, frunció el ceño: era poco probable que le bastara para llegar
hasta el aeródromo. Pero más espantoso aún que el que la aguja del nivel
de gasolina estuviera cerca del cero fue lo que vio a continuación: de
las revueltas guedejas de una esponjosa nube, volando derecho hacia él,
surgió un "Focke-Wulf-190", venido quién sabe de dónde. No tenía tiempo
para pensar, ni posibilidades de evitarle.
Los
adversarios se lanzaron impetuosamente el uno contra el otro.
6
El
estruendo del combate aéreo entablado sobre las carreteras por las
cuales se extendían los servicios de retaguardia del ejército a la
ofensiva, no sólo era escuchado por sus participantes, que se
encontraban en las cabinas de los aviones en lucha.
Por
medio de un potente receptor de radio, lo escuchaba desde el aeródromo
el jefe del regimiento de cazas de la Guardia, coronel Ivanov. Como "as"
experimentado,' comprendía, por los sonidos que traía el éter, que el
combate era ardiente y que el enemigo, experto y tenaz, no quería
abandonar el espacio. La noticia de que Fedótov había entablado un
difícil combate sobre las carreteras cundió rápidamente por el
aeródromo. Cuantos podían hacerlo salieron del bosque al calvero y
miraban con inquietud hacia el Sur, por donde debían venir los aviones.
Los
médicos, con batas blancas, salieron corriendo del comedor con el bocado
en la boca. Las ambulancias, de grandes cruces rojas en los techos,
desembocaron, como elefantes, de los matorrales, preparadas para actuar
y con los motores funcionando.
Tras la cresta de los árboles hizo su aparición la primera pareja que,
sin dar vuelta alguna, aterrizó y rodó por el extenso campo: eran el
"uno" del Héroe de la Unión Soviética Fedótov y el "dos" de su punto.
Tras ellos aterrizó a la vez la segunda pareja. En el aire, sobre el
bosque, continuaban zumbando los motores de los aviones que regresaban a
su base.
El
séptimo, el octavo, el noveno, el décimo —contaban en voz alta los que
estaban en el campo, mirando cada vez con mayor atención al cielo. Los
aviones que habían aterrizado salían del campo, se iban a sus caponeras
y allí enmudecían. Pero faltaban dos aparatos.
Entre los que esperaban se hizo el silencio. Pasó un
minuto
terriblemente lento.
—
Merésiev y Petrov —susurró alguien.
De
pronto, una voz femenina —que se expandió por todo el campo— chilló
alborozada:
—
¡Viene!
Se
oyó el ruido de un motor. Tras las copas de los abedules, casi
rozándolos con las ruedas desplegadas, salió el "doce". El avión estaba
averiado, tenía arrancado un trozo
de la cola, el extremo del ala izquierda tremolaba colgando de un cable.
El avión tocó tierra de una manera extraña, dio un gran bote, volvió a
tocar tierra y saltó de nuevo. Así siguió saltando casi hasta el final
del aeródromo y, de pronto, se paró, con la cola ligeramente levantada.
Las ambulancias, con los médicos en los estribos, algunos "pasaportodo"
y todo el grupo de los que esperaban lanzáronse hacia el aparato. De la
cabina no salía nadie.
Corrieron la cubierta. Derrumbado en el asiento hallábase el cuerpo de
Petrov, nadando en un charco de sangre. La cabeza fláccida caía sobre el
pecho. El rostro estaba cubierto por los largos mechones de pelo rubio y
húmedo. Los médicos y las enfermeras le desabrocharon las correas, le
quitaron la bolsa con el paracaídas, ensangrentada y rota por un
cascote, y depositaron con precaución en el suelo el cuerpo inerte. El
piloto tenía las piernas atravesadas por las balas y lesionada una mano.
Por el mono azul se extendían rápidamente unas manchas oscuras.
Petrov fue vendado allí mismo; luego le pusieron en una camilla y
comenzaron a meterlo en una ambulancia. En aquel momento abrió los ojos.
Murmuró algo, pero tan débilmente que no era posible oírle. El coronel
se inclinó hacia él.
-
¿En dónde está
Merésiev? —preguntó el herido.
-
No ha aterrizado
aún.
Alzaron de nuevo la camilla, pero el herido se opuso con enérgicos
movimientos de cabeza, e incluso hizo ademán de saltar de ella:
—
¡Quietos, no me lleven, no quiero! Esperaré a Merésiev. Él me ha salvado
la vida.
Y
eran tan enérgicas las protestas del piloto y sus amenazas de arrancarse
el vendaje, que el coronel, volviéndose, murmuró entre dientes:
—
Bien, déjenlo. Que espere. A Merésiev no le queda combustible más que
para un minuto. No se va a morir.
El
coronel seguía con la vista las pulsaciones del rojo segundero,
moviéndose por el círculo del cronómetro. Todos miraban, aguzando el
oído, hacia el bosque azulado, tras cuyas almenas debía aparecer el
último avión. Pero, excepto el lejano retumbar del cañoneo y los
picotazos del pájaro carpintero que golpeaba insistentemente por allí
cerca, no se oía nada.
¡Qué largo es un minuto algunas veces!
7
Los
adversarios se habían lanzado, a pleno gas, el uno contra el otro.
El
"Lávochkin-5" y el "Focke-Wulf-190" eran aviones veloces. Alexéi
Merésiev y el "as" alemán, desconocido para él, de la famosa división "Richthofen"
lanzáronse a un ataque frontal, con una velocidad que superaba a la del
sonido. En la aviación este ataque dura sólo unos instantes, durante los
cuales ni el hombre más diestro podría encender un cigarrillo, pero que
exigen del piloto tal tensión de nervios, fuerzas morales tan bien
templadas que en el combate en tierra bastarían para estar luchando todo
un día.
Hay
que imaginarse lo que significa dos aviones de caza veloces lanzados a
toda celeridad el uno contra el otro. El avión del adversario crece a
ojos vistas. Van surgiendo todos sus detalles, se le ven los planos, el
círculo brillante de la hélice, los puntos negros de los cañones. Un
momento más, y los aparatos chocarán, haciéndose añicos, y nadie podrá
encontrar ni el más mínimo trozo de los aviones ni de las personas. En
esos instantes no sólo se pone a prueba la voluntad del piloto, se
contrastan también todas sus fuerzas morales. El pusilánime, el que no
resiste la espantosa tensión nerviosa, el que es incapaz de inmolarse en
nombre de la victoria, tira instintivamente hacia sí de la palanca para
escapar del huracán mortal que se le viene encima; pero un instante
después su avión se desploma con el vientre abierto o con un ala
cercenada. No hay salvación posible. Los pilotos avezados saben esto muy
bien y sólo los más valientes se deciden a entablar el ataque frontal.
Los
dos adversarios avanzaban furiosamente el uno contra el otro.
Alexéi comprendió que el que venía a su encuentro no era un novicio de
la llamada recluta de Goering, de esos que aprendieron a volar en cursos
abreviados y a los que lanzaban al combate para cubrir las brechas
abiertas en la aviación alemana a consecuencia de las enormes pérdidas
sufridas en el frente Oriental. Al encuentro de Merésiev venía un "as"
de la división "Richthofen", cuyo aparato ostentaría, seguramente, unas
siluetas de avión dibujadas, testimonio de más de una victoria. Este no
se amilanaría, no se echaría a un lado, no rehuiría el encuentro.
—
¡Aguanta, "Richthofen"! —bramó entre dientes Alexéi, y, mordiéndose los
labios hasta hacerse sangre, contrayéndose en un manojo de tensos
músculos, pegó los ojos al colimador, imponiéndose con toda su voluntad
cerrar los ojos ante el avión enemigo que se le venía encima.
Era
tal su tensión que parecíale ver, a través del claro semicírculo de su
hélice, el parabrisas transparente de la cabina del adversario y tras él
dos ojos humanos que le miraban fijamente. Sólo los ojos, llameantes de
odio frenético. Fue una alucinación provocada por el estado en que se
hallaba, pero Alexéi los vio con toda claridad. "¡Se acabó!" —pensó,
contrayendo con más fuerza aún todos sus músculos. "¡Se acabó!" y
mirando hacia adelante, siguió al encuentro del creciente torbellino.
"No, el alemán tampoco virará. ¡Se acabó!"
Se
dispuso a una muerte instantánea. Mas, de súbito, cuando le parecía que
el adversario se hallaba a una distancia en que se le podía tocar con la
mano, el alemán no resistió: se deslizó hacia arriba y en el segundo
cuando ante Alexéi brilló, como el resplandor del rayo, el vientre azul
iluminado por el sol, apretó todos los gatillos a la vez y lo rajó con
tres chorros de fuego. Inmediatamente hizo un
looping.
Y
cuando la tierra pasaba veloz sobre su cabeza, vio —destacándose sobre
su rojizo fondo— un avión que volteaba débil y lentamente. Un frenético
sentimiento de triunfo se apoderó de él y gritó:
-
¡Olga!
Olvidado de todo, comenzó a describir en el aire ceñidos círculos,
acompañando al alemán en su último viaje hasta la misma tierra, rojiza
por la maleza, hasta que aquél, levantando una columna de humo negro, no
se hubo estrellado contra el suelo.
Sólo entonces remitió la tensión nerviosa de Merésiev: los músculos, que
se habían petrificado, distendiéronse; sintió un enorme cansancio y su
mirada cayó de súbito sobre la escala del nivel de gasolina. La aguja
temblaba junto al mismo cero.
Le
quedaba gasolina para tres minutos, todo lo más para cuatro. Y para
llegar al aeródromo le eran necesarios, por lo menos, diez minutos. Eso
sin contar el tiempo que emplearía en ganar altura. "¡Por haber
acompañado al "foca" hasta tierra!... ¡Eres una criatura, un estúpido!"
—increpóse Merésiev.
El
cerebro le funcionaba con agudeza y lucidez, como suele ocurrir en los
momentos de peligro a las personas audaces y de sangre fría. Ante todo,
ganar la mayor altura posible. Pero no describiendo círculos, no; ganar
altura y, al mismo tiempo, acercarse al aeródromo. Bien.
Una
vez puesto el avión en su debido rumbo y al ver la tierra separarse,
mientras el horizonte se cubría
gradualmente
de
espirales de humo, prosiguió —ya más tranquilo— sus cálculos. Con el
combustible no había que contar. Aunque el nivel de gasolina le mintiese
un tanto, de todas formas, no tendría combustible suficiente. ¿Aterrizar
en el camino? ¿Pero en dónde? Mentalmente recordó todo el breve
trayecto. Florestas, bosquecillos pantanosos, campos ondulados en la
zona de fortificaciones permanentes, removidos en todas direcciones,
llenos de embudos, cubiertos de, alambradas.
No.
Aterrizar era la muerte.
¿Saltar en paracaídas? Eso sí podía hacerlo. ¡Ahora mismo, si quería!
Correr la cubierta, dar un viraje, tirar de la palanca hacia sí, un
salto y... ¡asunto concluido! Pero, ¿y el avión?, ¡aquel pájaro
maravilloso, ágil, preciso,
cuyas cualidades le habían salvado la vida tres veces durante aquel día!
¿Abandonarlo, destrozarlo, convertirlo en un montón de chatarra de
aluminio? ¿Responsabilidades? No, no temía las responsabilidades. - En
semejante situación aconsejábase, incluso era obligatorio, lanzarse en
paracaídas. En aquel instante el aparato le parecía un ser vivo,
magnífico, poderoso, noble y fiel, cuyo abandono, por su parte, sería
una repugnante traición. Y además, volver sin su aparato de los primeros
combates y vegetar en la reserva, a la espera de uno nuevo; quedarse
inactivo precisamente en momentos tan apasionantes, cuando en el frente
se estaba forjando nuestra gran victoria. Estar mano sobre mano en tales
días...
—
¡Que te crees tú eso! —exclamó Alexéi en voz alta, como rechazando
rotundamente una propuesta de alguien.
"¡Volar hasta que se pare el motor! ¿Y entonces? Entonces ya veremos".
Y
subió hasta una altura de tres mil metros, luego hasta cuatro,
examinando el terreno, tratando de encontrar aunque sólo fuera un
pequeño calvero. En el horizonte azuleaba ya, confusamente, el bosque
tras el cual se encontraba el aeródromo. Quedaban hasta él sólo unos
quince kilómetros. La aguja del indicador de gasolina ya no temblaba: se
apoyaba firmemente en el tornillito tope. Pero el motor seguía
funcionando. ¿Con qué? ¡Más alto, más alto!... ¡Así!
De
pronto, el rítmico zumbar del motor —que el oído del piloto ni siquiera
advierte, como el hombre sano no repara en el latido del corazón— cambió
de tono. Alexéi lo captó en seguida. El bosque se distinguía con
claridad, hasta él quedaban unos siete kilómetros y volaba sobre él a
unos tres o cuatro mil metros. No era mucho, pero la marcha del motor
cambiaba de un modo siniestro. El piloto percibía aquello en todo su
ser, como si en vez del motor fuera él mismo el que comenzara a
asfixiarse. Y de pronto, lo espantoso: el "chik, chik, chik", que como
un agudo dolor se extendía por todo su cuerpo...
Pero no, no pasaba nada. De nuevo funcionaba
normalmente.
"¡Funciona, funciona, hurra! ¡Funciona! Ya volaba sobre el bosque, ya se
veían desde arriba las copas de los abedules, la verde y rizada espuma
que se agitaba al sol. El bosque. Ahora sí que no podía tomar tierra más
que en su aeródromo. Todos los caminos estaban cortados. "¡Adelante,
adelante!"
— ¡Chik,
chik, chik!...
Chasqueó otra vez. ¿Para mucho tiempo? El bosque estaba abajo. El camino
corría por la arena, recto y liso como la raya del pelo en la cabeza del
jefe del regimiento. Ahora faltaban tres kilómetros hasta el aeródromo.
Allí estaba, detrás del límite almenado, que Alexéi creía ver ya.
¡Chik,
chik, chik, chik!
Y,
de pronto, todo quedó silencioso, tan silencioso, que se escuchaba el
zumbido del viento. ¿Era el fin? Merésiev sintió un escalofrío por todo
el cuerpo. ¿Saltar? No, un poco más... Condujo al avión en un planeo
suave y comenzó a deslizarse por la pendiente aérea, tratando de hacer
ésta lo más suave posible y, al mismo tiempo, no dejando al aparato
entrar en barrena.
¡Qué espantoso es ese silencio absoluto en el aire! Se oye hasta el
crepitar del motor al enfriarse, el golpear de la sangre en las sienes y
el zumbar de los oídos a consecuencia de la rápida pérdida de altura. ¡Y
con qué velocidad se aproxima la tierra, como atraída al aparato por un
gigantesco imán!
Allí estaba la linde del bosque. Ya surgía tras ella, a lo lejos, un
trozo verde-esmeralda del aeródromo. ¿Será tarde? La hélice, al
detenerse, se había quedado en la mitad de la vuelta. ¡Qué espantoso era
verla en pleno vuelo! El bosque estaba ya cerca. ¿El fin?... ¿Sería
posible que Olga no supiera nunca lo que le había ocurrido, el difícil y
sobrehumano camino recorrido por él durante aquellos dieciocho meses?
Que no supiera que él, a pesar de todo, había alcanzado lo que se
propuso: convertirse en todo, sí, en todo un hombre, ¡para ir a
estrellarse de una manera tan estúpida, en el preciso momento en que
esto acababa de convertirse en realidad!
¿Saltar? ¡Ya era tarde! El bosque pasaba rápidamente y sus copas, en el
impetuoso huracán, se fundían en compactas franjas verdes. En alguna
otra parte había él visto algo semejante. ¿Pero, dónde? ¡Ah, sí! Fue
entonces, en aquella primavera, durante la espantosa catástrofe.
Entonces pasaban bajo el ala, del mismo modo, las franjas verdes. El
último esfuerzo: tirar de la palanca hacia sí...
8
A
consecuencia de la pérdida de sangre, a Petrov le zumbaban los oídos.
Todo el aeródromo, los rostros conocidos y las doradas nubes
vespertinas comenzaban a balancearse de pronto, a dar vueltas
lentamente, a esfumarse. Movía entonces la pierna herida y el agudo
dolor le hacía volver en sí.
-
¿No ha llegado?...
-
Aún no. No hable
—le contestaron.
¿Sería posible que Alexéi Merésiev, el hombre que como un Dios alado, de
un modo maravilloso, había surgido de pronto ante el alemán, en el
preciso momento en que a Petrov le parecía que todo había concluido,
yaciese ahora como un montón informe de carne abrasada en aquella tierra
espantosa, escalpada, desgarrada por los proyectiles? ¿Sería posible que
el sargento Petrov no volviese a ver nunca más los ojos negros, un poco
burlones, bonachonamente maliciosos, de su jefe? ¿Nunca más?...
El
jefe del regimiento se bajó la manga de la guerrera. El reloj ya no
hacía falta. Y alisándose con ambas manos sus cabellos perfectamente
peinados, el coronel dijo con voz seca:
-
¡Se acabó!
-
¿Y no hay ninguna
esperanza? —preguntó alguien.
-
No, la gasolina se
ha terminado. Puede ser que haya tomado tierra en alguna parte, o que
haya saltado... ¡Ea, lleven la camilla!
El
jefe se volvió y comenzó a silbar algo, desafinando terriblemente.
Petrov sintió otra vez que un nudo áspero, ardiente y prieto le subía a
la garganta. Se oyó un sonido extraño, como de tos. La gente, que
permanecía aún en silencio en medio del aeródromo, volvió la cabeza,
pero hubo de volverla otra vez a su posición de antes: el piloto herido
sollozaba en la camilla.
—
¡Rayos y truenos, lleváoslo en seguida! —rugió el jefe con voz extraña,
y se alejó rápido, dando la espalda al grupo, y entornando los ojos,
como si hiciera un fuerte viento.
Poco a poco, la gente comenzó a dispersarse por el campo. Y en aquel
preciso momento, sin ruido, como una sombra, rozando con las ruedas las
copas de los abedules, surgió de la linde del bosque un avión. Se
deslizó como un fantasma, sobre las cabezas, sobre la tierra y, como
atraído por ella, tocó el suelo con las tres ruedas a la vez. Se oyó un
ruido sordo —el crujido de la grava y el susurro de la hierba— que los
pilotos no oyen nunca a causa del ruido del motor. Eso ocurrió tan de
súbito que nadie comprendió con exactitud qué era lo que había sucedido,
aunque nada tenía de particular: había aterrizado un avión, y justamente
el "once", el que todos esperaban.
—
¡El! —gritó alguien con voz tan desaforada y sobrehumana que todos
salieron de su estupefacción.
El
aparato terminó la carrera en la misma linde del aeródromo, ante el muro
de los retorcidos troncos blanquecinos de los abedules, iluminados por
los anaranjados rayos del atardecer.
Tampoco esta vez nadie salió de la cabina. La gente corrió a toda prisa
hacia el aparato, presintiendo una
desgracia.
El
jefe del regimiento llegó el primero, saltó ágilmente sobre un ala y se
asomó a la cabina. Alexéi Merésiev estaba sentado, sin el casco de
vuelo, intensamente pálido. Sus labios, exagües y verdosos, sonreían. De
su mordido labio inferior resbalaban dos hilillos de sangre por el
mentón.
—
¿Está vivo? ¿Está herido?
Con
débil sonrisa y ojos mortalmente cansados miró al coronel:
—
No, estoy sano y salvo. He pasado mucho miedo... Hice seis kilómetros,
no sé con qué.
Los
pilotos alborotaban bulliciosos, le felicitaban, le estrechaban las
manos. Alexéi sonreía:
—
Cuidado, hermanos, que vais a romper las alas. ¡Cómo sois!... ¡Parecéis
moscas!... Ahora mismo salgo.
Y
en aquel momento, oyó desde abajo, por entre las cabezas inclinadas
sobre él, una voz débil, como si viniera desde muy lejos:
—
¡Alexéi, Alexéi! Merésiev se reanimó instantáneamente. Dio un salto, se
incorporó sobre las manos, sacó de la cabina sus pesadas piernas y, a
punto de derribar a alguien, descendió a tierra.
La
albura del rostro de Petrov confundíase con la de la almohada. En las
hundidas y ennegrecidas órbitas brillaban dos gruesas lágrimas.
-
¡Vejete! ¿Estás
vivo?.. . ¡Uh, diablejo peludo!
El piloto cayó
pesadamente de rodillas junto a la camilla, abrazó la cabeza inerte del
camarada y clavó la mirada en sus ojos azules, llenos de sufrimiento y
al propio tiempo radiantes de felicidad.
-
¿Vives?
-
Gracias, Alexéi,
me has salvado. ¡Qué formidable eres, Alexéi, qué!...
-
¡Llévense al
herido, rayos y truenos! ¿Qué hacen ahí con la boca abierta? —bramó allí
cerca la voz del coronel.
El
jefe del regimiento estaba al lado, pequeño, vivo, balanceándose sobre
sus sólidas piernas, calzadas con las ajustadas y relucientes botas que
asomaban bajo los pantalones del mono azul.
-
Teniente Merésiev,
informe sobre el vuelo. ¿Ha derribado a alguno?
-
A sus órdenes,
camarada coronel.
Dos
"Focke-Wulf".
-
¿En qué
circunstancias?
-
Uno en ataque
vertical. Estaba a la cola de Petrov. El segundo en ataque frontal, a
unos tres kilómetros al norte del lugar del combate general.
-
Lo sé. El
observador terrestre acaba de informarme. Gracias.
-
¡Sirvo a...
—comenzó Alexéi, remarcando las
palabras,
como disponen las ordenanzas; pero el jefe, tan quisquilloso de
ordinario en lo que se refería al reglamento, interrumpióle con voz
campechana:
-
¡Bien, magnífico!
Mañana se hará cargo del mando de una escuadrilla, en substitución... El
jefe de la tercera escuadrilla no ha vuelto hoy a la base...
Se
dirigieron a pie al puesto de mando. Como aquel día no había más vuelos,
todo el grupo les siguió. Estaba ya cerca el verde montículo del puesto
de mando, cuando de él salió corriendo, al encuentro del jefe, el
oficial de guardia. Jubiloso y con la cabeza destocada, se detuvo ante
el coronel. Y ya había abierto la boca, disponiéndose a gritar algo,
cuando el jefe del regimiento le interrumpió con brusca y seca voz:
—
¿Por qué va sin gorra? ¿Acaso es usted un colegial a la hora de recreo?
-
Camarada coronel,
permítame informarle —dijo, cuadrándose, el emocionado teniente, casi
sin poder respirar.
-
¿Qué ocurre?
-
Nuestro vecino, el
jefe del regimiento de "Yak", le llama por teléfono.
-
¿El vecino? Bueno,
¿y qué?...
El
coronel bajó ágilmente las escaleras del refugio.
-
Se trata de ti...
—comenzó a decirle a Alexéi el oficial de guardia, pero desde abajo se
oyó la voz del jefe:
-
¡Que venga
Merésiev!
Cuando Merésiev se detuvo en posición de firme junto al coronel, éste,
tapando con la palma de la mano el micrófono, arremetió contra él:
—
¿En qué situación me deja usted? Me telefonea nuestro vecino,
preguntándome: "¿Quién de los tuyos vuela en el "once?" "El teniente
Merésiev" —le contesto—. "¿Cuántos aviones derribados le apuntaste hoy?"
—me dice. Respondo: "Dos". "Pues añádele uno más: hoy ha desprendido de
mi cola a un "Focke-Wulf" —me replica—. "Yo misino —continúa— he visto
cómo se estrellaba". ¿Eh? ¿Por qué se calla? —el coronel miró a Alexéi
frunciendo el ceño; era difícil adivinar si bromeaba o estaba irritado
en serio—: ¿Ha sido así?... Bueno, entiéndanse ustedes mismos, tome.
"Aló, ¿me oyes? El teniente Merésiev se va a poner al aparato. Le paso
el auricular".
En
el oído de Alexéi resonó una voz bronca y desconocida.
—
Gracias, teniente. Ha sido un golpe maestro, magnífico, he podido
apreciarlo, me ha salvado la vida. Sí. Lo acompañé casi hasta la misma
tierra y vi cómo se estrellaba.
-
¿Bebes vodka? Ven
a mi puesto de mando: te debo un litro. Repito, gracias, choca los
cinco. ¡Ven pronto!
Merésiev colgó el auricular. Estaba tan cansado de todo lo pasado aquel
día que apenas podía tenerse en pie. Ahora no pensaba más que en llegar
lo antes posible a la "topera", a su chabola, sacarse las prótesis y
estirarse en la cama. Después de permanecer indeciso junto al teléfono,
se dirigió lentamente hacia la puerta.
—
¿A dónde va? —el jefe del regimiento le interceptó el paso. Tomó la mano
de Merésiev y, apretándosela fuertemente con su nervuda y pequeña mano
hasta hacerle daño, exclamó—: ¡Qué le voy a decir! ¡Bravo, teniente! Me
siento orgulloso de tener hombres como usted. .. Eso es... Gracias.. .
¿Y su amiguito Petrov, acaso es malo? Y los demás... ¡Eh! ¡Con gente
como ésta no se puede perder la guerra!
Y
volvió a apretar con todas sus fuerzas la mano de Merésiev.
Alexéi había llegado a su chabola ya de noche, pero no podía dormirse.
Daba vueltas a la almohada; contaba hasta mil, y viceversa; hacía
memoria de los conocidos cuyos apellidos comenzaban con la letra "A",
luego con la "B", y así sucesivamente; miraba con fijeza la oscilante
llama de la lamparilla, pero todos estos métodos —cien veces comprobados
como eficaces— no daban hoy resultado alguno. Apenas cerraba los ojos,
comenzaban a surgir ante él imágenes conocidas, claras unas veces, otras
apenas perceptibles en la oscuridad: asomando por entre sus mechones de
plata, le contemplaba preocupado el abuelo Mijaíl; Andréi Degtiarenko le
miraba, parpadeando bonachonamente con sus ojos bordeados de pestañas
incoloras; Vasili Vasílievich, amonestando a alguien, sacudía irritado
su canosa melena; el viejo "sniper" sonreíase con todas sus arrugas de
soldado; el rostro de cera del Comisario Vorobiov fijaba en Alexéi,
desde el blanco fondo de la almohada, sus ojos inteligentes,
escrutadora- mente burlones, que todo lo comprendían; refulgían al
viento los cabellos ígneos de Zínochka; el pequeño y vivaracho
instructor Naúmov le sonreía y le hacía guiños de simpatía y
comprensión. ¡Cuántos rostros amigos y excelentes le miraban, le
sonreían desde la oscuridad, despertando sus recuerdos, llenándole el
corazón ya colmado de ternura! Pero entre aquellos rostros amigos
surgió, eclipsándolos a todos inmediatamente, el de Olga: su rostro
enjuto de adolescente vestido de oficial, de ojos grandes y cansados.
Alexéi la vio con tanta claridad y precisión como si la muchacha
estuviese efectivamente ante él; nunca la había visto así. La visión fue
tan real, que hasta se incorporó un poco.
Se
le había quitado por completo el deseo de dormir. Sintiendo un acceso de
jubilosa energía, Alexéi saltó del camastro, despabiló la lamparilla,
arrancó una hoja del cuaderno y, después de afilar la punta del lápiz en
la suela, comenzó a escribir:
"¡Querida mía! —escribió con letra casi ilegible; apenas le daba tiempo
de registrar los pensamientos que volaban con rapidez—. Hoy he derribado
tres aviones alemanes. Pero no se trata de eso. Algunos de mis camaradas
lo hacen casi a diario. No iba a jactarme de ello ante ti... ¡Amada mía!
Hoy quiero y tengo derecho a contarte todo lo que me sucedió hace
dieciocho meses, y que me arrepiento, me arrepiento mucho, de haberte
ocultado hasta ahora. Pero hoy, por fin, me he decidido... "
Alexéi se quedó pensativo. Tras las tablas con que estaba revestida la
chabola, chillaban los ratones, haciendo caer la tierra seca. Por la
entrada abierta, con el fresco y húmedo aroma de los abedules y de las
hierbas en flor llegaban, un poco atenuados, los trinos frenéticos de
los ruiseñores. No lejos de allí, tras un barranco, probablemente junto
a la tienda del comedor de oficiales, una voz de hombre y otra de mujer
cantaban a tono y tristemente la
Riabina. La melodía
de la canción, dulcificada por la distancia, adquiría en la noche un
encanto peculiar y delicado, despertando en el alma una alegre
nostalgia, la nostalgia de la espera, la nostalgia de la esperanza.
El
sordo tronar del lejano cañoneo apenas si llegaba ya al aeródromo de
campaña, que se había quedado de pronto en la profunda retaguardia, y no
apagaba aquella melodía ni los trinos de los ruiseñores, ni el
silencioso y adormecedor susurro del bosque en la noche. |
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