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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

A NUESTROS PIES, ALEMANIA

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nosotros sabíamos que aquella ofensiva sería sobre el territorio de Alemania, que denominábamos cubil del enemigo. Por entonces hablábamos sólo así de la patria de grandes pensadores, compositores, artistas e inventores porque el ejército hitleriano había ocasionado a la nuestra innumerables sufrimientos. Todos los soldados quienes la cruenta guerra había otorgado la dicha de llegar hasta el Vístula, aquella mañana gris de enero se alzarían de las trincheras, ensordecidos por el cañoneo, sacarían sus tanques de los lugares en que estaban emboscados, sin oír nada a causa del estruendo de la artillería, o se remontarían a los aires sin ver la tierra tras el humo y la niebla, gritando a una:

—       ¡A Berlín!

En la noche del 11 de enero, tarde ya, llegó a nuestra división un oficial de comunicaciones del Estado Mayor del cuerpo de ejército con la orden de despegar por la mañana. Nos quedaban sólo unas horas de silencio, de ese silencio que seguía ocultando totalmente el secreto del mando. Nuestros regimientos estaban listos para los vuelos. En la primera línea, al lado del Estado Mayor del ejército de tanques, llevaba ya dos días un representante de nuestra división, el Héroe de la Unión Soviética Vishnevetski con una emisora.

...El estrépito que se levantó de pronto, al amanecer, iba creciendo sin cesar, recordando un derrumbamiento interminable en las montañas o una tempestad del mar enfurecido. A nuestro aeródromo no llegaban más que los ecos, pero sobre las posiciones del enemigo se precipitaba cual devastadora tromba de fuego.

A eso de las nueve de la mañana, el tronar de los cañones comenzó a acallarse y alejarse. Se podía dar ya la señal de salida a los aviones para cubrir a los tanques, que entraban en la brecha abierta en la defensa del enemigo y para ir de reconocimiento.

Las primeras dos parejas las condujo Zhérdev. Éste sabía orientarse bien con nubes bajas y maniobrar en las zonas batidas por la artillería antiaérea.

Al cabo de una hora regresaron al aeródromo tres aviones nada más. Sújov se apeó del aparato y se quedó inmóvil en el sitio. Tenía los ojos encarnados de la tensión. Se le acercaron los pilotos. Se le caía de las manos el portapliegos, que sostenía delante de sí. Habló con voz abatida:

—       ¡Han derribado a Zhérdev! Se clavó en el suelo como un proyectil. En territorio de ellos. Ha sido todo tan repentino... ¡Hay que zumbarles a los antiaéreos!

¡Eso fue lo que nos trajo el primer vuelo en aquella ofensiva! ¡Adiós, querido compañero!

—       Allí hay una humareda inmensa — siguió Sújov—. Apenas sí dimos con nuestros tanques. No hicimos más que pasar por encima de ellos cuando topamos con una cortina de fuego antiaéreo. Las nubes nos impedían tomar altura. Maniobrábamos hacia los lados.

...Volamos todo el día en pequeñas formaciones.

La ofensiva se extendió en un frente ancho. Esa anchura se la dió a las fuerzas de tierra los incontenibles aludes de tanques, y a la aviación, el buen tiempo. Al tercer día, los estados mayores, los servicios de retaguardia, los trenes y las reservas avanzaron también. Nuestra cooperación dependía ya exclusivamente de lo expeditivo de las comunicaciones, de la exactitud de la información y de la rapidez con que se adoptasen las resoluciones. Todo se había puesto en movimiento, todo avanzaba. El hombro del vecino y la mano de apoyo debían sentirse sobre la marcha, a cada paso.

Siguiendo al Estado Mayor de Rybalko, pereció de camino el comandante Vishnevetski. Yo salí de viaje en mi jeep por las carreteras destrozadas y atestadas de tropas y vehículos al alcance de nuestra emisora.

Tierra negra, removida por las explosiones, copas de árboles cortadas por proyectiles, troncos arrancados de cuajo... Eran restos de fortificaciones defensivas del enemigo. Los tanques habían abierto con sus orugas el primer rastro por ellos, y ese rastro no tardó en convenirse en carretera apisonada.

Si alguien se salía de ese rastro, volaba despanzurrado por la explosión de alguna mina o se hundía en el embudo de alguna bomba. Sólo siguiendo aquel camino podía alcanzar yo a los tanques del Estado Mayor de Rybalko, escondidos junto a algunas casitas o en algún bosque. Decían que este inteligente jefe de ejército, que se había cubierto de gloria, se preocupaba mucho del enmascaramiento de los tanques.

Alcancé al fin el grupo operativo de Rybalko y encontré al personal de nuestra emisora. La emisora me convirtió de nuevo, de astilla arrastrada por la corriente, en un jefe.

A la zona de los futuros ataques de los tanquistas volaban en escuadrillas los aviones de bombardeo Petlyakóv y los de asalto Ilyúshin. Los cazas, en el momento que despegaban de los aeródromos, entablaban comunicación conmigo. Yo tenía que notificarles la situación. Guiarlos hacia el objetivo. Oí las voces de Rechkálov, Eriomin, Lukiánov, Trud, Vajnenko, Bobrov y recordé la de Klúbov. Se me antojaba oírla entre los zumbidos y los chasquidos de los auriculares. Allí donde había enconados combates, Klúbov estaba siempre en lo más duro de la pelea... Habíase callado también para siempre Zherdev... ¿Quién más perecería en aquellos sañudos combates, los últimos?

Los cazas del Segundo Ejército Aéreo nos adueñamos totalmente del firmamento en aquella dirección. Rara vez aparecían por allí los Messerschmitt o los Focke-Wulf. Se esfumaban tan pronto como nos veían. Nuestros mozos tenían que volar largas horas a la caza para interceptar al menos a uno de ellos. ¿No querrían los generales alemanes activar su aviación cuando estuviésemos lejos de nuestras bases? Nosotros previmos esta argucia, por lo que nos impusimos la primerísima misión de buscar y preparar nuevos aeródromos en .el territorio liberado. Yo mantenía comunicación constante con la vanguardia del ejército de tanques. Tras de tomar la ciudad de Kielce, los tanquistas comunicaron que habían visto un aeródromo de camino hacia ella. Lo transmití inmediatamente al Estado Mayor del ejército aéreo y esperé la orden de traslado de los regimientos. Pero aguardé en vano. El Estado Mayor de mi ejército aéreo mandó aterrizar allí a los regimientos de asalto y bombardeo. Por tanto, los cazas teníamos que buscarnos nosotros mismos un campo de aviación, aunque fuese en medio de la campiña.

Los tanquistas y la infantería no tardaron en desalojar de alemanes otras ciudades: las de Radomsko, Przedbórz, Piotrków, Czestochowa... Moscú disparó salvas en honor de estas victorias, ensalzando a los soldados de infantería, a los de artillería, a los tanquistas y a nosotros, los aviadores.

Nuestro equipo de servicio de aeródromos tomó el camino de Czestochowa, donde tendría que examinar con buscaminas cada metro del campo de aterrizaje, tapar los hoyos y preparar las viviendas para los pilotos y los mecánicos. Era una misión que no podía recibir otro nombre que de guerra. Los del servicio de aeródromos tomaron para el camino reservas de municiones y bombas de mano.

Czestochowa era seguramente una buena ciudad. Yo la veía a distancia. Tendría casas altas, calles rectas e iglesias con campanarios como flechas, pero en las afueras, donde paramos, no había más que barracones, alambradas, zanjas y tumbas. También había allí un campo de concentración inmenso. De los barracones de muerte trascendía a humo y pestilencia.

Tan pronto como aterrizaron los regimientos, recibieron la misión de proteger desde el aire a los tanques, que se aproximaban ya a la frontera de Alemania. Los pilotos pugnaban por salir de servicio. Todos querían ver la tierra del enemigo, ametrallar las columnas de tropas fascistas que huían a su territorio, al otro lado del Oder. Los invasores, que habían hecho correr tanta sangre inocente, recibirían castigo en su propia tierra también.

Yo tampoco pude detenerme en Czestochowa. Pasé en el jeep por sus calles blancas de nieve, que nadie había retirado, y escruté las ventanas, pues por ellas puede uno enterarse de muchas cosas, igual que cuando mira a los ojos de una persona. Miré a la gente que había en los cruces de las calles, saludando a los camiones de soldados...

...Llegamos a la frontera de Alemania. En el poste, un rótulo grande: "Deutschland". Nadie lo había tocado. Que todos los que iban a occidente se dieran cuenta y se acordaran en esta frontera de la guerra del duro camino recorrido y de las heridas recibidas. Que la alegría de la próxima victoria les diera fuerzas.

Junto a la carretera había altas torres con pantallas. Formaban una hilera interminable. Era una línea de comunicación sin hilos ¿Qué transmitirían por ella a Berlín, al cuartel general de Hitler, los generales fascistas?

Los poblados estaban a un lado de la carretera, dijérase que se escondían tras los cerros y en los bosques para que no los viésemos. Los que habían entrado ya en las aldeas contaban, en los lugares de estacionamiento, que la población había dejado las casas vacías y se había marchado al oeste. Únicamente decrépitos viejos y viejas se habían atrevido a recibir los "tormentos" de los bolcheviques.

Los tanquistas transmitieron que había un aeródromo cerca de la ciudad de Elze. Me apresuré a ir allá. Efectivamente, el aeródromo aquel no era malo, había aeroplanos alemanes, y los cobertizos también habían quedado en pie. Lo único que faltaba era desminarlo. Yo me detuve en el borde del campo de aterrizaje. Miré los Focke-Wulf abandonados, los edificios, y me pareció verme muy lejos de los míos, completamente solo, y que de un momento a otro aparecerían soldados alemanes y me rodearían. De súbito me interrogué: "¿Será verdad que estoy en tierra alemana si en derredor no hay más que aldeas, ciudades, campos y aeródromos abandonados? ¿Será verdad que la ha abandonado el ejército que amenazaba con esclavizar a lodo el mundo?"

Alemania. Alemania... Qué vacío emana de todo lo abandonado por el hombre. ¡Cuánta negra tristeza infundes! Aún te defiendes con los restos de tu ejército y con las minas escondidas por aquí, bajo la nieve, pero ya tienes contados los días.

El aeródromo de Elze fue también para los aviones de asalto, pues en el Estado Mayor del ejército se les daba preferencia. Tuve que buscar otro aeródromo. Y la obra no era fácil, sobre todo, teniendo que compaginar las búsquedas con la dirección de los combates aéreos sobre el campo de batalla.

Alcancé al Estado Mayor de Rybalko más allá de Elze, en una aldea alemana desierta. Allí me di cuenta de que, durante el viaje, nuestra emisora había quedado casualmente fuera de servicio. ¿Dónde y a quién pedir ayuda? Pues claro que a los tanquistas. Por encima de nosotros pasaban nuestros aviones, y los jefes de las patrullas y escuadrillas llamaban en vano a su "Tigre" para que les indicara el objetivo.

Por la mañana encontré al general Rybalko en la casa donde se alojó la víspera. El jefe del ejército de tanques estaba ocupado en el aseo matutino, afeitándose tranquilamente el cogote delante de un espejo ovalado y grande en una espaciosa alcoba. Al verme él en el espejo antes aún de que yo traspusiera el umbral, me llamó:

—       ¡Ven aquí, Pokryshkin!

Comencé a darle las novedades.

—       ¿Para qué me das las novedades? ¿Acaso no te conozco? ¿Vienes de visita o traes algún asunto?

—       Un asunto, camarada general. Estoy sin emisora.

—       ¿Qué ha pasado?

—       Hemos chocado con un tanque en la carretera.

Rybalko alzó la navaja de afeitar por encima de la cabeza y se echó a reír.

—       Las relaciones de los tanques con los coches son como de perros. Da miedo ver como se pelean chóferes y conductores de tanques.

—       En esta ocasión ha sido pura casualidad. ¿No tendrá usted una emisora mientras me traen otra?

—       Fuera de los tanques no tengo ninguna.

—       Mala cosa.

—       ¿Por qué ha de ser mala cosa? Te presto un momento mi emisora con el tanque de propina. Siéntate en mi puesto, ve adonde quieras y manda a tus aguiluchos. ¿Hace?— me dijo, volviendo hacia mí su cara ancha y curtida por el viento.

—       Muchas gracias por haberme sacado del apuro.

 Me dispuse a alejarme, pero el general me hizo algunas preguntas de otras cosas y me invitó a desayunar después de que entablase comunicación con los regimientos. Le di las gracias y seguí tras de un ayudante.

La emisora instalada en el tanque era potente. La conecté, y en el éter oí voces conocidas. Nos elevamos a una cota y nos metimos debajo de un árbol. Por la mirilla del tanque yo no veía más que la tierra.

—       ¡Aviones! — gritó el conductor.

—       ¿Dónde?

—       ¡Ahí! — repuso, señalando el techo blindado.

Salí del tanque para ver los aviones. No pude sacar el micrófono, pues el cordón era demasiado corta .Los Focke-Wulf venían derechos hacia nosotros. Necesitaba transmitirlo a nuestros cazas mas para eso tenía que meterme de nuevo en el tanque.

—       ¡Repite lo que yo diga! —  grité al conductor del tanque— ¡Soy "El Tigre”, soy "El Tigre"! ¡Encima de mí han aparecido Fockes!

—       ¡Soy "El Tigre", soy "El Tigre! ¡Encima de mí han aparecido Junkers!

—       No Junkers, sino Focke-Wulf.

—       No Junkers, sino Focke-Wulf — repitió el conductor.

Tras de hacer un aspaviento de desesperación, pensé que la emisora instalada en un tanque no era para mí. Había que arreglar inmediatamente el coche mío de la emisora. Con las ráfagas que nos disparaban, los Focke-Wulf parecieron confirmar mi deducción. Tuve que cobijarme en el tanque.

No pude almorzar con el aureolado general. Me enteré en su cuartel de que el ejército de tanques cambiaba de dirección, torciendo hacia el sur, hacia Silesia. Le habían encomendado la tarea de cercar a los invasores, golpearlos por sorpresa en Katowice, centro industrial de Silesia, e impedir que llevaran a cabo sus pérfidos planes de destruir las empresas. Me despedí de Rybalko, él se montó en su tanque, agitó una vez más la mano y se puso en marcha para hacer el largo viaje al sur.

Nuestra división recibió la orden de dar cobertura a las tropas de tierra del general de ejército A. Zhádov. Siguieron avanzando raudas a occidente, hacia el Oder.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vasili, el hábil chófer que había servido en el Estado Mayor de Krasovski, y yo avanzábamos despacio con el torrente de vehículos. Yo llevaba un mapa en el que estaban señalados los lugares donde, según datos de nuestro servicio de información, debía de haber aeródromos. Iba siendo ya hora de torcer hacia Kreuzburg, y yo esperaba ver una bifurcación y un camino de segundo orden. Al fin apareció una carretera lisa, asfaltada y cubierta de ligera capa de nieve, sin la menor huella, en la dirección que buscábamos.

—       Tuerce— dije al chófer.

Vasili frenó, torció a la derecha y, de pronto como llegó adonde la nieve estaba intacta, se paró.

—       Es peligroso, camarada coronel.

—       ¡Adelante!

Vasili pensaba en las minas; yo, en el aeródromo. Los tres regimientos de mi división aún tenían su base en Czestochowa, y las tropas de tierra de nuestro sector se aproximaban ya al Oder. A los pilotos nos resultaba insoportable ir a la zaga de los trenes de la ofensiva desplegada ya en todos los frentes desde el Báltico hasta los Cárpatos. Pero el vuelo de ida y vuelta hasta la primera línea nos consumía casi todo el tiempo, y para los combates nos quedaban escasos minutos. El nuevo aeródromo nos hacía tanta falta como el aire.

El jeep siguió avanzando. Vasili miraba, cual petrificado, sólo adelante. La carretera, sin rastros, daba vueltas y tornos por arboledas y no tardó en introducirse en un bosque añoso y tupido.

—       ¿Adonde vamos? — se pregunto Vasili más bien a sí mismo que a mí.

Volví a comprobar el paraje con el mapa. Íbamos bien. Kreuzburg estaba algo más allá del bosque, y antes de llegar a la ciudad debía estar el aeródromo.

Yo comprendía a Vasili. Si pisábamos con las ruedas una mina, estábamos perdidos.

Aquellos parajes apartados y despoblados alarmaban. ¡Si viéramos aunque sólo fuera a un soldado nuestro! Nadie... Pero mas adelante, en un poblado, debía haber gente. Allí estaba el aeródromo que nosotros debíamos examinar antes de que se hiciera de noche.

—       ¡Alemanes!

Vasili articuló esta palabra y quitó el pie del acelerador. El jeep fue disminuyendo la velocidad, dijérase que rodaba ya por voluntad ajena. Miré á los soldados que estaban apiñados en la carretera. Iban con capote y casco y empuñaban subfusil. Por un instante no vi nada más que a ellos y me parecieron un muro contra el que nos estrellaríamos. Ellos eran unos quince. Nosotros, sólo dos.

El jeep rodaba, casi deteniéndose. Al principio yo no me daba cuenta de eso. Pero de pronto pensé que si comenzábamos a dar la vuelta, nos acribillarían y nos dejarían secos en el sitio. ¿Seguir avanzando como hasta allí? ¡En modo alguno!

—       ¡Arrea! ¡A toda mecha! — grité.

De seguro que, por el tono de mi voz, Vasili comprendió a lo que me había decidido. La orden no admitía réplicas ni demoras. Vasili sentía la situación y su deber. Sabía que lo que nos importaba en ese momento era no dejar que los alemanes se dieran cuenta de nuestra sorpresa.

El jeep corrió a toda velocidad. Yo me incliné adelante y alargué la mano hacia la pistola.

Los soldados se apartaron. Nosotros pasamos. Aguardé ráfagas de subfusiles por la espalda, pero no se oyó un solo disparo.

Probablemente los alemanes se aturdieran, al ver que arremetíamos derechos contra ellos, se desconcertaran y no les diera tiempo de disparar. Entretanto, nosotros logramos pasar la siguiente curva. ¿Qué les impidió disparar? De seguro que fue lo imprevisto de nuestra aparición.

Recorrimos varios kilómetros sin mirar atrás. Vasili se enjuagaba a menudo las manos, sudorosas de la emoción, en los pantalones acolchados. Yo tardé también en acordarme de la pistola empuñada y la guardé en la funda.

Se acabó el bosque. Se divisaba una aldea. No se veía un alma ni en la calle ni en los corrales. Cuando Vasili torció hacia los portones de una finca, y yo me encaminé con él hacia la casita cuya chimenea humeaba en el fondo de la misma, nos ensordecieron unos bramidos inimaginables que salían de todas partes.

¡El ganado! Las vacas y las ovejas abandonadas en todos los corrales mugían y balaban. Esa barahúnda acentuaba la impresión desoladora de contrariedad.

En la casa vimos a un anciano sentado delante de la estufa. Al entrar nosotros, él se puso en pie. Tenía lacrimosos y encarnados los ojos enfermos. En las manos sostenía unos leños. Nos miraba inmóvil, yerto de miedo. Todo evidenciaba en la casa que los restantes moradores habían huido, presos de pánico.

—       ¡Buenas tardes! — lo saludé, alzando la voz más de lo necesario, creyendo, no sé por qué, que el anciano estaría sordo. Y no pude menos de sonreírme, al pensar que en la primera casa alemana encontraba a un abuelo solo y desamparado, abandonado por todos. El anciano me sonrió también y asintió con la cabeza, como si de pronto lo hubiese dejado libre la parálisis que lo inmovilizara. Con las manos, que seguían sosteniendo los leños, se puso a restregarse los ojos lacrimosos.

Yo permanecí en pie delante de él, esforzándome por recordar palabras alemanas aprendidas de memoria hacía tiempo. Al oír hablar en su lengua materna, el anciano se alegró. Yo le pregunté, embrollando las frases, dónde estaban el aeródromo y los aeroplanos.

—       ¡Flugplatz dort! — exclamó el anciano, señalando a la ventana con una mano.

Me puse contento. Eso significaba que el aeródromo existía, e invité al anciano a que nos acompañara. Dejó los leños, se arropó con una gabardina usada y me siguió al jeep. Fuimos en la dirección que él nos indicó.

Cruzada la próxima arboleda, nos vimos en un campo, en medio del cual había varios Focke-Wulf. Nada de pistas hormigonadas. Pero me agradó el campo cubierto de tenue capa de nieve. No sé porqué me creí que allí no había minas de sorpresa y pese a las protestas de Vasili, decidí recorrer el aeródromo.

Tras de examinar la franja de los despegues y aterrizajes, llevamos al anciano a su casa y nos dirigimos a la carretera principal. Teníamos que cruzar de nuevo el lugar del bosque donde habíamos visto a los soldados alemanes. Los dos nos acordábamos del percance, pero estaba de más hablar del peligro, pues tanto el chófer como yo nos dábamos perfecta cuenta de lo que significaba para toda la división nuestro regreso inmediato.

Por el camino fui pensando algún tiempo en el viejo alemán que nos había enseñado el aeródromo. ¿No habría sido yo demasiado confiado con él? ¿No correría él a avisar a los suyos cuando viese nuestros aviones? Ahuyenté en el acto mis sospechas. Su senil efigie, sus agarrotadas manos azulencas sin guantes, el ajetreo con que se afanaba, su soledad en la aldea abandonada, entre el espantoso mugir y balar del ganado, me movían a compasión.

¿A quién consideraría culpable de todo lo que veía en derredor? ¿A sus hijos, que lo habían abandonado allí? Sus hijos... Si los tenía, tal vez los hubieran mezclado ya con la tierra las orugas de nuestros tanques, allí mismo, cerca del Oder, o antes aún, junto a Stalingrado. Debía tener por culpables de su suerte a Hitler y a los fascistas, que habían embaucado a todo el pueblo.

Llegamos al bosque. Vasili se inclinó hacia el volante. Yo también miraba sólo adelante. Una curva. Ya estaba cerca el sitio donde encontramos a los soldados enemigos. En la nieve seguía viéndose el único rastro de nuestro jeep. Resaltaba a la luz de los faros. Vasili no disminuía la velocidad. Me comprendió por la mirada. Nos aproximamos y vimos un camión volcado en la cuneta. Más allá, otro. Los parabrisas estaban perforados por balas. Al lado de los camiones, varios cadáveres.

No podía detenerme para enterarme de qué camiones eran aquéllos. No se podía tentar de nuevo la suerte. Lo comunicaría a los nuestros en el primer poblado que entrásemos. Entretanto, ¡arreando, Vasili! Ese mismo destino de yacer cadáveres teníamos deparado nosotros también. El rastro de los otros acababa allí. El nuestro seguía adelante. Nos esperaban docenas de aviadores. Teníamos que darnos prisa para pelear y rematar al enemigo.

Entramos en Czestochowa a medianoche. A la mañana siguiente toda la división se trasladó a la nueva base junto a Kreuzburg. A mediodía fui a la primera línea. Cuando los aviadores tenían un aeródromo cómodo, "El Tigre" no debía callar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El general A. Zhádov me recibió en la casita de su Estado Mayor, situada en la orilla alta del Oder, y me dijo qué las posiciones más importantes eran las de los cuerpos de ejército de Rodímtsev y Baklánov. Los nombres de estos jefes militares me recordaron la batalla del Volga. Ellos precisamente habían sido los que se habían ganado allí buena fama. Sus regimientos se habían distinguido también aquí, en el cruce del Oder y en los combates por ampliar la cabeza de puente. Nuestros aviadores tenían que apoyar como se merecían a estos famosos soldados de infantería.

Mi puesto de mando estaba en un dique de tierra. Cuando hube dejado el jeep al pie de un árbol, encontré un sitio desde el que había buena visibilidad a gran distancia. Abajo, en la orilla, los soldados cargaban barcas para cruzar el río. Por debajo de las nubes y a más altura se oía continuamente el ruido de los aviones. En mis auriculares se gritaba, se llamaba, se ordenaba y se regañaba sin cesar. La aviación enemiga intentaba convertir el Oder en línea de la batalla decisiva. Hacia nuestra cabeza de puente acudían Focke-Wulf con bombas bajo las alas. Se notaba la perentoria falta de bombarderos que tenían los alemanes. Los sustituían con cazas-bombarderos.

De nuestro aeródromo despegó la escuadrilla de Tsvetkov. Me puse al habla con ella en los accesos al frente. Minutos después oí el ruido de nuestros aparatos encima de mi cabeza y los vi pasar por entre los claros de las nubes. Desde tierra yo vi unos Focke-Wulf  antes que Tsvetkov y lo guié hacia ellos. Los nuestros emergieron como centellas de las nubes. Atacaron los ocho de golpe.

Estallaban las bombas, cortaban el aire las ráfagas de las ametralladoras. Dos aparatos alemanes cayeron entre llamas al suelo. El enemigo no tenía ventaja ni de altura, pues la llevaban los nuestros, ni de número, pues ellos eran seis y los nuestros ocho. Huyeron del campo de batalla, pegándose a su terreno. Pero de nada les valía el estar en su propia casa.

Uno huyó a ciegas, y no al oeste, sino hacia nuestro lado. Quizás creyese despistar mejor con semejante argucia. Tsvetkov, efectivamente, no lo vio. Yo se lo dije, y él voló en el acto en su persecución.

Dos aeroplanos, uno adversario y otro nuestro, se aproximaron hacia mi puesto de mando. Vi a Tsvetkov colocarse para atacar. Una ráfaga. Los proyectiles estallaron en el suelo, a mi lado. El Focke venia derecho a mí. Tsvetkov le disparó, y yo hube de apretarme contra el dique.

—       ¡Acércate más! — grité a Tsvetkov—. ¿Acaso puedes abatirlo así?...

No tuve necesidad de acabar la frase: el Focke-Wulf despidió una columna de humo y se estrelló contra el suelo. Detrás del dique resonó un polifónico "hurra". Miré allá y me quedé de una pieza. Era un numeroso grupo de soldados de Infantería que contemplaba mi proceder. Un coronel tres veces Héroe de la Unión Soviética en la primera línea era un verdadero espectáculo, y todos se olvidaron del cruce del río. Encima, un combate aéreo entablado sobre sus cabezas. Había cosas que ver. Quise decir a. los soldados que se dispersaran, pues el río aún estaba a la vista del enemigo, pero ellos empezaron a aplaudir.

De pronto se oyó el zumbido de un proyectil. Una explosión. Luego otra, otra más... Salió cada cual por su lado. Buena la habían hecho con sus aplausos... Por tanto, el adversario había descubierto la concentración de "hombres". Yo me quedé en mi sitio, pues no cuadraba a un aviador huir de la artillería...

Al cabo de una hora vino a buscarme un enlace de Baklánov, jefe de un cuerpo de ejército. Yo conocía ya a este general joven, bien parecido y cubierto ya de gloria durante la guerra, antes conocido deportista, pero no podía ni sospechar que estuviese muy cerca de mí, al lado como quien dice. ¿Para qué me querría?

Encontré a Baklánov en una casa medio derruida. Me recibió con mucha afabilidad.

—       Lo invitaba a comer— me dijo— pero, desgraciadamente, la comida no podrá tener lugar. Por culpa suya ha caído un proyectil en mi puesto de mando y como ve, no ha tenido compasión ni de la casa, ni de la cocina, ni del cocinero.

Mientras hablábamos de la situación creada en la cabeza de puente, no podíamos menos de prestar atención al yeso “estremecido” que seguía cayendo del techo. Baklánov me habló del avance afortunado de nuestras tropas en la zona de Breslau y de que hacia allá se enviaba una parte de las fuerzas del ejército de tanques de Rybalko. "Si eso es así — pensé— no tardarán en enviarnos allá a nosotros también".

Pasados varios días, yo volví al aeródromo de Kreuzburg por la memorable carretera del bosque.

El tráfico de vehículos, el humo encima de las casas de la aldea y los habitantes en las calles, primeros síntomas de vida, habían cambiado por completo aquel confín.

Mi división recibió la nueva tarea de dar cobertura a las operaciones del ejército del general Korotéiev, al norte de Breslau. Incluso por el trazado de la línea del frente en el mapa podía uno adivinar que nos enviaban a un sector de responsabilidad: la aguda cuña enfilada contra Desde partía profundamente las posiciones del enemigo. Como era natural, los fascistas se batirían allí con singular saña.

El general Korotéiev confirmó mis conjeturas, cuando yo me presenté a él. Las tropas alemanas intentaban abrirse paso hacia la ciudad de Legnica y concentraban fuerzas con objeto de cercar nuestra agrupación, que se había internado mucho. Los derrotados generales se acordaron, por lo visto, de que antes, al comienzo de la guerra (¡hacía ya tanto!), no se les daba mal el cercar "en bolsas" y tomar territorio.

—       ¿Qué tal su aeródromo? — me interrogó Korotéiev lo que precisamente me estaba dando que pensar durante nuestra conversación.

—       Por las mañanas no está mal, pero durante el día se derrite.

—       Hay que buscar una pista de hormigón, de lo contrario no nos podrán ayudar.

—       Es verdad. ¿Pero de dónde la vamos a sacar?

La primera línea del frente tenía por entonces gran necesidad de cobertura por parte de los cazas. El adversario se había resignado ya a nuestra superioridad en el aire y no intentaba recuperarla, pues carecía de fuerzas para grandes batallas. Más tampoco abandonaba sin combate las posiciones en su territorio. Los Focke-Wulf volaban a menudo hacia nuestras líneas en parejas, en patrullas de cuatro aviones o en formaciones de seis para bombardear la artillería y las trincheras o ametrallarlas desde bajas alturas. El enemigo nos hostigaba con la esperanza puesta en algo, tal vez en aquella "arma milagrosa" que Hitler seguía prometiendo al ejército.

 

 

 

Alexandr Pokryshkin hablando de la táctica del ataque

 

 

 

Desde el puesto de mando de la primera línea, yo experimentaba en mí mismo los asaltos incesantes de los Focke-Wulf. Llamaba a una escuadrilla tras otra de la división para que acudieran a derribarlos. Los pilotos estaban dispuestos a volar todo el día, nadie escatimaba fuerzas ni contaba los servicios que realizaba. Pero el peor enemigo que tuvimos aquellos días fue el deshielo de febrero. Las ruedas del tren de aterrizaje se atascaban en el barro; a los aparatos se les rompían las patas y las hélices. Eso nos condenaba a la inactividad.

Primero intentamos utilizar en nuestro aeródromo de Kreuzburg la estrecha carretera. No se podía ni despegar ni aterrizar en ella, pero si la ensancháramos... Levantamos las losas de las aceras de las calles y recogimos todos los ladrillos de las casas destruidas; en el domingo rojo que organizamos participaron todos los mecánicos, todos los aviadores y todos los soldados de las secciones de servicios del aeródromo... Pero el ingente y laborioso trabajo fue casi inútil, pues la pista resultó poco aprovechable. Además, cuando los aeroplanos se salían de ella, se hundían en el barro.

Y el frente esperaba cazas... los Focke-Wulf y los Messerschmitt volaban libremente en nuestro sector. Cuando en la primera línea estallaban las bombas alemanas, yo no oía más que reproches de los soldados de infantería.

Una vez, cuando volvía a la división por una ancha autopista, se me ocurrió de pronto pensar en que se podía aterrizar en ella. Cuanto más frecuentes eran los tramos rectos sin puentes ni otros obstáculos, tanto más me convencía de la viabilidad de solución tan poco común. Me apoyó el general Krasovski.

Por la noche envié a la autopista un equipo en busca de lugar apropiado. En cuanto recibirnos noticia de él, despegué con mi punto rumbo al nuevo "aeródromo".

Por la autopista pasaban coches de tarde en tarde. Eso era porque cerca de Gorlitz quedaba cortada por las trincheras de la primera línea. Sobrevolamos la autopista en busca del tramo cortado, pero no lo encontrábamos. Al fin divisamos la señal de aterrizaje en el mismo asfalto; por su lado pasaban automóviles.

Qué se le iba a hacer... Había que acechar el momento y aterrizar. Yo me dispuse a aterrizar primero. Gólubev me siguió. Cuando descendía, vi un automóvil en dirección contraria. Hube de tomar altura. Di otra pasada, volví a descender, y de nuevo se vio otro automóvil. Al fin no molestó ya nadie. Con tal de mantener la dirección... La anchura de la pista era de nueve metros, y la envergadura de las alas del aeroplano, doce metros. ¿Quién y dónde se había decidido a aterrizar en una pista como aquella? En general, en el frente puede ocurrir cualquier cosa, pero en este caso se trataba de aprovechar la autopista para el trabajo diario. ¿Qué resultaría de aquella empresa?

A esta pregunta tenía que responder yo mismo y de manera muy concreta, con obras. Si aterrizaba yo aterrizaría Gólubev, y por tanto, aterrizarían los demás también.

Todo iba a pedir de boca. Las alas pendieron sobre la tierra y los pequeños arbustos que se deslizaban debajo y. por último, las ruedas pisaron el asfalto firme y seco. Gólubev tomó felizmente tierra detrás de mí.

Ya podíamos dejar pasar los automóviles, cuyos pasajeros se quedaban con la boca abierta de asombro, y examinar los lugares de estacionamiento y de acceso a la autopista. El equipo había elegido muy bien el tramo, pues al lado había un aeródromo de tierra con dependencias de servicio, una arboleda para estacionar e incluso más de diez planeadores grandes, abandonados por los alemanes en su retirada. Para la tarde quedaron tapados los hoyos que había en el suelo, entre las dos calzadas de la pista, y talados los árboles que molestaban.

Regresamos a nuestra base, reuní a los jefes y a los aviadores y les dije:

—       ¡Tenemos aeródromo! ¡El que se sienta con fuerzas para aterrizar en una autopista, que me siga!

Todos accedieron. Pero algunos titubearon en seguida.

—       Para los que no se decidan, al lado hay un aeródromo con pista de tierra. Emprenderán el vuelo después de nosotros.

Más de cien aviones aterrizaron en la autopista asfaltada sin el menor percance. Y tres aparatos, cuyos pilotos no se atrevieron a hacerlo en ella, se atascaron casi en el mismo lugar donde las ruedas tocaron el suelo, y se rompieron. Tardaron mucho en volver a volar.

Con unos tractores fueron remolcados varios planeadores alemanes para interceptar la autopista en dos extremos.

Finalizaba la jornada de intenso ajetreo. Los aviones quedaron bien enmascarados en la arboleda, se había encontrado ya y caldeado las viviendas para los mecánicos y los pilotos, y a todos nos aguardaba la cena. A la mañana siguiente comenzarían los combates. Para vencer al enemigo en el aire, el aviador necesita muchas cosas en el suelo.

Por la mañana, cuando nuestros aviones aún estaban en el pinar, apareció sobre el aeródromo un Messerschmitt. Por lo visto, algo le había sucedido, puesto que se encontraba solo en el aire. No dio vueltas, no oteó nada, le bastaron varios planeadores en el extremo del campo de aterrizaje para reconocer el aeródromo. Procuramos no asustarlo. Aterrizó. Desarmamos al piloto en el momento que saltó al suelo. Entre nosotros no había quien pudiera conversar con él ni teníamos tiempo para hacerlo. Lo enviamos al Estado Mayor del ejército aéreo.

—       ¿Qué hacemos con el Messer? — me interrogó un ingeniero.

—       Que lo revisen y llenen los depósitos. Lo probaré esta tarde en el aire. Es de un tipo completamente nuevo.

De buena gana hubiera volado en él sin perder un instante, pero "El Tigre" tenía mucho que hacer ese día.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al tomar por base la autopista, pensaba que aun en el caso de que en tal "aeródromo" rompiésemos algunos aviones, sería mayor el provecho de nuestra proximidad al frente. Y resultó mejor aún. Las roturas de aeroplanos fueron poquísimas, y la participación de nuestra división en los cómbales junto a Gorlitz, Legnica y Zagan tuvo una importancia inapreciable. Poco después, todos los aeródromos de aquella zona, menos el de Brzeg y el nuestro, quedaron inutilizables para los vuelos. Los alemanes, que operaban desde aeródromos con pistas de hormigón, situados al otro lado del Oder, contendían con la mayor frecuencia en el aire contra los cazas de mi división.

Cuando yo llegué al puesto de mando de Korotéiev con la grata noticia de que teníamos un aeródromo seguro, él dijo:

—       Apóyenos desde el aire para que no nos bombardeen, y por tierra no pasarán.

Volví a empuñar el micrófono. El éter estaba lleno de los ruidos del batallar.

….Un "marco" pendía con el mayor de los descuidos encima de la ciudad de Gorlitz corrigiendo el fuego de la artillería alemana. Lo vi tan pronto como apareció, y en el mismo instante oí la voz de Sújov:

—       Voy de servicio. Comunique la situación.

Yo tenía algo que comunicarle.

Sújov volaba en pareja a mucha mayor altura que el “marco”. De no guiarlo, él podía dar muchas vueltas por allí sin advertirlo. Pero así, nuestra pareja se descolgó fugazmente desde lo alto. Sújov no era un novato en los duelos con los correctores de tiro enemigos. En nuestra división se consideraba especialista en “marcos”. No cabía duda de que en esta ocasión mantendría también en alto la bandera... Llegó el desenlace: un ataque por debajo, y el avión adversario cayó al suelo envuelto en llamas.

En el firmamento aparecieron cuatro cazas alemanes. Acompañaban a otro "marco" más. El jefe de nuestra pareja recibió mi aviso en el momento de vertiginosa toma de altura.

—       Lo he comprendido. Veo los Focke-Wulf — repuso Sújov.

¿Qué decidiría? El y su punto Kutíschev eran pilotos valientes y holgaba ordenarles que atacasen al enemigo, si ellos lo veían. Claro que no permitirían que cayeran bombas sobre las cabezas de nuestra infantería; lo único que tenían que hacer era ocupar una posición de combate ventajosa.

Un viraje de ciento ochenta grados. Vertiginoso descenso. Ataque al “marco", de nuevo por debajo. Certera puntería. ¡El "marco" incendiado! Sólo en este momento se ajetrearon los Focke-Wulf. Al salir del ataque Sújov incendió al jefe de la patrulla alemana, y Kutíschev a su punto. Los otros dos huyeron a la desbandada. ¡Una pareja nuestra había abatido cuatro rivales en un combate!

Pero la artillería antiaérea nos atosigaba. "Las bajas nubes nos obligaban a volar a poca altura, para mayor contento del enemigo. Andrei Trud perdió el avión bajo los impactos de los antiaéreos.

Una vez, Sújov regresaba a su aeródromo con el aparato acribillado y chamuscado. Yo vi cómo el aparato se inflamaba sobre el campo de batalla, cuando el piloto disminuía la velocidad, y cómo se apagaba la llama de pronto cuando atacaba a un Focke. Llamé en su ayuda refuerzos de su regimiento. A los pocos momentos oí en los auriculares la voz siempre animosa y segura de Grafin:

—       "Tigre", soy Grafin. Voy de servicio.

La aparición de este intrépido piloto con su escuadrilla en el aire levantaba siempre la moral de los compañeros que estaban peleando y cambiaba en seguida la situación más complicada, decidiéndola en nuestro favor. Grafin tenía su propia "letra" demoledora. Era estimado, y los pilotos salían gustosos con él de servicio.

"El as de picas" y su punto dispersaron también esa vez rápidamente a los Focke-Wulf que acosaban a Sújov. Pero cuando nuestros aviones salían ya de la zona de cobertura, en el aparato de Grafin estalló un proyectil antiaéreo. El caza cayó junto a la línea del frente. Perdimos a otro amigo más casi al final de la espantosa contienda...

Poco después, estando yo cerca de la ciudad de Gorlitz, recibimos la noticia de la muerte del general Polbin, temible bombardero en picado. Llevaba un grupo a la ciudad asediada de Breslau y bombardeaba en picado las casas convenidas en fortalezas. Un proyectil antiaéreo dio en su aparato, y éste comenzó a perder altura. Herido, Polbin intentó cruzar el Oder, pero no le llegaron las fuerzas. El avión cayó en el río... De los pormenores me enteré después. Entonces, en el frente, me entristeció el propio hecho de la muerte de Polbin. Era uno de esos generales aviadores que, pese a su alta graduación y elevado cargo militar, conservan la lozanía profesional y la pasión juvenil por sus dilectas ocupaciones. El ejercicio del mando no le había quitado esas importantes cualidades. Volaba, perfeccionaba la táctica y, con su ejemplo, animaba a los pilotos a realizar proezas. En las reuniones de adiestramiento, yo escuchaba siempre sus opiniones y tomaba ejemplo de él, pues era un dechado de persona y de aviador.

Al pasar aquel triste día por la carretera que bordeaba a Breslau, vi unas nubes inmensas de humo que se elevaban sobre aquel malévolo y odioso infierno enemigo. Este infierno se había tragado a una persona magnifica. De seguro que, para vengar a su jefe, los bombarderos arrojarían ese día en la ciudad miles de bombas. Que el enemigo se acordara de aquel día...

Los combates por Gorlitz se enconaron. El enemigo quería reconquistar a toda costa la mitad de la ciudad ocupada por nuestras tropas. Y habían logrado realmente desalojarlas de algunos sitios. Los ataques de los pilotos rivales dejaban a veces la impresión de furia irreflexiva y perdición irremediable.

Un día, unos aviones nuestros daban cobertura a las tropas de tierra soviéticas en el sector de Bunzlau. Toparon con cuatro Focke-Wulf. Del primer ataque, los nuestros los pusieron en fuga. Pero el jefe de la patrulla alemana tornó de pronto a la primera línea y se aproximó desafiante a los nuestros. El primer teniente Klímov viró en redondo para hacerle cara.

Tantas veces como había presenciado y había empleado yo mismo el ataque frontal, siempre acababa en que los aeroplanos, disparando, se apartaban cada uno por su lado, aunque lo hicieran a la distancia más peligrosa. Pues en ese desafío cada cual pretende derribar a su rival y salir ileso. Llega inexorable el momento en que ni el uno ni el otro puede va aprovecharse de la salida del contrincante del ataque para hacer impacto en él. La aproximación cesa.

Esa vez yo vi por primera vez atacarse de frente a toda velocidad y chocar dos aviones. El nuestro cayó sin ala., y el alemán sin cola. Todos los que contemplaban el duelo desde tierra quedaron atónitos. Esperaban que los aviadores descendieren con los paracaídas. Más no ocurrió tal cosa. Los dos cayeron, estrellándose en un mismo kilómetro cuadrado de tierra alemana, rociada ya de sangre en los recientes combates.

Yo me apresuré a llegar en el automóvil donde estaban los humeantes restos, en las afueras de Bunzlau, a ambos lados de un riachuelo. Nuestro piloto, por lo visto, había perdido el conocimiento en el choque contra el Focke-Wulf. El alemán había sido partido por la hélice. Sus cruces de hierro de as fascista estaban bañadas en sangre. Se le dio sepultura allí mismo donde había caído. Al nuestro nos lo llevamos a nuestro territorio para enterrarlo.

... Se aproximaba la primavera. Aquel día el cielo estaba despejado, azul... Y nosotros dábamos sepultura a dos mozos jóvenes y robustos que se habían aniquilado mutuamente. ¡Había que poner fin lo antes posible a la guerra!

Cuando hubimos entregado a los alemanes la otra mitad de Gorlitz, nuestras tropas se fortificaron sólidamente en sus posiciones y se abrió una tregua. "El Tigre" podía callar cierto tiempo Regresé al local del Estado Mayor.

En el lapso que yo falté, el aeródromo quedó muy mejorado. El intersticio entre la doble calzada de la autopista, relleno de ladrillos, había hecho a ésta muy cómoda para los aterrizajes. En torno había, en caponeras, baterías de artillería antiaérea de pequeño calibre. Quedaba sin resolver el problema de la interceptación de la carretera, que obligaba al torrente de vehículos a salirse de ella. Los camiones y carros se sometían a esa situación, se detenían delante de los planeadores y torcían hacia el lodo, pero cuando al frente iban tanques...

Un día, un díscolo tanquista aplastó con sus orugas todos nuestros obstáculos, hizo astillas varios planeadores y enfiló estrepitoso la carretera. En esos momentos estaba tomando tierra un avión; se desvió para no chocar con el tanque, rompiéndose la hélice, pero, por fortuna, no capotó.

El aeródromo de la autopista nos sacó de apuros en los momentos difíciles, pero también nos produjo muchos sinsabores. La actividad de nuestros cazas durante las jornadas de los combates por Gorlitz hizo al mando alemán redoblar las búsquedas de nuestra misteriosa base próxima al frente.

Un día de febrero capturamos junto a nuestro aeródromo a un explorador fascista que había descendido en paracaídas. En el interrogatorio cantó en seguida. Había sido lanzado para averiguar nuestro paradero.

Luego empezaron a sobrevolar nuestra base de tarde en tarde aviones de reconocimiento alemanes, Como es natural, les interesaba el movimiento de tropas por la carretera y, sin duda alguna, el enigmático aeródromo.

...Fue un día de intensos entrenamientos. Yo mandaba despegar a los aviadores por parejas compuestas de un principiante y un veterano, y afinábamos la puntería en el tiro al blanco desde el aire y en el lanzamiento de bombas. En el aire se oía el ruido incesante de nuestros aviones, en tanto que los artilleros antiaéreos descansaban plácidamente en sus chabolas. ¿Cómo se iba a oír al enemigo, si sobre las baterías revoloteaban los nuestros? El ruido extraño se fundió con el acostumbrado... Y se distinguió demasiado tarde. Contra el Messerschmitt bimotor se abrió fuego cuando va había pasado…

Los artilleros antiaéreos oyeron recriminaciones mías y de sus jefes, pero con eso no arreglamos nada. En los estados mayores del mando alemán nuestro aeródromo figuraba ya como un objetivo pata bombardear. Bien es verdad que, por lo visto, necesitaron una confirmación más: al otro día, el aparato de reconocimiento adversario repitió el vuelo por la ruta de la víspera. En esta ocasión los antiaéreos se esforzaron, y el alemán no volvió a su base. Pero sus comunicados obraban ya contra nosotros.

En el aire se encontraban precisamente Sújov y tres aviones más. Tras de virar a cierta distancia del aeródromo, se aproximaban al polígono. El ruido de los motores y la atención puesta en los nuestros nos abstraían, y la aparición de los Focke-Wulf fue una sorpresa para todos. Estos lanzaron bombas denominadas rotativas, es decir, carcasas rellenas de bombitas pequeñas. Algunos tuvimos tiempo de meternos en los refugios; pero los que se encontraban en el campo cuando sonó la alarma, echaron cuerpo a tierra. El único que corrió fue Tsvetkov pues había una zanja cerca... Un cascote de metralla le dio en la espalda y lo dejó en el sitio. Así, un trocito de metal cortó la vida de nuestro aviador en tierra alemana.

Sújov necesitó unos minutos para tomar altura y logró, a pesar de todo, abatir un Focke-Wulf que cayó, con el piloto dentro, cerca de nuestro aeródromo.

A partir de aquel día montamos guardia permanente de cazas. Nuestro aeródromo era extraordinario no sólo por su pista, sino también porque lo visitaban casi todos los días los aviones de asalto enemigos, que perdían en él más y más aparatos.

Las coincidencias son pasmosas. El día a que me refiero ahora nos comunicaron que, por la autopista, pasaría el Ejército Polaco, pues sus unidades frescas iban a tomar posiciones en el frente. Ordené quitar las barreras y abrir paso a los camiones con infantería, los tractores con piezas de artillería y los tanques, evitándoles así la incomodidad del rodeo.

Por entonces se encontraba en nuestro aeródromo un numeroso grupo de reporteros de la crónica cinematográfica. Habían venido a filmar las actividades ordinarias de nuestra insólita base en el frente. Cuando las tropas polacas entraron en nuestra pista de aterrizaje, las cámaras tomavistas comenzaron a funcionar, y la gente se quedó contemplando la interminable columna y a los soldados con águilas de emblema en los gorros de orejeras. La fraternal ayuda de las fuerzas polacas despertaba en nosotros buenos sentimientos.

De pronto, en el aire aparecieron varios Focke-Wulf. ¡Estaban encima de nuestras cabezas! El grupo de camarógrafos, que buscaba la guerra de verdad, no se arriesgó en esta ocasión a tomar vistas y se metió en los refugios. La columna se detuvo. Nuestros cazas de guardia, tal y como debían hacer, despegaron rápidamente. Mientras tomaban altura, los Focke-Wulf tuvieron tiempo de pasar hacia el este y viraban ya para sobrevolar de nuevo el aeródromo. Pero les cerraron el paso nuestros cazas. El combate se entabló por debajo de las nubes. La columna proseguía ya su marcha, y a un lado no dejaba de oírse el ruido de los motores y el tiroteo. Nosotros aguardábamos en tierra el desenlace. Vimos caer un avión en llamas, luego otro.

—       ¿Quién de los nuestros está en el aire? — interrogué a Bobrov.

—       Lukántsev y Góldberg.

—       ¿Por qué deja de guardia sólo a novatos?— exclamé sin poder contener mi desagrado— Góldberg aún no ha derribado ningún aparato.

—       Para que practiquen — repuso Bobrov, intentando justificarse débilmente.

En esos momentos Bobrov pensaba lo mismo que yo, que íbamos a perder por nada a dos pilotos jóvenes y dos aparatos. Los cámaras también se desalentaron, pues no filmarían ningún Focke-Wulf ardiendo en el suelo.

El ruido de los motores de nuestros dos aparatos, que salieron juntos de entre las nubes, hizo cambiar de golpe nuestros pensamientos y nuestro ánimo. Lukántsev y Góldberg regresaban victoriosos del combate. Los cámaras se apresuraron hacia donde habían caído los aviones enemigos.

Poco después trajeron al aeródromo a un piloto alemán que había descendido en paracaídas. Estaba condecorado con la Cruz de Hierro. Era el jefe de una unidad de cazas trasladada días antes desde el oeste a nuestro frente. Los hitlerianos lanzaban todas sus fuerzas militares contra el Ejército Soviético para impedirle que fuera el primero en tomar Berlín.

Este combate y los que le siguieron, lo mismo de victoriosos, quitaron a la aviación alemana las ganas de hacer incursiones a nuestro aeródromo, que se había hecho inaccesible.

Al fenecer el día, una formación de cazas nuestros, encabezada por el comandante Petróv, despegó en servicio de cobertura de la primera línea. Cerca del frente topó con un fenómeno sin precedentes: cazas Focke-Wulf parecían montados encima de Junkers. ¿Que truco era aquél?

Sin pensarlo dos veces, Petróv atacó a aquellos monstruos y derribó uno de golpe. Al percibir el peligro, los cazas adversarios comenzaron a soltar de sus "garras" los Junkers pendientes. En el suelo se alzaron las columnas de unas explosiones enormes. ¡Vaya Junkers que eran aquéllos! Iban rellenos de explosivos. La formación de Petróv obligó a los Focke-Wulf a arrojar sus "bombas" volantes de cualquier manera. Estaban destinadas para la columna de tropas polacas, que avanzaba de día, sin enmascaramiento, confiando en nuestra cobertura desde el aire. Le habíamos arrebatado ya sólidamente el dominio del aire al enemigo.

Llegó la primavera. Secóse la tierra. Los campos de Alemania se labraban aquella temporada con bombas, proyectiles, palas de zapadores y orugas de tanques en vez de arados; y la simiente eran huesos y metralla en lugar de grano.

En el mes de marzo, nuestra división dejó la autopista y se confió totalmente al aeródromo de tierra. Cuando un avión tomaba velocidad y despegaba, dejando las ruedas en el suelo un duro rastro, nosotros lo mirábamos, pensando con tristeza en la primavera alemana sin labradores en los campos, en nuestra lejana y entrañable tierra, arada por las mujeres, los niños y los ancianos. Pensábamos en la terminación inminente de la guerra.

A fines de marzo soplaron los cálidos vientos del sur, y el cielo de Alemania se despejó, cobrando altura y adquiriendo un suave tono azul. Por entonces se marcaron en singular realce en él las rutas de los bombarderos norteamericanos que realizaban las operaciones denominadas de lanzadera. Despegaban de aeródromos de Italia o Francia con pesada carga de bombas, tras de haber tomado como objetivos ciudades de Alemania, les asestaban golpes y seguían el vuelo a Ucrania, a través de Polonia. Aterrizaban en Poltava, repostaban, las tripulaciones descansaban y luego regresaban a sus bases de Italia o Francia.

Un claro día primaveral contemplábamos desde nuestro aeródromo una formación de bombarderos Boeing-17, que pasaba por encima de nosotros. Volaban en compacta y perfecta formación, refulgiendo a los rayos del sol. De pronto, uno de ellos comenzó a rezagarse. La formación no podía detenerse por uno solo. Este apenas si se mantenía ya en el aire, dejando en pos de sí un reguero de humo. Por lo visto, había sido averiado encima del objetivo o le pasaba algo en los motores. El bombardero ardía. Uno tras otro, comenzaron a desprenderse de él unos puntos negros. Luego blanquearon las cúpulas de los paracaídas.

Teníamos que organizar la ayuda a los pilotos americanos. Cerca de nosotros tenía su base la división que mandaba Goregliad. Me puse al habla con mi colega y enviamos varios jeeps al lugar donde se habían posado los norteamericanos. Eran unos diez.

Poco después trajeron a varios al local de mi Estado Mayor. Nuestros oficiales les brindaron las comodidades imprescindibles. Los norteamericanos no tardaron en encontrar lenguaje común con nosotros, aviadores, y nos entendimos como pudimos. Pero cuando se hubieron reunido todos, menos uno, que no lográbamos encontrar, se puso en claro que entre ellos había algunos procedentes de Ucrania occidental, pero residentes en Norteamérica. Ellos fueron nuestros traductores. Después de comer y descansar, la tripulación de la "fortaleza volante" emprendió el vuelo en un aparato de transporte nuestro a Poltava. Les deseamos buen vuelo hasta su base.

Los maravillosos días cálidos que se dieron a comienzos de abril nos apresuraban a actuar. A cada cual nos esperaba en la Patria nuestra primavera. El pueblo ansiaba la victoria y la paz; las esposas y los hijos, el retorno de sus maridos y sus padres; y todos los soneticos, una vida verdadera.

Vivíamos con el presentimiento de la gran victoria. Pero esta alegría se hallaba también tras los últimos combates, tras la última tensión de nuestras fuerzas.

El Alto Estado Mayor estaba preparando en Moscú el plan de la ofensiva a Berlín. Para ello habían sido citados allá los jefes de los frentes y de los ejércitos de la dirección principal.

Stepán Krasovski, jefe de la aviación del frente en que estaba encuadrada mi división, me telefoneó por la noche, tarde ya. Me preguntó qué hacia y qué planes tenía para los próximos dos o tres días. Se lo dije.

—       ¿No querrías venir a Moscú?— me interrogó de pronto.

—       ¿A quién le amarga un dulce, camarada general?

—       Pues vendrás conmigo de consejero de aviación de caza. Te espero mañana por la mañana.

La reunión de jefes de frente y ejército estaba planeada para varios días, y mi participación en ella se limitaba a una conversación. Por la noche, cuando volvimos a la habitación del hotel, Krasovski y yo nos estuvimos hablando de nuestra vida y de nuestras familias hasta más de medianoche. El había terminado la misma escuela de aviación de Racha que yo y resultó que tentamos muchos conocidos comunes. Recordamos a camaradas y soñamos en la vida de posguerra. Cuando yo le hablé de mi hijita, a la que aún no había visto, tratamos con la mayor naturalidad de si me sería posible hacer viaje rápido, volando, a Novosibirsk.

—       ¿Llegarías allá en un día?

—       ¡En aviones de línea y de correo, aun entre las sacas llegaría! — le respondí.

—       Un día más para estar en casa y otro para la vuelta. Tres en total. ¿Te dará tiempo?

—       Si

—       Pues volando. Pero con la condición deque no me dejes en mal lugar.

—       ¡A sus órdenes, camarada general!

Recibí la salida del sol en el aire. Como es natural, en casa no me esperaban. María no estaba, se había ido a la estafeta de correos a echar una carta para mí, y mí madre acunaba en brazos a una niña de pecho.

—       ¿De quién es? — le pregunté.

—       ¡Pero si es tu hija!

Recibí de manos de mi madre el rosáceo cuerpecillo y lo oprimí contra mi pecho. La respiración se me entrecortó. El sonoro corazoncito de mi hijita latía al lado del mío.

Yo no lamentaba el que, por esos minutos que pasaba en casa, hubiera tenido que soportar el bamboleo en el avión hasta sentir náuseas. Por pasar esos instantes estaría dispuesto a recorrer a píe aquella distancia.

En el umbral se detuvo María. No daba crédito a sus ojos.

—       He venido para un día. A ver a nuestra hijita — le dije, dando unos pasos hacia ella con la niña en brazos.

A mí también me parecía mentira que la ciudad que yo veía por la ventana fuese el Novosibirsk de sonoro gotear durante el deshielo de abril…

 

     
 

Realizado por FAE_Cazador

Revisado por HR_Crash

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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