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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EL FRAGOR DE LA ÚLTIMA BATALLA

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo había visto muchas ciudades arrasadas por la guerra. Las ruinas y los negros muros de las casas incendiadas, sin tejados, de Krasnodar, Rostov, Mariúpol, Kiev, Kursk y Tarnópol daban espanto. Desde las alturas, las manzanas de casas destruidas daban la impresión de cementerios.

Poco antes de la mismísima ofensiva a Berlín volé de nuevo desde Novosibirsk al Frente. Tras elevarme en un avión de correo desde el aeródromo de Moscú, volví a contemplar el campo de la gran contienda. Smolénsk, Minsk... Sobrevolé al fin Varsovia.

Entonces difícilmente se podría denominar ciudad capital de Polonia. En realidad, no existía. No era más que un tétrico montón de ruinas y esqueletos chamuscados de casas. Pensé a la sazón que el pueblo había construido, embellecido y urbanizado su capital a lo largo de los siglos, concentrando en ella los tesoros de su cultura, de su ciencia y de su arquitectura. Y los fascistas lo habían destruido todo. ¿Acaso podía olvidarse tal vandalismo?

La ira del pueblo es poderosa. Además, causa pavor al enemigo que ha pisoteado la independencia, la libertad y la cultura de otro país.

Las hordas hitlerianas en retirada hacia Berlín se resistirían con la furia de una fiera acosada. Los engendros fascistas temían la ira de los pueblos, precipitada sobre Alemania. Habían hecho tanto daño, habían dejado en su camino tantas ruinas y sangre derramada inocentemente que perdían ya el juicio en la espera de la ineludible rendición de cuentas.

Habría una gran batalla. Su desenlace ya estaba determinado. Pero lo que importaba era que luego no escapara del castigo ninguno de los que habían desencadenado la guerra, de los que habían aplicado la táctica de incendiar y devastar las tierras invadidas y exterminar a la gente en horrendos hornos.

... El aeródromo de Legnica estaba lleno de aviones de asalto. Allí estaba todo listo. Yo tenía que hacer inmediatamente acto de presencia en mi división. Los cazas teníamos que cumplir difíciles misiones. Los alemanes se disponían a emplear novísimos bombarderos a reacción. Teníamos que pensar en cómo impedir sus incursiones.

Me encaminé hacia el local del Estado Mayor para telefonear a mi división. Estaba en una de las barracas donde vivían los pilotos. En el portalillo vi a un soldado, probablemente el centinela, que había dejado a su lado el fusil y tocaba un bonito acordeón pequeño. Tocaba bien. Al verme, se apresuró a dejar el instrumento, empuñó el fusil y me saludó según mandan las ordenanzas. Transición tan instantánea de la música al cumplimiento del servicio me hizo sonreír.

Entré en el local. Lo que pasaba allí era extraordinario: más parecía un conservatorio que una unidad militar. Se tocaba en casi todas las habitaciones. Hasta el oficial de servicio se esforzaba por tocar de oído una melodía.

— ¿Es que os estáis preparando para un certamen musical? —le pregunté cuando aquel me acompañaba donde estaba el Jefe del Estado Mayor.

— Casi —me respondió, sonriendo—. ¿Comprende? Nuestros muchachos han encontrado en el desván de un barracón un almacén de acordeones.

— Y hemos decidido no quitarles los instrumentos hasta que empiece la ofensiva. Que toquen mientras tanto.

— Me parece muy bien —lo apoyé, consciente de que al cabo de uno o dos días atronaría para ellos y para todos nosotros una música muy distinta.

Mi división se trasladó a un aeródromo arenoso, apisonado con rodillos junto a Zagan, en el Frente. Desde allí comenzaría su fugaz asalto a los suburbios sur occidentales de Berlín, el Tercer Ejercito de Tanques al mando del general Rybalko, y nosotros lo cubriríamos desde el aire. Con nosotros aterrizaron también los bombarderos en picado de Polbin.

Todos sabíamos que la batalla de Berlín sería dura y sangrienta. Los hitlerianos procurarían jugarse el todo por el todo a una carta antes de morir. Empleaban ya el panzerfaust contra nuestra infantería y nuestros tanques, lanzaban bombas volantes y se decía que poseían cierta arma de inverosímil fuerza destructora.

Pero nadie temía. Ya no estábamos en el año cuarenta y uno, ni siquiera en el cuarenta y tres. Todos veíamos con nuestros propios ojos la cantidad de tropas y material de guerra soviéticos concentrados en los accesos a Berlín. Semejante fuerza lo barrería todo a su paso hacia la victoria. Ninguna treta ni villanía salvaría a los fascistas.

Al fin atronó, retumbando cual volcán en erupción, nuestra inmensa fuerza. Aquel día singular se nos quedaría grabado en la memoria con todos sus emotivos pormenores.

Por la mañana temprano, después de la preparación artillera, los aviones soviéticos sobrevolaron raudos el río Neisse y extendieron una cortina de humo. Los zapadores comenzaron a tender puentes. Hacía la orilla avanzaron los tanques. Los cazas despegaron.

¡Las tropas soviéticas comenzaron el avance! Cruzaron sobre la marcha tres líneas defensivas. Contra nuestra aviación se erizaba toda la artillería antiaérea de Berlín, las vapuleadas unidades de las antes poderosas fuerzas aéreas alemanas, y los regimientos frescos de la defensa antiaérea de la ciudad.

El tiempo estuvo despejado desde la mañana. Nuestros pilotos recibieron la misión de patrullar los cruces del río al sur de Cottbus. Primero despegó la escuadrilla de Sújov con Gólubev, Kutíschev, Kudínov, Bondarénko, Dushánin, Beriózkin y Rudénko. Adoptó inmediatamente nuestro orden de combate, probado en las batallas del Kubán y de Ucrania: dos parejas de choque y otras dos de cobertura. El jefe de la escuadrilla entabló comunicación con "El Tigre". Pero aquella mañana era difícil observar desde la estación de guiado, pues el humo de la batalla se cernía en densa capa sobre la tierra. Los pilotos no tardaron en descubrir ellos mismos al enemigo: cuatro Focke-Wulfs con carga de bombas rumbo a los cruces del río. Cazas en función de bombarderos. El hecho en si evidenciaba ya la crítica situación en que se encontraban los fascistas. Vaticinaba el comienzo de su agonía.

Cubiertas por las dos parejas de Bondarénko, las de choque atacaron. Sújov y Gólubev derribaron un aeroplano cada uno. Los dos restantes huyeron a lo alto, pero allí no encontraron salvación: Bondarénko ametralló al jefe, que cayó a tierra como una piedra.

Fue el comienzo de una gran pelea. Se acercaron otros seis Focke-Wulfs y dos Messerschmitts. La estación de guiado advirtió oportunamente a Sújov la aparición de los alemanes, y el combate se reanudó con más saña.

Al ver en lo alto las dos parejas de Bondarénko, los Messers volaron hacia allá. Efectivamente, hubo un tiempo en que sabían distraer e inmovilizar, combatiendo a nuestra cobertura. Entonces tenían más fuerza y experiencia que nosotros. Pero se podría decir que había corrido ya mucha agua...

Ahora, nuestros cazas arremetieron juntos contra los Messers, y estos bucearon en el humo como en agua turbia. El combate lo aceptaron los Focke-Wulfs. Ataques, salidas de éstos en viraje, encuentros frontales... Instantes que valían vidas enteras, implacables persecuciones.

A veces un enemigo lograba pegarse a uno de los nuestros, pero en todos los momentos de tensión siempre acudía alguien a tiempo para sacar del apuro al camarada, y de nuevo caía al suelo uno de los aeroplanos defensores de Berlín, centelleando sus cruces blancas ribeteadas de amarillo a la luz del sol esplendoroso...

Yo contemplaba el combate y escuchaba por radio su sinfonía. Cuando se incendiaba un aparato más de tantos, me olvidaba de los que se embestían. ¿Quién ardía? ¿Sería nuestro? No, los nuestros se encontraban continuamente en invisible fusión contra el enemigo, como partes de un todo.

Al cielo se elevaron siete columnas de humo negro de los aeroplanos abatidos. Otros dos cazas rivales en llamas pudieron llegar a su territorio.

Me alegré de corazón de los éxitos de Sújov, Beriozkin y Bondarénko. Al aumentar la cuenta de sus victorias en la última etapa de la guerra, llegaban a ser Héroes de la Unión Soviética. ¡Cómo habían crecido nuestros pilotos, cómo se había pulido su maestría y se había consolidado su voluntad!

Al ver aquel combate, yo mismo sentí unas ganas incontenibles de lanzarme personalmente al encuentro del enemigo. La vehemencia de la ofensiva llamaba al aire.

Entregué el micrófono de la estación de guiado a mi segundo, que había llegado hacía poco a la división. Yo tenía que remontarme con urgencia. Aunque sólo fuera para encontrar nuevos aeródromos. Pues nuestras cuñas de tanques ya se habían clavado profundamente en la defensa del enemigo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nos trasladamos cerca de Cottbus. Allí aumentaron los combates. Persiguiendo a un Messerschmitt, Nikítin lo ametralló en el momento en que éste salía de una candela y perdía velocidad. Al perderla del todo, se desplomó sobre el avión de Nikítin, que se salvó de la muerte merced al brusco giro que dio. Le costó trabajo salir del aparato destrozado para descender en el paracaídas. Trofímov regresó a la base con el avión hecho una criba, pues las antiaéreas no nos daban tregua. Me parecía que a nuestros muchachos incluso les agradaba cuando aparecían aviones enemigos en el aire, ¡pues había contra quién pelear!

Conduje una escuadrilla en servicio de cobertura de las tropas de tierra. Sobrevolábamos campos primaverales y ciudades y aldeas envueltas en humo. Daba pena ver las carreteras muertas y desiertas que se reanimaban sólo bajo las explosiones de las bombas y los proyectiles de las hogueras llameantes de camiones y carros blindados. La guerra celebraba su morboso festín en las tierras de Alemania.

¿Dónde estaban ya los “reyes" del aire, desfachatados bravucones hitlerianos? No se los veía ya tanto. Al fin aparecieron seis. Teníamos que acercamos furtivamente para que no nos advirtieran y no se asustaran. Volamos a interceptarles el paso. Pero nos vieron y desaparecieron en el acto. Retorné a mi aeródromo sin haber abatido un solo aparato. Tan pronto como rodamos a los lugares de estacionamiento, oí un zumbido. Desde lo alto picaba como una centella directamente hacia nosotros un bimotor. ¿Qué raro avión era aquél? Extraordinaria velocidad, desconocidas líneas... Más no tuvimos tiempo de examinarlo, pues abrió fuego. Yo me lancé hacia mi aparato. El forastero salió del picado encima mismo de donde estaban estacionados los aviones, y sobre el contiguo al mío cayeron varias vainas de sus proyectiles.

A. Pokryshkin colocando una corona en el lugar del entierro del corazón

de Mijaíl Kutúzov (ciudad de Bunzlau)

"Es algún aparato alemán nuevo", pensé. Luego recordé que era un bimotor a reacción, lo habíamos visto ya en unos álbumes.

Nuestro radar registra que el Me-262 había venido del lado de Praga. Si eso era así, había que vigilar continuamente esa dirección.

De otra incursión del Messer reactor nos avisaron a tiempo. Una pareja de cazas nuestros, mandada por Tabachenko, salió a interceptarlo. Pero no pudieron hacer nada. La velocidad del fascista era de unos ochocientos kilómetros por hora. No había manera de perseguirlo. Si el enemigo tenía muchos aviones de ese tipo, nos darían mucho que hacer. ...

Nuestros tanques estaban ya cerca de Berlín. El Estado Mayor de Rybalko comunicó la toma reciente de un aeródromo junto a Jüterbog. Ordené a Vasili, el chófer, que aprestase el jeep para un largo viaje. Decidió venir conmigo el jefe de la sección especial. Nos pusimos de acuerdo en que partiríamos al cabo de media hora. Yo tenía que ponerme al habla otra vez con el Estado Mayor del Segundo Ejército Aéreo y pedir que designasen el aeródromo de Jüterbog para mi división. Por aquellos días, las grandes unidades de aviación de los dos Frentes contiguos procuraban ocupar aeródromos próximos a Berlín.

Me acerqué un instante al despacho de mi Estado Mayor y me entretuve algo en el aeródromo, dando indicaciones a los jefes de los regimientos. Cuando, una vez desocupado, me encaminé hacia el coche, me salió al paso mi segundo, que acababa de llegar de la estación de guiado. Venía muy a tiempo. Comencé a enumerar lo que debía hacer durante mi ausencia.

— Permítame ir en su lugar —me dijo de improviso—Usted mismo sabe que yo aún conozco poco los regimientos. Mejor será que me dedique al aeródromo.

Comprendí que le sería difícil mandar los regimientos, pues no conocía bien a los jefes. Lo pensé mejor y accedí.

Esperamos dos días noticias de Jüterbog. Las unidades vecinas ya habían despegado, pero nosotros seguíamos sin recibir noticia de nuestros emisarios.

Al tercer día, emprendí con Gólubev el vuelo a “nuestro" aeródromo. El tiempo era soleado. Cuando descendimos para aterrizar vimos a lo lejos inmensas nubes de humo. Era Berlín, que ardía.

En Jüterbog había existido una base aérea alemana. Quedaban centenares de Focke-Wulfs enteritos. Tomamos tierra al lado de ellos. Éramos los primeros de nuestras fuerzas aéreas que lo hacíamos. El batallón de servicio de aeródromos había despejado ya el campo y esperaba a los regimientos.

Entre los conocidos aviones alemanes vi algunos a reacción, incluidos varios bimotores. Tal vez fuera uno de ellos el que nos ametrallara en Cottbus.

Se acercó un soldado para indicarme el lugar de estacionamiento. Yo rodé a un lado, ya detrás de mí aterrizaba Gólubev. Paré el motor e interrogué al soldado:

— ¿No ha visto por aquí a un comandante nuestro con un coche?

— Sí, camarada coronel de la Guardia, lo he visto —repuso, bajando los ojos—. Le estalló una mina.

— ¿Cómo, dónde? —exclamé.

— Aquí, en el aeródromo. No hicieron más que llegar, se salieron de la pista y les explotó la mina. Los enterramos ayer.

Me sentí como si los cascotes de aquella misma mina me dieran en la cara. No podía moverme del sitio. De nuevo, por una feliz casualidad, la muerte había pasado de largo por mi lado. No, mejor estaría decir que el comandante me había cubierto con su pecho para salvarme de la mina enemiga. Pues entonces yo estaba ya con lodo el ánimo en el camino.

Me quité el audífono. Gólubev, que se había acercado entretanto, también. Miramos al horizonte, en el que iba elevándose cada vez más el negro muro de humo.

Sentíamos en el pecho un dolor insoportable. Pero el espectro de Berlín en el horizonte llamaba a la batalla. ¡Estábamos delante de la guarida del monstruo! Berlín percibía ya en sus calles nuestro paso poderoso. A causa de él se estremecía el suelo de la capital hitleriana, se desprendía la oscura aureola dorada que la recubriera y se desmoronaban, haciéndose trizas en los adoquines, las águilas que apoyaban las garras en la svástica.

Horas después, en Jüterbog aterrizó el primero de nuestros regimientos. Yo tomé una escuadrilla y volé a Berlín. Una sed insaciable de venganza por los compañeros caídos me abrasaba el corazón.

Las ligeras nubes primaverales se entremezclaban con el humo de la ciudad y, al hacerse pesadas, se quedaban quietas en el sitio. En aquella penumbra, la línea del frente podíase distinguir sólo por los fogonazos de los disparos y de las explosiones de los proyectiles. ¡Sobrecogedor y grato espectáculo a la vez! Yo, amante de la vida y de la belleza terrena, de la naturaleza y de las obras de la mano del hombre, anhelaba encontrar en el aire un aeroplano fascista y abatirlo para que se estrellara incendiado en la tierra berlinesa. Eso me pedía y eso ansiaba mi alma. Tenía que ajustar a los belicosos fascistas la cuenta cabal por la muerte de mi hermano y de mis compañeros de pelea, por el niño despanzurrado que vi en la aldea de Malaya Tokmachka... ¿Había yo de avergonzarme de aquel sentimiento? ¡Soy un hombre!

Por el momento, no se veían aeroplanos alemanes en el aire. Pero podía haberlos, por seguro que los había. Debía tomar altura y aguardar. Al oeste de Berlín aún había grandes aeródromos en funcionamiento, y cada tanto venían cazas de allí. Nuestros pilotos topaban con ellos y los derribaban.

Vi pasar por debajo de nosotros, escuadrilla tras escuadrilla, bombarderos Petlyakóv y Túpolev. Daban una vuelta, elegían objetivo y arrojaban su carga. Las explosiones hacían saltar las casas y las partían, derribando paredes. Luego todo quedaba envuelto en polvo y humo.

Berlín, desde donde se daban instrucciones para destruir ciudades y Estados enteros, se revolcaba ya de dolor, pero aun no se rendía. Los hitlerianos, temerosos del castigo por las atrocidades que habían cometido, retardaban premeditadamente la capitulación.

En el aire no se veían ni cazas del enemigo ni aeroplanos nuestros. Se abrió una tregua, tomamos más altura, pero momentos después volvimos a bajar. No vimos más que a los Pe-2 que retornaban del servicio. Era posible que aparecieran ahora los Focke-Wulfs. Les agradaba colocarse en la cola de nuestros bombarderos cuando se alejaban del objetivo. Los rufianes no podían tener otra táctica que la rufianesca.

Tras de aguardar un poco, descendimos de la altura en que patrullábamos. Apenas nos adherimos a los bombarderos, desde las nubes se descolgaron seis Focke-Wulfs. ¡Al fin me sonreía la suerte, ofreciéndoseme la oportunidad de un combate! Viré en el acto, tomando altura, y fui al encuentro de los "ases" alemanes. Pero no aceptaron el desafío, se metieron en las nubes y se esfumaron. Era inútil perseguirlos.

Durante el vuelo de regreso al aeródromo me recriminé para mis adentros el haberme aproximado demasiado pronto a nuestros Pe-2. Si nos hubiésemos detenido algo más en lo alto, habríamos enseñado a los "ases" alemanes lo pernicioso de utilizar siempre el mismo método, tanto al principio como al final de la guerra. Fue una pena que no lograse realizar mi ensueño de abatir a un buitre fascista sobre su propia capital. Pero al día siguiente Beriozkin se resarció por sí y por nosotros. En un combate junto a Berlín derribó tres Focke-Wulfs.

El firmamento de la capital alemana estaba repartido ya entre la aviación de los dos Frentes que la atacaban: el Primero de Ucrania y el Primero de Bielorrusia. Nosotros, los del ucraniano, dominábamos exclusivamente la mitad meridional de la ciudad y los del bielorruso, la mitad septentrional. Por más que nuestros vuelos sobre Berlín casi presentaban ya el carácter de excursiones.

En cambio, nos sobraban quehaceres en tierra. Las tropas alemanas cercadas intentaban abrirse paso en grandes grupos armados para entregarse a los norteamericanos. Pasaban por delante de nuestro aeródromo. Nosotros manteníamos en él la defensa día y noche.

Para aniquilar una agrupación enemiga, cercada en el bosque de Cottbus, tuvimos que lanzar al combate a todos los regimientos. El 16 lo mandé yo. Las trochas estaban abarrotadas de soldados de infantería, cañones y carros alemanes. Primero descendimos para averiguar sus intenciones, por si se les ocurría entregarse prisioneros. Pero nos recibieron con el fuego de sus antiaéreas. Iban hacia el oeste. Hubimos de ametrallarlos. No se podía tolerar que aquella masa de fuerzas armadas saliera a las carreteras y a nuestras comunicaciones de retaguardia. Por eso comenzamos a regar las trochas forestales con balas y proyectiles.

Cuando regresamos al aeródromo, mi mecánico me interrogó, luego de revisar el aparato:

— ¿Cómo es que han ido a parar estas ramas de pino al cono de su hélice?

Recordé la baja altitud a la que enderezara el aparato al dar las pasadas y sentí escalofríos. Si hubiera descendido solo un poco más una sola vez, ya no me habría vuelto a elevar.

Junto a Jüterbog nuestros aviadores hubieron de dar una verdadera batalla a las tropas alemanas. Bobrov, el jefe del regimiento, destacó a todo el personal técnico para asegurar la defensa terrestre, pertrechándolo con armas de infantería, y envió al personal volante a bombardear las columnas enemigas.

Los hitlerianos que lograban salir del bosque avanzaban desplegados en guerrilla tras guerrilla. Pero la pequeña guarnición del aeródromo los recibió con nutrido fuego. Y desde el aire los hostigaban sin cesar los cazas. Al atardecer, parte de los alemanes se replegó otra vez en el bosque, y más de tres mil depusieron las armas y se entregaron prisioneros.

 Celebramos el Primero de Mayo, cálido y soleado, junto al Elba. Los soldados del Ejército Soviético, tras enarbolar la bandera roja encima del Reichstag, seguían demoliendo los restos de la guarnición berlinesa. Aquel día salieron de servicio muy pocos aeroplanos de nuestros aeródromos. Sólo el Primer Regimiento de Cazas de la Guardia mandó al aire, por la mañana temprano, una nutrida formación de aviones con rumbo a Berlín.

En esa ocasión cumplían una tarea extraordinaria. A bordo de uno de ellos iba una inmensa bandera roja con la palabra "Victoria". Tras de dar una vuelta en derredor del Berlín sometido, los pilotos de caza lanzaron dicho estandarte, que comenzó a descender lentamente, ondeando. Lo vieron miles de tanquistas, artilleros y soldados de infantería, que aplaudieron a los aviadores anunciantes a la Patria de su victoria definitiva sobre las fuerzas aéreas de la Alemania fascista.

El dos de mayo capituló la guarnición de Berlín.

Nuestra división, lo mismo que las otras grandes unidades del Segundo Ejército Aéreo, recibió la orden de trasladarse a la zona de Dresden, donde continuaba la ofensiva. Allí aún seguía la guerra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las tropas del Primer Frente de Ucrania, que habían recorrido un largo y arduo camino hasta Berlín, no se detuvieron mucho tiempo en la capital. Tras de atronar por las calles con el estrépito de sus tanques, no tardaron en salir de la ciudad. El torrente de camiones, automóviles, carros y columnas de infantería de las barriadas, a pie, de Potsdam y Teltow torció hacia el sur. En ese precipitado traslado de fuerzas se percibía algo alarmante.

La ancha autopista de calzada doble Berlín-Dresden resultaba estrecha para el personal y el material de guerra, pues por ella avanzaban no sólo las tropas, sino también las interminables bandadas de ex cautivos del fascismo liberados por el Ejército Soviético.

Por el cielo pasaban en grandes formaciones los aeroplanos del Segundo Ejército Aéreo, que se trasladaba a los aeródromos situados junto a las estribaciones de los montes Sudetes. Los de nuestra división aterrizaron junto a Grossenhain, el Estado Mayor, los aviadores y todos los oficiales se alojaron en las pulcras villas de la limpia ciudad. Desde las ventanas de las buhardillas se veía azulear las montañas en la lejanía.

Habíamos recibido la misión de dar cobertura desde el aire al ejército de tanques de Rybalko y a otras tropas nuestras que habían comenzado la campaña de liberación de Praga. Las agrupaciones "Centro" y "Austria" de ejércitos alemanes seguían manteniendo en sus manos gran parte del territorio de Checoslovaquia.

Los radiotelegrafistas de nuestros regimientos oyeron, apenas aterrizamos nosotros en Grossenhain, la llamada de los patriotas praguenses pidiendo ayuda. En la noche del 5 de mayo, éstos se sublevaron contra los invasores fascistas alemanes. Los tanquistas soviéticos fueron en su apoyo.

Hicimos servicios de guerra varios días, pero contábamos con más frecuencia los aeroplanos abandonados por los alemanes en los aeródromos que los que veíamos en el aire. Las tropas soviéticas avanzaron rápidamente al sur. Tomaron Dresde sobre la marcha y continuaron avanzando.

La pequeña ciudad en que nos posamos no tardó en quedar en la profunda retaguardia y sumirse en la calma de la paz. Habían quedado pocos habitantes. O quizás aún temieran dejarse ver. Todos los talleres y tiendas estaban cerrados. En la puerta de la fábrica, junto a la que yo me alojé, el emprendedor dueño había dejado un previsor rótulo: "Bienes de Suecia". Para que no hubiera ningún malentendido, coloqué a un centinela en la puerta de la fábrica y le ordené que no dejara entrar ni salir a nadie.

Los combates de Sajonia y del territorio de Checoslovaquia nos obligaron a los que nos encontrábamos junto al Elba a olvidar temporalmente los festejos que aguardábamos tras el victorioso asalto de Berlín.

El encuentro de nuestras unidades y de las tropas aliadas, el cerco y la derrota fulminantes de los residuos de las divisiones alemanas y todos los demás acontecimientos hacían pensar en que Alemania debía declarar de un momento a otro su capitulación completa, pero eso aún no se hacia. La palabra "capitulación" significaba ya el fin de la guerra y debía anunciar a todo el mundo que la Alemania hitleriana no existía ya, que en el mundo comenzaba una vida nueva, que ya no volaríamos más para combatir y exponernos a los proyectiles antiaéreos enemigos, que los supervivientes de esta horrenda contienda podían decir: ¡Hemos quedado vivos!

En la noche del ocho de mayo se reunieron en mi casa todos mis compañeros de pelea. Nos bebimos una copa y recordamos a los camaradas caídos. Andréi Trud entonó, al compás de una guitarra, la canción predilecta de nuestro regimiento: "Pequeños gavilanes". Coreamos con fogoso entusiasmo de combatientes el estribillo: "Mañana por la mañana de nuevo al combate", si bien sabíamos que al otro día no habría ya ningún combate en el aire.

Se recogieron en sus alojamientos a eso de la medianoche. Yo me acosté y me dormí enseguida. Entre sueños oí un tiroteo. Procuré entender, sin levantarme, qué sería. El tiroteo aumentaba por momentos. Se oía muy cerca, y muy lejos también. "¿Qué significa eso?", me interrogaba al tiempo de vestirme en la oscuridad. ¿Será posible que haya topado con nuestra guarnición algún otro grupo de alemanes errantes, al salir de un cerco? No debía ser eso. ¿Y si el tiroteo estuviera relacionado con la fabriquita de marras? Pues yo había prohibido dejar entrar y salir a nadie. Probablemente alguno de los dueños se había atrevido a llevarse por la fuerza sus bienes.

 

A. Pokryshkin. Desfile de la Victoria en 1945

Lo incógnito siempre inquieta y hace perderse en conjeturas. Miré con recelo las ventanas abiertas de en par por si entraba alguna bala perdida. Haría muy poca gracia caer bajo ellas, cuando hoy o mañana se declararía la paz.

Oí que se disparaba ya con las ametralladoras instaladas en los aviones. ¡Sonó el estampido de un cañón! En otro sitio, ya no en nuestra pequeña ciudad, le respondió una pieza de artillería.

Un verdadero combate... Por lo visto, eran muchas las fuerzas que salían del cerco. Podría ser incluso un desembarco. Vaya con la capitulacioncita. Fui al teléfono, iba a levantar el auricular, cuando, de pronto, sonó el timbre. Respondí.

— ¡Camarada jefe de la división, la guerra ha terminado! —exclamó una voz juvenil—. ¡Es la paz, camarada coronel! ¡La paz! ¡¡¡La paz!!! ¿Me oye?

— Te oigo, te oigo —respondí, sintiendo que todo mi ser comenzaba a librarse de algo abrumador, pero incorpóreo, que se percibía continuamente a lo largo de todos aquellos interminables años de guerra—. Gracias...

Coloqué el auricular en su sitio, exhalé un suspiro y me senté en una silla. Me daba cuenta de que había llegado lo que todos esperábamos, sin la menor duda, de un momento a otro. Y aun así, el efecto que me produjeron las palabras "la guerra ha terminado, es la paz", era fuerte, enorme, anonadador.

¿Por qué, pues, yo permanecía solo y en la oscuridad? Palpé el interruptor, encendí la lámpara y me asomé a la ventana. El cielo estaba delineado por balas trazadoras y estelas de cohetes. El fuego de armas de todos los tipos iba en crecimiento. Yo también desenfundé la pistola e hice por la ventana varios disparos a lo alto.

Sonó el teléfono. Me felicitaron del 16 Regimiento. Se pasaban el micrófono de mano en mano. Oí las voces de Fiódorov, Trofímov, Sújov, Beriozkin. Trud, Vajnenko... y los felicité. Luego llamaron Abramóvich, Máchnev, Bobrov, Víliamson... Logre ponerme al habla por teléfono con Utin y Krasovski y los felicité a ellos también.

El tiroteo no amainaba. Salí a la calle. Estrechaba la mano a todos los conocidos y desconocidos que me topaba.

Poco después, casi todos los aviadores y oficiales de la sección política y del Estado Mayor se reunieron en mi casa. La alegría embargaba nuestros corazones. Teníamos que compartirla con los amigos. Recordamos asimismo a los que no llegaron a vivir hasta ese día, a los que no estaban ya con nosotros. ¡Cómo se hubieran alegrado ellos también!...

La noche, rasgada por las salvas, fue diluyéndose imperceptiblemente hasta hacerse de día. El magno Día de la Victoria.

 

El nueve de mayo y varios días más de los siguientes, los aviadores de nuestra división cumplieron aún misiones del mando de patrullar el cielo de Praga. Un día de aquellos, Gólubev, que estaba de servicio en el aire, vio un aeroplano alemán Dornier-217 que iba de oeste a este. Persiguiéndolo, le disparó varias ráfagas preventivas, pero aquél prosiguió su vuelo, negándose a aterrizar. Entonces Gólubev lo incendio y lo vio caer en las montanas. Fue el último avión enemigo derribado por nuestra división.

Después de aquel vuelo de servicio, se sacó la cuenta de todos los proyectiles y balas de cada aeroplano. Dejaban de servir a la guerra.

A mediados de mayo, nuestra división se trasladó de Grossenhain a la ciudad de Riesa, en el Elba. Sobre toda nuestra vida se proyectaron allí los reflejos del inextinguible esplendor de la Victoria, fiesta de todos los pueblos del mundo. En los aeródromos quedaron sólo varios pilotos y mecánicos de guardia; los restantes descansaban y se fueron de excursión a Berlín, Dresde y Praga.

 La capital de Checoslovaquia nos recibió como hijos carnales. En las calles nos rodeaban las multitudes, y las muchachas nos obsequiaban con flores y sonrisas; los dueños de los restaurantes nos convidaban a probar sus mejores platos y vinos, sin querer aceptar dinero alguno en pago. En Dresde vimos espantosas ruinas bajo las que miles de habitantes habían quedado enterrados en vida. Nos contaron que aquella bonita ciudad había sido destruida por las bombas de los aliados unos días antes del armisticio. El relato nos indignó. ¿Por qué lo habrían hecho?

En Berlín pasamos en coche por las calles, estuvimos en el Reichstag, vimos las colas de alemanes hambrientos delante de los puestos soviéticos de distribución de rancho, contemplamos los monumentos, la catedral destruida y los parques. Al no encontrar donde sentarnos para reconfortarnos un poco con las raciones frías que llevábamos, salimos a las afueras, para hacerlo en el campo.

Pasado Potsdam, detuvimos los automóviles y nos sentamos en la hierba a almorzar. Apenas abrimos las latas de conservas y cortamos rebanadas de pan, por los arbustos asomaron varias cabezas rubias de niños. Sus caritas y la expresión de sus ojos evidenciaban que no nos miraban por mera curiosidad.

Uno de nosotros se rió de ellos, llamándolos pequeños boches e incluso disponiéndose a asustarlos; pero otro lo detuvo:

— No volquemos en los chiquillos el odio que les tenemos a los fascistas.

— Tienes razón.

— Estos no empuñarán las armas contra nosotros ¡Han comprendido mejor que otros qué es la guerra!

Como sentíamos encima las miradas de los chiquillos, ninguno podíamos comer. Los llamamos, y ellos se acercaron confiados. Les pusimos en las manos rebanadas de pan y conservas. Luego estuvimos un buen rato hablando de los huérfanos alemanes y de quien los hizo desgraciados. Pensamos en la cantidad inconmensurablemente mayor de infortunios que los hitlerianos habían causado a otros pueblos, sobre todo a nuestra Patria.

Pensamos también en que no se podía perdonar ¡Nunca! Estaba claro que muchos culpables se habían escondido y procurarían escapar como cucarachas. Pero debían recibir el castigo merecido ¡Tarde o temprano, pero completo!

Un jubiloso día de mayo, estando nosotros en Riesa, vi cerca del local del Estado Mayor a dos individuos con uniforme norteamericano. Cuando se acercaron, reconocí a uno de ellos. Era... un amigo mío de la infancia, el uraliano Pílschikov. No concedí la menor importancia al uniforme extranjero.

— ¡Konstantín!

— ¡Alexander! —exclamó Pílschikov, corriendo hacia mí.

Me presentó a su compañero, y éste, contento que Konstantín hubiese encontrado a quien buscaba, no tardó en dejarnos.

Por la indumentaria que llevaban e incluso por las caras que traían adiviné que los dos habían estado prisioneros en la zona norteamericana. Mientras caminamos hacia mi casa, Konstantín me fue contando que lo derribaron en Prusia Oriental, que lo liberaron del cautiverio los norteamericanos, que lo detuvieron luego en Leipzig, lo uniformaron, se disponían a llevárselo con ellos, que él se evadió con su compañero, que me venía buscando... Yo lo escuchaba, lo miraba, apuesto y bajo de estatura, flaca la cara y hundidas las mejillas, contemplaba la boina norteamericana que llevaba, y a quien veía era a mi leal amigo de la escuela militar.

Habíamos estudiado juntos trece años antes. Yo llegué a Perm con el mandato del Comité del Komsomol para hacerme piloto. Lo mismo que a otros muchachos que soñaban con las alas, tuve poquísima suerte: aquel otoño se cerraba en dicha escuela la sección de vuelos y dejaban sólo la de mecánicos de aviación. ¡Así estaban las cosas! En lugar de pilotos, seríamos mecánicos. Los admitidos nos vimos ante un hecho consumado. La mayoría recibió el cambio en silencio, pero algunos empezamos a escribir peticiones. Entre los pertinaces nos encontrábamos el uraliano Konstantín Pílschikov y yo.

Al recibir las peticiones, el jefe de la escuela comenzó a llamarnos para hablar con nosotros. Nos explicaba la situación, procuraba convencernos de que desistiéramos de ser pilotos, y las filas de los porfiados fueron menguando visiblemente. Cuando quedamos ya muy pocos, nos impuso, por tercos, varios servicios fuera de turno, y nosotros nos resignamos también con nuestra situación.

Konstantín dijo que, de todas las maneras, él volaría. Eso me impresionó mucho, y la el objetivo en común nos hizo muy amigos. En la escuela fuimos entusiastas del círculo de vuelos a vela. Arrastrábamos casi todos los días un planeador por el campo para "elevarnos" aunque sólo fuera una vez, y aún dedicábamos más tiempo a arreglar los viejos aparatos. Nos pasábamos todos los domingos en los talleres cepillando, reforzando, pegando y pintando algún planeador con tal de remontarnos por los aires.

 

Avión de la división de Pokryshkin aterrizando en la autopista que servia de aeródromo

Konstantín y yo andábamos siempre juntos. Y si alguno de los dos hacía algo malo, se pensaba que la culpa la teníamos los dos. Esa opinión arraigó sobre todo después de un caso bastante gracioso.

Durante el primer invierno de nuestra vida en la escuela militar, Konstantín y yo nos distinguimos en las carreras con esquís y fuimos incluidos en el equipo de la Región Militar de los Urales que iba a participar en las competiciones de todo el ejército. Después de una carrera de cincuenta kilómetros con dotación completa y tiro de fusil al blanco, volvimos cansados al cuartel, nos quitamos las guerreras y nos pusimos a limpiar los fusiles. Durante esta labor nos molestaban mucho las mangas de las camisas interiores, demasiado grandes, que nos habían dado después del baño. Nos arremangábamos, pero las mangas se nos bajaban continuamente.

Limpiando con un trapo pequeño el cerrojo. Konstantín echaba pestes contra el tacaño furriel, que nos había dado muy pocos trapos.

— Escucha, Konstantín, tengo una idea. Trae unas tijeras. Vamos a resolver ahora con mucha sencillez los dos problemas.

 

El aeródromo de las cercanías de la ciudad de Elze (Alemania)

No tardó en encontrar unas tijeras, y nuestros dolores de cabeza se acabaron. Pero la operación no pasó inadvertida. Por la noche, en cuanto nos acostamos, el guardia nocturno nos hizo levantar urgentemente y nos dijo que nos presentásemos al furriel.

— ¡Quitaos las guerreras! —nos ordenó.

Detuvo amenazador la mirada en las mangas acortadas.

De nada nos valió el justificarnos: fuimos a parar al calabozo.

En nuestra compañía nadie quería al furriel porque era muy mezquino y soberbio con nosotros y adulón con los jefes. Todos nos alegramos mucho cuando nos lo quitaron.

La última vez que vi a Konstantín fue en 1934, cuando cada cual nos fuimos a la unidad donde nos destinaron. Luego, al cabo de unos años me enteré de que se había hecho piloto y mandó en los Frentes un regimiento de aviación durante la guerra.

¡Konstantín Pílschikov, mi amigo de los dorados años juveniles, que entrase sin temor en mi casilla junto al Elba! ¿Cómo pudo siquiera pensar que, al venir él vestido con uniforme extranjero, yo no lo reconocería? Que se lo quitara y se pusiera una guerrera y unos pantalones míos, pues ni aun el número de estrellas en las hombreras tenía que disminuir.

Encontré para mi amigo todo lo que necesitaba: ropa, comida y cálidas palabras. Las conversaciones y recuerdos me evocaron los años inolvidables, años de tenaz afán de saber, de bizarros artificios e ímprobo trabajo en aras del sueño dorado.

Konstantín estuvo conmigo un solo día. Le ayudé a llegar a la ciudad donde tenía que tomar el tren. Tenía prisa por volver a su casa, a la Patria. Allí aún no sabían nada de lo que le había pasado.

Los relatos de Pílschikov sobre la vida llevada en el campamento de prisioneros y del intrincado camino que hubo de seguir custodiado por centinelas me hicieron pensar en Babak y en la suerte que él habría corrido. ¿Dónde podría estar? Si vivía, ¿cómo dar con él? De seguro que también a él después de liberado, lo conducían bajo la severa vigilancia de centinelas armados, obligándole a dormir en el suelo en campamentos de etapas.

Por las carreteras de Alemania pasaban a la sazón numerosas columnas de ex prisioneros de guerra y población civil liberados de las zonas occidentales. Antes tampoco dejaba pasar una sola columna de ésas sin preguntar yo si había en ella algún aviador. Una vez me comunicaron en Riesa que un individuo formado en una larga hilera de prisioneros de guerra gritó a unos aviadores que pasaron en dirección opuesta: "¡Decidle a Pokryshkin que Babak está en Checoslovaquia!"

El llamamiento del piloto, que me llegó por tercera boca, no había perdido su trágico sentido. Un domingo tomé un coche y me puse en camino, acompañado por Trofímov y Sújov, en busca de Babak.

En Checoslovaquia recorrimos varios campamentos y preguntamos por nuestro piloto. En algunos ni se molestaban en responder a nuestras preguntas. Otros jefes de escoltas, al ver mis hombreras y las estrellas de oro en mi pecho, me confesaban sinceramente que entre los custodiados por ellos no figuraba ese capitán Héroe de la Unión Soviética. Al caer la tarde, fuimos a otra etapa más. El centinela que guardaba la puerta de la alambrada nos cerró el paso. Llamamos al jefe.

— Aviadores hay, sí —nos participó brevemente—. Uno de ellos nos tiene hasta la coronilla con sus insistencias. Se hace pasar por Héroe de la Unión Soviética. ¡Está muy vista la gente como él!...

— Déjele salir para que lo veamos —le rogué.

El jefe nos hizo pasar a su residencia y se fue no sé donde.

Babak se presentó en el umbral. Estaba cubierto de andrajos, flaco y extenuado, con postillas negras de quemaduras en la cara. Al vernos, se abalanzó hacia nosotros, pero el jefe de los guardianes le cerró el paso.

— ¡Atrás, ciudadano! —gritó.

Babak se detuvo. En los ojos le brillaron lágrimas.

Nosotros nos acercamos a el y lo rodeamos.

El jefe de los guardianes se calló.

— Me llevo al capitán Iván Babak a mi unidad —le dije—. Yo no se dónde estuvo usted durante la guerra, pero no se le nota que haya peleado con el fusil en la mano o en un tanque, mientras que él ha derribado más de treinta aviones. ¡Se ha merecido el amor de todo el pueblo!

Pese a todo, nos llevamos a Babak. Por el camino vino contándonos lo que le pasó entonces, en el aire. Intentó llegar a la línea del frente y cruzarla con el avión incendiado. Las llamas lo cegaban y le abrasaban la cara y las manos. El comprendía ya que no podría aterrizar y saltó del avión con toda seguridad de que se hallaba en territorio nuestro. Pero en el suelo lo capturaron presto unos soldados alemanes. Enfermo y con la cara abrasada, fue internado en un campamento. Le hacían las curas los propios prisioneros con lo que tenían a mano.

Escuchábamos a Iván Babak y nos alegrábamos de que viniera a nuestro lado, de que corriéramos juntos en un cómodo y raudo Horch y de que en derredor verdeasen los campos, floreciesen los árboles y exhalase su halo la primavera, la vida. Recordábamos que se había dado curso al expediente de presentación de Babak para el título de dos veces Héroe de la Unión Soviética y estimábamos que su suerte sería ya venturosa: le adjudicarían ese alto título bien ganado, y las penas y sinsabores se irían olvidando poco a poco... Se nos ofrecía un campo inabarcable de vida y trabajo. ¡Pues éramos jóvenes!

En Moscú comenzó un período de recepciones, fiestas y preparación para el Desfile de la Victoria. Desde la capital se había llamado a gente de todos los Frentes. Yo dejé a mis amigos en la ciudad del Elba para tardar mucho en reunirme con ellos. Ya no metía prisa la guerra, ya no apremiaban las ofensivas. La vida, tan querida, tan inconcebiblemente hermosa, arrancada por nosotros de las garras de los conquistadores, nos llamaba a las proezas, a las alegrías, al fervor.

 

 

 

 

 

Realizado por *DZR* Chimanov

Revisado por FAE_Cazador

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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