Las tropas del Primer
Frente de Ucrania, que habían recorrido un largo y arduo camino hasta
Berlín, no se detuvieron mucho tiempo en la capital. Tras de atronar por
las calles con el estrépito de sus tanques, no tardaron en salir de la
ciudad. El torrente de camiones, automóviles, carros y columnas de
infantería de las barriadas, a pie, de Potsdam y Teltow torció hacia el
sur. En ese precipitado traslado de fuerzas se percibía algo alarmante.
La ancha autopista de
calzada doble Berlín-Dresden resultaba estrecha para el personal y el
material de guerra, pues por ella avanzaban no sólo las tropas, sino
también las interminables bandadas de ex cautivos del fascismo liberados
por el Ejército Soviético.
Por el cielo pasaban en
grandes formaciones los aeroplanos del Segundo Ejército Aéreo, que se
trasladaba a los aeródromos situados junto a las estribaciones de los
montes Sudetes. Los de nuestra división aterrizaron junto a Grossenhain,
el Estado Mayor, los aviadores y todos los oficiales se alojaron en las
pulcras villas de la limpia ciudad. Desde las ventanas de las
buhardillas se veía azulear las montañas en la lejanía.
Habíamos recibido la
misión de dar cobertura desde el aire al ejército de tanques de Rybalko
y a otras tropas nuestras que habían comenzado la campaña de liberación
de Praga. Las agrupaciones "Centro" y "Austria" de ejércitos alemanes
seguían manteniendo en sus manos gran parte del territorio de
Checoslovaquia.
Los radiotelegrafistas de
nuestros regimientos oyeron, apenas aterrizamos nosotros en Grossenhain,
la llamada de los patriotas praguenses pidiendo ayuda. En la noche del 5
de mayo, éstos se sublevaron contra los invasores fascistas alemanes.
Los tanquistas soviéticos fueron en su apoyo.
Hicimos servicios de
guerra varios días, pero contábamos con más frecuencia los aeroplanos
abandonados por los alemanes en los aeródromos que los que veíamos en el
aire. Las tropas soviéticas avanzaron rápidamente al sur. Tomaron Dresde
sobre la marcha y continuaron avanzando.
La pequeña ciudad en que
nos posamos no tardó en quedar en la profunda retaguardia y sumirse en
la calma de la paz. Habían quedado pocos habitantes. O quizás aún
temieran dejarse ver. Todos los talleres y tiendas estaban cerrados. En
la puerta de la fábrica, junto a la que yo me alojé, el emprendedor
dueño había dejado un previsor rótulo: "Bienes de Suecia". Para que no
hubiera ningún malentendido, coloqué a un centinela en la puerta de la
fábrica y le ordené que no dejara entrar ni salir a nadie.
Los combates de Sajonia y
del territorio de Checoslovaquia nos obligaron a los que nos
encontrábamos junto al Elba a olvidar temporalmente los festejos que
aguardábamos tras el victorioso asalto de Berlín.
El encuentro de nuestras
unidades y de las tropas aliadas, el cerco y la derrota fulminantes de
los residuos de las divisiones alemanas y todos los demás
acontecimientos hacían pensar en que Alemania debía declarar de un
momento a otro su capitulación completa, pero eso aún no se hacia. La
palabra "capitulación" significaba ya el fin de la guerra y debía
anunciar a todo el mundo que la Alemania hitleriana no existía ya, que
en el mundo comenzaba una vida nueva, que ya no volaríamos más para
combatir y exponernos a los proyectiles antiaéreos enemigos, que los
supervivientes de esta horrenda contienda podían decir: ¡Hemos quedado
vivos!
En la noche del ocho de
mayo se reunieron en mi casa todos mis compañeros de pelea. Nos bebimos
una copa y recordamos a los camaradas caídos. Andréi Trud entonó, al
compás de una guitarra, la canción predilecta de nuestro regimiento: "Pequeños
gavilanes". Coreamos con fogoso entusiasmo de combatientes el estribillo:
"Mañana por la mañana de nuevo al combate", si bien sabíamos que al otro
día no habría ya ningún combate en el aire.
Se recogieron en sus
alojamientos a eso de la medianoche. Yo me acosté y me dormí enseguida.
Entre sueños oí un tiroteo. Procuré entender, sin levantarme, qué sería.
El tiroteo aumentaba por momentos. Se oía muy cerca, y muy lejos también.
"¿Qué significa eso?", me interrogaba al tiempo de vestirme en la
oscuridad. ¿Será posible que haya topado con nuestra guarnición algún
otro grupo de alemanes errantes, al salir de un cerco? No debía ser eso.
¿Y si el tiroteo estuviera relacionado con la fabriquita de marras? Pues
yo había prohibido dejar entrar y salir a nadie. Probablemente alguno de
los dueños se había atrevido a llevarse por la fuerza sus bienes.
A. Pokryshkin. Desfile de la Victoria
en 1945
Lo incógnito siempre
inquieta y hace perderse en conjeturas. Miré con recelo las ventanas
abiertas de en par por si entraba alguna bala perdida. Haría muy poca
gracia caer bajo ellas, cuando hoy o mañana se declararía la paz.
Oí que se disparaba ya
con las ametralladoras instaladas en los aviones. ¡Sonó el estampido de
un cañón! En otro sitio, ya no en nuestra pequeña ciudad, le respondió
una pieza de artillería.
Un verdadero combate...
Por lo visto, eran muchas las fuerzas que salían del cerco. Podría ser
incluso un desembarco. Vaya con la capitulacioncita. Fui al teléfono,
iba a levantar el auricular, cuando, de pronto, sonó el timbre. Respondí.
— ¡Camarada jefe de la
división, la guerra ha terminado! —exclamó una voz juvenil—. ¡Es la paz,
camarada coronel! ¡La paz! ¡¡¡La paz!!! ¿Me oye?
— Te oigo, te oigo —respondí,
sintiendo que todo mi ser comenzaba a librarse de algo abrumador, pero
incorpóreo, que se percibía continuamente a lo largo de todos aquellos
interminables años de guerra—. Gracias...
Coloqué el auricular en
su sitio, exhalé un suspiro y me senté en una silla. Me daba cuenta de
que había llegado lo que todos esperábamos, sin la menor duda, de un
momento a otro. Y aun así, el efecto que me produjeron las palabras "la
guerra ha terminado, es la paz", era fuerte, enorme, anonadador.
¿Por qué, pues, yo
permanecía solo y en la oscuridad? Palpé el interruptor, encendí la
lámpara y me asomé a la ventana. El cielo estaba delineado por balas
trazadoras y estelas de cohetes. El fuego de armas de todos los tipos
iba en crecimiento. Yo también desenfundé la pistola e hice por la
ventana varios disparos a lo alto.
Sonó el teléfono. Me
felicitaron del 16 Regimiento. Se pasaban el micrófono de mano en mano.
Oí las voces de Fiódorov, Trofímov, Sújov, Beriozkin. Trud, Vajnenko...
y los felicité. Luego llamaron Abramóvich, Máchnev, Bobrov, Víliamson...
Logre ponerme al habla por teléfono con Utin y Krasovski y los felicité
a ellos también.
El tiroteo no amainaba.
Salí a la calle. Estrechaba la mano a todos los conocidos y desconocidos
que me topaba.
Poco después, casi todos
los aviadores y oficiales de la sección política y del Estado Mayor se
reunieron en mi casa. La alegría embargaba nuestros corazones. Teníamos
que compartirla con los amigos. Recordamos asimismo a los que no
llegaron a vivir hasta ese día, a los que no estaban ya con nosotros.
¡Cómo se hubieran alegrado ellos también!...
La noche, rasgada por las
salvas, fue diluyéndose imperceptiblemente hasta hacerse de día. El
magno Día de la Victoria.
El nueve de mayo y varios
días más de los siguientes, los aviadores de nuestra división cumplieron
aún misiones del mando de patrullar el cielo de Praga. Un día de
aquellos, Gólubev, que estaba de servicio en el aire, vio un aeroplano
alemán Dornier-217 que iba de oeste a este. Persiguiéndolo, le disparó
varias ráfagas preventivas, pero aquél prosiguió su vuelo, negándose a
aterrizar. Entonces Gólubev lo incendio y lo vio caer en las montanas.
Fue el último avión enemigo derribado por nuestra división.
Después de aquel vuelo de
servicio, se sacó la cuenta de todos los proyectiles y balas de cada
aeroplano. Dejaban de servir a la guerra.
A mediados de mayo,
nuestra división se trasladó de Grossenhain a la ciudad de Riesa, en el
Elba. Sobre toda nuestra vida se proyectaron allí los reflejos del
inextinguible esplendor de la Victoria, fiesta de todos los pueblos del
mundo. En los aeródromos quedaron sólo varios pilotos y mecánicos de
guardia; los restantes descansaban y se fueron de excursión a Berlín,
Dresde y Praga.
La capital de
Checoslovaquia nos recibió como hijos carnales. En las calles nos
rodeaban las multitudes, y las muchachas nos obsequiaban con flores y
sonrisas; los dueños de los restaurantes nos convidaban a probar sus
mejores platos y vinos, sin querer aceptar dinero alguno en pago. En
Dresde vimos espantosas ruinas bajo las que miles de habitantes habían
quedado enterrados en vida. Nos contaron que aquella bonita ciudad había
sido destruida por las bombas de los aliados unos días antes del
armisticio. El relato nos indignó. ¿Por qué lo habrían hecho?
En Berlín pasamos en
coche por las calles, estuvimos en el Reichstag, vimos las colas de
alemanes hambrientos delante de los puestos soviéticos de distribución
de rancho, contemplamos los monumentos, la catedral destruida y los
parques. Al no encontrar donde sentarnos para reconfortarnos un poco con
las raciones frías que llevábamos, salimos a las afueras, para hacerlo
en el campo.
Pasado Potsdam, detuvimos
los automóviles y nos sentamos en la hierba a almorzar. Apenas abrimos
las latas de conservas y cortamos rebanadas de pan, por los arbustos
asomaron varias cabezas rubias de niños. Sus caritas y la expresión de
sus ojos evidenciaban que no nos miraban por mera curiosidad.
Uno de nosotros se rió de
ellos, llamándolos pequeños boches e incluso disponiéndose a asustarlos;
pero otro lo detuvo:
— No volquemos en los
chiquillos el odio que les tenemos a los fascistas.
— Tienes razón.
— Estos no empuñarán las
armas contra nosotros ¡Han comprendido mejor que otros qué es la guerra!
Como sentíamos encima las
miradas de los chiquillos, ninguno podíamos comer. Los llamamos, y ellos
se acercaron confiados. Les pusimos en las manos rebanadas de pan y
conservas. Luego estuvimos un buen rato hablando de los huérfanos
alemanes y de quien los hizo desgraciados. Pensamos en la cantidad
inconmensurablemente mayor de infortunios que los hitlerianos habían
causado a otros pueblos, sobre todo a nuestra Patria.
Pensamos también en que
no se podía perdonar ¡Nunca! Estaba claro que muchos culpables se habían
escondido y procurarían escapar como cucarachas. Pero debían recibir el
castigo merecido ¡Tarde o temprano, pero completo!
Un jubiloso día de mayo,
estando nosotros en Riesa, vi cerca del local del Estado Mayor a dos
individuos con uniforme norteamericano. Cuando se acercaron, reconocí a
uno de ellos. Era... un amigo mío de la infancia, el uraliano
Pílschikov. No concedí la menor importancia al uniforme extranjero.
— ¡Konstantín!
— ¡Alexander! —exclamó
Pílschikov, corriendo hacia mí.
Me presentó a su
compañero, y éste, contento que Konstantín hubiese encontrado a quien
buscaba, no tardó en dejarnos.
Por la indumentaria que
llevaban e incluso por las caras que traían adiviné que los dos habían
estado prisioneros en la zona norteamericana. Mientras caminamos hacia
mi casa, Konstantín me fue contando que lo derribaron en Prusia
Oriental, que lo liberaron del cautiverio los norteamericanos, que lo
detuvieron luego en Leipzig, lo uniformaron, se disponían a llevárselo
con ellos, que él se evadió con su compañero, que me venía buscando...
Yo lo escuchaba, lo miraba, apuesto y bajo de estatura, flaca la cara y
hundidas las mejillas, contemplaba la boina norteamericana que llevaba,
y a quien veía era a mi leal amigo de la escuela militar.
Habíamos estudiado juntos
trece años antes. Yo llegué a Perm con el mandato del Comité del
Komsomol para hacerme piloto. Lo mismo que a otros muchachos que soñaban
con las alas, tuve poquísima suerte: aquel otoño se cerraba en dicha
escuela la sección de vuelos y dejaban sólo la de mecánicos de aviación.
¡Así estaban las cosas! En lugar de pilotos, seríamos mecánicos. Los
admitidos nos vimos ante un hecho consumado. La mayoría recibió el
cambio en silencio, pero algunos empezamos a escribir peticiones. Entre
los pertinaces nos encontrábamos el uraliano Konstantín Pílschikov y yo.
Al recibir las
peticiones, el jefe de la escuela comenzó a llamarnos para hablar con
nosotros. Nos explicaba la situación, procuraba convencernos de que
desistiéramos de ser pilotos, y las filas de los porfiados fueron
menguando visiblemente. Cuando quedamos ya muy pocos, nos impuso, por
tercos, varios servicios fuera de turno, y nosotros nos resignamos
también con nuestra situación.
Konstantín dijo que, de
todas las maneras, él volaría. Eso me impresionó mucho, y la el objetivo
en común nos hizo muy amigos. En la escuela fuimos entusiastas del
círculo de vuelos a vela. Arrastrábamos casi todos los días un planeador
por el campo para "elevarnos" aunque sólo fuera una vez, y aún
dedicábamos más tiempo a arreglar los viejos aparatos. Nos pasábamos
todos los domingos en los talleres cepillando, reforzando, pegando y
pintando algún planeador con tal de remontarnos por los aires.
Avión de la división de Pokryshkin
aterrizando en la autopista que servia de aeródromo
Konstantín y yo andábamos
siempre juntos. Y si alguno de los dos hacía algo malo, se pensaba que
la culpa la teníamos los dos. Esa opinión arraigó sobre todo después de
un caso bastante gracioso.
Durante el primer
invierno de nuestra vida en la escuela militar, Konstantín y yo nos
distinguimos en las carreras con esquís y fuimos incluidos en el equipo
de la Región Militar de los Urales que iba a participar en las
competiciones de todo el ejército. Después de una carrera de cincuenta
kilómetros con dotación completa y tiro de fusil al blanco, volvimos
cansados al cuartel, nos quitamos las guerreras y nos pusimos a limpiar
los fusiles. Durante esta labor nos molestaban mucho las mangas de las
camisas interiores, demasiado grandes, que nos habían dado después del
baño. Nos arremangábamos, pero las mangas se nos bajaban continuamente.
Limpiando con un trapo pequeño el
cerrojo. Konstantín echaba pestes contra el tacaño furriel, que nos
había dado muy pocos trapos.
— Escucha, Konstantín, tengo una idea.
Trae unas tijeras. Vamos a resolver ahora con mucha sencillez los dos
problemas.
El aeródromo de las cercanías de la
ciudad de Elze (Alemania)
No tardó en encontrar
unas tijeras, y nuestros dolores de cabeza se acabaron. Pero la
operación no pasó inadvertida. Por la noche, en cuanto nos acostamos, el
guardia nocturno nos hizo levantar urgentemente y nos dijo que nos
presentásemos al furriel.
— ¡Quitaos las guerreras!
—nos ordenó.
Detuvo amenazador la
mirada en las mangas acortadas.
De nada nos valió el
justificarnos: fuimos a parar al calabozo.
En nuestra compañía nadie
quería al furriel porque era muy mezquino y soberbio con nosotros y
adulón con los jefes. Todos nos alegramos mucho cuando nos lo quitaron.
La última vez que vi a
Konstantín fue en 1934, cuando cada cual nos fuimos a la unidad donde
nos destinaron. Luego, al cabo de unos años me enteré de que se había
hecho piloto y mandó en los Frentes un regimiento de aviación durante la
guerra.
¡Konstantín Pílschikov,
mi amigo de los dorados años juveniles, que entrase sin temor en mi
casilla junto al Elba! ¿Cómo pudo siquiera pensar que, al venir él
vestido con uniforme extranjero, yo no lo reconocería? Que se lo quitara
y se pusiera una guerrera y unos pantalones míos, pues ni aun el número
de estrellas en las hombreras tenía que disminuir.
Encontré para mi amigo
todo lo que necesitaba: ropa, comida y cálidas palabras. Las
conversaciones y recuerdos me evocaron los años inolvidables, años de
tenaz afán de saber, de bizarros artificios e ímprobo trabajo en aras
del sueño dorado.
Konstantín estuvo conmigo
un solo día. Le ayudé a llegar a la ciudad donde tenía que tomar el tren.
Tenía prisa por volver a su casa, a la Patria. Allí aún no sabían nada
de lo que le había pasado.
Los relatos de Pílschikov
sobre la vida llevada en el campamento de prisioneros y del intrincado
camino que hubo de seguir custodiado por centinelas me hicieron pensar
en Babak y en la suerte que él habría corrido. ¿Dónde podría estar? Si
vivía, ¿cómo dar con él? De seguro que también a él después de liberado,
lo conducían bajo la severa vigilancia de centinelas armados,
obligándole a dormir en el suelo en campamentos de etapas.
Por las carreteras de
Alemania pasaban a la sazón numerosas columnas de ex prisioneros de
guerra y población civil liberados de las zonas occidentales. Antes
tampoco dejaba pasar una sola columna de ésas sin preguntar yo si había
en ella algún aviador. Una vez me comunicaron en Riesa que un individuo
formado en una larga hilera de prisioneros de guerra gritó a unos
aviadores que pasaron en dirección opuesta: "¡Decidle a Pokryshkin que
Babak está en Checoslovaquia!"
El llamamiento del
piloto, que me llegó por tercera boca, no había perdido su trágico
sentido. Un domingo tomé un coche y me puse en camino, acompañado por
Trofímov y Sújov, en busca de Babak.
En Checoslovaquia
recorrimos varios campamentos y preguntamos por nuestro piloto. En
algunos ni se molestaban en responder a nuestras preguntas. Otros jefes
de escoltas, al ver mis hombreras y las estrellas de oro en mi pecho, me
confesaban sinceramente que entre los custodiados por ellos no figuraba
ese capitán Héroe de la Unión Soviética. Al caer la tarde, fuimos a otra
etapa más. El centinela que guardaba la puerta de la alambrada nos cerró
el paso. Llamamos al jefe.
— Aviadores hay, sí —nos
participó brevemente—. Uno de ellos nos tiene hasta la coronilla con sus
insistencias. Se hace pasar por Héroe de la Unión Soviética. ¡Está muy
vista la gente como él!...
— Déjele salir para que
lo veamos —le rogué.
El jefe nos hizo pasar a
su residencia y se fue no sé donde.
Babak se presentó en el
umbral. Estaba cubierto de andrajos, flaco y extenuado, con postillas
negras de quemaduras en la cara. Al vernos, se abalanzó hacia nosotros,
pero el jefe de los guardianes le cerró el paso.
— ¡Atrás, ciudadano! —gritó.
Babak se detuvo. En los
ojos le brillaron lágrimas.
Nosotros nos acercamos a
el y lo rodeamos.
El jefe de los guardianes
se calló.
— Me llevo al capitán
Iván Babak a mi unidad —le dije—. Yo no se dónde estuvo usted durante la
guerra, pero no se le nota que haya peleado con el fusil en la mano o en
un tanque, mientras que él ha derribado más de treinta aviones. ¡Se ha
merecido el amor de todo el pueblo!
Pese a todo, nos llevamos
a Babak. Por el camino vino contándonos lo que le pasó entonces, en el
aire. Intentó llegar a la línea del frente y cruzarla con el avión
incendiado. Las llamas lo cegaban y le abrasaban la cara y las manos. El
comprendía ya que no podría aterrizar y saltó del avión con toda
seguridad de que se hallaba en territorio nuestro. Pero en el suelo lo
capturaron presto unos soldados alemanes. Enfermo y con la cara abrasada,
fue internado en un campamento. Le hacían las curas los propios
prisioneros con lo que tenían a mano.
Escuchábamos a Iván Babak
y nos alegrábamos de que viniera a nuestro lado, de que corriéramos
juntos en un cómodo y raudo Horch y de que en derredor verdeasen los
campos, floreciesen los árboles y exhalase su halo la primavera, la vida.
Recordábamos que se había dado curso al expediente de presentación de
Babak para el título de dos veces Héroe de la Unión Soviética y
estimábamos que su suerte sería ya venturosa: le adjudicarían ese alto
título bien ganado, y las penas y sinsabores se irían olvidando poco a
poco... Se nos ofrecía un campo inabarcable de vida y trabajo. ¡Pues
éramos jóvenes!
En Moscú comenzó un
período de recepciones, fiestas y preparación para el Desfile de la
Victoria. Desde la capital se había llamado a gente de todos los Frentes.
Yo dejé a mis amigos en la ciudad del Elba para tardar mucho en reunirme
con ellos. Ya no metía prisa la guerra, ya no apremiaban las ofensivas.
La vida, tan querida, tan inconcebiblemente hermosa, arrancada por
nosotros de las garras de los conquistadores, nos llamaba a las proezas,
a las alegrías, al fervor. |