MARK GALAI es autor de dos libros: Sorteando
barreras invisibles (de las notas de un piloto probador),
publicado por la Editorial La Joven Guardia en 1960 y Probado por
el tiempo, publicado por la misma Editorial en 1963. En el
presente volumen se incluye un fragmento del segundo libro de Galái.
EL CIENTO VEINTICUATRO
Una inmensa nave a reacción rueda lentamente
hacia la línea de despegue; las turbinas giran a pocas revoluciones.
Va a remontar el vuelo por primera vez. El primer vuelo de un nuevo
avión experimental es lo más interesante que puede tocarle en suerte
a un piloto probador. ¡Sobre todo si es el primer vuelo de un avión
como éste! Ni la industria de la aviación nacional ni extranjera
había construido aún aparatos de semejantes peso y magnitud. De
ponerlo de costado, como en un viraje sobre el ala, de manera que un
extremo del plano de sustentación se apoye en el suelo, el otro
extremo estará a la altura del tejado de una casa de doce o trece
plantas.
Acabamos de estrechar la mano al jefe de la
estación de vuelos experimentales, al ingeniero que dirige las
pruebas, al adjunto del ingeniero jefe y a muchos otros amigos
nuestros: nos despiden decenas de personas. Aún serían muchos más si
no temieran "estorbar"; sólo por eso, cuantos no tienen una relación
directa con el vuelo del nuevo aparato, se mantienen
demostrativamente a un lado.
Durante el rodaje pruebo los frenos y el timón
de deriva, pongo los flaps en posición de despegue, y voy atento a
las indicaciones de los aparatos de a bordo. Todo marcha "como un
reloj".
Desde la cabina del piloto, puesta como nido de
golondrinas en la misma proa del avión, se ve, como desde un balcón,
la pista de despegue, que se prolonga varios kilómetros, y el campo
nevado de aviación con decenas de aeroplanos por sus extremos.
Ninguno de ellos se dispone a volar ahora: el cielo de la zona de
pruebas está despejado para el nacimiento de otro hermano más de
ellos.
Desde el extremo opuesto del campo de aviación,
entre la neblina de la helada, se vislumbran los contornos de los
hangares del Instituto, que me fue familiar un tiempo, Instituto en
el que trabajé catorce años, sin duda los mejores de mi vida...
Por más que ahora no es tiempo de evocaciones
líricas. Llegamos al lugar de despegue.
Tras dar la vuelta a lo largo del eje de la
pista de despegue y sujetar el aparato con los frenos, probamos por
última vez uno tras otro, al máximo de revoluciones, los cuatro
potentes motores.
Las indicaciones de los aparatos de a bordo son
normales. A oído parece que también está todo bien (los aparatos de
a bordo, claro es, son imprescindibles, ¡pero en la aviación hace
también falta un oído tan bueno como el musical!). Por si acaso,
vuelvo la cabeza hacia el ingeniero de a bordo Lopujov, viejo amigo
mío, con quien la fortuna me ha reunido de nuevo a bordo de una
misma nave:
- Konstantín, ¿qué te parece?
- Que todo va bien. Se puede despegar.
- Está bien... Y en la popa, ¿qué tal las
cosas?
En los auriculares del casco suena la sosegada
voz de Sokolov, observador de popa, el único miembro de la
tripulación que ve con sus propios ojos partes tan importantes del
avión como son los bordes de salida de las alas, el timón de
profundidad y los motores.
- Perfectamente, mi jefe. Las eyecciones son
buenas. Los flaps están en posición de despegue. No tengo nada que
objetar.
Paso a la radiocomunicación exterior y pido al
puesto de mando permiso para despegar. El dirigente de los vuelos no
puede expresarnos sus votos, lanzando directamente al éter un texto
sin cifra, de que nuestro primer vuelo en este aparato sea feliz. Lo
coartan las rígidas reglas de la radiocomunicación, y sólo puede
poner el máximo calor en la voz, que conocemos bien, al pronunciar
las secas palabras reglamentarias:
- Cuarto, soy la Tierra; permitido el despegue.
Debido al funcionamiento de los motores al
máximo de revoluciones, trepida todo el cuerpo del enorme avión.
- ¡En marcha!...
Sueltos los frenos, la nave aérea arranca del
sitio, y, cada segundo que pasa, aumenta su velocidad y avanza"
rauda. Las losas de la pista de hormigón forman una centelleante
cinta continua.
Veo con el rabillo del ojo a un pequeño grupo
de personas cerca de la pista de despegue, enfrente del lugar en
que, según los cálculos, debemos desprendernos de la tierra.
El avión alza suavemente la proa... Un segundo
más... Otro... Y se extingue el menudo temblor que las macizas
ruedas del tren de aterrizaje producen al correr por el hormigón,
temblor que se distingue incluso en medio del estrépito y
trepidación de los motores en funcionamiento... Se siente con todo
el cuerpo cómo, al impetuoso avance del avión, se agrega un ligero
movimiento ascendente, apenas perceptible, como un soplo...
¡Estamos en el aire!
Noto, de manera casi subconsciente, que nos
desprendemos de la tierra precisamente enfrente del grupo de
personas que están a un lado. No va mal: desde el primer instante
del vuelo empiezan a recibirse confirmaciones de que los cálculos
son acertados. ¡Quiera Dios —o quien sea, en su lugar- que recibamos
el mayor número posible de confirmaciones de ese género!
Mas no, en la aviación no sucede así. Al menos
durante los primeros vuelos de los nuevos aviones.
Apenas mi exigente subconsciente tiene tiempo
de dirigir al destino tamaña solicitud indecorosa, cuando su hermana
la conciencia, más sensata, registra la primera desviación, muy
seria, de la norma.
Al despegar, el aparato empieza a empinar
enérgicamente la proa: a encabritarse. Si se le deja, perderá
velocidad y caerá. ¡Hay que hacerle bajar a toda costa la proa! Pero
es más fácil decirlo que hacerlo.
¿Qué diablos pasa? Este encabritamiento me
persigue desde los primeros vuelos. Así sucedió con el MiG-9, primer
avión a reacción de nuestra industria aeronáutica; lo mismo se
repite ahora. Con la única diferencia que ahora tengo en las manos
una nave que supera al MiG-9 en peso y masa -y, por tanto, en
inercia- ¡en decenas de veces! No reacciona inmediatamente a las
manipulaciones del piloto, no bien toca éste la palanca, como una
caza, sino con lentitud, sin apresurarse, como si "reflexionase"
antes. En un aparato pesado es mucho más difícil corregir cualquier
desviación, ¡sobre todo una pérdida de velocidad!
Procuro corregir la perversa tendencia de la
desmandada nave a encabritarse, y empujo el volante con todas mis
fuerzas.
Pero el recorrido del volante no es ilimitado;
un poco más, y dará en el tope, delante del tablero de los aparatos
de a bordo: el timón de profundidad estará en su posición más baja.
Y el avión sigue encabritándose. Verdad es que algo más despacio que
en el primer momento en que despegó del suelo, ¡pero sigue
encabritándose!
Y en el mismo instante (vieja regla: ¡la
desgracia nunca viene sola!), entre el estruendo de los motores en
marcha se oye un seco chasquido: un9 de los motores se ha parado.
¡Se ha parado indecorosamente en el momento menos apropiado para
ello!
Los manipuladores de la puesta en marcha están
donde el segundo piloto. Quiero mandarle que ponga rápidamente en
marcha el motor, pero no me da tiempo. N. Goriáinov, el segundo
piloto, que hace unos años nada más ha terminado los estudios en la
escuela de pilotos probadores, pero ya ha ganado prestigio por su
excelente técnica de pilotaje, tenacidad en los vuelos y valentía,
hasta excesiva a veces, está ya operando: mueve las palanquitas de
unos interruptores, oprime unos botones y, poco después, da parte:
- El tercer motor está en marcha y a las mismas
revoluciones que los otros.
¡Me imagino con qué desgana se habrá distraído
Goriáinov para poner en marcha el motor que fallara tan
inoportunamente, pues él veía tan bien como yo este creciente
encabritamiento del diablo y comprendía con claridad cómo acabaría
irremediablemente si no se vencía en los próximos segundos!
Se dice pronto, vencerlo. Mas, ¿cómo?
El volante ya está avanzado hasta el tope. Si
se repliega el tren de aterrizaje, todavía será peor: desplegado,
aún da, aunque sea pequeño, cierto momento de picado. ¿Los flaps?
Quién sabe: pueden ayudar y, por el contrario, pueden acentuar las
tribulaciones; en todo caso, no estamos para experimentos.
Al parecer, no queda más que un recurso:
disminuir la impulsión de los motores.
A primera vista parece completamente absurdo.
En cada despegue, máxime en el del primer vuelo de un avión
experimental, el piloto procura, ante todo, alcanzar gran velocidad
y alejarse de la tierra, asegurándose así las debidas estabilidad,
manejabilidad y libertad de maniobra. Por eso también deben
funcionar a todo gas los motores hasta alcanzar una altura de varios
centenares de metros por lo menos. Por tanto, resulta más que
extraño disminuir los gases en respuesta a la amenaza de... ¡pérdida
de velocidad!
Todo eso es justo, en general. ¡Más no ahora!
No es tiempo de tomar resoluciones
estereotipadas: no tengo a mi disposición métodos "legales" de
influir en la nave. Probaré los extralegales.
Hace diez años, cuando en el MiG-9 se me rompió
un empenaje, logré sustituir el efecto del timón de profundidad
alterando el tiro de los motores. Ahora, gracias a Dios, no hace
falta sustituir el timón: bastará con que el "juego" del tiro de los
motores le ayude algo.
Con la mano izquierda recojo suavemente los
gases. Se nota que la velocidad disminuye. Percibo con todo el
cuerpo cómo desaparece la tendencia del avión a avanzar, cómo la
impulsión se aminora. El encabritamiento disminuye a todas luces,
pero... simultáneamente se pierde velocidad. Toda la cuestión
consiste en qué prevalecerá.
Unos segundos más de "cavilaciones" de la
enorme nave... Y su proa empieza a descender lentamente.
Estabilízase también la velocidad...
¡Parece que hemos vencido!
No, aún no hemos vencido del todo. Para vencer
el encabritamiento he de aminorar la impulsión de los motores mucho
más de lo que esperaba. No está claro si será suficiente la poca que
resta para efectuar el vuelo sin perder altura. ¡No tenemos altura
para perder! Los campos nevados y las arboledas de los alrededores
del aeródromo pasan raudos muy cerca de nosotros, pues volamos a
unas decenas de metros nada más por encima de ellos.
Preciso con dos o tres movimientos más de las
palancas de los gases las revoluciones de los motores, y todo queda
en su sitio: la nave, expulsando con un susurro los chorros de
reacción de los motores a pocas revoluciones, vuela estable,
tomando, mejor dicho, "arrebañando" cada segundo medio metro o un
metro de altura. Vuela a una velocidad muy modesta, con el volante
avanzado casi hasta el tope, ¡pero vuela!
Lanzo una mirada al cronómetro. Desde que
empezamos la carrera del despegue han transcurrido poco menos de dos
minutos.
Volvemos a aproximarnos al aeródromo,
describiendo un amplio círculo sobre sus alrededores y alcanzando
finalmente la altura requerida de quinientos metros. El uniforme
borde inferior de los estratos se extiende casi encima de nosotros.
Por algunos sitios, a los lados, inclinadas columnas
semitransparentes de nevadas aisladas infringen el invernal paisaje
negro-blanco.
Sobre el blanco fondo de los campos que rodean
el aeródromo, las limpias pistas de hormigón gris oscuro destacan
como rieles de acero negligentemente arrojados por alguien y caídos
en forma de equis sobre la nieve.
En la cabina se crea una tranquila atmósfera de
trabajo.
De tiempo en tiempo se oye en los auriculares
algo así como el bordoneo de una abeja. Es el ingeniero Tsarkov, que
conecta los aparatos registradores: en el primer vuelo son valiosas
todas las anotaciones. Preguntan desde tierra:
- ¿Cómo va?
Respondemos:
- Normalmente.
Es verdad; ahora todo marcha, en efecto,
normalmente, de no contar el volante avanzado casi hasta el tope y,
como consecuencia, nuestras posibilidades, muy limitadas, de
aumentar la velocidad y tomar altura. Mas ya no tenemos necesidad de
elevarnos más. Ahora no nos queda más que descender... A propósito,
ya va siendo hora.
Estamos en la última recta. Bájanos los flaps y
establecemos la velocidad recomendada por el cálculo.
- Parece que la velocidad es algo grande. Nos
quedaremos muy largos -objeta Goriáinov.
Presiento lo mismo. Pero, al aterrizar con un
aparato que aún no ha tomado nunca tierra, no me arriesgo a oponer
mi intuición a la conclusión escrita de un organismo científico muy
competente, y me aproximo a tierra manteniendo cuidadosamente,
kilómetro tras kilómetro, esa velocidad recomendada.
La "ciencia" nos deja en mal lugar por esta
vez. Según comenta luego Kostia Lopujov, pasamos "cantando" de largo
el empiece de la pista de aterrizaje, dejamos atrás a la intranquila
muchedumbre que nos está esperando y aterrizamos con serio "marro"
después de soltar yo el paracaídas de freno. ¡Prueba a determinar
cuándo hacer caso a la "intuición de vuelo" y cuándo a las frías
cifras del imparcial cálculo! Para no salimos del trecho que nos
queda de pista, he de apretar bien los frenos. Y, como es de
esperar, puesto que los frenos nos hacen tanta falta, en el sistema
hidráulico se rompe algo, y los frenos fallan en el acto y por
completo. Menos mal que ha quedado en buen funcionamiento el sistema
de frenado de urgencia. Sólo con él paramos la mole de nuestra nave
cerca del fin de la pista.
¡Hemos acabado! El primer vuelo está ejecutado.
Y, en general, con éxito.
Sí, sí, cómo no, ¡con éxito! Pese a todas las
complicaciones ocurridas en el vuelo, ha quedado establecido que el
aparato despega, aterriza y da libremente los virajes en el aire,
que casi todos los sistemas funcionan normalmente y, lo principal,
tras realizar algunos trabajos pequeños y sencillos, los vuelos se
podrán seguir según el programa. Para eso no hace falta otra cosa,
en el fondo, que cambiar algo (las anotaciones de nuestro vuelo
dirán exactamente en cuánto) la posición del estabilizador para
eliminar la tendencia al encabritamiento, reforzar los tubos del
sistema hidráulico y regular mejor los mecanismos automáticos del
tercer motor.
¿Y nuestras aventuras? Tal vez no haya estado
mal que ocurran en el primer vuelo. ¡Menos fundamento quedará para
esperar sorpresas del aparato en el futuro!
En efecto, adelantándonos, podemos decir que
así precisamente ocurrió luego. La nave de este tipo, obra de un
conjunto grande y de talento, dirigido por el insigne ingeniero
aeronáutico soviético V. Miasíschev, pasa con éxito todas las
pruebas, se fabrica en serie durante varios años y se granjea el
amor y la confianza de todos los pilotos militares que empuñan su
volante.
En mi cartilla de vuelo queda inscrita, en la
columna "Tipos de aparatos", con el número ciento veinticuatro.
* * *
Ciento veinticuatro tipos...
¡En qué aparatos no habré tenido que volar!
Ha habido entre ellos aviones, planeadores y
helicópteros.
Han pasado por mis manos -bien es verdad que
con mucha menos frecuencia de lo que yo deseara- aparatos
experimentales únicos. Ha habido también otros, fabricados en serie,
probados ya por alguien antes de volar yo en ellos y caídos en mis
manos para hacer algunas investigaciones complementarias.
Algunos de ellos, como el caza a reacción MiG-9,
por ejemplo, o el bombardero superpesado a reacción, de cuyo primer
vuelo acabamos de contar, han ocupado con derecho un lugar destacado
en la historia de nuestra aviación. Otros, por el contrario,
desaparecieron de su horizonte, habiendo pasado apenas fugazmente
sólo en el ejemplar de prueba, que defraudó las esperanzas puestas
en él.
En algunos aparatos he volado centenares de
horas, mientras que en otros he hecho un solo vuelo, las más de las
veces para dar una calificación de sus propiedades de pilotaje.
Entre esos 124 tipos ha habido aparatos
apacibles, sin malicia, sencillos de pilotar. Ha habido también
"tigres" que, para domarlos, se sudaba la gota gorda.
Ha habido aparatos bastante feos, y otros han
sido muy bonitos. A propósito, vengo notando hace mucho tiempo que
un aparato bonito, que alegra la vista con sus líneas, suele,
además, volar bien. Creo que este fenómeno, casi místico a primera
vista, tiene su explicación plenamente racional: a juicio mío,
ocurre precisamente a la inversa: un aparató que vuela bien empieza
a parecemos "bonito". Lo estético se forma en este caso por influjo
de lo racional...
Entre los tipos de aviones que he volado ha
habido algunos que me han enseñado mucho. Ha habido otros que,
después de volar en ellos, no me han dejado sentir aumento
perceptible alguno de mi experiencia: volaba en ellos, y en eso
quedaba todo. Por más que, en honor de la verdad sea dicho, aparatos
de ésos -que no me enseñaron nada- me salieron principalmente, no sé
por qué, al principio de trabajar como piloto probador. Unos años
después desaparecieron misteriosamente: cada aparato siguiente ha
enriquecido sin falta de algún modo mi experiencia, mis
conocimientos, las opiniones que me había formado. De manera que,
tal vez, no todo consistiera en los aviones nada más...
No he mencionado por casualidad las opiniones
que me había formado. Sin esas opiniones, particularmente sin una
firme concepción acerca de "qué está bien y qué está mal", no
encontrará uno el camino acertado en nuestra profesión.
Tomemos, por ejemplo, el problema, al menos, de
los aviones denominados "rigurosos", como el R-í, de reconocimiento,
o el caza 1-16, de los que se decía en su tiempo, con entusiasmo:
- ¡Esos sí que son buenos aparatos! En ellos
hay que volar con tiento: por poco que se exceda uno de meter el
pedal o tirar de la placa, ya se puede despedir, ¡se viene abajo! Ni
que decir tiene que en ellos aprendió a volar como es debido toda
una generación de pilotos...
En efecto, de la persona que hubiese aprendido
a volar bien en uno de esos aparatos se podía decir con toda
seguridad: "¡Es un buen piloto!"
¡Pero cuánta gente, que carecía de ese talento
(o, lo que era una verdadera lástima, aún no lo había adquirido),
pereció, al dar con uno de los famosos "rigores" de esos aviones
caprichosos por demás!
El avión no debe requerir de quien lo pilote
tanta atención y entrenamiento como, pongamos por caso, la profesión
de acróbata o malabarista. Y, en este caso, no se trata simplemente
del carácter relativamente "masivo" de la profesión aviatoria, en
comparación con la de los artistas de circo, sino, ante todo, en
que, para el aviador, el pilotar no es un fin. La mayor parte de su
atención debe quedar libre para ejecutar conscientemente otras
funciones, que son, en el fondo, las que motivan el vuelo.
Los pilotos probadores que ponen a punto, con
arreglo al nivel de su maestría, digamos, "a su gusto", y, por si
eso fuera poco, en condiciones de vuelo "de deporte y
entretenimiento", las cualidades de pilotaje de los aeroplanos que
pasan por sus manos, hacen un flaco servicio a nuestra aviación.
Cuando en un aparato, puesto a punto de tal guisa, sube un joven
piloto recién salido de la escuela, y no un probador, y se remonta
en él a reñir un combate real, duro y, a veces, desigual, y no a la
zona de entrenamiento, a ejecutar figuras de acrobacia aérea, las
virtudes que se adjudican a ese aparato tórnanse a menudo en
defectos. Efectivamente, sin concepciones "firmes" no pone uno a
punto un aparato.
Son pocas las cosas que coadyuvan tanto a
formar esas concepciones como la experiencia de los vuelos en
diversas condiciones, en cumplimiento de distintas tareas y, ante
todo, en aparatos de diferentes tipos. De modo que "coleccionar
tipos" no es, ni mucho menos, un deporte o una pasión de
coleccionista, como se piensa a veces.
El número de tipos volados es algo así como el
pasaporte de un piloto probador.
No es posible, claro está, medir la fina y
diversificada calificación de un piloto sólo por una cifra, aunque
sea muy peculiar. Eso sería muy cómodo, demasiado cómodo, para
valorar y distribuir al personal volante.
Pero el número de aviones volados da,
indiscutiblemente, una primera impresión, una impresión "aproximada"
de la fisonomía del probador, de la misma manera que el número de
vuelos de combate ejecutados caracteriza la madurez del piloto
militar, y el número de horas de vuelo por líneas aéreas, la del
piloto civil.
Entre los probadores soviéticos hay muchos que
han pilotado más de cien aparatos de distintos tipos. Son Kokkinaki,
Ribkó, Shiyánov, Anojín, Stefanoski, Niújtikov, Antípov y otros.
Por cierto que, después de haber pilotado
treinta o cuarenta aparatos, cada uno de los siguientes recuerda sin
falta, en cierto modo, alguno de los precedentes, y cada vez le va
resultando a uno más y más fácil pilotarlos.
Pero jamás está garantizado ningún piloto
contra un "fallo" casual.
Hace muchos años, cuando éramos aún pilotos muy
jóvenes, un amigo me contó un vuelo que había realizado en un
bimotor de bombardeo a gran distancia:
- El aparato tomó carrera, despegó, pensé que
ya estaba todo bien, que todas las complicaciones habían quedado
atrás: sabía que lo difícil de aquel aparato era el despegue; en lo
demás se comportaba bien. Era ya tiempo de cambiar el paso corto de
las hélices por el largo. Levanté la mano izquierda de las palancas
de los gases; tomé la del paso de las hélices y la empujé con brío.
En el mismo instante... ¡me hundí en el fondo de la cabina! No veía
nada. El volante había quedado por encima de la cabeza... -dijo el
narrador, levantando las manos para mostrar cómo se sujetó al
volante, que "había quedado por encima de la cabeza"-. ¿Qué hacer?
Tiré con movimiento reflejo de esa palanca para volverla a su
posición de antes... ¡y me vi en el acto subido! Miré en derredor
con ojos de asombro, y me pareció que todo iba bien, pues había
estado "ausente", de seguro, unos dos o tres segundos, de manera que
en aquel tiempo no pudieron haberse operado cambios de
importancia... ¿Qué había ocurrido? Sencillamente: había juntas dos
palancas: la del paso de las hélices y... la del regulador de altura
del asiento. Me equivoqué de palanca, y yo mismo bajé el asiento
hasta el fin. Eso fue todo.
Esta divertida historia, contada con mucha
gracia por el protagonista, se la hacían repetir multitud de veces y
figuraba invariablemente en el repertorio de las novelitas cómicas,
debido, seguramente, a su "feliz desenlace" clásico (como lo
requieren las obras de este género).
En la aviación también se suelen coleccionar
sucesos cómicos. Y no sólo por ganas de regocijo. De ellos también
se sacan consecuencias tan útiles como de cualesquiera otros
sucesos.
La primera conclusión que dimana del caso
referido es clara: el piloto debe conocer a la perfección su cabina.
Es algo que afirmará cada aviador. Mas el piloto probador agregará
sin falta que, al distribuir los mandos y aparatos de a bordo en la
cabina, en modo alguno se deben colocar dos palancas parecidas, pero
de distinta designación, una al lado de la otra.
Al remontar el vuelo en un aparato nuevo, se
debe conocer sin falta su "talón de Aquiles". Lamentablemente, lo
tienen -al menos al principio de las pruebas- casi todos los
aparatos. En unos se manifiesta en una inesperada e impetuosa
tendencia a entrar en picado cerca de la velocidad sónica; en otros
es un brusco hundir la proa debido a los desmesurados movimientos
del volante, estando bajados los flaps; en los terceros es un
enérgico e incontenible encabritamiento con la subsiguiente pérdida
de velocidad y desplome al cruzar la turbulencia de la agitada
atmósfera.
A primera vista resulta paradójico; pero, si se
reflexiona, es completamente lógico que esas "arrancadas" sean
particularmente peligrosas en los aparatos apacibles y dóciles, que
se manejan con facilidad y ligereza. Precisamente en virtud de esa
falta de malicia de semejantes aparatos, el piloto se acostumbra a
tener plena confianza y se queda atónito cuando el aeroplano le
presenta pérfidamente su sorpresa, aunque sea la única (¡más no hace
falta!).
De seguro que la principal preocupación del
piloto probador es encontrar "el talón de Aquiles" de cada nuevo
aparato. ¡Buscarlo y encontrarlo cuanto antes! Y lo mejor de todo,
durante las pruebas del primer ejemplar experimental.
A propósito, esa labor podrá realizarla antes
la persona que tenga experiencia de vuelo en aparatos de muchos
tipos.
* * *
Nuestra oficina de diseños es "joven", cuenta
sólo con varios años de existencia, pero ocupa ya un lugar bastante
notable en la aeronáutica nacional, y en la mundial también. Mi
futuro "ahijado" -el avión cuyo primer vuelo he referido- está
todavía en los planos cuando se eleva al espacio su precursor, el
primogénito de la familia de aviones superpesados a reacción, de
tamaño y peso algo menores. Hace el primer vuelo en él uno de
nuestros "lobos del aire" más viejos, Fiódor Fiódorovich Opadchi,
hoy Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito de la
URSS. De este piloto se habló por primera vez antes aún de la Gran
Guerra Patria, cuando ejecutó inteligente y audazmente una serie de
vuelos en picado, nada corrientes, en un bombardero pesado
absolutamente inadecuado, según el proyecto, para esa clase de
vuelos. Los años de la guerra no transcurrieron sin dejar huella en
él: le proporcionaron mayor experiencia, una calificación aún más
alta, y….las manos quemadas hasta los huesos. Ya a fines de los años
cuarenta le ocurrió un caso rarísimo en la historia de la aviación:
volando en un pesado aeroplano experimental, se le pararon, como
obedeciendo a una voz de mando. .., ¡los cuatro motores! Y se las
apañó, maniobrando hábilmente entre los obstáculos con el pesado e
inerte aparato, para aterrizar felizmente en un campo llano, casi el
único apropiado para tomar tierra en todo el distrito.
Cuando yo llegué a la "compañía", él estaba
terminando ya, en lo fundamental, las pruebas de su pesado aeroplano
a reacción.
Pero, como siempre ocurre en esos casos, fueron
quedando por atar múltiples "cabos", las más de las veces pequeñas
cosas secundarias sin terminar, las cuales, sin embargo, habíase de
eliminar obligatoriamente. A esa obra me incluyeron, para empezar.
El primer "cabo" que me encomendaron atar se
llamaba vuelos nocturnos:
Podría parecer que no hay necesidad de probar
especialmente un avión en vuelo nocturno. En efecto: de noche el
aparato sigue siendo el mismo que de día, y el aire también; qué más
dará, cabe preguntar, para un avión, cuándo volar: de día o de
noche.
Es claro que para el avión tanto da lo uno como
lo otro. Pero está muy lejos de ser igual para el piloto. A pesar de
todo, el principal órgano de los sentidos del hombre, por el que
juzga de su posición en el espacio, es la vista. Para volar, uno
tiene que ver a dónde vuela. Incluso en el vuelo sin visibilidad,
rigiéndose uno por los aparatos de a bordo, el despegue y, sobre
todo, el aterrizaje-las etapas más difíciles- han de ejecutarse
hasta la fecha, de todos modos, con visibilidad. Y esas etapas
tienen, naturalmente, de noche un aspecto completamente distinto que
de día, y, además, son diferentes en aparatos de diversos tipos.
Muchas particularidades, inadvertidas por
completo a la luz del día, se manifiestan cuando uno se sienta por
primera vez en la cabina de un avión después de la puesta del sol.
Los interruptores y manijas que tan bien se distinguen a la luz del
día, se hacen totalmente iguales en la oscuridad: ¡cómo no
confundirlos! En los cristales de la cabina se ofrece de improviso a
la vista del piloto no tanto el mundo circundante como... el tablero
de los aparatos de a bordo. Mejor dicho, los tableros, en plural,
con centenares de saetas y números encendidos con la luz verde de
fósforo, de los aparatos de a bordo, reflejados multitud de veces de
un cristal a otro. Por si fuera poco, las lamparitas del techo no
alumbran tanto como deslumbran. ¡Creyérase que uno ha montado en un
aparato ajeno, y no en su habitual lugar de trabajo! Y se discierne
que la cabina, diríase totalmente "lista" ya, se debe poner a punto
de nuevo. Con la particularidad de que, en ese poner a punto, mucho
es diametralmente opuesto a lo hecho antes de acuerdo con lo que
requieren los vuelos diurnos. Como suele suceder casi siempre, en
los casos de poner un aparato a punto, se tiene que sacar un pie de
manera que no se atasque el otro.
Sí, los vuelos nocturnos dan mucho que hacer.
En cambio, ¡es difícil describir con palabras
la variedad y belleza de cuanto se ve en un vuelo nocturno! No sé
por qué, casi en todos los relatos de vuelos nocturnos figuran
siempre las "insondables tinieblas". Ni que decir tiene que suele
haber tinieblas. Más no siempre, ni mucho menos.
Empecemos por que esas "insondables tinieblas"
son muy diversas. En la noche más oscura el agua -los ríos, los
lagos y los canales- resalta sobre el fondo de la tierra como la
seda negra sobre un fondo de terciopelo, también negro.
- ¡Y si la noche es de luna! No referiré qué
aspecto tiene desde las alturas la Tierra iluminada por la Luna; lo
han hecho ya muchos autores. Añadiré una impresión nada más, una
impresión personal, subjetiva de seguro. En una noche de luna lo
único que parece vivo, cálido, no congelado en toda la superficie
terrestre, no son las obras de la Naturaleza, sino, por raro que
parezca, las obras de la civilización humana: las luces de los
poblados y, sobre todo, los afilados conos de luz de los faros de
los automóviles y trenes, que se deslizan por la tierra. Sin esas
luces, en general, no tardaría uno en dudar de si es habitable el
mundo que yace a sus pies.
¡Y el vuelo nocturno, por encima de un nublado
cerrado, a la luz de la luna, ofrece un cuadro totalmente
"marciano"!
Por más que el cielo por encima de las nubes en
una noche oscura y sin luna, también puede dar una sorpresa: mostrar
algo que, ni siquiera visto con los propios ojos, se comprende en
seguida: ¿Qué será lo que tiene uno delante?
Figúrese el lector que vuela a la estratosfera
en una noche oscura. El cielo y las estrellas espolvoreadas por él
están mucho más cerca, son mucho más reales y tangibles que la
lejana e invisible Tierra (hasta se llega a dudar de su existencia).
Las estrellas son muchísimas: muchas más de las que se ven desde
abajo a través de la atmósfera, que queda por debajo. Y allí mismo,
abajo, la turbia oscuridad mate del denso manto de nubes.
De pronto algo cambia en el mundo que circunda
a uno. En el primer instante es hasta difícil comprender qué es lo
que cambia. Lo nuevo no tanto se ve cómo se siente. Parece como si,
en torno, todo hubiese quedado igual que antes y, al propio tiempo,
cambiado inadvertidamente.
Transcurren unos segundos más, y lo nuevo se da
a conocer. Se da a conocer en forma de enigmática luminiscencia
rojiza de las nubes que yacen por delante, en el rumbo. Cada
instante que pasa se acrecienta el arrebol. Y en la turbia oscuridad
de la noche, delante, arde macilento un disco enorme, de un diámetro
de varias decenas de kilómetros, de color rojo burdeos, como
candente metal de forja. Produce la impresión de que la propia
Tierra ha abierto en ese sitio su seno de magma.
Ya no se ven las estrellas: la enigmática
luminiscencia las ha eclipsado. En el mundo no queda nada más que
tinieblas absolutas en derredor y nubes arreboladas a los pies.
Es Moscú por la noche.
La brillante luz de su iluminación procura
abrirse paso al cielo, a través de la capa de varios kilómetros de
densas nubes, mas, extenuada, llega arriba sólo la parte roja, la
más sufrida, del espectro.
Es imposible describir ese cuadro.
Hay que verlo...
* * *
Tras numerosos estudios de la cabina, rodajes y
carreras en la oscuridad, el primer vuelo nocturno transcurre sin
dificultad alguna. Resulta que la inmensa nave, si en algo se
distingue de cualquier otro aparato en el vuelo nocturno, es por sus
mejores cualidades: los potentes faros de aterrizaje alumbran tanto
que permiten prescindir de los reflectores del aeródromo, cosa que
facilita considerablemente el despegue nocturno, y, sobre todo, el
aterrizaje: los reflectores terrestres, por potentes que sean,
iluminan únicamente un trecho determinado de pista, la zona en que
se supone que tendrá lugar la toma de tierra, en tanto que la luz de
los faros del avión avanza con él e ilumina lo que hace falta, el
lugar en que estará en los próximos instantes.
Durante un vuelo nocturno nos ocurre un caso
relativamente de poca monta, y lo recuerdo sólo porque es el primero
(aunque, lamentablemente, no el último) de los que nos suceden en
aviones de este tipo.
Nos elevamos rápidamente al cielo nocturno y
alcanzamos ya el umbral de la estratosfera cuando se oye un
estampido brusco y seco, como el de un proyectil antiaéreo al hacer
impacto directo. Y en el mismo instante la cabina empieza a trepidar
debido a una gran vibración constante.
El disminuir las revoluciones de los motores,
el apurar el repliegue de los flaps y el tren de aterrizaje, ya bien
replegados de por sí, y el pasar al mando de los timones con el
sistema hidráulico de reserva (todo eso, como es natural, lo hacemos
en el primer momento Zamiatin, que pilota a la derecha, y yo) no
surte ningún efecto. La cabina sigue trepidando a más no poder.
Creyérase que, pasados unos instantes, se desprenderá del avión.
Así, trepidando, descendemos a duras penas de
la negra estratosfera.
La tripulación calla. Vieja, experta,
cuidadosamente reunida, sabe perfectamente cuándo se puede permitir
hablar y cuándo permanecer tranquilamente sentada en sus sitios y
esperar, sin ocupar con sus conversaciones el aparato de
comunicación. Esperar que la situación se aclare y, posiblemente,
voces de mando, incluida la desagradable orden de: "¡Tripulación,
abandonen el aparato!"
Sólo Grigori Nefiódov, el ingeniero de a bordo,
profiere comedido:
- Puede que sea el fuselado...
Y tiene razón. Cuando aterrizamos felizmente,
rodamos al lugar de estacionamiento y salimos del avión, el motivo
de la trepidación salta a la vista con toda evidencia. La fuerza del
viento ha arrancado el fuselado de la antena del radar, que está
debajo de la cabina. No tiene nada de extraño que, al chocar contra
la angulosa e hirsuta antena, la violenta corriente frontal del aire
exprese tan directamente su lógica indignación.
Es difícil distinguir en el vuelo una pequeñez
inofensiva, que clama a voz en grito, de un peligro real y
verdadero. Por más que esa dificultad, creo yo, no existe sólo en
los vuelos...
* * *
No se hace esperar una situación compleja de
verdad; por desgracia, esas situaciones siempre se forman nada más
mentarlas. Me resulta desagradable hasta hoy el recordarla, y de
seguro que es por el motivo de no poder culpar a nadie, sino a mí
mismo, de lo ocurrido.
Siento la tentación de escribir aquí que, tras
haber volado veinte años, estando ya rodeado de respetuosos alumnos,
con la gran experiencia que tengo y siendo ducho hasta la médula, he
adquirido por fin un sólido lugar en el reino de la infalibilidad
absoluta. Y que me considero con derecho a conceptuar mis propios
errores de años pasados con irónica sonrisa condescendiente de
"maestro".
Pero escribir en ese tono significaría
embellecer indecorosamente la realidad.
Tras veinte años de trabajo de probador sigo,
no sé por qué, tan lejos de la infalibilidad, como durante mi remota
juventud.
Naturalmente, este día no he debido volar.
Tanto Fiódor Opadchi como yo, que hemos de
elevarnos en dos pesadas naves a reacción, lo tenemos completamente
claro. Nos preocupa el tiempo: no porque impida totalmente los
vuelos (en ese caso sería mucho más sencillo resolver la cuestión,
casi de Hamlet, de volar o no volar), sino porque hace dudar mucho.
Estamos en marzo, con sus deshielos, frecuentes nevadas y caídas de
la presión. Naturalmente, siempre se puede despegar en un momento,
pero antes tiene uno que pensar bien cómo aterrizar, sobre todo con
aparatos como los nuestros, para los que no vale cualquier
aeródromo. Por eso Fiódor Opadchi y yo decidimos esperar un poco.
Que antes descubra el tiempo, algo al menos, sus intenciones.
Se ha llamado a los meteorólogos con sus mapas
sinópticos al despacho del jefe de nuestra base de vuelos
experimentales. Dan parte... Por más que cada lector que escuche por
radio los pronósticos del tiempo se figurarán fácilmente la
exactitud y seguridad del parte.
En medio de lo más acalorado de los debates,
tras los anchos ventanales del despacho, que dan al campo de
aterrizaje, se oye un potente ruido creciente que hace temblar los
cristales (y sospecho que también las almas de los que responden de
nuestro vuelo). Por la larga pista de despegue corre de firme, para
elevarse, un bonito avión gigantesco, idéntico a los que hemos de
pilotar Opadchi y yo.
¡Un estremecimiento nos recorre a los dos!
Dos viejos "lobos", diríase que con los
colmillos retorcidos, a fuerza de volar, cedemos nuestra posición,
de cuya justedad no dudamos; y en ello está nuestra falta principal.
Es difícil distribuir por casillas los
sentimientos que nos mueven a tomar esta resolución insensata. Lo
único claro es que son precisamente los sentimientos, y no la voz de
la sensatez.
Pero no desempeña en ello el último papel,
seguramente, la sensación subconsciente del lugar en que quedaremos
si el piloto de la nave que acaba de elevarse cumple con éxito su
tarea. Pues eso tampoco está excluido: los pronósticos del tiempo
son categorías probables, y la teoría de la probabilidad, como es
sabido, no puede predecir con plena garantía el desenlace de un
ensayo concreto.
Es curioso que nuestra resolución aventurada
parece muy bonita por fuera: dos intrépidos aviadores, sin reparar
en las dificultades, se disponen a volar para cumplir una tarea
complicada con un tiempo dudoso. Y, en realidad, es una capitulación
de lo más pura. No siempre se puede juzgar de los actos de las
personas por las apariencias...
Opadchi despega primero.
Cuando yo ruedo a la pista de despegue y enfilo
el aparato, el suyo ya se alza del hormigón y, expeliendo de los
motores humeantes chorros, se aleja hacia la neblina gris.
El tiempo sigue empeorando por momentos. Yo
debería dar la vuelta y rodar lentamente atrás, a la línea de
estacionamiento. Pero no lo hago, porque... creo que ya he explicado
la causa. Máxime ahora, cuando mi compañero está ya en el aire.
Tras despegar, no obtengo en seguida permiso
para tomar altura, pues Opadchi aún no ha "desocupado" el nublado
cuyo límite superior se eleva tan alto como baja al suelo el
inferior. Recibo la orden de aguardar turno en el "circuito", en
torno del aeródromo.
Y en este instante, al dar el primer viraje,
veo el muro cerrado del temporal que se nos echa rápidamente encima.
Es, efectivamente, un muro: densa niebla con copiosa nevada que une
sólidamente las bajas nubes con el suelo.
Malogro la tentativa de virar apresuradamente
para adelantarme al temporal y aterrizar. El temporal me adelanta.
Al no ver nada ante mí, como es natural, no acierto con la pista.
Pido a tierra que conecten el radioguía y las
luces de colores de la pista de aterrizaje y sus proximidades. Una
voz desconcertada responde que la instalación requerida está... en
reparación. Apenas me puedo contener para no hacer extensos
comentarios sobre esta cuestión: ¡cuando hace falta toda esa
técnica, no está en condiciones de funcionar! Cómo no creer en este
caso en la "Ley del bocadillo", establecida ya por el escritor
Jerome Jerome, según la cual, el bocadillo que a uno se le escapa de
las manos, le cae sin falta en los pantalones con la parte pringosa
hacia abajo. No tiene el menor sentido repetir las tentativas de
tomar tierra a la buena ventura, por ver si doy casualmente con la
pista. Será un simple gasto inútil de combustible y energías. Debo
tomar otro rumbo. Pero, ¿a dónde?
Pregunto a tierra, y oigo la respuesta:
- ¿Para cuánto tiempo tiene combustible?
Si el vuelo sigue a esta escasa altura,
sumamente desventajosa para un avión a reacción, tendremos
combustible para una hora y pico. Por si acaso, el ingeniero de a
bordo me dice que para una hora. Y yo, también "por si acaso",
comunico a tierra que tenemos combustible para unos cuarenta y cinco
minutos.
¡Es difícil imaginar una situación más necia!
Un avión en perfecto estado, con los motores funcionando bien, los
aparatos indicando todo normalmente y la tripulación sana a bordo,
y, no obstante, la situación es peliaguda. Una maravilla de la
técnica moderna, un avión raudo y capaz de volar a gran altura, se
ve desamparado cuando llega el momento de tomar tierra y le falta a
mano (mejor dicho, "bajo el tren") un aeródromo. Y no un aeródromo
cualquiera, sino uno con pista de hormigón de varios kilómetros de
longitud, con una pista tanto más larga cuanto mejores son las
cualidades de vuelo del avión que ha de aterrizar.
Si para el momento en que se consuma el
combustible no encontramos ningún aeródromo de esa clase, el
contacto con la tierra no será muy agradable. ¿Qué pensarán en
tierra? Tienen que enviarnos inmediatamente a otro aeródromo, en el
que el tiempo sea más o menos soportable. Pues cada instante de
vuelo a esta altura consume parte de nuestra pequeña reserva de
combustible.
Finalmente, desde tierra nos llega una orden:
- Esperad instrucciones. Estamos poniendo en
claro...
Por lo visto, no debemos cifrar muchas
esperanzas en "tierra". En tanto ellos aclaren, precisen y se pongan
de acuerdo, nosotros nos quedaremos sin combustible. E iremos a
parar al lugar sobre el que nos encontremos en ese momento. Para
evitar perspectiva tan desagradable, debemos atenernos al férreo
principio: "el salvamento de los náufragos es obra de los propios
náufragos". Nuestra principal esperanza es ahora el
radiotelegrafista de a bordo:
-Liev, entérate de qué tiempo hace en otros
aeródromos.
Liev Gúsiev ha servido de radiotelegrafista en
la aviación militar de transporte antes de venir a trabajar a las
pruebas de aviones, ha volado por toda Europa y Asia del uñó al otro
confín y puede afirmarse que tiene un círculo internacional de
conocidos. Bien es verdad que los conoce únicamente en el sentido
"radiotelegrafista" de la palabra: principalmente, por el manejo del
manipulador. En nuestras condiciones no necesitamos nada más. Para
empezar, ruego al radiotelegrafista que establezca enlace con el
aeródromo de pruebas más cercano, que está a unos cien kilómetros.
Mientras tanto, seguimos volando, vislumbrando
apenas la tierra, que cruza rauda bajo la proa del avión a través de
la cortina de nieve que corre a nuestro encuentro. El brusco
balanceo obliga a girar el volante sin cesar. Tengo que desviar
enérgicamente dos veces la pesada nave para no chocar contra
obstáculos que surgen súbitamente de la bruma: la chimenea de una
fábrica y un poste de antena de una emisora. Chocar contra un
obstáculo de estos supondría una catástrofe, pero me obstino en no
tomar altura: "me pego a tierra". Y me "pego" porque, si me elevo,
aunque no sea más que a cien metros, me veré entre las nubes y ya no
podré emprender nada por mi cuenta. Y debo obrar -lo siento
intuitivamente- sólo por mi cuenta.
En el aeródromo que nos interesa el tiempo no
es nada espléndido; a pesar de todo, es más o menos tolerable,
aproximadamente como el que ha hecho en el nuestro una hora antes.
Pero -este "pero" es muy sustancial- las dimensiones del aeródromo,
hablando en rigor, no sirven: la longitud de la pista es menor que
el recorrido, oficialmente registrado, de nuestra nave. No tiene
nada de extraño que nuestra pregunta haya producido en tierra cierta
perplejidad.
Sin embargo, no podemos elegir. Sopla fuerte
viento. Será aliado nuestro al aterrizar. Y si, a pesar de todo, nos
falta pista, en último caso siempre será mejor salirse del campo de
aviación a una velocidad relativamente pequeña, al final de la
'carrera, que tomar tierra en cualquier sitio.
- ¡Liev, pídeles permiso para aterrizar!
- Ya está. Lo he pedido y nos lo conceden. Sólo
nos preguntan si recordamos la longitud de su pista.
- Transmíteles que la recordamos. Vamos allá,
Nada obliga al personal de este aeródromo, en
primer orden a su jefe, Matvéi Chúiev, a dar su conformidad para
recibir nuestro aparato. Es más: siguiendo los reglamentos al pie de
la letra, deberían rehuirlo. Al proceder contra los reglamentos,
asumen una seria responsabilidad. Sólo por el hecho -muy probable-
de que no "quepamos" en su corta pista, de que nos salgamos de ella
durante el recorrido y destrocemos el aparato, que cuesta varios
millones, la cinta magnetofónica de nuestras conversaciones por
radio irá a parar, sin duda alguna, a la mesa del fiscal en el
ingrato papel de prueba del delito. En tierra se percatan del riesgo
que corren, pero no se consideran con derecho de rehuirlo,
¡magnífico ejemplo de valor cívico, que vale a veces más que el
personal!
Cuando estamos ya delante del aeródromo,
salimos, según se expresa el observador V. Miliutin, "de un tiempo
muy malo para entrar en tiempo simplemente malo". Tras virar
rápidamente -¡pues el "tiempo muy malo" nos pisa los talones!-, nos
colocamos en el plano de la pista de aterrizaje, y sólo entonces, al
verla delante, termino de comprender lo corta que es. Más no me da
tiempo a ponerme de mal humor. Como hecho adrede, para descargar de
algún modo la atmósfera en la nave, uno de los tripulantes profiere,
gimoteando:
- ¿No será mejor que intentemos volver a
casa?... A lo mejor damos con la pista... ¿Eh?
Yo me quedo de una pieza. En la pausa abierta
se oye la voz de Nefédov, el ingeniero de a bordo:
- ¿Por qué te han entrado de pronto esas ganas
de volver a casa?
- Me he dejado allí las botas altas de cuero.
Llevo las de piel. Y aquí el piso está mojado.
Ahora se queda de una pieza Nefédov. Sólo puede
responder instantes después. Pero la respuesta, en cambio, es muy
circunstanciada.
El viento huracanado sopla de costado, casi en
ángulo recto sobre la pista. Arrastra enérgicamente la nave a un
lado y, al mismo tiempo, acorta poco el recorrido. Nada más las
ruedas tocan el hormigón en el mismo comienzo de la pista, oprimo el
botón del paracaídas de frenado, y apenas puedo contener la nave
para que no vire bruscamente: el viento de costado impulsa el
paracaídas a un lado. No me acuerdo ya cómo operamos con el volante,
la rueda delantera del tren de aterrizaje y los frenos. Como quiera
que sea, mantenemos el aparato en la pista y, tras recorrer una
distancia mucho menor de la "reglamentaria", nos paramos.
Ninguna de las escaleras de este aeródromo
llega a la cabina de nuestra nave. Hemos de bajar por la cuerda de
contingencia, agitando toscamente las piernas, a la húmeda nieve de
marzo. Cuando esta inhabitual operación acaba, miramos en torno y...
no vemos nada. Nada más que nieve, cayendo inclinada entre niebla y
lluvia. El temporal nos ha alcanzado.
Opadchi también ha aterrizado sin novedad. Nos
hemos enterado por las conversaciones radiofónicas que hemos oído.
No bien despegó, tomó gran altura, no consumió tanta nafta como
nosotros, volando a ras del suelo, y ha podido llegar a uno de los
aeródromos lejanos de reserva, casi a Asia.
La suerte de la tercera nave (mejor dicho, de
la primera, la que despegó antes que nosotros) ha sido trágica: ha
sufrido una catástrofe. Naturalmente, como muestra el examen
subsiguiente de las circunstancias del accidente, se hubiera podido
evitar la desgracia. Pero así es la extraña lógica de las cosas: un
error origina otros errores. Tras empezar el despegue con un tiempo
que se ha debido dejar pasar, tanto el piloto de la nave como los
jefes de los vuelos han seguido cometiendo equivocaciones. Semejante
cadena de equivocaciones hipnotiza. Si uno siente que se desliza por
esa cadena, debe romperla bruscamente por el eslabón más próximo,
romper de golpe la marcha de los acontecimientos. De lo contrario,
resulta lo ocurrido a la susodicha nave.
Pero, de pie en la nieve del aeródromo que nos
ha acogido hospitalariamente, aún no sabemos nada de la nave
estrellada. Los camaradas de mi tripulación me expresan cálidas
palabras por haber salido bien librados de esta historia, bastante
fea. No estoy, por cierto, muy propenso a recibir elogios en este
momento: me cuesta trabajo deshacerme de la idea de que nos hemos
visto metidos en esta "historia" exclusivamente por mi propia
condescendencia, manifestada inoportunamente. Por "no haber tenido
valor para no mostrar valor", si puede uno expresarse de esta
manera.
Es casi ley que las situaciones más complicadas
surgen en el aire con la mayor frecuencia al cumplir las tareas más
simples.
Rara vez ocurren casos desagradables en los
vuelos llamados "serios", ejecutados para determinar la velocidad
máxima, comprobar si aparecen vibraciones, si el avión soporta
sobrecargas, si sale bien de la barrena, en fin, cuando, creyeres,
se deben esperar esos casos. Tal vez en esta circunstancia de la
"espera" estribe la explicación de ley tan enigmática.
Como quiera que sea, esa ley se manifiesta con
toda plenitud el día en que las naves superpesadas a reacción de
nuestra oficina de diseños., digámoslo sin ambages, nos presentan,
sin escatimar evidentemente sorpresas efectistas, un caso inopinado
de lo más peliagudo.
Nos disponemos a realizar un vuelo ordinario
para poner a punto el avión. Estamos ya hacia el fin de la carrera,
cuando, instantes antes de despegar, entre el rugir de los cuatro
potentes motores se oye un ligero chasquido. No le concedo
particular importancia, pues, en un aparato tan repleto de diversos
mecanismos como el nuestro, son muchas las cosas que pueden producir
chasquidos. Y, de todos modos, ya es tarde para cesar la carrera.
Apenas nos elevamos sobre la pista, las
alarmantes noticias se suceden como salidas del cuerno de la
abundancia.
La nave se desvía a un lado. Meto a fondo, con
todas mis fuerzas, el pedal del timón de dirección, y no surte el
menor efecto, como si no existiera. Está claro: ha fallado la
dirección.
¿Qué hacer?
¿Intentar corregir la desviación, inclinando el
aparato al otro lado? Mas a la altura de dos o tres metros, además,
en una nave que rebasa los cincuenta metros de envergadura, no debe
uno abusar de las inclinaciones. Basta con que se le dé al aparato
una inclinación de un grado de más para que el extremo del ala toque
en tierra y, entonces, ¡adiós avión y cuantos en él se encuentren!
Sin hacer, por el momento, caso de la
desviación -¡Qué difícil es no hacer caso de esas cosas!- procuro
elevar con cuidado diez o doce metros el avión, que aún no ha
alcanzado la velocidad necesaria, y sólo después le doy, por fin, la
inclinación salvadora.
El viraje queda detenido. Más aún es pronto
para cantar victoria. De todos los lados de la nave llegan, una tras
otra, noticias alarmantes.
Apenas le da tiempo de decir a Titóv, el
ingeniero de a bordo:
- ¡El tercer motor se ha parado! -cuando le
interrumpe la voz de Sokolov, el observador de popa:
- Por debajo del fuselaje chorrea nafta. Mana
como una fuente.
Sigue, acto continuo, otra noticia del
ingeniero de a bordo:
- La presión del sistema hidráulico de
emergencia es cero…
¡De nuevo la desgracia no ha venido sola!
La situación se complica no sólo por el número
de contratiempos que se nos echan encima de una vez -el motor, la
nafta, el sistema hidráulico y, principalmente, la dirección- sino
porque todo eso nos ocurre en el mismo despegue, sin la salvadora
reserva de altura y velocidad, así como también, naturalmente,
porque en nuestras manos está (mejor dicho, porque se nos escapa de
las manos) una nave de tamaño y peso tan extraordinarios.
Mas, sea complicada o sencilla la situación,
tenemos que actuar: ¡las circunstancias no dan lugar a titubeos!
Ante todo, debemos tomar altura cuanto antes.
Ascender, al menos, a los escasos centenares de metros en que,
teniendo ya a nuestra disposición minutos y no segundos, podamos
resolver tranquilamente qué hacer para salvar, si no el aparato, por
lo menos a la tripulación.
Inclinándonos a uno y otro lado y dejando en
pos de nosotros una ancha cola de nafta pulverizada, ascendemos con
tres motores.
Si el timón de dirección se hubiese agarrotado,
eso sería sólo media desgracia. Pero el condenado no se ha
agarrotado, se ha soltado de los tiros y se bambolea como quiere a
uno y otro lado, desviando extensamente el aparato al compás del
bamboleo. A Stepanov, segundo piloto, y a mí no nos queda sino
contrarrestar las desviaciones con enérgicas inclinaciones.
Eso lo logramos más o menos en lo alto, pero
¿cómo haremos junto a tierra, al aterrizar?
Apenas me viene este pensamiento a la
imaginación comprendo que ha adoptado, de manera subconsciente, la
decisión de tomar tierra con el avión. No catapultarnos ni esperar
que la situación se aclare por sí sola, con la "ayuda de Dios" (en
semejantes ocasiones Dios no es un ayudante seguro), sino aterrizar
con el avión.
Tras dar a duras penas un viraje de ciento
ochenta grados (claro es, si se puede llamar viraje a la sinuosa
curva descrita por nosotros), tomamos rumbo al aeródromo y, desde
lejos, desde una distancia de veinte kilómetros, enfilamos la proa a
la pista de aterrizaje.
Reduzco suavemente, con mucho cuidado, el tiro
de los tres motores que funcionan. El cuidado es necesario porque,
al disminuir las revoluciones de los motores, los chorros expelidos
por las toberas, aunque se debilitan, cambian simultáneamente de
configuración. Si llegan a coincidir con la trayectoria de la
fatídica cola de nafta, que seguimos dejando a nuestro paso,
podremos despedirnos, como dice Konstantín Lopujov. No se inflamaría
sólo el aparato, sino el propio aire, tras él, a gran distancia; de
manera que, puede decirse, no tendríamos donde catapultarnos: con
decenas de toneladas de combustible a bordo las bromas son pesadas.
Hemos dejado ya atrás este momento delicado.
Descendemos suavemente, aproximándonos a tierra
por segundos; quince minutos antes no pensábamos en otra cosa que en
vernos cuanto antes lejos de ella.
Cuanto más bajo volamos, tanto más se notan las
desviaciones de la nave. El único medio de contrarrestarlas es
inclinar enérgicamente al lado contrario nuestro pesado aparato, que
responde con bastante desgana. No sólo hemos de reaccionar
instantáneamente a sus movimientos arbitrarios, sino procurar
intuitivamente prevenirlos.
Al entrar en el aeródromo, no me percato en
seguida de qué me impide distinguir los contornos de la pista' de
aterrizaje, que oscila de un lado a otro. Es el sudor. Como suele
decirse, me cae a chorros por debajo del casco y me anega los ojos.
Para secarme la cara he de apartar un momento una mano del volante,
y eso es muy inoportuno: ¡tengo las manos más que ocupadas! De
súbito, haciendo una breve escapada con el pensamiento, me figuro a
un cirujano en el momento de operar. Una enfermera le seca con una
gasa el sudor de la frente. ¡Qué lástima que en la aviación no se
prevea tal servicio!...
A pesar de todo, aterrizamos mucho mejor de lo
que se pudiera esperar. Por lo visto, los embates del viento junto a
tierra son más débiles que en lo alto, y el aparato se porta con
algo más de sosiego. Además, nos hemos amoldado, de seguro, al
aparato en estos minutos. Como quiera que sea, los que están
observando en tierra (son muchos, como es fácil suponer) dicen luego
que, exteriormente, nuestro aterrizaje no se ha distinguido en nada
de los ordinarios.
Pero yo, incluso después de haber tocado
felizmente la tierra, aún estoy muy lejos de querer cantar victoria
y que redoblen los tambores. Es pronto para gritar "hurra". He de
resolver inmediatamente el acuciante problema de qué hacer con los
tres motores en funcionamiento. El peligro de incendio no ha
disminuido; la nafta sigue manando "como la fuente de Sansón de
Peterhof", según continúa informando Sokolov con filosófica
impasibilidad desde popa. Si ahora se incendiase el aparato, aún
habría menos probabilidades de que la tripulación se salvara que
habiéndonos catapultado en vuelo a través de las llamas.
No tiene nada de extraño que, tan pronto como
tocamos el hormigón, el ingeniero de a bordo profiera enérgico:
- Desconecto los motores a lo que yo respondo
con toda la celeridad y el tono más rotundo que puedo:
- ¡En modo alguno! Desconecta el segundo y el
cuarto.
¡Deja el primero! ¿Entendido?
Reacción tan brusca por mi parte tiene pleno
fundamento. Aunque la nave ya está en tierra, aún no se ha detenido.
Y cien toneladas y pico de peso, corriendo por la pista de hormigón
a una velocidad de más de doscientos kilómetros por hora, merecen
que se piense cómo pararlas. Y menos mal que no me he olvidado del
sistema hidráulico de reserva cuyo desperfecto me pareciera en un
principio una pequeñez más agregada a los otros contratiempos, más
sustanciales. ¡Ahora esta "pequeñez agregada" sale impetuosamente a
primer plano! Si desconectásemos todos los motores, nos veríamos no
sólo sin el sistema hidráulico de emergencia, sino sin el
fundamental también, y no podríamos no ya frenar simplemente la
nave, sino ni siquiera desviarla de la pista al final del recorrido
para evitar un choque frontal contra un obstáculo. ¡El aparato,
traído hasta el aeródromo con tantas fatigas, quedaría, en fin de
cuentas, destrozado! Y lo pasaríamos mal, naturalmente, todos
nosotros, sobre todo los que vamos en la cabina de proa. Por eso doy
la esperada voz de mando: "Desconecten el primer motor", cuando he
amortiguado la velocidad y doblado hacia el lugar de
estacionamiento/ donde está la gente.
La voz de mando "¡Los calzos! ¡Vivo!" es
ejecutada instantáneamente por los ayudantes de mecánico, que nos
miran perplejos; pero en eso me equivoco algo.
La inercia de nuestra nave, que apenas avanza
al paso de un peatón, es tal, que los calzos metidos bajo sus
grandes ruedas crujen y se quedan convertidos en planchas, sin
detenernos. ¡Seguimos deslizándonos por la explanada, llena de
aviones! ¡En todo el difícil vuelo que acabamos de terminar no he
sentido tanta angustia como en estos segundos de impotencia
absoluta! Nos deslizamos lenta, pero ineludiblemente, hasta que
chocamos con el ala contra un viejo fuselaje.
Dijérase que el extremo ligeramente abollado
del ala es un precio muy barato que hemos pagado por librarnos de
los infortunios que hemos tenido. Más -¡oh, inexplicables tornos de
la sicología humana!-, al ver esa pequeña abolladura, sin esperarlo
yo mismo, monto en cólera. De seguro, conforme nuestra situación
catastrófica se ha ido convirtiendo paulatinamente en esperanzadora,
me he ido haciendo, de manera subconsciente, a la idea de dominar
"en el cien por cien", por así decir, sin desperfectos
suplementarios algunos, el avión averiado. Y, de pronto, ¡ahí va
eso! ¡Todo lo estropea esa malhadada abolladura! Empiezo a examinar
el aparato de un humor de perros. Pero se me pasa pronto, en cuanto
veo el carácter y la envergadura de lo que nos ha ocurrido.
Resulta que, al despegar, ha reventado el
hidroacumulador del sistema hidráulico de emergencia, voluminoso
cilindro metálico que experimenta la enorme presión interior de un
líquido especial. Debido a ello, como es natural, ha quedado
inutilizado el sistema hidráulico de emergencia, y todo el líquido
se ha vertido. ¡Y por contentos nos podríamos dar si hubiera sido
sólo eso! Los cascotes del cilindro reventado han cortado el tiro
del timón de deriva (de ahí la pérdida completa de la dirección), el
tubo de la nafta del tercer motor (de ahí, que se parase el motor y
brotase la fuente de nafta) y han salido disparados afuera,
perforando el revestimiento del fuselaje. Con la particularidad de
que han salido proyectados con tanta violencia, que el
radiotelegrafista del lugar de la salida, al verlo, ha lanzado,
distraído, al éter:
— Algo ha reventado en el aparato.
Por cierto que yo me entero de esa réplica ya
en tierra, cuando todos los participantes del suceso y, sobre todo,
los espectadores, cuentan excitados, interrumpiéndose mutuamente y
casi sin escucharse los unos a los otros, qué ha visto, oído y
pensado cada uno.
Ahora se puede permitir uno ese placer....
* * *
Al comentar la historia del hidroacumulador,
que tantos sinsabores ha originado, un amigo y colega mío observa,
aprobatorio:
- ¡Caballo viejo no tuerce surco!
Dijérase que opinión tan elogiosa debiera
ponerme orgulloso como un pavo, pero, lo reconozco, las palabras de
ese dicho que más atención me llaman son las de "caballo viejo”.
Sin darme cuenta, ¡me he hecho un caballo
viejo!...
Efectivamente, desde que yo, joven piloto de
aeroclub y licenciado del Instituto Politécnico de Leningrado, he
aparecido en la sección de vuelos de prueba del ICAH, ¡han pasado ya
veinte años! ¡Veinte años!
¡Y del combate aéreo con el Dornier-215
fascista en el cielo nocturno de Moscú hace ya, ni más ni menos, 15
años!
E incluso las pruebas de los primeros aviones
nacionales a reacción no han tenido lugar ayer, como les parece a
quienes las han realizado, sino hace diez largos años, llenos de
acontecimientos. Me he convertido en una persona "de edad provecta"
y en un viejo piloto.
Ha pasado inadvertido el tiempo en que me
"sostenía" y afianzaba la experiencia de los compañeros mayores
(¡qué no valdría el solo consejo de Chernavski de que pensara antes
cómo obrar si, contra lo que se esperaba, empezaba el aleteo!).
Ahora he de reflexionar yo mismo cuanto me atañe a mí y lo que atañe
a la siguiente generación de probadores, que ha-salido ya a la liza,
mozos que hace veinte años, sino daban aún los primeros pasos,
aprendían al menos las letras.
¿Cómo es esta nueva generación de pilotos
probadores?
Aquí, siguiendo los remotos cánones de la vida,
debiera lamentarme con digno comedimiento de lo muy por debajo que
está de la generación anterior. O, por el contrario, siguiendo los
cánones de otra época, más moderna, hacer un alarde de objetividad y
reconocer que la juventud tiene sus méritos (por supuesto, bastante
moderados).
Mas es difícil seguir uno de estos dos caminos
trillados: lo impiden los hechos reales. Los pilotos probadores de
los años treinta fueron muy distintos. Tampoco son iguales los
posteriores.
Y si se habla de algunas tendencias generales
del desenvolvimiento de la profesión, tal vez se pueda seguir con
mayor o menor seguridad una sola: se ha formado una nueva clase de
piloto probador con buena cultura técnica y general, pues no existe
la una sin la otra. Eso lo han exigido los nuevos aparatos:
complicados, densamente equipados 4e dispositivos electrónicos y
automáticos, que vuelan por todas las capas de la atmósfera, entre
la barrera sónica y la térmica. Crear semejantes aparatos, probarlos
y, por último, simplemente volar en ellos, es obra de personas de
una calificación especial, de "coleccionistas".
Por cierto, no se puede decir que en el período
en que me hice piloto probador, entre mis colegas, que ya estaban en
servicio, no hubiese probadores de clase semejante. Los había, claro
es, pero "no hacían ellos el tiempo". Hombres del tipo de Yuri
Stankévich, el primer ingeniero investigador y, simultáneamente,
genuino piloto probador con todas las de la ley, no eran la regla,
sino una brillante excepción.
Grínchik, Sedov, Adamóvich, Taroschin, Efímov y
todos nosotros hemos tenido que demostrar a porfía que la enseñanza
superior no estorba (¡aún no se podía hablar siquiera de que
ayudaba!) para ejecutar airosamente la labor del piloto probador.
Hace ya mucho que ese tiempo pasó.
La fisonomía de nuestra profesión ha ido
cambiando poco a poco, inadvertidamente, pero de manera radical.
Sigue requiriendo buena salud, aguante, fuerte voluntad y, claro es,
lo que yo estimo como primera y principal cualidad del piloto
probador ¡un deseo insuperable de ser piloto probador! Todo eso
sigue en pie. Más, simultáneamente, se requiere una sólida
preparación técnica, estudios de ingeniería.
Habiéndolo comprendido, los jóvenes pilotos
probadores de los años cincuenta han ingresado en las secciones
nocturnas y de enseñanza libre de los institutos de aviación. Han
estudiado por las tardes después de los vuelos cotidianos, que
agotan, sobre todo, durante los primeros años de trabajo como
probador, mientras se habitúan, como suele decirse. Y no se habitúan
mal, la verdad sea dicha. A despecho - no, digámoslo ya sin reparo-,
gracias a su inteligente propensión a la técnica, han conquistado
rápidamente el derecho a ejecutar trabajos de los más complejos e
importantes. Los pilotos probadores V. Vasin, V. Izgueim, V.
Komarov, G. Mosólov y V. Nefédov, hoy famosos, han obtenido el
título de pilotos probadores de primera clase casi al mismo tiempo
que el diploma de ingeniero.
V. Iliushin y A. Lipkó, no menos famosos, se
han hecho primero ingenieros y, luego, pilotos probadores. Distintos
los caminos, pero idéntico el resultado.
Es más, tienden a la ciencia numerosos pilotos
probadores viejos, con experiencia y méritos, pilotos que, dijérase,
aun sin eso tienen de sobra trabajo, honores y bienes de todo
género. El coronel S. Mashkovski, Héroe de la Unión Soviética, dio
motivos para que hablasen de él por primera vez cuando, siendo aún
un piloto muy joven, se distinguió en los combates de Jaljin-Gol,
durante el conflicto nipón-mongol. Durante la Guerra Patria
conquistó aún más laureles y, como insigne maestro del combate
aéreo, fue enviado a trabajar de piloto probador. En esta ocupación
tampoco ha sido de los últimos. Mas, al percibir sutilmente el
espíritu de la época, siendo ya un probador maduro, entrado en años,
por añadidura, ingresa en la sección nocturna de un instituto de
aviación. Mashkovski no ha querido vivir de los réditos devengados
por el capital aviatorio antes ganado. No tiene nada de extraño que
tras ases semejantes hayan venido a la ciencia los demás.
De mirlo blanco que ha sido el piloto probador
ingeniero, se ha convertido en la figura central de nuestra obra.
Este espíritu de la época está hoy hasta legalizado oficialmente:
para recibir el título de piloto probador de primera clase es
condición obligatoria poseer diploma de ingeniero.
Recuerdo cómo transcurrían los primeros
exámenes de los vuelos recién ejecutados, exámenes que presencié y
en los que participé. No bien el piloto recobraba el aliento después
del vuelo, tras tomar una ducha y cambiarse de ropa (a veces sin
ducharse siquiera, tras recobrar el aliento y cambiarse de ropa, eso
dependía de la urgencia del caso y del temperamento del jefe de las
pruebas), el piloto se sentaba a una mesa con ingenieros y
científicos y les refería cómo había cumplido la tarea. Le hacían
preguntas, y él respondía en la medida de lo observador que fuese o
de cómo hubiese ' entendido el fondo de la cuestión. Por supuesto,
la actitud de todos los reunidos con respecto al piloto era de lo
más respetuosa. Lo escuchaban muy atentos, no lo interrumpían ni le
hacían reproches incluso si, desde el punto de vista de los
ingenieros, no había advertido lo esencial. En suma, se guardaba
totalmente el respeto debido.
Así y todo, una muralla invisible separaba al
informante de quienes lo escuchaban. A los tres minutos de asistir a
un examen de ésos, podía decir uno, sin equivocarse, quién era el
piloto, incluso si no se distinguía de los otros por la ropa y el
aspecto.
Todo el ambiente de esos exámenes producía la
sensación de algo así como el parte de un sargento de exploradores a
los generales del Estado Mayor de una agrupación: el primero conoce
los hechos concretos; los segundos, el lugar que ocupan los hechos
en la marcha de los acontecimientos.
Ahora es otra cosa. En nuestros días, el examen
de los vuelos es, ante todo, un acto de recíproca comunicación de
conocimientos de todos sus participantes, sin excepción. Datos,
hipótesis, análisis, apuntes de los aparatos registradores, cálculos
de tanteo en la pizarra, en hojas de papel, en las cajetillas de
cigarrillos, lo mismo que, de seguro, en cualquier laboratorio
científico, ya sea de Física, Biología o Química. Todos asisten con
los mismos derechos. Se sabe que uno o varios participantes de este
acalorado coloquio han estado media hora antes obteniendo en el aire
nutrición fresca, datos experimentales, para el coloquio. Pero no se
distinguen de los restantes ni por el nivel de sus exposiciones, ni
por la terminología empleada, ni por alguna otra cosa. Ni siquiera
por el aspecto, pues la famosa piel "bronceada" de los aviadores
empieza a olvidarse en el siglo de las cabinas estancas, los
aparatosos cascos de vuelo con viseras-filtros de luz y máscaras de
oxígeno. Los denominados pilotos probadores "típicos" de
voluntariosos semblantes ("parece piloto, no parece piloto") se ven
en las pantallas de los cinematógrafos con mucha más frecuencia que
en las cabinas de los aviones experimentales. Ni consiste,
naturalmente, lo principal en el aspecto.
Lo principal estriba en el incesante proceso de
fusión de la corporación de pilotos probadores con el "trust
cerebral" de nuestra obra, los científicos, que -se puede decir sin
temor a exagerar- han creado los aparatos existentes y el método de
probarlos en vuelo, convirtiendo este método en importante rama
independiente de la moderna aeronáutica.
Por otra parte, nuestros varones de la ciencia
aeronáutica no están acostumbrados a pasarse las horas muertas,
calculando, en sus laboratorios.
Ni que decir tiene que se hacen cálculos, como
es natural: sin ellos no se puede dar un paso ni en la ciencia ni en
la técnica; por algo ha dicho con tanto acierto el matemático
francés Emilio Borel que "los conocimientos humanos merecen el
nombre de Ciencia según el papel que el número desempeñe en ellos".
Aun con todo, el principal laboratorio del
"trust cerebral" ha sido y sigue siendo... el aire, la zona de
vuelos de prueba, que se extiende centenares de kilómetros. Y los
susodichos varones de la ciencia (sobre todo en un principio,
mientras la edad lo permitía, y los jefes no eran tan
quisquillosos), tras ajustarse sus paracaídas, subían a menudo a los
aviones y remontaban el vuelo para ver con sus propios ojos algún
fenómeno incomprensible que hubiese salido inopinadamente a luz.
No he mencionado los paracaídas por casualidad:
¡en algunas ocasiones resultan muy necesarios! A pesar de todo, el
laboratorio en el aire tiene sus particularidades, y el fracaso del
experimento científico emprendido en él se expresa a veces de manera
muy desagradable y, además, totalmente concreta.
Así, por poco perece en un avión el doctor en
ciencias técnicas G. Kalachov. Y el profesor A. Chesálov, Benemérito
de la ciencia y la técnica, debe la vida al paracaídas dos veces
incluso: en una ocasión hubo de saltar de un avión que no salía de
la barrena, y en otra, de un aparato envuelto en llamas. Eso no le
ha quitado el gusto a los vuelos, pero lo ha hecho extremadamente
prudente con respecto a los vuelos de sus colaboradores.
Un día aparecieron unas extrañas vibraciones en
un aparato que se estaba probando en nuestro aeródromo. El
diseñador, encogiéndose, incrédulo, de hombros, dijo que no debían
existir (por cierto, no he topado aún con ningún diseñador que haya
declarado que un defecto descubierto "debiera existir", que entrase
en sus cálculos). Entonces M. Taits, uno de los fundadores del
"trust cerebral", que dirigía las pruebas, ni corto ni perezoso,
montó en el caprichoso aparato y participó en el siguiente vuelo de
ensayo.
Lo "pillaron" ya después de haber aterrizado,
cuando, con el paracaídas a cuestas, caminaba brioso desde el lugar
de estacionamiento hacia el hangar. Chesálov, que encabezaba a la
sazón nuestro instituto, vio al infractor y, asomando la cabeza por
la ventana, desde el tercer piso, le preguntó severo en qué, para
qué y con qué permiso había volado. A las respuestas, no muy claras,
de Taits (sobre todo a la última parte de la pregunta: "con qué
permiso"), siguió una orden categórica, con voz atronadora:
- ¡Taits! ¡No le permito que vuele en
cualquier... porquería !
La tempestuosa reacción que el sustancioso
diálogo provocó entre los múltiples y entusiasmados escuchas (como
siempre, la explanada delante del hangar estaba llena de gente)
sorprendió un tanto a los interlocutores. Mas ya era tarde: el
diálogo entró en el fondo de oro de nuestro folklore del aeródromo,
dejando de pertenecer a los mencionados interlocutores...
No, nuestro "trust cerebral" no estaba formado
por científicos de despacho.
En todo caso, no sólo por científicos de
despacho...
* * *
A fin de familiarizarse enteramente con el
espíritu del pilotaje, los colaboradores científicos de nuestro
instituto -era antes de la guerra- decidieron "empuñar el volante"
ellos mismos. O, mejor dicho, la palanca, puesto que el avión de
escuela U-2, de ligero motor, en el cual se disponían a volar, se
manejaba con palanca y no con volante.
Dicho y hecho. Cada mañana, si el tiempo no lo
impedía, nuestro aeródromo de pruebas se convertía en aeródromo de
escuela. Varios pequeños biplanos verdes U-2 despegaban, uno tras
otro, daban la clásica vuelta en torno al aeródromo, y volvían a
aterrizar. De instructores hacíamos, como se diría ahora, "sobre la
base de principios sociales", o sea, sin remuneración, los pilotos
probadores del instituto.
Entre risas, bromas e infinitos "sorteos"
recíprocos, la cosa marchaba. Esta iniciativa alcanzó la cumbre de
su popularidad con la aparición en el aeródromo del profesor V.
Vetchinkin, científico de renombre mundial, alumno y compañero de
Zhukovski. A Vetchinkin se le debe mucho, entre otras cosas, en el
dominio de los vuelos de ensayo, afines a nosotros. El "laboratorio
volante", que él fundó en 1918, fue seguramente la primera
organización de vuelos experimentales, verdaderamente científica, de
nuestro país. Al venir donde nosotros, Vetchinkin nos comunicó que
hacía más de veinte años, en 1916, había terminado airosamente el
curso de aprendizaje a volar en aeroplanos Barman-4 y aun Farman-20.
Mencionó el Farman-20 con particular entonación: por lo visto, el
tipo veinte de esa marca de aeroplano tuvo en su tiempo fama de ser
un aparato bastante complicado, que requería hábil mano del piloto.
Terminadas las evocaciones, Vetchinkin nos dijo
que se proponía... recuperar los viejos hábitos, aprender otra vez a
volar, para comprobar personalmente en el aire algunas ideas que
había tenido acerca de la dinámica del avión.
No sé si la dirección del ICAH creería esos
planes o simplemente no quiso desairar a persona tan venerable con
una negativa, pero el caso es que yo recibí el encargo de "enseñar a
volar a Vetchinkin".
Cuando llegué donde estaba el aeroplano, vi a
mi "alumno piloto" ya en la cabina. Había venido tan presto, que
nadie tuvo siquiera tiempo de advertírselo al mecánico. Y, ¡ay!, se
empezó con un malentendido. El mecánico interpretó la frase lacónica
del profesor "he venido a volar" en el sentido de que este ágil y
enérgico hombre con bizarra perilla era uno de los numerosos
patrocinadores nuestros de la ciudad y el campo, a los que debíamos
pasear en avión de tiempo en tiempo. Obrando de acuerdo con esta
conjetura, el mecánico ayudó a Vetchinkin a subir a la cabina, le
ajustó los tirantes del asiento y, terminadas estas operaciones,
señaló con un dedo la palanca y pedales de dirección, diciéndole
benévolo y aleccionador:
- Ves, abuelo, aquí hay muchas cosas metidas.
¡Ten cuidado, cuando eches a volar no toques nada! Pon las manos en
las rodillas y mira a los lados.
Cuando hubo escuchado al mecánico, Vetchinkin
frunció el ceño y repuso con circunspección de profesor:
- Lo siento, pero eso es imposible. He venido
aquí precisamente para tocarlo todo.
Mi aparición en el lugar de acción contribuyó a
restablecer el entendimiento mutuo, y nos elevamos al espacio.
- El conducir durante el vuelo no me origina
dudas -declaró sus impresiones, luego de aterrizar, mi
extraordinario "alumno piloto"-. Pero tendré que habituarme a
despegar y, sobre todo, a aterrizar: ¡La velocidad de aterrizaje es
muy grande!
El avión de escuela U-2, en el que volábamos,
aterrizaba a la velocidad de unos sesenta kilómetros por hora. Ni
siquiera los severos agentes del tráfico estiman excesiva esa
velocidad. Por eso no pude interpretar la declaración de Vetchinkin
sino como una broma. La cortesía elemental no me permitía reaccionar
a cualquier broma, aunque no me pareciese muy afortunada, de esta
venerable persona de avanzada edad, con un frío silencio. Por eso,
fingiendo hilaridad, solté una risita. Y, como vi en el acto, en
vano.
- Hace mal en reírse, Galái. El Farman-20 tenía
una velocidad de aterrizaje de treinta kilómetros por hora, y la del
U-2 es de sesenta. Tomando en consideración que el efecto producido
en la psiquis del piloto es proporcional a la velocidad elevada al
cuadrado, obtendremos que la tensión al aterrizar con el U-2 es
cuatro veces mayor que con el Farman-20.
La aritmética era exacta. No se podía objetar
nada...
No creo que Vetchinkin se propusiera en serio
volar solo, sin instructor a bordo, en el U-2. Además, el motivo que
había expuesto de comprobar "personalmente" algunas ideas
científicas en vuelo, no parecía, francamente, muy persuasivo. Lo
más seguro sería que aquel gran sabio y anciana persona se sintiera
simplemente atraído por el espacio, cuyo subyugante magnetismo
experimentara ya en la juventud.
Era imposible no comprender su deseo, que
despertaba simpatía y respeto.
* * *
Pasados varios años, proseguí la experiencia
pedagógica que adquirí en los vuelos con Vetchinkin. Se entiende que
tanto antes como después tuve y he tenido ocasión de explicar a
colegas míos problemas metodológicos sueltos de los vuelos de
ensayo, así como de enseñar a pilotos profesionales a volar en tipos
de aparatos nuevos para ellos. Pero esa era otra cosa: en esos
casos, del "alumno" requeríase únicamente que aprendiese algunas
particularidades del aparato y los regímenes de vuelo recomendados.
No era labor de instructor en el pleno sentido de la palabra. Sólo
tuve ocasión de dedicarme seriamente a ello en una escuela.
Hay distintas escuelas.
Decimos: escuela rusa de baile clásico. O
escuela de Física del académico fulano de tal. Claro es que existen,
también escuelas de pruebas en vuelo en ese sentido de la palabra.
En fin de cuentas, cada piloto probador, consciente o
inconscientemente, sigue una de esas escuelas.
Pero existe también una escuela de pilotos
probadores en el sentido más directo, en el sentido literal de la
palabra. Una escuela como establecimiento de enseñanza. Se organizó
en nuestra industria de la aviación poco después del fin de la
guerra.
A mí me encargaron dar clases de metodología de
las pruebas en vuelo.
En un principio me fue bastante difícil. Todo
era único allí: tanto el conjunto de los oyentes como el curso, que
se hubo de componer para ellos "de la nada", y el propio orden de
las clases: yo explicaba conferencias en un aula, y luego montaba
con cada uno de mis alumnos en un avión (las más de las veces era un
caza de dos plazas) para practicar en el aire los procedimientos que
acababa de referir ante el encerado. No estoy seguro de que todo me
resultara impecable. Dígase lo que se quiera, me faltaba a todas
luces experiencia tanto de instructor como de profesor, en general.
Pero no había de donde sacar el personal necesario para la escuela:
probadores expertos que fueran simultáneamente pedagogos e
instructores. Obtuvimos personal que poseyera tan inusitada
combinación profesional varios años después entre los alumnos que
terminaron el curso de estudios en esta escuela, luego que hubieron
trabajado cierto tiempo como probadores y retornado a ella como
instructores. Son V. Komarov, M. Agafónov, M. Kotélnikov, N. Nuzhdín,
G. Teleguin y L. Fomenko.
Mas las imperfecciones del método de enseñanza,
así como la inexperiencia de los alumnos, las compensaron con creces
los oyentes de la primera promoción con su aplicada laboriosidad,
afán de saber y empeño por llegar a ser probadores de verdad.
Y ese deseo de ellos, al menos el de su gran
mayoría, se cumplió. Luego han seguido distintos derroteros,
caprichosos los de unos, inconstantes los de otros y cortos los de
muchos en la aviación. Pero difícil será hallar a uno de los pilotos
de la primera promoción que no diera que hablar por uno u otro
motivo durante los años siguientes a la terminación de los estudios
en nuestra escuela.
V. Komarov, uno de los primeros probadores
jóvenes que recibió el título de ingeniero aeronáutico sin abandonar
los vuelos, se distinguió mucho, participando en las pruebas de
pesados aviones de pasajeros, lerdos en maniobrar, para hacerles
entrar en barrena. ¡Les hacían ejecutar intencionadamente esa figura
totalmente bárbara y a sabiendas peligrosa para naves como aquéllas!
Les hacían entrar en barrena para averiguar la manera de salir de
ella por si ocurría casualmente algo parecido debido a poderosas
perturbaciones aéreas en las corrientes de la estratosfera. El
camino hacia la seguridad pasa por el peligro: tal es la dialéctica
de la aviación.
Participar en semejantes pruebas con los
expertos pilotos Anojin, Kovaliov y Jápov fue para Komarov algo así
como un "certificado de aptitud".
F. Búrtsev tuvo ocasión de mostrar su habilidad
en otras condiciones: despegando en vuelo con una pequeña avioneta a
reacción, colgada bajo el ala de un pesado avión portador. El
adiestramiento en esa clase de despegue es, de por sí, un problema.
Pero no terminaba en eso la cosa. A continuación, el pequeño e
inestable aparato iba conducido por un autopiloto. ¡No resulta muy
agradable volar a escasa altura y enorme velocidad sin sujetar los
mandos en las manos! Este es un caso en el que la "ociosidad" es
peor que el trabajo más pesado. Máxime, teniendo en cuenta que el
funcionamiento del autopiloto no era muy seguro en un principio:
para ponerlo en su punto, estos vertiginosos vuelos se tenían que
repetir multitud de veces. Bien es verdad que el piloto podía
desconectar el mecanismo automático en cualquier momento y tomar la
dirección en sus manos. Para ello no había que mover sino la llave
de un solo interruptor que estaba en el sitio más visible del
tablero de los aparatos de a bordo. Más ¿cuándo? Un segundo de
retraso, y sería ya tarde: repito, las pruebas se verificaban a muy
poca altura. Un segundo de "adelantamiento", cuando apenas empezara
a manifestarse algo anormal en el funcionamiento del mecanismo
automático, y todo el vuelo podrías considerar nulo: el defecto no
quedaría registrado en las cintas de los aparatos automáticos, no se
daría a conocer, no proporcionaría los datos necesarios para poner a
punto... Era muy estrecha la senda que pasaba entre el abrupto
precipicio de lo irremediable y la infranqueable muralla de lo
desconocido. Los pilotos que efectuaron las pruebas, incluido
Búrtsev, muy joven aún a la sazón, supieron recorrer muchas veces
esa senda que no perdonaba las equivocaciones. ..
El trabajo de Yu. Alashéiev obtuvo, quizás, la
mayor popularidad. Le cayó en suerte elevar al espacio por primera
vez y probar hasta el fin en vuelo uno de los aviones que han hecho
época, que han abierto una nueva página en la historia de la
aviación: el Tu-104, avión a reacción de pasajeros. Ahora abundan
estos magníficos aparatos, cada uno de los cuales llevan una
partícula del trabajo de su probador y surca las líneas aéreas de la
Unión Soviética y de todo el mundo. Y es una pena que Yuri Alashéiev
ya no pueda ni podrá jamás alegrarse de ello con nosotros...
A. Kazakov fue a parar directamente de la
escuela de pilotos probadores a una importante fábrica de aviación.
Lo designaron pronto segundo piloto de un aparato sometido a pruebas
de control según un programa ampliado. Siguiendo el programa, en un
vuelo se requería hacer una enérgica maniobra, con una sobrecarga
dada, a gran altura y bastante velocidad, en el umbral de la barrera
sónica. Luego se discutió mucho si la tarea se podía cumplir, en
general. Mas eso era ya agitar los puños al aire después de una
riña. En el vuelo, la nave, que pesaba varias decenas de toneladas,
se desplomó desordenadamente, sin obedecer a los mandos. ¡En la
caída había algo de barrena, crisis de onda y quién sabe qué más!
El piloto que gobernaba la nave no pudo
recuperar el mando y, considerando que la situación no tenía salida,
ordenó precipitado:
- ¡Tripulación, abandonen el aparato!...
¡Catapúltense!..
Y se disparó en seguida él mismo. Pero la
catapulta no estaba calculada para su empleo a aquella velocidad. No
se salvaron ni el jefe de la nave ni los tripulantes que cumplieron
su orden...
Al narrar esta tragedia, lo más fácil es
comparar la conducta del jefe de la nave con la de un capitán que
abandona el primero su embarcación naufragante y censurarlo sin más
ni más. Pero, en realidad, la situación era complicada: según todas
las reglas existentes, el piloto abandona el último el avión que
obedece a los mandos. Pero si no obedece a los mandos, lo abandona
simultáneamente con toda la tripulación. El piloto de que hablamos
consideró a todas luces que la situación era ésa precisamente, creyó
que la nave no obedecía a los mandos. Y en realidad, así era en
aquel momento. Más, ¿tal vez se pudiera recuperar el mando sobre
ella? Eso es lo que no supo apreciar bien el jefe de la nave. Y pagó
su equivocación con la vida. A veces es difícil trazar en la
aviación una frontera entre el error y la culpa. De seguro que en
este caso hubo, a pesar de todo, lo uno y lo otro...
¿Y Kazakov? Pues no perdió la serenidad. Ora
sintió que todo aquel desorden era debido a la crisis de onda, y que
en capas más densas y cálidas de la atmosfera cesaría por sí mismo,
ora decidió simplemente que aún estaban a gran altura y no tenía
sentido catapultarse desde ocho mil metros, pudiéndose hacer también
eso desde tres mil.
Como quiera que fuese, se mantuvo en su sitio,
retuvo "por los pelos" a los tripulantes que aún no habían tenido
tiempo de abandonar el aparato y siguió las tentativas tenaces y
metódicas de poner el aparato en vuelo normal.
Finalmente -¡como recompensa por la serenidad y
porfía! -el avión obedeció. Por algo se dice que el piloto que ha
utilizado en una situación difícil noventa y nueve probabilidades de
cien no puede considerar que lo haya hecho todo. ¡Aún le queda la
centésima probabilidad!
Cuando Kazakov tomó felizmente tierra con el
avión en su aeródromo, lo primero que le interrogaron fue:
- ¿Por qué no te catapultaste?
Y entonces comprendió que, no bien había salido
de una situación difícil, entraba inmediatamente en otra, no menos
complicada, aunque de orden completamente distinto, puramente ético.
Responder que no había abandonado el aparato por haberle parecido
prematuro, significaba poner en tela de juicio el proceder de su
jefe cuya muerte aún desconocía Kazakov en aquel momento. ¿Qué
decir? ¡Que no había podido catapultarse! Le preguntarían en el acto
el porqué. Y murmuró algo ininteligible acerca de que la
catapulta... no había funcionado.
No obstante -tal es la particularidad de la
mayoría de las colisiones éticas- al desatascar un pie, atascó
ineludiblemente el otro. No pudo portarse con la misma
caballerosidad con todos. La versión de que la catapulta no había
funcionado dejaba en buen lugar al primer piloto, pero... ponía en
entredicho a otras personas, en primer lugar a los peritos que
respondían del apresto de los medios de salvamento. Como era de
esperar, estos peritos se lanzaron en el acto hacia el asiento del
segundo piloto y descubrieron sin la menor dificultad que estaban
intactos los alambres que se arrancan al tirar de la palanqueta de
la catapulta. La variante amañada a escape "no coló". Kazakov hubo
de contarlo todo tal y como había sucedido. Máxime habiéndose
enterado ya del trágico fin de su jefe.
Claro es que se puede censurar al joven piloto
por todas esas argucias, no muy hábiles. No está bien mentir. En
efecto, está mal, sin duda alguna, y eso es una verdad que sabemos
todos desde la más tierna infancia.
Pero no he podido menos de referir toda esta
historia con tantos pormenores porque veo en la conducta de Kazakov
"gran nobleza y no sólo valiosos rasgos profesionales: serenidad,
porfía y constancia. Es relativamente fácil encontrar a personas
capaces de portarse dignamente en una situación peligrosa. Pero
abundan mucho menos quienes no sienten en esos casos que lo más
importante sea la impresión producida en otros. Kazakov mostró ser
precisamente una de esas pocas personas. En casos como el referido,
lo profesional va indisolublemente ligado con lo ético. Y cuando
Alexandr Kazakov obtuvo el título de Héroe de la Unión Soviética el
primero entre los pilotos que cursaron estudios en la escuela de
probadores, todos sus camaradas, colegas y maestros, se llevaron una
gran alegría.
D. Ziuzin, piloto de caza, vino a la escuela
siendo ya Héroe de la Unión Soviética: durante la guerra conocían
bien su nombre en la cuenca del Mar Negro. Desde el punto de vista
de la "carrera" pisaba, como suele decirse, terreno bien firme. Pero
el mesurado ascenso por el escalafón de las graduaciones, cargos y
títulos no le satisfacía. Se sintió atraído por otro trabajo
creador: por las pruebas de aviones. En la escuela estudió con
provecho, tanto en las aulas como en el aire. Recuerdo cómo solté a
este inveterado piloto de caza, en un bimotor de transporte, tras
darle nada más un vuelo de instrucción, sin otros de entrenamiento.
Y el experimento salió a las mil maravillas. Ziuzin realizó un vuelo
impecable, confirmando una vez más mi vieja convicción de que no hay
pilotos "innatos" de caza, bombardeo o asalto, sino... buenos y
malos pilotos. Posteriormente Ziuzin trabajó bien probando aviones
en una de las primeras oficinas de diseños de nuestra industria de
la aviación. Y, además, ha sido seguramente el primer piloto
probador soviético que ha tomado la pluma: sus Ensayos a velocidad,
ricos de fondo e interesantes, han sido bien acogidos por los
lectores y se han agotado rápidamente.
L. Minenko, piloto de asalto durante la guerra,
se hizo, al terminar el curso de la escuela, probador de cazas
supersónicos y progresó tanto en esa ocupación que, pocos años
después, ha encabezado un ducho conjunto de probadores de una de las
mayores fábricas de aviación.
Y V. Vólkov, antes piloto de bombardeo en
picado, es ahora el piloto probador jefe de una oficina experimental
de diseños de carácter universal: en ella se diseñan bombarderos,
cazas y aeroplanos de escuela y entrenamiento. De manera que la
preciosa cualidad de piloto probador no le ha hecho falta sólo para
ser "erudito en general", sino para el trabajo cotidiano,
ordinario...
En nuestros días, los alumnos que terminan el
curso de instrucción en la escuela de pilotos probadores constituyen
la médula de nuestra corporación de aviadores dedicados a ensayar
aeroplanos. Ellos ejecutan los trabajos más complicados, arriesgados
e importantes. Trabajos sin los que no podría desarrollarse ni la
aviación ni la astronáutica.
Y cuando, sosteniéndose sobre la elástica
columna de su propio chorro de reacción la primera astronave se pose
en la superficie muerta de la Luna, y luego, una vez cumplido el
programa encomendado de investigaciones, vuelva a ascender y
emprenda el lejano camino de retorno a la Tierra, el astronauta
recordará con cálidas palabras a todas las personas cuyo trabajo
constituyera la base de su hazaña, incluidos entre ellos, y no en
último lugar, los pilotos probadores.
¡El reconocimiento y la gratitud de aquellos
para quienes se abre el primer y angosto sendero por la
infranqueable fronda de lo desconocido!
¿Puede haber mayor recompensa para un piloto
probador?... |