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MARK GALÁI: "PROBADO EN EL CIELO"

(De las notas de un piloto probador)

 

Realizado por calquin24

 

Mark Galai, nacido en 1914, un piloto probador benemérito de la URSS, Héroe de la Unión Soviética

 

MARK GALAI es autor de dos libros: Sorteando barreras invisibles (de las notas de un piloto probador), publicado por la Editorial La Joven Guardia en 1960 y Probado por el tiempo, publicado por la misma Editorial en 1963. En el presente volumen se incluye un fragmento del segundo libro de Galái.

EL CIENTO VEINTICUATRO

Una inmensa nave a reacción rueda lentamente hacia la línea de despegue; las turbinas giran a pocas revoluciones. Va a remontar el vuelo por primera vez. El primer vuelo de un nuevo avión experimental es lo más interesante que puede tocarle en suerte a un piloto probador. ¡Sobre todo si es el primer vuelo de un avión como éste! Ni la industria de la aviación nacional ni extranjera había construido aún aparatos de semejantes peso y magnitud. De ponerlo de costado, como en un viraje sobre el ala, de manera que un extremo del plano de sustentación se apoye en el suelo, el otro extremo estará a la altura del tejado de una casa de doce o trece plantas.

Acabamos de estrechar la mano al jefe de la estación de vuelos experimentales, al ingeniero que dirige las pruebas, al adjunto del ingeniero jefe y a muchos otros amigos nuestros: nos despiden decenas de personas. Aún serían muchos más si no temieran "estorbar"; sólo por eso, cuantos no tienen una relación directa con el vuelo del nuevo aparato, se mantienen demostrativamente a un lado.

Durante el rodaje pruebo los frenos y el timón de deriva, pongo los flaps en posición de despegue, y voy atento a las indicaciones de los aparatos de a bordo. Todo marcha "como un reloj".

Desde la cabina del piloto, puesta como nido de golondrinas en la misma proa del avión, se ve, como desde un balcón, la pista de despegue, que se prolonga varios kilómetros, y el campo nevado de aviación con decenas de aeroplanos por sus extremos. Ninguno de ellos se dispone a volar ahora: el cielo de la zona de pruebas está despejado para el nacimiento de otro hermano más de ellos.

Desde el extremo opuesto del campo de aviación, entre la neblina de la helada, se vislumbran los contornos de los hangares del Instituto, que me fue familiar un tiempo, Instituto en el que trabajé catorce años, sin duda los mejores de mi vida...

Por más que ahora no es tiempo de evocaciones líricas. Llegamos al lugar de despegue.

Tras dar la vuelta a lo largo del eje de la pista de despegue y sujetar el aparato con los frenos, probamos por última vez uno tras otro, al máximo de revoluciones, los cuatro potentes motores.

Las indicaciones de los aparatos de a bordo son normales. A oído parece que también está todo bien (los aparatos de a bordo, claro es, son imprescindibles, ¡pero en la aviación hace también falta un oído tan bueno como el musical!). Por si acaso, vuelvo la cabeza hacia el ingeniero de a bordo Lopujov, viejo amigo mío, con quien la fortuna me ha reunido de nuevo a bordo de una misma nave:

- Konstantín, ¿qué te parece?

- Que todo va bien. Se puede despegar.

- Está bien... Y en la popa, ¿qué tal las cosas?

En los auriculares del casco suena la sosegada voz de Sokolov, observador de popa, el único miembro de la tripulación que ve con sus propios ojos partes tan importantes del avión como son los bordes de salida de las alas, el timón de profundidad y los motores.

- Perfectamente, mi jefe. Las eyecciones son buenas. Los flaps están en posición de despegue. No tengo nada que objetar.

Paso a la radiocomunicación exterior y pido al puesto de mando permiso para despegar. El dirigente de los vuelos no puede expresarnos sus votos, lanzando directamente al éter un texto sin cifra, de que nuestro primer vuelo en este aparato sea feliz. Lo coartan las rígidas reglas de la radiocomunicación, y sólo puede poner el máximo calor en la voz, que conocemos bien, al pronunciar las secas palabras reglamentarias:

- Cuarto, soy la Tierra; permitido el despegue.

Debido al funcionamiento de los motores al máximo de revoluciones, trepida todo el cuerpo del enorme avión.

- ¡En marcha!...

Sueltos los frenos, la nave aérea arranca del sitio, y, cada segundo que pasa, aumenta su velocidad y avanza" rauda. Las losas de la pista de hormigón forman una centelleante cinta continua.

Veo con el rabillo del ojo a un pequeño grupo de personas cerca de la pista de despegue, enfrente del lugar en que, según los cálculos, debemos desprendernos de la tierra.

El avión alza suavemente la proa... Un segundo más... Otro... Y se extingue el menudo temblor que las macizas ruedas del tren de aterrizaje producen al correr por el hormigón, temblor que se distingue incluso en medio del estrépito y trepidación de los motores en funcionamiento... Se siente con todo el cuerpo cómo, al impetuoso avance del avión, se agrega un ligero movimiento ascendente, apenas perceptible, como un soplo...

¡Estamos en el aire!

Noto, de manera casi subconsciente, que nos desprendemos de la tierra precisamente enfrente del grupo de personas que están a un lado. No va mal: desde el primer instante del vuelo empiezan a recibirse confirmaciones de que los cálculos son acertados. ¡Quiera Dios —o quien sea, en su lugar- que recibamos el mayor número posible de confirmaciones de ese género!

Mas no, en la aviación no sucede así. Al menos durante los primeros vuelos de los nuevos aviones.

Apenas mi exigente subconsciente tiene tiempo de dirigir al destino tamaña solicitud indecorosa, cuando su hermana la conciencia, más sensata, registra la primera desviación, muy seria, de la norma.

Al despegar, el aparato empieza a empinar enérgicamente la proa: a encabritarse. Si se le deja, perderá velocidad y caerá. ¡Hay que hacerle bajar a toda costa la proa! Pero es más fácil decirlo que hacerlo.

¿Qué diablos pasa? Este encabritamiento me persigue desde los primeros vuelos. Así sucedió con el MiG-9, primer avión a reacción de nuestra industria aeronáutica; lo mismo se repite ahora. Con la única diferencia que ahora tengo en las manos una nave que supera al MiG-9 en peso y masa -y, por tanto, en inercia- ¡en decenas de veces! No reacciona inmediatamente a las manipulaciones del piloto, no bien toca éste la palanca, como una caza, sino con lentitud, sin apresurarse, como si "reflexionase" antes. En un aparato pesado es mucho más difícil corregir cualquier desviación, ¡sobre todo una pérdida de velocidad!

Procuro corregir la perversa tendencia de la desmandada nave a encabritarse, y empujo el volante con todas mis fuerzas.

Pero el recorrido del volante no es ilimitado; un poco más, y dará en el tope, delante del tablero de los aparatos de a bordo: el timón de profundidad estará en su posición más baja. Y el avión sigue encabritándose. Verdad es que algo más despacio que en el primer momento en que despegó del suelo, ¡pero sigue encabritándose!

Y en el mismo instante (vieja regla: ¡la desgracia nunca viene sola!), entre el estruendo de los motores en marcha se oye un seco chasquido: un9 de los motores se ha parado. ¡Se ha parado indecorosamente en el momento menos apropiado para ello!

Los manipuladores de la puesta en marcha están donde el segundo piloto. Quiero mandarle que ponga rápidamente en marcha el motor, pero no me da tiempo. N. Goriáinov, el segundo piloto, que hace unos años nada más ha terminado los estudios en la escuela de pilotos probadores, pero ya ha ganado prestigio por su excelente técnica de pilotaje, tenacidad en los vuelos y valentía, hasta excesiva a veces, está ya operando: mueve las palanquitas de unos interruptores, oprime unos botones y, poco después, da parte:

- El tercer motor está en marcha y a las mismas revoluciones que los otros.

¡Me imagino con qué desgana se habrá distraído Goriáinov para poner en marcha el motor que fallara tan inoportunamente, pues él veía tan bien como yo este creciente encabritamiento del diablo y comprendía con claridad cómo acabaría irremediablemente si no se vencía en los próximos segundos!

Se dice pronto, vencerlo. Mas, ¿cómo?

El volante ya está avanzado hasta el tope. Si se repliega el tren de aterrizaje, todavía será peor: desplegado, aún da, aunque sea pequeño, cierto momento de picado. ¿Los flaps? Quién sabe: pueden ayudar y, por el contrario, pueden acentuar las tribulaciones; en todo caso, no estamos para experimentos.

Al parecer, no queda más que un recurso: disminuir la impulsión de los motores.

A primera vista parece completamente absurdo. En cada despegue, máxime en el del primer vuelo de un avión experimental, el piloto procura, ante todo, alcanzar gran velocidad y alejarse de la tierra, asegurándose así las debidas estabilidad, manejabilidad y libertad de maniobra. Por eso también deben funcionar a todo gas los motores hasta alcanzar una altura de varios centenares de metros por lo menos. Por tanto, resulta más que extraño disminuir los gases en respuesta a la amenaza de... ¡pérdida de velocidad!

Todo eso es justo, en general. ¡Más no ahora!

No es tiempo de tomar resoluciones estereotipadas: no tengo a mi disposición métodos "legales" de influir en la nave. Probaré los extralegales.

Hace diez años, cuando en el MiG-9 se me rompió un empenaje, logré sustituir el efecto del timón de profundidad alterando el tiro de los motores. Ahora, gracias a Dios, no hace falta sustituir el timón: bastará con que el "juego" del tiro de los motores le ayude algo.

Con la mano izquierda recojo suavemente los gases. Se nota que la velocidad disminuye. Percibo con todo el cuerpo cómo desaparece la tendencia del avión a avanzar, cómo la impulsión se aminora. El encabritamiento disminuye a todas luces, pero... simultáneamente se pierde velocidad. Toda la cuestión consiste en qué prevalecerá.

Unos segundos más de "cavilaciones" de la enorme nave... Y su proa empieza a descender lentamente. Estabilízase también la velocidad...

¡Parece que hemos vencido!

No, aún no hemos vencido del todo. Para vencer el encabritamiento he de aminorar la impulsión de los motores mucho más de lo que esperaba. No está claro si será suficiente la poca que resta para efectuar el vuelo sin perder altura. ¡No tenemos altura para perder! Los campos nevados y las arboledas de los alrededores del aeródromo pasan raudos muy cerca de nosotros, pues volamos a unas decenas de metros nada más por encima de ellos.

Preciso con dos o tres movimientos más de las palancas de los gases las revoluciones de los motores, y todo queda en su sitio: la nave, expulsando con un susurro los chorros de reacción de los motores a pocas revoluciones, vuela estable, tomando, mejor dicho, "arrebañando" cada segundo medio metro o un metro de altura. Vuela a una velocidad muy modesta, con el volante avanzado casi hasta el tope, ¡pero vuela!

Lanzo una mirada al cronómetro. Desde que empezamos la carrera del despegue han transcurrido poco menos de dos minutos.

Volvemos a aproximarnos al aeródromo, describiendo un amplio círculo sobre sus alrededores y alcanzando finalmente la altura requerida de quinientos metros. El uniforme borde inferior de los estratos se extiende casi encima de nosotros. Por algunos sitios, a los lados, inclinadas columnas semitransparentes de nevadas aisladas infringen el invernal paisaje negro-blanco.

Sobre el blanco fondo de los campos que rodean el aeródromo, las limpias pistas de hormigón gris oscuro destacan como rieles de acero negligentemente arrojados por alguien y caídos en forma de equis sobre la nieve.

En la cabina se crea una tranquila atmósfera de trabajo.

De tiempo en tiempo se oye en los auriculares algo así como el bordoneo de una abeja. Es el ingeniero Tsarkov, que conecta los aparatos registradores: en el primer vuelo son valiosas todas las anotaciones. Preguntan desde tierra:

- ¿Cómo va?

Respondemos:

- Normalmente.

Es verdad; ahora todo marcha, en efecto, normalmente, de no contar el volante avanzado casi hasta el tope y, como consecuencia, nuestras posibilidades, muy limitadas, de aumentar la velocidad y tomar altura. Mas ya no tenemos necesidad de elevarnos más. Ahora no nos queda más que descender... A propósito, ya va siendo hora.

Estamos en la última recta. Bájanos los flaps y establecemos la velocidad recomendada por el cálculo.

- Parece que la velocidad es algo grande. Nos quedaremos muy largos -objeta Goriáinov.

Presiento lo mismo. Pero, al aterrizar con un aparato que aún no ha tomado nunca tierra, no me arriesgo a oponer mi intuición a la conclusión escrita de un organismo científico muy competente, y me aproximo a tierra manteniendo cuidadosamente, kilómetro tras kilómetro, esa velocidad recomendada.

La "ciencia" nos deja en mal lugar por esta vez. Según comenta luego Kostia Lopujov, pasamos "cantando" de largo el empiece de la pista de aterrizaje, dejamos atrás a la intranquila muchedumbre que nos está esperando y aterrizamos con serio "marro" después de soltar yo el paracaídas de freno. ¡Prueba a determinar cuándo hacer caso a la "intuición de vuelo" y cuándo a las frías cifras del imparcial cálculo! Para no salimos del trecho que nos queda de pista, he de apretar bien los frenos. Y, como es de esperar, puesto que los frenos nos hacen tanta falta, en el sistema hidráulico se rompe algo, y los frenos fallan en el acto y por completo. Menos mal que ha quedado en buen funcionamiento el sistema de frenado de urgencia. Sólo con él paramos la mole de nuestra nave cerca del fin de la pista.

¡Hemos acabado! El primer vuelo está ejecutado. Y, en general, con éxito.

Sí, sí, cómo no, ¡con éxito! Pese a todas las complicaciones ocurridas en el vuelo, ha quedado establecido que el aparato despega, aterriza y da libremente los virajes en el aire, que casi todos los sistemas funcionan normalmente y, lo principal, tras realizar algunos trabajos pequeños y sencillos, los vuelos se podrán seguir según el programa. Para eso no hace falta otra cosa, en el fondo, que cambiar algo (las anotaciones de nuestro vuelo dirán exactamente en cuánto) la posición del estabilizador para eliminar la tendencia al encabritamiento, reforzar los tubos del sistema hidráulico y regular mejor los mecanismos automáticos del tercer motor.

¿Y nuestras aventuras? Tal vez no haya estado mal que ocurran en el primer vuelo. ¡Menos fundamento quedará para esperar sorpresas del aparato en el futuro!

En efecto, adelantándonos, podemos decir que así precisamente ocurrió luego. La nave de este tipo, obra de un conjunto grande y de talento, dirigido por el insigne ingeniero aeronáutico soviético V. Miasíschev, pasa con éxito todas las pruebas, se fabrica en serie durante varios años y se granjea el amor y la confianza de todos los pilotos militares que empuñan su volante.

En mi cartilla de vuelo queda inscrita, en la columna "Tipos de aparatos", con el número ciento veinticuatro.

* * *

Ciento veinticuatro tipos...

¡En qué aparatos no habré tenido que volar!

Ha habido entre ellos aviones, planeadores y helicópteros.

Han pasado por mis manos -bien es verdad que con mucha menos frecuencia de lo que yo deseara- aparatos experimentales únicos. Ha habido también otros, fabricados en serie, probados ya por alguien antes de volar yo en ellos y caídos en mis manos para hacer algunas investigaciones complementarias.

Algunos de ellos, como el caza a reacción MiG-9, por ejemplo, o el bombardero superpesado a reacción, de cuyo primer vuelo acabamos de contar, han ocupado con derecho un lugar destacado en la historia de nuestra aviación. Otros, por el contrario, desaparecieron de su horizonte, habiendo pasado apenas fugazmente sólo en el ejemplar de prueba, que defraudó las esperanzas puestas en él.

En algunos aparatos he volado centenares de horas, mientras que en otros he hecho un solo vuelo, las más de las veces para dar una calificación de sus propiedades de pilotaje.

Entre esos 124 tipos ha habido aparatos apacibles, sin malicia, sencillos de pilotar. Ha habido también "tigres" que, para domarlos, se sudaba la gota gorda.

Ha habido aparatos bastante feos, y otros han sido muy bonitos. A propósito, vengo notando hace mucho tiempo que un aparato bonito, que alegra la vista con sus líneas, suele, además, volar bien. Creo que este fenómeno, casi místico a primera vista, tiene su explicación plenamente racional: a juicio mío, ocurre precisamente a la inversa: un aparató que vuela bien empieza a parecemos "bonito". Lo estético se forma en este caso por influjo de lo racional...

Entre los tipos de aviones que he volado ha habido algunos que me han enseñado mucho. Ha habido otros que, después de volar en ellos, no me han dejado sentir aumento perceptible alguno de mi experiencia: volaba en ellos, y en eso quedaba todo. Por más que, en honor de la verdad sea dicho, aparatos de ésos -que no me enseñaron nada- me salieron principalmente, no sé por qué, al principio de trabajar como piloto probador. Unos años después desaparecieron misteriosamente: cada aparato siguiente ha enriquecido sin falta de algún modo mi experiencia, mis conocimientos, las opiniones que me había formado. De manera que, tal vez, no todo consistiera en los aviones nada más...

No he mencionado por casualidad las opiniones que me había formado. Sin esas opiniones, particularmente sin una firme concepción acerca de "qué está bien y qué está mal", no encontrará uno el camino acertado en nuestra profesión.

Tomemos, por ejemplo, el problema, al menos, de los aviones denominados "rigurosos", como el R-í, de reconocimiento, o el caza 1-16, de los que se decía en su tiempo, con entusiasmo:

- ¡Esos sí que son buenos aparatos! En ellos hay que volar con tiento: por poco que se exceda uno de meter el pedal o tirar de la placa, ya se puede despedir, ¡se viene abajo! Ni que decir tiene que en ellos aprendió a volar como es debido toda una generación de pilotos...

En efecto, de la persona que hubiese aprendido a volar bien en uno de esos aparatos se podía decir con toda seguridad: "¡Es un buen piloto!"

¡Pero cuánta gente, que carecía de ese talento (o, lo que era una verdadera lástima, aún no lo había adquirido), pereció, al dar con uno de los famosos "rigores" de esos aviones caprichosos por demás!

El avión no debe requerir de quien lo pilote tanta atención y entrenamiento como, pongamos por caso, la profesión de acróbata o malabarista. Y, en este caso, no se trata simplemente del carácter relativamente "masivo" de la profesión aviatoria, en comparación con la de los artistas de circo, sino, ante todo, en que, para el aviador, el pilotar no es un fin. La mayor parte de su atención debe quedar libre para ejecutar conscientemente otras funciones, que son, en el fondo, las que motivan el vuelo.

Los pilotos probadores que ponen a punto, con arreglo al nivel de su maestría, digamos, "a su gusto", y, por si eso fuera poco, en condiciones de vuelo "de deporte y entretenimiento", las cualidades de pilotaje de los aeroplanos que pasan por sus manos, hacen un flaco servicio a nuestra aviación. Cuando en un aparato, puesto a punto de tal guisa, sube un joven piloto recién salido de la escuela, y no un probador, y se remonta en él a reñir un combate real, duro y, a veces, desigual, y no a la zona de entrenamiento, a ejecutar figuras de acrobacia aérea, las virtudes que se adjudican a ese aparato tórnanse a menudo en defectos. Efectivamente, sin concepciones "firmes" no pone uno a punto un aparato.

Son pocas las cosas que coadyuvan tanto a formar esas concepciones como la experiencia de los vuelos en diversas condiciones, en cumplimiento de distintas tareas y, ante todo, en aparatos de diferentes tipos. De modo que "coleccionar tipos" no es, ni mucho menos, un deporte o una pasión de coleccionista, como se piensa a veces.

El número de tipos volados es algo así como el pasaporte de un piloto probador.

No es posible, claro está, medir la fina y diversificada calificación de un piloto sólo por una cifra, aunque sea muy peculiar. Eso sería muy cómodo, demasiado cómodo, para valorar y distribuir al personal volante.

Pero el número de aviones volados da, indiscutiblemente, una primera impresión, una impresión "aproximada" de la fisonomía del probador, de la misma manera que el número de vuelos de combate ejecutados caracteriza la madurez del piloto militar, y el número de horas de vuelo por líneas aéreas, la del piloto civil.

Entre los probadores soviéticos hay muchos que han pilotado más de cien aparatos de distintos tipos. Son Kokkinaki, Ribkó, Shiyánov, Anojín, Stefanoski, Niújtikov, Antípov y otros.

Por cierto que, después de haber pilotado treinta o cuarenta aparatos, cada uno de los siguientes recuerda sin falta, en cierto modo, alguno de los precedentes, y cada vez le va resultando a uno más y más fácil pilotarlos.

Pero jamás está garantizado ningún piloto contra un "fallo" casual.

Hace muchos años, cuando éramos aún pilotos muy jóvenes, un amigo me contó un vuelo que había realizado en un bimotor de bombardeo a gran distancia:

- El aparato tomó carrera, despegó, pensé que ya estaba todo bien, que todas las complicaciones habían quedado atrás: sabía que lo difícil de aquel aparato era el despegue; en lo demás se comportaba bien. Era ya tiempo de cambiar el paso corto de las hélices por el largo. Levanté la mano izquierda de las palancas de los gases; tomé la del paso de las hélices y la empujé con brío. En el mismo instante... ¡me hundí en el fondo de la cabina! No veía nada. El volante había quedado por encima de la cabeza... -dijo el narrador, levantando las manos para mostrar cómo se sujetó al volante, que "había quedado por encima de la cabeza"-. ¿Qué hacer? Tiré con movimiento reflejo de esa palanca para volverla a su posición de antes... ¡y me vi en el acto subido! Miré en derredor con ojos de asombro, y me pareció que todo iba bien, pues había estado "ausente", de seguro, unos dos o tres segundos, de manera que en aquel tiempo no pudieron haberse operado cambios de importancia... ¿Qué había ocurrido? Sencillamente: había juntas dos palancas: la del paso de las hélices y... la del regulador de altura del asiento. Me equivoqué de palanca, y yo mismo bajé el asiento hasta el fin. Eso fue todo.

Esta divertida historia, contada con mucha gracia por el protagonista, se la hacían repetir multitud de veces y figuraba invariablemente en el repertorio de las novelitas cómicas, debido, seguramente, a su "feliz desenlace" clásico (como lo requieren las obras de este género).

En la aviación también se suelen coleccionar sucesos cómicos. Y no sólo por ganas de regocijo. De ellos también se sacan consecuencias tan útiles como de cualesquiera otros sucesos.

La primera conclusión que dimana del caso referido es clara: el piloto debe conocer a la perfección su cabina. Es algo que afirmará cada aviador. Mas el piloto probador agregará sin falta que, al distribuir los mandos y aparatos de a bordo en la cabina, en modo alguno se deben colocar dos palancas parecidas, pero de distinta designación, una al lado de la otra.

Al remontar el vuelo en un aparato nuevo, se debe conocer sin falta su "talón de Aquiles". Lamentablemente, lo tienen -al menos al principio de las pruebas- casi todos los aparatos. En unos se manifiesta en una inesperada e impetuosa tendencia a entrar en picado cerca de la velocidad sónica; en otros es un brusco hundir la proa debido a los desmesurados movimientos del volante, estando bajados los flaps; en los terceros es un enérgico e incontenible encabritamiento con la subsiguiente pérdida de velocidad y desplome al cruzar la turbulencia de la agitada atmósfera.

A primera vista resulta paradójico; pero, si se reflexiona, es completamente lógico que esas "arrancadas" sean particularmente peligrosas en los aparatos apacibles y dóciles, que se manejan con facilidad y ligereza. Precisamente en virtud de esa falta de malicia de semejantes aparatos, el piloto se acostumbra a tener plena confianza y se queda atónito cuando el aeroplano le presenta pérfidamente su sorpresa, aunque sea la única (¡más no hace falta!).

De seguro que la principal preocupación del piloto probador es encontrar "el talón de Aquiles" de cada nuevo aparato. ¡Buscarlo y encontrarlo cuanto antes! Y lo mejor de todo, durante las pruebas del primer ejemplar experimental.

A propósito, esa labor podrá realizarla antes la persona que tenga experiencia de vuelo en aparatos de muchos tipos.

* * *

Nuestra oficina de diseños es "joven", cuenta sólo con varios años de existencia, pero ocupa ya un lugar bastante notable en la aeronáutica nacional, y en la mundial también. Mi futuro "ahijado" -el avión cuyo primer vuelo he referido- está todavía en los planos cuando se eleva al espacio su precursor, el primogénito de la familia de aviones superpesados a reacción, de tamaño y peso algo menores. Hace el primer vuelo en él uno de nuestros "lobos del aire" más viejos, Fiódor Fiódorovich Opadchi, hoy Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito de la URSS. De este piloto se habló por primera vez antes aún de la Gran Guerra Patria, cuando ejecutó inteligente y audazmente una serie de vuelos en picado, nada corrientes, en un bombardero pesado absolutamente inadecuado, según el proyecto, para esa clase de vuelos. Los años de la guerra no transcurrieron sin dejar huella en él: le proporcionaron mayor experiencia, una calificación aún más alta, y….las manos quemadas hasta los huesos. Ya a fines de los años cuarenta le ocurrió un caso rarísimo en la historia de la aviación: volando en un pesado aeroplano experimental, se le pararon, como obedeciendo a una voz de mando. .., ¡los cuatro motores! Y se las apañó, maniobrando hábilmente entre los obstáculos con el pesado e inerte aparato, para aterrizar felizmente en un campo llano, casi el único apropiado para tomar tierra en todo el distrito.

Cuando yo llegué a la "compañía", él estaba terminando ya, en lo fundamental, las pruebas de su pesado aeroplano a reacción.

Pero, como siempre ocurre en esos casos, fueron quedando por atar múltiples "cabos", las más de las veces pequeñas cosas secundarias sin terminar, las cuales, sin embargo, habíase de eliminar obligatoriamente. A esa obra me incluyeron, para empezar.

El primer "cabo" que me encomendaron atar se llamaba vuelos nocturnos:

Podría parecer que no hay necesidad de probar especialmente un avión en vuelo nocturno. En efecto: de noche el aparato sigue siendo el mismo que de día, y el aire también; qué más dará, cabe preguntar, para un avión, cuándo volar: de día o de noche.

Es claro que para el avión tanto da lo uno como lo otro. Pero está muy lejos de ser igual para el piloto. A pesar de todo, el principal órgano de los sentidos del hombre, por el que juzga de su posición en el espacio, es la vista. Para volar, uno tiene que ver a dónde vuela. Incluso en el vuelo sin visibilidad, rigiéndose uno por los aparatos de a bordo, el despegue y, sobre todo, el aterrizaje-las etapas más difíciles- han de ejecutarse hasta la fecha, de todos modos, con visibilidad. Y esas etapas tienen, naturalmente, de noche un aspecto completamente distinto que de día, y, además, son diferentes en aparatos de diversos tipos.

Muchas particularidades, inadvertidas por completo a la luz del día, se manifiestan cuando uno se sienta por primera vez en la cabina de un avión después de la puesta del sol. Los interruptores y manijas que tan bien se distinguen a la luz del día, se hacen totalmente iguales en la oscuridad: ¡cómo no confundirlos! En los cristales de la cabina se ofrece de improviso a la vista del piloto no tanto el mundo circundante como... el tablero de los aparatos de a bordo. Mejor dicho, los tableros, en plural, con centenares de saetas y números encendidos con la luz verde de fósforo, de los aparatos de a bordo, reflejados multitud de veces de un cristal a otro. Por si fuera poco, las lamparitas del techo no alumbran tanto como deslumbran. ¡Creyérase que uno ha montado en un aparato ajeno, y no en su habitual lugar de trabajo! Y se discierne que la cabina, diríase totalmente "lista" ya, se debe poner a punto de nuevo. Con la particularidad de que, en ese poner a punto, mucho es diametralmente opuesto a lo hecho antes de acuerdo con lo que requieren los vuelos diurnos. Como suele suceder casi siempre, en los casos de poner un aparato a punto, se tiene que sacar un pie de manera que no se atasque el otro.

Sí, los vuelos nocturnos dan mucho que hacer.

En cambio, ¡es difícil describir con palabras la variedad y belleza de cuanto se ve en un vuelo nocturno! No sé por qué, casi en todos los relatos de vuelos nocturnos figuran siempre las "insondables tinieblas". Ni que decir tiene que suele haber tinieblas. Más no siempre, ni mucho menos.

Empecemos por que esas "insondables tinieblas" son muy diversas. En la noche más oscura el agua -los ríos, los lagos y los canales- resalta sobre el fondo de la tierra como la seda negra sobre un fondo de terciopelo, también negro.

- ¡Y si la noche es de luna! No referiré qué aspecto tiene desde las alturas la Tierra iluminada por la Luna; lo han hecho ya muchos autores. Añadiré una impresión nada más, una impresión personal, subjetiva de seguro. En una noche de luna lo único que parece vivo, cálido, no congelado en toda la superficie terrestre, no son las obras de la Naturaleza, sino, por raro que parezca, las obras de la civilización humana: las luces de los poblados y, sobre todo, los afilados conos de luz de los faros de los automóviles y trenes, que se deslizan por la tierra. Sin esas luces, en general, no tardaría uno en dudar de si es habitable el mundo que yace a sus pies.

¡Y el vuelo nocturno, por encima de un nublado cerrado, a la luz de la luna, ofrece un cuadro totalmente "marciano"!

Por más que el cielo por encima de las nubes en una noche oscura y sin luna, también puede dar una sorpresa: mostrar algo que, ni siquiera visto con los propios ojos, se comprende en seguida: ¿Qué será lo que tiene uno delante?

Figúrese el lector que vuela a la estratosfera en una noche oscura. El cielo y las estrellas espolvoreadas por él están mucho más cerca, son mucho más reales y tangibles que la lejana e invisible Tierra (hasta se llega a dudar de su existencia). Las estrellas son muchísimas: muchas más de las que se ven desde abajo a través de la atmósfera, que queda por debajo. Y allí mismo, abajo, la turbia oscuridad mate del denso manto de nubes.

De pronto algo cambia en el mundo que circunda a uno. En el primer instante es hasta difícil comprender qué es lo que cambia. Lo nuevo no tanto se ve cómo se siente. Parece como si, en torno, todo hubiese quedado igual que antes y, al propio tiempo, cambiado inadvertidamente.

Transcurren unos segundos más, y lo nuevo se da a conocer. Se da a conocer en forma de enigmática luminiscencia rojiza de las nubes que yacen por delante, en el rumbo. Cada instante que pasa se acrecienta el arrebol. Y en la turbia oscuridad de la noche, delante, arde macilento un disco enorme, de un diámetro de varias decenas de kilómetros, de color rojo burdeos, como candente metal de forja. Produce la impresión de que la propia Tierra ha abierto en ese sitio su seno de magma.

Ya no se ven las estrellas: la enigmática luminiscencia las ha eclipsado. En el mundo no queda nada más que tinieblas absolutas en derredor y nubes arreboladas a los pies.

Es Moscú por la noche.

La brillante luz de su iluminación procura abrirse paso al cielo, a través de la capa de varios kilómetros de densas nubes, mas, extenuada, llega arriba sólo la parte roja, la más sufrida, del espectro.

Es imposible describir ese cuadro.

Hay que verlo...

* * *

Tras numerosos estudios de la cabina, rodajes y carreras en la oscuridad, el primer vuelo nocturno transcurre sin dificultad alguna. Resulta que la inmensa nave, si en algo se distingue de cualquier otro aparato en el vuelo nocturno, es por sus mejores cualidades: los potentes faros de aterrizaje alumbran tanto que permiten prescindir de los reflectores del aeródromo, cosa que facilita considerablemente el despegue nocturno, y, sobre todo, el aterrizaje: los reflectores terrestres, por potentes que sean, iluminan únicamente un trecho determinado de pista, la zona en que se supone que tendrá lugar la toma de tierra, en tanto que la luz de los faros del avión avanza con él e ilumina lo que hace falta, el lugar en que estará en los próximos instantes.

Durante un vuelo nocturno nos ocurre un caso relativamente de poca monta, y lo recuerdo sólo porque es el primero (aunque, lamentablemente, no el último) de los que nos suceden en aviones de este tipo.

Nos elevamos rápidamente al cielo nocturno y alcanzamos ya el umbral de la estratosfera cuando se oye un estampido brusco y seco, como el de un proyectil antiaéreo al hacer impacto directo. Y en el mismo instante la cabina empieza a trepidar debido a una gran vibración constante.

El disminuir las revoluciones de los motores, el apurar el repliegue de los flaps y el tren de aterrizaje, ya bien replegados de por sí, y el pasar al mando de los timones con el sistema hidráulico de reserva (todo eso, como es natural, lo hacemos en el primer momento Zamiatin, que pilota a la derecha, y yo) no surte ningún efecto. La cabina sigue trepidando a más no poder. Creyérase que, pasados unos instantes, se desprenderá del avión.

Así, trepidando, descendemos a duras penas de la negra estratosfera.

La tripulación calla. Vieja, experta, cuidadosamente reunida, sabe perfectamente cuándo se puede permitir hablar y cuándo permanecer tranquilamente sentada en sus sitios y esperar, sin ocupar con sus conversaciones el aparato de comunicación. Esperar que la situación se aclare y, posiblemente, voces de mando, incluida la desagradable orden de: "¡Tripulación, abandonen el aparato!"

Sólo Grigori Nefiódov, el ingeniero de a bordo, profiere comedido:

- Puede que sea el fuselado...

Y tiene razón. Cuando aterrizamos felizmente, rodamos al lugar de estacionamiento y salimos del avión, el motivo de la trepidación salta a la vista con toda evidencia. La fuerza del viento ha arrancado el fuselado de la antena del radar, que está debajo de la cabina. No tiene nada de extraño que, al chocar contra la angulosa e hirsuta antena, la violenta corriente frontal del aire exprese tan directamente su lógica indignación.

Es difícil distinguir en el vuelo una pequeñez inofensiva, que clama a voz en grito, de un peligro real y verdadero. Por más que esa dificultad, creo yo, no existe sólo en los vuelos...

* * *

No se hace esperar una situación compleja de verdad; por desgracia, esas situaciones siempre se forman nada más mentarlas. Me resulta desagradable hasta hoy el recordarla, y de seguro que es por el motivo de no poder culpar a nadie, sino a mí mismo, de lo ocurrido.

Siento la tentación de escribir aquí que, tras haber volado veinte años, estando ya rodeado de respetuosos alumnos, con la gran experiencia que tengo y siendo ducho hasta la médula, he adquirido por fin un sólido lugar en el reino de la infalibilidad absoluta. Y que me considero con derecho a conceptuar mis propios errores de años pasados con irónica sonrisa condescendiente de "maestro".

Pero escribir en ese tono significaría embellecer indecorosamente la realidad.

Tras veinte años de trabajo de probador sigo, no sé por qué, tan lejos de la infalibilidad, como durante mi remota juventud.

Naturalmente, este día no he debido volar.

Tanto Fiódor Opadchi como yo, que hemos de elevarnos en dos pesadas naves a reacción, lo tenemos completamente claro. Nos preocupa el tiempo: no porque impida totalmente los vuelos (en ese caso sería mucho más sencillo resolver la cuestión, casi de Hamlet, de volar o no volar), sino porque hace dudar mucho. Estamos en marzo, con sus deshielos, frecuentes nevadas y caídas de la presión. Naturalmente, siempre se puede despegar en un momento, pero antes tiene uno que pensar bien cómo aterrizar, sobre todo con aparatos como los nuestros, para los que no vale cualquier aeródromo. Por eso Fiódor Opadchi y yo decidimos esperar un poco. Que antes descubra el tiempo, algo al menos, sus intenciones.

Se ha llamado a los meteorólogos con sus mapas sinópticos al despacho del jefe de nuestra base de vuelos experimentales. Dan parte... Por más que cada lector que escuche por radio los pronósticos del tiempo se figurarán fácilmente la exactitud y seguridad del parte.

En medio de lo más acalorado de los debates, tras los anchos ventanales del despacho, que dan al campo de aterrizaje, se oye un potente ruido creciente que hace temblar los cristales (y sospecho que también las almas de los que responden de nuestro vuelo). Por la larga pista de despegue corre de firme, para elevarse, un bonito avión gigantesco, idéntico a los que hemos de pilotar Opadchi y yo.

¡Un estremecimiento nos recorre a los dos!

Dos viejos "lobos", diríase que con los colmillos retorcidos, a fuerza de volar, cedemos nuestra posición, de cuya justedad no dudamos; y en ello está nuestra falta principal.

Es difícil distribuir por casillas los sentimientos que nos mueven a tomar esta resolución insensata. Lo único claro es que son precisamente los sentimientos, y no la voz de la sensatez.

Pero no desempeña en ello el último papel, seguramente, la sensación subconsciente del lugar en que quedaremos si el piloto de la nave que acaba de elevarse cumple con éxito su tarea. Pues eso tampoco está excluido: los pronósticos del tiempo son categorías probables, y la teoría de la probabilidad, como es sabido, no puede predecir con plena garantía el desenlace de un ensayo concreto.

Es curioso que nuestra resolución aventurada parece muy bonita por fuera: dos intrépidos aviadores, sin reparar en las dificultades, se disponen a volar para cumplir una tarea complicada con un tiempo dudoso. Y, en realidad, es una capitulación de lo más pura. No siempre se puede juzgar de los actos de las personas por las apariencias...

Opadchi despega primero.

Cuando yo ruedo a la pista de despegue y enfilo el aparato, el suyo ya se alza del hormigón y, expeliendo de los motores humeantes chorros, se aleja hacia la neblina gris.

El tiempo sigue empeorando por momentos. Yo debería dar la vuelta y rodar lentamente atrás, a la línea de estacionamiento. Pero no lo hago, porque... creo que ya he explicado la causa. Máxime ahora, cuando mi compañero está ya en el aire.

Tras despegar, no obtengo en seguida permiso para tomar altura, pues Opadchi aún no ha "desocupado" el nublado cuyo límite superior se eleva tan alto como baja al suelo el inferior. Recibo la orden de aguardar turno en el "circuito", en torno del aeródromo.

Y en este instante, al dar el primer viraje, veo el muro cerrado del temporal que se nos echa rápidamente encima. Es, efectivamente, un muro: densa niebla con copiosa nevada que une sólidamente las bajas nubes con el suelo.

Malogro la tentativa de virar apresuradamente para adelantarme al temporal y aterrizar. El temporal me adelanta. Al no ver nada ante mí, como es natural, no acierto con la pista.

Pido a tierra que conecten el radioguía y las luces de colores de la pista de aterrizaje y sus proximidades. Una voz desconcertada responde que la instalación requerida está... en reparación. Apenas me puedo contener para no hacer extensos comentarios sobre esta cuestión: ¡cuando hace falta toda esa técnica, no está en condiciones de funcionar! Cómo no creer en este caso en la "Ley del bocadillo", establecida ya por el escritor Jerome Jerome, según la cual, el bocadillo que a uno se le escapa de las manos, le cae sin falta en los pantalones con la parte pringosa hacia abajo. No tiene el menor sentido repetir las tentativas de tomar tierra a la buena ventura, por ver si doy casualmente con la pista. Será un simple gasto inútil de combustible y energías. Debo tomar otro rumbo. Pero, ¿a dónde?

Pregunto a tierra, y oigo la respuesta:

- ¿Para cuánto tiempo tiene combustible?

Si el vuelo sigue a esta escasa altura, sumamente desventajosa para un avión a reacción, tendremos combustible para una hora y pico. Por si acaso, el ingeniero de a bordo me dice que para una hora. Y yo, también "por si acaso", comunico a tierra que tenemos combustible para unos cuarenta y cinco minutos.

¡Es difícil imaginar una situación más necia! Un avión en perfecto estado, con los motores funcionando bien, los aparatos indicando todo normalmente y la tripulación sana a bordo, y, no obstante, la situación es peliaguda. Una maravilla de la técnica moderna, un avión raudo y capaz de volar a gran altura, se ve desamparado cuando llega el momento de tomar tierra y le falta a mano (mejor dicho, "bajo el tren") un aeródromo. Y no un aeródromo cualquiera, sino uno con pista de hormigón de varios kilómetros de longitud, con una pista tanto más larga cuanto mejores son las cualidades de vuelo del avión que ha de aterrizar.

Si para el momento en que se consuma el combustible no encontramos ningún aeródromo de esa clase, el contacto con la tierra no será muy agradable. ¿Qué pensarán en tierra? Tienen que enviarnos inmediatamente a otro aeródromo, en el que el tiempo sea más o menos soportable. Pues cada instante de vuelo a esta altura consume parte de nuestra pequeña reserva de combustible.

Finalmente, desde tierra nos llega una orden:

- Esperad instrucciones. Estamos poniendo en claro...

Por lo visto, no debemos cifrar muchas esperanzas en "tierra". En tanto ellos aclaren, precisen y se pongan de acuerdo, nosotros nos quedaremos sin combustible. E iremos a parar al lugar sobre el que nos encontremos en ese momento. Para evitar perspectiva tan desagradable, debemos atenernos al férreo principio: "el salvamento de los náufragos es obra de los propios náufragos". Nuestra principal esperanza es ahora el radiotelegrafista de a bordo:

-Liev, entérate de qué tiempo hace en otros aeródromos.

Liev Gúsiev ha servido de radiotelegrafista en la aviación militar de transporte antes de venir a trabajar a las pruebas de aviones, ha volado por toda Europa y Asia del uñó al otro confín y puede afirmarse que tiene un círculo internacional de conocidos. Bien es verdad que los conoce únicamente en el sentido "radiotelegrafista" de la palabra: principalmente, por el manejo del manipulador. En nuestras condiciones no necesitamos nada más. Para empezar, ruego al radiotelegrafista que establezca enlace con el aeródromo de pruebas más cercano, que está a unos cien kilómetros.

Mientras tanto, seguimos volando, vislumbrando apenas la tierra, que cruza rauda bajo la proa del avión a través de la cortina de nieve que corre a nuestro encuentro. El brusco balanceo obliga a girar el volante sin cesar. Tengo que desviar enérgicamente dos veces la pesada nave para no chocar contra obstáculos que surgen súbitamente de la bruma: la chimenea de una fábrica y un poste de antena de una emisora. Chocar contra un obstáculo de estos supondría una catástrofe, pero me obstino en no tomar altura: "me pego a tierra". Y me "pego" porque, si me elevo, aunque no sea más que a cien metros, me veré entre las nubes y ya no podré emprender nada por mi cuenta. Y debo obrar -lo siento intuitivamente- sólo por mi cuenta.

En el aeródromo que nos interesa el tiempo no es nada espléndido; a pesar de todo, es más o menos tolerable, aproximadamente como el que ha hecho en el nuestro una hora antes. Pero -este "pero" es muy sustancial- las dimensiones del aeródromo, hablando en rigor, no sirven: la longitud de la pista es menor que el recorrido, oficialmente registrado, de nuestra nave. No tiene nada de extraño que nuestra pregunta haya producido en tierra cierta perplejidad.

Sin embargo, no podemos elegir. Sopla fuerte viento. Será aliado nuestro al aterrizar. Y si, a pesar de todo, nos falta pista, en último caso siempre será mejor salirse del campo de aviación a una velocidad relativamente pequeña, al final de la 'carrera, que tomar tierra en cualquier sitio.

- ¡Liev, pídeles permiso para aterrizar!

- Ya está. Lo he pedido y nos lo conceden. Sólo nos preguntan si recordamos la longitud de su pista.

- Transmíteles que la recordamos. Vamos allá,

Nada obliga al personal de este aeródromo, en primer orden a su jefe, Matvéi Chúiev, a dar su conformidad para recibir nuestro aparato. Es más: siguiendo los reglamentos al pie de la letra, deberían rehuirlo. Al proceder contra los reglamentos, asumen una seria responsabilidad. Sólo por el hecho -muy probable- de que no "quepamos" en su corta pista, de que nos salgamos de ella durante el recorrido y destrocemos el aparato, que cuesta varios millones, la cinta magnetofónica de nuestras conversaciones por radio irá a parar, sin duda alguna, a la mesa del fiscal en el ingrato papel de prueba del delito. En tierra se percatan del riesgo que corren, pero no se consideran con derecho de rehuirlo, ¡magnífico ejemplo de valor cívico, que vale a veces más que el personal!

Cuando estamos ya delante del aeródromo, salimos, según se expresa el observador V. Miliutin, "de un tiempo muy malo para entrar en tiempo simplemente malo". Tras virar rápidamente -¡pues el "tiempo muy malo" nos pisa los talones!-, nos colocamos en el plano de la pista de aterrizaje, y sólo entonces, al verla delante, termino de comprender lo corta que es. Más no me da tiempo a ponerme de mal humor. Como hecho adrede, para descargar de algún modo la atmósfera en la nave, uno de los tripulantes profiere, gimoteando:

- ¿No será mejor que intentemos volver a casa?... A lo mejor damos con la pista... ¿Eh?

Yo me quedo de una pieza. En la pausa abierta se oye la voz de Nefédov, el ingeniero de a bordo:

- ¿Por qué te han entrado de pronto esas ganas de volver a casa?

- Me he dejado allí las botas altas de cuero. Llevo las de piel. Y aquí el piso está mojado.

Ahora se queda de una pieza Nefédov. Sólo puede responder instantes después. Pero la respuesta, en cambio, es muy circunstanciada.

El viento huracanado sopla de costado, casi en ángulo recto sobre la pista. Arrastra enérgicamente la nave a un lado y, al mismo tiempo, acorta poco el recorrido. Nada más las ruedas tocan el hormigón en el mismo comienzo de la pista, oprimo el botón del paracaídas de frenado, y apenas puedo contener la nave para que no vire bruscamente: el viento de costado impulsa el paracaídas a un lado. No me acuerdo ya cómo operamos con el volante, la rueda delantera del tren de aterrizaje y los frenos. Como quiera que sea, mantenemos el aparato en la pista y, tras recorrer una distancia mucho menor de la "reglamentaria", nos paramos.

Ninguna de las escaleras de este aeródromo llega a la cabina de nuestra nave. Hemos de bajar por la cuerda de contingencia, agitando toscamente las piernas, a la húmeda nieve de marzo. Cuando esta inhabitual operación acaba, miramos en torno y... no vemos nada. Nada más que nieve, cayendo inclinada entre niebla y lluvia. El temporal nos ha alcanzado.

Opadchi también ha aterrizado sin novedad. Nos hemos enterado por las conversaciones radiofónicas que hemos oído. No bien despegó, tomó gran altura, no consumió tanta nafta como nosotros, volando a ras del suelo, y ha podido llegar a uno de los aeródromos lejanos de reserva, casi a Asia.

La suerte de la tercera nave (mejor dicho, de la primera, la que despegó antes que nosotros) ha sido trágica: ha sufrido una catástrofe. Naturalmente, como muestra el examen subsiguiente de las circunstancias del accidente, se hubiera podido evitar la desgracia. Pero así es la extraña lógica de las cosas: un error origina otros errores. Tras empezar el despegue con un tiempo que se ha debido dejar pasar, tanto el piloto de la nave como los jefes de los vuelos han seguido cometiendo equivocaciones. Semejante cadena de equivocaciones hipnotiza. Si uno siente que se desliza por esa cadena, debe romperla bruscamente por el eslabón más próximo, romper de golpe la marcha de los acontecimientos. De lo contrario, resulta lo ocurrido a la susodicha nave.

Pero, de pie en la nieve del aeródromo que nos ha acogido hospitalariamente, aún no sabemos nada de la nave estrellada. Los camaradas de mi tripulación me expresan cálidas palabras por haber salido bien librados de esta historia, bastante fea. No estoy, por cierto, muy propenso a recibir elogios en este momento: me cuesta trabajo deshacerme de la idea de que nos hemos visto metidos en esta "historia" exclusivamente por mi propia condescendencia, manifestada inoportunamente. Por "no haber tenido valor para no mostrar valor", si puede uno expresarse de esta manera.

Es casi ley que las situaciones más complicadas surgen en el aire con la mayor frecuencia al cumplir las tareas más simples.

Rara vez ocurren casos desagradables en los vuelos llamados "serios", ejecutados para determinar la velocidad máxima, comprobar si aparecen vibraciones, si el avión soporta sobrecargas, si sale bien de la barrena, en fin, cuando, creyeres, se deben esperar esos casos. Tal vez en esta circunstancia de la "espera" estribe la explicación de ley tan enigmática.

Como quiera que sea, esa ley se manifiesta con toda plenitud el día en que las naves superpesadas a reacción de nuestra oficina de diseños., digámoslo sin ambages, nos presentan, sin escatimar evidentemente sorpresas efectistas, un caso inopinado de lo más peliagudo.

Nos disponemos a realizar un vuelo ordinario para poner a punto el avión. Estamos ya hacia el fin de la carrera, cuando, instantes antes de despegar, entre el rugir de los cuatro potentes motores se oye un ligero chasquido. No le concedo particular importancia, pues, en un aparato tan repleto de diversos mecanismos como el nuestro, son muchas las cosas que pueden producir chasquidos. Y, de todos modos, ya es tarde para cesar la carrera.

Apenas nos elevamos sobre la pista, las alarmantes noticias se suceden como salidas del cuerno de la abundancia.

La nave se desvía a un lado. Meto a fondo, con todas mis fuerzas, el pedal del timón de dirección, y no surte el menor efecto, como si no existiera. Está claro: ha fallado la dirección.

¿Qué hacer?

¿Intentar corregir la desviación, inclinando el aparato al otro lado? Mas a la altura de dos o tres metros, además, en una nave que rebasa los cincuenta metros de envergadura, no debe uno abusar de las inclinaciones. Basta con que se le dé al aparato una inclinación de un grado de más para que el extremo del ala toque en tierra y, entonces, ¡adiós avión y cuantos en él se encuentren!

Sin hacer, por el momento, caso de la desviación -¡Qué difícil es no hacer caso de esas cosas!- procuro elevar con cuidado diez o doce metros el avión, que aún no ha alcanzado la velocidad necesaria, y sólo después le doy, por fin, la inclinación salvadora.

El viraje queda detenido. Más aún es pronto para cantar victoria. De todos los lados de la nave llegan, una tras otra, noticias alarmantes.

Apenas le da tiempo de decir a Titóv, el ingeniero de a bordo:

- ¡El tercer motor se ha parado! -cuando le interrumpe la voz de Sokolov, el observador de popa:

- Por debajo del fuselaje chorrea nafta. Mana como una fuente.

Sigue, acto continuo, otra noticia del ingeniero de a bordo:

- La presión del sistema hidráulico de emergencia es cero…

¡De nuevo la desgracia no ha venido sola!

La situación se complica no sólo por el número de contratiempos que se nos echan encima de una vez -el motor, la nafta, el sistema hidráulico y, principalmente, la dirección- sino porque todo eso nos ocurre en el mismo despegue, sin la salvadora reserva de altura y velocidad, así como también, naturalmente, porque en nuestras manos está (mejor dicho, porque se nos escapa de las manos) una nave de tamaño y peso tan extraordinarios.

Mas, sea complicada o sencilla la situación, tenemos que actuar: ¡las circunstancias no dan lugar a titubeos!

Ante todo, debemos tomar altura cuanto antes. Ascender, al menos, a los escasos centenares de metros en que, teniendo ya a nuestra disposición minutos y no segundos, podamos resolver tranquilamente qué hacer para salvar, si no el aparato, por lo menos a la tripulación.

Inclinándonos a uno y otro lado y dejando en pos de nosotros una ancha cola de nafta pulverizada, ascendemos con tres motores.

Si el timón de dirección se hubiese agarrotado, eso sería sólo media desgracia. Pero el condenado no se ha agarrotado, se ha soltado de los tiros y se bambolea como quiere a uno y otro lado, desviando extensamente el aparato al compás del bamboleo. A Stepanov, segundo piloto, y a mí no nos queda sino contrarrestar las desviaciones con enérgicas inclinaciones.

Eso lo logramos más o menos en lo alto, pero ¿cómo haremos junto a tierra, al aterrizar?

Apenas me viene este pensamiento a la imaginación comprendo que ha adoptado, de manera subconsciente, la decisión de tomar tierra con el avión. No catapultarnos ni esperar que la situación se aclare por sí sola, con la "ayuda de Dios" (en semejantes ocasiones Dios no es un ayudante seguro), sino aterrizar con el avión.

Tras dar a duras penas un viraje de ciento ochenta grados (claro es, si se puede llamar viraje a la sinuosa curva descrita por nosotros), tomamos rumbo al aeródromo y, desde lejos, desde una distancia de veinte kilómetros, enfilamos la proa a la pista de aterrizaje.

Reduzco suavemente, con mucho cuidado, el tiro de los tres motores que funcionan. El cuidado es necesario porque, al disminuir las revoluciones de los motores, los chorros expelidos por las toberas, aunque se debilitan, cambian simultáneamente de configuración. Si llegan a coincidir con la trayectoria de la fatídica cola de nafta, que seguimos dejando a nuestro paso, podremos despedirnos, como dice Konstantín Lopujov. No se inflamaría sólo el aparato, sino el propio aire, tras él, a gran distancia; de manera que, puede decirse, no tendríamos donde catapultarnos: con decenas de toneladas de combustible a bordo las bromas son pesadas.

Hemos dejado ya atrás este momento delicado.

Descendemos suavemente, aproximándonos a tierra por segundos; quince minutos antes no pensábamos en otra cosa que en vernos cuanto antes lejos de ella.

Cuanto más bajo volamos, tanto más se notan las desviaciones de la nave. El único medio de contrarrestarlas es inclinar enérgicamente al lado contrario nuestro pesado aparato, que responde con bastante desgana. No sólo hemos de reaccionar instantáneamente a sus movimientos arbitrarios, sino procurar intuitivamente prevenirlos.

Al entrar en el aeródromo, no me percato en seguida de qué me impide distinguir los contornos de la pista' de aterrizaje, que oscila de un lado a otro. Es el sudor. Como suele decirse, me cae a chorros por debajo del casco y me anega los ojos. Para secarme la cara he de apartar un momento una mano del volante, y eso es muy inoportuno: ¡tengo las manos más que ocupadas! De súbito, haciendo una breve escapada con el pensamiento, me figuro a un cirujano en el momento de operar. Una enfermera le seca con una gasa el sudor de la frente. ¡Qué lástima que en la aviación no se prevea tal servicio!...

A pesar de todo, aterrizamos mucho mejor de lo que se pudiera esperar. Por lo visto, los embates del viento junto a tierra son más débiles que en lo alto, y el aparato se porta con algo más de sosiego. Además, nos hemos amoldado, de seguro, al aparato en estos minutos. Como quiera que sea, los que están observando en tierra (son muchos, como es fácil suponer) dicen luego que, exteriormente, nuestro aterrizaje no se ha distinguido en nada de los ordinarios.

Pero yo, incluso después de haber tocado felizmente la tierra, aún estoy muy lejos de querer cantar victoria y que redoblen los tambores. Es pronto para gritar "hurra". He de resolver inmediatamente el acuciante problema de qué hacer con los tres motores en funcionamiento. El peligro de incendio no ha disminuido; la nafta sigue manando "como la fuente de Sansón de Peterhof", según continúa informando Sokolov con filosófica impasibilidad desde popa. Si ahora se incendiase el aparato, aún habría menos probabilidades de que la tripulación se salvara que habiéndonos catapultado en vuelo a través de las llamas.

No tiene nada de extraño que, tan pronto como tocamos el hormigón, el ingeniero de a bordo profiera enérgico:

- Desconecto los motores a lo que yo respondo con toda la celeridad y el tono más rotundo que puedo:

- ¡En modo alguno! Desconecta el segundo y el cuarto.

¡Deja el primero! ¿Entendido?

Reacción tan brusca por mi parte tiene pleno fundamento. Aunque la nave ya está en tierra, aún no se ha detenido. Y cien toneladas y pico de peso, corriendo por la pista de hormigón a una velocidad de más de doscientos kilómetros por hora, merecen que se piense cómo pararlas. Y menos mal que no me he olvidado del sistema hidráulico de reserva cuyo desperfecto me pareciera en un principio una pequeñez más agregada a los otros contratiempos, más sustanciales. ¡Ahora esta "pequeñez agregada" sale impetuosamente a primer plano! Si desconectásemos todos los motores, nos veríamos no sólo sin el sistema hidráulico de emergencia, sino sin el fundamental también, y no podríamos no ya frenar simplemente la nave, sino ni siquiera desviarla de la pista al final del recorrido para evitar un choque frontal contra un obstáculo. ¡El aparato, traído hasta el aeródromo con tantas fatigas, quedaría, en fin de cuentas, destrozado! Y lo pasaríamos mal, naturalmente, todos nosotros, sobre todo los que vamos en la cabina de proa. Por eso doy la esperada voz de mando: "Desconecten el primer motor", cuando he amortiguado la velocidad y doblado hacia el lugar de estacionamiento/ donde está la gente.

La voz de mando "¡Los calzos! ¡Vivo!" es ejecutada instantáneamente por los ayudantes de mecánico, que nos miran perplejos; pero en eso me equivoco algo.

La inercia de nuestra nave, que apenas avanza al paso de un peatón, es tal, que los calzos metidos bajo sus grandes ruedas crujen y se quedan convertidos en planchas, sin detenernos. ¡Seguimos deslizándonos por la explanada, llena de aviones! ¡En todo el difícil vuelo que acabamos de terminar no he sentido tanta angustia como en estos segundos de impotencia absoluta! Nos deslizamos lenta, pero ineludiblemente, hasta que chocamos con el ala contra un viejo fuselaje.

Dijérase que el extremo ligeramente abollado del ala es un precio muy barato que hemos pagado por librarnos de los infortunios que hemos tenido. Más -¡oh, inexplicables tornos de la sicología humana!-, al ver esa pequeña abolladura, sin esperarlo yo mismo, monto en cólera. De seguro, conforme nuestra situación catastrófica se ha ido convirtiendo paulatinamente en esperanzadora, me he ido haciendo, de manera subconsciente, a la idea de dominar "en el cien por cien", por así decir, sin desperfectos suplementarios algunos, el avión averiado. Y, de pronto, ¡ahí va eso! ¡Todo lo estropea esa malhadada abolladura! Empiezo a examinar el aparato de un humor de perros. Pero se me pasa pronto, en cuanto veo el carácter y la envergadura de lo que nos ha ocurrido.

Resulta que, al despegar, ha reventado el hidroacumulador del sistema hidráulico de emergencia, voluminoso cilindro metálico que experimenta la enorme presión interior de un líquido especial. Debido a ello, como es natural, ha quedado inutilizado el sistema hidráulico de emergencia, y todo el líquido se ha vertido. ¡Y por contentos nos podríamos dar si hubiera sido sólo eso! Los cascotes del cilindro reventado han cortado el tiro del timón de deriva (de ahí la pérdida completa de la dirección), el tubo de la nafta del tercer motor (de ahí, que se parase el motor y brotase la fuente de nafta) y han salido disparados afuera, perforando el revestimiento del fuselaje. Con la particularidad de que han salido proyectados con tanta violencia, que el radiotelegrafista del lugar de la salida, al verlo, ha lanzado, distraído, al éter:

— Algo ha reventado en el aparato.

Por cierto que yo me entero de esa réplica ya en tierra, cuando todos los participantes del suceso y, sobre todo, los espectadores, cuentan excitados, interrumpiéndose mutuamente y casi sin escucharse los unos a los otros, qué ha visto, oído y pensado cada uno.

Ahora se puede permitir uno ese placer....

* * *

Al comentar la historia del hidroacumulador, que tantos sinsabores ha originado, un amigo y colega mío observa, aprobatorio:

- ¡Caballo viejo no tuerce surco!

Dijérase que opinión tan elogiosa debiera ponerme orgulloso como un pavo, pero, lo reconozco, las palabras de ese dicho que más atención me llaman son las de "caballo viejo”.

Sin darme cuenta, ¡me he hecho un caballo viejo!...

Efectivamente, desde que yo, joven piloto de aeroclub y licenciado del Instituto Politécnico de Leningrado, he aparecido en la sección de vuelos de prueba del ICAH, ¡han pasado ya veinte años! ¡Veinte años!

¡Y del combate aéreo con el Dornier-215 fascista en el cielo nocturno de Moscú hace ya, ni más ni menos, 15 años!

E incluso las pruebas de los primeros aviones nacionales a reacción no han tenido lugar ayer, como les parece a quienes las han realizado, sino hace diez largos años, llenos de acontecimientos. Me he convertido en una persona "de edad provecta" y en un viejo piloto.

Ha pasado inadvertido el tiempo en que me "sostenía" y afianzaba la experiencia de los compañeros mayores (¡qué no valdría el solo consejo de Chernavski de que pensara antes cómo obrar si, contra lo que se esperaba, empezaba el aleteo!). Ahora he de reflexionar yo mismo cuanto me atañe a mí y lo que atañe a la siguiente generación de probadores, que ha-salido ya a la liza, mozos que hace veinte años, sino daban aún los primeros pasos, aprendían al menos las letras.

¿Cómo es esta nueva generación de pilotos probadores?

Aquí, siguiendo los remotos cánones de la vida, debiera lamentarme con digno comedimiento de lo muy por debajo que está de la generación anterior. O, por el contrario, siguiendo los cánones de otra época, más moderna, hacer un alarde de objetividad y reconocer que la juventud tiene sus méritos (por supuesto, bastante moderados).

Mas es difícil seguir uno de estos dos caminos trillados: lo impiden los hechos reales. Los pilotos probadores de los años treinta fueron muy distintos. Tampoco son iguales los posteriores.

Y si se habla de algunas tendencias generales del desenvolvimiento de la profesión, tal vez se pueda seguir con mayor o menor seguridad una sola: se ha formado una nueva clase de piloto probador con buena cultura técnica y general, pues no existe la una sin la otra. Eso lo han exigido los nuevos aparatos: complicados, densamente equipados 4e dispositivos electrónicos y automáticos, que vuelan por todas las capas de la atmósfera, entre la barrera sónica y la térmica. Crear semejantes aparatos, probarlos y, por último, simplemente volar en ellos, es obra de personas de una calificación especial, de "coleccionistas".

Por cierto, no se puede decir que en el período en que me hice piloto probador, entre mis colegas, que ya estaban en servicio, no hubiese probadores de clase semejante. Los había, claro es, pero "no hacían ellos el tiempo". Hombres del tipo de Yuri Stankévich, el primer ingeniero investigador y, simultáneamente, genuino piloto probador con todas las de la ley, no eran la regla, sino una brillante excepción.

Grínchik, Sedov, Adamóvich, Taroschin, Efímov y todos nosotros hemos tenido que demostrar a porfía que la enseñanza superior no estorba (¡aún no se podía hablar siquiera de que ayudaba!) para ejecutar airosamente la labor del piloto probador.

Hace ya mucho que ese tiempo pasó.

La fisonomía de nuestra profesión ha ido cambiando poco a poco, inadvertidamente, pero de manera radical. Sigue requiriendo buena salud, aguante, fuerte voluntad y, claro es, lo que yo estimo como primera y principal cualidad del piloto probador ¡un deseo insuperable de ser piloto probador! Todo eso sigue en pie. Más, simultáneamente, se requiere una sólida preparación técnica, estudios de ingeniería.

Habiéndolo comprendido, los jóvenes pilotos probadores de los años cincuenta han ingresado en las secciones nocturnas y de enseñanza libre de los institutos de aviación. Han estudiado por las tardes después de los vuelos cotidianos, que agotan, sobre todo, durante los primeros años de trabajo como probador, mientras se habitúan, como suele decirse. Y no se habitúan mal, la verdad sea dicha. A despecho - no, digámoslo ya sin reparo-, gracias a su inteligente propensión a la técnica, han conquistado rápidamente el derecho a ejecutar trabajos de los más complejos e importantes. Los pilotos probadores V. Vasin, V. Izgueim, V. Komarov, G. Mosólov y V. Nefédov, hoy famosos, han obtenido el título de pilotos probadores de primera clase casi al mismo tiempo que el diploma de ingeniero.

V. Iliushin y A. Lipkó, no menos famosos, se han hecho primero ingenieros y, luego, pilotos probadores. Distintos los caminos, pero idéntico el resultado.

Es más, tienden a la ciencia numerosos pilotos probadores viejos, con experiencia y méritos, pilotos que, dijérase, aun sin eso tienen de sobra trabajo, honores y bienes de todo género. El coronel S. Mashkovski, Héroe de la Unión Soviética, dio motivos para que hablasen de él por primera vez cuando, siendo aún un piloto muy joven, se distinguió en los combates de Jaljin-Gol, durante el conflicto nipón-mongol. Durante la Guerra Patria conquistó aún más laureles y, como insigne maestro del combate aéreo, fue enviado a trabajar de piloto probador. En esta ocupación tampoco ha sido de los últimos. Mas, al percibir sutilmente el espíritu de la época, siendo ya un probador maduro, entrado en años, por añadidura, ingresa en la sección nocturna de un instituto de aviación. Mashkovski no ha querido vivir de los réditos devengados por el capital aviatorio antes ganado. No tiene nada de extraño que tras ases semejantes hayan venido a la ciencia los demás.

De mirlo blanco que ha sido el piloto probador ingeniero, se ha convertido en la figura central de nuestra obra. Este espíritu de la época está hoy hasta legalizado oficialmente: para recibir el título de piloto probador de primera clase es condición obligatoria poseer diploma de ingeniero.

Recuerdo cómo transcurrían los primeros exámenes de los vuelos recién ejecutados, exámenes que presencié y en los que participé. No bien el piloto recobraba el aliento después del vuelo, tras tomar una ducha y cambiarse de ropa (a veces sin ducharse siquiera, tras recobrar el aliento y cambiarse de ropa, eso dependía de la urgencia del caso y del temperamento del jefe de las pruebas), el piloto se sentaba a una mesa con ingenieros y científicos y les refería cómo había cumplido la tarea. Le hacían preguntas, y él respondía en la medida de lo observador que fuese o de cómo hubiese ' entendido el fondo de la cuestión. Por supuesto, la actitud de todos los reunidos con respecto al piloto era de lo más respetuosa. Lo escuchaban muy atentos, no lo interrumpían ni le hacían reproches incluso si, desde el punto de vista de los ingenieros, no había advertido lo esencial. En suma, se guardaba totalmente el respeto debido.

Así y todo, una muralla invisible separaba al informante de quienes lo escuchaban. A los tres minutos de asistir a un examen de ésos, podía decir uno, sin equivocarse, quién era el piloto, incluso si no se distinguía de los otros por la ropa y el aspecto.

Todo el ambiente de esos exámenes producía la sensación de algo así como el parte de un sargento de exploradores a los generales del Estado Mayor de una agrupación: el primero conoce los hechos concretos; los segundos, el lugar que ocupan los hechos en la marcha de los acontecimientos.

Ahora es otra cosa. En nuestros días, el examen de los vuelos es, ante todo, un acto de recíproca comunicación de conocimientos de todos sus participantes, sin excepción. Datos, hipótesis, análisis, apuntes de los aparatos registradores, cálculos de tanteo en la pizarra, en hojas de papel, en las cajetillas de cigarrillos, lo mismo que, de seguro, en cualquier laboratorio científico, ya sea de Física, Biología o Química. Todos asisten con los mismos derechos. Se sabe que uno o varios participantes de este acalorado coloquio han estado media hora antes obteniendo en el aire nutrición fresca, datos experimentales, para el coloquio. Pero no se distinguen de los restantes ni por el nivel de sus exposiciones, ni por la terminología empleada, ni por alguna otra cosa. Ni siquiera por el aspecto, pues la famosa piel "bronceada" de los aviadores empieza a olvidarse en el siglo de las cabinas estancas, los aparatosos cascos de vuelo con viseras-filtros de luz y máscaras de oxígeno. Los denominados pilotos probadores "típicos" de voluntariosos semblantes ("parece piloto, no parece piloto") se ven en las pantallas de los cinematógrafos con mucha más frecuencia que en las cabinas de los aviones experimentales. Ni consiste, naturalmente, lo principal en el aspecto.

Lo principal estriba en el incesante proceso de fusión de la corporación de pilotos probadores con el "trust cerebral" de nuestra obra, los científicos, que -se puede decir sin temor a exagerar- han creado los aparatos existentes y el método de probarlos en vuelo, convirtiendo este método en importante rama independiente de la moderna aeronáutica.

Por otra parte, nuestros varones de la ciencia aeronáutica no están acostumbrados a pasarse las horas muertas, calculando, en sus laboratorios.

Ni que decir tiene que se hacen cálculos, como es natural: sin ellos no se puede dar un paso ni en la ciencia ni en la técnica; por algo ha dicho con tanto acierto el matemático francés Emilio Borel que "los conocimientos humanos merecen el nombre de Ciencia según el papel que el número desempeñe en ellos".

Aun con todo, el principal laboratorio del "trust cerebral" ha sido y sigue siendo... el aire, la zona de vuelos de prueba, que se extiende centenares de kilómetros. Y los susodichos varones de la ciencia (sobre todo en un principio, mientras la edad lo permitía, y los jefes no eran tan quisquillosos), tras ajustarse sus paracaídas, subían a menudo a los aviones y remontaban el vuelo para ver con sus propios ojos algún fenómeno incomprensible que hubiese salido inopinadamente a luz.

No he mencionado los paracaídas por casualidad: ¡en algunas ocasiones resultan muy necesarios! A pesar de todo, el laboratorio en el aire tiene sus particularidades, y el fracaso del experimento científico emprendido en él se expresa a veces de manera muy desagradable y, además, totalmente concreta.

Así, por poco perece en un avión el doctor en ciencias técnicas G. Kalachov. Y el profesor A. Chesálov, Benemérito de la ciencia y la técnica, debe la vida al paracaídas dos veces incluso: en una ocasión hubo de saltar de un avión que no salía de la barrena, y en otra, de un aparato envuelto en llamas. Eso no le ha quitado el gusto a los vuelos, pero lo ha hecho extremadamente prudente con respecto a los vuelos de sus colaboradores.

Un día aparecieron unas extrañas vibraciones en un aparato que se estaba probando en nuestro aeródromo. El diseñador, encogiéndose, incrédulo, de hombros, dijo que no debían existir (por cierto, no he topado aún con ningún diseñador que haya declarado que un defecto descubierto "debiera existir", que entrase en sus cálculos). Entonces M. Taits, uno de los fundadores del "trust cerebral", que dirigía las pruebas, ni corto ni perezoso, montó en el caprichoso aparato y participó en el siguiente vuelo de ensayo.

Lo "pillaron" ya después de haber aterrizado, cuando, con el paracaídas a cuestas, caminaba brioso desde el lugar de estacionamiento hacia el hangar. Chesálov, que encabezaba a la sazón nuestro instituto, vio al infractor y, asomando la cabeza por la ventana, desde el tercer piso, le preguntó severo en qué, para qué y con qué permiso había volado. A las respuestas, no muy claras, de Taits (sobre todo a la última parte de la pregunta: "con qué permiso"), siguió una orden categórica, con voz atronadora:

- ¡Taits! ¡No le permito que vuele en cualquier... porquería !

La tempestuosa reacción que el sustancioso diálogo provocó entre los múltiples y entusiasmados escuchas (como siempre, la explanada delante del hangar estaba llena de gente) sorprendió un tanto a los interlocutores. Mas ya era tarde: el diálogo entró en el fondo de oro de nuestro folklore del aeródromo, dejando de pertenecer a los mencionados interlocutores...

No, nuestro "trust cerebral" no estaba formado por científicos de despacho.

En todo caso, no sólo por científicos de despacho...

* * *

A fin de familiarizarse enteramente con el espíritu del pilotaje, los colaboradores científicos de nuestro instituto -era antes de la guerra- decidieron "empuñar el volante" ellos mismos. O, mejor dicho, la palanca, puesto que el avión de escuela U-2, de ligero motor, en el cual se disponían a volar, se manejaba con palanca y no con volante.

Dicho y hecho. Cada mañana, si el tiempo no lo impedía, nuestro aeródromo de pruebas se convertía en aeródromo de escuela. Varios pequeños biplanos verdes U-2 despegaban, uno tras otro, daban la clásica vuelta en torno al aeródromo, y volvían a aterrizar. De instructores hacíamos, como se diría ahora, "sobre la base de principios sociales", o sea, sin remuneración, los pilotos probadores del instituto.

Entre risas, bromas e infinitos "sorteos" recíprocos, la cosa marchaba. Esta iniciativa alcanzó la cumbre de su popularidad con la aparición en el aeródromo del profesor V. Vetchinkin, científico de renombre mundial, alumno y compañero de Zhukovski. A Vetchinkin se le debe mucho, entre otras cosas, en el dominio de los vuelos de ensayo, afines a nosotros. El "laboratorio volante", que él fundó en 1918, fue seguramente la primera organización de vuelos experimentales, verdaderamente científica, de nuestro país. Al venir donde nosotros, Vetchinkin nos comunicó que hacía más de veinte años, en 1916, había terminado airosamente el curso de aprendizaje a volar en aeroplanos Barman-4 y aun Farman-20. Mencionó el Farman-20 con particular entonación: por lo visto, el tipo veinte de esa marca de aeroplano tuvo en su tiempo fama de ser un aparato bastante complicado, que requería hábil mano del piloto.

Terminadas las evocaciones, Vetchinkin nos dijo que se proponía... recuperar los viejos hábitos, aprender otra vez a volar, para comprobar personalmente en el aire algunas ideas que había tenido acerca de la dinámica del avión.

No sé si la dirección del ICAH creería esos planes o simplemente no quiso desairar a persona tan venerable con una negativa, pero el caso es que yo recibí el encargo de "enseñar a volar a Vetchinkin".

Cuando llegué donde estaba el aeroplano, vi a mi "alumno piloto" ya en la cabina. Había venido tan presto, que nadie tuvo siquiera tiempo de advertírselo al mecánico. Y, ¡ay!, se empezó con un malentendido. El mecánico interpretó la frase lacónica del profesor "he venido a volar" en el sentido de que este ágil y enérgico hombre con bizarra perilla era uno de los numerosos patrocinadores nuestros de la ciudad y el campo, a los que debíamos pasear en avión de tiempo en tiempo. Obrando de acuerdo con esta conjetura, el mecánico ayudó a Vetchinkin a subir a la cabina, le ajustó los tirantes del asiento y, terminadas estas operaciones, señaló con un dedo la palanca y pedales de dirección, diciéndole benévolo y aleccionador:

- Ves, abuelo, aquí hay muchas cosas metidas. ¡Ten cuidado, cuando eches a volar no toques nada! Pon las manos en las rodillas y mira a los lados.

Cuando hubo escuchado al mecánico, Vetchinkin frunció el ceño y repuso con circunspección de profesor:

- Lo siento, pero eso es imposible. He venido aquí precisamente para tocarlo todo.

Mi aparición en el lugar de acción contribuyó a restablecer el entendimiento mutuo, y nos elevamos al espacio.

- El conducir durante el vuelo no me origina dudas -declaró sus impresiones, luego de aterrizar, mi extraordinario "alumno piloto"-. Pero tendré que habituarme a despegar y, sobre todo, a aterrizar: ¡La velocidad de aterrizaje es muy grande!

El avión de escuela U-2, en el que volábamos, aterrizaba a la velocidad de unos sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera los severos agentes del tráfico estiman excesiva esa velocidad. Por eso no pude interpretar la declaración de Vetchinkin sino como una broma. La cortesía elemental no me permitía reaccionar a cualquier broma, aunque no me pareciese muy afortunada, de esta venerable persona de avanzada edad, con un frío silencio. Por eso, fingiendo hilaridad, solté una risita. Y, como vi en el acto, en vano.

- Hace mal en reírse, Galái. El Farman-20 tenía una velocidad de aterrizaje de treinta kilómetros por hora, y la del U-2 es de sesenta. Tomando en consideración que el efecto producido en la psiquis del piloto es proporcional a la velocidad elevada al cuadrado, obtendremos que la tensión al aterrizar con el U-2 es cuatro veces mayor que con el Farman-20.

La aritmética era exacta. No se podía objetar nada...

No creo que Vetchinkin se propusiera en serio volar solo, sin instructor a bordo, en el U-2. Además, el motivo que había expuesto de comprobar "personalmente" algunas ideas científicas en vuelo, no parecía, francamente, muy persuasivo. Lo más seguro sería que aquel gran sabio y anciana persona se sintiera simplemente atraído por el espacio, cuyo subyugante magnetismo experimentara ya en la juventud.

Era imposible no comprender su deseo, que despertaba simpatía y respeto.

* * *

Pasados varios años, proseguí la experiencia pedagógica que adquirí en los vuelos con Vetchinkin. Se entiende que tanto antes como después tuve y he tenido ocasión de explicar a colegas míos problemas metodológicos sueltos de los vuelos de ensayo, así como de enseñar a pilotos profesionales a volar en tipos de aparatos nuevos para ellos. Pero esa era otra cosa: en esos casos, del "alumno" requeríase únicamente que aprendiese algunas particularidades del aparato y los regímenes de vuelo recomendados. No era labor de instructor en el pleno sentido de la palabra. Sólo tuve ocasión de dedicarme seriamente a ello en una escuela.

Hay distintas escuelas.

Decimos: escuela rusa de baile clásico. O escuela de Física del académico fulano de tal. Claro es que existen, también escuelas de pruebas en vuelo en ese sentido de la palabra. En fin de cuentas, cada piloto probador, consciente o inconscientemente, sigue una de esas escuelas.

Pero existe también una escuela de pilotos probadores en el sentido más directo, en el sentido literal de la palabra. Una escuela como establecimiento de enseñanza. Se organizó en nuestra industria de la aviación poco después del fin de la guerra.

A mí me encargaron dar clases de metodología de las pruebas en vuelo.

En un principio me fue bastante difícil. Todo era único allí: tanto el conjunto de los oyentes como el curso, que se hubo de componer para ellos "de la nada", y el propio orden de las clases: yo explicaba conferencias en un aula, y luego montaba con cada uno de mis alumnos en un avión (las más de las veces era un caza de dos plazas) para practicar en el aire los procedimientos que acababa de referir ante el encerado. No estoy seguro de que todo me resultara impecable. Dígase lo que se quiera, me faltaba a todas luces experiencia tanto de instructor como de profesor, en general. Pero no había de donde sacar el personal necesario para la escuela: probadores expertos que fueran simultáneamente pedagogos e instructores. Obtuvimos personal que poseyera tan inusitada combinación profesional varios años después entre los alumnos que terminaron el curso de estudios en esta escuela, luego que hubieron trabajado cierto tiempo como probadores y retornado a ella como instructores. Son V. Komarov, M. Agafónov, M. Kotélnikov, N. Nuzhdín, G. Teleguin y L. Fomenko.

Mas las imperfecciones del método de enseñanza, así como la inexperiencia de los alumnos, las compensaron con creces los oyentes de la primera promoción con su aplicada laboriosidad, afán de saber y empeño por llegar a ser probadores de verdad.

Y ese deseo de ellos, al menos el de su gran mayoría, se cumplió. Luego han seguido distintos derroteros, caprichosos los de unos, inconstantes los de otros y cortos los de muchos en la aviación. Pero difícil será hallar a uno de los pilotos de la primera promoción que no diera que hablar por uno u otro motivo durante los años siguientes a la terminación de los estudios en nuestra escuela.

V. Komarov, uno de los primeros probadores jóvenes que recibió el título de ingeniero aeronáutico sin abandonar los vuelos, se distinguió mucho, participando en las pruebas de pesados aviones de pasajeros, lerdos en maniobrar, para hacerles entrar en barrena. ¡Les hacían ejecutar intencionadamente esa figura totalmente bárbara y a sabiendas peligrosa para naves como aquéllas! Les hacían entrar en barrena para averiguar la manera de salir de ella por si ocurría casualmente algo parecido debido a poderosas perturbaciones aéreas en las corrientes de la estratosfera. El camino hacia la seguridad pasa por el peligro: tal es la dialéctica de la aviación.

Participar en semejantes pruebas con los expertos pilotos Anojin, Kovaliov y Jápov fue para Komarov algo así como un "certificado de aptitud".

F. Búrtsev tuvo ocasión de mostrar su habilidad en otras condiciones: despegando en vuelo con una pequeña avioneta a reacción, colgada bajo el ala de un pesado avión portador. El adiestramiento en esa clase de despegue es, de por sí, un problema. Pero no terminaba en eso la cosa. A continuación, el pequeño e inestable aparato iba conducido por un autopiloto. ¡No resulta muy agradable volar a escasa altura y enorme velocidad sin sujetar los mandos en las manos! Este es un caso en el que la "ociosidad" es peor que el trabajo más pesado. Máxime, teniendo en cuenta que el funcionamiento del autopiloto no era muy seguro en un principio: para ponerlo en su punto, estos vertiginosos vuelos se tenían que repetir multitud de veces. Bien es verdad que el piloto podía desconectar el mecanismo automático en cualquier momento y tomar la dirección en sus manos. Para ello no había que mover sino la llave de un solo interruptor que estaba en el sitio más visible del tablero de los aparatos de a bordo. Más ¿cuándo? Un segundo de retraso, y sería ya tarde: repito, las pruebas se verificaban a muy poca altura. Un segundo de "adelantamiento", cuando apenas empezara a manifestarse algo anormal en el funcionamiento del mecanismo automático, y todo el vuelo podrías considerar nulo: el defecto no quedaría registrado en las cintas de los aparatos automáticos, no se daría a conocer, no proporcionaría los datos necesarios para poner a punto... Era muy estrecha la senda que pasaba entre el abrupto precipicio de lo irremediable y la infranqueable muralla de lo desconocido. Los pilotos que efectuaron las pruebas, incluido Búrtsev, muy joven aún a la sazón, supieron recorrer muchas veces esa senda que no perdonaba las equivocaciones. ..

El trabajo de Yu. Alashéiev obtuvo, quizás, la mayor popularidad. Le cayó en suerte elevar al espacio por primera vez y probar hasta el fin en vuelo uno de los aviones que han hecho época, que han abierto una nueva página en la historia de la aviación: el Tu-104, avión a reacción de pasajeros. Ahora abundan estos magníficos aparatos, cada uno de los cuales llevan una partícula del trabajo de su probador y surca las líneas aéreas de la Unión Soviética y de todo el mundo. Y es una pena que Yuri Alashéiev ya no pueda ni podrá jamás alegrarse de ello con nosotros...

A. Kazakov fue a parar directamente de la escuela de pilotos probadores a una importante fábrica de aviación. Lo designaron pronto segundo piloto de un aparato sometido a pruebas de control según un programa ampliado. Siguiendo el programa, en un vuelo se requería hacer una enérgica maniobra, con una sobrecarga dada, a gran altura y bastante velocidad, en el umbral de la barrera sónica. Luego se discutió mucho si la tarea se podía cumplir, en general. Mas eso era ya agitar los puños al aire después de una riña. En el vuelo, la nave, que pesaba varias decenas de toneladas, se desplomó desordenadamente, sin obedecer a los mandos. ¡En la caída había algo de barrena, crisis de onda y quién sabe qué más!

El piloto que gobernaba la nave no pudo recuperar el mando y, considerando que la situación no tenía salida, ordenó precipitado:

- ¡Tripulación, abandonen el aparato!... ¡Catapúltense!..

Y se disparó en seguida él mismo. Pero la catapulta no estaba calculada para su empleo a aquella velocidad. No se salvaron ni el jefe de la nave ni los tripulantes que cumplieron su orden...

Al narrar esta tragedia, lo más fácil es comparar la conducta del jefe de la nave con la de un capitán que abandona el primero su embarcación naufragante y censurarlo sin más ni más. Pero, en realidad, la situación era complicada: según todas las reglas existentes, el piloto abandona el último el avión que obedece a los mandos. Pero si no obedece a los mandos, lo abandona simultáneamente con toda la tripulación. El piloto de que hablamos consideró a todas luces que la situación era ésa precisamente, creyó que la nave no obedecía a los mandos. Y en realidad, así era en aquel momento. Más, ¿tal vez se pudiera recuperar el mando sobre ella? Eso es lo que no supo apreciar bien el jefe de la nave. Y pagó su equivocación con la vida. A veces es difícil trazar en la aviación una frontera entre el error y la culpa. De seguro que en este caso hubo, a pesar de todo, lo uno y lo otro...

¿Y Kazakov? Pues no perdió la serenidad. Ora sintió que todo aquel desorden era debido a la crisis de onda, y que en capas más densas y cálidas de la atmosfera cesaría por sí mismo, ora decidió simplemente que aún estaban a gran altura y no tenía sentido catapultarse desde ocho mil metros, pudiéndose hacer también eso desde tres mil.

Como quiera que fuese, se mantuvo en su sitio, retuvo "por los pelos" a los tripulantes que aún no habían tenido tiempo de abandonar el aparato y siguió las tentativas tenaces y metódicas de poner el aparato en vuelo normal.

Finalmente -¡como recompensa por la serenidad y porfía! -el avión obedeció. Por algo se dice que el piloto que ha utilizado en una situación difícil noventa y nueve probabilidades de cien no puede considerar que lo haya hecho todo. ¡Aún le queda la centésima probabilidad!

Cuando Kazakov tomó felizmente tierra con el avión en su aeródromo, lo primero que le interrogaron fue:

- ¿Por qué no te catapultaste?

Y entonces comprendió que, no bien había salido de una situación difícil, entraba inmediatamente en otra, no menos complicada, aunque de orden completamente distinto, puramente ético. Responder que no había abandonado el aparato por haberle parecido prematuro, significaba poner en tela de juicio el proceder de su jefe cuya muerte aún desconocía Kazakov en aquel momento. ¿Qué decir? ¡Que no había podido catapultarse! Le preguntarían en el acto el porqué. Y murmuró algo ininteligible acerca de que la catapulta... no había funcionado.

No obstante -tal es la particularidad de la mayoría de las colisiones éticas- al desatascar un pie, atascó ineludiblemente el otro. No pudo portarse con la misma caballerosidad con todos. La versión de que la catapulta no había funcionado dejaba en buen lugar al primer piloto, pero... ponía en entredicho a otras personas, en primer lugar a los peritos que respondían del apresto de los medios de salvamento. Como era de esperar, estos peritos se lanzaron en el acto hacia el asiento del segundo piloto y descubrieron sin la menor dificultad que estaban intactos los alambres que se arrancan al tirar de la palanqueta de la catapulta. La variante amañada a escape "no coló". Kazakov hubo de contarlo todo tal y como había sucedido. Máxime habiéndose enterado ya del trágico fin de su jefe.

Claro es que se puede censurar al joven piloto por todas esas argucias, no muy hábiles. No está bien mentir. En efecto, está mal, sin duda alguna, y eso es una verdad que sabemos todos desde la más tierna infancia.

Pero no he podido menos de referir toda esta historia con tantos pormenores porque veo en la conducta de Kazakov "gran nobleza y no sólo valiosos rasgos profesionales: serenidad, porfía y constancia. Es relativamente fácil encontrar a personas capaces de portarse dignamente en una situación peligrosa. Pero abundan mucho menos quienes no sienten en esos casos que lo más importante sea la impresión producida en otros. Kazakov mostró ser precisamente una de esas pocas personas. En casos como el referido, lo profesional va indisolublemente ligado con lo ético. Y cuando Alexandr Kazakov obtuvo el título de Héroe de la Unión Soviética el primero entre los pilotos que cursaron estudios en la escuela de probadores, todos sus camaradas, colegas y maestros, se llevaron una gran alegría.

D. Ziuzin, piloto de caza, vino a la escuela siendo ya Héroe de la Unión Soviética: durante la guerra conocían bien su nombre en la cuenca del Mar Negro. Desde el punto de vista de la "carrera" pisaba, como suele decirse, terreno bien firme. Pero el mesurado ascenso por el escalafón de las graduaciones, cargos y títulos no le satisfacía. Se sintió atraído por otro trabajo creador: por las pruebas de aviones. En la escuela estudió con provecho, tanto en las aulas como en el aire. Recuerdo cómo solté a este inveterado piloto de caza, en un bimotor de transporte, tras darle nada más un vuelo de instrucción, sin otros de entrenamiento. Y el experimento salió a las mil maravillas. Ziuzin realizó un vuelo impecable, confirmando una vez más mi vieja convicción de que no hay pilotos "innatos" de caza, bombardeo o asalto, sino... buenos y malos pilotos. Posteriormente Ziuzin trabajó bien probando aviones en una de las primeras oficinas de diseños de nuestra industria de la aviación. Y, además, ha sido seguramente el primer piloto probador soviético que ha tomado la pluma: sus Ensayos a velocidad, ricos de fondo e interesantes, han sido bien acogidos por los lectores y se han agotado rápidamente.

L. Minenko, piloto de asalto durante la guerra, se hizo, al terminar el curso de la escuela, probador de cazas supersónicos y progresó tanto en esa ocupación que, pocos años después, ha encabezado un ducho conjunto de probadores de una de las mayores fábricas de aviación.

Y V. Vólkov, antes piloto de bombardeo en picado, es ahora el piloto probador jefe de una oficina experimental de diseños de carácter universal: en ella se diseñan bombarderos, cazas y aeroplanos de escuela y entrenamiento. De manera que la preciosa cualidad de piloto probador no le ha hecho falta sólo para ser "erudito en general", sino para el trabajo cotidiano, ordinario...

En nuestros días, los alumnos que terminan el curso de instrucción en la escuela de pilotos probadores constituyen la médula de nuestra corporación de aviadores dedicados a ensayar aeroplanos. Ellos ejecutan los trabajos más complicados, arriesgados e importantes. Trabajos sin los que no podría desarrollarse ni la aviación ni la astronáutica.

Y cuando, sosteniéndose sobre la elástica columna de su propio chorro de reacción la primera astronave se pose en la superficie muerta de la Luna, y luego, una vez cumplido el programa encomendado de investigaciones, vuelva a ascender y emprenda el lejano camino de retorno a la Tierra, el astronauta recordará con cálidas palabras a todas las personas cuyo trabajo constituyera la base de su hazaña, incluidos entre ellos, y no en último lugar, los pilotos probadores.

¡El reconocimiento y la gratitud de aquellos para quienes se abre el primer y angosto sendero por la infranqueable fronda de lo desconocido!

¿Puede haber mayor recompensa para un piloto probador?...

 

Traducido por V.Uribes

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