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Nací el 17 de marzo de 1908 en Moscú, pero me crié
en la ciudad de Tver (que luego pasó a ser llamada Kalinin y ahora le
han devuelto el nombre original) y por ello me considero, no sin
fundamento, oriundo de esa ciudad.
Mi padre, abogado de profesión, murió de
tuberculosis en 1916. Casi no le recuerdo, más, a juzgar por la buena
biblioteca que dejó — había en ella todos los clásicos rusos y los
mejores del extranjero —, como asimismo por los relatos de mi madre, era
un hombre avanzado para su época y de amplia cultura. Después de su
muerte, mi madre empezó a trabajar de médico en un hospital y nos
trasladamos al patio de la enorme fábrica textil perteneciente a los
comerciantes Morózov.
Allí transcurrieron mi infancia y mi juventud.
Vivíamos en las llamadas «casas de empleados», pero
estudiaba y tenía amistad con los hijos de los obreros y como mi madre,
siempre ocupada en el hospital, tenía poco tiempo que dedicarme, me
pasaba los días con mis amigos en «los dormitorios» obreros, (así se
llamaban entonces las residencias) y en los suburbios de la ciudad. En
general, no estudiaba mal, pero sin especial entusiasmo, y compartía mi
tiempo libre entre el fétido río fabril Tmaka y los libros de la
biblioteca paterna. Mi madre, pese a sus ocupaciones, encauzaba en lo
posible mis lecturas y me recomendaba a sus autores favoritos. Recuerdo
que entre los primeros libros leídos por mí figuraban las obras de
Gógol, Chéjov, Nekrásov y Pomialovski. Mi escritor predilecto era Gorki.
Mis padres, todavía desde sus años de estudiantes, era fervientes
admiradores suyos y en la biblioteca de mi casa había casi todas las
ediciones prerrevolucionarias de sus libros.
Otra gran afición de mis años infantiles, según
recuerdo, era la naturaleza. Desde el cuarto grado de la escuela fuí un
«dirigente activo» del círculo de jóvenes naturalistas y participaba en
todas las conferencias regionales y republicanas. En casa siempre tenía
algún que otro bicho: bien un halcón que, aparecido no se sabe cómo en
el patio de la fábrica, se había roto una ala contra los cables; bien un
grajo pequeño, caído del nido y salvado por nosotros de las garras del
gato; bien un erizo y, finalmente, una culebra que instalé en un
compartimiento especial entre las dobles ventanas.
En la ciudad se editaba un periódico provincial,
Tverskaia Pravda (La verdad de Tver); en la década de los 20 había ya en la
fábrica un numeroso grupo de corresponsales obreros con una redacción
propia en el local de las bombas de agua. Los chiquillos mirábamos con
respeto a los hombres que entraban y salían por las puertas de aquel
pequeño edificio de ladrillo. ¡Eran corresponsales obreros! ¡Escribían
en el periódico! Un ajustador, que dirigía aquel grupo de
corresponsales, era en aquella época una de las personas más populares
de la empresa.
Probablemente fue en aquellos días, ahora lejanos
para mí, cuando nació mi afición por el periodismo, como una actividad
interesantísima, muy importante e incluso, según me parecía entonces,
algo misteriosa.
Mi primer
artículo fue publicado en Tverskaia Pravda
cuando yo estudiaba en el sexto grado de la escuela. Tenía, lo recuerdo
perfectamente hasta la fecha, siete líneas y se refería a la visita
hecha por Drozhin, conocido poeta-campesino, a nuestra escuela. El
artículo fue insertado en un rincón de la cuarta plana y creo que hasta
sin firma. Pero yo sabía quién lo había escrito y no me separé de aquel
número del periódico hasta que no se desgastó por completo en mi
bolsillo. A partir de entonces, empecé a colaborar regularmente en Tverskaia Pravda. Al principio, escribía sobre diversas irregularidades
en la ciudad, luego pasé a tratar temas más serios y, finalmente, cuando
en la redacción me fueron conociendo más, me encomendaban reportajes y
artículos sobre la vida de la ciudad y de las fábricas.
Como antes, seguía estudiando en la escuela;
terminados los estudios secundarios, ingresé en la Escuela de peritaje:
estudiaba Química, hacía análisis cuantitativos y cualitativos. Pero mi
espíritu tendía a las habitaciones de la redacción, impregnadas del olor
a la tinta de imprenta, y en las clases de peritaje mercantil escribía a
escondidas artículos o reportajes sobre temas infinitamente alejados de
los que nos explicaba el profesor. Así, poco a poco, fui incorporándome
a la gloriosa profesión de periodista que sigo considerando como la más
interesante y sugestiva de todas las profesiones literarias.
En aquel período, Teverskaia Pravda era un
periódico vivo, lleno de iniciativas; sabía ver las cosas oportunamente,
apoyarlas y «ofrecer», como suele decirse, lo nuevo, interesante y
positivo que producía cotidianamente la vida socialista en las empresas
y en el campo. El trabajo en el periódico me enseñó a observar con
atención la vida, a interpretar los fenómenos que veía, me enseñó a
escribir sólo de aquello que conocía bien. Los meses de vacaciones
estivales se los consagraba al periódico, procurando aprovechar ese
tiempo lo más plenamente que podía para observar y conocer la vida.
La figura de Gorki, cuyos libros había leído ya de
niño, me iluminaba constantemente como si fuera un faro. De él aprendía
a analizar la vida. Un verano, habiéndome comprometido con la redacción
a escribir una serie de reportajes sobre los leñadores y almadieros de
Tver, marché al distrito de Selizhárov, en la misma provincia de Tver;
una vez allí, trabajé en la flotación de madera, en la formación de
almadías; luego, de almadiero, manejando el remo de popa; con las
almadías descendí desde el nacimiento del Volga hasta mi ciudad natal y
luego hasta Ríbinsk, donde terminó felizmente nuestro viaje, una vez
dejada la carga en el correspondiente embarcadero.
Mientras hacíamos el viaje, el periódico publicaba
la serie de mis reportajes titulada «En almadías». Los escribía de
noche, al lado de la pequeña hoguera que ardía en medio de las balsas,
junto a la choza.
En el verano siguiente, el mismo periódico me
encomendó que escribiese una serie de reportajes sobre la penetración
del socialismo en la vida del campo prekoljosiano; con este fin marché
de Tver a la aldea Míkshino, en la remota Carelia, y me coloqué de
encargado de la biblioteca rural. Desde allí, y siguiendo los
acontecimientos, enviaba mis reportajes sobre la vida del campo y los
primeros brotes del trabajo colectivo.
En 1927 se publicó mi primer libro de reportajes.
Mis amigos de Smena, el periódico provincial del Komsomol, en el cual
colaboraba, sin decirme nada lo enviaron a Sorrento, donde vivía Máximo
Gorki.
Cuando lo supe, quedé horrorizado. Me parecía una
profanación obligar al gran escritor a leer mi «trabajo», poco maduro y
bastante mediano, de lo cual ya me había dado clara cuenta entonces.
¡Cuál no sería nuestra sorpresa cuando llegó a mi nombre un voluminoso
sobre con sellos extranjeros y la dirección escrita con una letra de
trazos gruesos y precisos!
En seis páginas manuscritas, Gorki, con inmensa
atención y condescendencia, analizaba mi poco maduro libro, me
aconsejaba que trabajase sin cesar para perfeccionarme, que estudiase a
los clásicos para aprender a pulir la palabra como «el tornero pule el
metal». La carta del gran escritor fue para mí toda una escuela. He
meditado muchas veces en cada palabra suya, procurando sacar una
deducción eficiente y adecuada para mí. Gorki me ayudó a comprender que
el periodismo y la literatura son profesiones muy complejas y difíciles,
que exigen más esfuerzo y estudio que cualquier otra profesión.
Comprendía que dedicarme a ellas «de paso» era imposible, que había que
entregarse a ellas de lleno y sólo en ese caso se podría abrigar la
esperanza de llegar a ser un auténtico trabajador de la prensa
soviética.
En aquél período había terminado ya mis estudios en
la Escuela de Peritaje y trabajaba en el taller de tintorería y acabado,
o en la fábrica «de percal» — como la llamábamos nosotros — del
combinado «Proletarka», tan entrañable para mí. Poco después ya era un
activo corresponsal obrero. El trabajo en la fábrica y la actividad
social no me dejaban casi tiempo para dedicarme al periodismo, que tanto
me gustaba y que me atraía cada vez más. Finalmente, después de pensarlo
mucho, dejé la fábrica y pasé a trabajar a Smena.
En Smena había una buena redacción, de la cual, más
tarde, salieron no pocos excelentes periodistas. La vida en el periódico
era intensísima. Nuestro modesto presupuesto no correspondía en absoluto
a las seis u ocho planas del periódico, que se publicaba dos veces a la
semana. Por eso, la mayor parte de los trabajos se realizaban por los
jóvenes y entusiastas corresponsales sin emolumentos de ninguna especie.
Las iniciativas de Smena fueron señaladas elogiosamente por Pravda en
reiteradas ocasiones. En Smena y, después de que dejó de publicarse, en
Proletárskaia Pravda, periódico regional de Kalinin, trabajé hasta el
comienzo de la Gran Guerra Patria. Escribía reportajes, folletines
y
dirigí las secciones industrial y cultural.
En 1930 ingresé en el Komsomol y en 1940 en el
Partido Comunista de la U.R.S.S. Gracias a la gran escuela del Partido
Comunista, pude ser más tarde escritor.
Simultáneamente con el trabajo en la redacción,
escribía relatos; mas, recordando las enseñanzas de Gorki, publicaba muy
pocos de ellos en el periódico o en el almanaque regional «En nuestros
días». En 1939, publiqué en la revista Oktiabr mi primera novela, El
táller de forja.
En ese libro procuré hacer una especie de balance
de mis observaciones sobre la marcha de la emulación socialista en las
empresas de Kalinin y el surgimiento de audaces iniciativas. Todo ello
lo había observado personalmente y lo había descrito en mis artículos y
reportajes. Y si en aquél tiempo el libro obtuvo cierto éxito, se debe
adjudicar, ante todo, a los notables acontecimientos que relataba y a
los hombres que describía. Debo confesar que la trama del libro y los
caracteres de los personajes fueron tomados del natural. Los veteranos
de la fábrica de construcción de vagones de Kalinin no tardaron en
reconocer en los héroes de la novela a sus camaradas. Y la cosa terminó
invitándome él prototipo del protagonista a su boda con el prototipo de
la heroína. En la boda se gastaron muchas bromas acerca de que los
protagonistas debían pagar el pato por el autor, continuando su relato y
culminándolo con un final feliz, aunque estereotipado.
Mis largos años de trabajo en la prensa me ayudaron
a crear mi primera novela. Pero como literato me enriqueció sobremanera
el trabajo en la redacción de Pravda, cuyo corresponsal militar fui
desde el comienzo de la Gran Guerra Patria.
A veces suelen preguntarme:
— El trabajo en la prensa le estorbará,
seguramente, para su actividad como escritor: esa continua agitación,
las prisas, la necesidad de escribir sobre el tema señalado por la
redacción, siempre con rapidez e independientemente del humor que uno
tenga, expresándolo, además, en un número de líneas prescrito.
Estas preguntas, lejos de ofenderme, me hacen
gracia. Fue precisamente el trabajo en la prensa bolchevique él que me
abrió el camino hacia la literatura; es precisamente la prensa la que me
ayuda constantemente a ver en la vida lo más interesante y lo más
esencial, a observar lo nuevo, lo verdaderamente comunista en el
carácter de nuestros coetáneos. En calidad dé corresponsal militar de
Pravda tuve que estar constantemente en los sectores más importantes del
extenso frente, allí donde se decidía el destino de la Patria
Socialista. Esta circunstancia me proporcionó un material inapreciable.
En la actualidad es generalmente conocido que los
protagonistas de Un hombre de verdad y Somos hombres soviéticos, son
nuestros compatriotas reales, la mayoría de los cuales figuran en el
relato con sus propios apellidos, que sólo en algunos casos han sido
levemente modificados. El proyecto de ambos libros nació en la redacción
de Pravda. Ocurrió de la siguiente manera:
En febrero de 1942, en Pravda se publicó un
artículo mío titulado «La hazaña de Matvéi Kuzmín», rápido reportaje
que escribí inmediatamente después del entierro de ese hombre, hablaba
de un koljosiano de ochenta años del koljós «Rassviet» («Amanecer»), que
había repetido la hazaña dé Iván Susanin. El artículo, escrito con mucha
prisa, resultó poco interesante. Tan pronto como regresé a Moscú, fui
llamado por el director de Pravda, quien me reprochó haber descrito con
demasiado apresuramiento, demasiado al modo reporteril, una hazaña tan
excepcional.
—¡Cómo se podía haber relatado este hecho! — me
dijo y, llevado por su costumbre de generalizarlo todo, agregó —: Ya se
lo he dicho a otros corresponsales militares, y también a usted se lo
aconsejo insistentemente: anote con el máximo detalle todas las proezas
realizadas por la gente soviética que tenga ocasión de ver. Éste es su
deber civil; más aún, su deber de miembro del Partido. Fíjese que en
esta guerra el pueblo soviético supera por su valor a todos los héroes
de la historia antigua, media y moderna. Y para que estas proezas no se
pierdan, para que los soviéticos sepan, ahora o después, con la mayor
plenitud posible, cómo lucharon sus compatriotas contra el fascismo,
cómo combatieron por la victoria, hay que apuntarlo todo, todo.
Desde entonces me hice de un grueso cuaderno, de
tapas de cartón, y me dediqué a apuntar en él, anotando con exactitud el
lugar, las direcciones civiles de los propios protagonistas o de los
testigos del hecho, los ejemplos más interesantes de heroísmo que me
hacía conocer la vida del frente.
Mientras tanto, la profesión de corresponsal
militar me lanzaba de un sector del frente a otro, del frente a las
«comarcas guerrilleras», de allí a los bosques donde las audaces tropas
de desembarco actuaban en la retaguardia del enemigo, y de nuevo al
frente, a Stalingrado, al arco de Kursk, a Korsún-Shevchenkovski, al
Vístula, al Ney, al Spree. Y vi en todas partes tal heroísmo de las
gentes soviéticas, que ante él palidecían las proezas de los héroes
populares del pasado: Iván Susanin, Marfa Kózhina, Koshka, el marinero
de Sebastopol, y otros muchos, cuyas imágenes conservaron para nosotros
la historia y la literatura.
En total, durante la guerra, hice unas sesenta y
cinco anotaciones de este género. Una de ellas, en la que hablaba de mi
encuentro con el teniente de la guardia A. Merésiev, en un aeródromo de
campaña en las inmediaciones de Oriol, durante el asalto a esta ciudad,
sirvió de tema al libro UN HOMBRE DE VERDAD. De las demás historias
anotadas, elegí veinticuatro, las más notables y típicas a mi juicio,
las que mejor ponían al descubierto el corazón de los soviéticos, y las
transformé en relatos que presenté en un volumen titulado Somos hombres
soviéticos.
Después de la guerra, sigo ateniéndome a la
tradición de hablar de aquello que veo. En el pequeño relato Ha vuelto
procuró dar forma literaria a un episodio de la vida de un conocido
fundidor de acero moscovita. El argumento de la novela Oro encierra otro
hecho real, cuyo final coincidió con la ofensiva de las tropas del
frente a Kalinin a principios de 1942. Y en ellos, a mi juicio, no hay
nada de particular. Nuestra vida socialista, en constante cambio y
avance, sugiere al escritor cada día, cada hora, temas sumamente
interesantes, sencillos y notables por su sencillez. Los soviéticos,
inspirados por las inmarcesibles ideas del comunismo, se elevan a tal
altura en sus hazañas militares y de trabajo, realizan en nombre de la
Patria tales proezas que a veces, incluso poseyendo la más ardiente de
las imaginaciones, sería difícil inventar. ¡Y qué infinita diversidad de
caracteres despliega ante el escritor nuestra vida soviética!
El trabajo en el periódico le enfrenta
continuamente con las personas más interesantes de nuestra época, le
ayuda a observar su lucha y su actividad. El periodismo permite aguzar
la vista y afinar el oído. Los hechos que me sugiere la vida completan,
en mi caso personal, la falta de imaginación artística.
Y los héroes de mis libros, en su vida al margen de
las páginas, parecen continuar lo que no he terminado de escribir. Con
Alexéi Merésiev coincidí en Varsovia, pero no como autor y protagonista
de una obra literaria, sino como delegado soviético al Segundo Congreso
Mundial de Partidarios de la Paz; Málik Gabdulin, protagonista del
relato “El nacimiento de la epopeya”, dirige en la actualidad el
Instituto de Literatura de la Academia de Ciencia de Kazajia, y la
campesina bielorrusa Uliana Bielogrud, que salvó la enseña de un
regimiento de tanques (La bandera del regimiento) ha recibido después de
la guerra una honrosa medalla por sus éxitos en el cultivo de la
remolacha.
Observando la dichosa vida de esa gente pletórica,
llena de fecunda actividad, experimento una doble alegría.
¡Qué gran felicidad es la de ser escritor en el
País del Socialismo!
B. POLEVÓY. |
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