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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EN ARAS DE LA PAZ

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

También tuve ocasión esta vez, en la maravillosa temporada de mayo, de volver a deleitarme con la contemplación de las extensiones de nuestro país desde la altura de las nubes. Mi alma hacia tiempo que echaba de menos la naturaleza patria, todo lo nuestro. Sentía deseos de verlo todo de cerca, de respirar el aire de nuestra primavera. Pero el avión volaba rápido a Moscú.

Moscú, en mayo, nos esperaba con las banderas enarboladas desde el Día de la Victoria, con las pancartas, el bullicio, la intensa vida y la alegría de sus trabajadores. Le había llegado el aliento amenazador de la guerra, había oído el zumbar de los aviones enemigos y los estallidos de sus bombas, había entregado sus hijos e hijas, todas sus fuerzas y todo su entendimiento al Frente y ahora recibía la gratitud y el amor fervoroso de todos los pueblos soviéticos, de todos los pueblos del mundo, además del sincero respeto de todos los Estados. Nosotros, los que habíamos peleado en los Frentes, regresábamos a la capital soviética como regresan del campo de batalla los guerreros al regazo de su madre amorosa e intrépida. El Partido, el Gobierno, la capital de nuestra Partía rendían honores a los vencedores.

En las recepciones y entrevistas que se celebraban en Moscú todo evidenciaba la grandeza de los acontecimientos sobrevenidos, la potencia de nuestro ejército y de nuestro país, evidenciaba que nuestra victoria sobre la Alemania fascista, que hubo lanzado un desafío a muerte a toda la humanidad progresista, había sido conquistada por todos los pueblos soviéticos cohesionados en torno a las ideas leninistas de amistad y fraternidad. Al recibir en Moscú la gratitud de la Patria, del Partido, la compartíamos en la imaginación con todos los que en aquellos momentos seguían empuñando las armas en las líneas de la victoria, con quienes habían entregado la vida por la victoria.

En el Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas me dijeron que se había incluido a varios pilotos más del Segundo Ejército Aéreo en el Regimiento Compuesto del Primer Frente de Ucrania para participar en el Desfile de la Victoria. La fecha del desfile aún no se había fijado, pues los participantes sólo empezaban a llegar a la capital, y yo decidí visitar de nuevo a mí familia. Contaba con unos cinco días y podía disponer de ellos a mi albedrío.

Recibí permiso para ausentarme de Moscú mientras tanto. Tras de comprar los regalos que pude, tomé el avión para Novosibirsk.

El día era cálido y soleado. Los árboles, el césped las glorietas de la ciudad estaban verdes. De lejos vi ya abiertas de par en par todas las ventanas de nuestra casa, y la primavera y el sol llenaban las habitaciones.

Al igual que todos los que volvían del Frente, llegué a casa sin haber enviado telegrama ni aviso. Nos esperaban todos los días nuestros padres, nuestras esposas y nuestros hijos. Por más que, en lo que a mí se refería, mi hija... Svetlana había cumplido sólo seis meses. Cuando la tomé en brazos, ella empezó a querer soltarse e ir con su madre. Más no tardó en resignarse y acostumbrarse a mí.

Al atardecer, se reunieron mis amigos y parientes. Durante la cena, el secretario del comité del Partido de la fábrica, Alexéi Shibáiev, me propuso salir al campo al día siguiente. La idea fue aprobada, pues yo no podía imaginar mejor descanso para mí, y cuando por la mañana oí al pie de mi ventana un traqueteo de ruedas contra el empedrado y la sonora voz del cochero gritar: "¡Sooo, quieto!", adiviné en el acto que Alexéi Shibáiev había decidido alejarme varios días de la civilización y de la vida moderna.

El coche, tirado por un caballo grullo con horcate y campanilla, cubiertos con alfombra los asientos y ataviado el cochero con su ropaje corriente. ¡Qué poco se parecía todo eso a la vida que yo había llevado los últimos años! ¡Qué entrañable y habitual me parecía todo aquello, que me transportaba al Novosibirsk de mi juventud!

María, Svetlana y yo íbamos en el asiento trasero; Alexéi Ivánovich se acomodó al lado del cochero, y nuestro coche traqueteó por la calle, haciendo salir de los patios a los perros y llamando la atención de todos los transeúntes.

Salimos de la ciudad. El bosque comenzó en seguida. Los árboles juntaban las copas por encima de nuestras cabezas, llegando a veces a hacerse la oscuridad casi completa y sintiendo el fresco; luego los rayos del sol rasgaban con sus puñales de oro la verde penumbra. Mi hijita tan pronto miraba asustada los gruesos troncos de los árboles que pasaban por nuestro lado como a nosotros.

— ¿Adonde se te ha ocurrido llevarnos? —pregunté a Shibáiev.

— Ni lejos ni cerca, a unos diez kilómetros de la ciudad.

— ¡Pues es bastante!

— Para que sientas nuestra naturaleza, amigo —decía él. Para que te metas en estos placenteros parajes y se te quite toda la costra de la guerra, todo lo que se te ha ido posando en el alma. Sólo nuestra naturaleza madre, la que nos llega muy adentro, puede hacerlo.

— Tienes razón —dijo el cochero.

Hubimos de armarnos de paciencia y esperar para saber que sorpresa nos habían preparado mis paisanos en las afueras de la ciudad.

Los pinos retrocedieron hacia los dos lados, y ante nosotros se abrió una extensa explanada. Por sus orillas blanqueaban en todo el derredor abedules nuevos y claros, como la luz del sol, y las nubes en el cielo. Sus tiernas hojas recién abiertas, glaucas y casi transparentes, aun no cubrían del todo las ramas altas, haciendo resaltar la blancura de los troncos desde la base hasta la cima. Tras ellos se juntaban en oscura muralla los pinos. La hierba del claro de bosque estaba espolvoreada de flores rojas, azules y anaranjadas.

— ¿Qué le parece el paraje? —interrogó Alexéi Shibáiev, mirándome.

— ¡Encantador! —respondió entusiasmada María por mí.

Seguimos marchando hacia una casita. Junto a ella, algo apartadas, había unas hileras de colmenas. Las ventanas de la casa estaban abiertas de par en par, haciéndole parecer iluminada de parte a parte por aquel día soleado de matices verdosos y azulados.

— ¡Sooo! Hemos llegado.

Nos recibió el viejo colmenero Konstantín Bessónov, fuerte aún y poseedor de una larga barba blanca. Nos hizo entrar a todos en su casa, que daba también dentro la misma impresión de limpieza, anchura y fusión con la naturaleza originaria. Todo estaba fregado y estregado hasta la clara amarillez de la madera lozana, todo olía a madera seca.

El anciano nos enseñó el colmenar perteneciente a la fábrica, y nos hizo acercarnos a las colmenas. Las abejas zumbaban en torno, revoloteando por encima de nuestras cabezas. El cantar de los pájaros no impedía que se oyese el zumbido laborioso de las abejas. Después el colmenero nos llevó a la casa, nos dijo dónde podíamos alojarnos cada cual y nos enseñó la biblioteca. Luego, tras convidarnos algo de miel, se fue a preparar la comida.

Alexéi y yo fuimos al baño. La leña ya estaba partida, encendimos la estufa y acarreamos agua. Hicimos mucho vapor y nos deleitamos largo rato, calentándonos en él y sacudiéndonos el cuerpo con ramos de hojas de abedul. Allí volví a sentir la vida cotidiana que conocí antes de marcharme de la ciudad, la verdadera vida siberiana, limpia, sencilla y saludable.

Volvimos a la casa cuando la comida ya estaba servida. Después de comer, paseamos todos por el bosque hasta que oscureció. A veces salíamos a otros claros con idénticos abedules alrededor y vivas flores entre la alta y tupida hierba. Era una naturaleza propia, completamente distinta de todas las demás, una naturaleza virgen y frondosa.

Pasamos allí la noche, caminamos mucho por la mañana, viéndolo todo y escuchando todos los sonidos. Pero se hizo la hora de regresar.

Al despedirnos, el anciano sacó de la biblioteca un libro y me lo entregó, diciendo:

— Hace mucho que lo he leído y ya he sacado de él todo el provecho que podía darme. Que le sirva ahora a usted. En él se habla de grandes hombres que jamás se apartaron de la naturaleza y amaron el trabajo humilde.

Di las gracias al anciano y emprendimos el camino de regreso.

Volvieron a pasar por nuestro lado los abedules de cautivante blancura y centelleó en los ojos el variopinto tapiz de flores. Luego se nos echó encima el pinar. En los dos días que pasamos en el colmenar, me remocé de manera extraordinaria.

Al otro día emprendí el vuelo a Moscú. Y lo emprendí para no volver en mucho tiempo a mi ciudad natal, para seguir cumpliendo las funciones que me indicaban mi deber y la Patria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El 24 de junio... La mañana amaneció encapotada. Pero la luz de las banderas rojas, el brillo de las condecoraciones en los uniformes y el relumbre de los sables y de los instrumentos de viento de las bandas, así como los acordes de la música y el carillón del Kremlin ensancharon la bóveda celeste y aclararon las nubes. Al desfilar en las columnas de los que combatimos en los Frentes, en las filas de los vencedores, percibiendo el contacto de codos y de hombros de los vecinos, sentíamos la proximidad de los amigos que estaban en aquellos momentos en las líneas alejadas de Moscú.

El Desfile de la Victoria fue el desfile de los vencedores. Nuestro país recibía las novedades de su ejército y le rendía honores. En los regimientos compuestos de los distintos Frentes marchaban generales y soldados de infantería y de artillería, aviadores galardonados con estrellas de oro, órdenes de la Victoria, de Lenin, de la Bandera Roja, de Suvórov, de Kutúzov, de Bogdán Jmelnítski, de Najímov, de la Gloria... Llevaban las banderas cubiertas de gloria en múltiples batallas y refulgentes con los rayos de la mayor de las victorias.

A mi me encargaron llevar la bandera del Primer Frente de Ucrania. Oprimiendo el asta en mis manos, iba pensando también en la bandera de mi división, condecorada con cuatro órdenes de nuestra Patria.

Cuando las columnas desfilaron por delante del Mausoleo de Lenin todas las miradas y todos los pensamientos iban dirigidos al fundador del gran Partido Comunista. Bajo la dirección de este Partido habíamos triunfado. No se oían más que los mesurados golpes de los pasos, la música y el susurro de las banderas por encima de nuestras cabezas. Cuando estuvimos nosotros delante del Mausoleo, me relevó otro abanderado y me invitaron a pasar a las tribunas del Mausoleo y presenciar yo mismo el desfile. En esos instantes pude ver, sentir y percibir perfectamente aquel acto Histórico.

Doscientos soldados se acercaron al Mausoleo y abatieron a sus pies doscientas banderas de los ejércitos, cuerpos de ejército, divisiones y regimientos alemanes. Banderas ignominiosas de agresión, bandolerismo y violencia. Vi pasar por delante de mí, potentes piezas autopropulsadas de artillería, tanques, tractores y camiones, nuestra Fuerza creada con las manos del pueblo. Vi cerca de mí a representantes de los ejércitos de los países amigos y vecinos nuestros.

Yo miraba la Plaza Roja, que bullía, y miraba a las densas muchedumbres de moscovitas, pensando si el mundo, la humanidad se olvidarían del precio que había costado aquella victoria sobre el nazismo. Si la humanidad de nuestro planeta haría la férrea e inquebrantable deducción pertinente de aquella guerra, horrenda tanto para nosotros como para quienes la desencadenaron. Si la gente olvidaría la sangre derramada en aquellos años y las tumbas diseminadas entre el Volga y el Spree, por los campos de batalla de muchos países de Europa.

¡No lo olvidarían!... No debían olvidarlo.

 

 

 

 

 

Realizado por *DZR* Chimanov

Revisado por FAE_Cazador

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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