También tuve ocasión esta
vez, en la maravillosa temporada de mayo, de volver a deleitarme con la
contemplación de las extensiones de nuestro país desde la altura de las
nubes. Mi alma hacia tiempo que echaba de menos la naturaleza patria,
todo lo nuestro. Sentía deseos de verlo todo de cerca, de respirar el
aire de nuestra primavera. Pero el avión volaba rápido a Moscú.
Moscú, en mayo, nos
esperaba con las banderas enarboladas desde el Día de la Victoria, con
las pancartas, el bullicio, la intensa vida y la alegría de sus
trabajadores. Le había llegado el aliento amenazador de la guerra, había
oído el zumbar de los aviones enemigos y los estallidos de sus bombas,
había entregado sus hijos e hijas, todas sus fuerzas y todo su
entendimiento al Frente y ahora recibía la gratitud y el amor fervoroso
de todos los pueblos soviéticos, de todos los pueblos del mundo, además
del sincero respeto de todos los Estados. Nosotros, los que habíamos
peleado en los Frentes, regresábamos a la capital soviética como
regresan del campo de batalla los guerreros al regazo de su madre
amorosa e intrépida. El Partido, el Gobierno, la capital de nuestra
Partía rendían honores a los vencedores.
En las recepciones y
entrevistas que se celebraban en Moscú todo evidenciaba la grandeza de
los acontecimientos sobrevenidos, la potencia de nuestro ejército y de
nuestro país, evidenciaba que nuestra victoria sobre la Alemania
fascista, que hubo lanzado un desafío a muerte a toda la humanidad
progresista, había sido conquistada por todos los pueblos soviéticos
cohesionados en torno a las ideas leninistas de amistad y fraternidad.
Al recibir en Moscú la gratitud de la Patria, del Partido, la
compartíamos en la imaginación con todos los que en aquellos momentos
seguían empuñando las armas en las líneas de la victoria, con quienes
habían entregado la vida por la victoria.
En el Estado Mayor de las
Fuerzas Aéreas me dijeron que se había incluido a varios pilotos más del
Segundo Ejército Aéreo en el Regimiento Compuesto del Primer Frente de
Ucrania para participar en el Desfile de la Victoria. La fecha del
desfile aún no se había fijado, pues los participantes sólo empezaban a
llegar a la capital, y yo decidí visitar de nuevo a mí familia. Contaba
con unos cinco días y podía disponer de ellos a mi albedrío.
Recibí permiso para
ausentarme de Moscú mientras tanto. Tras de comprar los regalos que
pude, tomé el avión para Novosibirsk.
El día era cálido y
soleado. Los árboles, el césped las glorietas de la ciudad estaban
verdes. De lejos vi ya abiertas de par en par todas las ventanas de
nuestra casa, y la primavera y el sol llenaban las habitaciones.
Al igual que todos los
que volvían del Frente, llegué a casa sin haber enviado telegrama ni
aviso. Nos esperaban todos los días nuestros padres, nuestras esposas y
nuestros hijos. Por más que, en lo que a mí se refería, mi hija...
Svetlana había cumplido sólo seis meses. Cuando la tomé en brazos, ella
empezó a querer soltarse e ir con su madre. Más no tardó en resignarse y
acostumbrarse a mí.
Al atardecer, se
reunieron mis amigos y parientes. Durante la cena, el secretario del
comité del Partido de la fábrica, Alexéi Shibáiev, me propuso salir al
campo al día siguiente. La idea fue aprobada, pues yo no podía imaginar
mejor descanso para mí, y cuando por la mañana oí al pie de mi ventana
un traqueteo de ruedas contra el empedrado y la sonora voz del cochero
gritar: "¡Sooo, quieto!", adiviné en el acto que Alexéi Shibáiev había
decidido alejarme varios días de la civilización y de la vida moderna.
El coche, tirado por un
caballo grullo con horcate y campanilla, cubiertos con alfombra los
asientos y ataviado el cochero con su ropaje corriente. ¡Qué poco se
parecía todo eso a la vida que yo había llevado los últimos años! ¡Qué
entrañable y habitual me parecía todo aquello, que me transportaba al
Novosibirsk de mi juventud!
María, Svetlana y yo
íbamos en el asiento trasero; Alexéi Ivánovich se acomodó al lado del
cochero, y nuestro coche traqueteó por la calle, haciendo salir de los
patios a los perros y llamando la atención de todos los transeúntes.
Salimos de la ciudad. El
bosque comenzó en seguida. Los árboles juntaban las copas por encima de
nuestras cabezas, llegando a veces a hacerse la oscuridad casi completa
y sintiendo el fresco; luego los rayos del sol rasgaban con sus puñales
de oro la verde penumbra. Mi hijita tan pronto miraba asustada los
gruesos troncos de los árboles que pasaban por nuestro lado como a
nosotros.
— ¿Adonde se te ha
ocurrido llevarnos? —pregunté a Shibáiev.
— Ni lejos ni cerca, a
unos diez kilómetros de la ciudad.
— ¡Pues es bastante!
— Para que sientas
nuestra naturaleza, amigo —decía él. Para que te metas en estos
placenteros parajes y se te quite toda la costra de la guerra, todo lo
que se te ha ido posando en el alma. Sólo nuestra naturaleza madre, la
que nos llega muy adentro, puede hacerlo.
— Tienes razón —dijo el
cochero.
Hubimos de armarnos de
paciencia y esperar para saber que sorpresa nos habían preparado mis
paisanos en las afueras de la ciudad.
Los pinos retrocedieron
hacia los dos lados, y ante nosotros se abrió una extensa explanada. Por
sus orillas blanqueaban en todo el derredor abedules nuevos y claros,
como la luz del sol, y las nubes en el cielo. Sus tiernas hojas recién
abiertas, glaucas y casi transparentes, aun no cubrían del todo las
ramas altas, haciendo resaltar la blancura de los troncos desde la base
hasta la cima. Tras ellos se juntaban en oscura muralla los pinos. La
hierba del claro de bosque estaba espolvoreada de flores rojas, azules y
anaranjadas.
— ¿Qué le parece el
paraje? —interrogó Alexéi Shibáiev, mirándome.
— ¡Encantador! —respondió
entusiasmada María por mí.
Seguimos marchando hacia
una casita. Junto a ella, algo apartadas, había unas hileras de
colmenas. Las ventanas de la casa estaban abiertas de par en par,
haciéndole parecer iluminada de parte a parte por aquel día soleado de
matices verdosos y azulados.
— ¡Sooo! Hemos llegado.
Nos recibió el viejo
colmenero Konstantín Bessónov, fuerte aún y poseedor de una larga barba
blanca. Nos hizo entrar a todos en su casa, que daba también dentro la
misma impresión de limpieza, anchura y fusión con la naturaleza
originaria. Todo estaba fregado y estregado hasta la clara amarillez de
la madera lozana, todo olía a madera seca.
El anciano nos enseñó el
colmenar perteneciente a la fábrica, y nos hizo acercarnos a las
colmenas. Las abejas zumbaban en torno, revoloteando por encima de
nuestras cabezas. El cantar de los pájaros no impedía que se oyese el
zumbido laborioso de las abejas. Después el colmenero nos llevó a la
casa, nos dijo dónde podíamos alojarnos cada cual y nos enseñó la
biblioteca. Luego, tras convidarnos algo de miel, se fue a preparar la
comida.
Alexéi y yo fuimos al
baño. La leña ya estaba partida, encendimos la estufa y acarreamos agua.
Hicimos mucho vapor y nos deleitamos largo rato, calentándonos en él y
sacudiéndonos el cuerpo con ramos de hojas de abedul. Allí volví a
sentir la vida cotidiana que conocí antes de marcharme de la ciudad, la
verdadera vida siberiana, limpia, sencilla y saludable.
Volvimos a la casa cuando
la comida ya estaba servida. Después de comer, paseamos todos por el
bosque hasta que oscureció. A veces salíamos a otros claros con
idénticos abedules alrededor y vivas flores entre la alta y tupida
hierba. Era una naturaleza propia, completamente distinta de todas las
demás, una naturaleza virgen y frondosa.
Pasamos allí la noche,
caminamos mucho por la mañana, viéndolo todo y escuchando todos los
sonidos. Pero se hizo la hora de regresar.
Al despedirnos, el
anciano sacó de la biblioteca un libro y me lo entregó, diciendo:
— Hace mucho que lo he
leído y ya he sacado de él todo el provecho que podía darme. Que le
sirva ahora a usted. En él se habla de grandes hombres que jamás se
apartaron de la naturaleza y amaron el trabajo humilde.
Di las gracias al anciano
y emprendimos el camino de regreso.
Volvieron a pasar por
nuestro lado los abedules de cautivante blancura y centelleó en los ojos
el variopinto tapiz de flores. Luego se nos echó encima el pinar. En los
dos días que pasamos en el colmenar, me remocé de manera extraordinaria.
Al otro día emprendí el
vuelo a Moscú. Y lo emprendí para no volver en mucho tiempo a mi ciudad
natal, para seguir cumpliendo las funciones que me indicaban mi deber y
la Patria. |