La primavera estaba en pleno apogeo en las estepas
de la Táurida. Chernígovka se hundía en el barro. Las nieblas y los
nublados bajos tenían los aviones sujetos a tierra. Pero mis compañeros
de regimiento incluso en aquellas condiciones realizaban vuelos de
entrenamiento casi todos los días. Klúbov, Rechkálov, Babak, Trud,
Lukiánov y Zhérdev adiestraban a los nuevos pilotos jóvenes. Entre estos
últimos había dos que nos ayudaron a traer desde el Cáucaso hasta
Chernígovka los aviones que recibimos.
— ¿Por qué están aquí todavía? — interrogué a
Rechkálov.
— Se niegan a volver a la retaguardia.
— ¿Cómo es eso?
— Son pilotos y quieren combatir.
— Pero el mando de su regimiento los
reclamará de todas las maneras.
— Ya los ha reclamado.
— ¿Y qué habéis contestado?
— Por ahora damos la callada por respuesta.
Los muchachos son buenos, vuelan bien y se desviven por combatir.
“Bueno", pensé, "procuraremos arreglarlo para que
se queden. El que pide que lo envíen al Frente no se portará mal en el
combate".
Nos aprestábamos para el traslado a otros
aeródromos próximos al Frente y estudiábamos la situación creada allí. Y
en tanto nosotros permanecíamos inactivos en Chernígovka, nuestras
tropas en ofensiva habían alcanzado en el sur casi la misma línea por la
que empezó la guerra. En los partes del Buró de Información Soviético se
mencionaban ya cabezas de puente en la orilla derecha del Dniéper y la
dirección a Tiráspol. Los veteranos de nuestro regimiento ardían en
deseos de aterrizar lo antes posible en los aeródromos conocidos que
habíamos tenido por bases tres años antes y pagarle al enemigo en
combates sobre el Dniéster la deuda que nos había hecho contraer por las
trágicas jornadas del inolvidable mes de junio...
Sabíamos ya que el traslado se proyectaba para la
primera mitad de abril; todos estábamos pendientes de las futuras
batallas y soñábamos con perseguir al enemigo hasta su cubil. De pronto,
me volvieron a llamar urgentemente al Cuartel General del Mariscal
Principal de la Aviación.
Volé allá en mi aparato de combate acompañado por
mi punto Gólubev. En los diferentes aeródromos en que hicimos escala,
conocimos a muchos compañeros de armas con los que luego hubimos de
combatir juntos cerca de Berlín y poner fin a la guerra.
En Novo-Nikoláievka, el jefe de cuerpo de ejército,
general Alexandr Utin y el jefe de regimiento, Anatoli Kozhévnikov nos
ayudaron a instalarnos mientras duraba el mal tiempo, y a mí, además, a
visitar la ciudad, que ya conocía.
Recorrí todas las calles de Novo-Nikoláievka,
estuve en la casa donde conocí a Mirónov y a Pankrátov. Por estos
tiempos nuestro ejército operaba ya en los sectores donde estaban las
tumbas de estos pilotos.
Cuando llegamos al lugar de destino, nadie pudo
ocuparse de nosotros. Aquel día había sido herido de gravedad el general
de ejército N. Vatútin, que mandaba el Frente. A quienquiera que yo
preguntase, me respondía brevemente:
— Alójate para pasar la noche y mañana
hablaremos.
— ¿Para qué nos han llamado?
— No lo sabemos.
Me inquietaban esas respuestas.
Al otro día me recibió el Mariscal Principal.
— ¿Sabes para qué te hemos llamado? —me
interrogó.
— No, no lo sé.
— Te nombramos jefe del Regimiento de
Aviación de la Reserva del Estado Mayor.
"Esta vez de seguro que ya no podré zafarme",
pensé. “¿Qué hacer?”
— No tengo ningún deseo de marcharme de mi
regimiento, camarada Mariscal Principal.
— Lo sé.
— Entonces, permita el traslado a este
regimiento de varios pilotos con los que he combatido mucho.
— No puedo.
— Son discípulos y compañeros míos. Serán mi
apoyo en el nuevo destino.
— Te permito que te lleves sólo a tu punto.
— Sin ellos no puedo aceptar. Le ruego que me
permita volver a mi regimiento.
El Mariscal se dio por vencido con un aspaviento.
Temeroso de que él lo pensara mejor y volviera a insistir, me apresuré a
nacerle el saludo militar y retirarme. ¡De nuevo me había salido con la
mía! De la alegría hasta me zumbaron los oídos.
Gólubev, que me esperaba en el aeródromo, corrió a
mi encuentro, preguntando:
— ¿Volamos al regimiento?
— Sí.
— ¡Estupendo!
En el regimiento me aguardaba un telegrama que
ponía: "Los aviones están listos. Recójanlos. Lávochkin".
Las ruedas del tren enrollaban de nuevo, con su
traqueteo, los kilómetros y kilómetros al norte. Por delante de las
ventanillas desfilaban los campos rusos, tocados ya por el hálito de la
primavera. Me enfrasqué de nuevo en los pensamientos, imbuidos por la
monotonía del viaje, en torno a los grandes cambios operados en el
Frente, a lo desconocida que estaba ya nuestra aviación, a los combates
aéreos que nos esperaban y a los amigos. A mi lado iba sentado Gólubev.
Uno de los muchos pilotos con quienes yo había tenido ocasión de volar
por el ígneo firmamento de la guerra. Y era el segundo Gólubev con quien
volaba. El primero pereció en el Kubán.
Nos entregaron la factura para recibir los La-5 en
una fábrica, situada cerca de la ciudad. Yo fui en una avioneta de
enlace con el piloto que estaba al servicio de Lávochkin. Gólubev fue en
tren. Sobrevolábamos un bosque y había muchos baches de aire. Luego
apareció un riachuelo bajo el ala y pedí al piloto que me cediera la
palanca de mando. Hice descender el aparato casi hasta el agua. Volamos
a la altura de las orillas, que eran elevadas. Así volaban a menudo en
el Frente nuestras avionetas "maiceras" para despistar a los
Messerschmitts. . Conduje así el aparato cerca de media hora, saltando
las líneas telefónicas y elevándonos donde los meandros del riachuelo
eran demasiado pronunciados. A cada lado se alzaba un muro de espeso
bosque, y yo me sentía como en mi querida Siberia. Hacía mucho que no
había visto una naturaleza tan pintoresca. Poco después devolví el mando
del aparato al piloto. El siguió volando como yo, a ras del riachuelo.
De pronto vi un chispazo por delante. ¿Qué era
aquello? Resultó que habíamos enganchado unos hilos de la luz, los
llevábamos a rastras y al entrechocar, echaban chispas todo el tiempo.
Comenzamos a perder velocidad. Yo corrí
maquinalmente el fanal para salir inmediatamente de la cabina en el caso
de que nos posáramos sobre el agua. La avioneta iba perdiendo altura. La
hélice aún giraba, pero el piloto, por lo visto, ya se había resignado a
creer que era el fin. En esos instantes me entraron deseos de combatir
la catástrofe. Empuñé la palanca y viré bruscamente hacia la orilla. Por
fortuna, la avioneta me obedeció.
Se aproximaba la orilla. Yo me apoyé con fuerza en
el tablero de los instrumentos, como hiciera antaño, cuando me desplomé
en el bosque de Moldavia.
El aeroplano pasó por encima del borde ribereño y
cayó en un rodal liso. Sentí un golpe, oí un estrépito. Y la avioneta se
destrozó. Yo salí inmediatamente de la cabina rota y vi que el piloto
estaba ensangrentado. Corrí a la carretera, detuve un automóvil con
pasajeros y llevamos al siniestrado al hospital más próximo. Allí lo
curaron, lo vendaron y le dejaron ir conmigo a la ciudad, donde vivía su
familia.
Mientras íbamos a su casa, yo no dejé de pensar en
el accidente. ¿Por qué había ocurrido? Recordé la desagradable
conversación que tuve con Dzúsov, el jefe de mi división. Entonces me
regañó, y no por los "juegos malabares" en sí, sino por haberlos hecho a
la vista de los pilotos jóvenes. Volví a sentirme culpable por haber
enseñado a un aviador inexperto como volaba yo. Y él quiso imitarme
enseguida. En consecuencia, nos vimos a un paso de la muerte. ¿Y dónde?
¡Lejos del Frente, en un riachuelo! Daba rabia de pensar en eso. Llevé
al aviador a su casa. Su familia no me dejó marchar y me ofreció cama
para pasar la noche. Hube de acceder.
Pasado un rato, los vecinos acudieron a visitar al
accidentado. Entre ellos había una mujer fina de agradable aspecto y
mediana edad. Al tenderme la mano, se presentó por el apellido:
— Nésterova.
Hice un esfuerzo para contenerme y no preguntarle
si tenía algún parentesco con el celebre aviador ruso Nésterov. Como si
hubiera leído la pregunta en mis ojos, dijo:
— Soy hija de Nésterov. Pase a nuestro
apartamento. Le presentaré a mi abuela, la madre de él.
De esa suerte, un caso absurdo me trajo a la casa
donde vivía la familia del piloto innovador ruso, maestro del combate
aéreo, autor del rizo y del primer espolonazo dado en el mundo. Allí me
contaron muchas cosas interesantes de él, me enseñaron fotos rarísimas y
hasta me regalaron una de recuerdo.
Por la mañana fui a la fábrica y me reuní con
Gólubev ante la puerta. Recibimos allí dos cazas La-5 nuevos y salimos
en ellos con rumbo a Moscú, donde había que ventilar el reequipamiento
de toda mi unidad con apararos La-7.
Los aviones La-5 eran excelentes. El aviador posee
un sentido especial para percibir el aparato, la potente fuerza, la
obediencia y toda la perfección armónica del mismo. Yo miraba contento
los gatillos de los cañones y los instrumentos de a bordo. Si el La-7
con que prometían armar a todo el regimiento era mejor que el avión que
volábamos ¿qué más podíamos desear?
Sobrevolábamos, ala con ala, los campos y los
bosques de la parte central de Rusia.
En el Cuartel General de las Fuerzas Aéreas, donde
nos presentamos en busca de la factura para recibir los otros aviones,
me recibieron con júbilo y sorpresa:
— ¿Pero estás vivo?
Me eché a reír.
— No es cosa de risa —me dijeron—. Aquí ya te
han enterrado. Nos comunicaron que Pokryshkin se había estrellado.
— ¿Desde dónde? ¿Desde la fábrica de
aviación?
— No. Lo han transmitido las radios
extranjeras. Una comisión formada especialmente está aclarando ya las
circunstancias.
Resultaba que los periodistas extranjeros se
interesaban por mi persona. Recibí la orden de interrumpir
inmediatamente los trámites del envío de los cazas para el regimiento: y
emprender el vuelo aquel mismo día para el Frente en los Lávochkins.
El inesperado giro que tomaban las cosas nos asustó
también a Gólubev y a mí, pues si en el Cuartel General se tomaban tan
en serio el accidente de la U-2, nos podrían hacer demorar el viaje para
toda clase de explicaciones y precisiones de las causas de lo sucedido.
Renunciando incluso a la comida, llegamos al aeródromo y despegamos
prestamente en los esbeltos apáralos de chato morro y resplandeciente
duraluminio.
El lugar más próximo para repostar era Kursk. En
Jarkov intentaron detenernos debido al mal tiempo que hacía por la ruta,
pero nosotros osamos seguir el viaje bajo las nubes que se cernían.
Queríamos llegar cuanto antes a nuestro regimiento. Tal vez allí también
nos creyesen muertos. Había que refutar lo antes posible aquellos
rumores exagerados.
Tras dar una pasada por encima de los tejados de
Chernígovka, aterrizamos sin novedad en nuestro aeródromo. Cuando
salimos de los aparatos, vi venir corriendo a mi encuentro al teniente
Pavlenko, jefe de personal del regimiento.
— Hay un telegrama para usted, camarada
teniente coronel —me anunció con voz gozosa y tendiéndome un papel
doblado.
No me apresuré en leerlo. El teniente no pudo
contenerse más y espetó:
— ¡Lo nombran a usted jefe de la división!
Leí el telegrama. Efectivamente, ésa era la nueva
que me comunicaban. Gólubev y Pavlenko me miraban expectantes de lo que
dijera. ¿Y qué podía decir? ¿Negarme también esa vez?
Releí el telegrama. Lo firmaba Nóvikov, el Mariscal
Principal de la Aviación. No era una propuesta, no. Era una orden. Y las
órdenes se acatan.
El coronel Dzúsov debía despedirse de nuestra
división de la Guardia de Mariúpol. Había recorrido con ella un largo y
tortuoso camino de gloria. Lo ascendían a jefe de un cuerpo de ejército
de aviación que operaba en el Frente de Bielorrusia.
Dzúsov me recibió en su cuartel y se explayó,
hablándome de lo mucho que le costaba alejarse de las gentes con quienes
se había encariñado tanto. Recordó los primeros pasos dados en el
ejercicio de aquel cargo y me dio instrucciones y consejos.
Durante nuestra conversación, entró en el despacho
el teniente coronel Abramóvich. Jefe del Estado Mayor de la división. Se
anunció a mí, sonriendo, desplegó un mapa y me enseñó los aeródromos
cercanos al Frente, adonde había de trasladarse la división.
— ¿Podrás organizar el traslado? —me
interrogó Dzúsov, mirándome atento a los ojos.
— Si es necesario, procuraré hacerlo
—respondí—. ¿Y a quién tendré de subjefe?
— ¿De subjefe? —repitió él mi pregunta y,
sonriendo con malicia, repuso—: A tu viejo conocido Kráiev.
Su respuesta no me llenó de júbilo.
Como si Dzúsov adivinara en qué pensaba yo, se
volvió hada el jefe del Estado Mayor y le dijo:
— Entregaré el mando de la división después
del traslado, ya en el Frente.
Yo siempre aprecié la solicitud de nuestro jefe por
las personas. En esta ocasión leí también en sus palabras únicamente el
sincero deseo de ayudarme a trasladar con rapidez y buen orden los
regimientos de la retaguardia al lejano Frente.
— Infórmate de cómo están las cosas. Mañana
emprenderemos juntos el vuelo al cuartel del jefe del ejército para
darle las novedades.
— ¡A sus órdenes! —respondí, sintiéndolo como
antes jefe mío.
En casa hube de resolver, antes que nada, una
cuestión personal: ¿qué hacer con María? Llevar a mi mujer conmigo al
Frente significaba incurrir en lo que había de censurar a otros. No
podía tolerármelo y di previamente algunos pasos. Entre otros, el de
escribir a mi madre. María tenía correspondencia con ella y, en su fuero
interno estaba ya dispuesta a despedirse del Frente y alejarse de mi
lado para vivir en la profunda retaguardia. No me dirigió siquiera un
reproche cuando, poco después de nuestra conversación, le traje los
documentos de licenciamiento y el billete para el tren hasta Novosibirsk.
Mi mujer comprendía que los tiempos de guerra
obligaban a hacer rápidas, casi fulminantes, esas despedidas. Yo me
encontraba ya con todas las fibras del ser en el Frente, en el ejercicio
de mi nuevo cargo, y delegaba en mi lejana casa materna todos los
cuidados por María, que iba a ser madre.
Aquella misma tarde monté a María en el tren en la
estación de Vérjni Tokmak. Me estuve, hasta que salió el tren, delante
de la ventanilla del vagón, mirando a mí mujer y sin poder dejar de
pensar en el brusco viraje que volvía a dar mi vida. Veía con la
imaginación a María ya en Novosibirsk, en la casita sobre el Kámenka,
donde había transcurrido mi infancia.
El tren partió.
¿Cuándo nos volveríamos a ver? |