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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

AL FRENTE… PASANDO POR LA CAPITAL

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me fui a la capital con María.

En el sur, el invierno era caprichoso, deshelaba a menudo. El tren de pasajeros, en que hacia tanto tiempo que no viajábamos ni María ni yo, nos llevaba raudo al norte. Pasado ya Donetsk los campos estaban cubiertos de nieve, y las ventanillas de los vagones quedaron dibujadas por la escarcha.

Estaciones, ciudades, más ciudades... Sus horripilantes ruinas estaban tapadas por la nieve. Los nombres de muchas se veían escritos a mano en muros que habían quedado en pie entre escombros. Pero todas esas ciudades estaban coronadas de una aureola de orgullo. Jarkov, Biélgorod, Oboyán, Kursk... ¡Qué batallas se habían reñido en ellas!...

Cuando nos fuimos acercando a Moscú, me acordé de mi visita a la capital el año anterior. Fue en verano. Los hermanos Glínka y yo habíamos sido llamados con urgencia al Cuartel General de las Fuerzas Aéreas.

Impregnadas de sudor y polvo del Frente, las guerreras, viejas las botas de cuero artificial y descoloridas las gorras, aplastadas multitud de veces bajo los asientos de los aviones, despegamos del aeródromo del Kubán y horas después caminábamos entre el bullicioso torrente humano por las calles de Moscú. El ruido de la ciudad y las muchedumbres nos dejaron pasmados como a verdaderos provincianos.

Nosotros nos parábamos para verlo todo, alegrándonos de la pacífica vida cotidiana. Pero nuestra alegría no fue duradera: por nuestro lado pasó un comandante, no lo vimos y no le hicimos el saludo militar. Nos detuvo.

—       ¡Infringen la orden! Estamos hartos de recordársela a gente como vosotros —nos aleccionó el comandante pese a que le presentamos nuestras excusas.

Tras contárselo a María, le dije, señalando su capote de soldado:

—       Tú vas a tener que saludar más que yo.

—       Con tal de ver la capital, estoy dispuesta a caminar por sus ralles a paso de desfile y sin bajar la mano de la frente —repuso ella en broma.

Entonces nos llamaron a Moscú para entregarnos la medalla norteamericana del "Mérito Militar". Al siguiente día de haberla recibido, regresamos al Kubán, al aeródromo de Popóvicheskaya.

¿Para qué me llamarían ahora? Yo hacía conjeturas, esforzándome por adivinarlo. Éramos ya dos para repartirnos las emociones. Conmigo venía mi esposa.

En la Jefatura de Personal del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas se aclaró todo. Me ofrecían el cargo de jefe de la sección de instrucción militar de la aviación de caza de las Fuerzas del Aire. ¡Qué Sorpresa! ¡Un cargo tan alto! No supe qué responder. El mismo Jefe de Personal que, siendo yo mecánico, me enviara en tiempos a estudiar a una escuela de pilotos, comprendió mi estado y no me metió prisa en responder.

—       Piénselo. Le encargaré pase para mañana.

Me encaminé al hotel. Tenía que pensarlo yo mismo y pedir consejo a María. A decir verdad, yo tenía la respuesta preparada. No quería desempeñar ese cargo. Claro que el servicio en un Estado Mayor es más tranquilo y menos peligroso, pero en eso no pensaba. ¿Qué dirían de mí los compañeros de pelea cuando se enterasen de que yo, tras haber aprendido a combatir me iba del frente mucho antes de acabarse la guerra? Dirían que me atraía la vida tranquila, o tal vez algo peor. No, yo no podía tolerar que mis compañeros de regimiento tuviesen motivo para decir nada semejante. Mi único anhelo constante era batirme hasta la victoria, llegar hasta el mismo Berlín.

Cuando dije a María lo que pensaba, me dio la razón en todo. A ella también le tiraba el Frente.

A la mañana siguiente me presenté al Jefe de Personal con mi respuesta decidida. Mi negativa le extrañó y, al parecer, la lamentó.

—       ¿Qué es eso de "no quiero?" —dijo—. Su experiencia la necesitan otros... Le harán general.

Hube de buscar otro argumento.

—       Efectivamente, tengo experiencia, pero siento que no podré desempeñar bien cargo tan importante.

—       Le ayudarán.

Entonces esperé sin más rodeos:

—       ¡No me iré del Frente hasta el final de la guerra!

El Jefe de Personal apartó en silencio mi hoja de servicios.

Al día siguiente, él me presentó al Mariscal Principal de la Aviación, A. Nóvikov. En la conversación que tuve con él, alegué las mismas causas para renunciar el cargo. El Mariscal Principal accedió a dejarme que me reintegrara a mi regimiento. Yo no podía ocultar mi alegría y volaba ya en pensamientos a Chernígovka. Pero el Mariscal Principal me encomendó una misión:

—       Vaya a las fábricas de aviación a conocer los cazas nuevos —me dijo—. ¡Nuestros aeroplanos son algo mejores que los Aerocobras! Les daremos aparatos Yaks o La-5. ¡Son magníficos!

El encargo me agradó. Los pilotos de mi regimiento hacía tiempo que soñaban con volar en cazas de producción nacional. Además yo aún no había estado nunca en una fábrica de aviación ni había visto cómo se hacían los aviones, estas obras, que yo apreciaba más que nada, del ingenio y las manos del hombre.

Por la tarde, María y yo fuimos al Teatro Bolshói. La vistosa función y todo el ambiente nos hicieron olvidar la guerra, el Frente.

Durante el entreacto dejé a María en el vestíbulo y fui a fumarme un pitillo. Cuando volví, ella no estaba ya donde la hube dejado. Se había sentado en su butaca, entristecida por algo. Comprendí que habría querido venir al teatro vestida de otra manera y no con uniforme de soldado y toscas botas de imitación de cuero. Allí todo despertaba el sentido de lo bello, nada tenía en cuenta nuestros conceptos y convencionalismos del Frente. Lo comprendí.

Por la mañana, antes de ponernos en marcha hacia el aeródromo central, donde me aguardaban unos vuelos, nos metimos en los almacenes centrales. Las dependientes accedieron amablemente a ayudar a María a comprar todo lo que necesitaba, y yo la dejé a su cuidado.

En el aeródromo me recibió el general Fedrovi, conocido piloto probador en el país. Me enseñó un Yak-3 nuevecito que acababa de pasar las pruebas. Tras examinarlo, me subí a la cabina y puse el motor en marcha. El avión tomó altura con rapidez. Hice algunas figuras de acrobacia de alta escuela y noté en seguida sus ventajas sobre los cazas que había tenido ocasión de pilotar antes. Pero me saltaron también a la vista algunos defectos del diseño.

Comuniqué mis impresiones a Fedrovi.

—       Estoy de acuerdo con usted —me dijo—. Ustedes, los del Frente, ven mejor las virtudes y los defectos de los aviones. Vuele mañana otra vez y lo presentaré al ingeniero aeronáutico.

—       ¿A Yákovlev?

—       Sí.

De camino al hotel fui pensando en lo que diría al famoso constructor de cazas soviéticos. Efectivamente, yo tenía que comprobar otra vez mis deducciones, si bien muchas las tenía ya por indiscutibles. El Yak-3 debía tener tres cañones, pero debido a dificultades del proyecto, los aparatos fabricados en serie tendrían uno solo. Eso disminuía sus posibilidades combativas. La distribución de los indicadores en la cabina era también algo incómoda para el piloto.

En el hotel me aguardaba una sorpresa. María apareció a presencia mía tan peripuesta como nunca la había visto antes. Guapa y resplandeciente, me exhibía en medio del aposento su transformación. Dijo que así iría de muy buena gana al teatro, y fuimos a uno. Queríamos verlo todo, ir a todas partes y recuperar el tiempo perdido.

Ya tarde, cuando volvíamos al hotel, fuimos caminando lentamente por las calles nocturnas, deleitándonos con el silencio. Aquella calma y nuestra proximidad nos harían sentir verdadera dicha, pues sabíamos que días después nos veríamos de nuevo en el Frente.

Después de realizar unos cuantos vuelos más, Fedrovi acabó por llevarme a ver al ingeniero aeronáutico Alexander Yákovlev, que estaba sentado delante de una chimenea francesa encendida, atizando las ascuas con una paleta. Fedrovi le habló de mí, de mis vuelos y de las observaciones que había hecho. El ingeniero aeronáutico escuchaba sin dejar de remover las ascuas de la chimenea. Llegó a parecerme que no le interesaban mis razonamientos sobre el aparato.

La conversación no cuajó.

...María y yo estuvimos todo el día preparándonos para el viaje. De cara a la noche, alguien llamó a la puerta. Di el adelante. Entró un general. Me tendió la mano y mencionó su apellido, presentándose: Lávochkin.

—       He decidido molestarle —comenzó a hablar tomando asiento—. Estoy construyendo un avión que será más potente que el La-5. Le estaré muy agradecido si le echa un vistazo con ojos de piloto fogueado.

Semión Lávochkin me interrogó largo y tendido sobre los combates aéreos, los aviadores que él conocía por la prensa y me habló de sus planes de ingeniería. Al despedirse, me invitó a visitar la fábrica, donde se estaba preparando para las pruebas un La-7.

En el taller donde entré a la mañana siguiente, ya se sabía que recibirían la visita de un piloto del Frente. Miré las caras cansadas, pero enérgicas, y los brazos robustos de la gente y sentí deseos de estar entre ellos lo más posible. Allí todo daba testimonio del duro trabajo creador de la gente, de su afán de proporcionar a los aviadores un arma de lo más moderna y segura para derrotar definitivamente al enemigo.

—       ¿Qué instaláis en el nuevo aparato, cañones o ametralladoras? —inquirí, deteniéndome junto a la explanada de montaje del armamento.

—       ¿Para qué vamos a poner ametralladoras? ¿Es que vamos a dejar que los fascistas os disparen con cañones, y vosotros les contestéis con ametralladoras? Eso no vale. ¡Al enemigo hay que pagarle en la misma moneda! —me respondió un viejo contramaestre, atusándose los canosos bigotes—. ¿No es verdad?

—       ¡Y tanto que lo es! —respondí.

—       Mira tú mismo lo que hacemos —propuso.

¡Efectivamente, el caza era magnífico! No pude menos de recordar los I-15, I-16 y Migs con que habíamos combatido durante los primeros días de la guerra y a los valientes que incluso en aquellos aparatos afrontaban con intrepidez el fuego de los cañones de los Messerschmitts blindados. ¡Si vieran ahora Mirónov, Sokolov, Ovsiánkin y Diachenko los cazas que teníamos!...

Agradecí a los obreros la abnegación con que trabajaban y todo lo que hacían en aras de la victoria. La visita a la fábrica y a la oficina de proyectos de Lávochkin me acabó de convencer de que yo había obrado bien al renunciar al cargo que me habían ofrecido en Moscú. Debía volver inmediatamente al Frente. Ahora los pilotos soviéticos contaban con todo lo necesario para derrotar pronto a la tan cacareada aviación de Goering.

Lamentablemente, Lávochkin no pudo presentarme un avión nuevo listo y probado del todo para que yo volara en él. Pero prometió enviarme un aviso al Frente, tan pronto como saliesen los primeros La-7; para que nos lleváramos varios y los probásemos en los combates.

En el hotel me aguardaba una grata noticia: del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas me notificaban que se me había concedido la graduación de teniente coronel y que el Mariscal Principal de la Aviación quería conversar otra vez conmigo. Me presenté enseguida a él. Después de preguntarme las impresiones de mis visitas a las fábricas de aviación y de las entrevistas con los ingenieros aeronáuticos, Nóvikov me dijo, despidiéndose:

—       De manera que no quieres quedarte aquí, a pesar de todo; que te quieres ir al Frente, ¿eh?

—       Sí, camarada Mariscal Principal.

—       Está bien. Te dejamos que vayas para que allí pienses mejor en la propuesta qué te hacemos.

Por su sonrisa comprendí que pronunciaba aquellas palabras por decir algo. Demasiado sabía él que en el Frente yo no pensaría más que en los combates.

...Tardé mucho en conciliar el sueño en el vagón del tren que nos llevaba deprisa al sur. Conforme nos íbamos alejando de Moscú, yo pensaba en su polifacética y turbulenta vida, en el importante, verdaderamente histórico papel que representaba en la guerra que estaba empeñada y en sus habitantes. Las fábricas, los institutos, los estados mayores, los teatros, todo Moscú vivía pensando en el Frente y trabajando para la victoria. Y aun con todo, la guerra de verdad estaba lejos de la capital.

¿Cuándo volvería yo a Moscú? Raro era el militar del Frente que lograba visitar la capital por aquellos tiempos. Moscú estaba ya en la profunda retaguardia...

En el sur me esperaban mi entrañable regimiento, mis compañeros y nuevos combates.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La primavera estaba en pleno apogeo en las estepas de la Táurida. Chernígovka se hundía en el barro. Las nieblas y los nublados bajos tenían los aviones sujetos a tierra. Pero mis compañeros de regimiento incluso en aquellas condiciones realizaban vuelos de entrenamiento casi todos los días. Klúbov, Rechkálov, Babak, Trud, Lukiánov y Zhérdev adiestraban a los nuevos pilotos jóvenes. Entre estos últimos había dos que nos ayudaron a traer desde el Cáucaso hasta Chernígovka los aviones que recibimos.

—       ¿Por qué están aquí todavía? — interrogué a Rechkálov.

—       Se niegan a volver a la retaguardia.

—       ¿Cómo es eso?

—       Son pilotos y quieren combatir.

—       Pero el mando de su regimiento los reclamará de todas las maneras.

—       Ya los ha reclamado.

—       ¿Y qué habéis contestado?

—       Por ahora damos la callada por respuesta. Los muchachos son buenos, vuelan bien y se desviven por combatir.

“Bueno", pensé, "procuraremos arreglarlo para que se queden. El que pide que lo envíen al Frente no se portará mal en el combate".

Nos aprestábamos para el traslado a otros aeródromos próximos al Frente y estudiábamos la situación creada allí. Y en tanto nosotros permanecíamos inactivos en Chernígovka, nuestras tropas en ofensiva habían alcanzado en el sur casi la misma línea por la que empezó la guerra. En los partes del Buró de Información Soviético se mencionaban ya cabezas de puente en la orilla derecha del Dniéper y la dirección a Tiráspol. Los veteranos de nuestro regimiento ardían en deseos de aterrizar lo antes posible en los aeródromos conocidos que habíamos tenido por bases tres años antes y pagarle al enemigo en combates sobre el Dniéster la deuda que nos había hecho contraer por las trágicas jornadas del inolvidable mes de junio...

Sabíamos ya que el traslado se proyectaba para la primera mitad de abril; todos estábamos pendientes de las futuras batallas y soñábamos con perseguir al enemigo hasta su cubil. De pronto, me volvieron a llamar urgentemente al Cuartel General del Mariscal Principal de la Aviación.

Volé allá en mi aparato de combate acompañado por mi punto Gólubev. En los diferentes aeródromos en que hicimos escala, conocimos a muchos compañeros de armas con los que luego hubimos de combatir juntos cerca de Berlín y poner fin a la guerra.

En Novo-Nikoláievka, el jefe de cuerpo de ejército, general Alexandr Utin y el jefe de regimiento, Anatoli Kozhévnikov nos ayudaron a instalarnos mientras duraba el mal tiempo, y a mí, además, a visitar la ciudad, que ya conocía.

Recorrí todas las calles de Novo-Nikoláievka, estuve en la casa donde conocí a Mirónov y a Pankrátov. Por estos tiempos nuestro ejército operaba ya en los sectores donde estaban las tumbas de estos pilotos.

Cuando llegamos al lugar de destino, nadie pudo ocuparse de nosotros. Aquel día había sido herido de gravedad el general de ejército N. Vatútin, que mandaba el Frente. A quienquiera que yo preguntase, me respondía brevemente:

—       Alójate para pasar la noche y mañana hablaremos.

—       ¿Para qué nos han llamado?

—       No lo sabemos.

Me inquietaban esas respuestas.

Al otro día me recibió el Mariscal Principal.

—       ¿Sabes para qué te hemos llamado? —me interrogó.

—       No, no lo sé.

—       Te nombramos jefe del Regimiento de Aviación de la Reserva del Estado Mayor.

"Esta vez de seguro que ya no podré zafarme", pensé. “¿Qué hacer?”

—       No tengo ningún deseo de marcharme de mi regimiento, camarada Mariscal Principal.

—       Lo sé.

—       Entonces, permita el traslado a este regimiento de varios pilotos con los que he combatido mucho.

—       No puedo.

—       Son discípulos y compañeros míos. Serán mi apoyo en el nuevo destino.

—       Te permito que te lleves sólo a tu punto.

—       Sin ellos no puedo aceptar. Le ruego que me permita volver a mi regimiento.

El Mariscal se dio por vencido con un aspaviento. Temeroso de que él lo pensara mejor y volviera a insistir, me apresuré a nacerle el saludo militar y retirarme. ¡De nuevo me había salido con la mía! De la alegría hasta me zumbaron los oídos.

Gólubev, que me esperaba en el aeródromo, corrió a mi encuentro, preguntando:

—       ¿Volamos al regimiento?

—       Sí.

—       ¡Estupendo!

En el regimiento me aguardaba un telegrama que ponía: "Los aviones están listos. Recójanlos. Lávochkin".

Las ruedas del tren enrollaban de nuevo, con su traqueteo, los kilómetros y kilómetros al norte. Por delante de las ventanillas desfilaban los campos rusos, tocados ya por el hálito de la primavera. Me enfrasqué de nuevo en los pensamientos, imbuidos por la monotonía del viaje, en torno a los grandes cambios operados en el Frente, a lo desconocida que estaba ya nuestra aviación, a los combates aéreos que nos esperaban y a los amigos. A mi lado iba sentado Gólubev. Uno de los muchos pilotos con quienes yo había tenido ocasión de volar por el ígneo firmamento de la guerra. Y era el segundo Gólubev con quien volaba. El primero pereció en el Kubán.

Nos entregaron la factura para recibir los La-5 en una fábrica, situada cerca de la ciudad. Yo fui en una avioneta de enlace con el piloto que estaba al servicio de Lávochkin. Gólubev fue en tren. Sobrevolábamos un bosque y había muchos baches de aire. Luego apareció un riachuelo bajo el ala y pedí al piloto que me cediera la palanca de mando. Hice descender el aparato casi hasta el agua. Volamos a la altura de las orillas, que eran elevadas. Así volaban a menudo en el Frente nuestras avionetas "maiceras" para despistar a los Messerschmitts. . Conduje así el aparato cerca de media hora, saltando las líneas telefónicas y elevándonos donde los meandros del riachuelo eran demasiado pronunciados. A cada lado se alzaba un muro de espeso bosque, y yo me sentía como en mi querida Siberia. Hacía mucho que no había visto una naturaleza tan pintoresca. Poco después devolví el mando del aparato al piloto. El siguió volando como yo, a ras del riachuelo.

De pronto vi un chispazo por delante. ¿Qué era aquello? Resultó que habíamos enganchado unos hilos de la luz, los llevábamos a rastras y al entrechocar, echaban chispas todo el tiempo.

Comenzamos a perder velocidad. Yo corrí maquinalmente el fanal para salir inmediatamente de la cabina en el caso de que nos posáramos sobre el agua. La avioneta iba perdiendo altura. La hélice aún giraba, pero el piloto, por lo visto, ya se había resignado a creer que era el fin. En esos instantes me entraron deseos de combatir la catástrofe. Empuñé la palanca y viré bruscamente hacia la orilla. Por fortuna, la avioneta me obedeció.

Se aproximaba la orilla. Yo me apoyé con fuerza en el tablero de los instrumentos, como hiciera antaño, cuando me desplomé en el bosque de Moldavia.

El aeroplano pasó por encima del borde ribereño y cayó en un rodal liso. Sentí un golpe, oí un estrépito. Y la avioneta se destrozó. Yo salí inmediatamente de la cabina rota y vi que el piloto estaba ensangrentado. Corrí a la carretera, detuve un automóvil con pasajeros y llevamos al siniestrado al hospital más próximo. Allí lo curaron, lo vendaron y le dejaron ir conmigo a la ciudad, donde vivía su familia.

Mientras íbamos a su casa, yo no dejé de pensar en el accidente. ¿Por qué había ocurrido? Recordé la desagradable conversación que tuve con Dzúsov, el jefe de mi división. Entonces me regañó, y no por los "juegos malabares" en sí, sino por haberlos hecho a la vista de los pilotos jóvenes. Volví a sentirme culpable por haber enseñado a un aviador inexperto como volaba yo. Y él quiso imitarme enseguida. En consecuencia, nos vimos a un paso de la muerte. ¿Y dónde? ¡Lejos del Frente, en un riachuelo! Daba rabia de pensar en eso. Llevé al aviador a su casa. Su familia no me dejó marchar y me ofreció cama para pasar la noche. Hube de acceder.

Pasado un rato, los vecinos acudieron a visitar al accidentado. Entre ellos había una mujer fina de agradable aspecto y mediana edad. Al tenderme la mano, se presentó por el apellido:

—       Nésterova.

Hice un esfuerzo para contenerme y no preguntarle si tenía algún parentesco con el celebre aviador ruso Nésterov. Como si hubiera leído la pregunta en mis ojos, dijo:

—       Soy hija de Nésterov. Pase a nuestro apartamento. Le presentaré a mi abuela, la madre de él.

De esa suerte, un caso absurdo me trajo a la casa donde vivía la familia del piloto innovador ruso, maestro del combate aéreo, autor del rizo y del primer espolonazo dado en el mundo. Allí me contaron muchas cosas interesantes de él, me enseñaron fotos rarísimas y hasta me regalaron una de recuerdo.

Por la mañana fui a la fábrica y me reuní con Gólubev ante la puerta. Recibimos allí dos cazas La-5 nuevos y salimos en ellos con rumbo a Moscú, donde había que ventilar el reequipamiento de toda mi unidad con apararos La-7.

Los aviones La-5 eran excelentes. El aviador posee un sentido especial para percibir el aparato, la potente fuerza, la obediencia y toda la perfección armónica del mismo. Yo miraba contento los gatillos de los cañones y los instrumentos de a bordo. Si el La-7 con que prometían armar a todo el regimiento era mejor que el avión que volábamos ¿qué más podíamos desear?

Sobrevolábamos, ala con ala, los campos y los bosques de la parte central de Rusia.

En el Cuartel General de las Fuerzas Aéreas, donde nos presentamos en busca de la factura para recibir los otros aviones, me recibieron con júbilo y sorpresa:

—       ¿Pero estás vivo?

Me eché a reír.

—       No es cosa de risa —me dijeron—. Aquí ya te han enterrado. Nos comunicaron que Pokryshkin se había estrellado.

—       ¿Desde dónde? ¿Desde la fábrica de aviación?

—       No. Lo han transmitido las radios extranjeras. Una comisión formada especialmente está aclarando ya las circunstancias.

Resultaba que los periodistas extranjeros se interesaban por mi persona. Recibí la orden de interrumpir inmediatamente los trámites del envío de los cazas para el regimiento: y emprender el vuelo aquel mismo día para el Frente en los Lávochkins.

El inesperado giro que tomaban las cosas nos asustó también a Gólubev y a mí, pues si en el Cuartel General se tomaban tan en serio el accidente de la U-2, nos podrían hacer demorar el viaje para toda clase de explicaciones y precisiones de las causas de lo sucedido. Renunciando incluso a la comida, llegamos al aeródromo y despegamos prestamente en los esbeltos apáralos de chato morro y resplandeciente duraluminio.

El lugar más próximo para repostar era Kursk. En Jarkov intentaron detenernos debido al mal tiempo que hacía por la ruta, pero nosotros osamos seguir el viaje bajo las nubes que se cernían. Queríamos llegar cuanto antes a nuestro regimiento. Tal vez allí también nos creyesen muertos. Había que refutar lo antes posible aquellos rumores exagerados.

Tras dar una pasada por encima de los tejados de Chernígovka, aterrizamos sin novedad en nuestro aeródromo. Cuando salimos de los aparatos, vi venir corriendo a mi encuentro al teniente Pavlenko, jefe de personal del regimiento.

—       Hay un telegrama para usted, camarada teniente coronel —me anunció con voz gozosa y tendiéndome un papel doblado.

No me apresuré en leerlo. El teniente no pudo contenerse más y espetó:

—       ¡Lo nombran a usted jefe de la división!

Leí el telegrama. Efectivamente, ésa era la nueva que me comunicaban. Gólubev y Pavlenko me miraban expectantes de lo que dijera. ¿Y qué podía decir? ¿Negarme también esa vez?

Releí el telegrama. Lo firmaba Nóvikov, el Mariscal Principal de la Aviación. No era una propuesta, no. Era una orden. Y las órdenes se acatan.

El coronel Dzúsov debía despedirse de nuestra división de la Guardia de Mariúpol. Había recorrido con ella un largo y tortuoso camino de gloria. Lo ascendían a jefe de un cuerpo de ejército de aviación que operaba en el Frente de Bielorrusia.

Dzúsov me recibió en su cuartel y se explayó, hablándome de lo mucho que le costaba alejarse de las gentes con quienes se había encariñado tanto. Recordó los primeros pasos dados en el ejercicio de aquel cargo y me dio instrucciones y consejos.

Durante nuestra conversación, entró en el despacho el teniente coronel Abramóvich. Jefe del Estado Mayor de la división. Se anunció a mí, sonriendo, desplegó un mapa y me enseñó los aeródromos cercanos al Frente, adonde había de trasladarse la división.

—       ¿Podrás organizar el traslado? —me interrogó Dzúsov, mirándome atento a los ojos.

—       Si es necesario, procuraré hacerlo —respondí—. ¿Y a quién tendré de subjefe?

—       ¿De subjefe? —repitió él mi pregunta y, sonriendo con malicia, repuso—: A tu viejo conocido Kráiev.

Su respuesta no me llenó de júbilo.

Como si Dzúsov adivinara en qué pensaba yo, se volvió hada el jefe del Estado Mayor y le dijo:

—       Entregaré el mando de la división después del traslado, ya en el Frente.

Yo siempre aprecié la solicitud de nuestro jefe por las personas. En esta ocasión leí también en sus palabras únicamente el sincero deseo de ayudarme a trasladar con rapidez y buen orden los regimientos de la retaguardia al lejano Frente.

—       Infórmate de cómo están las cosas. Mañana emprenderemos juntos el vuelo al cuartel del jefe del ejército para darle las novedades.

—       ¡A sus órdenes! —respondí, sintiéndolo como antes jefe mío.

En casa hube de resolver, antes que nada, una cuestión personal: ¿qué hacer con María? Llevar a mi mujer conmigo al Frente significaba incurrir en lo que había de censurar a otros. No podía tolerármelo y di previamente algunos pasos. Entre otros, el de escribir a mi madre. María tenía correspondencia con ella y, en su fuero interno estaba ya dispuesta a despedirse del Frente y alejarse de mi lado para vivir en la profunda retaguardia. No me dirigió siquiera un reproche cuando, poco después de nuestra conversación, le traje los documentos de licenciamiento y el billete para el tren hasta Novosibirsk.

Mi mujer comprendía que los tiempos de guerra obligaban a hacer rápidas, casi fulminantes, esas despedidas. Yo me encontraba ya con todas las fibras del ser en el Frente, en el ejercicio de mi nuevo cargo, y delegaba en mi lejana casa materna todos los cuidados por María, que iba a ser madre.

Aquella misma tarde monté a María en el tren en la estación de Vérjni Tokmak. Me estuve, hasta que salió el tren, delante de la ventanilla del vagón, mirando a mí mujer y sin poder dejar de pensar en el brusco viraje que volvía a dar mi vida. Veía con la imaginación a María ya en Novosibirsk, en la casita sobre el Kámenka, donde había transcurrido mi infancia.

El tren partió.

¿Cuándo nos volveríamos a ver?

 

 

 

 

 

Realizado por HR_Irazov

Revisado por *DZR* Chimanov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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