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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LA VIDA ESTÁ CON NOSOTROS

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vuelos, combates, estudios, quehaceres en la plana mayor...

Nuestra vida diaria en el Frente... Y lejos de nosotros, Novosibirsk. Allí estaban mi familia y el mundo de mi juventud. Cada carta que recibía me recordaba la casita alzada en la orilla del Kámenka. Por esas cartas, que me llegaban de tarde en tarde, procuraba hacerme una idea de cómo se vivía en la profunda retaguardia. No era una vida dulce. Trabajo extenuador para el frente, dificultades en las cosas domésticas, constante zozobra por quienes nos exponíamos continuamente a las balas...

Yo sabía lo apretadas que las pasaba mi madre. Se había quedado sola con el hijo menor, de edad escolar. Y aunque yo les enviaba toda mi paga, ellos pasaban hambre.

En las últimas cartas, yo no preguntaba ya a mi madre por el hermano “desaparecido”. Me había enterado ya de más cosas sobre él, que las que sabían en casa.

Estando aún en Krasnodar, se acercó a mí un sargento desconocido en los pasillos de la Audiencia, donde se llevaba a cabo un juicio sobre unos traidores, y me interrogó:

—¿Usted es Pokryshkin?

—Sí.

—¿Tenía usted un hermano llamado Piotr?

"¿Tenía?"

Lo que me contó aquel sargento confirmó mi amarga conjetura. Mi hermano Piotr hacía el servicio con él cuando empezó la guerra. Se encontraban a la sazón en la frontera con Finlandia. Luego…

—Nos cortaron del resto de las tropas y nos arrinconaron contra el Ládoga. Se nos acabaron las municiones y, antes de retirarnos, hubimos de hundir en el lago nuestras piezas de artillería. Hicimos balsas y, por la noche, nos pusimos en marcha para cruzarlo. Podíamos confiar en salvarnos de la aviación alemana y llegar al lado de los nuestros mientras estaba oscuro. Piotr reunió un pequeño grupo y se quedó a cubrir nuestra retirada. Al despedirnos, me dijo: "Tenemos bombas de mano y algunos cartuchos, nos abriremos paso por los bosques". Cuando nos alejamos de la orilla, oímos en ella largo tiroteo y explosiones. No he vuelto a ver a Piotr. ¿Usted no sabe nada de él?

—No.

—Eso significa que cayó allí. Sí, así era Piotr Pokryshkin. A propósito, usted se parece a él, sobretodo en los ojos. Cuando oí decir "el Héroe de la Unión Soviética Pokryshkin", pensé si sería Piotr. Conocía un poco su carácter: Uno como él no se entrega prisionero. Claro que atacó al enemigo con las bombas de mano.

Cuando me hube despedido del sargento, entré en la sala del juicio. Escuchando las nuevas declaraciones de los acusados, capté el móvil principal de la conducta de los traidores, y era un miedo cerval al enemigo, al menor peligro. Y de ese ruin miedo, como del moho del bosque, emergía la cabeza viperina de la traición. Y por el contrario, ¡cuanta entereza, fidelidad a los padres, madres, hermanos, hermanas, novias... a la Patria había en los hombres que odiaban con toda el alma a los invasores! ¡Qué asco daba aquella gentuza que había vendido su alma para conservar la vida!...

...Quise escribir a Novosibirsk, estando aún en el Kubán de la conversación que tuve con ese sargento. Pero no me atreví. Para mi madre sería menos doloroso esperar noticias del hijo que creerlo ya muerto. Y decidí que lo contaría todo de palabra cuando tuviera ocasión de ir a casa.

Cuando me imaginaba el viaje a Novosibirsk, no podía menos de pensar asimismo en mis estrellas de oro de Héroe de la Unión Soviética por dos veces. No hay por qué ocultarlo: aunque los que peleábamos en el Frente rara vez hablábamos entre nosotros de las condecoraciones, todos comprendíamos el valor que tenían. ¿Y quién de nosotros no deseaba que sus méritos fuesen apreciados debidamente? Las dos estrellas de oro que nuestro Gobierno me había concedido, pues recibí la segunda a fines de agosto de 1943, me hacían pensar a menudo en lo pasado, obligándome a mirar de otra manera mi vida. En el momento en que me hacían entrega de la segunda Estrella de oro pensé de pronto, sin saber por qué, en Stepán Suprún y en lo que me dijo, al vernos en Josta, unos años antes de la guerra. Él no dudaba  que yo lograría mi propósito, pues entonces ya vio en mí las cualidades imprescindibles para un piloto.

Al hombre siempre le es grato confesarse que ha visto realizado su sueño dorado. Esa misma sensación tuve yo cuando llegué a ser un as de la aviación y el décimo Héroe por dos veces en el país. Cobraban vida en mi memoria las jornadas más duras de mi vida, las jornadas en que se ventilaba lo principal, si yo seguiría el camino elegido, o los obstáculos me harían abandonarlo.

Yo debía en gran parte mis altas condecoraciones a mis compañeros de regimiento. Sin su seguro apoyo en los combates yo no hubiese derribado ni la mitad de los aviones que figuraban en mi cuenta. Efectivamente, yo me arriesgaba en los desafíos con el adversario, pero mi osadía estaba siempre respaldada en una compenetración precisa con mi punto y con los otros pilotos.

Al reflexionar en lo pasado, me confesaba que, a veces, había sido algo brusco con algunos compañeros de graduación superior. Pero es que ellos tampoco interpretaban siempre bien mis juicios y mi conducta. Eso se refería, ante todo a Kráiev. Posteriormente, cuando el reconocimiento de mis méritos le hizo cambiar de parecer, jamás sacamos a colación nuestras anteriores controversias, como si no hubiesen existido. Pero, como suele decirse, nuestra reconciliación no fue completa porque habíamos sido y seguíamos siendo totalmente distintos. El tiempo lo confirmó.

Mis sueños en hacer un viaje a casa entrelazábanse con mis pensamientos en María. Ella servía en otro Frente, y en sus cartas siempre me daba a entender con distintas alusiones dónde se encontraba su unidad. Por eso yo siempre podía verla de tarde en tarde.

Dijérase que en esas visitas "al vuelo" no había nada que pudiese mancillar el buen nombre de una muchacha. Pero la gente que la rodeaba era muy distinta, y algunos las conceptuaban a su manera, ensombreciendo con insinuaciones obscenas de todo género nuestras relaciones. Eso le sabía mal, sobre todo, a María. Y nos pusimos de acuerdo para registrar lealmente nuestro matrimonio en la primera ciudad grande en que coincidiésemos. Mas ¿dónde estaría esa ciudad, en la que se unirían nuestros derroteros bifurcados por la guerra? ¿No cortaría el fuego de las batallas uno de los dos?

María estaba más preocupada cada día por mi suerte. No me pedía que la llevara conmigo, no, si bien ésa era la solución que hacía tiempo nos apuntaban nuestros sentimientos. Anhelábamos estar juntos. De nuestro amor estaban enterados ya sus padres y mi madre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A fines de octubre, nuestras tropas, tras de expulsar de la parte continental de la Táurida al enemigo, se introdujeron en Crimea. A comienzos de noviembre, el cuerpo de ejército de caballería del general Kirichenko, al que nosotros seguíamos dando cobertura, llegó a Perekop en cooperación con otras unidades.

Nuestro regimiento pasó del Donbáss a Askania-Nova, más cerca del lugar de los combates decisivos. Poco después del vuelo de traslado, vino a nuestro aeródromo el Héroe de la Unión Soviética T. Jriukin, jefe del ejército aéreo en que estábamos encuadrados por entonces. Cuando hubimos recibido al laureado general de aviación, le presenté al personal del regimiento. El los saludó a todos, nos habló de la situación en el Frente y nos encomendó la tarea de cubrir desde el aire el lago Sivash.

—Sobre nuestros soldados de infantería no debe caer ni una bomba enemiga —dijo—. Imaginaos la situación en que se encuentran. Lo tienen todo en contra, el agua fría, las balas y los proyectiles. Vamos a librarlos al menos de las bombas. Tenemos fuerzas y posibilidades suficientes.

Yo, como jefe del regimiento y aviador del mismo, quise, ante todo, poner en claro de qué manera y con qué medios deberíamos cumplir la tarea encomendada. Con montar método de patrullaje era imposible hacerlo, pues para eso se necesitarían varios regimientos de caza y no uno solo. Yo había concebido otro plan. Pedí al jefe del ejército aéreo que pusiera a mi disposición un radar y una emisora potente. El general me aseveró que ambos artefactos serían instalados en el aeródromo al día siguiente.

Cuando las cuestiones principales quedaron resueltas, dije al general que se fijase en el calzado de los pilotos. Todos tenían las botas rotas, y eso producía una impresión deplorable.

—¿Por qué no se las cambia? —interrogó Jriukin.

—Porque no dan. Dicen que "no ha caducado el plazo de uso".

—¿El plazo? —extrañóse el jefe del ejército aéreo—. ¿Es que tienen los pilotos la culpa de que aquí los lodazales del deshielo se prolonguen un mes y haya que caminar por el barro?

—Eso mismo les decimos a los de la intendencia, pero no escuchan razones.

—¡Mandaré que os den botas!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

...La misión de cubrir el lago Sivash de manera que no le cayera ni una bomba a la infantería fue la primera misión especial que recibió nuestro regimiento.

Decidí enviar una escuadrilla a Druzheliúbovka, a un campo situado junto al mismo Sivash, y montar allí guardia. En cuanto aparecieran en el horizonte bombarderos alemanes, la patrulla de guardia debía despegar "con el enemigo a la vista".

Desde el aeródromo básico se vigilaría el firmamento con el radar, que permitía localizar los aviones adversarios mucho antes de que llegasen a la línea del Frente. En cuanto el trazador de objetivos me advertía de la aparición del enemigo, yo daba la señal, disparando una bengala, y la escuadrilla de vanguardia se elevaba en el acto para volar ya sobre el Sivash a la hora fijada. Por teléfono, yo daba las órdenes a la escuadrilla destacada en Druzheliúbovka, a excepción de la patrulla que despegaba "con el enemigo a la vista". Sí, yo no despegaba también a cumplir el servicio, dirigía el combate por radio, orientándome en la situación del mismo por el radar.

La escuadrilla destacada en el campo junto al Sivash estaba al mando del veterano de nuestro regimiento Arkádi Fiódorov. Las del aeródromo básico eran conducidas al combate por Rechkálov, Klúbov y Eriomin, también probados capitanes y templados combatientes del aire.

De esa manera, renunciamos al patrullaje continuo de luz a luz. En cambio, llegado el momento preciso, sobre el Sivash aparecían nutridas fuerzas de cazas nuestros y repelían con éxito las incursiones del enemigo. Los pilotos de la escuadrilla de Fiódorov aprovechaban incluso el crepúsculo vespertino para despegar de su campo e interceptar a los bombarderos alemanes.

No cayeron más bombas en los cruces del Sivash. En cambio, se desplomaban en este lago Junkers incendiados.

Cuando hacía mal tiempo, y en el cielo sobre el Sivash reinaba la calma, Gólubev y yo salíamos "de caza" sobre el mar. Sabíamos que en ese tiempo, escondiéndose entre las bajas nubes, los aviones enemigos volaban mucho sobre todo entre Odessa y Crimea. Los depósitos de suspensión que tenían nuestros aparatos nos permitían buscar aviones enemigos muy lejos de la orilla y alcanzarlos.

Nos remontamos. Bajo nuestras alas pasaban los caminos intransitables de barro, las aldeas despobladas, la blanquecina lengua de tierra de Tendérovskaya... Luego volamos por encima del mar. Estaba gris, agitado, con crines de espuma las crestas de las olas.

Yo me hube acostumbrado al mar, estando todavía en el Kubán. Por más que suena demasiado rotundo eso de "me hube acostumbrado". Cada vez que miraba abajo y veía el oscuro mar tormentoso, me absorbían tanto los elementos desencadenados que hasta dejaba de oír el ruido del motor durante unos instantes. Sólo con un esfuerzo de la voluntad ahuyentaba esa sensación y retornaba al mundillo habitual de mi cabina, a las saetas de los indicadores.

Pero incluso entonces me parecía en un principio que el motor tampoco emitía su runrún como antes y que las saetas amenazaban con indicar extremos críticos... Necesitaba cierto tiempo para recobrarme definitivamente y convencerme de que mi aparato no había sufrido ninguna avería y tiraba con pujanza.

Hacía ya mucho que habíamos dejado atrás la costa. Para descubrir la presunta ruta de vuelo de los aviones rivales, comenzábamos a deambular por encima del mar, cambiando de rumbo a menudo.

Y de pronto... Un avión adversario volaba algo a la izquierda y un poco más alto que nosotros, rozando el borde de las nubes. Era un trimotor grande Junkers-52. A ras del agua, me aproximé mucho a hurtadillas, pero él no reaccionaba. Por lo visto, la tripulación del bombardero no se imaginaba siquiera que con aquel tiempo, pudieran volar cazas soviéticos por encima del mar.

La primera ráfaga obligó al Junkers a descender hacia el agua. Después de la segunda, el trimotor se incendió y se estrelló en el mar. Se oyó una explosión, y las llamas se extendieron por él agua.

Al cabo de unos minutos encontramos otro Junkers.

Me disponía ya a dar el viraje para atacar, cuando en el horizonte apareció todo un grupo de aviones.

¿Qué hacer?

Se nos acababa el combustible, y nosotros sólo podíamos "dedicamos" a la caza de piezas sueltas, ni valía la pena inquietar al grupo. De todas las maneras, no nos daría tiempo y delataríamos al enemigo nuestra presencia en esta ruta. Era claro que los que cayeran al mar no divulgarían la noticia de que volaban "cazadores" soviéticos, y los que llegasen a la orilla pondrían a todos sobre aviso.

Volví a atacar al Junkers por la "panza". De su ala se desprendió un fino chorro de humo. Pasé por debajo del aeroplano en caída, viré y vi que sobre las olas se encendió otra hoguera.

Cuando hubimos regresado al aeródromo y revelado la cinta de las ametralladoras fotográficas, los pilotos contemplaron con curiosidad los cuadros impresos de los Junkers en vuelo y en caída. Di inmediatamente al Estado Mayor de la división las novedades sobre la "caza" en la ruta de Crimea a Odessa.

Al oír el relato de nuestro feliz vuelo, Rechkálov me abordó, pidiéndome los depósitos:

— ¡Quiero hacer un vuelo! ¡Déjame los depósitos!

— ¿Y dónde están los tuyos?

—Esa es una vieja cantinela —enojóse Rechkálov—. De sobra sabes que los tiré.

—Entonces puedo recordarle otra tonadilla más reciente. ¿Qué dijiste en una ocasión en la chabola?

—¡Tienes una memoria muy rencorosa!

—No es rencorosa, sino severa, Grigori. Aguarda un poco.

Rechkálov me dejó. Al puesto de mando vino un mecánico, anunciándome:

—¡Camarada jefe, han llegado las botas! Pero las están repartiendo al tuntún.

—¿Cómo es eso?

—El Estado Mayor de la división ha dado la orden de que se entreguen primero al personal suyo de comunicaciones, escribientes y mecanografía que tenemos aquí.

Cuando llegué al almacén, las nuevas botas con altas cañas de piel artificial pasaban ya de mano en mano entre los soldados de la plana mayor.

—¡Al camión todas las botas! Vamos a calzar primero a los que pisan el barro por el aeródromo, os que sirven bajo techo podrán ir tirando con las botas viejas.

Recibieron botas nuevas los aviadores, los peritos y los mecánicos.

Terminado el reparto, volé al mar con Gólubev. Esta vez derribamos también un avión en el mismo sitio. Me quedó claro que la ruta de vuelo del adversario pasaba precisamente por allí.

Cuando retornábamos al aeródromo, yo me hacía grandes planes: encontrar junto a la orilla un campo, dejar en él una patrulla e ir derribando aparatos Ju-52.

En el aeródromo me dijeron que había telefoneado el jefe de la división y dejado la orden de que me pusiera en comunicación con él cuanto llegase.

—¿Por qué has salido de servicio sin permiso? —me interrogó Dzúsov cuando le di las novedades por teléfono.

—Camarada jefe de la división, nadie tiene prohibido combatir.

—Pues a ti yo te prohíbo que salgas al mar.

—¿Cómo entender eso de que me lo prohíbe?

—Tal y como suena. Que vuelen otros.

—Por encima del mar vuelan en bandadas los aviones alemanes.

—Eso no cambia la cosa. Si te da una bala... No tenemos tantos Héroes de la Unión Soviética por dos veces.

—Pero esa bala puede estar en cualquier parte.

—¡Basta de réplicas! Te lo prohíbe el jefe del ejército... ¡Ah, sí, se me olvidaba! El jefe del Estado Mayor me ha dado parte de que obras como un guerrillero, sin acatar órdenes, ¿eh?

Adiviné que se trataba de las botas.

—Pero si yo las pedí para el regimiento, el personal anda descalzo, y las botas se empezaron a repartir entre los de la plana mayor.

—¡Eso es otra cosa! Entonces, has hecho bien. Mañana ven a verme a eso de las diez.

—¡A sus órdenes!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una vez me entretuve en el aeródromo y volvía algo tarde a la residencia. Unas carcajadas me detuvieron en el vestíbulo. Sújov contaba a los amigos una historia conocida ya en todo el regimiento.

—Estuvimos de palique con las chicas —contaba el piloto— y nos fuimos a casa. Se aproximaba la hora de la retreta.

—¡Confiesa de una vez que os echaron con cajas destempladas!

—Puede que así fuera. Porque Zhérdev y yo nos bebimos un traguito antes, para andar más atrevidos. Pues bien, volvíamos caminando por los charcos, estaba muy oscuro, no se veía ni gota. Caminábamos y caminábamos cuando, de pronto, tropezamos con una tela metálica. Decidimos saltarla. Estábamos seguros de que íbamos por buen camino. Zhérdev la saltó por un sitio y yo por otro. Cuando pisé de nuevo el suelo y di unos pasos, vi de pronto unos ojos grandes y relucientes, como los de una lechuza, y encima, unos cuernos. Retrocedí hacia la cerca, y los ojos y los cuernos me siguieron. Estaba ya junto a la tela metálica. Me agarré a ella con las manos y, cuando me empiné, esos cuernos que digo me embistieron por salva sea la parte. Salté al otro lado como lanzado por una catapulta. Miré atrás y vi que era un corzo, una especie de cabra montes. Y oí gritar a Zhérdev: “¡Kóstia! ¡Aquí hay bisontes!”

Corrí en su ayuda. También le dieron un topetazo y subió por los aires, viniendo a caer en el suelo a mi lado... Puedo decir que todo acabó sin novedad. Lo único malo fue que nos rompieron los pantalones nuevos que llevábamos Zhérdev y yo. Hubimos de pedir a las chicas que nos cosieran aquellos rotos de los demonios.

—¡Vaya galanes! —oí una voz que me pareció conocida.

"¡Beriozkin!", me dije, contento.

—Sí, el galanteo con las chicas nos resultó caro —prosiguió Sújov—. Nos costó muchísimo encontrar el reloj de oro de Zhérdev, que un bisonte pisó y hundió en el suelo... En resumidas cuentas, Sláva, antes apréndete bien todos los senderos.

—No os dejaré que hagáis de Beriozkin un trotamundos como vosotros —interrumpí a Sújov, entrando en la habitación.

—¡Mientras no me fortalezca, sin duda, camarada jefe! —y Beriozkin, lo mismo de pálido y delgado que antes, me dio las novedades de que se había reincorporado al regimiento "para seguir cumpliendo el servicio".

Luego nos contó que, al pasar la comisión médica, le daba vueltas al brazo, si bien veía las estrellas de dolor.

Me di cuenta de que Beriozkin miraba con envidia a Zhérdev, Trofímov y Sújov. Habían llegado juntos al regimiento, y cada uno lucía ya una condecoración en el pecho.

Beriozkin me dijo que le habían dado un mes de permiso, pero que se negó a disfrutarlo y decidió volver en seguida al regimiento.

—¿Quieres volar? —le pregunté.

—¡Si! —respondió con firmeza.

A la mañana siguiente, el tiempo no era muy bueno. Gólubev y yo fuimos al mar, pero no topamos con ningún aeroplano enemigo. Por lo visto, los alemanes cambiaron el itinerario de los vuelos. Tras de pensar el plan de acciones siguientes, fui al cuartel general de división. Allí reinaba una atmósfera de fiesta.

—Tenemos invitados —me susurró el oficial de servicio.

En el despacho del jefe de la división sentábanse a una mesa cubierta varios hombres y mujeres que yo no conocía. Resultó que era una delegación de la ciudad de Mariúpol cuyo nombre acabábase de adjudicar a nuestra división.

Tras sentarme al lado de los visitantes, recordé el vuelo que me proponía hacer y decidí no probar ninguna bebida alcohólica. Pero, cuando llegó la hora de los brindis, me llenaron de vodka la copa a mí también.

—No puedo. Hoy aún tengo que hacer un vuelo.

Me acosaron con ruegos insistentes:

—El jefe anulará el servicio.

—Beba por nuestra entrevista.

—Teníamos mejor opinión de los pilotos.

El jefe de la división me guiñó un ojo incitándome a beber.

Apuré la copa, comí un poco, me despedí de los patrocinadores, los invité a venir a nuestro regimiento y me fui al aeródromo. Allí me esperaba Rechkálov.

Despegamos. El cielo estaba cubierto de nubes de un gris plomizo.

No vimos aviones enemigos sobre el mar. Tomamos rumbo a Odessa. En el trayecto de vuelta decidimos dar unas pasadas por la carretera de la costa, que conocíamos bien. Allí tuvimos faena. Hacia Nikoláiev avanzaba un torrente de camiones y automóviles.

La primera pasada fue afortunada, pues se inflamó una cisterna. Di la segunda pasada apuntando a un turismo y apreté el gatillo ¿Qué era aquello? La ráfaga no dio en el blanco.

Yo nunca había bebido antes de remontar el vuelo. Este día infringí mi regla y lo lamenté.

Como suele decirse, me sacudí, movilicé toda mi voluntad y volví a atacar a otra cisterna. Se inflamó. ¡Al fin me puse a tono! Desde luego, jamás volvería a probar una gota de alcohol antes de un vuelo.

Cuando hacía mal tiempo, la caza libre era casi el único tipo de servicios de guerra en la aviación. El Estado Mayor del ejército convocó una conferencia para hacer patrimonio de todos los pilotos la experiencia de los mejores "cazadores".

Cuando llegué con Gólubev al pueblo indicado, me presenté al general Savitski, que dirigía la conferencia. No nos habíamos visto desde el Kubán. Seguía siendo lo mismo de enérgico y apuesto.

Savitski me pidió que le ayudase a trazar el plan de trabajo de la conferencia. Tras cambiar impresiones, decidimos dividir a todos los participantes en dos secciones: una, de "cazadores" de piezas en vuelo, y otra, de francotiradores contra objetivos terrestres. El general tomó a su cargo la primera; la segunda quedó al mío.

Los que hicieron uso de la palabra en la conferencia dijeron muchas cosas interesantes e instructivas. Allí conocí yo a muchos aviadores soviéticos que se habían cubierto de gloria. Entre ellos, por ejemplo, a Vladímir Lavrinénkov, modesto capitán parco de palabras y popularísimo a la sazón. Se ganó los laureles no solo por la valentía en los combates aéreos con el enemigo, sino también por la heroica conducta mientras estuvo prisionero de los alemanes.

Durante uno de sus vuelos, Lavrinénkov atacó a un "marco", chocó con él y descendió en el paracaídas. Eso ocurrió en territorio ocupado por el enemigo. Al abrirse el paracaídas, una cuerda le arrancó la pistola del cinto, y los fascistas lo capturaron, lo que se dice, "por los pies". El no llevaba ni condecoraciones ni documentos. Pero los alemanes le encontraron en un bolsillo de la guerrera una carta que el había recibido de su casa poco antes de emprender el vuelo.

— ¿Lavrinénkov? Este apellido lo conocemos —dijo, contento, el oficial alemán que le hacía el interrogatorio.

Como es natural, el capitán negó que la carta fuera suya. Pero los alemanes tenían un álbum con fotos de aviadores soviéticos conocidos. En una de ellas se podía reconocer sin dificultad la cara típica y cejuda de Lavrinénkov. Era inútil negarlo. Los fascistas comenzaron a interrogarle sobre la dislocación de las unidades de aviación soviéticas y las cualidades de combate de nuestros aviones.

Al principio, el interrogatorio era cortés. Lavrinénkov no respondía. Empezaron a amenazarle. El siguió callado. Le pegaron. El no habló.

En una sencilla casa de un pueblo de la cuenca del Donets le aplicaron todos los métodos de interrogatorio de la Gestapo. Pero nada pudo quebrantar la firmeza del aviador soviético. Entonces, los fascistas decidieron enviar a Lavrinénkov a la profunda retaguardia por si allí los especialistas en torturas lograban desatarle la lengua.

Y para ganarse las simpatías de Lavrinénkov, le hicieron montar con otro piloto de asalto soviético en un tren de pasajeros con oficiales alemanes que iban de descanso.

Antes de llegar a Odessa, los aviadores soviéticos aprovecharon un momento oportuno de la noche y se evadieron. Caminaron mucho tiempo por los bosques hacia el este hasta que al fin encontraron un destacamento de guerrilleros. Poco después los enviaron en un avión al otro lado del frente.

Cuando Lavrinénkov volvió a su unidad y contó lo que le había pasado, hubo quien no lo creyó. Le aguardaba una prolongada comprobación. Más, por suerte para él, nuestras tropas no tardaron en liberar el pueblo donde los fascistas lo hubieron sometido al interrogatorio. Se encontró a testigos del mismo que relataron entusiasmados el comportamiento del joven aviador cejudo que, pese a las torturas, "permaneció mudo como una roca". Estos testimonios fueron respaldados por datos oficiales recibidos del destacamento de guerrilleros. El nombre del valeroso y patriota combatiente se conoció en todo el Frente.

En vísperas de Año Nuevo, nuestro regimiento recibió la orden de traslado a Chernígovka, pueblo que yo recordaba bien, para descansar y reorganizarse. Me acordé en seguida de María. Debíamos reunimos allí para no separarnos ya nunca.

 

     

 

 

     
 

Comenzaron los preparativos. Cuando se dio la orden de remontar el vuelo, y una escuadrilla había despegado ya, me telefonearon del cuartel de la división para decirme que me presentara urgentemente al jefe del ejército. La urgencia de la llamada y el desconocimiento del motivo me inquietaron.

"De seguro que me va a reñir por lo de la pasarela", pensé, como siempre, lo peor. Unos días antes, los bombarderos alemanes habían destruido una de nuestras obras de ingeniería para cruzar el lago. Había sido ya de noche. Nuestro radar detectó a tiempo la aproximación de los aviones adversarios. Yo mandé enviar dos patrullas para interceptarlos: una desde Askania-Nova, y la otra desde Druzheliúbovka. Pero Kráiev, que acababa de volver del hospital, anuló mi orden.

—Es tarde —dijo—. Podemos tener disgustos en el aterrizaje.

Yo insistí, pero no pude convencerlo. Y allí estaba el resultado: la pasarela destruida. El jefe del ejército, por lo visto, quería saber por qué había ocurrido...

El general Jriukin me recibió con tanta amabilidad que olvidé en el acto mis temores. Abordó el tema de los vuelos "de caza" sobre el mar.

—Los aviadores de otros regimientos vuelan por ahora sin cobrar ninguna pieza. ¿Por qué les pasa eso?

—Porque no quieren perder de vista el litoral. Hay que encontrar algún campo en la orilla para tener la posibilidad de volar mas lejos de lo que lo hacíamos nosotros. Por lo visto, los alemanes han desplazado la ruta de sus vuelos sobre el mar más lejos de la costa.

—Eso es verdad —accedió el general—. ¿Sabes lo que te quiero pedir? Ve al regimiento de Morózov y ayúdale a organizar la interceptación.

—Y yo que tenía la esperanza, camarada general, de que se confiara esta misión a alguna de nuestras escuadrillas. Yo aterrizaría con ella en algún lugar de la orilla.

—No, no. Pokryshkin, el regimiento de usted se retira a descansar.

—Entonces permítame llevar conmigo a mi punto. Es posible que haya de hacer varios vuelos de exhibición.

—¡Ah! ¡Quieres salirte con la tuya! —exclamó el jefe del ejército, poniéndose sobre aviso—. Te tengo prohibido volar sobre el mar, y no me vengas con tretas, hazme el favor. Ve al regimiento de Morózov tú solo, ¡y en una avioneta U-2!

Efectivamente, el jefe del ejército adivinó mi argucia, que no era tan artera. Yo tenía verdaderas ganas de "cazar" sobre el mar mientras el regimiento descansaba. Pero tuve por una falta de tacto insistir en mi deseo. Lo único que me atreví a pedir al jefe del ejército fue:

— Permítame ir a Pavlograd y traerme a mi esposa para el tiempo de descanso. Es enfermera de un batallón de servicio de aeródromos.

—¿Su esposa? —me interrogó con la mirada fija en mí.

—Mi futura esposa, camarada general.

El jefe del ejército no puso en duda la sinceridad de mis palabras.

—Está bien —dijo—. Te daré mi avión. El camino es largo. ¡Y a lo mejor hielas a tu amor!

Me complació el buen trato que me daban.

El regimiento del comandante Morózov se encontraba por la zona de Cháplinka. Durante el vuelo fui pensando en el encuentro con su jefe, a quien yo conocía desde Kishiniov. Morózov se distinguió el primer día de la guerra, derribando a un avión alemán encima de la ciudad, dando el espolonazo a otro y descendiendo felizmente en el paracaídas. Recordé también los semblantes de otros pilotos conocido durante aquellas duras jornadas. ¿Vivirían aún?

Los aviadores de caza del regimiento de Morózov tenían experiencia. Sin embargo, la escuadrilla destacada al campo de la orilla para "cazar" sobre el mar no operaba brillantemente. La sustituían por la escuadrilla de Lavrinénkov.

Vi a Morózov en una chabola bien caldeada por una estufa. Estuvimos charlando hasta muy tarde, recordando a Kishiniov, Tiráspol y los amigos comunes. Morózov me contó cuan pocos aviadores quedaban vivos de los que pelearon con nosotros desde el comienzo de la guerra. La mayoría había perecido junto a Stalingrado.

—Entonces servía en su regimiento un teniente joven, pero con el pelo completamente canoso. ¿Dónde está ahora? —recordé a la persona con quien tuve una interesante conversación la víspera de la guerra.

—Sí, servia. Pereció también en el Volga —repuso Morózov.

Me embargó la tristeza. Me dio pena de aquel mozo valeroso e inteligente que había pasado mucho.

Al otro día, Morózov reunió a los aviadores de su regimiento, y yo les participé mi experiencia de "caza" libre. Y al caer la tarde me despedí del comandante con la esperanza de vernos otra vez por los intrincados caminos de la guerra.

Regresé a Askania-Nova. En el aeródromo no había más avión que el mío. Minutos después despegué. Pasé por encima de los corrales en que pastaban por entre la nieve recién caída los animales que poblaban el vedado, milagrosamente salvados, y tomé rumbo a Chernígovka.

Por el cielo bogaban raudas unas nubes bajas de invierno. A veces mi aparato se sumía en las tenebrosas y repelentes entrañas de un nubarrón. La tierra blanca, de impreciso relieve, era poco comprensible desde lo alto. Pero, atento a la brújula, estaba seguro de encontrar mi Chernígovka, que se prolongaba unos diez kilómetros a lo largo de una vaguada, y de reconocerla incluso con aquella visibilidad.

 
     

 

 

     
 

Los gallos anunciaron la aurora.

Las voces infantiles y las huellas en la nieve me recordaron la niñez, la escuela...

El día anterior tuvimos vuelos de servicio y entablamos combates encima del mar borrascoso. El día que estoy relatando, reinaba en derredor una calma corriente, la calma de la vida laboral en una aldea esteparia.

Tras pasar la noche en esa aldea, salimos temprano hacia el aeródromo, situado en el extremo occidental. El primer día instalamos las habitaciones para las clases. Y nos dedicamos a arreglarnos nosotros mismos para celebrar el Año Nuevo, pues llegamos a Chernígovka el 30 de diciembre.

 Yo alquilé alojamiento en el centro de la aldea, en la segunda casa, a contar desde la iglesia, cuyo vetusto aspecto aplanaba. Por la noche se reunieron los amigos en mi alojamiento para celebrar la tradicional fiesta.

Por cierto, no hubo gran jolgorio a nuestra mesa de solteros. Por el ambiente, todo parecía más bien una velada de despedida. En días próximos, muchos de nosotros habríamos de partir a Chernígovka. El subjefe político Pogrebnói iba a estudiar a Moscú; Klúbov, Sújov, Zherdev y Olefirenko se disponían a remontar el vuelo rumbo a Bakú para traer aviones nuevos; y yo emprendía el viaje por asuntos personales, en busca de María, que se encontraba cerca de Dnepropetrovsk.

Aun con todo, era fiesta. El tranquilo cielo estrellado de la aldea, las luces en las ventanas de las casas y las canciones que resonaban en la calle desalojaron por cierto tiempo de nuestra conciencia la guerra. La vida campaba por sus respetos.

...Al día siguiente aterrizó el aeroplano que me prometiera el jefe del ejército. Metí en la cabina un mono de pieles para la pasajera que iba a recoger y entré en la chabola, donde se habían reunido los compañeros a despedirme para aquel vuelo sin par. Todos me gastaban bromas y decían:

—¡No vuelvas solo!

— Sobre todo, no vengas sin varias botellas de buen vodka de Moscú.

—¿Te crees que allí hay cosas tan exquisitas?

—Pues date una vueltecita por Dnepropetrovsk. No te dejaremos entrar en la aldea con las manos vacías.

—Durante el vuelo no pierdas de vista el Dniéper. En la otra orilla aún están los alemanes. Con lo rápido que vuela ese "gamo" que llevas, puedes ser pan comido para los cazas.

—Ea, no seáis pájaros de mal agüero...

Al cabo de dos horas aterricé junto a una aldea igualita que Chernígovka. Encontré en seguida la enfermería y, luego, la casa donde se alojaba María. Al verme, me miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa:

—¿Será posible que seas tú? Como si hubieras caído del cielo.

— Pues lo has adivinado —le respondí cu el mismo tono de broma—. He venido para que le vengas conmigo.

María se desconcertó más aún. Pero los ojos le brillaron de alegría. Habíamos esperado mucho este día, este momento de felicidad. Los combates nos habían compadecido, y nosotros, alejados en Frentes distintos, habíamos sabido guardar nuestro amor. Ahora habíamos decidido reunimos y repartirnos equitativamente todo lo bueno y lo malo de la vida.

Los trámites del traslado de María se llevaron todo el día. Pero al otro tampoco pudimos despegar. Un ventarrón huracanado que sopló de madrugada tumbó nuestro aparato en el lugar de estacionamiento y hubo que repararlo.

Por la noche, después del baile, el jefe del regimiento de aviación destinado en aquel pueblo nos invitó a cenar. Era un comandante de edad madura cuya familia vivía en la retaguardia, muy lejos de allí.

Cuando acudimos a la casa donde él se alojaba, nos abrió una moza joven y guapa.

—Mi esposa —nos la presentó con un deje de ironía en la voz.

El retintín con que lo dijo nos puso de mal humor a María y a mí. Y la conversación no trabó. Cenamos de prisa y nos despedimos poco después.

Antes de salir de la casita, me detuve en el umbral para encender un pitillo e interrogué en voz baja al comandante qué muchacha era aquélla.

—La encontré por casualidad, estaba sola y me la traje —repuso él; confuso—. Vive bien conmigo y figura en el batallón de servicio del aeródromo.

María oyó nuestra conversación y se disgustó mucho. Faltó poco para que riñéramos por el camino. Yo comprendía perfectamente lo que le preocupaba a ella y la causa de su reacción. Aquel enlace casual y efímero del comandante con la joven ponía asimismo en entredicho nuestros sentimientos.

...Cuando llegamos a Chernígovka, los aviadores rodearon al instante nuestro aparato.

— Adivinamos desde lejos que arribaba el avión nupcial —dijo uno en broma.

Desde el aeródromo fuimos todos juntos a la casa en que me alojaba. La dueña, advertida por mis compañeros, había preparado un banquete.

Transcurrido algún tiempo y perdidas las esperanzas de llegar a alguna ciudad grande, registré mi matrimonio con María en el Soviet rural de Chernígovka.

 
     
 

 
     
 

Durante un entrenamiento decidí afinar la puntería en vuelo invertido contra blancos terrestres. Pasando a ras del suelo sobre un campo, hice una "candela", quedé en vuelo invertido y disparé contra unos montones de heno viejo que emergían de la nieve. Enderecé el aparato muy cerca del suelo.

En cuanto aterricé, me llamó urgentemente Dzúsov.

—¿Qué juegos malabares son esos que haces? —me interrogó severo cuando comparecí ante el.

—No son juegos malabares, sino un procedimiento táctico —objeté.

—No lo dudo. Pero los pilotos jóvenes le toman por ejemplo. Y querrán probar a hacer lo mismo que tú. Y por ahora, aún no están en condiciones. ¿Quieres que se estrellen?

—No lo tuve en cuenta —confesé, sintiéndome violento.

—Si lo has comprendido, puedes retirarte.

—No volverá a ocurrir —le aseguré, comprendiendo la razón que asistía al jefe de la división.

Por la tarde, Dzúsov me volvió a llamar. "¿Será posible que otra vez con motivo de esos vuelos?" pensé mientras subía los peldaños del portalillo de la casita en que se instalaba su Estado Mayor. Mas, por el afable semblante del jefe de la división, comprendí en seguida que la causa de que me llamaran era otra muy distinta.

—Pokryshkin, terminaste de combatir—me dijo Dzúsov—. Te llaman de Moscú. Pide la cuenta, la hoja de servicios, los papeles para el viaje y ponte en marcha a disposición del Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas. Te ascienden. ¡Enhorabuena!

Quedé tan desconcertado que no supe qué responder. Me hice un mar de confusiones, pues yo vivía esperanzado de volar de nuevo al Frente.

—Tienes que partir hoy —precisó Dzúsov estrechándome la mano—. Han llamado especialmente para pedir que te metamos prisa.

Salí a la calle.

¿Abandonar el regimiento? ¿Marcharme del Frente?...

Tenía calor, pese a que el día era uno de esos despejados de enero, cuando aprieta el frío.

 
     
 

Realizado por HR_Irazov

Revisado por *DZR* Chimanov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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