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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

POR ENCIMA DE LA «LÍNEA AZUL»

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En los miles de kilómetros que el Frente se prolongaba desde el mar de Bárents hasta el mar de Azov había una relativa calma. La crecida primaveral había estropeado los caminos y hecho intransitables los ríos y terrenos bajos.

Pero, a mediados de abril, mejoró la situación en la península de Taman: La "línea azul" de terrenos anegados menguó, y los caminos vecinales se secaron. Se había acabado la tregua para los alemanes. Las tropas soviéticas pasaron a la ofensiva. Nos enteramos de ello cuando, desde el aeródromo, oímos el tronar de la artillería.

Luego nos informaron el objetivo del golpe que se estaba dando: tomar Krímskaya, importante punto de apoyo de la defensa enemiga. El nombre de este poblado cosaco volvió a estar de nuevo en la boca de todos.

En el aeródromo era incesante el ruido de los motores. Despegaban continuamente aviones que volaban en formaciones de dos y tres parejas rumbo a Krímskaya.

Con su portapliegos abierto, Kráiev estaba rodeado de aviadores y hacía anotaciones en una libreta.

—           ¡Naúmenko! Usted llevará dos parejas —anunció.

—           ¡A sus órdenes! —respondió el piloto.

Miré a Alexander Naúmenko, procurando insinuarle con la mirada que pidiera más aviones. Habíamos volado juntos muchas veces en el año cuarenta y uno; por lo tanto, sabía perfectamente qué era una situación difícil en el aire.

Naúmenko fijó la mirada en el jefe por si encargaba a alguien que encabezase otras parejas en su apoyo.

—           ¡Pokryshkin! Usted llevará otros cuatro aparatos. Al frente de la segunda pareja irá Kriúkov.

Naúmenko volvió satisfecho la cara hacia mí. Vi que se alegraba.

—           ¡A sus órdenes! —respondí al jefe.

—           Despegaréis media hora después que Naúmenko —precisó secamente Kráiev— para engrosar sus fuerzas.

—           ¿Para engrosar qué fuerzas? —no pude menos de preguntar—. Mientras aparezco sobre el campo de batalla, los alemanes se comerán los cuatro aparatos de Naúmenko. Debemos ir los ocho de golpe.

—           ¿Han comprendido la misión? —interrogó Kráiev con voz un tanto ausente y me miró fijamente. Hundió sus ojos en una negrura impenetrable y apretó los labios como si procurase contener una secuencia de recriminaciones—. ¡Pues ejecútenla!

—           ¡A sus órdenes, camarada jefe!

Los aviadores nos alejamos. Durante cierto tiempo, Kráiev ni siquiera se dio cuenta de que se había quedado solo. Me acerqué disgustado a mi aparato con unas ganas inmensas de que el jefe del regimiento se retirase cuanto antes a la chabola de la plana mayor. Si no se daba cuenta de la hora exacta en que salían los cuatro aviones primeros, yo podría despegar antes con los míos y acudir en su ayuda.

Los cuatro aviones que mandaba Naúmenko despegaron y no tardaron en perderse de vista. Sentado en la cabina del aparato, yo contaba mentalmente los minutos. Teníamos que acelerar el despegue. ¿Qué estaría pasando ya en Krímskaya? De los combates aéreos pueden formarse una idea sólo quienes participan en ellos todos los días.

 

     
 

 
 

Guardia A. Pokryshkin es condecorado con la tercera Estrella de Oro (1944)

 
     
     

 

Sin mirar el reloj, di la señal y puse el motor en marcha. Ya en el aire, me di cuenta de que habíamos despegado quince minutos antes.

En el audífono se oía la voz de Naúmenko:

—           Ataco... ¡No os estiréis! ¡Tenemos encima ocho Messers!

Transmití por radio al puesto de mando que iba a entrar en la refriega. La situación aérea encima de Krímskaya llamaba al combate.

Sobre el verde fondo de la tierra, no distinguí a los Junkers hasta que estuvimos cerca de ellos. Eran verdes también, pero algo más claros. Los hitlerianos descargaban ya las bombas.

Conduje los cuatro aparatos contra los nueve Junkers que viraban para tomar rumbo al combate, las cabinas de los tiradores se prolongaron hacia mí las ígneas trayectorias de las ráfagas de sus ametralladoras. Los ataqué por detrás y por debajo y abrí fuego. Un bombardero comenzó a humear.

—           Tenemos Messers detrás —oí la voz alarmada de mi punto Fiódorov. Miré. Efectivamente, se nos echaban encima cuatro cazas alemanes. Pero yo no quería dejar el Junkers que se incendiaría de un momento a otro. Las balas trazadoras delinearon el aire a mi lado. Saqué mi aparato del ataque con brusquedad y me lancé contra los cuatro Messerschmitts que perseguían a Fiódorov.

Comenzó a rodar la rueda. Repeliendo las embestidas de los cazas adversarios, procuramos abrirnos paso hacia los bombarderos. Pero siendo nosotros tan pocos, era imposible hacerlo. Sólo podíamos pensar en nuestra propia defensa. Por eso la mayoría de los Junkers logró lanzar las bombas en el objetivo.

Regresamos al aeródromo. Los pilotos se acercaron a mí. Todos volvimos sanos y salvos. Me alegré de eso tanto como de una victoria. Y a pesar de todo, sentía en el pecho la comezón de no haber cumplido la tarea encomendada.

Nos encaminamos hacia el puesto de mando y pasamos por delante de los lugares de estacionamiento de la patrulla de Naúmenko. Había tres aparatos nada más, en lugar de cuatro.

—           ¿Dónde está Naúmenko?

—           Lo han derribado...

Por el camino fui pensando en lo que diría a Kráiev. Ya no tenía fuerzas para callar. ¡Así no se podía seguir combatiendo!

Al lado de Kráiev, delante del puesto de mando, vi al general Naúmenko (llevaba el mismo apellido que el compañero que acababa de perecer), subjefe del ejército aéreo en que estaba encuadrada nuestra división. Di las novedades de los resultados del vuelo y me aparté a un lado. Me limité a decir lo que había hecho mi patrulla. De lo demás no dije una palabra. Y no porque no me atreviera… ¡Qué podía decir yo, si el propio general estaba enterado de lo poco numerosas que eran las formaciones con que repelíamos las incursiones masivas del enemigo! ...

Probablemente esa táctica se debiera a nuestras posibilidades. Puesto que nosotros teníamos menos aeroplanos que los alemanes, debíamos al menos, con nuestro patrullaje ininterrumpido, dar a nuestra infantería la impresión de que no estaba indefensa.

—           Pokryshkin, ¿por qué estás de tan mal genio? —me interrogó el general Naúmenko, que se apartó del lado de Kráiev y se acercó al mío aguardando mi respuesta.

—           ¡Así no se puede combatir, camarada general!

—           ¿Qué te disgusta? ¡Dímelo!

—           Pues que hasta la fecha intentamos dar golpes al enemigo con las palmas de las manos muy abiertas. Y ya no estamos en el año cuarenta y uno camarada general, sino en el cuarenta y tres. ¡Y eso después de la batalla de Stalingrado!

—           ¿Cómo debemos golpearlos a juicio tuyo?

—           ¡Con el puño bien cerrado! Sólo a puñetazos y, como suele decirse, directos a la mandíbula. ¿Es que no podemos enviar, para interceptar los Junkers un grupo numeroso de cazas y enfrentar nos con ellos más allá de la primera línea? ¿Por qué no hacemos más que revolotear como abejorros por encima del campo de batalla? ¿Y podrán hacer mucho dos parejas?

—           No te acalores. Cuenta detenidamente lo que ha pasado —articuló Naúmenko sin elevar la voz y me invitó a dar un paseo.

El general me escuchó atentamente sin decir palabra. Ni confirmó ni refutó mis argumentos. No sé lo que pensaría de mí ni la impresión que yo le habría producido, pero me quede satisfecho de la conversación.

A la mañana siguiente volví a ser el primero en salir de servicio, y de nuevo con cuatro aparatos nada más. Al encomendar la misión, Kráiev recalcó:

—           ¡Manteneos todo el tiempo sobre Krímskaya! Allí no debe caer ni una sola bomba enemiga. ¿Comprendido?

Respondimos todos a una: "Comprendido". Pero cuando nos encaminamos hacia los aparatos dije a Rechkálov, que mandaba la segunda pareja:

—           Esperaremos a los bombarderos más allá de Krímskaya, sobre el mar, y no encima de las casas. Rechkálov me miró asombrado, pero no dijo nada.

 

     

 

 

 

 

 

 

Los vimos sobre el fondo de las nubes. Determine al instante, por las siluetas, que eran bombarderos Ju-87. Iban, naturalmente, a Krímskaya donde nuestras tropas se habían enclavado en la defensa enemiga.

Tuvimos suerte, pues los Junkers venían sin protección. Evidentemente, los cazas alemanes Habían pasado alto antes y nos estarían buscando sobre la línea del frente. Estaban acostumbrados va a recibirnos justamente allí. Tanto mejor, nosotros nos aprovecharíamos del error de los fascistas y procuraríamos vengar debidamente en ellos la muerte de Naúmenko.

Las escuadrillas de bombarderos volaban una detrás de otra, como en un desfile. Probablemente los hitlerianos ni siquiera vigilaran el aire, seguros de que en los accesos lejanos al objetivo no les molestaría nadie.

Di la orden de atacar y puse el aparato en picado. Me aproximaba a los Junkers con un ángulo que me permitiera, al pasar por encima de ellos, disparar contra varios de una vez. Según mis cálculos, la ráfaga larga de cañón que yo disparase debía semejarse a algo así como una espada de fuego en cuya punta se fueran ensartando los aeroplanos adversarios. Este ataque, probado varías veces en los combates, me parecía en las condiciones dadas el más conveniente.

Oprimí el gatillo y vi que el Junkers, falto de la posibilidad de variar rápidamente la dirección del vuelo, se iba metiendo, tal y como suena, en la ráfaga de las ametralladoras. Se dio la vuelta sobre el ala y cayó desplomado. El segundo trazó también con humo su última ruta. A éste lo derribé con el cañón. Por el retículo del visor pasó como una centella el tercero. Suerte que tuvo. Tras él venían más y más. La furia y la sed de no dejar ni uno, llenaba todo mi ser y dominaba todos mis sentidos. Yo atacaba y disparaba sin cesar. Ardía ya el tercero... Miré atrás, me cercioré de que caía y proseguí el vuelo por encima de la hilera de enemigos formados para arrojar mortíferas bombas en la tierra del Kubán.

Al fin se rompió la formación de los Junkers. Al ver que se iban inflamando y cayendo los aparatos de la escuadrilla de cabeza, los hitlerianos tiraron las bombas, sin llegar al objetivo, sobre... ¡sus tropas! Luego se dieron la vuelta y picaron. ¡Y eso que eran casi cincuenta contra cuatro!

Luego de dar un viraje de ciento ochenta grados, vi que Rechkálov ametrallaba a los Junkers que habían pasado por debajo de mí. Eran ya cinco los derribados. La perspectiva para los que aún no se habían acercado era poco halagüeña, y se dieron la vuelta. Nos lanzamos en su persecución y, a la vez, observamos el aire, pues podían llegar Messerschmitts. Aparecieron por delante. Eran varias veces más que nosotros. Dividiéndose en dos partes, me embistieron por la izquierda y la derecha. Pero Rechkálov y su punto habían tenido ya tiempo de tomar altura. Con un ataque fulminante desbarató el designio del adversario. Sabiendo cooperar como lo hacia Rechkálov no teníamos por qué temer la superioridad numérica de los hitlerianos. Atacábamos audazmente de frente y hacíamos empinadas "candelas", desplazándonos hacia nuestro territorio. Allí, sobre la primera línea, de seguro que habría Laggs nuestros y nos ayudarían...

Nada más retornamos al aeródromo, llamé al ingeniero armero, capitán Zhmud. En el tenaz combate tuve una feliz idea y quise pedir consejo a un especialista.

Se trataba de que había traído de vuelta muchos proyectiles. Y eso me ocurrió porque durante los ataques había de apretar primero el gatillo de las ametralladoras y luego poner ya en juego el cañón. Ese orden no venia dictado por conveniencia alguna. Sencillamente, los dos gatillos quedaban bajo dedos distintos, y la colocación del de las ametralladoras era más cómoda. Si yo hubiera disparado las balas y los proyectiles al mismo tiempo, la eficacia del fuego habría sido mucho mayor, y los Junkers se habrían desplomado mucho mejor abatidos.

Cuando hubo escuchado mis razonamientos, el ingeniero dijo:

—           Se pueden unir, no es difícil hacerlo.

En el siguiente combate, mi ráfaga de fuego concentrado deshizo casi de golpe el bombardero enemigo en el aire. Al verlo, mis compañeros de regimiento me preguntaron después desde qué distancia había disparado y adonde había apuntado, Les comenté enseguida mi secreto. Y al día siguiente el capitán Zhmud me buscó y empezó a quejarse:

—           ¡Pero qué ha hecho usted! Ahora todos los pilotos me piden que les rehaga los gatillos.

—           Si lo piden, habrá que hacerlo. ¿Se lo ha notificado al jefe?

—           Por ahora no. Esas cuestiones las puede resolver el propio ingeniero.

—           ¡Perfectamente! —lo apoyé, sabiendo que Kráiev por nada del mundo aprobaría esta propuesta razonada.

El tiempo empeoró de repente, el cielo quedó encapotado, y comenzaron las lluvias. Por lo visto, debido a ello se detuvo también la ofensiva de nuestras tropas. Krímskaya quedó en manos del adversario.

Al analizar los resultados de los intensos combates, los aviadores declaramos a una voz que los vuelos en pequeñas formaciones no compensaban. Había que operar con nutridas fuerzas, interceptar y exterminar los bombarderos enemigos en los accesos lejanos a la línea del Frente.

El mando soviético desplazó a nuestro sector dos grandes unidades de aviación de caza pertrechadas de nuevos y veloces Yaks.

Por los días en que llegaron los refuerzos, en el firmamento de la península de Taman reinaba la calma. Los pilotos de nuestro regimiento se dedicaban fundamentalmente a cubrir las lanchas motoras cuando éstas volvían de las exploraciones por la mañana. Las navegaciones nocturnas de los marinos por la costa septentrional del mar de Azov promovían gran alboroto en la retaguardia adversaria. Nosotros nos alegrábamos sinceramente de los éxitos de los marinos, pero era bastante aburrido cubrir a esas pequeñas embarcaciones.

Durante aquella breve tregua de calma no me quedó grabado en la memoria, por lo inusitado, más que un vuelo. Un día Kráiev me llamó aparte y, desplegando el mapa, me dijo:

—           Vuele a la cabeza de la escuadrilla a este aeródromo. Allí debe haber un Yak nuestro. Hay que incendiarlo a toda costa. Dos parejas sofocarán el fuego antiaéreo, y las otras dos cumplirán la misión.

 —          A sus órdenes, destruiremos el Yak—repuse, si bien la misión me extrañó sobremanera. ¿Cómo pudo ir a parar un caza nuevo de los nuestros a un aeródromo enemigo? Lamentablemente, el jefe no me había dicho nada de eso.

Ocultándonos entre las nubes, me aproximé sigiloso con la escuadrilla al punto señalado y sobrevolamos de improviso el aeródromo.

Pero allí no había ningún aeroplano.

Cuando se lo comuniqué a Kráiev, a nuestro regreso, él articuló consternado:

—           Demonios, les ha dado tiempo de esconderlo. Ahora mirad con los ojos muy abiertos, pues los alemanes procurarán utilizar nuestro aparato.

Yo acogí con toda seriedad su advertencia. Claro que los fascistas no le borrarían las estrellas.

Aquel mismo día, y siendo más exacto, aquella misma noche, a la hora de cenar, me enteré al fin de cómo había ido a parar dicho avión nuestro a manos de los enemigos. El caso había sido más que absurdo y triste. Los Yaks venían de Extremo Oriente a Kubán. Dirigía cada grupo un piloto buen conocedor de los aeródromos de la zona próxima al frente. Poco antes de llegar a Rostov, un grupo se vio envuelto en un nublado bajo y cerrado y se desorientó. Al ver a sus pies un aeródromo grande, los aviadores lo tomaron por el de Rostov y se dispusieron a aterrizar. Cuando ya hubieron tomado tierra dos aparatos, alguien vio en el aeródromo una camioneta alemana con la cruz y soldados. El grupo interrumpió el aterrizaje y tomando altura, voló a nuestro territorio.

Los dos que llegaron a tomar tierra se dieron también cuenta en seguida de que habían caído en las garras de los fascistas. A uno le dio tiempo de despegar, pero al otro no...

Me imaginé vivamente el estado de ánimo de aquel piloto. Tantas ganas de ir al Frente y caer prisionero antes de Llegar...

¿Aparecería aquel Yak en nuestro frente?

Un día vi junto al puesto de mando a un aviador desconocido, alto, apuesto, con audífono y cazadora de cuero. Por lo visto, esperaba a alguien. Supuse por su aspecto y su porte que era un jefe superior y procuré meterme en la chabola sin que me viera. Pero cuando salí, el me llamó.

—           ¿Es usted Pokryshkin?

—           ¡El mismo! —respondí, haciéndole el saludo militar y dándome cuenta de sus distintivos de general.

—           ¿Que tal se combate? —me interrogó, tendiéndome la mano.

Por algunos indicios apenas perceptibles deduje que el general acababa de volver de un servicio de guerra, y el vuelo no había transcurrido bien del todo.

—           Savitski —mencionó su apellido, presentándose.

¡Conque así era el jefe de la gran unidad de cazas que había venido a nuestro sector! Acababa de llegar al Frente y ya había estado personalmente en un combate. El general empezó a interrogarme sobre la conducta del enemigo, sobre nuestra táctica y sobre los vuelos de mi escuadrilla. No tardaron en rodearnos los pilotos, tanto de nuestro regimiento como de los que habían venido con Savitski. Se entablaron animadas conversaciones, y las manos comenzaron a agitarse, imitando diversas evoluciones de aeroplanos. El general escuchó, atentamente a los pilotos fogueados y nos dijo:

—           Celebraremos sin falta una conferencia de táctica de combate aéreo moderno y os invitaremos a vosotros, pilotos de la Guardia, para que nos participéis vuestra experiencia. ¿No estáis en contra?

El general se ganó en el acto la simpatía de todos los aviadores de nuestro regimiento. Yo no pude menos que pensar que así debían ser los jefes: sencillos, comunicativos e inteligentes. Que supiesen valorar a las personas y cuanto ellas proponen en aras de la victoria sobre el enemigo.

En los días siguientes Savitski no pudo reunir a los pilotos para estudiar la experiencia atesorada por nosotros en los combates. El enemigo había pasado a la ofensiva para intentar recuperar las posiciones perdidas en Mysjako. Volvieron a entablarse reñidos combates en la tierra y en el aire.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En nuestros mapas de vuelo, Tierra Chica estaba sombreada con lápiz rojo. Los pilotos sabíamos que aquel trozo costero de arena y arcilla, nada llamativo desde el aire, había sido regado copiosamente de sangre de guerreros soviéticos. Lo había arrebatado a caro precio al enemigo un desembarco de marinos mandados por el capitán Kunikov, y ahora lo mantenían heroicamente en sus manos.

Cuando los alemanes pasaron a la ofensiva, a los pilotos de caza se nos plantearon tareas difíciles y de suma responsabilidad. Por una parte, había qué dar segura protección desde el aire a los marinos que defendían Tierra Chica; por otra, garantizar las acciones de nuestros bombarderos y aviones de asalto.

Despegamos con buena mañana ocho cazas para acompañar a dos escuadrillas de bombarderos en picado que iban a asestar sendos golpes a la infantería y los tanques que el enemigo había concentrado en una vaguada contigua a Mysjako.

Tras de arrojar sin estorbos las bombas, los Pe-2 comenzaron el viraje sobre el mar para tomar el rumbo de regreso. En el viraje de ciento ochenta grados es justamente cuando los "cazadores" enemigos los acechaban más a menudo. En ese momento, la formación se estira, y algunos bombarderos incluso quedan rezagados.

Miré hacia Anápa, que desde las alturas se veía muy bien, y noté nubes de polvo sobre el aeródromo. Eran cazas alemanes que despegaban.

En esos momentos aparecieron en el aire varias escuadrillas de bombarderos enemigos. Traían rumbo contrario al nuestro, exactamente a la misma altura. A mí hasta me dio un vuelco el corazón, ¡Qué alud de aviones! ¡Cuántas bombas llevarían aquellos rapaces pajarracos bajo sus alas! ¿Y las iban a arrojar todas sobre las cabezas de los defensores de Tierra Chica? ¡Ni hablar! Sin pensarlo dos veces, lancé mi patrulla al ataque. Embestimos como un torbellino a la escuadrilla de cabeza de los adversarios y abrimos fuego.

Cuando se acercaron a los Junkers nuestros Pe-2 entraron también en el combate. En un periquete quedó todo arremolinado. Se formó algo así como una madeja de fuego y metal. Los hitlerianos arrojaron desordenadamente las bombas.

Cuando hubo cesado el fuego, los Pe-2 cerraron la formación para regresar al aeródromo. Los conté. ¡No faltaba ninguno! ¡Si llegaran así hasta la base! Pero las pruebas de verdad sólo empezaban.

Al darse la vuelta, dos bombarderos nuestros se rezagaron. Yo no podía dejarlos. Vigilé el aire. Por debajo ascendían ya a hurtadillas dos Focke-Wulfs.

Maniobré bruscamente para sacar mi aparato del viraje y picar, colocándome en la cola de un Focke. Mi punto atacó al otro. Absortos en la persecución de nuestros bombarderos, los hitlerianos no nos advertían. El dilema "quién podría a quién" era ya cosa de velocidad y maestría.

Al fin entró el Focke-Wulf en el retículo de mi visor. Pero ya había abierto fuego. En un arrebato de cólera le disparé las ametralladoras y el cañón.

Por lo visto, mi golpe fue más demoledor y atinado que el suyo. Nuestro bombardero siguió volando, pero el Focke dio un respingo y, volteando de mala gana el ala, se desplomó. Yo no podía quitarle los ojos de encima. ¿Saltaría el piloto? No, ya era tarde. El aparato se hundió en el mar. De él no quedó más que una columna de humo y redondeles en el agua.

Alcancé a mis bombarderos. Volaban ya por encima de tierra y se sentían ya como si hubieran llegado a su base, aunque cerca de allí giraban decenas de cazas enemigos y nuestros en una rueda de combate.

Teníamos que seguir con ojo avizor. Por cierto, los alemanes no podían acosarnos. Los tenían inmovilizados todos los Yaks. Momentos después las pasarían peor aún. Se divisaba ya cerca otra nutrida formación de cazas soviéticos.

Al final de la jornada, Kráiev reunió a todos los pilotos y basándose en la información recibida del Estado Mayor de la división, nos encomendó otra misión. Nosotros habíamos de cubrir de nuevo a los Pe-2 que asestarían un golpe a la concentración de tropas enemigas junto a Mysjako.

Me alegraban aquella rapidez y aquella cooperación precisa. Tan pronto como los exploradores localizaban la zona de concentración de hombres y material de guerra del enemigo, el mando disponía, sin pérdida de tiempo, enviar allá a la aviación.

De nuevo fuimos a acompañar a dos escuadrillas de Pe-2.

En cuanto nos alejamos del campo de aviación, mi punto Ostrovski empezó a quedarse rezagado. Yo conocía de sobra los caprichos del motor del Cobra. Se desreglaba con bastante frecuencia, y si no se interrumpía el vuelo, podía agarrotarse y aun inflamarse. Ostrovski era un piloto joven. Por eso le interrogué si no sería mejor que retornase al aeródromo. El se negó, asegurándome que al aparato no le pasaba nada. El entusiasmo y la juventud suyos pudieron más que la sensatez. Ostrovski salía pocas veces de servicio y no quería darse la vuelta. Además, comprendía que, al quedar nosotros en número de tres, nos sería más difícil operar.

Al aproximarnos a la línea del Frente, el aeroplano de Ostrovski humeó, y yo le ordené terminantemente que cesara en el cumplimiento del servicio. No ocultaré que me daba verdadera pena de él, pues eran tantas las ganas que tenia de combatir...

El cielo de la bahía de Tsemess estaba infestado de aviones. Por encima de nosotros revoloteaban Yaks y Cobras; en dirección paralela y a la misma altura volaban nutridas formaciones de aviones de bombardeo y de asalto nuestros. Era la primera vez que veía allí tantos aviones soviéticos.

Guardando las menores distancias posibles entre ellos, los Pe-2 seguían el vuelo hacia el objetivo. Dejé de pensar en Ostrovski. Según mis cálculos, debía estar ya en el aeródromo.

Cuando nuestros bombarderos llegaron al sector señalado y formaron en círculo, unos Messerschmitts intentaron impedirles que arrojaran las bombas con puntería. Pero nosotros repelimos todos sus ataques.

Cuando hubieron lanzado su carga de bombas, los Pe-2 se adentraron en el mar para dar el viraje. Desde las alturas se abalanzaron sobre ellos cazas enemigos. Kriúkov y su punto repelieron su ataque, y yo intercepté a una pareja de Messers que iban como flechas hacia un bombardero nuestro que se había rezagado. Era duro combatir contra dos pilotos fascistas duchos. Las líneas de fuego de los proyectiles enemigos pasaron varias veces por el lado de mi cabina. Y a pesar de todo, tuve más suerte que ellos. Una de las descargas de ametralladoras y cañón que disparé dio en el blanco. Un Me-109 G-2 nuevo se inflamó y cayó al suelo.

Volví al aeródromo pensando en la falta que me había hecho Ostrovski en aquel combate.

Cuando tomé tierra, no vi el aparato de él en su lugar de estacionamiento. Los mecánicos me dijeron que no había vuelto. ¿Dónde estaría mi "hijo adoptivo"? ¿Qué le habría pasado? Comencé a telefonear, pero sin resultado. Nadie sabía nada.

No pude pegar ojo en toda la noche, jamás había tenido yo un desasosiego tan grande en el alma. Me venía constantemente a la memoria la conversación que tuve el día anterior con él y las palabras suyas que me hicieron abandonar la resolución de no llevarlo conmigo a aquel arduo vuelo. “¡Mi biografía me impide quedarme en el aeródromo!" —me dijo, enojado, al ver que yo no aceptaba ninguno de sus argumentos. Entonces me rendí.

A la mañana sonó el teléfono. Nos comunicaron que el piloto Ostrovski del 16 Regimiento de la Guardia estaba enterrado junto al pueblo cosaco de Kubánskaya. Lo habían derribado unos "cazadores" enemigos cuando él regresaba a su base. Ostrovski saltó del aparato en llamas para descender con el paracaídas, y los Messers lo ametrallaron en el aire.

¡Con la de veces que había visto yo, después de derribar a algún Messer, los descensos de los pilotos alemanes en paracaídas! Pero no me había pasado siquiera por las mientes matarlos en el aire.

"¡Que se atengan a las consecuencias!", pensé con firmeza. "¡Que tampoco esperen ellos ahora compasión alguna!"

Aquel mismo día me enteré del vergonzoso acto de Paskéiev. Durante un combare aéreo sobre Tierra Chica abandonó a su punto, Verbitski y éste pereció. Me dio tanto coraje que decidí pegarle yo mismo un tiro por cobarde, pero los muchachos me lo impidieron. Entonces fuimos todos los pilotos de la escuadrilla en pleno a exigir a Kráiev que retirase a aquel canalla de nuestra familia aeronáutica. El jefe del regimiento se vio en fin de cuentas, obligado a acceder ante la opinión general. Mandó arrestar a Paskéiev y entregarlo a los tribunales militares.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La calma en el Frente no nos libraba de preocupaciones. Seguíamos viviendo en guerra y estudiábamos con ahínco, preparándonos para los combates venideros. A pesar de todo, en los ánimos de la gente se notaba algo nuevo, algo inusitado. Sentíamos más la pérdida de los compañeros y pensábamos también más en nuestras familias y amigos. Hasta las canciones que entonaban las mozas cuando volvían de las faenas agrícolas nos parecían más tristes. Y en derredor, la primavera sobresalía por su cortesía. El poblado cosaco, sumergido en huertos floridos, despedía embriagadores aromas. Tal vez por eso hubiera anidado la tristeza en nuestros corazones. Porque, al mirar en derredor, nos estremecíamos pensando en que Verbitski. Mochálov, Ostrovski y muchos pilotos más ya no estaban entre nosotros...

Uno de esos días de la segunda mitad de abril , Kriúkov, Dimitri Glínka, Seminishin y yo fuimos citados de improviso a comparecer en el cuartel general del ejército aéreo. Se encontraba en un suburbio de Krasnodar. Por eso fuimos allá en nuestros aviones de combate. Sólo así podíamos llegar rápidamente, acatando la urgente llamada.

Aterrizamos en un campo desconocido de limitadas dimensiones. Pero lo peor era que el suelo estaba muy estropeado. Durante el rodaje, el aparato traqueteó, yo frené, y una rueda se metió en un hondo releje seco. Se rompió la "pata" del avión, y éste, virando en redondo, cayó sobre el ala. Entre los que corrieron en ayuda mía estaba el primer teniente Olefirenko, jefe de la escuadrilla de enlace. Le rogué que se pusiera en comunicación con la plana mayor de nuestro regimiento y transmitiera que enviaran por la tarde una avioneta U-2 en busca mía.

—           No se preocupe, camarada capitán. Lo llevaremos. Nosotros también tenemos avionetas.

Echamos a caminar juntos y entablamos conversación. Olefirenko estaba descontento de su cargo y no lo ocultaba. Siendo instructor de un aeroclub, había enseñado a volar a muchos aviadores que luego pilotaron aparatos de guerra, pero él se había atascado entre las avionetas “maiceras". Cuando llegamos al todoterreno que nos estaba aguardando, el primer teniente me detuvo de pronto y dijo, turbándose visiblemente:

—           Camarada capitán, quisiera rogarle... que hable con nuestro general en jefe para que me deje ir al regimiento de ustedes. Tenga la bondad.

—           Pero si el nuestro es de caza...

—           Me re-entrenaré. Conozco los aparatos. ¡No le haré quedar mal, camarada capitán!

Pasamos en el jeep por delante de la orilla del río en que disfruté antes de la guerra con mis amigos muchos días de verano. A aquella playa de Krasnodar acudía la juventud, siempre que tenía la menor posibilidad, a nadar, saltar al agua desde el trampolín, jugar al fútbol... Incluso en aquellos momentos había allí bastante gente.

Kriúkov, Dimitri Glínka y Seminíshin, que iban sentados juntos, bromeaban, haciendo conjeturas sobre el motivo de nuestra llamada al cuartel general del ejército. Yo los escuchaba distraído y pensaba todo el tiempo en Olefirenko. Sí, tenía unos deseos locos de servir en la aviación de caza. Y de seguro que ya se lo habría solicitado a alguien más y se lo habían denegado. Yo también descubría antaño mí alma a cuantos creía capaces de ayudarme. Transcurrieron varios años hasta que logré salirme con la mía. Era evidente que en la vida no hay senderos llanos y rectos.

...Lo primero que nos hicieron en el cuartel general del ejército aéreo fue darnos un desayuno sabroso y suculento. Encima de la mesa nos pusieron una tetera llena de vino tinto.

—           ¿No vigila nadie cuanto bebemos?—interrogó Glínka, volviendo atrás la vista con fingida suspicacia.

—           Parece que no.

—           Entonces vamos a echarnos más.

Nos estábamos dando un verdadero festín: encima de la mesa había vino y entremeses. No teníamos que volar, ni se preveía que hiciera falta, y parecía como si los jefes nos hubiesen olvidado. Era a primera vez en toda la guerra que nos invitaban, a los pilotos, a un cuartel general tan alto para hablar de cosas serias. Pues ya iba siendo hora de que se tuviese interés por saber cómo vivíamos, qué pensábamos y cuál era nuestra experiencia. A mí, personalmente, siempre me había extrañado y preocupado el que viviéramos aislados de todos los demás: ni sabía nadie de nuestros hallazgos ni nos hablaban de lo que hubiese de interesante en otras unidades.

Nos recibió el general Vershínin, alto y apuesto, fatigado el semblante. Tras de estrecharnos la mano a todos, nos ofreció asiento. Nos acomodamos en las sillas colocadas junto a las paredes del despacho. La mesa cubierta de paño verde y todo el ambiente evocaban los pacíficos tiempos de anteguerra.

Yo había visto ya una vez al jefe del ejército aéreo. El año anterior había entregado a nuestro regimiento la bandera de la Guardia. Desde entonces le habían salido más canas aún en las sienes, eso me saltó en seguida a la vista.

—           Camaradas, vamos a tratar —comenzó Vershínin a hablar con sencillez— de cómo golpear mejor al enemigo en el aire.

El general describió detalladamente la situación que había en el Frente, dio referencias de las fuerzas aéreas nuestras y de los alemanes y luego se detuvo en los problemas de mayor importancia del empleo de la aviación de bombardeo, de asalto y de caza en los servicios de guerra.

—           Antes, el enemigo nos obligaba a aceptar lo que él quería —recalcó el general—, y ahora se amolda a nuestra táctica. ¿Acaso los Junkers arrojan ahora la mayoría de las veces las bombas sin llegar al objetivo, caigan donde caigan, porque les va tan bien? ¡No! Sencillamente, con la superioridad numérica el enemigo va perdiendo también cada día más la fe en sus fuerzas. Nuestra misión estriba en tomar completamente la iniciativa en nuestras manos.

Y cuando el general comenzó a hablar de la importancia de la altura para vencer en el combate aéreo, sentí deseos de pedir la palabra, exteriorizar mis pensamientos sobre la táctica y decir lo que nos preocupaba a los pilotos de caza.

Me concedieron la palabra. Expresé mi disconformidad de la orden que estipulaba volar a una velocidad de patrullaje rigurosamente determinada de los cazas sobre nuestras tropas de tierra. Avalé mis razonamientos con ejemplos de la práctica. Luego abordé otra cuestión, la del porqué no se nos contaba a los aviadores de caza los aparatos alemanes que abatíamos pero que caían al otro lado de la línea del frente, en territorio ocupado por el enemigo. Resultaba algo absurdo: se nos encomendaba salir al encuentro del enemigo aéreo y derribarlo en lo hondo de su defensa, y los resultados de esos combates no se tomaban en cuenta. Por algo los pilotos procuraban mantenerse por encima de nuestro territorio.

El general Vershínin escuchó atentamente lo que dijimos todos e hizo apuntes en su cuaderno de notas.

La reunión acabó a media tarde. Salimos de ella con el presentimiento de que se avecinaban grandes sucesos en el Frente. Todos estábamos seguros de que, a partir de aquel día, se tendría en más la experiencia adquirida por los pilotos en los combates y que el mando revisaría algunas órdenes relativas a nuestra brega.

Al despedirnos del general, le comuniqué la petición de Olefirenko.

—           ¿Pero qué piloto de caza puede salir de él? —extrañóse Vershínin.

—           Permítame incluirlo en mi escuadrilla. Yo le ayudaré a que se re-entrene. Tiene unos deseos enormes de pelear en el aire.

—           Bueno, yo no me opongo —repuso el general en jefe—. Pero mire usted bien, capitán, no tenga prisa en soltarlo a combatir hasta que lo haya preparado bien.

Cuando volví al aeródromo, Olefirenko me aguardaba junto a la chabola. Me dirigió una mirada inquisitiva y volvió la cabeza.

—           ¿Por qué teme? —le dije—. Prepárese para entregar el mando de su escuadrilla.

—           ¿Será posible?

Los ojos le brillaban de alegría.

—           El general en jefe ha dado el permiso.

—           Gracias, muchas gracias... —fue lo único que pudo articular, desconcertado de felicidad.

Al regimiento me llevó en una avioneta Li-2 el propio Olefirenko. Al observar durante la travesía cómo volaba, pensé en la magnífica cualidad que es el tesón por alcanzar la meta propuesta. Pensé además en las relaciones verdaderamente fraternales que hay entre el personal de nuestro Ejército Soviético. Y de pensar en eso, se me aligeró el pecho, llenándose de luz primaveral.

Después de la reunión celebrada en el cuartel general del ejército aéreo, los reporteros de los periódicos frecuentaron nuestro regimiento. Cuando nos visitaban antes, escribían principalmente de las proezas, y ahora les interesaba más la experiencia y, sobre todo, las innovaciones tácticas de los pilotos de caza en los combates.

Hablando un buen día con un reportero, le conté con lujo de detalles los recientes combates con los cazas adversarios en el Kubán. Poco después apareció en el periódico Krásnaya Zvezdá (La Estrella Roja) un largo artículo en el que el autor expuso la escueta fórmula de nuestro golpe cetrero: altura — velocidad — maniobra — fuego. Esta locución se hizo luego proverbial.

 

     
 

 
     
 

Estábamos en vísperas del Primero de Mayo. El subjefe político y el secretario de la organización regimental del partido habían planeado ya las medidas que debíamos realizar durante los días de la fiesta y decidieron enviar a algunos a hacer informes en los poblados cosacos próximos. Pero los sucesos subsiguientes cambiaron todos los planes. El 28 de abril yo recibí la orden de trasladarme inmediatamente con mi escuadrilla al aeródromo de los bombarderos Pe-2.

—           Operaréis juntos — me dijeron en la plana mayor.

Llegamos a la base de los Petlyakóv-2 poco antes que se pusiera el sol. Allí había calma. Los Pe-2 estaban alineados a lo largo de una orilla del campo, como soldados en formación. De pronto tuve la ocurrencia de hacer ante los pilotos de bombardeo una exhibición de acrobacia de alta escuela. Ordené a los de mi escuadrilla que aterrizaran y, tomando altura, pasé raudo en vuelo invertido por encima de la chabola del puesto de mando.

Cuando enderecé el aparato, olí a quemado. Ardía la instalación eléctrica. Acorté la vuelta en torno del aeródromo para que me diera tiempo de aterrizar. Logramos sofocar el incendio, pero el aparato quedó fuera de combate. Hube de montar en el aeroplano de mi punto y llevar a cabo yo solo la cobertura directa de dieciocho Pe-2. La pareja de Rechkálov debía inmovilizar a los Messerschmitts que nos salieran al encuentro y apoyarme en los apuros.

Los Pe-2 llegaron al objetivo y adoptaron la disposición de combate. Miré arriba y vi que Rechkálov peleaba ya contra cuatro Messers. Me preocupaba el que los adversarios recibieran refuerzos. Pero aquel día había tantos aviones soviéticos en el aire que los alemanes no pudieron dedicarnos la debida atención.

Tras arrojar las bombas sobre un cuartel general enemigo, los Pe-2 emprendieron el regreso. En aquellos momentos apareció de improviso en el firmamento un Yak. "Se ha quedado rezagado el pobre", pensé, observando las prisas que se daba en cortar el camino a nuestros bombarderos. Pero me puse en guardia en el acto: ¿por qué no quería formar a mi lado? ¿Sería posible que fuera el de marras? Cuando se hubo aproximado a los Pe-2 el Yak les disparó una ráfaga de ametralladoras y se elevó. Ya no me cupo duda de que era el aeroplano aquel que debimos incendiar en el aeródromo de Taganrog. Efectivamente, era un adversario peligroso. Menos mal que todo acabó más o menos bien, resultando herido sólo el ametrallador de un bombardero. La cosa pudo haber sido peor aún.

 
     
 

 
 

Ejército de operaciones. A. Pokryshkin, tres veces Héroe de la Unión Soviética

 
 

Cuando retornamos a la base, di parte a Kráiev de todo lo sucedido y le pedí permiso para hacer los servicios en su aparato.

—           Tómalo y airéalo —repuso, sin pensar en el sentido irónico de las palabras.

...Conquistamos el dominio del aire en la península de Taman desde el primer día de la ofensiva. Entonces los alemanes comenzaron a practicar las emboscadas aéreas. Volando a gran altura, acechaban a los pilotos nuestros que se rezagaban de las formaciones y los abatían, atacándolos por sorpresa. Así habían abatido a Ostrovski y a Verbitski y poco faltó para que derribaran sobre el aeródromo a Fadéiev. Hubimos de adoptar contramedidas y enviar a cazadores especiales dotados con equipos de oxígeno. Nuestros “francotiradores” no tardaron en obligar a los fascistas a renunciar a las emboscadas.

Un día despegué a la cabeza de ocho aviones con la misión de cubrir a nuestras tropas de tierra. Al oeste de Novorossíysk nos topamos con tres grupos de aeroplanos enemigos que llevaban rumbo a Krímskaya. Serían unos noventa bombarderos acompañados por nueve cazas Messerschmitts. Ordené a Fiódorov que inmovilizase con dos parejas a los cazas rivales y arremetí con la pareja de Rechkálov contra los Junkers. Los atacamos por encima. De la primera embestida derribé al jefe del grupo de cabeza. La formación de los bombarderos se deshizo. Repetí el ataque, y otro Junkers cayó envuelto en llamas al suelo. La pareja de Rechkálov atacaba también con éxito al enemigo que, presa del pánico, arrojó desordenadamente las bombas. Los Junkers descendieron a vuelo rasante y procuraron salvarse cada cual como podía. Nos abalanzamos sobre la segunda escuadrilla, repitiéndose la escena. El espectáculo era sobrecogedor.

De pronto oí por radio:

—           ¡Pokryshkin! Soy "El Tigre". Tenemos a los alemanes encima. ¡Atáquenlos!

Llamaba la estación de guiado. Teníamos que apresurarnos a la primera línea. Reuní la escuadrilla y tomé rumbo al este. Dejamos atrás, terminando de arder como hogueras de señales, los Junkers derribados.

Encima de Krímskaya había doce Messerschmitts. Claro que habían venido a despejar el cielo antes de que vinieran sus bombarderos.

Tras tomar altura, nos abalanzamos los ocho aparatos que yo mandaba sobre los doce boches. Pero ellos no aceptaron el combate y se retiraron en dirección a Anápa. No los quisimos perseguir, pues se nos acababan las municiones y el combustible.

En eso aparecieron por la derecha dos grupos de Junkers acompañados por ocho Messerschmitts ¿Qué hacer? No teníamos derecho a retirarnos. No podíamos permitir al enemigo que lanzara las bombas sobre nuestras tropas de tierra. Conduje la escuadrilla al ataque.

De una certera ráfaga logré derribar al jefe del primer grupo. Pero agote los cartuchos y los proyectiles. Otro tanto les pasó a los demás pilotos, los bombarderos rivales seguían avanzando hacia la línea del frente.

Entonces ordené a mi escuadrilla:

—           ¡Cerrad filas! ¡Simulacro de espolonazo!...

Los aviadores comprendieron mi intención. Es verdad que antes no habíamos emprendido nunca un ataque "psíquico" con la escuadrilla en pleno, pero en la situación dada no teníamos otra salida.

Los hitlerianos no aguantaron. Arrojando desordenadamente las bombas, picaban y viraban para tomar el rumbo de regreso. En esos momentos aparecieron otros cazas nuestros. Ya nos podíamos retirar. Nosotros habíamos cumplido nuestra misión sin perder un solo aparato.

El 5 de mayo nuestras tropas tomaron el poblado cosaco de Krímskaya.

Aquel día no regresó al aeródromo Vadim Fadéiev.

Una cálida mañana de primavera se reunió todo el regimiento delante del puesto de mando. Habló al personal el subjefe político Pogrebnói. Refirió cómo iban las cosas en nuestro frente y los éxitos de los aviadores. Con la respiración entrecortada, nosotros aguardábamos si contaría algún pormenor de la muerte de Vadim Fadéiev, puesto que había ido gente de nuestro regimiento al lugar donde cayera su avión y regresado la noche anterior, tarde ya.

Con los relatos fragmentarios se había reconstituido ya toda la escena del combate de Fadéiev y reunido en un todo los pormenores de los últimos minutos de su vuelo. Sabíamos que los esteros, los juncales y los pantanos hacia donde Fadéiev pudo estirar el vuelo de su aeroplano acribillado habían engullido para siempre el enigma de su muerte.

Al mencionar los nombres de los pilotos distinguidos en los combates por la liberación de Krímskaya, el subjefe político se atrancó y bajó la cabeza. Comprendimos en el acto qué nombre de la lista de los caídos le producía singular dolor. Y no sólo a él. Fadéiev era el predilecto de todo el regimiento.

Un hombre dotado con una generosa mano de bondad, franqueza, alma pura y arranques juveniles, había dejado durante su corta estancia en el regimiento esplendorosa huella indeleble en la memoria del personal. Y para mí, Vadim no era un simple compañero de pelea a cuyo lado había vivido y combatido. Nos unía una fuerte amistad.

Pensé en las causas de su muerte prematura. A juicio mío no podía haber sido una absurda casualidad. Vadim era ya un piloto ducho, un combatiente maduro del aire.

Fadéiev y yo teníamos el mismo cargo militar en el regimiento, pero yo le llevaba algunos años y me tomaba más en serio que él la dureza de la lucha. A veces Vadim mostraba excesiva seguridad en sus fuerzas y subestimaba al enemigo. Yo le señalaba esos defectos, pero él, debido a su juventud, no siempre aceptaba mis consejos y se dejaba llevar a menudo del impulso natural.

Así ocurrió en el último vuelo. Le advertí varias veces que no se rezagara de la escuadrilla, pero él y su punto se iban apartando más y más de mis dos parejas hasta que se perdieron de vista.

Quizás Vadim creyera que, como jefe de escuadrilla que era también, tenía derecho a obrar completamente por su cuenta. No lo sé. Nosotros no tardamos en entablar combate con un grupo de Junkers que, ocultándose entre las nubes, volaban hacia la línea del frente, y Fadéiev y Trud toparon sobre Krímskaya con doce cazas alemanes. En aquel desigual combate, el avión de Vadim resultó averiado. Andréi Trud no pudo socorrerlo, pues tenía que repeler las embestidas de los rivales. Nosotros estábamos lejos de ellos y no sabíamos en qué situación se encontraban. Con el aparato averiado, Fadéiev no logró escapar de la persecución de los fascistas.

En el último combate, Vadim se batió como un héroe. Pero incluso entonces creo que subestimó al adversario, aceptando el reto de los doce Messers. Ni siquiera comunicó por radio que se veía en situación tan embarazosa.

Nada más lejos de mí que el deseo de empañar la clara imagen de Vadim Fadéiev. Quiero únicamente recordar a los pilotos jóvenes que la intrepidez en el combate debe ir siempre combinada con cálculo sereno y disciplina.

La muerte de Vadim me aplanó. Yo deambulaba, pensando en las causas de su perecimiento. Un día de aquellos se acercó a mí un aviador que yo no conocía. Pero, cuando me fijé mejor, reconocí al capitán Olefirenko.

—           ¿Le han dejado venir al fin? —le interrogué.

—           Sí, camarada capitán.

—           ¿Comenzaremos, pues, por las primeras letras?

—           Sí, con los vuelos alrededor del aeródromo —respondió, turbado.

—           ¿Tiene ya alojamiento?

—           Sí. Gracias.

—           ¿Cuándo comenzamos?

—           Ahora mismo si usted quiere, camarada capitán.

—           Entonces, andando al aparato.

Olefirenko me contagió el empeño que ponía en el logro del fin propuesto. Yo también sentí unos deseos incontenibles de remontarme con él a las alturas.

 

 

 

 

 

Realizado por *DZR* Chimanov

Revisado por HR_Irazov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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