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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

EL LÍMITE DE LA GUERRA

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nuestro regimiento se trasladó a otro campo más próximo aún a las montañas. Hacíamos al día varios servicios de acompañamiento de bombarderos, que arrojaban pesadas bombas explosivas sobre las columnas de tropas enemigas que avanzaban hacia Grózny. Operábamos bien compenetrados, pero a veces, si advertíamos defectos en las acciones de ellos, les expresábamos nuestras quejas.

Un día, mi escuadrilla acompañaba a un grupo de bombarderos Pe-2. Su jefe vio en el punto señalado sólo una pequeña columna de camiones adversarios. A pesar de todo, arrojó sus bombas. Tras él, las arrojaron los otros. Yo me quedé atónito pues, de seguir el vuelo carretera adelante, seguro que encontraríamos otro objetivo más importante. ¿Para qué malgastar tan irreflexivamente el tiempo y las bombas? ¡Ese era el resultado del cumplimiento ciego de las órdenes! ¡Ninguna iniciativa!

Solo un avión del grupo de bombarderos siguió el vuelo en línea recta. Tras de lanzar las bombas, todos los "peones" viraron para tomar el rumbo de regreso. Un solo avión siguió adelante. Yo comprendí la intención del jefe de aquella tripulación y conduje a toda la escuadrilla en pos de él. Los cazas estábamos dispuestos a perecer, protegiendo a aquel valiente.

No tardamos en ver en la carretera un verdadero alud de tanques y camiones alemanes. Pese al fuego de la artillería antiaérea, el Pe-2 avanzó hacia el objetivo y, entrando en picado, envió con exacta puntería todas sus bombas a lo más denso de la columna. En la carretera se elevaron surtidores de fuego y humo. Nosotros contemplamos con júbilo aquella escena. Una tripulación valerosa y con iniciativa había inflingido al adversario más daño que todo el grupo. En el camino de regreso, nosotros acompañamos al bombardero como si estuviéramos en un desfile, y él se hubiera merecido tanto honor.

Ya de regreso, comenzó a ratear el aparato de mi punto Naúmenko: de los tubos de escape comenzaron a salir largas lenguas de fuego, claro indicio de que se había desregulado el carburador. Este efecto no se puede corregir en el aire, y yo decidí aterrizar con el en el aeródromo más próximo.

Una vez hubimos tomado tierra, apartamos los aeroplanos de la pista y pusimos manos a la reparación. En cuanto hubimos extendido las herramientas en el suelo, llegó un turismo. De él se apeó un teniente joven y apuesto.

—       Soy el ayudante del comandante Dzúsov, jefe de nuestro regimiento—dijo, presentándose—. Les manda que alejen sin demora un avión del otro.

—       Lo arreglaremos en seguida y emprenderemos el vuelo.

—       Lo ha mandado el jefe del regimiento...

—       Lo hemos comprendido, teniente. Todos sabemos mandar.

El ayudante se marchó. Nosotros nos pusimos a regular el carburador. Pero a los pocos minutos volvió el teniente.

—       El comandante Dzúsov, jefe del regimiento, ha ordenado que alejen inmediatamente un aparato del otro. Si hace falta, los remolcaremos.

—       Recoge las herramientas —dije a Naúmenko—. Yo montaré en tu aparato, y tú en el mío.

Despegamos. Volvió a aparecer el reguero de llamas. Prolongándose, se acercaba amenazante al empenaje. Logré, a pesar de todo, llegar a nuestro aeródromo y aterrizar...

Al otro día, cuando retomé de un servicio de asalto, vi en nuestro aeródromo numerosos aviones desconocidos. Dos de ellos estaban en medio del campo con el tren de aterrizaje roto.

—       ¿De quién son? —interrogué a Chuváshkin.

—       Ha tomado tierra el regimiento de Dzúsov.

—       ¡No son muy cuidadosos que digamos! —observó Naúmenko.

—       En efecto —le di la razón—. No estaría mal ver ahora al ayudante y a su jefe—.

—       ¿Para qué? ¡Se acabaron los quebraderos de cabeza! —objetó Chuváshkin con voz de júbilo.

—       ¿Qué quieres decir con esas palabras?

—       Que nos retiramos a descansar. Ya se está haciendo entrega de los aviones al regimiento de Dzúsov.

Me sorprendió la noticia que me dio el mecánico. Se apoderó de mí una extraña sensación. Era una mezcla de alegría por quitarnos durante cierto tiempo de encima la pesada carga de la guerra y la tristeza de pensar que al otro día estaríamos ya privados de la posibilidad de disparar contra el desfachatado adversario que nos había hecho retroceder hasta esta negra estepa. Por lo tanto, serían ya otros, y no nosotros, quienes detendrían a las hordas enemigas. ¿Y quien iba a vengar la muerte de los compañeros de pelea?

Junto a la chabola del puesto de mando había mucha gente. Al vernos, los pilotos y mecánicos reunidos allí nos gritaban que nos diéramos prisa. Resultó que se estaba dando comienzo a un festín, en nada peor que los de antaño de cosacos en rebeldía. El mecánico Loenko se hallaba al bulo de una cuba y escanciaba vino caucasiano en los jarrillos. Se oían frecuentes brindis:

—       ¡Por la victoria!

—       ¡Por la vida!

Cerca del puesto de mando se habían congregado los subordinados de Dzúsov. Por lo visto, envidiaban a nuestros muchachos.

Se oyó la orden de que formasen todos los pilotos. Ante la formación conjunta de los dos regimientos comparecieron Kráiev y Dzúsov. Nuestro jefe leyó la orden de entrega de los aparatos. Luego anunció que una parte del personal volante de nuestro regimiento se destacaba para llevar los aviones a la zona adonde se trasladaba el regimiento vecino, que nos relevaba.

—       ¿No los retendrán allí? —preguntó alguno dé los nuestros.

Dzúsov tardó en contestar, cavilando cómo responder mejor. Se veía a la legua que se andaba con astucias y deseaba quedarse con algunos mozos jóvenes del Regimiento de la Guardia.

—       ¡Llevaremos los aviones nosotros, los que va tenemos el título de oficiales de la Guardia! —afirmé yo, dándome cuenta de que Dzúsov no tenia derecho a dejarnos en su regimiento a los que ya habíamos alcanzado ese título.

—       Jefes de escuadrilla no necesitamos —dijo Dzúsov—. Nos sobra con los que tenemos.

Esperé a oír lo que dijera nuestro jefe, pero no despegó los labios. ¿Sería posible que Kráiev no comprendiera que su astuto vecino se quedaría con nuestros jóvenes pilotos de Caza? ¿O le daba lo mismo? Quizás fuera así, pues él no iba a los combates con ellos. A mí me indignaba su indiferencia por el futuro de nuestro regimiento. ¡Acaso era difícil comprender que Berezhnói, Kozlóv, Stepánov, Verbítski y los otros pilotos habían pasado ya una buena escuela de la guerra, que eran jefes de parejas hechos y derechos! Los jóvenes me miraban como si quisieran decir: ¿Es que no puede usted interceder en favor nuestro?

—       Les llevaremos los aviones Kriúkov y yo con los jefes de patrulla —volví a decir, terciando en la conversación y sintiendo la aprobación de los compañeros.

Naturalmente, Dzúsov quedó descontento. Hasta por el fulgor de sus negros ojos caucasianos se veía.

—       Nos las apañaremos sin sus servicios —dijo, lanzando una mirada de malestar en mi dirección —Nosotros mismos nos llevaremos los aviones.

Cuando rompimos filas, y Dzúsov se alejó con sus pilotos, el comandante Kráiev me dijo:

—       Capitán, usted no se comporta debidamente.

—       ¿Es que usted no comprende que no nos hubieran devuelto a los pilotos?

 —      ¡No estoy obligado a explicarle lo que comprendo y lo que no comprendo! —me respondió secamente.

Poco después acabamos de hacer la entrega de los aviones, se empezaron a cargar en una camioneta los cajones con los papeles de la plana mayor.

 —      Camarada capitán, un contratiempo —vino a decirme Chuváshkin.

—       ¿Qué pasa?

—       Que no aceptan su Mig de los colorines. No figura en ninguna relación. El comandante nos manda que volemos en él hasta que encontremos algún taller.

Nosotros sabíamos ya que nuestro regimiento se retiraba hacia las montañas de Daguestán. Por aquella dirección se encontraba asimismo la escuadrilla errante de Figuichov. Debíamos seguirle la pista para encontrar los talleres

A una señal del jefe de la plana mayor, la columna de camiones del regimiento, con los pertrechos y el personal, emprendió el largo camino al mar Caspio, en tanto que Chuváshkin y yo remontábamos en nuestra "cebra" el vuelo al sudeste.

Llegamos al valle del Kurá al oscurecer. Aun así, encontré en seguida el poblado junto al que orillaba el aeródromo.

Al rodar hacia el lugar de estacionamiento, vi mi Yak con número conocido. ¿Qué demonio pasaba? ¿Sería posible que fuera el mío? Chuváshkin determinó en el acto que era el nuestro. Resultó que el regimiento de Dzúsov, tras de tomar posesión de nuestros aparatos, se había trasladado a este aeródromo.

Al día siguiente llegaron también los camiones de nuestro regimiento. La gente, cansada y llena de polvo, fue sin pérdida de tiempo al río montañoso, en cuya orilla encontré al comandante Kráiev. Mientras se secaba con la toalla, hablaba con dos pilotos y simulaba no verme.

—       ¿Adónde sigo mi vuelo, camarada comandante? —le pedí instrucciones—El aparato no ofrece ninguna seguridad.

—       ¡Ah! ¿Ya estás aquí?

—       Es que voy en el Mig-3 ¿Se ha olvidado?

—       De ti no hay quien se olvide... Sigue en busca de Figuichov. Allá decidiremos.

—       ¡A sus órdenes!

Volví al aeródromo. Chuváshkin estaba enfrascado en el motor del Mig.

—       Seguimos a la deriva —dije al mecánico, pero él no prestó atención a mis palabras. Cuando acabó lo que estaba haciendo, se enderezó y repuso con voz fatigada.

—       Otro vuelo más como éste, y usted me sacará del fuselaje pata meterme en el ataúd, camarada capitán. Me voy a asfixiar en esa perrera.

—       ¿Acaso es más agradable viajar en camioneta, sentado en los cajones? Bueno, seguiré el vuelo solo.

—       Tampoco puedo dar ninguna garantía por su vida si va a volar por encima de las montanas en esta "cebra".

—       Lo entregaremos pronto.

—       ¡Cuanto antes, mejor!

Efectivamente, aquellas montañas eran peligrosas: había que volar entre peñas por encima del valle del Térek. Tan pronto como abajo se divisaba alguna población, me acordaba de Chuváshkin, que iba tumbado, hecho un ovillo, a mis espaldas. Comprendía lo mal que lo pasaba, pues hacia calor y no podía ni removerse ni estirar siquiera las piernas.

Se vislumbró un aeródromo. ¿Aterrizar en él? Que Chuváshkin descansara algo. Luego comprendí que no debía hacerlo. Era mejor que lo aguantara todo de un tirón. En cuanto llegásemos a Tulátovo, nuestro viaje acabaría, y yo no volvería a atormentarlo ni a atormentarme a mí mismo.

...Llegamos al fin. Aterricé. Durante el recorrido por el campo advertí cerca los restos de un Mig estrellado. Si estaban allí las escuadrillas de Figuichov y de Komosa, eso significaba que el percance le había ocurrido a alguno de los nuestros.

—       ¿De quién era el aparato? —interrogué al mecánico que estaba amontonando los restos.

—       De Suprún —repuso triste.

—       ¿Y pereció?

El mecánico sacó en silencio de entre los restos un portapliegos ensangrentado.

Se me abrió una herida más en el alma. Yo había volado con Stepán Suprún desde Jarkov. El había abatido cinco aparatos alemanes y se había hecho ya un piloto de caza maduro. Claro que lo único que podía haberle fallado era sólo el avión, ¡Qué absurdo! ¡Haber salido airoso de tantos combates y venir a morir lejos de todos los peligros!

Me enteré de que la escuadrilla de Figuichov había seguido el vuelo para entregar, por fin, los aeroplanos a los talleres. Tras él debía seguir la de Komosa. Pero, después de la muerte de Suprún, sus camaradas de batalla se habían quedado allí de momento.

Chuváshkin y yo nos acercamos y les estrechamos la mano en silencio. Luego pregunté:

—       ¿Dónde está la tumba de Suprún?

—       El cadáver está aún en el depósito. El entierro es hoy.

—       Debemos esperar que llegue todo el regimiento —dije.

—       El comisario de la escuadrilla se propone que el entierro sea hoy.

—       Decidle que las camionetas llegarán esta noche.

Los aviadores me contaron cómo ocurrió la catástrofe. Le falló el motor de su viejo Mig en el despegue. Detrás del asiento iba el ingeniero Kopylov y quedó con vida por casualidad. Salió con varios rasguños nada más.

—       ¡Pokryshkin! ¿De dónde has sacado esa "cebra"? —me preguntó Komosa probablemente para distraer a los pilotos de sus sombríos pensamientos.

—       Lo recogí, estaba abandonado...

—       Pero si es el mismo que vimos nosotros. ¡El mismito! Recuerdo que lo sacó de los talleres un probador. Lo dejó en el aeródromo y se fue a la ciudad.

—       Y seguro que empalmaría alguna francachela y se olvidaría de su "cebra".

—       ¡Qué se había de olvidar! Lo más seguro es que se fuera a patita.

—       Ahora comprendo por culpa de quién nos atormentamos Chuváshkin y yo.

A la noche, después de cenar, me acerqué a la mesa donde estaban sentados los pilotos y los vi muy alicaídos.

—       ¿Qué os pasa que estáis tan tristes?

—       Sabes, han enterrado a Suprún sin esperarnos.

—       ¿Que lo han enterrado? ¿Por qué no han esperado que llegaran todos?

—       Pregúntaselo a él —dijo Gólubev, señalando con la cabeza al capitán Vorontsóv, que estaba sentado a una mesa aparte—. Recabó la ayuda de los auxiliares de los mecánicos, se llevó el cadáver y lo enterró.

Apretando los dientes para no soltar un taco, me acerqué a Vorontsóv.

—       ¿Por qué no ha esperado la llegada del regimiento? ¿Quién le ha dado derecho a comportarse de esa manera con un compañero nuestro de lucha?

—       ¡No le importa! He obrado como he creído conveniente.

—       Mala cosa es esa de dar poder a gente de tan poco corazón como usted. ¿Acaso Suprún no se ha merecido que lo enterraran con honores? Tenía en su haber CINCO aviones fascistas abatidos. ¿Ha derribado usted uno al menos?

—       ¡Basta de réplicas! ¡Le mando que se calle!

 —      ¡Vaya un mandamás! ¿Pero sabe usted lo que es un hombre con mando? El hombre con mando es la figura más humana de nuestro ejército. Lea los periódicos. Los verdaderos jefes son como padres, se preocupan de los subordinados, y en la pelea van delante de todos. Pero usted... ¡es un cobarde! ¿O se ha olvidado de cómo nos abandonó a mi punto y a mí cerca de Iziúm cuando acompañábamos a los IL-2 de asalto? ¡Un cobarde no puede tener mando!

No sé en qué hubiese acabado nuestra turbulenta controversia si el capitán Vorontsóv no hubiera arrojado el tenedor y abandonado el recinto.

—       ¡No te acalores, Alexandr! —me dijo Komosa, acercándose—. Y, en general, has hecho mal de sacar esto a colación. A uno como ése no le demostrarás nada. Lo único que harás será crearte disgustos. Eso no te lo perdonará.

Por desgracia, Komosa tuvo razón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el aeródromo me enteré de que en aquella ciudadela del litoral vivía Víktor Karpóvich, que había sido piloto en nuestra unidad. Con las señas en el bolsillo, fui a visitarlo.

En la pequeña habitación que ocupaba él se habían reunido ya visitas. Se me habían adelantado Figuichov, Rechkálov y Trud.

Karpóvich se levantó de la mesa para salir a mi encuentro. Vi entonces que tenía un brazo inmovilizado. Nos abrazamos. Luego me presentó a su esposa.

La mesa de los anfitriones no estaba llena de manjares ni bebidas. Después del mucho viajar lejos del regimiento, acudimos a hacer la visita también "sin pertrechos”, como aquel que dice. Propuse a Karpóvich ir juntos al mercado y comprar allí algo.

Salimos a la calle. El viento traía el ruido y el aroma del mar

—       ¿Qué tal te va la vida en la retaguardia?

—       ¿Qué retaguardia es ésta, Alexandr? Por aquí pasa ahora la línea del frente. Claro que no es la primera línea. Pero ¿adonde vamos a retroceder ya?...

No respondí.

—       En cuanto a la vida, qué quieres que te diga —prosiguió Karpóvich—. Mientras no restañe la herida, de seguro que me darán algún suministro. Y luego... no me saldré del ejército. Cuando me reponga, iré a Moscú y solicitaré el ingreso en una academia…

 —      ¡Harás bien! —lo apoyé—. No sé en que frente he visto ya a un manco como tú. Y se las arregla muy bien para dar órdenes...

—       Yo aún tengo que volar, Alexandr. Tenemos todavía toda la guerra por delante.

—       Sí, aún habrá que batallar, ¡tu muelle no ha hecho más que comprimirse!

—       Precisamente, comprimirse —convino Karpóvich—. ¡Y pronto se ha de soltar!... Tengo fe en eso.

Cuando hubimos comprado algo en el mercado y en una tienda, Karpóvich se dio prisa por volver a casa. Yo preferí darme un paseo hacia el mar mientras su esposa preparaba la mesa.

Evoqué todo lo vivido desde el primer despegue en Novosibirsk hasta el último viaje extenuador. No se si sería porque los nervios empezaban a resentirse del cansancio o porque el mar me inspiraba pensamientos sombríos, pero sentí una tristeza en el alma tras de permanecer un rato en la orilla. Volví a casa de Karpóvich. Allí pasamos la noche todos. A la mañana siguiente, muy a pesar de nuestro hospitalario anfitrión, nos dispusimos para la marcha. El regimiento abandonaba la ciudad.

—       ¡Si me dejan en filas, os encontraré sin falta! —nos dijo con voz temblorosa, al despedirse.

—       ¿Donde nos vas a buscar? —le interrogó Rechkálov.

 —      Espero que por Ucrania o Moldavia.

—       Ahorra comida para el camino, que la necesitarás.

Por la ventanilla de la camioneta asomó la cabeza de Pogrebnói, el comisario del regimiento:

—       ¿Os habéis dicho ya todo lo que os teníais que decir? ¡Pues que lo pases bien por aquí, Karpóvich!

La camioneta en que nos acomodamos avanzaba lenta por la ciudad. Desfilaron por nuestro lado casitas bajas, como agazapadas en el suelo, con planas techumbres.

Pasado Derbent, compramos, a propuesta del comisario, varios sacos de manzanas. El viejo camión de cinco toneladas chirrió más aún, sobre todo en las curvas.

En una pendiente pronunciada, al oír yo un antinatural chirrido en la cabina, me incliné hacia el ventanuco trasero y vi que el chófer no podía meter la palanca del cambio de marchas en una velocidad inferior. Intentó frenar, y también sin resultado. Y el camión iba acelerando. Miré adelante: la carretera descendía en pronunciada pendiente. El chófer se ajetreaba, pero no le salía nada. Teníamos que salvarnos cada cual como pudiese.

—       ¡Saltad! —grité y fui el primero en hacerlo. En pos de mí saltaron todos los pilotos. El último en hacerlo fue el comisario, desde el estribo, y rodó talud abajo. Instantes después, el camión torció a la derecha a velocidad loca y se despeñó en un precipicio.

La mayoría de nosotros recibimos ligeros coscorrones, pero las magulladuras de Pogrebnói, Fiódorov y Shulgá fueron más graves. Detuvimos el primer camión que pasó y llegamos a la ciudad más cercana, donde había hospital. Los médicos internaron en seguida a los tres malparados compañeros, y a los restantes nos hicieron curas de urgencia.

Cuando salíamos del hospital, vi en el vestíbulo a un hombretón con barba. Se estaba limpiando las botas, inclinado.

—       ¡Fadéiev!

—       Aaah, Pokryshkin —repuso él con voz jovial, enderezándose cuan alto era, y lo era mucho.

—       ¿Qué haces aquí?

—       Curándome unas heridas. Y ahora me dispongo a ir al baile.

Mis compañeros me esperaban ya en la calle, pero yo no quería despedirme tan pronto de Vadim Fadéiev.

—       De manera que ya te han puesto algún parche, si tienes humor para ir detrás de las chicas.

—       Dentro de dos días me darán de alta y me iré a Bakú.

—       ¿Para qué?

—       Allí se reúnen ahora todos los que nos hemos quedado sin montura —repuso Vadim, echándose a reír.

—       A nosotros también nos envían allá. Escucha, vente a nuestro regimiento. Aprenderemos juntos el manejo de los aparatos nuevos.

—       Con el mayor de los gustos, amigo mío. ¿Dónde os busco?

—       Ahora llegará nuestra plana mayor y lo preguntaremos. Y te presentaré aquí al jefe del regimiento. Si le caes en gracia, puedes contar...

—       No soy ninguna señorita para caerle a él en gracia —, me interrumpió Vadim—. Si os hacen falta pilotos, me incorporaré y no dejaré en mal lugar a una unidad de la Guardia...

Vadim hablaba con voz tan recia como si dialogara ya con el jefe del regimiento.

Apenas dimos fin a la conversación, llegaron nuestros camiones.

—       Míralos, ahí están, hablando del rey de Roma, por la puerta asoma —dije a Fadéiev—. Vamos.

El jefe del regimiento estaba en medio de mis recientes compañeros de viaje y escuchaba el relato de Iskrin sobre el triste suceso.

—       Camarada comandante de la Guardia —dirigí la palabra a Kráiev—. He "reclutado" para nuestro regimiento a un buen piloto.

Fadéiev dio un paso adelante y se presentó. Kráiev le tendió la mano. Vadim se la estrechó con tanta fuerza que a Kráiev poco le faltó para gritar.

—       Vaya fuerza.

—       Pues yo creía que los aviadores de la Guardia eran mucho más fuertes que nosotros —bromeó Fadéiev—. Perdone, camarada comandante de la Guardia.

—       ¿Dónde has crecido tan grandullón?

—       En el Volga.

—       ¿Eres de caza?

—       Pues claro.

Los pilotos contemplaban con curiosidad al hercúleo Fadéiev, en cuyo pecho relucía la Orden de la Bandera Roja.

—       ¿Para qué te has dejado la barba? —le preguntó Figuichov.

—       ¡Para asustar a los enemigos! —repuso Vadim con la misma jovialidad entre las risotadas generales.

Pasamos la noche en aquella ciudad y, a la mañana siguiente, reanudamos la marcha hacia el sur.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nuestro regimiento se alojó en una pequeña ciudad de la costa. Allí había muchas unidades en espera de aviones. Y nosotros estábamos muy lejos de ser los primeros.

Habituados a la tensión de la vida en el frente, aviadores y mecánicos nos cansábamos de la incertidumbre y la inactividad. Antes de la comida o de la cena, se reunía siempre mucha gente delante del pequeño comedor. Todos querían ser los primeros en entrar para no achicharrarse al sol ni hacer cola junto a las mesas. Por eso no eran raras las discusiones, a veces muy violentas, cuando a alguien, para no aburrirse, se le escapaba la mano en la "caja" de los vinos locales. Un día me vi yo envuelto también, por casualidad, en una de estas historias.

Durante la cena se metieron conmigo, con Gólubev y con Trud, sentados a mi lado, tres jefes de graduación superior a la mía y algo bebidos. No pudiendo soportar sus groserías y su falta de respeto, les contesté bruscamente y me vi en el calabozo por insubordinado.

No tardaron en sacar provecho de ello el jefe del regimiento y su amigote, el capitán Vorontsóv, que hacía ya mucho me tenían entre los ojos. Cuando volví al regimiento, oí que me habían destituido del mando de la escuadrilla y borrado del regimiento. Decidí comprobar el rumor y fui a ver al primer teniente Pavlenko, que era el jefe del personal del regimiento. Estaba sentado a una mesa llena de papeles.

—       Lo peor no es que te hayan quitado el mando —me dejó Pavlenko de una pieza—. ¡Capitán, lo peor es que te han expulsado del partido!

—       ¿Será posible que hayan llegado a tanto?

—       Ayer, en la reunión del comité del partido, el jefe te incriminó todo lo que guardaba contra ti: las discusiones que has tenido con él y la independencia láctica con que obras o, como él se ha expresado, "la infracción de las ordenanzas de la aviación de caza". Y claro, la última refriega que has tenido con los jefes del regimiento vecino.

Lo miré en silencio, atónito por lo que oía. ¿Cómo podía ser eso? Yo venía combatiendo honradamente desde el comienzo de la guerra, estaba bien considerado por todo el regimiento, había derribado aviones fascistas, y ahora, a los primeros días de estar en la retaguardia, resultaba que era indigno del título de comunista y de oficial de la Guardia.

 —      Eso aún no es todo —prosiguió Pavlenko—. Te han abierto expediente en el tribunal militar de Bakú. Toma, lee las referencias tuyas que Kráiev ha enviado al tribunal. Puedes quedártelas. Son copia.

Las leí y me hirvió la sangre. Me quemaba la infamia escrita en el papel. Me daban ganas de presentarme en el acto ante Kráiev y soltárselo todo a la cara. Pero comprendía que, excitado como estaba, no debía hacerlo.

Paseando de extremo a extremo de la habitación, me esforcé por comprender lo que me había ocurrido. Lamentaba profundamente encontrarme en la retaguardia, y no en el frente, pues en aquellos momentos yo no tenía la posibilidad de montar en el avión y lanzarme al combate. Sólo ante la faz del peligro, en un enconado choque con el enemigo, podía yo librarme de los pensamientos que me deprimían, sofocar la indignación que me subía en el alma y demostrar que yo no era de los que se dejan cubrir de oprobio tan fácilmente.

Cuando salí a la calle, apresuré el paso hacia la orilla del mar. Necesitaba soledad para recapacitar mejor en mi conducta y sopesar serenamente la situación en que me hallaba. Necesitaba mirarme y mirar también a los demás, como el que dice, desde fuera.

Hasta aquel momento, yo estaba persuadido de que vivía y obraba rectamente. Combatía como cuadraba a un comunista, jamás sobrestimaba mis méritos, era tan exigente conmigo mismo como con los demás y no me resignaba con lo que tenía por injusto en nuestra vida del frente. Y mi rectitud se había vuelto contra mí.

 —      ¿Quién me podría ayudar? No tenía a mi lado ni a Víctor Ivanov ni al comisario. Mijaíl Pogrebnói, que estaba en el hospital.

Por orden del comandante Kráiev, no me dejaban asistir a las clases; y permanecer en la residencia, a la vista de los jefes, era insoportable. Por eso me pasaba todo el día en la orilla del mar, reflexionando en la experiencia reunida en los combates e ideando nuevos procedimientos tácticos. Mi cuaderno iba engrosando cada día más con interesantes deducciones y croquis de combates. Estaba convencido de que todo eso me serviría pronto, y si no a mí mismo, sí a otros pilotos. Pero el propio trabajo me abstraía de los malos pensamientos y me ayudaba a olvidar, al menos por algún tiempo, que sobre mi cabeza acumulaban nubarrones.

Los amigos pilotos me visitaban por las tardes, cuando se quedaban libres, y me contaban todas las novedades relacionadas con mi "caso". Resultaba que el mando del regimiento había pedido ya a Moscú que se retirasen los documentos de propuesta mía para el título de Héroe de la Unión Soviética.

Un día tuve en la orilla del mar una conversación interesante con Fadéiev...

—       Acuérdate bien de que para vencer en el combate hay que tener ventaja de altura, de velocidad, de maniobra y de fuego. ¡Qué ganas tengo de comprobar personalmente en combate estas deducciones!

—       Las comprobarás, hombre. Nos batiremos juntos más de una vez contra los fascistas.

—       Me temo que no.

—       ¿Qué se te ha ocurrido hacer, Alexandr? ¡Déjate de tonterías!

—       Déjame a mí que me explique lo que pasa.

Posteriormente, cuando me tranquilice, reconocí que tuve momentos de debilidad. Incluso habiéndome expulsado del partido, seguía siendo comunista de cuerpo y alma. En cuanto al suicidio, no dejaba de ser el "remedio" de los débiles. Había que batallar para demostrar uno la razón que le asistía, y batallar con obras. Si había de morir, ¡que fuera en combate! Tenía que lograr a toda costa que me enviaran al frente, a cualquier regimiento, si en el mío ya no había sitio para mí. Y decidí enviar sin pérdida de tiempo una carta a Markélov, cuyo regimiento se hallaba cerca de Grózny.

Unos días después recibí esperanzadora respuesta. Mas no logré que me dejaran ir al frente, se había dado curso al "expediente". Yo estaba ya en manos de los jueces de investigación y por nada del mundo me soltarían.

No me quedaba otra salida que huir por mi cuenta al frente. Mas hacer eso sin documentos era difícil y peligroso. Podían detenerme y acusarme de deserción.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una noche, en cuanto entré en la residencia, se me echaron encima casi todos los pilotos de la escuadrilla, diciendo:

—       ¡Pogrebnói está aquí!

—       ¿Donde? —interrogué sobresaltado y presto a correr donde él en el acto.

—       Lo han traído hoy. Sigue enfermo, en casa. A la mañana siguiente di con la casa donde se alojaba el comisario del regimiento.

—       Ah, Pokryshkin, entra —dijo Pogrebnói, incorporándose en el lecho para darme la mano.

En su pálido rostro apuntaban ya los colores, y los ojos le brillaban animados. "Señal de que se va reponiendo", pensé contento. Y, como si adivinase mi pensamiento, Pogrebnói dijo que no tardaría en levantarse, que hacía ya mucho que echaba de menos el regimiento y por eso se había marchado del hospital.

—       Ea, cuéntame qué te ha pasado —cambió él de conversación y colocó la cabeza en la alta cabecera.

Puse al comisario en autos de cuanto había ocurrido y saqué del bolsillo la copia de mis referencias firmadas y enviadas por Kráiev al tribunal.

Cuando Pogrebnói hubo leído aquella sarta de infundios, permaneció largo rato tendido en silencio, puestas las manos debajo de la nuca. Yo también callaba en espera de que hablase él.

—       Sí, Pokryshkin, la situación es complicada. Tengo que pensar bien cómo ayudarte.

Le confesé en qué consistía concretamente mi culpa, pero le advertí que la actitud adoptada conmigo había sido preconcebida e inhumana. Una cosa era el castigo por la falta cometida, y otra muy distinta la represalia implacable. Rogué a Pogrebnói que escribiera unas referencias verídicas de mí y las enviara al tribunal militar.

—       Yo te conozco un poco —sonriose Pogrebnói—. Dices muy bien que no se puede borrar todo lo bueno que ha hecho un hombre si incurre en alguna falta. Pero algunos de nuestros jefes obran de otra manera: si alguien tropieza, lo pisotean en el barro para que no se levante ni quiera la fortuna que aún suba más alto... ¿Cuántos servicios de guerra has hecho?

—       Más de cuatrocientos.

—       ¿Y cuántos aviones has derribado?

—       Oficialmente, doce, y algunos más que no me cuentan.

—       Lo ves. Eso, amiguito, no se puede borrar.

El comisario volvió a incorporarse, apoyado en un codo. Me censuraba por lo impulsivo y lamentaba que las cosas hubieran ido tan lejos; luego me preguntó por los camaradas y por los estudios. Llegó a parecerme que volvíamos a estar los dos sentados bajo el ala del aeroplano, conversando, como solíamos hacer a menudo en el frente.

—       Ve e inclúyete en la vida del regimiento. Hoy mismo escribiré tus referencias y las haré llegar a la plana mayor. ¡Hoy mismo! —me dijo, estrechándome fuertemente la mano.

Me fui del lado del comisario como si me hubieran crecido alas y sintiéndome muy seguro por el día de mañana. No tenía más que esperar: a mi favor obraba ya la propia verdad.

Un día vino a buscarme un enlace.

—       Lo busca a usted el jefe del regimiento —me dijo y se fue.

Eso me inquietó. "Bueno", pensé. "Por lo visto, me enviarán a Bakú".

Kráiev me recibió en el local de la plana mayor con una sonrisa forzada.

—       Andas por ahí perdido—masculló entre dientes—. Ha telefoneado el general Naúmenko, del Estado Mayor del Ejército. Ve mañana al aeródromo del regimiento vecino a hablar del Messerschmitt a los pilotos.

—       ¡A sus órdenes!

Cuando llegué, me topé de improviso con la persona que discutiera conmigo en el comedor. Me tendió afable la mano, presentándose:

 —      Teniente coronel Taranenko.

 —      Capitán Pokryshkin.

Hablamos del tema de la charla y nos encaminamos en el acto a la clase.

Viví dos horas de combates y vuelos, en mi elemento. Conté a los pilotos todo lo que yo sabía y se debía conocer del aeroplano enemigo que aún dominaba en nuestro firmamento. Hubo muchas preguntas, y las respuestas me llevaron más tiempo que la propia conferencia.

Luego me invitaron al aeródromo y me enseñaron los aviones nuevos. Me entraron deseos de montar en uno y, como se canta en una canción ucraniana, "dejaría la tierra, para al cielo volar". ¡Y claro que habría volado al frente!...

Después de la clase, el jefe del regimiento me invitó a comer en su casa. Allí vi a la mesa al comandante, que ya conocía yo y que era el comisario del regimiento. Me alabaron mucho y entre otras cosas, me preguntaron qué tal vivía. Creyérase que los dos simulaban no recordar el incidente del comedor, y yo decidí contarles todos mis sinsabores. Se extrañaron mucho del giro que habían tomado las cosas, me compadecieron, y el teniente coronel me prometió escribir al jefe de la guarnición una explicación benévola del caso.

Pasaron los días. El regimiento recibió la orden de trasladarse a otra zona, donde debía recibir aviones y comenzar el reentrenamiento. Enterado de eso, pregunté a Kráiev qué debía hacer yo. Me ordenó que me quedara allí hasta que el tribunal viese mi causa.

—       Camarada jefe, ¿han enviado al tribunal las referencias mías que escribió el comisario?

—       Sí, no te preocupes —respondió.

—       No las han enviado, no —le dije yo, pues sabía de buena tinta que eso era así

—       Resulta que tú sabes más que yo —observó con ironía Kráiev—. Te estoy diciendo que las hemos enviado.

—       Vamos a comprobarlo, camarada comandante —propuse—. Están en la sección de personal, y usted debe comprender la importancia que eso tiene para mí.

—       Vamos a comprobarlo.

Pasamos a la habitación contigua, donde estaba el jefe de personal.

—       Dile a Pokryshkin ¿hemos enviado las referencias suyas que escribió Pogrebnói o no? —con el tono de voz, Kráiev daba entender a Pavlenko lo que debía contestar.

Y Pavlenko me había dicho el día anterior que las referencias estaban en el local de la plana mayor. "¿Qué responderá?", pensé emocionado, "¿se atreverá a mentir?"

—       No las hemos enviado, no, camarada comandante.

—       ¿Cómo es eso? ¡Qué tonterías estás diciendo!

—       Digo la verdad, camarada comandante. Usted mismo me ordenó que no las enviara.

Miré atentamente a Kráiev y, sin pronunciar palabra, salí.

Cuando cerré la puerta, oí al comandante "echar una bronca" al jefe de la sección de personal y amenazarlo con meterlo en el calabozo.

El regimiento partió de noche. Los camiones fueron cargados en bateas. Los aviadores y los mecánicos se instalaron en vagones de pasajeros, Recordando la infancia, yo me metí de "polizón" en la cabina de una camioneta. No debía quedarme en un regimiento de reserva. En el mío me conocían todos y, si la cosa llegaba a un juicio, siempre saldrían en mi defensa. Pero en el de reserva yo sería un extraño para todos. Además, sencillamente, ¡yo no podía abandonar a mis compañeros! A propósito, cuando me dirigí al jefe de la guarnición para pedirle el permiso de partida, me dijo:

—       Ve con tu regimiento. No entiendo qué ocurre allí…

Cuando oí el silbo de la locomotora, y luego el traqueteo de las ruedas, me alegré de abandonar aquella ciudadela con todos los contratiempos que me había ocasionado.

 

     
 

 
     
 

Durante el desembarco en la estación de destino procuré que los jefes no me vieran. Además, no me acercaba a la casa donde estaba la plana mayor del regimiento. Aun así, cuando me necesitaron de pronto, me encontraron en seguida. Vino a avisarme Naúmenko, el que había sido punto mío.

—       Camarada capitán de la Guardia, me han encargado que le transmita la orden de comparecer inmediatamente ante el jefe de la división —me dijo, sonriendo por algo.

Pensé que me llamaban para enviarme de vuelta a Bakú. Pero Naúmenko ahuyentó mis temores. He aquí lo que me contó por el camino:

Cuando Kráiev presentó el regimiento al nuevo jefe de la división, coronel Vólkov, éste le interrogó de sopetón:

—       Usted tenía entre sus filas al piloto Pokryshkin, ¿dónde está ahora?

—       Lo teníamos, camarada coronel —repuso Kráiev—. Lo hemos dejado en Bakú. Lo van a procesar.

—       ¿Por qué?

—       Por pendenciero y, en general...

—       Siga, siga. ¿Qué quería usted decir más? - Kráiev callaba.

—       Pues yo lo conozco del el frente y sé que es un buen piloto de caza.

—       Se exagera, camarada coronel.

—       ¡Su opinión de Pokryshkin es errónea, camarada comandante! —intercedió el comisario, y volviéndose hacia el jefe de la división, prosiguió —En este asunto hay que poner las cosas en claro.

—       Pokryshkin ha venido también con nosotros, podemos llamarlo —dijo uno de los pilotos.

—       Búsquenlo y díganle que se presente —, ordenó el jefe de la división.

Cuando me hubo contado la conversación, Naúmenko me dio un jovial empujoncito en el hombro y concluyó:

—       ¡No te apoques y da cuenta de todo tal y como ha sido!

El jefe y el comisario de la división cruzaron la mirarla cuando acabé de contarles lo ocurrido. Luego lo expuse brevemente por escrito y me fui a la residencia.

Por la tarde me llamaron a una reunión del secretariado de la organización del partido del regimiento. Asistía también el comisario de la división. Los camaradas que dos meses antes votaron por mi expulsión, sin calar en el fondo de la cuestión y sin haber hablado siquiera conmigo, quedaron en muy mal lugar. Aquella tarde me defendieron como si no hubiera pasado nada. Detesté su falta de principios y me alegré de que toda la historia acabara de manera tan favorable.

Me restituyeron en el partido, y al otro día, el jefe del regimiento me llamó para hablar de mi nuevo nombramiento.

—       Pienso ponerte de segundo jefe del regimiento.

—       No, camarada comandante de la Guardia —objeté—. Nombre para ese cargo a alguien con más méritos que yo. Y a mí, sí es posible, déme una escuadrilla.

Quise decírselo de otra manera: ¿podía yo acaso ser el segundo de quien había dejado en mi alma más cicatrices que la guerra en mi cuerpo?...

Así me reincorporé a mi regimiento y tomé el mando de la escuadrilla de Figuichov. A éste lo hicieron subjefe del regimiento. Los pilotos me recibieron con muestras de alegría. El que más se alegró fue Fadéiev, con quien yo iba estrechando mis amistades.

La vida me devolvió todo lo que yo venía anhelando durante el último tiempo.

Comenzaba cada día con vuelos. Fadéiev y yo entrenábamos a los pilotos conforme al nuevo método. Dedicábamos especial atención a pulir las maniobras y a los vuelos entre los desfiladeros montañosos y por encima del mar. Después de la comida, estudiábamos táctica.

A nuestros aviadores les quedaba poco tiempo para ir al club local y al baile. Me reprochaban que, por el afán de recuperar el tiempo perdido, no siempre les dejaba que se divirtiesen.

Pero teníamos que prepararnos a marchas forzadas. Los ejércitos alemanes intentaban tenazmente abrirse paso hacia el Volga, a través de Stalingrado en llamas, y hacia el mar, a través de los montes del Cáucaso. Había que derrotar al adversario. Nadie ayudaría a nuestro ejército en eso.

Un día de intenso estudio, la radio nos trajo la noticia que tanto esperábamos: los ejércitos aliados habían abierto el segundo frente, Pero nuestra alegría no fue duradera. El desembarco de los aliados en las arenas de África no disminuyó el número de divisiones enemigas en nuestro frente. África estaba lejos, muy lejos del cubil del fascismo.

Poco después estuvo acabado el aeródromo que se construía para nuestro regimiento. La plana mayor se mudo a un pequeño poblado de pescadores que había al pie de unos cerros, a la orilla del Caspio. Los pilotos recibimos también la orden de traslado. Al caer la tarde, los seis "Yaks" de escuela de mi escuadrilla sobrevolaron las casitas de los pescadores a ras de los tejados y aterrizaron al otro lado de un riachuelo montañoso.

Fuimos a ver el poblado Manas. Desde la caja del camión se veía todo como si estuviera en la palma de la mano. Casitas, barracas y una casa grande rodeada de árboles en una loma. Allí se vio un instante una moza con bata blanca.

En aquella casa, que era la enfermería, se estaba curando Komosa. Decidí visitarlo aquella misma tarde. Vinieron conmigo Trud y Berezhnói.

En las ventanas rutilaba la macilenta luz. En la casa reinaban la tranquilidad y el silencio. Pasamos por un pasillo oscuro, abrí una puerta y, de súbito...

Impresión tan grande, que invada el alma de pronto puede producirla únicamente una maravillosa imagen representada por un pintor de talento en un lienzo. Tenía delante un cuartito limpio con una mesita, una lamparilla de petróleo encima y, a su luz, una muchacha vestida de blanco. Sus manos estaban sobre un libro, y los ojos fijos en mí.

—       ¡Buenas tardes!

—       Muy buenas —respondió la muchacha.

—       El capitán Komosa, ¿está en la enfermería?

—       Sí.

—       Permítanos visitarlo.

—       ¿Por qué tan tarde?

Un poeta pudo haber calificado de flechazo el sentimiento con que yo miraba a la muchacha. Sentía deseos de permanecer eternamente al lado de aquella esbelta rubia que me miraba con sencillez.

—       Es amigo nuestro y quisiéramos verlo ahora mismo —insistí.

—       Tengan la bondad, vayan por el pasillo a la sala número dos. Pero no estén mucho tiempo.

Trud y Berezhnói fueron hacia donde ella nos indicó. Pero yo seguí de pie, haciendo seguramente reír por lo indefinido de mis propósitos.

—       ¿Qué lee?

El libro ya estaba cerrado y pude leer el título.

—       Si yo no entendí mal, usted vino a visitar a un enfermo.

—       He cambiado de parecer.

La joven se echó a reír. Su sonrisa me encantó más aún. Le pregunté algo más para que entablase conversación. Hacía ya mucho que yo debiera entrar a ver a Komosa, pero algo me sujetaba al lado de aquella chica. En realidad, llevaba mucho tiempo sin escuchar ninguna voz femenina dirigida a mí y sin sentir encima ninguna mirada cariñosa. Y las había sentido tan pocas veces en mi vida... Me hacían tanta falta... Las buscaba...

—       Estoy viendo que habré de acompañarlo a visitar al enfermo, pues no encontrará el camino. ¡Vamos!

Antes de salir, yo me detuve junto a la mesita de la enfermera y pensé; ¿podría ella abandonar en aquellos momentos el cuartito de la lamparilla de petróleo?... Yo estaba dispuesto a deambular toda la noche con ella por la orilla del mar, bajo el cielo de luna. ¿Cómo podía marcharme de allí yo solo? Tenía al menos que ponerme de acuerdo para ir al baile con ella la tarde siguiente. ¿Aguardar y esperar otra entrevista casual? ¡No! Mejor sería llevarme el libro, entonces la vería sin falta otra vez.

—       Los miserables. Lo he leído hace mucho tiempo. Y recientemente yo mismo me he hallado en la situación del miserable. Déjemelo para leer.

—       No puedo. No es mío.

—       Dígame, ¿cuándo se lo devuelvo? —le interrogué, recogiendo el libro de la mesa.

—       Devuélvaselo a su dueña, es de nuestra enfermera Véra.

—       No. Quiero devolvérselo sólo a usted.

De manera que desde aquel día yo no estuve ya solo. Llevaba conmigo su nombre y su libro. Me acordé de ella a la mañana, cuando me desperté. Pensé en ella cuando cruzamos en el camión el poblado. Y sentí en mí la mirada de María cuando me remonté por los aires.

Los días transcurrieron más de prisa, y la vida adquirió nuevo contenido. El retorno al regimiento, la mirada de los ojos femeninos que me buscaban entre el gentío del baile y que me acompañaban, así me lo parecía a mí, en cada vuelo, ¿acaso no podía todo eso renovar mi alma?

Al volver cada día de cumplir la misión de entrenamiento en las alturas, yo daba una pasada por encima de la casita de la enfermería. Deseaba que María viera sin falta mi aeroplano. Y para que no se equivocase, yo siempre daba tres vueltas seguidas de tonel ascendente, era la señal convenida: "Te veo".

Uno de aquellos días de júbilo me llamaron al local de la plana mayor del regimiento. Kráiev, que seguía teniendo unas relaciones marcadamente oficiales conmigo, me dijo que deseaba verme el general Naúmenko, jefe del ejército aéreo. Adiviné el motivo y me entristecí. Si hacía poco estaba dispuesto incluso a abandonar mi estimado regimiento con tal de ir al frente, ahora quería seguir allí una semana más al menos.

Volvía yo de hablar con Kráiev, y no dejaba de pensar: ¿será posible que me trasladen en seguida de regimiento? De seguro que será así. Volaré al cuartel general del ejército aéreo y no retornaré al poblado, no volveré a ni ver a mis amigos ni a María...

Como siempre, por la tarde vi a María. Cuando llegó el momento de irnos cada cual a nuestro alojamiento, le dije:

—       Mañana me marcho.

—       ¿Para mucho tiempo?

—       Es posible que para siempre...

María aguardó que le dijera algo más. Pero yo no encontraba palabras. Entonces ella me dijo con voz baja y temblorosa:

—       Tal vez no volvamos a vernos nunca. Llévese como recuerdo el libro que nos hizo conocernos y tener relaciones. Llévelo siempre, ya que la época que vivimos no nos ha otorgado la felicidad de estar juntos.

María me estrechó la mano. Yo la abracé y vi que sus grandes y amados ojos estaban inundados de lágrimas.

Al otro día yo me presenté al general Naúmenko. Empezó por preguntarme pormenores de mi "caso" y sólo luego me explicó para qué me habían llamado. Me ofrecieron el cargo de subjefe del regimiento vecino. Yo pedí tiempo para pensarlo.

 —      Usted no puede volver a su regimiento. Piénselo. Espero la respuesta esta tarde —me dijo el general y mandó que me llevaran al aeródromo.

En el aeródromo había aviones La-5 nuevos. Con ellos se estaba pertrechando precisamente el regimiento cuya subjefatura me ofrecían.

A Pokryshkin y S. Lávochkin (1944)

El cálculo del general era certero Al ver los aviones nuevos, yo me olvidé todo. Estuve caminando por el aeródromo, deleitándome en la contemplación de los cazas, subiendo a las cabinas, conectando la radio hasta que oscureció...

Caminaba y no dejaba de pensar; ¿qué decirle al jefe del ejército aéreo? Me aconsejé mentalmente con Vadim, con Valentín y con mis alumnos. Me acordé de mi "hijo adoptivo", Ostrovski. Había recibido poco antes respuesta de su pueblo, cerca de Moscú. Al ver que el joven lloraba, le quité la carta de las manos y se me contagió su dolor. Los paisanos le escribían que los hitlerianos habían fusilado a su madre, a su padre, a sus hermanos y hermanas, a todos sus parientes, por mantener contacto con los guerrilleros. No sé de dónde me saldría resolución tan "adulta", pero le dije, cuando hube leído la carta: "Tenme a mí por tu padre, que no dejaré a nadie y ni en ningún sitio que te ofenda..."

No, yo no podía separarme de gente como aquélla. Habíamos recorrido juntos un camino de combates harto doloroso. Era demasiado lo que nos unía y emparentaba. Comuniqué al jefe del ejército mi decisión y, tarde va, emprendí el vuelo de regreso a mi regimiento. Me absorbió de nuevo el tenaz entrenamiento para los combates.

Llegó el otoño. El mar, antes sonriente, se hizo sombrío y severo. Las lluvias y el barro hacían meterse al personal en las barracas. Los pilotos ya no se entrenaban con el mismo entusiasmo.

Festejamos la concesión del título de Héroe de la Unión Soviética a Valentín Figuichov. Nos habían presentado a los dos juntos para esa alta recompensa. Pero yo “no pasé". Aun así, me alegré de todo corazón de que mi compañero recibiese la Estrella de Oro. No tardamos en separarnos, pues él se fue a estudiar a la Academia de las Fuerzas Aéreas.

Un día nos llamaron urgentemente a todos a la casita de la plana mayor. De lejos aún, oímos las conocidas señales de Radio Moscú. Nos acercamos lentamente, con aire solemne, al altavoz. Todos presentíamos que iban a transmitir algo muy importante.

Con la respiración entrecortada, escuchamos todos la noticia del cerco y derrota de los ejércitos alemanes en Stalingrado.

Sentíamos deseos de cantar y llorar de alegría. Había comenzado lo que veníamos esperando impacientemente todo el verano y todo el otoño.

Nuestro pequeño poblado, lo mismo que todo el país y el mundo entero, vivió aquellos días bajo la impresión de la gran victoria obtenida en el Volga. Todo pareció acelerarse, como si las horas y los minutos fueran más breves. Hasta los nublados días otoñales parecieron aclararse.

Un día de diciembre, María me dijo que su batallón sanitario partía para el frente. A la mañana siguiente vi salir del poblado los camiones cargados. Los vi alejarse desde lo alto de un cerro hasta que se perdieron de vista...

Habíase terminado mi corta felicidad.

¿Dónde y cuándo volvería a ver a María? Nos habíamos despedido, sintiendo con el corazón que nada nos separaría ya, ni la distancia, ni el tiempo, ni la guerra.

Unos días después abandonamos también nosotros el poblado de pescadores del Caspio, que yo recordaría toda la vida. Nuestra ruta pasaba por Bakú e iba hacia el oeste.

 
     
 

Realizado por FAE_Cazador

Revisado por HR_Irazov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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