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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

UN VERANO ENTREGADO AL ENEMIGO

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El piloto de nuestra U-2, sentado inmóvil en la cabina delantera, miró en derredor; la avioneta comenzó a descender. Por la fuerza de la costumbre, yo miré primero a lo alto y luego al suelo. En el aeródromo, emplazado junto a un pueblo, había numerosos aviones.

En el regimiento me aguardaba un nuevo nombramiento. Yo había oído ya que nuestra escuadrilla había recibido cazas Yak-1, que para jefe había sido designado el capitán Anatoli Komosa, que Matvéiev había sido trasladado a otra unidad y que a nosotros nos habían enviado un nuevo jefe de la plana mayor.

Vi a un grupo de aviadores junto al puesto de mando. Reconocí de lejos a Kriúkov, Figuichov, Fiódorov, Trud, Rechkálov, Iskrin, Naúmenko, Verbitski. Mochálov, Berezhnói... Tras los fuertes apretones de manos, llovieron sobre mí preguntas y exclamaciones:

—           ¿Qué tal los Messers? ¿Son mejor que nuestros Yaks?

—           ¿Cuántos proyectiles carga el "flaco"?

—           ¡Ya los contarás en los combates, cuando los dispare contra ti!

—           ¡Pues tira un rato largo el muy ladino!

—           Pero también tiene su tendón de Aquiles. ¿Verdad?

—           Dejadme, hombres —supliqué, notando que la charla se prolongaba demasiado—. Que he de presentarme a anunciar mi llegada.

...La chabola estaba medio a oscuras. A la luz macilenta de la lamparilla distinguí sólo a los que estaban sentados junto a la mesa. El jefe del regimiento daba por teléfono las novedades de la jornada, evidenciadoras de que ésta había sido muy tensa para los pilotos, pues habían hecho vuelos de reconocimiento de los pasos del río y atacado a las tropas enemigas en las cabezas de puente. Pero los cazas habían cumplido todas las misiones de guerra juntos con los aviones de asalto IL-2. Cosa agradable. Resultaba más interesante realizar vuelos de asalto con esa compañía que solos.

—           ¿Definitivamente? —oí de pronto la pregunta que me hacía el jefe.

—           Sí. Los experimentos han acabado.

—           ¡Está bien! ¿Adónde te destino? —inquirió Ivanov, fijando la mirada en mí. Ya está designado el jefe de vuestra escuadrilla. ¿Irás de segundo jefe con él?

—           Me da igual, con tal de combatir.

—           Por eso no te preocupes. El jefe de la escuadrilla está enfermo con frecuencia, de manera que habrás de mandarla tú.

—           ¿Da usted su permiso para que me retire? —dije, recordando que me aguardaban los pilotos.

—           Sí.

—           ¡A sus órdenes!

Por la mañana, antes de recibirse la orden de remontar el vuelo, el jefe del regimiento reunió a todas las escuadrillas y me concedió la palabra.

Los pilotos, mecánicos y personal de servicio de la plana mayor se dividieron, sin darse cuenta, en tres grupos en torno de sus jefes de escuadrilla. Al lado de Figuichov vi más caras conocidas. Estos muchachos seguían volando en viejos Migs. En cambio, los pilotos de la escuadrilla de Komosa habían aprendido ya el manejo de los Yaks, si bien parecía tan reciente el tiempo en que Kriúkov y yo les enseñarnos a manejar los I-16 en Róvenki. El jefe de nuestra escuadrilla tenía cara de enfermo y cansado. En un banco, delante de todos, estaban sentados el jefe y el comisario del regimiento y el jefe de la plana mayor.

Al ver las atentas miradas de mis compañeros de brega, sentí una responsabilidad singular por los resultados de esta charla. Yo sabía del Messerschmitt lo que aún desconocían los demás. Debía comunicar mis conocimientos, observaciones y deducciones a mis compañeros de filas. Creo que logré explicar de lo que era capaz el Messer y cómo pelear mejor con él.

Apenas me dio tiempo de responder a las preguntas, cuando se recibió del Estado Mayor de la división la orden de vuelo. Teníamos que acompañar a una escuadrilla de bombarderos Su-2, que conocíamos desde hacía algún tiempo. Habían tomado ya rumbo a nuestro aeródromo.

—           ¿Quién llevará su escuadrilla? —preguntó a Komosa el jefe de la plana mayor del regimiento.

Komosa señaló hacia mí con un movimiento de cabeza:

—           Pokryshkin, pues él se "tutea" ahora con los Messers.

—           No puedo —objeté—. Conozco mal la zona. Permítame que esta vez vaya de jefe de patrulla.

El accedió, y nosotros nos encaminamos en silencio hacia el lugar de estacionamiento.

—           Este es tu aparato —señaló Komosa un Yak y siguió caminando lentamente.

Junto al aeroplano me esperaba el mecánico Chuváshkin. Estaba excitado por algo:

—           Camarada capitán —comenzó a hablar—. ¿Ha estado usted alguna vez descontento de mí? ¿Por qué atiende su aparato otro mecánico?

—           ¿Acaso ha oído usted recriminaciones mías?

—           No, Entonces haga de manera que me reintegren a su aparato.

—           Perfecto. Trabajaremos juntos.

—           Gracias, camarada capitán. Hemos pasado tantas cosas juntos... Su Yak lo he revisado ya. Lo tiene todo bien.

Al ver que el paracaídas me lo traían dos muchachas con uniforme militar, inquirí extrañado:

—           ¿Qué es esto, Chuváshkin?

—           El conjunto de coro y danzas —repuso el mecánico, esbozando una amplia sonrisa—: son las plegadoras de paracaídas.

Recordé el viejo presagio existente en la aviación de que la presencia de mujeres en el aeródromo no traería nada bueno. Pero, al mirar a las alegres y joviales plegadoras, olvidé presto el prejuicio.

Era ya tiempo de despegar, pero el motor de Komosa no arrancaba. Cuando los bombarderos aparecieron por encima de nosotros, nos elevamos sin el jefe de la escuadrilla ni su punto.

...Éramos seis en vez de ocho. Cubríamos directamente a los Su-2 mi punto y yo en lugar de los cuatro que debíamos asumir la cobertura inmediata. Mas lo peor era que el retraso imprevisto de Komosa echaba por tierra el plan de acción trazado en el aeródromo ¿Cómo variar la distribución de las fuerzas si entre los aeroplanos no habla radiocomunicación? Y como hecho adrede, los otros cuatro aparatos volaban muy por encima de nosotros. ¿Cómo dirigirlos con señales, si los ocultaban las nubes?

Los nueve bombarderos de la escuadrilla de Su-2 volaban en compacta formación. Sus pilotos veían naturalmente a su lado sólo una pareja de Yaks. Yo comprendía sus ánimos y procure alentarlos, evolucionando continuamente y haciendo las "tijeras". Por más que yo también iba preocupado, pues llevaba mucho tiempo sin entrar en combate.

Debajo de nuestras alas ensortijábase, como un rollo de serpentina arrojado en la verde estepa, el Donets. Y tras él relucían los montes de fabulosa blancura de Slaviansk. Magnífico punto de referencia. No lo perdería de vista.

Del Donéts se elevaron nubes de humo. Los Su-2 arrojaron las bombas en los pasos del río y tras virar, apresuraron el regreso, la primera patrulla se alejó presto de las otras dos. Acto continuo se alejó la segunda. Lo que teníamos delante no era ya la anterior formación compacta de una escuadrilla, sino lo que solemos denominar despectivamente "longaniza" en tales casos. ¡Ya puede uno probar a protegerlos, si se alargan tanto!

Avizores en las alturas, creyérase que los Messers aguardaban ese momento. Se descolgaron ocho de las nubes y se lanzaron como flechas contra la última patrulla de SU-2.

Berezhnói y yo los interceptamos, abriendo fuego. Los Messers salieron precipitadamente del ataque en picado y se elevaron hacia las nubes. Uno viro a occidente, echando humo, y otro lo acompañó. Quedaban seis, tantos como éramos nosotros, pues a la altura de las nubes volaban los otro cuatro, que los habrían de inmovilizar, sin falta, mis compañeros, presentándoles combate e impidiéndoles que atacaran a los bombarderos. Pero, cuando alcé la vista, no vi a los Yaks. ¿Dónde estarían?

He tenido muchas ocasiones de buscar con la mirada en momentos difíciles a un camarada, lo mismo que, dicho sea de paso, alguien habrá tenido que buscar en un combate mi aeroplano. Pero la desaparición de cuatro aparatos me alarmó muchísimo.

Al advertir el peligro, los bombarderos se distanciaron más aún. Los Messerschmitts volvieron a descolgarse sobre ellos. Nosotros dos nos debatíamos de un Su-2 a otro, parando los golpes de los cazas adversarios.

Los lugares de cruce del río quedaron muy lejos. El cielo nublado con rodales azules estaba tranquilo. La tierra, cubierta del verdor de mayo. Todo debía alegrar, y mi humor empeoraba por momentos, pues protegíamos a los bombarderos nosotros dos solos a costa de una tensión nerviosa extraordinaria, y en el parte se diría que las dos patrullas, "tras cubrir bien"... ¡Eso no se podía tolerar! El acompañamiento no es un paseo y tiene sus propias leyes, unas leyes rígidas que deben conocerse y cumplirse a rajatabla, de lo contrario nos abatirían como a perdices...

Los otros cuatro aparatos estaban ya en el aeródromo. Reunidos junto al puesto de mando, los aviadores nos aguardaban a nosotros dos. Me acerqué a ellos y les pregunté de plano, sobre la marcha:

—           ¿Por qué os escondisteis detrás de las nubes?

Yo mandaba la escuadrilla, respondía por los bombarderos y tenía derecho para hacer preguntas en ese tono. Aún no me había abandonado la tensión debida al duro y desigual combate.

El que iba al frente de los cuatro aparatos aludidos fue deteniendo la mirada, uno tras otro, en los pilotos. Estaba claro que deseaba que todos respondieran a una voz.

—           Buscábamos por allí a los Messers—acabó por contestar.

—           ¿Y los encontrasteis?

—           Pues no dimos con ellos.

—           Y durante el regreso, ¿visteis a nuestros bombarderos?

—           Pero si ibais vosotros con ellos…

—           Sí, nosotros íbamos con ellos. ¡Y dónde estabais vosotros!

Nos fueron rodeando más aviadores. Se acercó también el jefe de la escuadrilla. Esperé que él intercediera, pero Komosa callaba.

—           Entre Berezhnói y yo hemos impedido al enemigo que derribara a uno solo de los nuestros. ¿Por qué no os hemos visto a ninguno de vosotros en este combate? ¿No habrá sido porque se vuela más tranquilo por encima de las nubes? Yo voy a llevar la escuadrilla (hube de decirlo delante del jefe de la misma), pero si en adelante se vuelve alguien por su cuenta y riesgo al aeródromo, que se prepare. Lo fusilaré como a un traidor.

Comprendí que hablaba con excesiva brusquedad. Pero no logré hallar otras palabras para expresar mi indignación por el estado en que iban las cosas en la escuadrilla. Así no se podía seguir volando. Incluso en el verano del cuarenta y uno, cuando aún estábamos sin foguear, hacíamos cara al enemigo con mucha furia y bien compenetrados.

Cuando cada piloto se fue a su aparato. Komosa me dijo:

—           Has hecho bien. ¡Sigue obrando así! Hoy yo me encuentro muy mal, la úlcera me está martirizando.

Aquel día, en la tregua que tuvimos entre los vuelos, hubo en nuestra escuadrilla unas palabras más en torno al orden de combate de los cazas de acompañamiento. Le pusimos el nombre de "estantería". Ofrecía el aspecto siguiente: debajo iban los bombarderos o los aviones de asalto; el segundo estante lo formaban los cazas de cobertura inmediata, que volaban en parejas y uno por encima del otro; y más alto que todos volaban los cazas de inmovilización. El requisito principal de ese orden de combate era atenerse estrictamente a la altura comprendida entre los "estantes", que garantizaba una interacción precisa.

Lo nuevo prendía a trancas y barrancas. En una ocasión acompañamos a dos escuadrillas de aviones de asalto IL-2 que debían golpear a una concentración de tanques enemigos en el bosque próximo a Iziúm. Cuando nos aproximábamos al objetivo, los Yaks de inmovilización se metieron en las nubes.

Los aparatos de asalto, tras arrojar con tino las cápsulas de líquido inflamable, tomaron el rumbo de regreso. Yo creía ya que la misión había sido cumplida con acierto y sin estorbos, cuando aparecieron en el cielo seis Messers que empezaron a dar vueltas como avispas por encima de los IL-2. Había que derribar a toda costa al que los dirigía. Pero él esquivaba hábilmente mis ataques. Mi punto y yo íbamos de un flanco a otro, entablando breves pero sañudos pugilatos con los cazas adversarios.

El motor de mi aparato se recalentó; en la cabina se hizo un calor insoportable, y la guerrera se me empapó de sudor. Por delante de mis ojos cruzaban aeroplanos con las odiosas cruces. Debido a la tensión nerviosa y a las sobrecargas de los virajes, la percepción se embotaba de tiempo en tiempo. Parecía que aquella rueda de combate no tendría fin. ¡Cuántas maldiciones eché yo entonces a los cuatro Yaks que se habían alejado! Al fin se presentó una ocasión propicia. Dos Messerschmitts atacaron a dos IL-2 rezagados, y el que mandaba la pareja alemana entró en el retículo de mi visor. Le disparé a bocajarro. Los restantes Messers nos dejaron en seguida.

Volvimos a tener suerte. Todos los aviones de asalto retornaron al aeródromo e incluso sin impactos.

En el aeródromo tuvimos de nuevo palabras acaloradas. Afortunadamente, fueron las últimas pronunciadas en ese tono.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nos aprendimos el nuevo orden de combate. Cada cual actuaba ya en el aire, ateniéndose rigurosamente a un plan elaborado en el suelo y procurando conservar su puesto en cualesquiera circunstancias. Pero una vez fui yo precisamente quien me aparté de los demás.

Acompañábamos a dieciocho aeroplanos de asalto IL-2. Mi punto y yo los cubríamos de cerca. De nuevo éramos dos en lugar de cuatro, pues Komosa y su punto no despegaron. Las dos parejas que conducía Figuichov volaban por encima de nosotros con carga de bombas. Cuando los aviones IL acabaron el asalto, los inmovilizadores descendieron también del "piso" superior para arrojar las bombas. En ese momento, el más desventajoso para nosotros, aparecieron los Messerschmitts. Una pareja de cazas enemigos se lanzó contra los Migs que picaban sobre el objetivo, y otra, contra los aviones de asalto IL. Mi punto y yo nos separamos. El fue en auxilio de nuestros "gavilanes"; yo determiné cubrir a los de asalto.

Los Messers estaban muy cerca de mí. Esquivando mis ataques, tomaron altura. Decidí perseguirlos.

Como siempre, los Messerschmitt se retiraban hacia el lado del sol. Al principio yo veía bien sus siluetas, pero momentos después noté que me quedaba en seguida rezagado. Eso me extrañó: el Yak-1 no tenía "menos velocidad que el Me-109. No tardé en adivinar que contendía con cazas del nuevo tipo Me-I09f.

Miré abajo. Los nuestros ya no estaban allí. Por tanto, me había quedado a solas con dos temibles rivales. Además, ellos se hallaban en la parte del sol y tenían ventaja de altura.

Al comprender lo difícil de mi situación, incline mi aparato sobre un ala para retomar hacia los míos. Pero no era tan fácil dejar atrás a los Me-109F que pendían encima de mí. Me alcanzaban con celeridad.

No podía ni pensar en ayuda de ninguna clase Sólo podía confiar en mis propias fuerzas. Viré de cara a los Messers y determiné mostrarles que no me disponía a huir y estaba presto a pelear. Pero ellos no aceptaron el ataque frontal, tomaron altura y volvieron a pender encima de mí como una espada blandida.

¿Qué hacer? Ellos contaban ron la ventaja de la altura y de la velocidad. A mis pies, tierra ocupada por él enemigo. El combustible escasamente me alcanzaba para llegar al aeródromo. Si se me acababa, si yo fallaba el cálculo en algo, los fascistas me acribillarían como a un simple blanco de tiro. No me quedaba otro recurso que poner en juego la astucia.

Antes aún de que se me ocurriera nada, viré a oriente y metí motor, exprimiendo de mi Yak toda la velocidad que podía dar. Los Messerschmitts se lanzaron en pos de mí como dos flechas disparadas con la cuerda del arco a máxima tensión. Se encontraban ya a la distancia de fuego de puntería. Yo piqué bruscamente. Del vertiginoso descenso, el aparato vibró, y los oídos me dolieron como perforados.

Los Messerschmitts, que se hubieron rezagados, volvieron a alcanzarme. Los sentía ya a mis espaldas. Sabía que el jefe de la pareja abriría fuego de un momento a otro. En esos instantes recordé la maniobra que pulí durante los vuelos en el Messerschmitt. Si me fallaba la "voltereta", lo pagaría con la vida.

Hice bruscamente una candela. La sobrecarga me nubló la vista. En el punto superior tomé la horizontal, virando sobre el ala. En eso ocurrió precisamente lo que había calculado. Adelantándome, un Messerschmitt quedó a unos cincuenta metros delante de mí y en medio del retículo de mi colimador. Disparé a quemarropa una ráfaga larga de cañón y ametralladoras. El Messer pareció quedar colgado un instante en el retículo del visor y luego, invirtiéndose, se desplomó. Por mi lado pasó, casi rozándome, su punto. Yo me lancé en pos suyo, pero se veía que él no tenía ganas de pelea. Eso a mí también me convenía. Seguí con la mirada al Me-I09f derribado hasta que estalló contra el suelo, me metí en las nubes y tomé rumbo al este, al aeródromo.

Me preocupaba la escasa bencina que me quedaba. Si Figuichov no había ajustado las cuentas a la otra pareja de Messers que emprendiera la persecución de los aviones de asalto, yo podía topar con ella en su camino de regreso.

El rechinar de balas en el revestimiento de mi aeroplano me despejó en el acto la cabeza. Con movimiento rápido y casi maquinal de la palanca y los pedales hice un "tonel" descendente. Yo había entrenado también hacía tiempo, en el invierno, esta figura. No sé por qué me vino precisamente en aquel instante a la imaginación. Quizá tuviera latente de continuo la presteza a ejecutarla, pero no se me había presentado antes ocasión propicia. El objeto de esta maniobra es frenar el avión para dejar que los atacantes pasen adelante.

Los dos Messerschmitts me adelantaron por encima. Encabrité mi Yak y disparé una larga ráfaga contra el guía. Los dos aparatos contrarios tomaron bruscamente altura. Bastaba ya de tentar a la fortuna. Dirigí el perforado Yak a las nubes y, mirando en derredor, volé raudo al aeródromo.

Llegué al fin al tranquilo lugar de estacionamiento. Me quité el audífono y vi uno de los auriculares arañado por una bala. La muerte había pasado a un centímetro de mí.

El nuevo jefe de la plana mayor estaba en el techo de la chabola y observaba con prismáticos los lugares de estacionamiento. Tras de escuchar mis novedades, me mandó ir urgentemente al Estado Mayor de la división.

El jefe de la división me recibió con una pregunta:

—           ¿Has volado en los Messerschmitts?

Yo no podía mentir, pero no quería confesarlo, pues temía que me hicieran probarlo de nuevo. Por eso respondí un tanto evasivo:

—           Muy poco, camarada general.

—           Puesto que ya has volado, ve al aeródromo que ya conoces y tráete aquí el aparato.

Yo tenía ya por terminada y olvidada la epopeya de los Messerschmitts, pero volvía a salir a flote.

—           ¿Me permite una pregunta? — me dirigí al general—. ¿Me va a tener mucho tiempo sujeto a ese aparato?

—           Todo el que te necesiten los camarógrafos de cine. Es a ellos a quienes les hace falta. Quieten plasmar para la historia unos combates aéreos. Harás un simulacro de combate contra aviones nuestros.

"¿Qué historia resultará —pensé— si es preciso registrarla con simulacros? A dos pasos de aquí, en el frente, hay tantos combates verídicos con el enemigo como se quiera". Pero las órdenes se acatan sin discutir: tendría que bregar para los camarógrafos. Dicen que el arte requiere sacrificios.

Cuando aterrizamos en el aeródromo de destino, me acerqué al cobertizo junto al cual estaba el "flaco" aparato que yo conocía. Me dieron en el acto el permiso para llevármelo, pues allí no lo necesitaba nadie.

Al pasar por el aeródromo, vi un aeroplano con una zigzagueante flecha roja en el fuselaje. Me pareció conocerlo. Creí haberlo visto el verano anterior en el regimiento que mandaba Markélov. Pero con la diferencia de que en esta ocasión tenía más agujeros que una criba.

—           ¿Cómo ha venido a parar aquí? —interrogué al mecánico, sabiendo perfectamente que el regimiento de Markélov tenía su base mucho más al norte de nosotros.

—           A mí también me extraña —repuso el mecánico, prosiguiendo la revisión del Messer—. Me asombro tanto del avión como del piloto. Después de tantos impactos...

—           ¿Está herido el piloto?

—           Más que herido.

—           ¿Quién es?

—           Un tal Seredá.

—           ¿Seredá?

—           ¿Lo conoce usted? Acaban de llevárselo al hospital.

¡Qué mala suerte! Si yo hubiera llegado al aeródromo un poco antes, habría visto a este amigo mío.

—           ¿Quién va a preparar el Messerschmitt para el vuelo? —interrogué, cambiando de conversación.

—           Si tiene permiso para llevarse este accesorio teatral, lo prepararé yo. Y con mucho gusto. Me parece que ya lo he visto a usted por aquí.

—           Y para ser más exactos, en la cabina de este Messer.

—           Ya está todo claro, capitán. Vamos.

Caminamos el uno al lado del otro. Le dije que conocí al capitán Seredá el año anterior, cuando recibimos juntos las primeras condecoraciones. El mecánico me contó francamente lo que acababa de oír del vuelo del capitán Seredá. Sus palabras se las llevaba el caliente viento estival, y yo tenía que ir casi pegado al hombro de mi acompañante para que no se me escapara una sola palabra. Me tenían en suspenso y emocionado el destino del aviador y algo más, la situación en el frente.

Seredá buscaba más al norte de Míllerovo un numeroso grupo de tanques que había perdido el enlace con su cuartel general. ¡De tanques soviéticos! Nadie sabía nada de ellos después de que en el cuartel se supo que se habían quedado sin combustible más allá de Míllerovo. Se suponía que se habían atrincherado y se batían como piezas de artillería... Seredá sobrevoló y exploró todo el territorio indicado, pero no descubrió a los tanques. Se disponía ya a retornar al aeródromo, cuando vio en el camino una pequeña columna de soldados. Eran de infantería soviética e iban en dirección al frente, a Míllerovo. Seredá no podía resignarse a volver sin noticias de los tanques y sin haber cumplido la orden. Y. tras de elegir un campo llano, aterrizó con su caza cerca de la columna. Se alegró de ver a nuestros soldados. Estos se detuvieron, pero no se acercó ninguno. ¿Por qué irían todos desarmados?

Sin parar el motor. Seredá salió de la cabina y se paró junto al ala. Le pareció todo muy sospechoso y no quiso separarse del aparato, desde el cual comenzó a hacer señas a los soldados para que se acercaran. Se acercó uno. Era soviético, más ¿por qué no llevaría ni las divisas en el cuello de la guerrera ni el cinturón?

—           ¿No has visto tanques por aquí?

—           ¿Qué tanques?

—           Pues claro que nuestros.

—           No, no he visto.

—           ¿De dónde venís?

—           Nos llevan... prisioneros. Detrás de la columna se han escondido los alemanes.

—           ¡Canalla! —Exclamó Seredá—. ¿Por qué no lo has dicho en seguida?

Mientras él se subía a la cabina, los alemanes que conducían la columna de prisioneros tuvieron tiempo de dispararle varias ráfagas de subfusil. Uno de ellos se acercó mucho, disparando. Seredá aumentó de golpe las revoluciones del motor, dio bruscamente al aeroplano la vuelta y derribó a varios alemanes con el ala y el chorro de aire. Tomó velocidad y despegó. Quedó herido de gravedad. Perdía el conocimiento. Apenas si podía sujetar la palanca de mandos. De seguro que por esta causa tomó rumbo al sur, hacia el mar, entrando en territorio ocupado por los alemanes. Desde Taganrog tomó ya el rumbo acertado y aterrizó en el aeródromo donde lo hice yo poco después.

En la enfermería, Seredá pidió ante todo que comunicaran a su regimiento que el frente había sido roto. Su relato recorrió como la pólvora todo el aeródromo. Así llegó hasta mí.

Al oír esa narración, me hice una idea de lo que estaba pasando en aquellos momentos cerca de Míllerovo y me imaginé una inmensa columna de prisioneros nuestros... Era difícil comprender nuestra situación si había dado lugar a que cayeran prisioneros tantos soldados. Pero me indignaba conducta de aquel soldado que no pudo decir en seguida al piloto que despegara en el acto. ¿Sería posible que creyera que el caza había aterrizado intencionadamente tras la línea del frente?

Nos detuvimos junto al Messerschmitt, a la sombra del cobertizo. El mecánico lo revisó por encima.

—           Capitán, lléveselo adonde quiera —dijo, limpiándose las manos.

Yo hice rodar el avión a la línea de partida. Despegué. De pronto, el motor comenzó a ratear y, segundos después, se paró. Apenas si pude llegar al aeródromo. Tomé tierra con fuerte viento de costado. Para no chocar con los aparatos que estaban en tierra, hube de virar. Una "pata" del tren de aterrizaje se rompió, y el avión, virando con brusquedad, se inclinó sobre una ala.

En aquel momento pensé, no sé por qué en la Ut-2 que me había traído y no en el Messerschmitt roto. Al ver que la avioneta aún no había despegado, yo salté de la cabina del Messer y llamé al piloto agitando la mano. El rodó hacia donde yo estaba. Abandonando el aparato alemán, monté en la Ut-2 y nos marchamos.

Durante el regreso a mi regimiento, yo no lamentaba que el Messerschmitt que cayera en nuestras manos hubiese quedado convertido en un montón de chatarra y que los camarógrafos no dejaran para la posteridad los simulacros de combates aéreos sobre el aeródromo.

A la mañana siguiente yo debía remontar el vuelo con mi escuadrilla de Yaks a acompañar a los Su-2 que iban a bombardear a las tropas enemigas.

De nuevo uno de nuestros seis aparatos se quedó en el aeródromo, pues durante la carrera del despegue se le paró el motor.

Regresé de cumplir el servicio de guerra de un humor de perros. No se me borraban de la vista las escenas que acababa de ver. Los caminos de la estepa estaban atestados de tropas enemigas. Los hitlerianos seguían dominando en el aire. De nuevo había que pelear a fuerza de nervios y sangre.

Al aproximarme al aeródromo, vi que el avión que no pudo despegar seguía en el extremo del campo, sin retirar. Para tomar tierra, había que pasar por encima de él. El sargento Gólubev, piloto joven, deslumbrado por el sol, marró el cálculo y se le enganchó el tren de aterrizaje en la hélice del caza averiado. Su aparato, hecho trizas, se incendió. Daba espanto ver la absurda manera como perecía un compañero de pelea.

Cuando hube tomado tierra, lo primero que pregunté fue qué le había pasado a Gólubev.

—           ¡Está vivo! —me repuso contento el mecánico.

—           ¿Será posible? —interrogué sin poder ocultar mi asombro.

—           Lo han llevado a la enfermería.

Miré hacia el puesto de mando y vi en el tejado de la chabola al jefe de la plana mayor y al navegante del regimiento. Contemplaban tranquilamente con prismáticos cómo terminaban de arder los restos del aeroplano. Eso me sacó de quicio.

—           ¿Por qué no han despajado la pista? —interrogué al tiempo que me acercaba a ellos.

Mi tono pareció intolerable al navegante Kráiev.

—           ¿Qué?— interrogó él a su vez, frunciendo las cejas y volviéndose hacia mí— ¿Cómo te atreves a hacer esas preguntas?

—           ¡Bien se ve que me atrevo! Cuando se aterriza contra el sol, cualquiera puede equivocarse en el cálculo.

—           ¿Deslumbra el sol, dices? No importa, lo meteremos en el calabozo y aprenderá a ver mejor.

—           ¿No se les ocurre otra cosa? —exclamé, montado en cólera—. ¿Ha quedado vivo por pura casualidad, y lo quieren castigar? ¡No estaría de más meter en el calabozo a algún otro por no haber dado las órdenes pertinentes!

Al enterarme de que a Gólubev lo habían metido efectivamente en el calabozo, no me retiré al alojamiento que teníamos los pilotos y esperé junto a la chabola el regreso del jefe del regimiento. Lo habían llamado del cuartel general de la división. Fui el primero que le salió al encuentro cuando tomó tierra. Víctor Petróvich Ivanov también se indignó, al oír que Gólubev había sido arrestado. Llamó a Kráiev y le dijo en tono severo:

—           ¡Vaya al calabozo y dé la orden de levantar el arresto a Gólubev!

—           A sus órdenes —repuso con voz decaída el navegante, dirigiéndome una mirada torva.

No me quedé a escuchar la continuación de la conversación y me retiré. Pero pensé para mis adentros: "Me hará pagar el haberme metido a redentor".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El mar de fondo de la guerra nos iba haciendo retroceder más y más al Este. Nos vimos en una de las direcciones principales de la ofensiva del ejército fascista. Nos batíamos, perdiendo aviones y personal y sin recibir un aeroplano nuevo.

Era la temporada de los días más largos y las noches más cortas... De día no se nos secaban encima del cuerpo las guerreras empapadas de sudor, y nos caíamos de cansancio. De noche era el calor lo que nos impedía descansar.

Despegábamos a menudo de un aeródromo y aterrizábamos en otro. Nos replegábamos hacia el sur. Las tropas enemigas, tras romper nuestra defensa jumo a Jarkov, avanzaban hacia Stalingrado y el Kubán.

Los alemanes tenían por esa zona más de mil aviones, entre ellos muchos cazas nuevos Me-109F y Me-110.

Nuestro aeródromo estuvo poco antes junto a una fábrica. Nos trasladábamos a otro nuevo. En los lugares de estacionamiento se habían reunido muchos aparatos, pero la mayoría estaban averiados.

En el aire zumbaban continuamente los Junkers y los Messerschmitts. Hacían sus incursiones en grandes formaciones.

La población civil se apresuraba al sur, a las ciudades y pueblos cosacos del Kubán. Todos confiaban en que al otro lado del Don los nuestros reunirían fuerzas y asestarían un golpe al enemigo. Poco antes tuvieron la misma esperanza en el Dniéster y en el Dniéper.

Nosotros tampoco podíamos detenernos mucho tiempo allí. Los alemanes ya se habían aproximado a Rostov. Nuestro regimiento tenía que trasladarse a uno de los pueblos cosacos, y las escuadrillas de Migs y Yaks, cuyos motores estaban ya en las últimas horas de duración, seguirían el vuelo más allá, hacia Stávropol. Para los pilotos que llevan a la retaguardia los aparatos viejos, el descanso comienza desde ese momento.

Primero despegó la escuadrilla de Figuichov, y luego la de Komosa. Cuando se perdieron de vista en el horizonte, todos nos callamos y nos quedamos pensativos. En el aeródromo no había más que dos escuadrillas de ocho aparatos cada una, la nuestra y la de Kriúkov. Todo el Frente del Sur tenía a su disposición menos de cien aviones contra mil del adversario.

Los alemanes bombardeaban nuestro aeródromo todas las noches. Rara vez podíamos pegar un ojo.

Transcurrieron varios días, y de Figuichov y Komosa no recibimos ninguna noticia. El jefe del regimiento se alarmó y determinó remontar el vuelo en pos de ellos. Despegó al anochecer, y por la mañana nos comunicaron que lo habían hospitalizado, pues se había roto un brazo, al poner en marcha la Li-2, en uno de los aeródromos que recorrió.

Poco después nos enteramos que Ivanov ya no volvería a nuestro regimiento. Entonces fue cuando nos dimos cuenta de lo que significaba aquella magnífica persona para nuestra colectividad.

Una mañana, antes de recibir la orden de los servicios que debíamos realizar, el jefe de la plana mayor nos reunió a todos y leyó la del nombramiento del comandante Kráiev para jefe de nuestro regimiento de cazas de la Guardia. A mí, personalmente, me extrañó mucho la noticia, pues Kráiev no gozaba de prestigio entre los aviadores. Por sus cualidades personales y preparación como piloto, no valía evidentemente para puesto tan alto. Además, llegaba a jefe del regimiento en un periodo muy difícil para nosotros. Creo que el propio Kráiev comprendía lo duro que le iba a ser. En el regimiento no quedaban más que quince pilotos y otros tantos Yaks vapuleados en los combates.

A decir verdad, me preocupaban también mis relaciones personales con Kráiev. Noté su hostilidad hacia mí en la primera formación, cuando dijo, sin quitarme los ojos de encima:

—           De manera que, desde hoy, yo soy vuestro jefe. Pondré orden. Os quitaré de la cabeza las costumbritas de Ivanov.

Esas palabras me indignaron.

—           ¿Para qué habla así de Ivanov? —proferí, sin poder contenerme—. Es un jefe con todas las de la ley, con él recibió el regimiento el título de la Guardia.

Kráiev no respondió a mi réplica, pero, comprendiendo que se había sobrepasado, siguió en otro tono.

Cuando rompimos filas, mis compañeros empezaron a reprocharme:

—           ¿Por qué lo confrontas?

—           Ahora prepárate.

—           ¡No puedo soportar las injusticias!

—           De sobra se sabe, a escoba nueva... buen barrer.

—           No se trata de eso. Al meterse con Ivanov, nos censura a todos nosotros. ¿Y por qué, quisiera yo saber?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Kubán era pasto de las llamas. Los hitlerianos habían lanzado sobre su territorio, cruzado por los caminos a Grózny, Maikop, Bakú y Sochi, una inmensidad de tropas y material de guerra. A cada tanque soviético, ellos oponían nueve, y a cada avión nuestro, diez.

Los fascistas nos pisaban los talones. Nosotros cambiábamos a menudo de aeródromo.

Este día nos trasladábamos más al sur aún, desde donde se veían ya los montes del Cáucaso. Creyérase que el Frente estaba ya tan lejos de nosotros que podríamos tener tranquilidad, al menos, de noche. Pero no pudimos descansar. Tan pronto como aterrizamos, y metimos los aeroplanos en las taponeras, se divisó en el cielo una escuadrilla de Junkers.

Cerca de nuestro aeródromo tenía el suyo un regimiento de cazas de la DCA. Podíamos confiar en la ayuda de nuestros vecinos. Y la necesitábamos mucho pues nos quedaba poco combustible, y las municiones casi las habíamos agotado también durante el asalto. Pero no es de soldados de la Guardia esconderse en lugar seguro cuando los bombarderos enemigos vuelan hacia una ciudad.

Nuestra aparición en el aire fue una sorpresa para los alemanes. Estaban acostumbrados a campar allí impunemente por sus respetos. Dispersamos al enemigo, atacándolo con intrepidez, y lo obligamos a arrojar las bombas de cualquier manera. Volvimos al aeródromo sin proyectiles y con las últimas gotas de combustible.

El jefe del regimiento, que vino en una camioneta con la plana mayor, aprobó el que hubiésemos obrado por nuestra cuenta. Cuando conversamos junto a los camiones, se acercó a nosotros un viejo pastor y empezó a observarnos, lleno de curiosidad. Alguien le preguntó en desabrido tono castrense qué quería. El viejo se ajetreó, al recordar que había dejado el rebaño solo, pero no se dio prisa en marcharse. Al fin se atrevió a preguntar, quitándose el sombrero de paja de la canosa cabeza:

—           Hijos míos, ¿entonces vais a poner coto en el cielo a los alemanes?

Nos llegó a nosotros la vez de mirarlo a él con curiosidad.

—           Abuelo, ¿es que vuelan por aquí a menudo? —le interrogué.

—           Pues claro. Esos malditos no nos dejan ni a sol ni a sombra. Todas las mañanas tiran bombas y queman nuestra ciudad.

—           ¿Todas las mañanas?

—           Sin dejar una, hijo mío, vuelan y vuelan.

Si el pastor hubiese sido una persona observadora, se habría dado cuenta, por nuestra pinta y por el número de aeroplanos que había en el aeródromo, de lo cansados que estábamos y de las pocas fuerzas que teníamos para "poner coto”. Pero era viejo para comprenderlo por sí solo, y nosotros no teníamos por que sinceramos con un pastor y defraudar sus esperanzas en la tranquilidad.

—           ¡Está bien, abuelo, les quitaremos esa costumbrita! —le dijo Fiódorov, respondiendo por todos.

—           ¡Si lo hicierais, queridos míos, si lo hicierais! Darles un escarmiento. ¡Porque mirad hasta dónde han llegado los asesinos!

El viejo se puso el sombrero y se fue con paso presuroso bacía el rebaño. Nosotros lo miramos alejarse en silencio.

De la chabola del puesto de mando salió el comandante Kráiev.

—           ¿De qué habláis? —preguntó.

—           El viejo dice que los alemanes vuelan todos los días sobre la ciudad —repuse yo—. No estaría mal elevarnos por la mañana y salirles al paso.

—           Eso no es asunto nuestro. Para eso están los cazas de la DCA. Ellos sabrán mejor dónde y quién ha de salirles al paso. Nosotros tenemos bastante con la faena en el Frente.

Por las caras de los muchachos comprendí que no compartían la opinión de su presuntuoso jefe. Si dejábamos a los fascistas volar todos los días sobre la pequeña ciudad, tampoco tendríamos nosotros sosiego.

Cuando, pasado un rato, fuimos al comedor a cenar, dije por lo bajo a los muchachos de mi escuadrilla: "Hoy pasaremos la noche en el aeródromo". Decidí dejar toda la noche a los pilotos junto a los aparatos. Primero, porque no estaríamos sujetos a la camioneta que nos traía al aeródromo. Y segundo, porque si veníamos con Kráiev, él no nos permitiría elevarnos para interceptar a los Junkers. Todos los pilotos accedieron. Les había entusiasmado también la idea de atacar de repente a los bombarderos enemigos.

Dormimos en la arboleda. Poco antes de amanecer, los desperté a todos. Decidimos quedarnos dos de guardia, y los otros tres dormirían bajo las alas de sus aviones.

Amaneció. Se cansaba uno de estar sentado en la cabina, pues dolía la espalda. Salí del aparato y, sin quitarme el paracaídas, me tendí en el ala.

—           ¡Ya vienen! —gritó de pronto Chuváshkin.

Me introduje de un salto en la cabina, puse el motor en marcha y conduje el aparato a la línea de salida. Detrás de mí despegaron Berezhnói, Fiódorov, Verbitski y Naúmenko.

Ya en el aire vi que nueve J-88, acompañados por diez Me-110, llevaban rumbo al aeródromo de la DCA y a la ciudad. Tras la primera escuadrilla de cazas iban otros quince Me-110. Al ver despegar a nuestros Yaks, estos quince cazas fascistas viraron hacia nuestro aeródromo. Atacamos sobre la marcha a los bombarderos enemigos, ya que eran los que más cerca estaban de su objetivo.

Sin reparar en la superioridad del enemigo, mis pilotos no dudaban en exponer la vida. En el suelo estallaban las bombas arrojadas sin orden ni concierto por los fascistas y los aeroplanos alemanes derribados. La sorpresa y la audacia de los ataques nos dieron el éxito. No dejamos pasar a los Junkers a la ciudad y los perseguimos mientras tuvimos municiones.

Fiódorov y su patrulla hicieron frente al segundo grupo de quince cazas enemigos en los accesos a nuestro aeródromo. Varios Messers lograron abrirse paso al objetivo, pero sus bombas cayeron en las caponeras vacías. Además, no pudieron dar pasadas de asalto, pues se lo impidieron nuestros cazas.

En ese combate derribamos cinco aviones enemigos. Nuestras pérdidas se redujeron a un aparato averiado que se quedó en tierra y fue "desguazado" por una onda explosiva.

Tan pronto como retornamos al aeródromo y dejamos los aparatos en sus caponeras, al puesto de mando llegaron, uno tras otro, dos automóviles. Conocimos en seguida el todoterreno del jefe del regimiento. Pero en el coche junto a él, ¿quién habría venido? "Vaya revuelo que hemos armado", pensé. "La bronca que me va a echar Kráiev por obrar a mi antojo".

Delante del puesto de mando nos esperaban el general Shevchénko, jefe de la división, el comisario Máchnev y el comandante Kráiev. Resultaba que el jefe de la división había venido a leerle la cartilla a alguien porque el regimiento no se había elevado al encuentro de los Junkers. Había tomado a los Yaks que evolucionaban en el aire por los de la DCA. Y al ver en el aeródromo los embudos de las bombas, el general empezó a chillarle a Kráiev:

—           ¿Es que ha venido usted aquí a aguardar sentado?

Mi escuadrilla formó delante del mando. Yo di al jefe del regimiento las novedades del vuelo realizado y de los aviones derribados.

—           ¡Pero si han sido los míos quienes se batían, camarada general! —exclamó, contento, Kráiev—. Los míos, y no los del regimiento de la DCA. Esos ni han despegado.

Poco después, el general Vershínin, jefe del ejército aéreo, telefoneó al aeródromo. Mandó presentar para condecoraciones a todos los que se habían distinguido en este servicio.

Los días siguientes no aparecieron aviones del adversario por la zona de nuestro aeródromo. Tuvimos una tranquilidad relativa durante una semana, aproximadamente. Pero el Frente siguió retrocediendo hacia el este, y nosotros hubimos de buscar también otro aeródromo. Los aviadores no se atrevían a separarse de sus mecánicos ni durante los traslados. Bien es verdad que los llevábamos tras el respaldo blindado del asiento, donde, para caber, habían de encogerse como ovillos. Pero era preferible viajar así al nuevo aeródromo que al paso de tortuga de una camioneta expuesta siempre a quedarse en el camino.

Nos acogió otro pueblo más de cosacos en la ruta de nuestra retirada. El aeródromo comenzaba al otro lado mismo del tendido del ferrocarril. Durante la primera entrada que hice para aterrizar me quedó grabada en la memoria la pulcra casita blanca del guardagujas.

...Proseguían los duros combates. Realizábamos vuelos de asalto a las tropas enemigas en las zonas de Salsk, Tijorétskaya y de los cruces del río Manych. Por los caminos al este de Salsk se cernían desde el amanecer hasta la noche oscuras nubes de polvo gris levantado por los tanques y los camiones alemanes que avanzaban hacia el Volga. A lo lejos se columbraban las montañas de la cordillera del Cáucaso. ¿Adonde retirarse entonces? ¡Ya no quedaba territorio para retroceder!

Ninguno de nosotros contaba los servicios de guerra que ejecutaba al día. De lo que más nos cuidábamos todos era de no perder los aparatos, nadie nos daría otros, y ninguno quería quedarse sin avión.

Los pilotos de mi escuadrilla volaban mucho y se cansaban más aún. Cuando miraba uno a los mozos ucranios Berezhnói y Verbitski y a los muchachos rusos Fiódorov, Iskrin, Mochálov y Kozlóv saltaban a la vista sus viejos uniformes descoloridos por el sol y sus caras enjutas, negras del sol y el polvo. Fueron muchas las fatigas que pasaron durante aquellas amargas jornadas de retirada. Y quién sabía los tragos que aún les aguardaban.

Me agradaba, sobre todo por su coraje, el delicado jovencito de dieciocho años Nikolái Ostróvski. Hacía poco que había venido de la escuela de aviación, pero ya se había dado a conocer como los buenos. Se lanzaba con impetuoso brío al combate y peleaba con valentía y sensatez. El último tiempo, Ostrovski andaba sombrío, y yo no sabía por qué. Indagué las causas de ese cambio de humor. Resultó que Ostrovski no recibía respuesta a sus cartas, pese a que su pueblo natal, en las afueras de Moscú, hacía ya varios meses que había sido liberado de los fascistas. Nosotros comprendíamos perfectamente el estado de ánimo del joven piloto y procurábamos alentarlo como sabíamos.

Cuando yo miraba al robusto Alexander Mochálov, de pelo tirando a rubio, me acordaba del tocayo suyo que desapareció al comienzo de la guerra. Me acuerdo perfectamente de aquel servicio de guerra, el último en que participó. Íbamos juntos en vuelo de asalto al otro lado del Dniéster. Cuando nos encontramos encima del objetivo, hicieron impacto en él las antiaéreas enemigas. Él viró para tomar el rumbo de regreso. Pero unos kilómetros antes de llegar al río por el que pasaba la línea del Frente, se le paró el motor y hubo de hacer un aterrizaje forzoso en el campo. Lo vi dar vueltas alrededor de su avión, mirando hacia arriba. Decidí tomar tierra a su lado, recogerlo y remontar de nuevo el vuelo. Pero, ¿dónde? Hacerlo en medio del trigal era peligroso, pues las espigas podían obstruir el radiador, y el motor se recalentaría e inutilizaría. Yo podía también caer en algún hoyo. Di varias vueltas y encontré una buena explanada. Entretanto, Mochálov salió al camino, que conducía a una aldea. En cuanto comencé el descenso, él me hizo señas con la mano para que no aterrizara allí y siguiera volando hacia el este. Cuando me hube convencido que la aldea hacia la que él dirigía los pasos estaba en poder de nuestras tropas, tomé rumbo al aeródromo.

Pero Mochálov no retornó a nuestro regimiento. ¿Qué le ocurriría, dónde iría a parar? No lo sé. Hasta hoy me recrimino por no haber tomado entonces tierra y haberlo sacado de allí.

Dos Alexander Mochálov... Miraba a uno y recordaba al otro, pensando y repensando en lo ocurrido y haciendo conjeturas, pero sin dar con respuestas concretas a las preguntas que me preocupaban.

Me había emocionado también mucho el reciente caso sucedido a Paskéiev. Le habían incendiado el aparato en un combate aéreo, y él lo abandonó en el momento crítico, descendiendo en el paracaídas. Nosotros recordábamos bien que una vez, durante una incursión de bombarderos Junkers al aeródromo de Bieltsi, este piloto, olvidándose de todo, corrió al río y se metió en el agua hasta que le llegó al cuello. Los camaradas se rieron mucho tiempo de él. Con el tiempo, a Paskéiev se le curó la "dolencia". Hizo muchos vuelos de reconocimiento y participó bien en múltiples combates aéreos. En el último encuentro con el enemigo obró también con gran entereza.

A Paskéiev lo recogieron y trajeron al aeródromo unos koljosianos. Había recibido fuertes quemaduras, pero no gemía y yacía tranquilo en la caja de la camioneta. Se lo llevaron inmediatamente al hospital.

Sí, los jóvenes se habían hecho hombres, se habían templado en el fuego de la guerra y peleaban sin escatimar la vida. Pero el caso de Paskéiev me hizo pensar en otra cosa: en que si los pilotos jóvenes seguían volando sin descansar, no tardaríamos en perderlos. La fatiga embota la atención y debilita la reacción a los trances del combate.

Volví a pensar en la causa de que tardaran tanto en volver al regimiento nuestros pilotos veteranos que habían ido a llevar los aeroplanos a los talleres. Ya era hora de que regresaran y relevaran a los jóvenes, que no se daban descanso.

Participé al jefe del regimiento lo que pensaba. Por raro que pareciese, me dio la razón y me encargó personalmente a mí que comenzara la búsqueda de las escuadrillas de Figuichov y de Komosa. No objeté nada y el día de la marcha, después de hacer los vuelos de guerra, me dispuse para el largo viaje. Mientras me acerqué a la avioneta Li-2 que el Estado Mayor de la división puso a mi servicio, me hicieron muchísimos encargos.

La primera que me asedió fue Valentina.

—           ¿Va usted allá... adonde están los nuestros? —me interrogó emocionada.

—           Eso me propongo. Pero no sé si los encontraré.

—           Los encontrará. Ayer volvió un mecánico y dijo que estaban allí.

—           Ayer no es hoy. ¿Qué le digo Valentina?

—           Que vuelva al regimiento.

—           Eso lo primero. Comprendido.

—           No se llevó ni una camiseta de muda. Si quisiera usted llevar un paquetito... Lo traería en seguida...

—           El está en la retaguardia, Valentina. Ya se comprará. Abreviando, mejor será que le envíes besos en vez de paquetes. Me comprometo a llevárselos.

Valentina echaba tanto de menos a Figuichov que no sabía donde meterse, y yo intentaba hacerle gracia con mis torpes bromas.

Momentos después, la avioneta U-2 me llevaba a Stávropol. Pero yo iba de pasajero en la segunda cabina.

 
     

 

 

     
 

Volando a ras del suelo y aprovechando los barrancos para enmascararnos a fin de que no nos viera algún Messer perdido, nos fuimos acercando al punto final de nuestra ruta. Miré abajo y me alarmé al ver trincheras con soldados y piezas de artillería apuntando a la ciudad.

La ciudad ardía. La bordeamos por el sur y fuimos a parar al aeródromo. Allí no había más que un Mig solitario, pintado de amarillo, y negreaban los restos de varios camiones incendiados. Era peligroso aterrizar, pero de otro modo no me enteraría adonde había volado el grupo de Figuichov.

Nervioso, el piloto enderezó demasiado alto, y el aparato aterrizó con desplome, dando un chasquido e inclinándose hacia el ala derecha. Salimos de las cabinas y lo examinamos. Se había roto el tornillo de sujeción de una riostra del tren de aterrizaje.

—           ¿Como despegaremos ahora? —exclamó el piloto, llevándose las manos a la cabeza.

—           No te desesperes. Puede que encontremos ahora a algún mecánico.

Más no dimos con nadie. Y pensé si no sería mejor poner en marcha el caza abandonado. No hice más que meterme en la cabina del Mig, cuando vi al piloto de la U-2 venir corriendo y agitando excitado los brazos. Hube de abandonar el Mig e ir a su encuentro.

—           Tenemos que salir volando de aquí cuanto antes. En la ciudad están los alemanes.

—           ¿Qué vamos a hacer? —le interrogué.

—           Reparar inmediatamente la avioneta. Deje ese armatoste.

Encontramos unos cajones, pusimos encima de ellos el ala dé la U-2, que levantamos a pulso, y empezamos la reparación. Encontramos un trozo de cable grueso, lo metimos por el orificio, en lugar del tornillo roto, y lo retorcimos. Cuando acabamos, oscurecía ya.

—           ¡Déle a la hélice! —me pidió el piloto, subiendo precipitadamente a la cabina.

Yo estaba de pie en el suelo. El viejo Mig no se me iba de la cabeza.

—           Le pegaré fuego ahora mismo y despegaremos.

Había decidido perforar de un tiro de pistola el depósito de la bencina y prenderle con una cerilla el chorro de combustible. Mi compañero accedió a aguardar.

Cuando me acerqué al Mig, me dio súbitamente pena dispararle. ¿No estaría en buen uso y se podría volar con él? Comprobé y vi que tenía de todo: agua, bencina, aire comprimido para la puesta en marcha y acumuladores. No, no había ninguna razón para destruir un aparato en esas condiciones.

Volví al lado de la avioneta y dije al piloto:

—           ¡Voy a ponerlo en marcha! Si despego, daré una vuelta por encima del aeródromo y alabearé.

Entonces despega tú también.

No sé lo que pasaría en el fuero interno de mi compañero de viaje en esos momentos, pero accedió. Como yo no llevaba paracaídas, coloqué en el asiento heno y las fundas del aparato y puse el motor en marcha. Funcionaba a las mil maravillas. Metí motor a fondo varias veces y fui a despegar. Ya en el aire, vi que el tren de aterrizaje no se replegaba. Era arriesgado volar con él abierto. El motor podía recalentarse y agarrotarse, y sería ya difícil encontrar un sitio para tomar tierra, pues oscurecía de prisa. Decidí aterrizar y pegar fuego al aparato.

No hice más que comenzar el descenso, cuando vi que la U-2 comenzaba el despegue. Aunque el motor se recalentase, no me quedaba otro recurso que volar, pero sin falta a mi aeródromo, que conocía perfectamente. Sólo sobre él podía yo confiar en un aterrizaje feliz.

Recordé enseguida la caseta blanca del guardagujas. Para ver en la oscuridad los paneles de la "T", debía atenerme a ese punto de referencia. Me abroché las correas para no salir disparado de la cabina si la torna no me resultaba suave.

Siguiendo el ferrocarril, salí a la estación. Se sumía ya en la oscuridad. Pero vi enseguida la caseta blanca. Entré a tomar tierra. El jefe de pista disparó una bengala verde, señal de que se podía aterrizar. Planeé. Pasé por encima de la caseta. Deseé que el jefe de pista iluminase en ese momento la "T”. Vi, efectivamente, la segunda bengala, pero... era roja. Y yo estaba ya casi tocando el suelo y no podía sacar el aparato del planeo. Un suave golpe, y el avión rodó. Volvió a elevarse otra bengala prohibitiva, advirtiéndome del oculto peligro que había delante, Frené con todas mis fuerzas. Zigzagueando, el avión tendía a hundir el morro.

A la luz de los faros vi delante de mí un caza. Frené más fuerte aún. El aparato fue a detenerse ante la mismísima hélice de un I-16 ¿Qué significaba aquello? Pues en aquel aeródromo nosotros no teníamos ni un aparato de ese tipo.

Asustados, acudieron corriendo mecánicos desconocidos. Les interrogué de dónde habían venido los I-16. Resultó que, durante mi ausencia, trasladó a nuestro aeródromo su base el regimiento mandado por Markélov, que antes se encomiaba cerca de la ciudad adonde yo emprendiera el vuelo. Los pilotos suyos fueron quienes trajeron la noticia de que los alemanes habían llegado allá el día anterior.

Cuando entré en el comedor de mi regimiento, la sorpresa fue general. Me daban va por perdido, igual que al otro piloto. Y comenzaron las preguntas:

—           ¿En qué has venido?

—           En un Mig.

—           ¿De nuestro regimiento?

—           No.

—           ¿Y dónde están los nuestros?

—           No lo sé. He escapado de allí por pelos.

Yo estaba muy satisfecho de haberme llevado un avión delante mismo de las narices de los hitlerianos. La avioneta U-2 aterrizó al cabo de una hora. El piloto contó que mientras esperaba mi señal, vio que del bosque salía un grupo de motociclistas alemanes. Por eso despegó, para advertirme que no tomara tierra.

Dos días después hubimos de cambiar de aeródromo. Aterrizamos cerca de la estación donde moría el ramal del ferrocarril. Al este de allí había muy pocos poblados. La Línea de Bakú pasaba mucho más al sur.

Al cabo de un año, veníamos a retroceder hacia la orilla de otro mar nuestro. Era duro y amargo reconocerlo. Pero lo principal era que seguíamos sin comprender muchas cosas. ¿Por qué nuestras tropas continuaban la retirada hacia el este? ¿Por que seguíamos combatiendo en aparatos destartalados? ¿Cuándo acudirían en ayuda nuestra regimientos frescos, dotados de aparatos nuevos?

Durante el traslado a este otro aeródromo, me vi en un aprieto. Hube de llevar dos aparatos, pues no teníamos ni un piloto de sobra. Cuando hube llevado el Yak al nuevo aeródromo, volví con otro piloto en la U-2 a recoger el Mig. Nos recibió mi mecánico, cansado y hambriento. Había pasado la noche al lado del aeroplano y llevaba ya veinticuatro horas sin probar bocado.

Tras despedir con la mirada la U-2, que remontó el vuelo de regreso, Chuváshkin exhaló un suspiro y dijo con voz decaída:

—           ¿Para qué se ha traído este penco ruano, que nos va a traer de cabeza a usted y a mí, camarada capitán?

—           ¿No te gusta el avión?

—           ¿Cómo nos las arreglaremos para ponerlo en marcha?

—           ¿Tan difícil es?

—           Es que no se le puede inyectar el aire comprimido.

—           ¿Por qué?

—           Eso habría que preguntárselo a los diseñadores, camarada capitán. El casquillo de reducción del Yak no se puede acoplar al Mig.

—           De manera que cada diseñador obra como mejor le parece, sin pensar en lo que resultará en la práctica.

—           Pues así es.

Efectivamente, nos vimos en un atolladero: ¿cómo inyectar el aire comprimido para poner el motor en marcha? Lo conseguimos, a pesar de todo, y lo pusimos en marcha. Chuváshkin montó detrás del respaldo blindado, y despegamos ufanos de nuestro pequeño triunfo: el Mig no se quedó en el aeródromo que las tropas enemigas no tardarían en ocupar.

 

 

 

 

 

Realizado por HR_Crash / *DZR* Chimanov

Revisado por HR_Irazov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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