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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

UN AVIÓN EN LAS CARRETERAS

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Salí de reconocimiento con Stepán Kómlev al sector de Oréjov. Antes de despegar, nos pusimos de acuerdo en cuanto al modo de obrar: si hacía falta examinar algo con mayor detenimiento, yo descendería, y él se mantendría en las alturas para protegerme.

Llegarnos a la zona señalada. Estaba cubierta de niebla. Piqué casi hasta ras del suelo y vi que por la carretera que llevaba a Oréjov avanzaban camiones nuestros. Tomé altura y, al cabo de cierto tiempo volví a "sondear" la niebla encima de un valle. De nuevo vi a mis pies tropas soviéticas. ¡Habría combates!...

Volví a picar junto al mismo Oréjov. Vi a alemanes. Habían atestado todos los huertos y caminos vecinales. Adondequiera que mirase se veían tanques, camiones con infantería y tractores con piezas de artillería. Procuré recordar dónde quedaba cada objetivo descubierto y viré para tomar el rumbo de vuelta. Cuanto antes comunicara a los Estados Mayores los datos recogidos, tanto mayor provecho reportarían.

Tras volar cierto trayecto, volví a picar: tenía que lanzar contra las tropas enemigas los cohetes colocados debajo de las alas del Mig. Era un placer dispararlos contra los camiones y los tanques. Más, ¿por qué descendía también mi punto? Miré arriba y lo comprendí todo. Nos seguían cuatro Messerschmitts. Como es natural, habían adivinado que nuestro servicio era de reconocimiento y harían los imposibles por derribarnos.

La ventaja de altura del enemigo nos colocaba de golpe en embarazosa situación. A Kómlev ya lo estaban atacando. Metí motor a fondo y, haciendo bruscamente una candela, acudí en su ayuda. Menos mal que no me había dado tiempo de lanzar los cohetes. Marré el primero. Describiendo una estela de fuego, se perdió en el firmamento. Pero asusté al alemán. El Messerschmitt que yo había elegido por blanco se apartó de súbito.

Otro caza enemigo se colocó a la cola del aeroplano de Kómlev. Lancé el segundo cohete, pero marré también. Entonces abrí fuego de ametralladoras. ¡Le atiné! El Messerschmitt se incendió y desapareció por debajo de mí.

¿Dónde estaba Kómlev? Sin darme aún tiempo de mirar en derredor, oí unos golpes en mi aparato.

En el aire, el piloto siente el motor de su avión igual que si fuera su corazón. Mi oído captó en el acto el rateo. Miré a los indicadores y vi que perdía velocidad. ¿Lograría alejarme de las posiciones de las tropas enemigas? ¿O tendría que aterrizar allí, cerca de Oréjov?

El adversario tiene una afición especial por rematar los aviones averiados hasta que se estrellen contra el suelo. Los Messerschmitts, seguros de su impunidad, me daban pasadas uno tras otro y ametrallaban mi humeante aeroplano, que iba perdiendo lentamente velocidad y la estabilidad. Claro que deseaban ver la caída del Mig, la explosión y la columna de llamas. Pero yo aún podía pelear. Me encogí en el asiento para que me protegiese el respaldo blindado y procuré esquivar los impactos.

Durante aquellos amargos instantes me di cuenta de un detalle metódico de la manera de tirar de los cazas alemanes contra mi aeroplano. Primero disparaban, para afinar la puntería, una larga ráfaga de ametralladora y luego varios proyectiles. Este descubrimiento salvó mi avión y mi vida, pues cuando oía el tableteo de las balas contra el respaldo blindado, contaba los golpes, casi como si fueran palpitaciones y captaba el momento en que debía, perdiendo preciosa altura, precipitar mi aparato a la izquierda o la derecha. La trayectoria de los proyectiles pasaba de largo. Y yo seguía mi vuelo.

Los tres Messerschmitts me daban pasadas, uno tras otro, y disparaban contra mí como si yo fuera un blanco. Yo sabía que no me dejarían hasta que no vieran mi aeroplano en el suelo.

Oréjov quedó ya muy lejos. Yo planeaba por encima de una carretera sin el menor síntoma de vida. Por lo tanto, la primera línea estaba cerca. Pero el territorio era nuestro, allí se podía aterrizar.

Salí al ferrocarril. Vi la caseta de un guardavías. En una pradera, una chiquilla pastaba una vaca. Probablemente esta escena me distrajera, o tal vez me fallaran los nervios. 0 quizás los pilotos alemanes adivinaran mi treta. El caso es que oí las explosiones de varios proyectiles. Los mandos dejaron de obedecerme. El aeroplano, desmandado, se precipitó al suelo.

Oí el estrépito de un Messer que pasó volando por encima de mí. Y el ruido de algo que se rompía bajo mi aparato. Sentí el brusco frenazo del cuerpo, lanzado hacia adelante, y el golpe que me di contra el tablero de los instrumentos de a bordo. Recordé que no me había quitado las gafas. Con la sensación de dolor, perdí el conocimiento...

Los Messer seguían disparando contra mi aeroplano. Estaba claro que deseaban vemos arder a él y a mí. Pero la vida está llena de asombrosas contradicciones. Precisamente el ametrallamiento de mi aparato y el rugir de los motores de los Messers me salvaron de la muerte. El estruendo me sacó del desvanecimiento.

En lo primero que pensé fue en salir de la cabina y apartarme del aparato. Probé a hacerlo y me sentí sin fuerzas para levantarme. Y debía hacerlo, tenía que descolgarme sin falta por la borda.

Me goteaba sangre... Quizás la vista de mi propia sangre, que me goteaba del rostro al pecho, me ayudara a recobrar los ánimos. El pensamiento que me fulminó de que había perdido un ojo y ya no podría volver a volar, acabó de hacer que me recobrase.

Me dejé caer a duras penas por encima del bordo de la cabina, bajé por el ala al suelo y me arrastré.

—       ¡Tra-ta-ta-ta-ta!...

La ráfaga dio en el aeroplano. Yo me pegué a un reguero y aguardé que se incendiase el aparato. El nudo seguía en aumento. Yo debía esconderme en algún sitio. Me metí debajo de una alcantarilla del ferrocarril. Por lo visto, mis perseguidores me vieron y dejaron en el acto el aparato.

Se oyó el tronar de la artillería. Yo tenía que salir de mi refugio. Saqué la pistola. Una vez la amartillé para pegarme un tiro. Ahora la amartillaba para dispararla contra mis enemigos.

Me acerqué a la garita del ferrocarril. En lo hondo del corral estaba una mujer gruesa y entrada en años. Conforme yo me iba acercando, en su rostro crecía la expresión de horror. Se tapó la cara con las manos y se echó a llorar.

—       Buena mujer, ¿aquí están los alemanes o los nuestros?

—       ¡Los nuestros, hijo mío, los nuestros!

¡Cuánto sentido encierran esas sencillas palabras!

¡Qué contenido tan grande pueden tener! “Los nuestros": ¡estas dos palabras significaban en aquellos momentos tanto para mí, para aquella mujer, para aquella niña de la vaca, para toda aquella estepa!...

—       Déme agua —rogué a la mujer.

Trajo, corriendo, un cubo y me echó agua en las manos, puestas en cazoleta. Me rocié la cara varias veces y, de pronto, noté que veía con los dos ojos.

Quise gritar de alegría, pero me limité a repetir varias veces seguidas "bien", "está bien".

—       ¿Qué es lo que está bien, hijo mío? ¡Estás lleno de sangre!

—       No importa, buena mujer. La sangre se secará, y yo me la lavaré. Lo principal es que no he perdido el ojo.

Ella también se alegró. Me explicó dónde estaban dislocadas nuestras tropas y me interrogó si tenía hambre. Yo pensaba en la manera de elevar mi avión, inmovilizado y sin vida en tierra, y en cómo llevármelo de allí. Por las salvas de la artillería, no era difícil determinar que los proyectiles llegaban hasta aquella garita. Yo no debía detenerme allí lo más mínimo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el extremo del pueblo vi a varios soldados nuestros con armas y cascos de acero. Me llevaron por una trinchera de comunicación al puesto demando de su unidad. El jefe del regimiento de infantería que defendía la aldea de Malaya Tokmachka me escuchó atentamente y me prometió dejarme un camión y varios soldados para retirar el avión de la zona batida. Y dio sin demora la orden:

—       Enlace, acompaña al primer teniente a la enfermería.

La enfermería de aquel regimiento estaba en un cobertizo, cerca de allí. Había muchos heridos, traían continuamente más y más. Y desde allí, los evacuaban en carros a la retaguardia.

Por encima de nuestras cabezas silbó un proyectil. La casa de vivienda que estaba junto a la enfermería se encogió de pronto en los cimientos, y dentro se oyó un grito. Al poco rato, dos sanitarios sacaron de allí a un niño de unos ocho años. Un cascote de metralla le había abierto el vientre, y por la herida le asomaban los intestinos. En los ojos grandes, desorbitados, del muchacho no había lágrimas. El no hacía sino deslizar la mirada por nosotros, los adultos, como preguntándonos: "¿Ven lo que me han hecho? ¿Por qué me han hecho esto?"

En el momento en que llegamos al lado del avión, los morteros enemigos abrieron fuego contra nosotros. Probablemente el paraje se viera bien desde las posiciones enemigas. Hubimos de escondernos detrás de la garita y aguardar que anocheciera. Cuando oscureció, pusimos manos a la obra.

El Mig-3 es ligero y obediente en el aire. Pero en tierra es pesado e insumiso. Estuvimos casi hasta medianoche afanándonos por ponerlo sobre las ruedas, y no logramos más que inclinarlo de un ala a otra.

—       Es hora de volver al regimiento —dijo el sargento—. A las tres de la madrugada nos ponemos en marcha para abandonar estos lugares.

Me desconcerté. ¿Sería posible que hubiera de abandonar el avión? El deber militar no me permitía abandonar o destruir un avión que sólo tenía averiado el motor. ¡Con él aún se podía combatir y combatir!...

Al jefe del regimiento no le agradó mi terquedad.

—       Péguele fuego —me dijo con energía—. De todas las maneras, no puede sacarlo del hoyo. Y nosotros tenemos que replegarnos...

"¿Y si socavamos la tierra, bajo las ruedas?", se me ocurrió. "Entonces será más fácil poner el aparato sobre el tren de aterrizaje".

—       Bueno —accedió el jefe del regimiento—. Llévese a varios hombres y pruebe otra vez.

—       ¿Me permite que lleve dos botellas de líquido inflamable? Si no logramos ponerlo sobre las ruedas...

—       Tiene usted el permiso.

—       Y si logramos ponerlo sobre las ruedas, habrá que remolcarlo en seguida hacia la retaguardia, camarada comandante. En ese caso, ¿puedo contar con la ayuda de sus soldados para que me acompañen?

—       Está bien. Entonces vayan directamente a Pologui. Nosotros nos replegamos en esa dirección.

—       ¡A sus órdenes! —le respondí y le estreché fuertemente la mano.

Era una despedida con un buen hombre. No volvimos más a Malaya Tokmachka. Tardamos poco en socavar el suelo bajo las ruedas del aeroplano, colocarlo sobre el tren de aterrizaje y poner la cola en la caja del camión. La caravana formada con el camión ZIL y el aeroplano Mig avanzó sin tardanza por la carretera en dirección a Pologui.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Viajamos toda la noche sin descansar. No pudimos ni descabezar un sueñecito. Sólo al amanecer nos detuvimos en el extremo de una pequeña aldea Ucraniana. Y eso sólo porque una vacada había interceptado el camino.

Al ver junto a una cancilla a una mujer, el sargento me dijo, pensativo:

—       ¿Y sí le pidiéramos algo de comer?

—       No es mala idea —accedí, saliendo de la cabina. Me sentí violento de haberme olvidado de preocuparme por los hombres que me acompañaban. No habían probado bocado desde la tarde anterior y hubieron de trabajar por la noche como negros.

—       ¡Buenos días! —saludé a la mujer.

—       Buenos los tengáis —respondió ella quedamente en ucranio.

Advertí entonces la honda tristeza de la mujer y lo pensativa que estaba. De seguro que era una madre sin marido ni hijos, sola a la puerta de su casa. Nos contemplaba a los soldados, a mí, que llevaba la cabeza vendada, y al avión.

—       ¿No tendría usted algo de comer?

Me miró con ojos tristes y exhalo un grave suspiro.

—       De comer tengo, sí. ¿De manera que nos abandonáis? —hizo una pausa y, como si meditara en voz alta, prosiguió—: Comida tenemos para dar y vender. La tierra nos ha dado buena cosecha y hemos trabajado mucho. ¿A qué manos irá a parar ahora todo esto? —la mujer se dio la vuelta y, ya caminando, dijo—Vamos, llame a sus compañeros.

Pero yo no pude moverme del sitio. Las duras palabras "de manera que nos abandonáis" me pesaban como losas en los pies. Cuando salí de mi consternación, me di la vuelta y caminé rápido hacia el camión.

—       ¡En marcha! —grité al asombrado chófer ¿No ves que el rebaño ya ha pasado?

Efectivamente, nosotros abandonábamos a aquellas gentes bondadosas y trabajadoras y todas las riquezas ganadas con el sudor de sus frentes. ¿Cuánto territorio habíamos dejado ya para que lo ultrajasen los invasores hitlerianos? Era duro reconocer la impotencia de uno, la incapacidad para ayudar a la gente, y me daba vergüenza mirarlos a la cara. Decidí que no volvería a entrar en ninguna casa campesina mientras no pudiera decir alguna palabra de consuelo y aliento a los ancianos, a las mujeres y a los niños llenos de dolor.

En un pueblo nos detuvimos a preguntar por el camino. Los chiquillos nos rodearon como gorriones. Mirando el aeroplano, procuraban explicarnos el camino que debíamos seguir, interrumpiéndose los unos a los otros. Casi todos tenían en la mano trozos de panal de miel.

—       ¿Dónde lo habéis conseguido? — preguntó el sargento a un niño.

—       Están repartiendo a la gente los panales del koljós.

—       ¿No nos darán a nosotros también?

—       Tomen la nuestra —nos ofreció el muchacho—. ¡Pero invítenos a fumar!

Los soldados cambiaron tabaco por miel y seguimos por el camino que nos señalaron. No tardamos en llegar al poblado de Pologui. Decidí detenerme allí para quitar las alas al aeroplano y colocarlas en el camión. Remolcarlo más allá sin desmontar era va muy difícil. Todas las carreteras estaban llenas de camiones y columnas de evacuados. Me sobraban ayudantes, pues todos los chiquillos del poblado se desvivían por ayudar. ¡No tenía nada de extraño, pues se trataba de desmontar un avión en medio de la plaza!

Cuando el trabajo iba tocando a su fin, noté que en el ojo me pasaba algo raro. Los chicos me acompañaron al hospital situado en aquel poblado. El médico que me vio la herida dijo a una enfermera:

—       Hay que acostarlo en cama.

—       No puedo —objeté—. Voy con un aeroplano y varios soldados,

—       Elija —dijo el médico, fatigado—, si quiere perder el ojo, vaya con el avión.

No me agradó el tono tan categórico de la respuesta. Rogué que me curasen la herida y me dejaran marchar. Al ver mi terquedad, el médico mandó que me vendaran el ojo y se retiró.

Al curarme la herida, las enfermeras quisieron convencerme de que me quedara.

—       Ayer curamos ya a un piloto —dijo una de ellas.

—       ¿Ayer? —pregunté, acordándome de Stepán Kómlev—. ¿Está aquí ahora?

—       No, lo evacuaron a la retaguardia.

—       ¿No podrían decirme su apellido?

—       ¿Por qué no? Chicas, mirad en el libro de los evacuados.

"¿Sería posible que fuera Kómlev? ¿Adónde lo habrían enviado? Si lo llevaban lejos, tardaría en volver al regimiento".

—       ¿Era grave su herida?

—               No, leve. Aterrizó más allá dé Pologui.

En la sala entró una enfermera:

—               Fue un teniente llamado Kómlev.

Por seguro que me estremecí.

—       ¿Lo conoce? —me interrogó otra enfermera.

—       Volábamos juntos —confesé.

—       Ve usted y su compañero obran de distinta manera. Si se quedara usted, le curaríamos del todo la herida...

No la escuché hasta el fin.

—       ¡Hasta la vista, muchachas!

—       ¡Que usted lo pase bien!

...Se oía claramente el tronar de la artillería desde el este.

—       ¡En marcha! —dije a los soldados y al sargento, que me aguardaban junto al camión—. Hay que darse prisa.

—       ¿Qué ha ocurrido?

—       ¿No oís? La carretera de Pologui al este ya está cortada.

En efecto, poco después empezaron a llegar a Pologui caminos desde el este. Volví a pensar en Kómlev, pues estaría por allí.

En derredor nuestro se apiñaron muchos camiones y carros. Debíamos ponernos en camino. Pero, ¿hacia dónde? Al recordar la ofensiva de nuestras tropas junto a Melitópol, decidí que lo mejor sería ir al sur para reunimos con nuestras tropas. Mirando el mapa que yo llevaba, no era difícil determinar hacia dónde avanzaban los alemanes que habían envuelto Pologui por la izquierda. ¡Hacia el mar! Hacia la costa avanzaban.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por aquellos días todo lo vivo se desplazaba inconteniblemente hacía oriente, y si alguna barrera se oponía, este torrente seguía en el acto otro cauce. La caja de nuestro camión se llenó de heridos y soldados rezagados de sus unidades. Hasta por su aspecto se veía que va los había vapuleado bien la guerra, pero no habían perdido la moral. El único deseo que los impulsaba era el de abrirse paso lo antes posible hacia nuestras tropas, descansar un poco, bañarse y cambiarse la ropa sucia, matar el hambre y lanzarse de nuevo al combate, aunque fuese al mismo infierno, contra el propio Satanás. Yo comprendía y compartía esos sentimientos. En el primer día de viaje por las carreteras del frente me persuadí de que el camino para salir de un cerco y reunirse con las tropas de uno exige a menudo verdaderas proezas.

Nos acercamos a Verjni Tokmak al anochecer. La aviación enemiga acababa de bombardear el pueblo. Ardían algunas casas, y en la calle, en torno de los carros destrozados, se veían armas tiradas. Los soldados que me acompañaban las recogieron y encontraron incluso un fusil ametrallador en buen uso. Yo recogí asimismo un fusil semiautomático y varias bombas de mano. En un carro, el sargento chófer encontró una botella de alcohol.

Al ver en el centro del pueblo una columna de camiones y tractores con piezas de artillería a remolque, nos detuvimos. Me acerqué al grupo de jefes de mayor graduación reunidos en la plaza y escuché su conversación. Discutían qué camino seguir.

No se veía ni un cajón de proyectiles ni en los armones de las piezas ni en las cajas de los camiones. Pero decidí abrirme paso al este con aquel grupo.

El consejo de los jefes dispuso emprender la marcha a medianoche exactamente. Retorne a mi camión y vi en la caja a más soldados que antes. Y había que darles de comer a todos y preocuparse de alojarlos para pasar la noche.

Mis compañeros y yo tuvimos suerte. El ama de la casa adonde acudimos fue muy hospitalaria

—       Ay, pobrecitos míos —empezó a lamentarse en la cantarina lengua ucrania—. Tened la bondad de entrar en el corral.

Ni siquiera durante la desgracia había perdido aquella buena mujer la belleza de su alma ni el carácter jovial y comunicativo.

—       Poco antes de anochecer —siguió diciendo el ama de la casa—las bombas mataron a dos corderos míos. Menos mal que habéis venido vosotros. Ahora os guisaré carne.

Después de la apetitosa cena, encargué al sargento que distribuyera a los soldados para dormir y pusiera guardia junto al camión. Anuncie en el acto a todos la hora de partida.

Cuando el sargento y los soldados se alejaron, rogué al ama de la casa que me despertara a las doce y me eché a dormir. Más por lo visto, le dio pena despertarme.

Cuando me desperté, no di crédito a mis ojos. Despuntaba ya el día. Junto a la casa estaba el camión vacío. Me vestí y corrí en busca de los soldados. "¿Será posible que me hayan dejado?", apuntóme la duda. ¡Que me habían de dejar! todos ellos dormían plácidamente en la casa contigua Empecé a zarandearlos y reprenderlos. Al notar el olor de alcohol, comprendí en seguida el error fatal que yo había cometido: debí de haberles quitado la víspera la botella de alcohol. Resultó que los muy tunantes se habían pasado casi toda la noche bebiendo y divirtiéndose.

Solté una buena reprimenda a los culpables y los amenacé con castigarlos, mas ¡de que me valía! Todo el grupo con el que nos proponíamos marchar estaba va muy lejos. Y al oeste, en el silencio de la mañana, se oía claramente el duelo de la artillería.

¿Qué hacer? Ir hacia el este no tenía sentido. Éramos cinco en total y teníamos pocas municiones. Y en la carretera no se veían soldados nuestros. Nos saldrían al paso los motociclistas alemanes y nos ametrallarían.

Decidimos llegar a Chernígovka, el pueblo más cercano al oeste. Puesto que por allí se combatía, no podía ser que no hubiera tropas nuestras

Fuimos por caminos vecinales.

En Chernígovka encontramos al fin a fuerzas nuestras. Nos sentimos al punto más animados. Me acerqué a un joven oficial de artillería, me presenté y le conté lo que me había ocurrido.

—       Sigue con nosotros —me dijo sin mirarme a los ojos—. Nos batimos en retirada, conteniendo a las tropas alemanas atacantes. Allí está nuestra plana mayor, ponte en contacto con ella.

No era difícil comprender, por su tono, que nos iban mal las cosas. Pasamos todos los camiones de la plana mayor, entre los que iba también un carro blindado, al otro extremo del pueblo. Allí, cerca de una franja forestal, había ya varias docenas de camiones y obuses autopropulsados. Habíanse reunido asimismo muchos soldados y oficiales que, por su aspecto, parecían en su mayoría de la plana mayor.

Cuando en el cielo aparecieron aviones enemigos, la gente abandono el material de guerra y corrió hacia el bosque. Luego se hizo de nuevo el silencio, todos volvieron a la columna y aguardaron, de pie. Fui pasando de un grupo a otro con la esperanza de aclarar la situación. Muchos afirmaban que de día era imposible abrirse paso, que se debía esperar la noche, reunimos todos y ponernos en camino.

Yo no estaba de acuerdo, en mi fuero interno, con aquella decisión. La situación más aún podía empeorar antes de que anocheciera. Por lo tanto, no tenía objeto esperar. Había que actuar sin dejarse llevar del pánico.

Revisé las camionetas y vi que una estaba en perfecto estado e incluso tenia combustible. Pero el motor no arrancaba. Limpié con el sargento el tubo de la gasolina, soplando con la bomba de aire, y la camioneta se puso en marcha. Ahora disponíamos ya de dos camionetas. Yo me senté al volante de una. No tardaron en acudir pasajeros.

Dejando a un lado Chernígovka, vimos en una arboleda un coche de turismo y un automóvil especial. Nos dirigirnos allá con la esperanza de encontrar a algún jefe Allí vimos, efectivamente a un general joven y apuesto. Le rogué que me explicara cómo podría llegar a Volodárskoie.

El general, abismado en sus pensamientos, tardó algo en responder. Me miró largo rato sin verme y luego, fijándose en nuestra "caravana" con un Mig desmontado, interrogó bruscamente:

—       ¿Qué avión es ése?

Comprendí en el acto que no había ganado nada con dirigirme a él, que él conocía mal la situación en aquel sector y que se estaba devanando los sesos con lo que le preocupaba.

—       ¿Qué debo hacer, camarada general? —repetí mi pregunta, sintiendo lo delicado de mi situación.

—       ¿Qué debe hacer?... En aquel barranco se encuentra el Estado Mayor de las fuerzas Aéreas. Que le aconsejen ellos.

Las palabras "Fuerzas Aéreas" me alentaron. De manera que allí se hallaba el Estado Mayor de una unidad de aviación, no importaba cuál. Ellos tenían comunicación y de seguro que sabrían dónde estaba mi división.

En el barranco vi un montón de ceniza y papeles que terminaban de arder, caretas antigás esparcidas y cajones boca abajo. De un grupo de jefes se destacaba un general de división grueso y de baja estatura con los distintivos azules del arma de aviación. Daba órdenes al personal del Estado Mayor. Me alegré tanto de ver a gente de aviación que me dirigí al general sin aguardar que él acabara de hablar.

—       Lo escucho —dijo, volviéndose hacia mí.

Le conté detalladamente mi desventurado viaje con el Mig a remolque. El general me estuchó con atención. En sus cansados ojos leí incluso que aprobaba mis actos, si bien no lo expresó con palabras.

—       Sabes lo que te digo, primer teniente —me dijo con calma—. Que no estará mal si logras salir tú de aquí. Y al aparato, pégale luego.

—       Es duro para mí, camarada general. Se trata de un Mig.

—       Pégale fuego. Del cerco no podrás salir con él.

—       A sus órdenes. Le pegaré fuego.

Me llevé la mano a la frente, batiendo el saludo militar, me di la vuelta y me encaminé hacia las camionetas. Cuando llegué al camino, vi cerca de allí una pequeña hacina de paja. Hicimos rociar el aeroplano hasta ella y, minutos después, le prendimos fuego. Todos los soldados, y no solo yo, contemplamos con dolor el espectáculo.

Luego montamos en los camiones, yo en uno y el sargento en el otro, y seguimos carretera adelante. No quisimos mirar más ni a la fogata que nos desgarraba el alma ni a los generales que no podían hacer nada.

Nos acercamos a una aldea, nos dirigimos hacia la casa extrema y nos detuvimos.

De pronto corrió a nuestro encuentro una mujer de edad avanzada y nos gritó:

—       ¡Pero qué hacéis! Marchaos. Los alemanes están detrás de nuestra casa.

Silbaron unas balas. Yo di la vuelta a la camioneta y apreté el acelerador, pegándome a los huertos, hacia el barranco, por donde habíamos venido. Cuando volví la vista, al cabo de un rato, no vi a nadie detrás. Me detuve jumo a la arboleda y esperé. Pero el sargento no venía. Vaya compañero. Hasta ese momento no había vuelto a recordar la reciente propuesta que me había hecho de vestirnos de paisano, asegurándome que así era menos peligroso salir del cerco, que una vez ya le había ayudado ese camuflaje. Entonces me negué rotundamente a aceptar sus servicios y le aconsejé que siguiera vistiendo el uniforme y afrontase con valentía el peligro. Eso significaba que había hecho caso omiso de mis palabras.

Al lugar donde me estacioné siguieron llegando más y más camionetas. En la caja de una iban montadas unas muchachas. Reconocí entre ellas a la enfermera que me había vendado el ojo. Por tanto, el hospital había sido abandonado sin haber tenido tiempo de evacuar a los heridos. ¿Qué me habría ocurrido a mí? ¿Dónde estaría ahora Kómlev? ¿Habría logrado llegar a la retaguardia?

Mi camioneta estaba llena de soldados. No se apeaban por temor de perder su sitio. Yo seguí sentado en la cabina, pensando en lo difícil que me sería conducir de noche, pues era mal chófer.

Salí, poniéndome de pie: en el estribo, e interrogué a mis pasajeros:

—       ¿Hay algún chófer entre vosotros?

—       Aquí hay uno —respondió un soldado.

—       ¡Ven aquí y hazte cargo de la camioneta!

El soldado chófer se alegró de la ocasión que se le ofrecía. Tras de comprobar el motor y las ruedas, se metió en la cabina, se sentó al volante y, mirándome agradecido a los ojos, se sonrió.

—       ¿Nos abriremos paso? —le pregunté para animarlo.

—       Todos juntos, ¡sin falta! Con tal de que logremos cruzar el riachuelo Berdá, y luego el Karatysh... Tienen las orillas altas, lo sé, pues soy de estos parajes.

—       Puesto que conoces mejor que yo estos lugares, elije tú el camino.

 

 

 

 

 

 

     
 

De seguro que así suele suceder durante los ataques psíquicos: hay que avanzar, sólo avanzar sin prestar atención a los silbidos de las balas ni a los cantaradas muertos y heridos que caen al lado. Vencen los que no se estremecen, los que no se dan la vuelta.

Un coronel de infantería mandó formar en columna a todos los que se habían reunido en el barranco y en la arboleda en espera de la noche para abrirse paso hacia el Este, los colocó entre las camionetas y dio la orden de ponerse en camino. En cuanto salimos a terreno descubierto, vimos ascender a un lado unas bengalas, y los tiradores alemanes dispararon sus metralletas contra la carretera.

Comenzó algo horroroso. Se oyeron gritos y gemidos. Fueron cayendo a tierra unos soldados tras otros.

—       ¡Adelante! ¡Adelante! —gritaba el coronel hasta desgañitarse, blandiendo su pistola. Corría a lo largo de la columna, se inclinaba sobre los caídos y les gritaba— ¡En pie! ¿Por qué os arrastráis como lagartos? ¿No comprendéis que hay que caminar de pie para avanzar de prisa? Arrastrándoos así iréis derechitos a un campamento de prisioneros, ¡Para salir de aquí hay que correr a escape!

Silbaban las balas. Estallaban las bombas de los morteros. El movimiento se estancó. Sentíamos deseos de bordear a los caídos, adelantar a los que iban en cabeza y lanzarnos adelante. Salí de la cabina y me quedé en pie junto a la caja. El coronel se acercó a mí y me gritó a las barbas:

—       ¡Aviador, a ver si das ejemplo!

—       ¿Yo solo?

—       Delante irá el carro blindado. ¡Venga!

Me adelante con un grupo de soldados hacia el carro blindado y, haciendo que nos siguieran los demás, avanzamos hacia una arboleda Por encima de nuestras cabezas se encendían bengalas. Alumbraban que se veía como si fuera de día. Los fascistas nos atacaban de frente y desde los flancos. Agachándonos, seguirnos caminando detrás del blindado. Nada de miedo. Sabíamos que todo eso acabaría cuando hubiésemos cruzado la arboleda. Pero había que cruzarla...

Delante vislumbrábanse ya sombras negras. Al fin llegamos a la arboleda. Irrumpimos en ella confiando en cubrirnos, pero los de atrás empujaban. Rugían los motores, crujían los árboles, Salí de nuevo al campo y vi que los alemanes habían concentrado el fuego contra los que salían en aquellos momentos de Chernígovka a la carretera, en campo raso. Por mi lado pasaron las chicas del hospital. Su camioneta se detuvo junto al carro blindado. El coronel no se veía y tuve que dar yo las órdenes. Llamé a dos soldados armados con metralletas.

—       ¡Seguid carretera adelante y ametrallad los arbustos de las orillas!

—       ¡A sus órdenes!

Se alejaron, las camionetas se colocaron en columna, pegaditas las unas a las otras Entre ellas estaba también la mía, llena de soldados.

Minutos después volvieron los soldados que yo mandara a ametrallar las lindes de la arboleda, y me dieron las novedades:

—       Lo hemos comprobado todo. En la arboleda no hay nadie.

El carro blindado maniobró para tomar la izquierda, a lo largo de los árboles. Las camionetas siguieron tras él. Yo acudí a la mía.

—       En marcha.

—       No arranca, camarada primer teniente.

La columna siguió avanzando. Nos quedamos solos, en la oscuridad.

Los soldados se apearon de la caja de la camioneta y alcanzaron a los otros. Toda la columna había torcido a la izquierda. Yo incluso la veía a la parca luz de la luna nueva.

El chófer dispuso la bomba de aire para soplar el tubo de la gasolina. De pronto, en un cerro de la izquierda se elevó al cielo una carcasa de bengalas y se oyó un furioso tableteo de ametralladoras y subfusiles y los estallidos de bombas de mortero. Se incendiaron al instante varias camionetas. El resplandor del incendio se extendió por todo el campo. El tiroteo arreció.

Oí que el motor de mi camioneta arrancaba.

—       ¡Tira a la derecha! ¿Ves allí negrear una rambla?

—       Si, la veo.

Vaya manera de comprobar que habían tenido los soldados... "En la arboleda no hay nadie"... Se habían apartado cuatro pasos y habían vuelto... Les entro miedo. ¡Cuántas vidas había costado su engaño!...

Las camionetas que quedaron dieron la vuelta y nos siguieron. Los que iban a pie, también avanzamos sin detenernos, pero todos juntos. Me sentía una gota de aquel río humano. Alguien había despertado en los hombres el contacto de codos y les había infundido desdén al pánico. ¿Quién habría sido? No pude menos de pensar en el coronel. El había sido, aunque de manera brutal y autoritaria, quien había alzado a la gente y no les permitió que se amilanaran.

Al amanecer, llegamos a un río. Lo cruzaron primero las piezas de artillería. Pero un cañón volcó y arrastró al tiro de caballos. Perecieron también todos los soldados que iban sentados en el armón. "Desaparecidos..."

Unos camiones bordearon el hondo lugar y abrieron otro camino.

Esperando turno junto al vado, escuché las conversaciones:

—       Un general se ha pegado un tiro junto a Chernígovka.

—       Me da pena de las muchachas. Los alemanes las han ametrallado a todas.

—       ¿Adónde vamos?

—       A Volodárskoie.

...Por el día, los motociclistas alemanes volvieron a ametrallar nuestra columna. Nos aproximamos a Volodárskoie. La carretera pasaba por el lado del aeródromo. Allí no se veía ningún avión. Se decidió esperar que atardeciera en el bosque, pasado el pueblo. Siendo así la cosa, yo podía acercarme al aeródromo y entrar en el pueblo: tal vez allí me enterase de algo de mi regimiento.

Pero antes tenía que acercarme al almacén de combustible. En el depósito de la camioneta quedaba muy poca gasolina.

En el almacén no habían dejado combustible. Entonces me acordé de que las cisternas iban algunas veces a repostar al bosque. Allí había un aljibe enterrado. Lo encontré, lo abrí y me puse muy contento, ¡pues estaba lleno de bencina de aviación de primerísima calidad!

Tras de llenar el depósito de la camioneta y un bidón de reserva, me puse a pensar qué hacer con el combustible restante. Pues claro que pegarle fuego para que no cayera en manos del enemigo. Pero, ¿cómo? Se me ocurrió la manera. Corté una manguera, la impregné de bencina, metí un extremo en el depósito, encendí el otro y lo dejé en el suelo.

Nos alejamos de allí a velocidad loca. De pronto vimos camionetas paradas. Mientras yo, con un soldado, buscaba la bencina y repostaba, se habían reunido muchas camionetas en el bosque. Y la fila se prolongaba casi hasta el mismísimo almacén de bencina. En las camionetas había gente montada. Quise gritarles que se alejaran a escape de allí, y no pude: se me había hecho un nudo en la garganta. Vi en la imaginación una horrible escena.

—       ¡Da la vuelta hacia el aljibe! — grité al chófer.

Regresamos a toda mecha. El chófer me miraba, y yo lo miraba a él. Los dos comprendíamos que jugábamos con la muerte. Los últimos segundos del camino parecieron los de un combate aéreo. Si nos daba tiempo de sacar de un tirón la manga, salvaríamos a la gente, el combustible y quedaríamos nosotros mismos vivos; si tardábamos...

Aún se veía humillo. Por lo tanto, la manga ardía todavía en la superficie. Corrí al aljibe, tiré de la manga, sacándola de la boca del depósito y la arrojé a un lado. La frente se me llenó de gotas de sudor frío. Me alegraba de que nos hubiera salvado la suerte. Siendo más exactos, nos había salvado nuestra propia inexperiencia. La bencina se había evaporado en seguida, y la goma arde muy despacio.

Nuestra equivocación se tornó en ventura. Volvimos al bosque, busqué al jefe de la columna y le di parte de las reservas de bencina halladas. Fueron al aljibe decenas de camionetas. Nosotros en cabeza, enseñándoles el camino.

Tan pronto como oscureció, la columna se puso en marcha hacia el Donbáss. Se decía que allí se estaba levantando una línea de defensa. Por tanto, allí había tropas nuestras.

Aquella fue otra dura travesía. En algunos pueblos había ya alemanes, y nosotros hubimos de abrirnos paso por caminos vecinales llenos de barro, empujando a veces las camionetas, empapándonos, pasando frío y hambre. A pesar de todo, al romper el alba llegamos a Staro-Béshev, donde había tropas soviéticas.

En el Estado Mayor de las Fuerzas Aéreas, que se encontraba en aquel pueblo, me dijeron que mi regimiento tenía su base al oeste de Rostov.

Pero resultó que mi regimiento había aterrizado ya al sur de la ciudad. Yo había pasado muchos tragos durante aquella semana. En el frente habían empeorado mucho las cosas. Pero las caras conocidas y entrañables de mis compañeros de armas y la entrevista con el jefe del regimiento, con Figuichov. Lukashévich, Selivérstov, Nikándrich y Valentina, que seguía montando guardia jumo al teléfono, me devolvieron las fuerzas. Vi sólo que los lugares de base del regimiento habían ido cambiando, pero la gente seguía siendo la misma de siempre, firmes y sufridos.

Ivanov me interrogó, al tiempo que me estrechaba la mano:

—       Pokryshkin, ¿es que has cambiado el avión por una camioneta?

—       Casi ha sido como usted dice, cantarada comandante. Remolqué el Mig mientras fue posible. Pero tuve que pegarle fuego.

—       ¿No has perdido el ojo?

—       No, camarada jefe.

—       Está bien. Con tal de que nos queden los ojos para ver y aniquilar al enemigo... Descansa, cúrate y ven al regimiento. Nos trasladamos a Sultán-Saly, al oeste de Rostov. Parece que allí nos aguarda algo interesante. Ya ves, Pokryshkin. Sabíamos que volverías. No es tan fácil acabar ton un piloto que ya ha caminado a patita.

La herida del ojo me supuraba. Pasé dos días en la enfermería curándome, descansando y escribiendo cartas a la familia. Hice también anotaciones en mi libreta. En esta ocasión me la guardaron, lo mismo que mis objetos personales. Recordé Pologui y Chernígovka. ¡Por más que jamás los olvidaría incluso sin hacer anotaciones!

...Acabaron las curas. ¡A combatir! En la misma camioneta que estuvo parada aquellos dos días delante de la enfermería, fui a Sultán-Saly. Por la carretera topé con dos torrentes: uno, de evacuados, en esta ocasión de los koljoses rusos de la cuenca del Don, y el otro de tropas nuestras que iban al frente.

Las tropas eran muchas, frescas, y estaban bien armadas. En los meses que llevábamos de guerra, yo aún no había visto fuerzas como aquellas. Se notaba que en el sector de Rostov se estaba preparando una poderosa contraofensiva nuestra.

En el aeródromo de Sultán-Saly oí una dolorosa noticia:

—       Ayer enterramos a Kuzmá.

—      ¿A Selivérstov? —interrogué maquinalmente.

—      Peleó contra los Messers encima de Taganrog... Cayó terca del aeródromo... Lo enterramos en aquel cerro.

Sobre su tumba apenas se divisaba el modesto obelisco de madera. Me encaminé hacia allá para echarle con mi propia mano un puñado de entrañable tierra rusa.

Kuzmá no había derribado muchos aviones enemigos, ¡pero a cuántos de nosotros había salvado la vida en los combates aéreos! Había sido un compañero modesto, sincero y honrado, un verdadero camarada de lucha.

Permanecí un rato de píe junto a la reciente tumba con obelisco de madera. El mecánico dé Selivérstov había recortado una estrella de cinco puntas de duraluminio y escrito debajo, después del apellido, el nombre y el patronímico del aviador, con lápiz tinta: "¡Gloria eterna a los héroes caídos en los combates por la libertad y la independencia de nuestra Patria!"

¡Cuántos obeliscos de madera con iguales epitafios habían quedado en las vastas extensiones comprendidas entre el Prut y el Don! Recordé nuestras primeras tumbas junto a las fronteras occidentales de la URSS. Esta otra, sobre la que yo me inclinaba en esos momentos, era la que se había cavado más al este. ¿Se cavarían otras más allá, al otro lado del Don? Me dolía pensar en eso...

Cuando volví al puesto de mando, pedí que me enviaran en seguida a algún servicio de guerra. Ivanov me miró con ojos de inteligencia, pronunció su sempiterno "está bien" y me interrogó de pronto:

—       ¿Has oído hablar del piloto Post?

—       He leído algo, camarada jefe.

—       ¿Sabes qué es la visión de profundidad?

Me desconcerté, sin saber qué responder.

—       Pues mira —prosiguió—. El hombre determina la distancia con los dos ojos. Hay gente excepcional que puede hacerlo con uno solo. Pero tú. Pokryshkin, no eres el tuerto Post que volaba perfectamente por encima de la tierra y del mar. Por lo menos, no hay necesidad de experimentar. Más vale que vayas en tu camioneta al otro lado del Don y organices allí el reentrenamiento de los aviadores jóvenes para que aprendan a volar el Mig-3. Vuelan en los I-15 e I-16, pero nos pueden enviar aparatos nuevos.

La misión que me encomendaban olía a escuela, a retaguardia. Y yo quería pelear, batirme. Ivanov prosiguió en el mismo tono tranquilo:

—       Primero medita dos o tres días con ellos en los problemas de teoría, comunícales tu experiencia y hazles saber tus deducciones. Mientras tanto, se te cicatrizará el ojo, y luego volarás con cada uno de ellos. En suma, que resultará bien. De manera que no te pongas caprichoso. Alguien ha de preparar a los jóvenes.

Estreché la mano a Ivanov. Me despedí de mis amigos y me fui en la camioneta al aeródromo de la otra orilla del Don. Conmigo se vinieron Nikitin, Trud, Suprún y otros cinco pilotos muy jóvenes que aún no habían olido la pólvora. Hube de asumir por segunda vez, la preparación del personal volante joven. Cuando terminamos, volvimos al aeródromo.

 
     
 

 
     
 

...Entretanto, cada día iban siendo menos los combates aéreos de verdad en nuestro frente. El mal tiempo había inmovilizado a la aviación. Llegó a ser totalmente imposible volar en formación.

Luego de extenuar al enemigo, nuestras tropas pasaron a la ofensiva en el sector de Rostov.

El fragor incesante de las batallas llegaba también a nuestro aeródromo. Sentíamos hondamente el no poder prestar un apoyo eficaz a nuestras fuerzas de tierra. El único tipo de servicios de guerra que podíamos hacer era el reconocimiento aéreo. Y lo hacíamos casi todos los días.

Uno de aquellos días grises, que me ponían de mal humor, me llamaron de pronto por teléfono al puesto de mando. Quise recoger el portapliegos, pero, cuando me asomé a la puerta, comprendí que el mapa no me haría falta, Las nubes eran tan bajas que no se veía ni el otro extremo del aeródromo. Bien es verdad que yo hacía tiempo que venia pensando en volar a mínima altura. Un vuelo así odia compararse con una marcha a pie, ya que abría de orientarme por los postes del telégrafo, por las bifurcaciones de los caminos, por los árboles, la vegetación y los edificios. Mas, para orientarse con tanto detalle había que conocer bien los parajes del itinerario.

Cuando entré en el puesto de mando. Ivanov me tendió la mano y me hizo tomar asiento a su lado, como si fuera a hablarme de algo muy personal. Tras de interesarse por mi salud, me interrogó si sabía que nuestro regimiento había sido propuesto para el título de unidad "de la Guardia”

—       En el ejército ruso de antes hubo los regimientos Semiónovski y Preobrazhenski de la Guardia; durante la guerra civil existió la Guardia Roja, y ahora va a haber el Regimiento X de caza de la Guardia —me anunció él jefe del regimiento—. Creo que nos tenemos ganado ese honor. Bueno, ahora al grano: hay que hacer un vuelo.

—       ¿Ahora?

—       Sí. Acaba de telefonear el jefe de la división. Se ha recibido una misión importante del Estado Mayor del Frente.

—       Pues si hay que volar, debe hacerlo uno solo.

—       Sin duda. Con el tiempo tonto éste, no podrán pasar dos por donde pase uno. Pokryshkin, hay que localizar los tanques del general Kleist.

Del grupo de tanques de Kleist yo sabía ya algo por los partes del Buró Soviético de Información. Nos venía asestando sensibles golpes. Tras de pasar al oeste de Oréjov por una serie de distritos de la cuenca del Don, los tanques salieron a la orilla del río, donde intentaron tomar la ciudad de Shajty, cruzar el Don y envolver Rostov. Pero, iras de recibir un contragolpe demoledor delante de Shajty, el grupo de Kleist se replegó y desapareció en dirección desconocida bajo el manto de las nieblas otoñales.

"¡Hay que localizar los tanques de Kleist!": la misión era muy concreta. ¡Quién, sino los aviadores, podían remirar en estas condiciones, en una o dos horas, todos los bosquecillos, valles y pueblos próximos al frente y decir: ahí están los tanques!

Nadie.

Lo único que se necesitaba era ver los tanques y comunicar donde, en qué lugar y a qué hora habían sido vistos, y el mando del frente tendría completamente claros todos los planes operativos del grupo enemigo denominado "Sur” Había que enterarse adonde habían sido dirigidas las fuerzas blindadas del enemigo: eso era lo decisivo para nuestras tropas en aquel sector.

—       Déme un mapa a escala de uno por doscientos mil —pedí a Nikándrich, pues el mío, de pequeña escala, no servía para ese vuelo.

La plana mayor del regimiento comunicó al Estado Mayor de la división que, en busca de los tanques de Kleist, emprendía el vuelo yo. Apenas hubo colocado Matvéiev el auricular, telefoneó el jefe de la división.

—       ¡Pokryshkin, hay que encontrar los tanques!

Era una orden y una súplica juntas. El jefe de la división la repitió para que me percatara mejor de la importancia de la misión. El comprendía que no bastaba con articular las palabras "hay que encontrar". Que debía agregar algo más.

—       Hoy hemos perdido ya a dos "pequeños" en esa búsqueda. No han regresado. ¿Sabes para qué te lo digo?

—       Sí, me lo imagino. Debo regresar, camarada jefe de la división.

—       ¡Y con datos!

—       ¡A sus órdenes!

—       Mira a Chaltyr. Allí los nuestros han cercado a fuerzas enemigas. ¡Pero lo principal son los tanques!

—       ¡A sus órdenes! ¡Lo principal son los tanques!

—       Te proponemos para una condecoración.

—       ¡La misión será cumplida!

Primero recorrí mentalmente la ruta trazada. Saldría al Don, viraría al sur, luego a la derecha y volaría a lo largo de la carretera, orientándome por los postes telegráficos. Cuando viera el ferrocarril, torcería de nuevo a la izquierda...

Necesitaba determinar con antelación la hora en que sobrevolaría cada punto de referencia. Ensayé también unas cuantas variantes para recuperar la orientación perdida.

Cuando me hube preparado minuciosamente, monté en la cabina del Mig y despegué. Casi en el momento de despegar, me vi envuelto en nubes. Volaría a veinticinco o treinta metros de altura, la visibilidad era limitadísima, el horizonte estaba tapado, y la tierra se divisaba sólo a corta distancia por delante del avión.

En el frío aire revolotearon copos de nieve. Cuando cruce la línea del frente, descendí a la altura mínima que me permitía verlo bien iodo.

Di muchas vueltas sobre el sector señalado, al oeste de Novocherkassk. Me quedaba ya la bencina casi imprescindible para el regreso, y yo no había descubierto síntomas algunos de tanques. Llegué casi a desesperarme. ¿Sería posible que no estuvieran allí? ¿Y si al día siguiente asestaban desde allí algún golpe a nuestras tropas?

Corría ya el riesgo de quedarme sin combustible para el vuelo de regreso, cuando decidí explorar un cuadrado más. A corta distancia de la carretera vi en un campo ambas huellas de tracción oruga que conducían a un bosque, y luego descubrí entre la vegetación tres filas compactas de tanques enemigos. Serían unos doscientos...

Se veía que los tanquistas alemanes no esperaban la aparición de aviones nuestros con aquel tiempo, pues hasta habían encendido hogueras. Guando divisaron por encima de sus cabezas un caza con la estrella de cinco puntas, unos echaron a correr hacia los matorrales y otros hacia los tanques.

Decidí dar otra pasada por encima de aquella franja de bosque para señalarla con más exactitud en el mapa y contar mejor los tanques descubiertos. Pero el enemigo me recibió ya con un fuego tan nutrido que, cuando me metí en las nubes, éstas quedaron iluminadas por las trayectorias de los proyectiles antiaéreos Igual que si fueran relámpagos.

Tenía más prisa que nunca por volver de aquel servicio al aeródromo. Los puntos de referencia no me fallaron. Se alzaban por toda la ruta cual seguros guardianes delante de mis ojos.

En el puesto de mando me espetaban inquietos.

El jefe de la división escuchó atento, por teléfono, mi información y se limitó a darme las gracias, sin hacerme ninguna pregunta. Tenía que participar urgentemente el secreto del enemigo al estado Mayor superior.

 
     
 

Realizado por HR_Crash

Revisado por HR_Irazov

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
     

 

 

 

 

 

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