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ALEKSANDR POKRYSHKIN: EL CIELO DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

LA HAZAÑA REQUIERE CABEZA

 

     
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La vida del frente, que exige mucho y está llena de sorpresas, transcurre con rapidez. Ventila los conflictos, une a la gente para las victorias y la amistad y trae cada día nuevos sinsabores y dificultades.

La escuadrilla se afanaba desde la mañana hasta la noche para que las fuerzas de tierra peleasen con el enemigo en los accesos a Bieltsi y Kishiniov. Hacíamos vuelos de asalto, sosteníamos combates aéreos, protegíamos los puentes sobre el Dniéster... Nuestras tropas retrocedían, pero combatían basta la última posibilidad antes de abandonar los puntos importantes. La aviación sentía asimismo esos límites, pues entablaba tenaces combates en el firmamento por encima de cada punto de ésos, y a la tierra caían aviones nuestros y alemanes envueltos en llamas.

Por las tardes, cuando el sol se iba poniendo, sentíamos siempre cierta sensación indeterminada de que el día había acabado, pero sin dejarle a uno nada en el fondo.

Parecía que aquel día ya se podía quitar uno el casco y recogerse algo más temprano en la residencia. Ya se acercaba el carro de los bocadillos adonde estábamos nosotros, como si diera la señal de cese de alarma. No tardarían en traernos a los lugares de estacionamiento de los aviones vino natural moldavo y ligeros entremeses. Se decía que los pilotos estábamos mal alimentados, que algunos tenían síntomas de extenuación nerviosa. Algunos, sintieran o no esa extenuación nerviosa, apuraban de buen grado el vino seco escanciado en jarrillos de hojalata.

Alargando la mano con el jarrillo. Figuichov tomó otro emparedado de jamón v, mirándome con una sonrisa en los labios, me incitó:

—       ¡Vamos a dar unos bocados!

El tono de su voz era cálido, amistoso; llegué incluso a lamentar lo que había ocurrido entre nosotros. La guerra nos exigía a los dos que siguiéramos volando y cumpliendo servicios como los que ya habíamos cumplido juntos. Ahora Figuichov y yo éramos jefes de patrulla e íbamos de tres en tres a atacar a las tropas enemigas. Los servicios de guerra no nos pedían más que valentía, amistad y ayuda mutua en los apuros.

—       No me apetece.

—       ¡Vamos a bebemos un jarrillo, no nos hagas un feo!

—       Venga. Hoy ya no tendremos que volar.

Mas no tuvimos tiempo de apurar el vino. Por encima del puesto de mando se elevaron bengalas rojas. El oficial de guardia nos participó la orden de salir a proteger el puente de Ríbnitsa sobre el Dniéster.

Despegamos cuatro aviones. Llegamos a la zona señalada encima del puente de Ríbnitsa reinaba la calma. Por lo visto, los bombarderos enemigos habían cambiado de rumbo y se dirigían a otro objetivo. Aguardamos, dando virajes. Oscurecía ya, teníamos que retornar a la base.

A mitad de camino al aeródromo, advertimos que, por encima de nosotros, volaba un Ju-88. No era mal blanco. Nos aproximamos. Figuichov abrió fuego desde lejos sin atinar. Entonces me decidí a atacar al Junkers desde abajo, por la "barriga". Picando ligeramente el morro para meterme debajo me aproximé más. Ya era hora de apretar el gatillo, en ese instante salió disparada desde el bombardero hacía mí una línea de fuego. Oí un chasquido. Un fuerte chorro de aire me dio en la cara y me oprimió contra el respaldo del asiento. Me aparté y examiné el aparato. Había quedado hecho añicos el parabrisas de la cabina. Yo tenía que volver al aeródromo. Mi punto siguió a la pareja de Figuichov y yo tome rumbo al aeródromo.

En el campo me recibió el mecánico. Tras de examinar atentamente el aparato, sacudió cabeza y dijo:

—       Una bala ha dado en el colimador, en la misma bombillita. Si se hubiese desviado un centímetro o dos más, usted no estaría ahora aquí, delante de mí... Tendré que trabajar mucho, pero en lo que falta hasta la mañana estará arreglado.

Me detuve, pensando: yo solo había tenido la culpa. Me había dejado llevar por el arrebato de fogosidad, olvidando que el bombardero también iba armado con ametralladora en la panza. Debí de haber obrado con serenidad, como el que dice, con cabeza.

Figuichov volvió con los dos puntos: acercándose, radiante de alegría, a mí, me interrogó:

—       ¿Por qué te retiraste?

Señalé en silencio a la cabina del avión.

—       Vaya, cómo te ha tocado —dijo él, frunciendo las cejas—. ¿Sabes por qué?

—       Sí, lo sé.

—       No te acerques tanto. Has tenido suerte. Pudo haberte salido peor.

Quise discutir con Figuichov en torno a eso de "no te acerques tanto", pero comprendía que había pronunciado esas palabras sólo por compasión amistosa. El sabía que yo jamás gastaba cartuchos en vano ni siquiera durante los entrenamientos de tiro al blanco Además, yo no tenía fuerza moral para objetar. A pesar de todo, él, y no yo, había derribado aquel día el Junkers. Sentí deseos de darle sinceramente la enhorabuena con motivo de su victoria. No tendría nada en contra de beber con él un jarrillo de vino natural.

Figuichov, los otros pilotos y yo nos retiramos a nuestra residencia colectiva, en tanto que los peritos y mecánicos se quedaban en el aeródromo. Trabajarían roda la noche sin sospechar siquiera que a mi aparato le quedaba un solo día de "vida".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por la mañana, temprano, en cuanto llegamos al aeródromo, recibimos la orden de que Figuichov volase de reconocimiento sobre los cruces del río en Yassy y que Lukashévich y yo lo protegiéramos de los ataques de los cazas enemigos.

Ya por entonces a nuestros pilotos no les agradaban los vuelos en patrulla de tres aviones.

—       Permítanos ir cuatro —pedí al jefe de la plana mayor del regimiento.

—       El Estado Mayor de la división ha mandado que sean tres aviones —repuso Matvéiev.

—       Entonces vale más que seamos una pareja.

—       ¡Deje de discutir las órdenes!

Estaba claro. Había que prepararse para .salir en patrulla de tres. Yo había logrado ya varias veces salir de servicio en pareja. Y no resultaba mal. La pareja tiene casi tanta libertad de maniobra como un aeroplano solo. Pero esta formación no estaba legalizada. Más aún, se tenía por incompatible con las exigencias de las ordenanzas e instrucciones.

Figuichov y Lukashévich despegaron uno detrás del otro. Yo me hallaba entretanto en la línea de salida. Acudió corriendo el médico del regimiento y me tendió una tableta de chocolate. De un tiempo a ésta parte nos daban chocolate todas las mañanas.

—       ¡Ahórrese los regalitos! —rehusé.

—       Tómala, te puede ser útil —insistió el médico. Me guardé el chocolate en el bolsillo de la cazadora, solté los frenos y metí motor a fondo.

Sosteníamos el vuelo, formados en cuña. La exploración la hacíaa Figuichov. Lukashévich y yo lo cubriríamos. Debajo de nosotros discurría el Prut. Ni en la tierra ni en el cielo se veían los menores síntomas de guerra. Por lo tanto, en este sector ya habían cruzado el río las divisiones alemanas y rumanas. Los pasos funcionan sólo junto a las grandes plazas fuertes.

Nos dirigimos a Yassy. De seguro que allí los cruces estarían bien protegidos. Pero Figuichov, no sé por qué, no reparaba en ello. Sin preocuparse de pasar inadvertido, seguía volando a lo largo del río. Los artilleros antiaéreos enemigos podían vernos desde gran distancia. Y así fue. Al acercarnos a un puente de pontones, los hitlerianos nos recibieron con nutrido fuego. Para atravesar la cortina de fuego nos pegamos más al río. Figuichov iba delante. Lukashévich y yo, detrás de él, a ambos lados.

Por el puente de pontones pasaba una columna de soldados. Al vernos, saltaron al agua sin cuidarse de no mojar el uniforme nuevecito.

Dejamos a nuestras espaldas el puente, pero la artillería antiaérea seguía disparándonos. Al ver delante un alto saliente de la orilla. Lukashévich pasó a mi lado, y yo encabrité mi aparato para no chocar con él. En ese momento vi en el capó los fogonazos de dos estallidos. Sin captar aún el rateo del motor, tiré de la palanca y apenas me dio tiempo de enderezar el aeroplano junto al agua. Mi avión comenzó a estremecerse. Estaba claro: mis compañeros seguirían el vuelo y regresarían al regimiento, y yo me desplomaría o en aquel momento, si el motor se paraba, o algo después, ya en la orilla atestada de tropa enemiga.

Cara a cara, el peligro se ve de manera completamente distinta que desde la barrera. Por eso no sentí miedo. Por lo visto, lo destierra el intenso funcionamiento del cerebro, la extrema tensión nerviosa.

El motor iba perdiendo fuerza por momentos, y las palas de la hélice apenas si hendían ya el aire. Los fascistas, que acababan de espantarse de nosotros, ahora se alegraban de ver que a mi aeroplano le faltaba poco para rozar el agua con la hélice.

Luego de alejarme del puente, viré suavemente, con pequeña inclinación izquierda, y tomé rumbo al sureste. Allí, al sur de Kishiniov, parecía que las tropas enemigas aún no habían llegado al Dniéster.

El aeroplano daba sacudidas y se sostenía a la velocidad mínima. A duras penas traspuse unas colinas y fui escrutando con ansiedad cada campo, pues en algún sino debería aterrizar. ¿Y cómo me recibiría aquella tierra, como una madre amorosa o como una madrastra?

Abajo se veían cerros poblados de árboles. Allí no se podía aterrizar. Y el motor fallaba, la hélice se detendría de un momento a otro. Entonces me desplomaría donde me pillase el instante fatal. Quise cruzar otro cerro más por si al otro lado se veía algún rodal liso. Por ventura, ofrecióse realmente un valle.

Me dispuse a hacer el aterrizaje forzoso: me quité las gafas de vuelo para no herirme los ojos en el golpe contra el suelo y me apreté las correas de sujeción. El presentimiento de un golpe contra el suelo da escalofríos y produce cierto malestar en los hombros.

De pronto vi que por la dirección hacia donde yo conducía el aeroplano avanzaba una columna de tanques y camiones con infantería enemiga. ¿Qué hacer? No me quedaba otra salida que aterrizar en un montículo cubierto de árboles. Y eso, si llegaba. Necesitaba sólo unos segundos. ¿Aguantará el motor sin aceite ni agua? ¡Pues aguantó! Se paró encima mismo del montículo. Cesaron las sacudidas, dando paso a un tétrico silencio.

Hice que el aeroplano se desplomara sobre los árboles. Solté la palanca de mandos y me aferré con ambas manos a la parte delantera de la cabina.

Oí el crujir de los árboles rotos y me sentí lanzado a derecha e izquierda. Un golpe y... perdí el conocimiento.

Cuando me recobré, me chillaban los oídos. Abrí los ojos y miré en derredor. El polvo aún no se había posado. A mi lado, el tronco partido de un árbol y cerca de allí, los restos del aeroplano, un ala se había desprendido. El empenaje también estaba tirado a un lado.

Tenía que soltarme en seguida las correas y el paracaídas. Salí por fin de la cabina y sentí en el acto un fuerte dolor en la pierna derecha. Saqué la pistola y la amartillé. Los alemanes andaban por allí: era preferible morir que pasar la vergüenza de caer prisionero. No pude menos de evocar el relato del teniente canoso. ¿Y si, de improviso, me fallaban todos los cartuchos? Bajé la pistola y presté oído.

No se oía nada más que el trinar de los pájaros y el sordo rugir de los motores de los tanques. Por lo tanto, el enemigo aún estaba lejos. Yo tenía que meterme en el bosque y abrirme paso hacia los míos.

Miré por última vez lo que había quedado de mi avión, que me había servido lealmente. Ya había cumplido bastantes servicios de guerra y no me había fallado ni una sola vez ni abandonado a mi suerte en momentos de apuro. Incluso ahora había hecho todo lo que pudo para salvarme. ¡Adiós, viejo compañero de brega!...

Caminé todo el día hacia el este por un bosque desconocido. Iba saciando el hambre con trocitos del chocolate que me había entregado el médico. Un riachuelo aplacó mi sed y, por la noche, me sirvió de seguro lazarillo, pues corría hacia el Dniéster, hacia donde yo me abría paso.

Al romper el alba vine a parar a unas viñas y decidí acostarme. El dolor de la pierna era insoportable. Me despertó el traqueteo de un carro. Salí de la viña y vi que por allí pasaba un camino tras el que se extendía un campo hasta otro bosque. Cerca de allí, un campesino segaba centeno. Me acerqué a él con cautela y me puse a observarlo. Llevaba un sombrero negro raído, una camisa gris de rudo lienzo y pantalones remendados, "Es un campesino pobre. Por lo tanto, no me delatará" —concluí y salí de mi escondite.

Al verme, el campesino se asustó.

—       No tema —lo tranquilice—. Soy un aviador soviético. ¿Hay alemanes en el pueblo?

—       No.

—       ¿Dónde están los nuestros?

—       No lo sé. No hay nadie. Se han marchado todos.

Tranquilo ya, el moldavo cortó y me ofreció una rebanada de pan de maíz. Me la comí tan absorto que no me di cuerna de cómo se acercó una chiquilla y me tendió varias peras en la mano. Yo le acaricié en silencio los negros cabellos.

El moldavo me acompañó al pueblo y señaló una casa con techumbre de tejas. Hasta hacía muy poco, allí había estado el Soviet rural.

En un banco, junto al Soviet rural, había varios hombres sentados. Mi aparición los desconcertó. Luego rompieron a hablar animadamente en su lengua. Por sus ademanes y miradas, comprendí que entre ellos no encontraría amigos. Así fue. Se negaron en redondo a llevarme al Dniéster. Y sólo cuando les amenacé con la pistola encontraron caballo y carro.

Me llevó un sombrío moldavo de avanzada edad. Cuando llegué a la estación de Kaushany, donde aún había fuerzas nuestras, lo dejé marchar.

—       ¿Cómo se las ha arreglado para salir de allí? —Se extrañaban los soldados de infantería—. Pero si en esa carretera ha habido hace poco un combate.

Esbocé una sonrisa por respuesta. En aquel momento me era completamente igual lo que hubiese ocurrido en la carretera. Volvía a ver a gente soviética, había llegado al lado del último convoy que se retiraba hacía el este.

Falté del regimiento tres días, plazo más que suficiente para dejar de esperar el regreso de un aviador que saliera en servicio de guerra, incluirlo en la lista de los caídos y tomar de recuerdo alguno de sus objetos personales.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recibí la orden de ponerme en tratamiento y descansar. Por el momento, como hecho a intención, se detuvo mi vida guerrera para que yo recapacitara bien en todo lo que había pasado en el frente.

La costumbre de meditar y buscar soluciones me la habían inculcado en la escuela fabril. Le estoy muy reconocido, sobre todo, al ajustador que tuve por maestro. Cuando le mostraba una pieza pulida ya, él la contemplaba atento y me decía con calma y tono paternal:

—       La has pulido bien, pero no has guardado con exactitud las proporciones.

—       Es exactamente igual que la del plano —objetaba yo.

—       Lo veo. Además, la has medido hasta con el micrómetro. Y a pesar de todo, tendrás que rehacerla.

Me volvía al banco, medía de nuevo la pieza y descubría de improviso alguna inexactitud, si bien insignificante. Mí flaco y canoso maestro vestido con mono corriente me parecía un mago: veía a simple vista lo que yo buscaba con instrumentos en las manos. Su intransigencia me hacía enfrascarme y ser siempre exacto en el trabajo, estudiar con mayor atención los planos y calar en todas las sutilidades de su especialidad. Mi maestro encauzaba hábilmente mi aplicación y curiosidad hacia el terreno de las invenciones. Poco después, mis amigos de la escuela de oficios empezaron a llamarme Alexandr el Ingeniero.

Guardo desde entonces la afición a los cálculos, a meditar en lo hecho y en lo que está por hacer. Los primeros fracasos en el tiro a blancos terrestres y aéreos (fue antes de la guerra, cerca de Odessa) me hicieron tomar lápiz y papel. Conocía las armas, pero no sabía calcular con exactitud el ángulo de puntería ni la distancia. Y sin eso es imposible hacer la corrección debida. Tuve que rellenar esta laguna de mi preparación. Desde que lo conseguí, ya no he marrado más el blanco.

Pues bien, estando de tratamiento, decidí reunir y meditar en torno a los primeros granitos de experiencia de la guerra, recorrer una vez más con el pensamiento las rutas voladas con mi escuadrilla. Ante todo me interrogué: ¿por qué me habían batido tantas veces los enemigos? Me parecía que dominaba el aparato y las armas, que nadie me podía echar en cara timidez, que mi aeroplano, en suma, tampoco era malo... ¿Por qué, pues, volvía tan a menudo con impactos, y la última vez incluso a pie? ¿Qué pasaba?

Había estado a dos dedos de la muerte. Efectivamente, en aquella ocasión me metí yo mismo en la ráfaga del ametrallador y radiotelegrafista enemigo. Tras de atravesar el parabrisas del Mig, una bala había dado en el colimador, y éste me salvó la vida. ¡Pura casualidad!

No pude menos de recordar que en situación análoga había muerto Yákovlev, un aviador de nuestro regimiento.

A Kotovsk se dirigía una escuadrilla de bombarderos enemigos. Nosotros nos hallábamos cerca de la ciudad y por eso recibimos la noticia de aquella incursión como una señal para la autodefensa. Los Migs remontaron el vuelo uno tras otro.

Cuando hubimos tomado altura, vimos que la estación de Kotovsk ardía ya. Habíamos hecho tarde. A pesar de todo, seguimos volando. E hicimos bien. Después de lanzar las bombas, los Junkers rehacían la formación. Cuando nos vieron, estrecharon filas y abrieron fuego con las armas de a bordo. Era muy difícil acercarse a ellos.

De pronto, uno de nuestros cazas se adelantó y. atravesando el alud de balas trazadoras, se abalanzó contra el bombardero de cabeza. Fue Yákovlev. Difícil es decir qué guiaba sus actos. ¿El odio al enemigo y la sed de venganza? ¿El afán de ser el primero en arriesgarse y arrastrar en pos de sí a los demás? Una cosa estaba clara: que el arrebato de Yákovlev había sido noble. Había obrado como el valiente soldado de infantería que alza a sus compañeros al ataque a la bayoneta.

Yákovlev no llegó vivo hasta el avión enemigo de cabeza. Recibió la muerte durante el picado. Pero el cálculo del héroe había sido exacto. El Mig-3, dirigido por su mano, impactó en el bombardero alemán. Los otros Junkers, rompiendo la formación, se tiraron cada uno por su lado. Nuestros cazas se lanzaron sin demora sobre ellos. Poco después, en el suelo se elevaban ocho columnas de humo. El último de estos nueve Junkers fue derribado ya más allá del Dniéster.

Aquel día obtuvimos una gran victoria. Y sólo merced a nuestro alférez Yákovlev, pues al derribar al jefe de la escuadrilla enemiga, la dejó sin dirección y paralizó la voluntad de los otros adversarios. Con su heroísmo animó a sus compañeros de combate. Y muriendo, había asegurado la victoria a los vivos.

Al día siguiente enterramos a Yákovlev allí donde cayó. Le había dado una bala en la frente. En el cristal de la cabina, a dos dedos del colimador, se veía un solo impacto. No tuvo suerte el piloto. No lo salvó el colimador.

Al recordar el caso ocurrido a Yákovlev, pensé en una defensa frontal más segura del caza, en un cristal blindado. ¡Cuánto valor daría esa defensa a los pilotos y cuántas vidas salvaría!

"Y también es una gran falta — reflexionaba yo— que nuestros aviones no estén dotados hasta la fecha de radio. Por eso nos sentimos sordomudos en el aire. El único modo de conversación que podemos utilizar es el alabeo. Para tener alguna comunicación entre nosotros, nos vemos obligados a volar pegados los unos a los otros, y las formaciones compactas privan al piloto de libertad de maniobra. ¡Cuántas desgracias podrían evitarse con una sola palabra lanzada a tiempo al éter!"

La falta de comunicación por radio puso a nuestra aviación de caza en una situación muy difícil. Los receptores y transmisores instalados en algunos aparatos de jefes eran aparatosos e incómodos y no garantizaban la dirección segura y flexible de los aviones en el combate.

Me preocupaba también mucho el problema de la formación aérea. ¿Qué había ocurrido, si no, cuando me derribaron a mí? En la zona del fuego antiaéreo, nosotros volábamos en patrulla. Cuando Lukashévich torció en mi dirección, para no chocar con la orilla, yo me vi obligado a hacer una candela, entonces fue cuando me dio el proyectil.

Los pensamientos se sucedían unos a otros...

Al segundo día de mi regreso al regimiento, me negué a permanecer acostado en la cama, me vestí y me fui a dar un paseo por Mayakí. Entré en un comercio a comprar un cepillo y polvos de los dientes. Compré también una libreta para anotar algunos de mis pensamientos, cálculos y conclusiones sacadas de los combates aéreos.

Una vez vino a verme directamente desde el aeródromo un grupo de pilotos. Estaba sentado a la mesa, anotando algo en la libreta. Y me enfrasqué tanto que no oí entrar a mis amigos.

De pronto oí a mis espaldas un susurro burlón:

—       ¡Chitón! No molestéis, Alexandr está escribiendo una novela.

—       En dos partes —ironizó en voz más alta Figuichov—. La titula “Del Prut al Dniéster”. Primera parte: Cómo caminé o pié. Segunda: Cómo seguí en carro.

—       ¿Qué estás escribiendo? — me interrogó Diachenko.

—       Nada de particular: algunas notas y deducciones —repuse, evasivo.

—       ¿Y a qué deducciones has llegado?

—       Depende de las cuestiones de que se trate.

—       Vamos, en general, de la vida y de la guerra... Porque es eso lo que te preocupa, ¿no?

—       No. Sencillamente, estoy analizando nuestra experiencia. Me interesa, por ejemplo, este problema: uno derriba un aeroplano ¿Vale la pena mirar dónde cae?

—       Y a ti ¿qué te parece?

—       Creo que es mejor no mirar.

—       ¿Por qué?

—       Para no verte tú mismo en el suelo, al lado del caído.

Mis compañeros se pusieron serios, pensativos. Alguien dijo:

—       Sí, pero eso no sólo ofrece interés, ¡sino que es necesario! Al regresar al aeródromo hay que dar parte de dónde ha caído el enemigo que tú has derribado.

—       ¿Y para qué? —objeté—. El que tú has derribado lo ven otros. Y tú, luego de haber abatido a un adversario, mira con atención dónde hay otro.

—       Bien, Alexandr, sigue escribiendo —resumió Figuichov la conversación—. Esa novela nos será útil. Por lo que se ve, la guerra se despliega en serio y para largo. Para quedar con vida, hay que tener cabeza en el combate.

—       Y para tener cabeza en el aire —agregué yo en tono amistoso—, hay que prepararse en el suelo, Valentín.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al tercer día me tiró el aeródromo. Fui de un lugar de estacionamiento a otro. Al lado de cada uno había una choza enmascarada entre el maizal. Entré en una y vi un lecho de hierba, un capote en vez de manta y una funda de avión en vez de almohada. Resultó que los mecánicos dormían al pie de los aeroplanos. Cada cual tenía su reservita de herramientas, tuercas, tornillos, duraluminio, en suma, un pequeño taller. Durante el día, cuando los aviones se iban de servicio, los peritos y los mecánicos se reunían y arreglaban los aparatos averiados en los combates.

Junto a uno de esos Migs vi a unos diez mecánicos.

—       ¡Ah, aquí viene el amo! —exclamó Kopylov, el ingeniero de la escuadrilla—. Nos han mandado que lo preparemos para ti — agregó, señalando con la cabeza el aparato, que había pasado por muchas refriegas.

—       ¿Cuándo podré probarlo?

—       Hoy mismo, si no te molesta el bastón.

—       No me molesta.

—       Entonces date un paseo mientras tanto. Cuando esté listo el aparato, te avisaré.

Seguí caminando. Al ver que el mecánico armero estaba haciendo algo junto a su choza, me detuve. Trabajaba ensimismado, entonando en voz baja una canción. Vi que había soldado un soporte a un elevador de las alas, parecido a un gato grande, y estaba colocando encima una ametralladora BS, retirada, a todas luces, de un avión destrozado.

—       ¿Qué estás amañando? — le interrogué, sentándome a su lado en un cubo vuelto.

—       Adivínelo, camarada primer teniente—repuso él en serio.

—       Es difícil adivinarlo. Si te propones cazar patos silvestres, hasta el otoño aún falta mucho.

—       Hasta el otoño aún falta mucho, pero el frente está cerca. Y en el aeródromo no hay ni un antiaéreo.

—       ¿Es que te propones derribar Junkers con este artefacto casero?

—       A falta de pan, buenas son tortas. Si me diera tiempo de acoplarle un colimador, hoy mismo probaría ya esta ametralladora.

Las manos grasientas y llenas de arañazos del mecánico estaban en constante movimiento. Tenía prisa por hacer lo más que pudiera mientras la escuadrilla estaba de servicio.

—       Puestos así, déjame que te ayude —me ofrecí—. En tiempos, yo sabía hacer cálculos. A lo mejor no me he olvidado.

—       ¡Cómo lo va a olvidar, con la práctica diaria que tiene!

Dibujé el retículo del colimador, calculé el radio y dejé el papel encima del cubo. Pero el viento se lo llevó hacia la maleza. Yo no quise recogerlo, y parecía que el mecánico tampoco mostraba interés por mi bosquejo.

A decir verdad, yo ponía en duda la eficacia del proyecto del armero, pero le dejé hacer. Si venían aviones enemigos, al menos los asustaría con balas trazadoras.

La escuadrilla seguía sin volver del servicio. Los minutos de espera se prolongaban muchísimo. Resultaba que en el sucio el tiempo transcurre con más lentitud que en el aire.

¡Venían! Con la respiración entrecortada conté y reconté los aviones... Faltaba uno. Un mecánico determinó por los números que faltaba el de Dovbnia, piloto de mi patrulla Renqueando, me apresuré hacia el primer aparato que rodó al lugar de estacionamiento. Me enteré de que a Dovbnia le habían dado los antiaéreos cerca de Ungheni. Todos lo habían visto descender en paracaídas.

La memoria me evocó las colinas y los campos de Moldavia y las carreteras llenas de tropas alemanas. ¡Difícil, muy difícil le sería a Dovbnia abrirse paso hasta los nuestros! La línea del frente pasaba ya por el Dniéster. ¡Ay, amigo mío, con lo poco que hada que me habías leído, más contento que unas castañuelas, una carta de tus padres, remitida desde la profunda retaguardia! ¿Cuándo te veríamos? ¿Volveríamos a verte alguna vez?...

De mi patrulla quedaba sólo Diachenko, ¿Cómo se sentiría sin mí y sin Dovbnia? ¡Las veces que nos habíamos ayudado mutuamente! ¡Basta, yo tenía que emprender aquel día un vuelo de servicio! Por amistad con Leonid Diachenko, por vengar el abatimiento de Piotr Dovbnia...

El ingeniero me presentó de buen grado el avión para que yo lo probase. Tiré el bastón, me sujeté el paracaídas y monté en la cabina

El Mig se comportó de manera intachable durante el despegue, pero cuando tomé altura, no pude replegar el tren de aterrizaje. El sistema retractor funcionaba normalmente, pero no agarraban las uñas. Hube de aterrizar en seguida. Cuando el ingeniero y los peritos arreglaron el defecto, desde el puesto de mando se comunicó por teléfono que se aprestase la escuadrilla para bombardear Bieltsi. Nuestro propio aeródromo, sí, en el que ahora se estacionaban aviones alemanes, era el que teníamos que bombardear. Aviones de nuestro regimiento ya habían volado allá, y en el campo de aterrizaje se veían ya embudos abiertos por las explosiones de bombas nuestras; allí había perecido Stepán Nazárov durante un encarnizado combate entre seis Migs y dieciocho Messerschmitts.

El recuerdo de Dovbnia y Nazárov y el deseo de ser un apoyo moral para Diachenko me hicieron reincorporarme en el acto a filas y salir con la escuadrilla. El jefe de la plana mayor del regimiento me dio permiso. Monté en el aparato, rodé a la línea de salida y. cuando hubieron despegado las dos primeras patrullas, aceleré. El motor tiraba bien, la velocidad aumentaba rauda, el aparato alzaba ya la cola, dispuesto a despegar del suelo, cuando, de pronto... En ese preciso instante se detuvo de improviso el corazón del aeroplano.

La pista se acababa. Ya no quedaba terreno para correr. Apreté los frenos y, virando a uno y otro lado, detuve como pude el aparato al borde del maizal. Me quedé sentado en la cabina, pensando por qué habría fallado el motor. Miré a los instrumentos de a bordo. Marcaban suficiente cantidad de gasolina y aceite. Palpé las llaves, y todas estaban abiertas. A la sorpresa siguió una sensación de inseguridad en mí mismo. ¿Sería posible que en seis días me hubiese olvidado de pilotar el Míg?

Acudió Ivanov en su coche y me interrogó:

—       ¿Qué ha pasado, Pokryshkin?

—       No lo entiendo, camarada jefe. Se ha parado el motor.

—       ¿No habrás confundido las llaves y cerrado la del combustible?

—       Parece que no. Lo he hecho todo como es debido.

El comandante Ivanov me miró fijamente y me ordenó con voz descontenta:

—       Apártate de aquí cuanto antes y deja libre el campo.

No sé qué pensaría él, pero yo me sentía peor que mal. En los ojos de los mecánicos que se acercaron también leí la duda.

Cuando rodé hacia mi lugar de estacionamiento, el ingeniero Kopylov se subió al ala y me interrogó alarmado:

—       ¿Qué pasa?

—       Se ha parado el motor durante el despegue.

—       Déjame que pruebe.

El ingeniero puso el motor en marcha, metió a fondo la manecilla del acelerador y se oyó un estrepitoso rugido, como si el aparato ascendiera por una pronunciada cuesta, haciendo estremecerse el aire.

—       ¡Ahí lo tienes! —exclamó Kopylov. Cerrando la mano y levantando al pulgar en señal de que el motor funcionaba a la perfección, y desconectó el encendido—. Por lo visto, te ha hecho mella el paseo por Besarabia.

Volvieron a detenerse en mí las miradas de recelo. Y de nuevo se me oprimió el corazón. ¿Sería posible que todos pensaran que me había entrado miedo y los quisiera engañar?

—       ¿Qué quieres decir con eso? — de oír esta alusión se me cortaba el resuello—. ¡Yo lo he hecho todo bien! Trae que lo pruebe otra vez.

Me metí en la cabina y puse el motor en marcha, que funcionó como un reloj. Kopylov esboza una sonrisa irónica. Yo retiré y adelanté la manecilla del acelerador. De pronto, el motor estornudó y se detuvo.

Kopylov volvió a meterse en la cabina. Pero el motor ya no se puso en marcha.

—       ¡Aclarad eso! —voceó Ivanov.

Por el momento, se abstenía de dar su opinión. Pero ya tenía claro que los depósitos estaban llenos, y el combustible no pasaba.

Los mecánicos se pusieron a arreglar al punto el desperfecto, y yo caminaba por el lado del aparato sin poder sosegarme. Si el motor se hubiera parado instantes después, yo habría quedado enterrado debajo de los restos del avión. ¡Qué absurdo! Haber pasado tantas pruebas, llegar hasta mi aeródromo y estrellarme tontamente durante un despegue.

No se tardó en descubrir la causa de la falla del motor. Resultó que, al montarlo, habían colocado mal las válvulas de retención en el tubo de la gasolina. Por eso, el combustible de los depósitos de los planos centrales no pasaba al posterior, desde el cual era impelido por las bombas de la gasolina. Lo que fluía por fuerza natural se consumía con rapidez, y el motor se paraba.

—       ¡Te voy a enviar a los tribunales! —gritó el jefe del regimiento al mecánico que había sustituido a Vajnenko—. ¡Por poco no se han estrellado el aparato y el aviador, torpón!

El mecánico estaba de pie, pálido y desconcertado, sin saber qué decir para justificarse.

— No hay motivo para entregarlo a los tribunales, se trata de un error —intercedí—. La gente se ha dado prisa, y los aparatos aún no están muy estudiados. Limítese a sustituirlo.

Ivanov montó en el coche, se alejó un poco y volvió a detenerse. Entreabrió la portezuela y gritó:

—       Pokryshkin, que cuide Vajnenko de tu avión.

—       ¡A sus órdenes! —respondí.

—       ¡A sus órdenes! —repitió Vajnenko detrás de mí, resplandeciente de alegría.

Mientras arreglaron mi aeroplano, la escuadrilla retornó del servicio. Al abandonar el aeródromo, nosotros sabíamos ya que a la mañana siguiente habríamos de volar de nuevo a Bieltsi. El Estado Mayor de la división seguía enviando aviones a un mismo tiempo y por un mismo rumbo. Aún había quien no comprendía que aquello no tenía ni píes ni cabeza.

 

     
 

 
     
 

Por la mañana, Vajnenko me dio parte con recalcado celo de que el avión estaba listo para los vuelos. Subí con buen ánimo a la cabina del remendado Mig y rodé a la línea de salida. El motor funcionaba al máximo de revoluciones.

...Tomamos rumbo al aeródromo de Bieltsi. Sokolov había decidido asestarle el golpe por sorpresa, a vuelo rasante. Iba en cabeza con sus puntos y fue el primero en ver a lo lejos la conocida silueta de la ciudad.

Tras de dar un tirón para poder lanzar las bombas, nos abalanzamos con toda la escuadrilla sobre el objetivo. Abajo, delante, líneas de Messerschmitts, Junkers, Henschels y cisternas. Les cayó un chaparrón de bombas. Explosiones, llamas, humo... ¡Que se acordaran de nuestra venganza!

Mientras Sokolov daba la secunda pasada, Diachenko y yo atacamos las baterías antiaéreas del enemigo. Había muchas alrededor del aeródromo. Después de nuestro ataque, los soldados alemanes se dispersaron por sus trincheras, y las piezas se callaron un rato. Advertí que un Messerschmitt rodaba hacia la línea de salida y metía motor a fondo. Me lancé contra él, piqué casi hasta ras del suelo y disparé. La hélice del Messers se detuvo. ¡Me pareció poco! Me entraron deseos de verlo arder. Los míos volvieron a regar el aeródromo con el fuego de las ametralladoras. Los Junkers y los Messerschmitts estaban inmóviles, indefensos.

Los Migs destacados para el asalto dieron la última pasada, ametrallando los lugares de estacionamiento y tomaron rumbo al Este a poca altura. Por la fuerza de la costumbre, los seguí con la vista y los conté. ¡Qué raro! No sé por qué conté dos de menos. Todo el tiempo daban pasadas seis aeroplanos, y ahora veía sólo cuatro. ¿Se habrían alejado antes los otros dos? Eso suele ocurrir cuando los antiaéreos averían algún aparato o hieren al piloto. Volví a otear el cielo. No vi ningún apáralo. Diachenko y yo picamos sobre una batería de antiaéreos y disparamos las ametralladoras, luego alcanzamos la escuadrilla en vuelo rasante. Volví a contar los aparatos. Seguían siendo cuatro.

La buena impresión del afortunado asalto dio paso a la inquietud. Recompuse en la memoria la escena de la incursión al aeródromo. Los antiaéreos no podían haber derribado de golpe dos Migs. Lo hubiéramos notado al momento. ¿No habrían chocado entre sí y caído? ¿Cómo explicar, si no, aquella enigmática desaparición de dos aviones? Era inverosímil. Habíamos salido ocho aparatos y retornábamos seis. ¿Habría dejado de ver yo algo cuando piqué sobre la batería antiaérea?

Nos dispusimos a aterrizar. Diachenko y yo aterrizamos los últimos. Volví a contar. Los otros eran cuatro...

Trajimos al regimiento la buena noticia del golpe demoledor asestado al enemigo y el triste parte de que no regresaban de la misión Sokolov, nuestro jefe de escuadrilla, y Ovsiánkin, su punto.

Cuando nadie de la escuadrilla ha visto cómo ha perecido un camarada, la historia de su desaparición se compone colectivamente, como una leyenda. Los fragmentos de lo visto se completan con conjeturas.

Lo incógnito es peor que el hecho fidedigno, aunque éste sea triste. Oprime más el corazón. No habíamos notado la desaparición de nuestro jefe y de su punto. Faltaban de nuestro lado dos compañeros de pelea. Faltaba Anatoli Sokolov, el predilecto de toda la escuadrilla.

Alguien recordó, a pesar de todo, el momento en que Sokolov y Ovsiankin comenzaron a alejarse, sin saberse por qué en dirección noreste. Parecía que se apartaban, descendiendo, para virar y volver a atacar los lugares de estacionamiento de los aviones enemigos. Después de eso parece ser que no los vio nadie más.

Al otro día, cuando retornamos de un servicio lo primero que huimos fue preguntar si había noticias de Sokolov. Pero ni la plana mayor del regimiento ni el Estado Mayor de la división tenían ningún dato.

El desconocimiento del paradero de nuestros camaradas nos deprimía y agobiaba. Me desprendí del paracaídas, me apoyé en el plano del avión y me quedé tan pensativo que no oí como se acercó Ivanov.

—       ¿Por qué andas tan alicaído? —me interrogó, cuando se apeó del automóvil.

—       Mal van nuestras cosas, camarada jefe—respondí sin poder reprimir mis sentimientos—. Si seguirnos combatiendo así, nuestra escuadrilla va a quedar en cuadro en poco tiempo.

—       Es la guerra, Pokryshkin... —respondió, evasivo, el jefe del regimiento.

—       Sí, eso es verdad —otorgué—. Pero dígame, ¿por qué nos envían a asaltar aeródromos en pequeños grupitos? Allí hay muchos antiaéreos, y nosotros somos dos o tres patrullas los que vamos. Y nos van derribando de uno en uno o de dos en dos, hasta acabar con nosotros ¡Deberíamos descolgarnos todo el regimiento en pleno!

—       ¡Querido mío! —exclamó Ivanov, aproximándose más a mí y poniéndome la mano encima del hombro—. ¿Te crees que no lo comprendo? ¡Lo comprendo perfectamente! Pero has de saber que me gano buenas reprimendas por enviaros en escuadrilla y no en patrulla. ¡En los estados Mayores tenemos estrategas a montones! No te aflijas, pronto marcharán las cosas como es debido. Pero te ruego que no digas delante de los otros lo que me acabas de decir a mí. Sin necesidad de eso hay ya quien te mira mal. ¿Entendido?

—       Entendido, camarada jefe.

—       Pues en eso quedamos. Y ahora prepara la patrulla para acompañar a tus viejos conocidos de bombardeo.

—       ¿Los Su-2?

—       Eso de no olvidar a los conocidos está muy bien —sonriose Ivanov—. Al norte de nosotros la situación es muy alarmante. Los bombarderos van a destruir los cruces enemigos del río en la zona de Moguiliov-Podolski.

Ivanov siguió su camino hacia el lugar contiguo de estacionamiento. Y yo tenía que emprender el vuelo a la zona del norte de Kotovsk. ¿Qué situación había allí? ¿Sería la posible que los alemanes se hubieran abierto paso a través del Dniéster?

Yo llevaba un peso en el alma.

 
     
 

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