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  ALEXEY GRINCHIK (1912-1946)

Piloto de pruebas de primera clase

 

 

ANATOLI AGRANOVSKI es un conocido periodista soviético. Su relato documental Con los ojos abiertos se publicó en 1961 en la revista literaria Oktiabr, y luego en edición suelta, con gran tirada, en la Editorial El Escritor Soviético.

 

Anatoli Agranovski

 

CON LOS OJOS ABIERTOS

 

Relato documental

 

EXPRESIÓN DE CARIÑO

 

¿Cómo adquiere renombre un aviador?

 

Volando.

 

De nada le valdrá ponerse en primera fila. Sólo volando, mostrando en el aire de lo que es capaz.

 

Admitamos que uno tiene protectores en el aeródromo y que ellos interceden en su favor y le abren camino con empeño. Bueno, ¿y qué? Eso le servirá para recibir un aparato nuevo, un ejemplar raro. Que monte y vuele en él. Si lo sabe domar, lo destacarán y, como él soñara, sobresaldrá entre muchos. Mas debe tener en cuenta que el vuelo es peligroso. Este nuevo aparato ha sido estudiado en laboratorios, ha estado sometido al "soplo" de túneles aerodinámicos, pero nadie sabe cómo se comportará en el aire. Si lo supieran, ¿qué falta haría entonces probarlo? Quizás no obedezca a los mandos, tal vez se le desprenda un plano a la velocidad máxima, puede declararse un incendio en vuelo. Muchas son las cosas que pueden suceder: pues uno es el primero en volarlo... Que monte y vuele.

 

Uno debe saber que no podrá fingir. Podrá pasar por valiente un fanfarrón y por héroe un atrevido en la retaguardia. Pero en el frente todo queda en su lugar: el valiente es allí valiente, y el cobarde, cobarde. En un aeródromo de pruebas se vive siempre en estado de guerra: ayer, hoy y mañana. Si uno es verdaderamente valiente, que vaya: habrá un aparato esperándolo.

 

Volará solo. Solo y a la vista de todos. Y no se apreciará el trabajo común, en el que no se ve qué ha hecho cada cual, sino el vuelo de uno, y sólo el vuelo... Si aún sigue creyendo en sus fuerzas, que monte y vuele. Pero si vuela mal, lo retirarán en seguida del aeródromo. ¡Por el bien de su preciosa vida!

 

Pero si vuela bien... Que tenga en cuenta que no basta con ser valiente una vez. Muchos son, quizás, los que pueden reunir todas sus fuerzas en un momento de peligro y dominar por un instante el miedo. Aquí es más complicado. Si uno vuela bien, será bien acogido. Y confiarán en él: le darán a probar otro aparato. Aún más difícil.

 

Si uno tiene fuerzas suficientes para mantener esa guerra diaria contra los caprichos de los aparatos, contra el cielo y contra uno mismo, que vaya. Y si vuela bien, darán las gracias a quienes lo hayan recomendado: no habrán hecho las gestiones en vano, el país necesita a probadores. Sí uno sueña con hacer carrera, la podrá hacer con sus vuelos. Pero no llegará a ser un arribista, pues perderá todos los aditamentos. ¿Quería dinero? Pues lo tendrá: la labor del probador se paga bien. Mas no es de las que se puedan emprender en aras de los placeres de la vida. ¿Es la sed de fama lo que lo atrae?... Ante todo, pongámonos de acuerdo respecto a qué es la fama. Si uno sueña con que lo reconozcan al pasar por las calles, y que las chicas lo esperen con ramos de flores ante la puerta de su casa, que se desengañe. Que se haga entonces tenor lírico o, mejor aún, artista de cine: a esos no les dejan dar un paso en la calle. ¿Conoce alguien los nombres de los mejores pilotos probadores?... No, aquí no alcanzará uno ruidosa celebridad. Por más que si uno es vanidoso ¡ podrá vanagloriarse a sus anchas! Mas eso no será jactancia: hablar de peligros reales, vividos de verdad, no significa hacer alarde. Y aún pongo en duda que uno quiera entretener la indolente curiosidad de alguien, revelándole su intimidad. En cuanto a los amigos, se enterarán de todo sin necesidad de que uno se lo cuente: están siempre al lado.

 

Así, pues, que reúna en un manojo las mejores cualidades que posea: voluntad, aguante, serenidad, valentía y fidelidad a la patria, y que vaya. Su porvenir está en sus manos, que vuele. Puesto en esa senda, conquistará el respeto de los camaradas, la gratitud del pueblo y el modesto nombre de piloto probador.

 

Este breve relato trata de los pilotos probadores. No hay nada inventado. Los personajes presentados en estas páginas llevan sus nombres verdaderos. Porque, a juicio mío, no se pueden "inventar" destinos como los descritos, ni hay motivo para ello, cuando la propia vida nos da a conocer a héroes. He visto a estos hombres, he estado en la fábrica en que trabajan y en sus casas, en los laboratorios y en el aeródromo, y me he hecho amigo de muchos de ellos: que"queden como los he conocido y recuerdo. Y si no logro unir todos estos destinos en un "tema único", me consolará otra cosa: el lector sabrá que todo lo descrito ha ocurrido en realidad. Me queda por añadir que profeso cariño a las personas de las que escribo.

 

 

LA TAREA

 

A principios de agosto de 1945 llaman del Comisariado del Pueblo de la Industria de Aviación al piloto probador de primera clase Alexéi Nikoláievich Grínchik. Va allá por la mañana. Se pone el traje nuevo marrón, con el cual aparenta ser aún más ancho de espaldas, cosa que él sabe, y una camisa de blancura deslumbrante, que su mujer le ha preparado la víspera. A Dina le agrada que su marido vaya elegante. El disimula acceder a toda esa "gala" por complacerla. A Dina no le inquieta que llamen a su marido del Comisariado del Pueblo, pues desde que Grínchik es subjefe de vuelos, tiene que ir allí con frecuencia. El no dice a su mujer que en esta ocasión no lo llaman simplemente del Comisariado, sino a comparecer ante el Comisario.

 

Dina sale al portalillo a despedirlo. Tiene esa costumbre: a dondequiera que él vaya (no sólo a volar), ella siempre sale a despedirlo. Y a esperarlo también. La mañana empieza con sol, despejada. Todo está en calma; el aeródromo aún calla. La mujer vuelve a revisar con discernimiento el traje de su marido. Grínchik está elegante. El cuello blanco hace resaltar lo moreno de su piel. Ella le arregla el cuello, le sacude una mota imperceptible de un hombro y detiene en él su cálida mano.

 

- Alexéi, ¿verás al Comisario?

 

- Es posible -responde.

 

- Deberías hablar con él.

 

- ¡ Otra vez la misma cantinela!

 

- Si viene a cuento, hombre.

 

- No vendrá.

 

- No te enfades, Alexéi. No se puede vivir como vivimos. Te preocupas sólo del trabajo; de ti no piensas. Tienes derecho no ya a solicitar, sino a exigir. ¿Es que no te lo has merecido?

 

- Muchos se lo han merecido.

 

- Otros viven en Moscú. Ayer encontré a Katia Láptieva, ¿te acuerdas de ellos? Pues se mudan de casa dentro de unos días...

 

- Escucha -le dice-, ¡no será Grinchik quien pida un apartamento al Comisario!

 

De camino a la ciudad, Grinchik intenta adivinar para qué lo querrán en el Comisariado. No recuerda haber incurrido en falta alguna y, al parecer, tampoco ha alcanzado ningún éxito extraordinario. Sigue poniendo a punto aparatos viejos, ha comenzado las pruebas de otros dos nuevos, de transporte; hasta la fecha no se han recibido más aparatos nuevos, aparatos que tengan algo de particular. Además, el último mes él ha faltado del aeródromo, pues ha estado descansando en la costa de Crimea. ¿Para qué lo llamarán? Al enterarse de la llamada, Mark Galái le ha dicho el día anterior: "Está claro. Te nombran jefe del Departamento. ¿Y por qué no? Con ese tostado.. ."

 

- Lo hemos llamado para proponerle un trabajo importante y de gran responsabilidad -dice el Comisario-. Se trata, Alexéi Nikoláievich, de que usted pruebe un nuevo caza... A reacción.

 

Así empieza el diálogo. Diálogo sencillo y, al mismo tiempo, desde el punto de vista de la lógica común, algo extraño. Grinchik acepta en seguida la propuesta y da las gracias por la confianza depositada en él y el honor que le hacen. El Comisario concreta la tarea, menciona el nombre del ingeniero aeronáutico, los plazos que se dan y la cuantía de la gratificación. Grinchik expresa que el dinero le tiene sin cuidado, que conoce al ingeniero, acepta la tarea y puede emprenderla mañana mismo. Se entienden a las mil maravillas; no hace falta persuadir al piloto.

 

El tema, pues, está agotado.

 

Y aun así, el Comisario prosigue el diálogo. Quiere, según se expresa, "completa claridad". Dice que la tarea no es ordinaria. Cazas como éste aún no se han visto. Grinchik será el primero en volar en él; y a su lado, en el vuelo, no tendrá a ingenieros.  Por eso mismo lo han llamado a él, porque ha cursado estudios de ingeniería. El probador debe saber que no se pueden dar garantías de nada. Tiene familia: mujer y una hija. Debe ir a ello con los ojos abiertos... Grínchik responde que si necesitara garantías de seguridad, habría elegido otra profesión. De la familia (ya que ha salido a colación) dice que su mujer también se ha casado "con los ojos abiertos": sabe con quién ha contraído nupcias. "¡Me haré cargo del aparato!" -concluye porfiado. Pero el Comisario se reserva la última palabra. Que Grínchik lo piense, conozca los croquis del proyecto, pida consejo y dé respuesta definitiva el día siguiente.

 

Cosa rara; siempre lo mismo; les proponen que hagan las pruebas. ¿Les proponen? Sí, claro. Eso no se hace por mandato. No ha habido ningún caso de mandato. Pero tampoco ha habido ningún caso en el que un probador, un probador de verdad, renuncie a cumplir una tarea.

 

¿Formalismo?

 

Tal vez lo sea. Proponen a uno un aparato, él lo estudia, se prepara para los vuelos y hace las pruebas. No se le ocurre siquiera sumirse en las profundidades de la psicología. "Proponen", "ordenan", ¿qué más dará? Tampoco le viene a la imaginación una cuestión tan sencilla como es la de si tiene derecho a renunciar a un vuelo. Si uno se siente mal, está obligado a declararlo. Si estima que la tarea es defectuosa, debe decirlo sin falta, y se someterá a discusión. Si tiene simplemente miedo, que se meta a gerente de una casa de vivienda.

 

Aun con todo, eso no es formalismo. Porque no va uno a hacer las pruebas cumpliendo una orden, sino siempre voluntariamente, por su libre albedrío, aunque sea la centésima o la milésima vez. De lo contrario no le resultaría nada. No se puede de otro modo.

 

Por más que ahora nos es difícil adivinar los pensamientos que invaden al piloto este día memorable para él. Lo único que podemos decir con seguridad es que no duda. Siente emoción, la impaciencia de la espera y, naturalmente, orgullo: ¡El, Grínchik, ha sido el elegido!

 

Es preciso devolver a las palabras la sonoridad que han tenido: el primer caza a reacción... Cuando Grínchik ha oído esas palabras, se ha debido desencadenar en su seno una tempestad de recuerdos, acaloradas discusiones estudiantiles; las conferencias de los catedráticos acerca del "lejano futuro" de la aviación; los libritos azules que él tomara de la biblioteca, editados en Kaluga "por cuenta del autor", K. E. Tsiolkovski; luego los primeros experimentos, de los que se hablaba en un susurro en el aeródromo, los "extraños" vuelos de Vladímir Fiódorov en "cohete-planeador", antes de la guerra, y los audaces vuelos de Grigori Bajchivanzhí en el primer avíón del mundo con reactor... Ahora se está construyendo un caza a reacción, hace falta un piloto que lo eleve al cielo, y ese piloto será él, Grínchik. ¿Qué aparato resultará? ¿Despegará? ¿Volará? ¿Y cómo volará sin hélice? ¡Pues no tiene hélice, diantre! Un chorro de gases, y nada más. Qué raro, incomprensible... En el despacho del Comisario del Pueblo huele a Julio Verne cuando él pronuncia las palabras: un caza a reacción. Para Grínchik han debido sonar, poco más o menos, como la primera mención de la nave cósmica para el primer astronauta de la Tierra.

 

Pues bien, volará, no le han ocultado nada, arrostrará, si es necesario, cualquier peligro. Con los ojos abiertos.

 

Grínchik torna al aeródromo, mediado el día, y entra en el cuarto de los aviadores. No ha pasado por su casa y sigue vestido de paisano, desabrochado el cuello. Abre la puerta y se detiene en el umbral, mirando a sus amigos.

 

- ¡ Reyezuelos, podéis felicitarme!

 

- ¿Otra condecoración? -inquiere Shíyánov.

 

- ¡Fu! Se iba a jactar él -profiere Víctor Yugánov, el más joven de los pilotos.

 

- Un aumento en la familia -conjetura Anojiñ-. ¿Es hijo?

 

- Yo sé de que va -dice Mark Galái-. Este trafagón y ladino nos ha vuelto a tomar la delantera. Aquí, amigos, huele a nueva tarea. ¡Contempladlo!

 

Grínchik está en pie, resplandeciente, delante de sus amigos. Su aspecto es triunfal y se siente violento. Tal aspecto suele tener la persona agraciada inopinadamente por la dicha y avergonzada de su suerte.

 

- ¡He tenido suerte, reyezuelos! -dice-. ¡Y cuánta! Los "reyezuelos" se sienten picados por la curiosidad.

 

- ¿Un caza?

 

- ¿Un aparato de transporte a gran distancia?

 

- ¿Uno de gran altura?

 

 - ¿Un autogiro?

 

Grínchik esboza una ancha sonrisa.

 

- ¡Uno a reacción! -exclama-. ¡Un caza reactor!

 

Los pilotos rodean al afortunado. Grínchik responde a todos a un tiempo, y la bulliciosa tertulia le ayuda a dominar su turbación. Los aviadores están emocionados de verdad: comprenden perfectamente lo que esta noticia significa para la aviación. Por más que se comportan de distinta manera. Víctor Yugánov expresa sinceramente su entusiasmo: "¡Si me dieran a mí un aparato así" Galái disimula su interés con una chanza: "¿No os decía que es un ladino?" Shiyánov procura mantener un tono despreocupado y diligente y dice que sobrarán también tareas para ellos: "No nos quedaremos sin trabajo". Anojin felicita impetuoso a Grínchik, y luego se calla, poniéndose detrás de todos: debido a una herida grave, no le dejan volar por ahora... Ni que decir tiene que cada uno de ellos hubiera aceptado gustoso la tarea que ha caído en suerte a Grínchik. Y la hubiera aceptado sin titubear, como lo ha hecho Grínchik. Por más que todos tienen por delante tareas parecidas.

 

 

UNAS PALABRAS ACERCA DEL LUGAR DE LA ACCIÓN

 

El aeródromo está oculto en un bosque. Los arces y abedules cercan estrechamente el campo de aviación y, cuando llegan a ellos las ráfagas de viento levantado por las hélices de los aeroplanos, se les caen inmediatamente las hojas. El viento se detiene allí mismo, en el follaje; las copas de los árboles tapan el techo del hangar, y muy a propósito, porque ojos extraños no deben ver lo que allí se hace.

 

Mucho ha llovido desde entonces; lo que era secreto, ha dejado de serlo, y hoy ya se puede echar un vistazo al campo de aviación y pasar a lo largo de la linde del bosque, por la pisoteada hierba gris.

 

El hangar y sus dependencias, el depósito de bencina, los talleres, la emisora y el cuarto de los aviadores son como en cualquier otro aeródromo. Son también iguales las anchas pistas de despegue, hechas de hormigón; la manga a franjas, hinchada de aire, en el mástil; el penetrante olor de la bencina y la prohibición de fumar, infringida por todos: en suma, si ha tenido usted ocasión de ver un aeródromo, aunque sólo haya sido una vez en su vida, podrá imaginarse, rodeándolo mentalmente de un muro de bosque, el lugar de la acción.

 

Por el campo, orientándola en la dirección del viento, cambian de sitio la "T" de tela. El viento agita las banderitas en la pista de despegue, por la que corren los aviones. Hacia éstos apresúranse barrigudos camiones cisternas; los del personal saltan a los estribos y, sujetándose con una mano de la portezuela, acortan los trayectos.

 

En el aeródromo hay mucho personal: ayudantes de mecánico, sucios de grasa hasta las cejas, diligentes mecánicos, parcos ajustadores de aparatos de a bordo y presumidillos electricistas. Son los trabajadores, los "hacendosos", como se denominaban a sí mismos. Permanecen junto a sus aparatos, ajetreando en ellos hasta entrada la noche; luego se lavan las manos con bencina de aviación de lo más pura, y al amanecer vuelve a oirse el monótono runrún: están calentando otra vez los motores.

 

Los pilotos acuden tarde: a eso de las siete de la mañana.

 

Son gente especial. Diríase que en el aeródromo todo se hace para ellos. Para ellos calientan los motores por la noche; para ellos piden los meteorólogos el parte del tiempo; para ellos el tío Senia, el cocinero, guisa comidas de aviación; para ellos se afana el de guardia en el aeródromo, para que puedan subir a los aviones y remontarse a las alturas. En el aeródromo todos quieren a los pilotos, se enorgullecen de ellos, se detienen de buen grado a hablar con ellos, aunque no sea más que para cruzar dos palabras o echar un pitillo. Eso es también propio de cualquier aeródromo.

 

Pero si usted conoce la aviación, aunque sea en el menor grado, le saltará sin falta a la vista una particularidad singular: allí no hay aparatos idénticos. Al lado de un pesado aeroplano de transporte está amarrado un caza ligero, otro avión con tren triciclo, uno de reconocimiento de dos plazas, y, sin esperarlo en absoluto, un planeador. Los aparatos no están fabricados en serie, como los de cualquier otro aeródromo; son diferentes: cada uno se distingue del que está al lado. En eso consiste todo.

 

No es un aeródromo ordinario, sino de pruebas.

 

Los aviones son de ensayo; los vuelos, experimentales; y los pilotos, probadores.

 

Al jefe de esta singular unidad de vuelos le es grato decir que sus pilotos no prueban sólo, ni tanto, los aparatos, como las nuevas ideas. "Vuelan", por así decir, en las ideas de los científicos e ingenieros aeronáuticos, comprobándolas en el aire. Los mecánicos del aeródromo, personas propensas a filosofar, dicen de sus pilotos aún con más resolución: "¿Acaso vuelan en aviones? ¡Vuelan en diseños!" Este aforismo expresa muchas cosas. Las ideas vienen al campo de aviación plasmadas en aleaciones, acero y aluminio. Pero aún no son aeroplanos. Es el piloto quien, con sus vuelos, debe decidir si la idea se convertirá en un aparato de combate o irá a parar, en forma de diseño rechazado, a la "aviación estanca" (o sea, al archivo).

 

Precisamente en esos "diseños" o ideas, y, si quieren, sueños, fantasías, vuelan aquí tan alto como nadie se remontara en los aeródromos ordinarios. Vuelan a velocidades inalcanzables por ninguno de los aviones standard conocidos. Hacen acrobacia -picados, rizos, virajes de 180° sobre el ala, toneles- como los pilotos de filas aún no saben.

 

Aquí se pone a prueba el mañana de la aviación.

 

Estas palabras no son una frase rimbombante. Si se tiene en cuenta que el camino ordinario, recorrido por un aeroplano desde que lo conciben hasta que lo fabrican en serie y aprenden a volar en él en masa en las unidades de aviación, es de varios años, quedará claro que el personal del aeródromo del bosque, sin metáfora alguna, vive o, al menos, trabaja, en el futuro.

 

 

GRÍNCHIK

 

Se conserva una foto hecha el día en que Grínchik terminó el Aeroclub. Posó ante la cámara especialmente para enviar una foto a sus padres. Quería que vieran que él era ya piloto, se tiraba con paracaídas, llevaba botas de montar de piel de becerro y reloj. La pose del joven Grínchik en la foto es arrogante. En el pecho del mono se le ve la insignia de paracaidista. Bajo el casco de vuelo le asoma un mechón de pelo. Las gafas redondas de vuelo, en la frente. La mirada, como la de un héroe de película. Los pantalones, arremangados de manera que se vieran por debajo las botas lustrosas con las cañas arrugadas como un acordeón. En la mano derecha sujeta unos guantes de piel. La izquierda, algo vuelta, está apoyada en la cadera. Y aunque le es incómodo tenerla de esa manera, enseña, en cambio, el reloj. Lo único que no lleva es corbata: ha aborrecido toda la vida estaprenda, que él llama "collerón". El hombre debe sentir el cuello libre.

 

Cuentan que, hiciera el frío que hiciera, llevaba siempre el cuero desabrochado a la altura del ancho pecho, abierta la camisa y echado hacia la nuca el casco de vuelo.

 

"¿De qué nacionalidad eres?" -le interrogaban. Y él respondía: "Siberiano".

 

- He nacido en la ciudad de Invierno -solía decir él entre los amigos.

 

- No conozco ninguna ciudad de ese nombre -decía alguna muchacha riendo y mirando a Grínchik.

 

- ¿No conoce la ciudad de Invierno? -inquiría, arqueando con cómico movimiento intimidador las cejas-. Es tan grande como Moscú... Bueno, algo menos. Está en los mapas.

 

Alguien de los aviadores explicaba:

 

- Una caseta junto a la vía del tren y un arca de agua, eso es toda la ciudad de Invierno. Hemos volado por encima y la hemos visto.

 

- ¡Pero qué arca de agua! -decía Grínchik- ¡Todo un palacio!

 

Grínchik lleva trabajando en el aeródromo del bosque desde 1937. Acudió tranquilo por fuera y huraño por dentro: si uno le decía algo en broma, replicaba. Tenía por entonces un amor propio exagerado. Posteriormente, cuando conquistó el respeto de todos, este rasgo empezó a notársele menos; pero a la sazón se le veía a la legua. Imbuido de su propio valer -cómo no, ¡era piloto!-, Grínchik se aproximó al umbral del cuarto de los aviadores, abrió la puerta y vio a Chkálov. Estaba... debajo de la mesa del billar.

 

Tenían como regla que, quien perdiese, se metiera debajo de la mesa y pronunciara desde allí una frase canónica (cuántas veces después, dominando su orgullo, pronunció Grínchik aquellas palabras hasta que aprendió a jugar): "Yo, perro tiñoso, despreciable alpargata, no sé jugar al billar y quiero alternar con las personas. ¡Enseñadme, ciudadanos!"

 

La frase se debía pronunciar obligatoriamente sintiéndola, con sinceridad, de lo contrario le hacían a uno que la repitiese desde el principio: los pilotos no toleraban excusas formalistas ni burocráticas. Grínchik recibió la primera lección de sencillez en el trato y de camaradería aviatoria cuando oyó cómo Chkálov,   pronunciando  muy   cerrada  la   "o" repetía con voz de bajo y completa sinceridad:

 

-¡Enseñadme, ciudadanos!

 

Sí, Chkálov fue una magnífica persona, y fue una dicha trabajar con él. Quería de verdad a las personas, y eso Grínchik lo experimentó en sí mismo. Pereció probando un nuevo aparato. Sin darse cuenta, Grínchik copió de Chkálov el hablar, alargando las palabras, y los andares. Los amigos le decían, a veces, riendo:

 

- Alexéi, ¡ no andes de esa manera!

 

- ¿Cómo?

 

- Te pareces a Kokkinaki.

 

A Chkálov no lo mencionaban: hubiera sido un sacrilegio.

 

- ¡¿Qué?! -exclamaba Grínchik-. ¡Kokkinaki se parecerá a mí! ¿Entendido?

 

Todos reían la chanza. Pero Grínchik ponía en la broma buena parte de verdad, cosa que también todos comprendían. El muchacho no quería parecerse ni siquiera a los más dignos. ¡Para qué, si él mismo era Grínchik! No quería satisfacerse con lo pequeño de la vida. Quería lo grande. Gran lucha, gran peligro y gran fama. Sabía que en la aviación todo avanzaba con tal celeridad que no iría uno muy lejos si seguía la senda de otro: tenía que buscar la propia.

 

Relataré un suceso acaecido en el aire, que hizo a los habitantes del aeródromo del bosque hablar por primera vez de Grínchik. Le habían encargado una tarea muy sencilla (consideraban que aún no había madurado para las complicadas): Meter un avión en barrena y, tras contar seis vueltas, sacarlo de la barrena. Eso era todo. Los científicos necesitaban conocer el esfuerzo operante sobre el timón de dirección, para lo cual, en la cabina, además de los pedales ordinarios, habían atornillado otros dinamométricos, que registraban el esfuerzo. Ellos referirían en tierra cuanto hubiese que referir.

 

Tras tomar altura, Grínchik disminuyó los gases, tiró de la palanca de mando y empujó el pedal izquierdo con el pie hasta el tope. El aparato se detuvo un instante, hundió la proa y empezó a dar vueltas. Era una barrena como otra cualquiera, no tenía nada de particular. Pero cuando el piloto contó seis vueltas y quiso enderezar el aparato, no pudo. Apretó el pie con todas sus fuerzas, y el pedal siguió en la posición de "barrena". Había pasado al otro lado de la cuaderna. ¡Se había agarrotado en un momento como aquél! ¿Qué hacer?

 

En el cielo, encima del mismísimo aeródromo, volteábase un punto negro. A determinados intervalos, muy breves, las alas del avión reflejaban los rayos del sol, y entonces el punto negro despedía instantáneos destellos. Y seguía descendiendo, enroscándose en el aire... Un provecto ingeniero, el jefe de las pruebas, quedó de piedra, levantada la barbilla sin afeitar. Movía los labios, como si rezase. "Siete, ocho... diez... quince vueltas..." -el ingeniero dejó de contar. La cara se le puso gris. Sobre el campo se cernió un silencio extraño: dejó de oirse el habitual y monótono runrún: el motor, al ahogarse, silbaba roncamente. "¿Qué hace? -susurró el ingeniero-. Debe saltar. ¡Que salte!"

 

A Grínchik le dio rabia. ¿Saltar? ¿Saltar sin más ni más de un aparato en buen uso? Enterito como estaba, y por una tontería, de la que hasta vergüenza sentiría de dar parte, ¡arrojarse con el paracaídas! Se soltó los tirantes del asiento y, en vez de salir de la cabina, se metió dentro de ella para arrancar aquel pedal suplementario del diablo.

 

Debe uno imaginarse aquello con más exactitud. El aeroplano se desplomaba. El piloto se sentía zarandeado de un lado a otro. Una vuelta, otra vuelta, otra más, se pierde la cuenta, y el loco girar se va intensificando más y más. El miedo aproxima la tierra; diríase que está ya muy cerca. Y el piloto se remueve en la oscuridad, no ve ni la tierra, ni el cielo, ni el altímetro en el tablero de los aparatos de a bordo. Aquello dura una eternidad, unos doce segundos.

 

El personal estaba atónito en la tierra, el tiempo se les hacía interminable. Quedarían unos trescientos metros hasta el suelo cuando el avión sacudió de pronto la proa. El ingeniero entornó los ojos y oyó en el acto el ruido del motor. A Grínchik le dio tiempo de arrancar el instrumento, pasó de la barrena al picado, enderezó el aparato y fue a aterrizar.

 

La primera que acudió corriendo al avión fue una enfermera delgadita de ojos grandes. Grínchik había salido ya de la cabina, se había desabrochado los atalajes del paracaídas y estaba en pie, con las piernas muy abiertas.

 

- ¡Buenos días, muchacha!

 

- Tiene sangre... -articuló ella-. Sangre en la mano.

 

- Es un arañazo -dijo él-. El pedal, ¡Mal rayo lo parta!

 

Mientras vendaba la despellejada manaza, la muchacha se estremecía y emitía ayes de dolor que él no podía menos de sentir, a pesar de que callara. "Sí, un arañazo... -pensó ella-, Y las chicas de la Sanidad me decían que los pilotos no reciben arañazos. Si tienen un accidente, ya no lo cuentan. .. ¿Podría matarse realmente Grínchik? ¿Y no volverlo a ver?"

 

- No hay motivo para lágrimas -dijo él-. En Siberia, de donde soy, no se acostumbran.

 

- Si no lloro. Déme la otra mano. ¿Por qué habría de llorar?

 

Era su futura mujer.

 

 

CIENCIA PURA

 

- Dina, usted no escuche a Grínchik -decía Mark Galái-. Le dirá que lo principal en la aviación es el heroísmo. No lo crea. Escúcheme a mí, se lo diré a usted sola, en secreto: la aviación es trabajo. ¿Lo recordará? Lo que pasa es que los pilotos, en lo que lleva de existencia la aviación, han contado tantas patrañas a las chicas sobre lo heroico de su profesión, que ellos mismos se lo han llegado a creer.

Dina se reía: ¡Mark era tan bromista! Y él, a decir verdad, no bromeaba mucho. Tenía esa costumbre. Envolver en forma de chanza hasta los pensamientos serios. Estimaba en realidad que la aviación exigía de las personas, ante todo, sólidos conocimientos y mucho trabajo. Grínchik decía lo mismo, pero sin bromear, en serio. De analizar la labor del piloto probador, se verá que no se distingue en nada de la de cualquier investigador. Es claro que hay una diferencia, mas no de fondo, sino de forma: el "laboratorio" del piloto no está en tierra, sino en el aire. Y no puede, pongamos por caso, aconsejarse con los colegas durante el experimento, ni telefonear a los superiores, ni "refrescar la memoria" con libros, ni, en general, aplazar la solución hasta el día siguiente. Para resolver tiene escasos segundos.

 

Tanto Galái como Grínchik se reían de las opiniones estrechas, según ellos se expresaban, de que en los aeroplanos montaran ciertos "rehenes de pálidos semblantes" para enterarse de si volarían o se harían trizas. ¡Valiente tontería!

 

En nuestros días, si se construye un avión, quiere decir que volará. Y nuestra misión es comprobar el nuevo tipo a distintas velocidades, estudiar las posibilidades del aparato, sacarle todo lo que pueda dar de sí. Eso es ciencia pura. Lo del miedo, quede para las mocitas.

 

Cuando Dina, tras haber oído hasta la saciedad semejantes juicios, interrogó qué hacía, a pesar de todo, el probador en el aire,  Galái la dejó perpleja, preguntándole:

 

- ¿Ha estado usted en el Gran Teatro?

 

- Pues claro.

 

- ¿Se acuerda de la columnata?

 

- La he visto cien veces.

 

- Dígame, entonces, ¿cuántas columnas hay allí?

 

- ¿Columnas? ¿Quién no lo sabe? Pues hay... Cómo no. Ahora se lo digo... -y resultó que no lo sabía. Había pasado cien veces por su lado, y no se acordaba.

 

- Hay ocho columnas -dijo Galái-. Y el trabajo del probador consiste precisamente en acordarse de todo.

 

Y, una vez más, aquello no fue sólo una broma. Efectivamente, aterriza uno después de haber realizado unas complicadas pruebas, y ya le están esperando ingenieros, diseñadores y científicos del Instituto Central Aerohidrodinámico (ICAH), unas veinte personas en total. Lo rodean por todos lados y empiezan a interrogarle: ¿A qué velocidad ha oído usted golpes en el motor? ¿Cuándo empezó a empañarse el fanal de la cabina? ¿Qué marcaba la aguja del altímetro en el momento de salir del picado?...

 

- Perdone, por favor, una pregunta más: ¿Cuántas revoluciones daba en ese momento el motor?

 

- Ah, sí, otra más; ¿Qué temperatura hacía en la cabina?

 

Ya puede uno seguir sentado y recordar qué temperatura había en el instante en que el avión era lanzado hacia arriba, y una terrible fuerza lo oprimía contra el asiento. Claro es que no puede uno recordarlo todo. Debe retener en la memoria lo principal: Lo que le han de preguntar sin falta. Todo lo secundario, lo superfluo, debe quitárselo de la cabeza. Para eso le hacen falta los conocimientos, el hábito de analizar y la experiencia. Por más que la experiencia es precisamente un código de hábitos. Hace falta, además, trabajo, un trabajo constante y pertinaz.

 

Galái no hablaba tanto por casualidad del papel del análisis y la importancia de la ciencia. Y no se limitaba a hablar. Se rodeó de libros, iba día sí y día no al Instituto y estudió en serio la teoría. Lo esperaban vuelos muy complicados.

 

... Una serie de enigmáticas catástrofes se sucedieron poco antes por todos los países del mundo. Desde tierra, los testigos veían únicamente el estallido instantáneo del avión. Y transcurrió mucho tiempo hasta que los científicos averiguaron la causa de los accidentes: una creciente vibración especial de las alas. La vibración aumentaba con tal intensidad, que el aparato se despedazaba en el aire. Por eso parecía desde la tierra un estallido. A este nuevo fenómeno se le dio el nombre de flutter, o aleteo. Era la criatura inesperada (quisiera decir el "engendro") de las nuevas velocidades, de las grandes velocidades. En el ICAH se hubo de organizar el "grupo de aleteo". Los científicos dedicados a la aerodinámica expusieron la teoría general del aleteo e idearon  un  nuevo   método  de cálculo. A partir de ese momento, para cada nuevo avión se determinaba la "velocidad crítica", y el aleteo dejó de ser peligroso. Requeríase, empero, experimentar en el aire, aproximarse en la práctica al límite de seguridad, sin entrar en el aleteo.

 

Ese huesecito tenía que roer Galái.

 

¿Cómo hacer el experimento en ese caso? El aleteo gastaba unas bromas muy pesadas... Los científicos dieron una solución. Pusieron en un pesado aeroplano de prueba un complejo sistema de instrumentos que debían advertir al piloto la proximidad del peligro. A Galái, según él explicó a sus amigos, no le quedaba más que permanecer sentado en la cabina, tomar altura, y ya en el aire acelerar paulatinamente la velocidad hasta alcanzar la crítica. El oscilógrafo indicaría por sí sólo cuándo "no se podía seguir acelerando". El método era totalmente acertado. Así opinaban todos. Pero había en el campo de aviación un viejo piloto;  uno  de los  primeros  pilotos  probadores  con título de ingeniero, llamado Alexandr Petróvich Chernavski. Escuchó escéptico a Galái y le dijo:

 

- Mira, Mark, vas a un vuelo terrible. El año pasado yo también entré en el aleteo. Se me desprendió un ala en un abrir y cerrar de ojos. ¡Sigo sin comprender hasta la fecha

cómo me dio tiempo a saltar con el paracaídas!

 

- Alexandr Petróvich, aquél fue un caso inesperado, y yo sé de antemano a lo que voy.

 

- No, Mark. Si, como tú dices, el método fuera seguro, no haría falta comprobarlo. Sin embargo, te lo han encargado a ti. Luego, hace falta. Recapacita a pesar de todo. Y ten presente que la prudencia es la mejor parte de la valentía.

 

- ¿Quién ha dicho eso, algún escritor?

 

- Un aviador. Mijaíl Gromov.

 

Galái recapacitó: ¿Qué hacer, si los instrumentos fallaban y él, falto de advertencia, entraba en el aleteo?... La única salvación era disminuir la velocidad. ¿Reducir los gases? Pero entonces el pesado avión bajaría ineludiblemente la proa y empezaría a descender, o sea, durante un instante hasta aceleraría el vuelo. Y el aleteo no necesitaba mucho tiempo: uno o dos segundos, y sobrevenía el "estallido". No, no bastaba con reducir los gases. Tenía que tirar del volante hacia sí para que el avión ascendiese y frenara en el ascenso. Pero si la vibración era fuerte, podía arrancarle el volante de las. manos. De seguro que se lo arrancaría. ¿Qué hacer entonces?... ¡Buen problema le había planteado Alexandr Petróvich!

 

Únicamente después de las pruebas comprendió Galái hasta el fin el precioso consejo que le había dado el viejo piloto. Se fue aproximando a la velocidad crítica con mucho cuidado, poco a poco. No volaba solo. En la otra cabina iba un ingeniero observador al tanto de las indicaciones del oscilógrafo. De vez en vez Galái oía su voz:

 

- Normal... Todo va normal.

 

- Agrego cinco -decía Galái, empuñando el mando de los gases.

 

- Venga... Todo sigue normal.

 

- Agrego cinco.

 

- Venga...

 

Galái volvía a acelerar, casi imperceptiblemetne, el vuelo. Todo transcurría como se había proyectado; el experimento aéreo se distinguía poco del terrestre: los "colegas" hasta conversaban por teléfono. Y, de súbito, el aparato empezó a estremecerse, agitado por una trepidación espantosa. Había fallado el oscilógrafo: dio la señal de peligro cuando el avión estaba ya en el aleteo. A Galái le dio tiempo, casi instintivamente, de retirar los gases; pero el volante se le escapó en el acto de las manos. ¡ Cómo iba a poder el aviador vencer aquella fuerza!... Como comprenderán, era un caso, en el que ni la valentía, ni la serenidad, ni la fuerza muscular podían ayudar al hombre. Sólo el entendimiento, sólo la previsión científica...

 

Desde tierra no se vio el "estallido". Fue debido a que Galái había recapacitado hasta el fin su experimento aún en tierra. Procuraré explicar qué hizo. En los aviones modernos hay compensadores, es decir, dispositivos que imprimen determinada tendencia a los timones. Eso precisamente tuvo en cuenta Galái. Y ajustó durante el experimento los timones de manera que, tirasen todo el tiempo del avión hacia arriba. Dicho de otro modo, el aparato tenía la tendencia a levantar la proa por sí sólo, y el piloto lo mantenía en vuelo horizontal a viva fuerza. No era fácil; en cambio, en el momento de peligro, Galái no hubo de tirar del volante hacia sí; le bastó con dejar de sujetarlo. ¿Entienden? Cuando el volante escapó de las manos del piloto, el propio avión empezó a ascender.  Así perdió velocidad,  y el aleteo fue dominado.

 

Como ya se ha dicho, Galái no volaba solo. Cuando interrogaron al ingeniero observador cuánto tiempo había durado la vibración, dijo: "Unos dos minutos, no más". Galái estimó mejor la situación: "Unos veinte segundos". El oscilógrafo respondió con mayor puntualidad: el aleteo había durado exactamente siete segundos.

 

Durante instantes como ésos, las personas encanecen.

 

Grínchik abrazó contento a Mark, y le dijo, dándole una palmadita en la espalda:

 

- ¡Viejo demonio! ¡Cuánto me alegro de que estés vivo!

 

- Tu alegría no es nada comparada con la mía -repuso Galái.

 

 

¿ES ÚTIL LA INSTRUCCIÓN?

 

Hubieron de recorrer un largo e intrincado camino hasta que demostraron su derecho a realizar trabajos importantes, hasta que les confiaran las pruebas de los primeros aviones a reacción.

 

Tras el caso del pedal, Grínchik fue reconocido como "barrenero" y llevó a cabo una serie de vuelos en nuevos cazas, comprobando cómo se portaban en barrena. Ya no era suficiente hacerles entrar en barrena y sacarlos de ella. Debían elegir distintas variantes de "entrada" y "salida", cometiendo adrede errores para comprobar si originarían alguna catástrofe... Grínchik volaba con pasión, arriesgándose mucho, pero su manera de volar se peculiarizaba ya por la firme soltura del maestro.

 

- Sí... -articuló una vez, pensativo, mirando a un avión en barrena, Alexandr Zhúkov, el más viejo de los probadores-. Es un mozo con salero. ¡Irá muy lejos!  ¡Palabra, había de qué estar orgulloso! Grínchik tal vez apreciara aquellos vuelos ordinarios más que la famosa proeza del pedal. Este fue un caso tonto, mientras que en los otros vuelos lo había cavilado él todo, del principio al fin. En aquella ocasión el peligro lo había sorprendido de improviso, mientras que en los últimos vuelos iba él al encuentro del peligro, por su cuenta y por su voluntad, originando situaciones difíciles.

 

- ¡Qué suerte he tenido, Mark! -decía a su amigo-. Me encomiendan unas tareas...

 

Galái se limitaba a soltar una risita por respuesta.

 

- ¡Te estás engriendo otra vez, Alexéi! ¿Sabes quién fue el primer probador?

 

- ¿Quién?

 

- ¡Un gallo! Un gallo montado en globo.

 

- ¡Mark! -exclamaba Grínchik-. Si mañana te despiertas muerto, habrás de saber que ha sido obra mía.

 

A pesar de todo, Grínchik se "engreía", lo que tuvo mal fin. Una vez le encomendaron una tarea sin importancia: hacer un vuelo ordinario en un aparato conocido. Al ir con el paracaídas por el campo, encontró a los otros pilotos.

 

- ¿A dónde vas, Alexéi?

 

- A una bobada: a despegar y aterrizar nada más. ¡Esperadme, volveré en un santiamén!

 

Soplaba un viento de costado bastante fuerte. Grínqhik no lo tuvo en cuenta: ese fue su primer error. Sólo al aproximarse a tierra notó que la entrada no era exacta: el aparato se había desviado algo de la pista de hormigón. Pensó que sería mejor remontarse y dar una segunda vuelta, pero se imaginó las burlonas sonrisas de sus amigos pilotos: ¿no te ha salido del primer intento? Y estaban también los pilotos viejos. Dirían: "Amiguito, ¿resulta que las integrales no te han servido para nada?" Grínchik siguió resuelto a aterrizar: ese fue su segundo error. El avión tocó tierra, al parecer, con suavidad, Grínchik se tranquilizó del todo, mas luego notó que el aparato se desviaba a la izquierda, hacia la nieve profunda. Quiso corregir rápidamente la situación, frenó con fuerza y comprendió en el acto que no debía haberlo hecho: ese fue su tercer error. Una sacudida, un golpe, y el avión dio de proa en el suelo. ¡Había capotado! Grínchik soltó un ¡diablo!, descorrió el fanal y saltó a tierra. Bajo el motor, aún caliente, se extendía un manchón de nieve derretida. Grínchik se puso en cuclillas: efectivamente, el capot estaba abollado, hecho un acordeón. Sin sentir el frío, escarbó la nieve con las manos: la hélice también estaba doblada.

 

- Ea... -profirió uno de los viejos pilotos al contemplar los desperfectos-. ¡Resulta que las integrales no le han servido!

 

Grínchik no respondió. Ajetreando en la nieve, ayudó al tractorista a que enganchase el cable. ¿Qué podía decir? Ténía la culpa, él solo tenía la culpa de todo. Así mismo lo diría en cualquier examen, no se excusaría. ¡Qué mal había resultado!.. . El tractor se movió ligeramente del sitio, el avión se balanceó y se desplomó con todo su peso en la nieve. Luego Grínchik dijo:

 

- Ahora vamos a la comisión de accidentes.

 

Los pilotos lo siguieron en silencio. Anojin se acercó y le dio una palmada en la espalda, como diciendo: no te preocupes, hombre, te ha ocurrido un caso desagradable, suele suceder.

 

Galái no dijo esta boca es mía. Comprendió perfectamente a su amigo, y aún diría yo, por primera vez no supo echarlo a broma: estaba sombrío. Un año antes a él también le había ocurrido algo por el estilo: abolló el revestimiento y rompió los cristales de un bombardero veloz. Entonces no le perdonaron nada: si rompía los aviones nuevos, que volase otra vez en los viejos. Unos dos meses hubo de reptar en biplanos. Tanto a Galái como a Grínchik les exigirían ahora mucho. Tendrían que hacer algo extraordinario en el aire, sólo entonces creerían en ellos. Para conquistar prestigio ha de repetir uno diez veces su hazaña. Y si tiene un percance, aunque sólo sea uno, ya puede empezar de nuevo. Así fue, por cierto. Grínchik y Galái habían venido casi al mismo tiempo al aeródromo del bosque, y los dos habían terminado el Instituto de Aviación: Grínchik, el de Moscú; y Galái, el de Leningrado. Ambos eran, por consiguiente, ingenieros titulares. Y por entonces el tipo de ingeniero piloto sólo se estaba formando en la aviación y -¿cómo decirlo con más suavidad?- parecía raro. Ya para entonces, en el aeródromo del bosque trabajaba ya el experto ingeniero piloto Chernavski. Efectuó complicadísimas pruebas Stankévich, también ingeniero titular. Pero ambos estaban considerados como felices excepciones, y sus aciertos no se generalizaban a toda la "corporación".

 

Los viejos lobos del aire apreciaban del piloto, ante todo, lo que los distinguía a ellos mismos: valor, empeño, ingenio y fuerza. La enseñanza superior aquí no venía a cuento. Los ingenieros también consideraban que la misión del piloto era volar y no tenía por qué meter las narices en la ingeniería. Tanto unos como otros se reían del "híbrido" resultante de las dos profesiones, pues, según ellos, no era ni buen ingeniero, ni buen piloto. En el aeródromo del bosque recibieron a los amigos, en un principio, con manifiesta desconfianza. Ellos tenían que derribar juntos aquel muro, y el éxito de uno era también un éxito para el otro. Quién sabe, tal vez a Galái no le hubieran encomendado las pruebas del aleteo si no hubieran creído, después de la "barrena" de Grínchik, en las fuerzas de los ingenieros pilotos. Y cuando Galái realizó aquellos arriesgados vuelos y hasta "estuvo en pleno aleteo", un destello del respeto conquistado por él cayó también en la robusta figura de Grínchik: ¡mirad lo que saben estos pilotos ingenieros!

 

Por supuesto, de la misma manera el error de uno de los amigos era en cierta medida un estorbo para el otro.

 

- No, hermanos -les decía ahora algún "benévolo"-. Lo que es volar, volar de verdad, no lo conseguiréis nunca.

 

- Una pregunta -interrumpió Grínchik-: ¿Usted no se ha equivocado nunca?

 

- No se trata de eso. La experiencia ha demostrado que, en general, los ingenieros pilotos destrozan los aviones. En el Aeródromo Central, donde yo trabajaba, también teníamos a uno: cada vez que despegaba tenía que hacer un aterrizaje forzoso... Hubo que darlo de baja.

 

- Es un hecho científico -concedió Grínchik-. Pero, ¿puede que fuese demasiado viejo?

 

- Qué va. Tenía mis años, poco más o menos.

 

- Pues usted pasa de los cuarenta, ¿eh? Creo que nosotros somos algo más jóvenes.

 

- Unos camaradas me han contado que conocieron a un ingeniero que también volaba. Pues lo mató la hélice al despegar. ¿Entendido?

 

- ¡Qué cosas! -exclamaba Galái-. ¿Seguramente lo mataría por tener enseñanza superior?

 

Entonces Grinchik, sin parar mientes en la graduación del "benévolo", se salía de sus casillas:

 

- ¡Vamos, Mark! ¡Sus objeciones son necias!

 

Sin embargo, todo aquello no era tan fácil. Tal vez por eso procurase Grinchik remarcar siempre su "carácter aviatorio" en los andares, en la mirada y en el vestir. Tanto en él como en su amigo veían ante todo al ingeniero. Aún esperaban de ellos que demostrasen ser capaces de hacer las pruebas bien, a pesar de tener enseñanza superior. Qué sandez, dirá usted. ¿Cómo se puede decir "a pesar de"? ¿Dónde, cuándo y en qué asunto puede estorbar la instrucción a una persona? Por desgracia, si es una sandez, no lo es tan evidente. Juzgue usted si no. Los ingenieros que han diseñado el aparato envían al probador a volar. Este se encuentra solo en el aire; los ingenieros no pueden elevarse con él. Lo esperan en tierra. Al aterrizar, el piloto debe darles parte de lo que haya ocurrido en el aire. Y darles parte de la manera más exacta que puedan: por algo procuran "someter a un interrogatorio" al probador inmediatamente después del aterrizaje, sin falta. Se precisan las observaciones del piloto, sus sensaciones puras. Lo que piense del aparato, interesa mucho menos: en tierra habrá ingenieros de más experiencia y conocimientos. Los ingenieros temen como al fuego a los pilotos propensos a exagerar. ¡Necesitan hechos, hechos nada más! La persona aleccionada por la enseñanza superior es siempre capaz de hacer alguna conjetura. Agregar a lo ocurrido algo que no haya ocurrido pero que, según la teoría, pudiera haber ocurrido. Hablará más que un sacamuelas; y luego, que se las apañe el diseñador...

 

Los viejos pilotos, por su parte, también metieron baza en la discusión. ¿Qué era lo más importante en el trabajo del probador? La resolución y la energía. En el aire no hay tiempo para pensar. Tampoco hay tiempo para pensar variantes de resolución: no está uno en la oficina de diseños. ¡Allí hay que decidir! No "pensar" ni "suponer", sino actuar. En esos trances ayudan más la experiencia, la porfía, la intuición, la rapidez de reacción y, finalmente, la fuerza muscular, que el conocer todas las teorías del mundo. Es más, la "reflexión intelectual" antes perjudica. Cuando no hay sino fracciones de segundo para tomar una resolución, el pensamiento no debe buscar analogías y aferrarse a una asociación. Cuando se lucha a vida o muerte, una imaginación excesivamente desarrollada tampoco reporta utilidad.

 

Así, o poco más o menos así, opinaban muchos por entonces. Y toda la experiencia precedente de la aviación, toda la pasmosa labor de nuestros mejores probadores, que no tenían la menor noción de integrales, parecía confirmar el criterio de los "adversarios de la instrucción". La discusión duró mucho, fue complicada, y sólo un juez podía resolverla: la vida.

 

 

EL CAMPO DE BORODINO

 

Del Cuadro de Honor desapareció inopinadamente la foto de Grínchik. Advirtióse el hecho por la noche, cuando los pilotos retornaron del campo de aviación.

 

- ¡Camaradas, han secuestrado a Grínchik!

 

El bullicio y las carcajadas fueron generales. Todos se acercaron al Cuadro de Honor, lleno de luz. De la cartulina había quedado sólo un ángulo, fijo con una chincheta.

 

- Alexéi, no te envanezcas -le dijo Galái-. Es claro que quisieron llevarse mi foto. Eso es evidente para todos. Pero estaba oscuro, y se llevaron la tuya por casualidad. Más valía eso que nada. No se iba a marchar con las manos vacías.

 

Dina estaba algo apartada y se alegraba de que fuese ya de noche: estaba oscuro y no la veía nadie. Si la hubieran visto, todos habrían caído en la cuenta...

 

Mas ¿acaso se puede ocultar algo a las muchachas del aeródromo del bosque? Como suele suceder, la primera en notarlo fue la mejor amiga de Dina:

 

- ¿Va en serio, Dina?

 

- No lo sé... -respondió la pobre muchacha-. No sé nada, Capitolina.

 

- Acuérdate de lo que te voy a decir y tenlo en cuenta -susurró muy de prisa Capitolina-, Grínchik hace así: primero invita a pasear en moto; luego, al teatro; luego te besará -besa bien-, y en eso queda todo.

 

- ¿Cómo lo sabes?

 

- ¡Todas lo saben! Si no me crees a mí, que soy tu mejor amiga, puedes preguntárselo a Polina, la del servicio meteorológico. ¡Ella te contará!

 

- Me da igual.

 

- ¡Dina, no pierdas la cabeza! A los hombres no debemos mostrarles nuestros sentimientos. De lo contrario hará contigo lo mismo: primero la moto, luego el teatro, luego te besará, y en eso quedará todo.

 

- ¿Qué quieres decir con lo de "en eso quedará todo"?

 

- Que te abandonará. Le aburre en seguida. Ya sabes cómo es, ¡Grínchik!

 

- Haces mal en decirme todo eso, Capitolina. No lo necesito. -De todos modos, él no me hace el menor caso...

 

Y de pronto, fue a principios de marzo, después de los vuelos, Grínchik se acercó a ella.

 

- Dina, ¿ha paseado usted alguna vez en moto? "¡Ya está!" -se dijo ella, poniéndose colorada.

 

- No, Grínchik, no he paseado en moto.

 

- Muy bien. ¡Estupendo! -exclamó, sonriendo-. Me gusta descubrir a las personas lo que aún no conocen. ¿Sabe qué moto tengo? ¡Ligera como un pájaro! Véngase conmigo a Borodinó.

 

- Vamos, Grínchik -accedió sencillamente Dina, sin ocultar su alegría.

 

Dina se preparó minuciosamente para el paseo: se puso el único vestido de fiesta que tenía y los zapatos de tacón alto. Su abrigo, según el fallo común de las chicas, estaba pasado de moda. Capitolina le prestó el suyo, de modernísimo corte. El gabán ajeno no abrigaba. Dina pasó mucho frío mientras fueron en la moto, pese a que el día era templado, y la nieve hasta se había derretido en algunos sitios.

 

En el campo de Borodinó Grínchik empezó de pronto, sin preámbulos, a tutearla.

 

- ¡Mira, Dina! ¡Aquí derrotamos a los franceses!

 

Dina miró: el campo era como tantos otros. Nieve y barro. Un caballejo tiraba de un trineo. Una aldea gris, humeantes las chimeneas de las isbas. Grises las piedras de los monumentos.

 

Dina interrogó cortésmente:

 

- ¿Desde dónde atacaban?

 

El lo sabía todo

 

.- Aquí, Dina, en este túmulo, estaba una batería nuestra. El reducto de Raievski. Bagratión está enterrado aquí. Ellos venían desde occidente, desde allí. Se abrió fuego de pronto con cien cañones... ¡Pero si no escuchas!          Dina le seguía los pasos a duras penas; caminaba por la nieve de monumento en monumento. Dina pensaba: "¿Qué me importará a mí este Borodinó? Aún se comprendería si se tratara de una visita con cicerone. ¿No se le habrá podido ocurrir nada mejor? ¡Menuda invitación!"

 

-"El enemigo ha sido rechazado en toda la línea" –leyó Grínchik la inscripción de un obelisco-, ¡Cómo está dicho, Dina!           

     

Dina se mojó los zapatos y se reprochó: ¡podía haberse calzado mejor! Y no dejaba de esperar que todo quedaría en el pasado: el viento, la húmeda nieve, aquellos cerros y, tras ellos, se abriría una dicha indescriptible.     

 

- Dina, toma la máquina de fotografiar. Retrátame. Ten cuidado de no mover la mano. ¡Que salgamos el águila, el monumento y yo!

           

Dina no veía ni el águila ni el monumento: sólo a Grínchik. Un tiarrón con dulce apellido y ojos claros. El mejor del mundo.           

 

- Mira, en este Borodinó hay siempre unas puestas de sol extraordinarias. ¿Lo ves? El sol aquí no se pone como en todos los sitios... ¡Ay, Dina, qué buena es Rusia, qué bien se respira en ella! ¡Pero si no miras!

 

Dina lo miraba a él, no veía nada más que a él.

 

Entraron en calor en una casita para turistas que había en el extremo de la aldea de Gorki. Grínchik tomó cuidadosámente en sus manazas los zapatitos de Dina, los secó junto a la estufa y se trató de animal por haber llevado a la muchacha por la nieve. Y ella estaba sentada a su lado, miraba a la lumbre y pensaba: ¿será verdad que estemos los dos solos, que él tenga mis zapatos en las manos, los caldee junto a la estufa, y yo no sienta frío? Tal vez adivinase ya que aquel día feneciente, día que ella recordaría toda la vida, fuese la verdadera felicidad.

 

Regresaron a casa ya de noche. Grínchik aún no la besó.

 

- ...Dina,  ¿ha  visto  usted  El  lago  de  los  cisnes?    

 

Había pasado una semana desde el memorable viaje, y él volvía a invitarla.

 

- No, Grínchik, no lo he visto.

 

- ¡Estupendo! Volveré a descubrirle algo que usted no conoce.

 

Y Dina, horrorizándose de su propia valentía, negó con la cabeza y dijo que no iría con él al teatro.

 

- ¿Por qué, muchacha?

 

Ella repuso, clavándole la mirada en los ojos: ¿Y por qué he de renunciar a mi felicidad?

 

- ¿Qué dice? -interrogó Grínchik, asombrado-. No entiendo.

 

- Pues que sé como obra usted: primero invita a pasear en moto, luego lleva al teatro, luego empieza a besar, y en eso queda todo. Y a mí no me da la gana... -le temblaba algo la voz, pero su mirada era sincera y abierta por completo-. Y el caso es que usted me gusta, Grínchik. ¡Me gusta mucho!

 

Grínchik se desconcertó por primera vez ante una verdad expresada con tanto atrevimiento.

 

- Qué chica tan... valiente es usted.

 

A pesar de todo, fueron al teatro. Dina esperaba junto a la entrada; caía aguanieve; llevaba los mismos zapatitos de tacón alto y le faltaba poco para llorar. Siguió esperando. Caminaba, para matar el tiempo, a lo largo de las altas columnas: eran ocho; ahora lo recordaría toda la vida. Ya habían entrado todos en el teatro, y ella seguía esperando. Grínchik llegó diez minutos después de haber comenzado la función. Habíase retrasado a causa de los vuelos.

 

- ¿Me está esperando, Dina?

 

- Sí, estoy esperando.

 

- Es usted muy especial... -dijo-. Otra se hubiera escondido detrás de una columna, pero no hubiera venido la primera.

 

- ¿Para qué? Yo quiero ir con usted al teatro.

 

Regañaban a menudo. Cinco días de amor, y de pronto, cada uno por su lado. Un día, era primavera. Dina se pintó los labios. Las chicas le dijeron que así estaba mejor. Ella se miró al espejo: la boca aparentaba más firmeza y resolución; le había desaparecido el ligero abultamiento infantil del labio superior. Se sonrió, y la sonrisa le salió maliciosa y enigmática. Cuando él la vio, se enfadó.

 

- Dina, si sales conmigo, no te permitiré que te pintes.

 

- ¡Eso aún lo veremos! -dijo ella y esbozó la "sonrisa enigmática".

 

Grínchik la tomó de la mano.

 

- Vamos al bosque.

 

En cualquier dirección que se caminase desde el aeródromo, el bosque estaba a dos pasos. Había llegado a él la primavera. Hasta los sombríos abetos habían vestido sus ramas de renuevos amarillos, y en los pinos se encendieron las candelas de los retoños. El cielo era azul intenso, y por él bogaban nubes blancas.

 

- ¿Es bonito, muchacha?

 

- ¡Muy bonito!

 

- Pues es bonito porque se trata de la Naturaleza. Mira, en las hojas hay polvo, y de todos modos es bonito... ¡Y tú te embadurnas los labios!

 

A Dina le salió un amigo en el aeródromo: el mecánico Fedia Láptiev. Ella sabía que le gustaba a él. Y puso en juego una astucia tan vieja como el mundo: para conquistar a uno, no quitaba las esperanzas al otro. Fedia era buen mozo, un bonachón. A Dina se le antojó de pronto aprender una verdadera especialidad de la aviación, y Fedia hubo de enseñarle cómo funcionaban los motores. Grínchik se ensombreció. En cierta ocasión dijo a Dina que no se casara con un piloto. ¿Qué tenía de malo Láptiev para novio? Buen mozo, se portaba bien con ella, no volaba, y ella se sentiría con él tan segura como llevada de la mano de Jesucristo.

 

Dina se echó a reir súbitamente.

 

- ¡Qué aburrimiento!

 

- ¿Qué? -interrogó Grínchik, sin comprender.

 

- Vivir llevada de la mano de alguien. Se besaron y se sintieron muy felices..

 

- Dime -interrogó Dina-, ¿me quieres?

 

El la miró largo rato a los ojos, ojos grandes, resplandecientes y tiernos, y la volvió a besar.

 

- ¿Me quieres? -siguió preguntando ella.

 

- En Siberia no existe esa palabra. Tú eres buena. Y volvían a besarse...

 

Grínchik se marchó de viaje, en comisión de servicio, a una fábrica de producción en serie. Era un período de tirantez: mayo de 1941. Se decía que pronto empezaría la guerra. En aquel mes Dina sufrió mucho. Tan pronto se imaginaba los peligros que acechaban a Grínchik, pues había ido a realizar unas pruebas, como se le representaban hermosas mujeres que le arrebataban a su Grínchik. Capitolina como correspondía a una amiga, aún atizaba más el fuego: "¿No te lo decía? Ya te lo advertía, Dina. Juzga tú: os conocéis un año, te viene haciendo la corte más de tres meses, ¿y te ha insinuado, aunque sólo sea una vez, la boda?"  En efecto, no le había dicho nada de eso. ¿Estaría probándola? ¿La estudiaría? Quizás tuviese razón Capitolina: simplemente pasaba el tiempo con ella para no aburrirse...

 

Grínchik regresó, la miró, y ella comprendió en seguida que él no había dejado de quererla.

 

- ¿Estás libre mañana. Dina?

 

- Sí, Alexéi.

 

- ¡Estupendo! Y pasado mañana es domingo. Vamos ahora a Borodinó, para dos días ¿eh?

 

Dina se asustó de pronto.

 

- ¿Cómo? ¿Y pasar allí la noche?

 

- Claro, y pasar allí la noche.

 

- ¡No, Grínchik, qué cosas tienes! Por nada del mundo.

 

El se ensombreció.

 

- ¿Resulta que soy un bandido a sus ojos? No se fía de mí.... ¡Chica, no ha comprendido usted nada de mí!

 

Dio media vuelta y se alejó. A largos pasos, a través del campo. A Dina le pareció que lo perdía para siempre.

 

- Alexéi, iré.... Vamos.

 

Pero él se alejó sin volver la cabeza. Luego Dina vio cómo se marchó velozmente en su moto. Solo, pero fue a Borodinó.

 

Pasada una semana, se acercó a Dina.

 

- Dina, no te enfades conmigo, te lo ruego. Puede que yo tenga la culpa...

 

- No diga eso, Grínchik. Tengo mucha fe en usted. Vamos a Borodinó.

 

El puso una larga mirada en sus ojos.

 

- Ahora mismo, ¿bueno?

 

- Sí.

 

- No se olvide el pasaporte -recordóle él por algo.

 

Y ya en el campo de Borodinó, sin detenerse delante de sus dilectos monumentos, Grínchik condujo directamente la moto al Soviet de la aldea. Dina llevaba pantalones, botas de montar y una toca llena de polvo. Pequeña, turbada y temiendo creer en su felicidad, entró con Grínchik en la casita de troncos de madera. Todo fue como en sueños. Cuando le devolvieron el pasaporte y leyó su apellido Popova, se extrañó de que no se lo hubieran cambiado por el de Grínchik. E interrogó:

 

- Dígame, por favor: ¿nos ha casado de verdad? ¿Con todas las de la ley?

 

- Sí, de verdad -respondió la mujer, entrada en años, del registro civil. Los felicito, camaradas...

 

- ¿Y por qué me ha dejado el apellido de Popova?

 

- El pasaporte se lo cambiarán en el lugar de residencia. ¡Los felicito, camaradas, por su legítimo matrimonio!

 

Dina lloró de contenta.

 

Luego los recién casados corrieron en moto el campo de Borodinó. Y Dina volvió a volar con Grínchik, él delante y ella detrás, y ya juntos para siempre. Ella escuchaba lo que él decía, y no entendía nada. Se le embrollaban los pensamientos. Tan pronto pensaba que debía entrar de guardia por la mañana en el aeródromo, que no podía hacer tarde, como se imaginaba que colgarían en la vitrina una orden del siguiente tenor: "A partir de hoy se llamará a la enfermera Popova Dina Semiónovna: Grínchik Dina Semiónovna". Y todas las chicas lo leerían, incluidas Capitolina y Polina, la del servicio meteorológico. Luego se olvidaba de todo, se agarraba a la cintura de Grínchik y pensaba cuan feliz era y por qué la habría elegido él, todo un hombre, a ella, una chiquilla... Como es natural, tardó al trabajo, y por la mañana colgaron una orden completamente distinta: "Se amonesta severamente a la enfermera Popova D.S., haciéndolo constar..." Dina se sintió dichosa de todos modos.

 

Dina pasó a vivir con su marido. Grínchik ocupaba dos habitaciones en un chalet, cerca del aeródromo. Tenía en el armario vajilla de porcelana azul de inaudita belleza. Grínchik dijo que era un juego de tiempos de Catalina II. En su despacho, encima de la mesa de escribir, había, sobre soportes, un pequeño avión plateado y un pesado caballo de hierro, del que Grínchik dijo: "Me gusta. ¡Es un caballo vigoroso!" Sobre la mesa pendían estantes con libros, muchos libros. Dina alcanzó uno, era un pesado volumen. Leyó en la cubierta: "Fundamentos de diseño de aviones". Exhaló un suspiro y lo puso cuidadosamente en su sitio.

 

Se sentaron los dos, marido y mujer, a la mesa. Tomaron té en tazas del juego de porcelana azul. Grínchik filosofó. Dina grabó en su memoria para toda la vida, palabra por palabra, aquella conversación.

 

Dina, te ruego que no te enfades. Siéntate y escucha... Si tomas una cazuela, friégala de manera que la elijan entre cien. O no la friegues en absoluto. Hay que vivir muy bien o muy mal. ¡ No vivas mediocremente, Dina... ! Conozco todas las estaciones de Moscú. ¿Sabes cómo he venido a parar aquí? Escucha. ¿No te enfadas? Me escapé de casa sin permiso de mi padre. Los muchachos me juntaron doce terrones de azúcar, dos hogazas de pan y cincuenta rublos. Llegué con camisa de percal y pantalones de tela de cordoncillo. Me presenté a los exámenes en el Instituto de Aviación de Moscú. Decidí ingresar sin falta en este instituto porque es interesante donde es difícil. ¿Me comprendes? Mientras duraron los exámenes, dormí en las estaciones, en todas por turno; en una sola no se pueden pasar todas las noches: si se dan cuenta, pueden pensar que es uno un raterillo. Estudié y trabajé los cinco años. También en las estaciones: de cargador y mozo de cuerda. Cargué cajones, maquinaria y otras cosas. Cuando había suerte, descargábamos sandías. Con los primeros jornales compré un reloj a mi hermana y mandé ciento cincuenta rublos a mi padre. Quería presentarme ante ellos con el mejor de los aspectos... Dina, he tenido una vida dura. Y no me he afanado para vivir de cualquier manera. ¿Comprendes?... He venido a parar aquí, me he salido con la mía. ¿Te crees que aquí prueban aparatos? Eso creen todos. Pues aquí no se prueban aparatos nada más, se prueba también lo que vale cada persona. No lo olvides: por tu marido no te saldrán los colores. Grínchik no ha sido ni será el último. ¿Me comprendes? Siempre, en todo, en cualquier pequeñez, haz lo totalmente imposible; de lo contrario no será interesante. ¡No vivas mediocremente Dina!

 

 

PARA LOS PROBADORES SIEMPRE ES GUERRA

 

El día de la victoria sorprendió a Grínchik en Moscú. Ebrio de la alegría y los vapores del vino, paseaba por la Plaza Roja con otros probadores que habían quedado ilesos. En el cielo nocturno que se alzaba sobre sus cabezas despuntaba el alba; gentes desconocidas los paraban, abrazaban y besaban.

 

- Hermanos -dijo Grinchik a sus amigos-, esta guerra es la última. ¡Hemos derrotado a una Alemania muy fuerte! ¡ Lo tendrán en cuenta!

 

Aquel día Churchill juró por radio amor eterno a la Rusia Soviética; "Nuestros corazones en la isla y en todo el Imperio rebosan gratitud a nuestros magníficos aliados". En Londres reinaba el júbilo. En Alemania había sido hecho prisionero Wernher von Braun, el creador de la "V-2", el individuo en cuyo cerebro maduró el infernal plan de bombardear la capital británica: "¡Adelante, Bretaña! -concluyó Churchill-. ¡Viva la causa de la libertad! ¡Dios guarde al rey!"  Habló también por radio el Presidente norteamericano: "Exhorto a mis compatriotas a que consagren el día de hoy a la memoria de quienes han entregado la vida para hacer posible nuestra victoria!"

 

La guerra se había acabado. Mas los pilotos, igual que millones de personas sencillas, no sabían que durante aquellos días de mayo los monopolistas estadounidenses se llevaban febrilmente de Alemania las patentes y diseños de aviones, bombas y cohetes y, con ellos, a los especialistas alemanes, incluido Wernher von Braun, que encabezaría posteriormente la fiebre coheteril de ultramar. Tampoco sabían los pilotos que en el momento en que Truman pronunciaba su plegaria radiofónica, tenía ya encima de su mesa un memorándum, que versaba: "Dentro de cuatro meses, con toda probabilidad, terminaremos de construir el arma más horrenda que ha conocido la humanidad, pudiéndose destruir con una bomba atómica una ciudad entera...".

 

El memorándum era secretísimo, mas ya volaban por encima de Europa nuevos aviones, los bombarderos estratégicos que transportarían en sus alas la muerte atómica; ya se estaban construyendo bases militares: las construían los recientes aliados junto a nuestras fronteras; muchas cosas se sabían ya. Precisamente por eso, en mayo del año cuarenta y cinco, se empezaron a proyectar en nuestro país aviones a reacción. Por eso no nos vimos desarmados un año después, cuando se desencadenó la ventisca de la "guerra fría".

 

Sí, la guerra había concluido, los hombres creían que había sido la última guerra en la Tierra; mas, para los probadores, proseguía. El 17 de mayo de 1945, no habían transcurrido aún diez días desde el de la victoria, cuando Serguéi Anojin tuvo un accidente. Pocos hubieran salido con vida de tal trance. El aeroplano se deshizo en el aire, y el piloto resultó gravemente herido. Mas por algo Serguéi era paracaidista benemérito: saltó y abrió el paracaídas. Cuando sus amigos fueron a verlo al hospital, les dijeron que estaba muy grave: tenía fracturado el brazo izquierdo y herido el ojo izquierdo. Lo del brazo no era gran cosa, ya se soldaría, pero lo del ojo era de cuidado, tendrían que enucleárselo... Otro probador más perdido para la aviación. ¡Y qué probador!

 

A Grínchik no le agradaba mucho reconocer la primacía ajena. Pero ante Anojin se descubría. Este era un piloto innato, asombroso. Se decía de él que era un hombre-pájaro. Había empezado a volar en Crimea, en Koktebel, donde tenía fama como piloto de vuelos a vela. Ya en los años treinta conquistó celebridad en todo el país: sometió conscientemente un planeador en vuelo, para experimentarlo, a cargas destructivas, hasta que lo destrozó en el aire. Sabía hacer muchas cosas que hacían otros probadores, y aún más: la acrobacia de alta escuela que Grínchik ejecutaba magníficamente a la altura de mil metros, desde donde siempre se puede uno lanzar con el paracaídas, Anojin la hacía a ras del suelo. ¿La misma, digo? Pruebe usted a pasar por un tablón a la altura de un metro, y luego por el mismo tablón sobre un precipicio. Miedo da sólo de pensarlo, ¿no es verdad? Y el tablón sigue siendo el mismo, y su anchura no ha disminuido... Grínchik quería aprender de Anojin la tranquila seguridad de sí mismo, serenidad constante y desprecio á la muerte. El también sabía dominarse, ocultar la emoción, pero Serguéi siempre estaba verdaderamente tranquilo. Añádase a ello el buen cálculo visual de la distancia, un extraño sentido de la altura, casi sobrenatural, de pájaro... El profesor Vishnievski dijo: "Dudo que con un ojo pueda un piloto determinar ia distancia que lo separe del suelo al aterrizar. Pierde la llamada visión de profundidad. Eso no se puede evitar: es una ley de la Física".

 

Anojin tornó silencioso y reservado del hospital. Venía al aeródromo, permanecía sentado en el cuarto de los pilotos y pasaba largos ratos en la línea de los aviones. Todos se alegraban de verlo y, al mismo tiempo, su presencia cohibía un tanto a los aviadores. Cuando hablaban con él y le preguntaban qué planes tenía, él contestaba que volaría. ¡Valiente cosa, un ojo de menos! ¡Sin pies volaban algunos! Los pilotos se sonreían, violentos por la respuesta, asentían y decían que el tiempo lo diría; mientras tanto, debía descansar, cobrar fuerzas. Grínchik escuchaba desaprobatorio aquellas conversaciones: hacían mal en engañarlo. ¿Acaso él era una señorita melindrosa? Era un piloto, un hombre fuerte, se le podía decir la verdad. Discutieron con Grínchik. Este inquiría: "¿Estás seguro de que podrá volar? ¿Te callas? Pues cállate. Engañar no es humano". Y una vez dijo a Anojin:

 

- Serguéi, deja esto. Otros quizás no te lo digan, pero yo te lo diré. No eres un niño y lo comprenderás. Y cuanto, antes lo comprendas, tanto mejor para ti. ¿Qué significa eso de "otros vuelan sin pies"? Primero, Marésiev no prueba aviones. Segundo, una cosa son los pies, y otra un ojo. Tú no volarás.

 

Anojin lo miró con rabia. Le dijo que ya había habido pilotos tuertos. Ya se había enterado de todo. Hubo un norteamericano. Willi Post, que hasta había batido una marca en un vuelo alrededor del mundo. Y en la Unión Soviética Borís Turzhanski, que había perdido un ojo combatiendo, voló luego como probador. ¡Como probador precisamente! ¿Era él, Anojin, peor que ellos?

 

- ¿Acaso las velocidades de entonces eran como las de ahora, Serguéi? No compares. Claro que podrás ser piloto.

 

Pero no volverás a volar como volabas. Piénsalo tú mismo. Y pasar a papeles secundarios dónde has estado en los principales, creo yo, no es para ti... También reportarás gran provecho en la tierra.

 

- ¿De comandante del aeródromo? -interrogó  Anojin.

 

Y agregó lo más ofensivo que pudo haber dicho-: ¿Me lo propones como jefe? ¿Quieres colocar a un inválido, eh?

 

Grínchik se quedó de una pieza.

 

- ¿Para qué dices eso? Sabes que te aprecio.

 

- Y tú -le interrogó furioso Anojin-, ¿qué harías tú en mi lugar?

 

Grínchik no supo qué contestar. Sólo dijo:

 

- No me enfadaría con los amigos porque me dijesen la verdad.

 

Terminaron por reñir. Pasada una semana, partieron juntos para Crimea. Grínchik iba a descansar; pero, al mismo tiempo, no quería "perder de vista" a Serguéi, pues éste llevaba muy malos ánimos. No obstante, pronto se dio cuenta que eso de no perder de vista a Serguéi era imposible. Ni hacía falta. Anojin se puso en seguida un severo régimen en el sanatorio. Grinchik se había despertado temprano toda la vida, pero en el sanatorio, se levantara a la hora que se levantase, Serguéi ya estaba fuera de la cama. Dormía éste en una galería sin cristales, y empezaba el día haciendo gimnasia. Tenía ejercicios especiales para los brazos, los hombros y el tronco. Los hacía siempre en una roca de la costa, que pendía sobre el mar. "Desde allí se ofrece una vista como desde un planeador", explicó a Grínchik. Luego de hacer gimnasia, se zambullía en el agua y nadaba largo rato. Después de desayunar, se iba a la montaña. Cuando Grínchik intentaba ir con él, Serguéi le decía: "¡Vete al diablo, Alexéi! Me hace falta estar solo. No me estorbes". Entre tanto, a Anojin le era difícil caminar. Sobre todo por la montaña. Érale difícil andar, correr y saltar, pues veía el mundo plano, confundía las distancias. Hasta por la escalera que llevaba al mar caminaba inseguro: unas veces levantaba demasiado el pie por encima del escalón, y otras lo bajaba más de lo debido. A veces Grínchik, para imaginarse cómo las pasaba su amigo, probaba a andar con un ojo cerrado. Pero el abierto se le cansaba pronto, y Grínchik tropezaba más y más a menudo. Serguéi, en cambio, trepaba horas y horas por la montaña, corría, saltaba y buceaba en el mar.

 

Luego se le ocurrió un ejercicio más: lanzar piedrecitas a lo alto y atraparlas. En un principio se escondía, se iba a la montaña para ejercitarse. Más tarde este "juego infantil" se le quedó como costumbre. Grínchik observaba atentamente a su amigo. Una vez intentó repetir también este ejercicio. Cerró el ojo izquierdo, lanzó una piedra a lo alto... y no la atrapó. Volvió a lanzar otra, más bajo, y tampoco la atrapó. De diez veces marró nueve. Comprendió que sin "visión de profundidad" era difícil determinar la distancia hasta un objeto en descenso. Por tanto, Anojin se desarrollaba en serio esa visión, aprendía a ver con un ojo como si tuviera los dos. Grínchik se puso a ayudar a su amigo. Ahora él lanzaba las piedras, y Serguéi las atrapaba. Las fue atrapando más y más a menudo, y marrando más de tarde en tarde.

 

Poco después idearon otro experimento, según todas las reglas de la ciencia. Además de Grínchik, ayudó a Anojin Mijaíl Baranovski, también piloto probador, que descansaba con ellos. El y Grínchik ponían en el suelo dos largos palos. Anojin se apartaba unos treinta pasos y se volvía de espaldas. Entonces ellos adelantaban uno de los palos, y Serguéi debía determinar al primer vistazo cuál era el que habían adelantado: el izquierdo o el derecho. No era un método nuevo; así determinan los médicos de aviación la profundidad de la vista de los pilotos. Sólo que no operan con palos, sino con lápices; y no en el campo, sino en una habitación. Los pilotos pasaron la prueba, por así decir, a las condiciones naturales.

 

Anojin se entrenaba todos los días. Y poco antes del regreso a Moscú, Grínchik le dijo qué iría personalmente con él a la comisión médica y exigiría que le dejasen volar.

 

- Ahora lo creo, Serguéi.

 

Estaban sentados en su lugar preferido, en la costa. Delante no tenían nada más que el cielo y el mar; un mar tan azul como el cielo; también amaban el mar.

 

- Te acuerdas, Serguéi, una vez me preguntaste qué haría yo en tu lugar. Entonces no te respondí.

 

- ¿Y ahora?

 

- Comprendes, no te quería mentir, y para mí no lo había resuelto. Te diré sinceramente que pensé mal. Al principio decidí que haría cualquier cosa, pero no me quedaría en el aeródromo. ¿Para agitar la banderita en la pista? ¿Para firmar las hojas de vuelo? ¡No, eso no es para mí! Pensé que era preferible marcharme a la aldea. A labrar la tierra... Eso pensé entonces.

 

- ¿Y ahora?

 

- Pensé también que, una vez terminada la guerra, podría descansar. Nos dan buenas pensiones. Vine al aeródromo y vi que no había sendero que me alejase de aquí. Serguéi, estamos emponzoñados por la aviación. Hasta la tumba. No, me dije, aunque sea como perito mecánico o como ayudante de mecánico, pero no me apartaría de los aviones. Respirar al menos este aire. Te miraba a tí, y me daba pánico. Tener lástima a una persona es para mí como rajarme con un cuchillo. No te tuve lástima, me dio rabia. ¿Un piloto como tú y que hubiese de andar por debajo de las alas? No, pensé, ¡en tu lugar me hubiese marchado a cualquier sitio, pero aquí no me habría quedado!

 

- ¿Y ahora? -interrogó Anojin por tercera vez.

 

- ¿Ahora qué? -Grínchik esbozó una ancha sonrisa-. Pero todo eso no te lo dije. Ni te hubiera dicho... Escucha: entonces me echaste en cara mi situación de jefe. Pues ahora, "como jefe", te digo: no me sosegaré hasta que logre que vueles. ¿Me crees?

 

Anojin asintió.

 

- Alexéi -dijo tras cierta pausa-, sigues sin responderme. ¿Cómo hubieras obrado tú, a pesar de todo, si en verdad tuvieras que abandonar la aviación?

 

- Palabra que no lo sé -repuso Grínchik-. Pues no pude decidir... Pero eso no te atañe. Tú no tienes que abandonar la aviación, ¡Aún volarás estupendamente!

 

Estuvieron largo rato sentados en la orilla.

 

El sol se ponía por la derecha del mar, tras una montaña negra de caprichoso contorno. Se ponía muy de prisa. Por lo visto, se daba tanta prisa porque aún tenía que recorrer un enorme trayecto por el cielo en unas doce horas: le quedaban minutos contados para ponerse. O tal vez porque tanta belleza no pudiera durar mucho.

 

Por el cielo, pálido y suave, rosáceo en el horizonte y azul en el cénit, esparcíanse unas ligerísimas nubes. Eran plumosas, bellas y tiernas; el encuentro con ellas en el cielo no auguraba contratiempos. Pendían totalmente inmóviles. Como si la mano generosa de alguien las hubiera lanzado desde el horizonte, y ellas se hubiesen abierto en abanico, prietas junto a tierra y, cuanto más alto, más esparcidas. Grínchik se puso en pie y se estiró tanto que le crujieron los tendones, abriendo cuanto podía los brazos, como si quisiera abarcar el mundo.

 

- ¡Qué Naturaleza! -exclamó-. Me hablabas de tu Crimea, y no te creía... ¡Palabra que es buena cosa vivir!

 

Días después se marcharon a Moscú, donde Grínchik recibió su nueva tarea.

 

 

ASUNTOS FAMILIARES

 

Grínchik se da prisa. Al día siguiente de la conversación con el Comisario del Pueblo va a la fábrica. Cree, de seguro, que esta visita le servirá para que le reserven la tarea a él, para vincularlo definitivamente con el nuevo aparato. El día es lluvioso, y se sabe de antiguo que la lluvia divide instantáneamente a la gente de la ciudad en dos bandos: unos esperan que cese, de pie en los portales; otros, sin prestarle atención, caminan por el asfalto mojado. Grínchik pertenece evidentemente al segundo bando de población urbana: cuando llega a la entrada de la fábrica, su cazadora está empapada. Por más que él tiene prisa.

 

La oficina de diseños está en un bonito edificio de dos plantas. Grínchik deja en el guardarropa su cazadora, se alisa delante del espejo la mojada cabellera y sube por la ancha escalera al segundo piso. No se oyen ruidos. El personal trabaja con batas blancas. Nadie anda ocioso de un lado para otro ni fuma en los pasillos. Grínchik no puede menos de apaciguar la brusquedad de sus andares y deja de cortar el aire con los brazos. En la sala de recibimiento del ingeniero jefe hay modelos de aviones: pequeños cazas con hélices de tres y cuatro palas, de una y dos plazas, de gran altura y gran velocidad. Grínchik sonríe a un modelito gris, que no llama la atención, del caza MiG-3.

Diríase que lo saluda... Es el mig que repelió los primeros golpes de los fascistas en el cielo de la capital. El mismo mig que dio origen a la famosa fórmula de Alexandr Pokryshkin: "¡Altura, velocidad, maniobra, fuego!" En él precisamente comenzó su ruta estelar este piloto, tres veces Héroe de la Unión Soviética. Grínchik también ha combatido en un mig: eso no se olvida.

 

- ¡Salud, Alexéi Nikoláievich! -oye una voz conocida.

 

Artiom Ivánovich Mikoyán, director de la fábrica y jefe de la oficina de diseños, sale de su despacho a recibirlo: se ve por todo que se alegra de la visita. Sin pronunciar las frases que sirven ordinariamente para entablar la conversación: "¿Cómo está? ¿Qué hay de nuevo? Cuánto tiempo sin verle", dice sencillamente:

 

-Tendrá todas las puertas abiertas, Alexéi Nikoláievich. El aparato está en la fase más inicial: se está ejecutando el esbozo de proyecto. Le ruego que venga directamente a ver me a cualquier hora, a exponerme todas las dudas y pregun tas que tenga. Le deseo éxitos.

 

 

Grínchik emprende el trabajo con energía. El primer día se entrevista con los jefes de numerosos equipos, y éstos lo reciben con el remarcado respeto amistoso que matiza siempre la actitud de los diseñadores para con su probador, lo que alegra al piloto: “¡Por consiguiente, la cosa va en serio!” Hojea los diseños, escucha las explicaciones, recuerda las cifras, y va acrecentándose en él una extraña sensación. El aparato que le dan a conocer se va haciendo más sencillo, más comprensible, y, al mismo tiempo, más complejo...

 

Figúrese usted que lo invitan a volar al Cosmos (ya se ha dicho que precisamente así debió sonar aquellos años para el piloto la propuesta de probar un caza a reacción). Usted va donde se está construyendo la fantástica nave, lo conmueven sublimes reflexiones, viene y oye: “¡Camaradas! Faltan veinticinco días para entregar el proyecto. ¿Por qué no se ha –diseñado aún el dispositivo de la catapulta? Tened en cuenta que plantearé la cuestión en el grupo de partido”. Todo es muy simple y laborioso, no se resuelven problemas cósmicos, sino fabriles. Y las habituales palabras: “resistencia mecánica”, “comodidad constructiva”, “cálculo”, “variante” y “tarea planificada” son las que Grínchik oye en la fábrica.

 

El piloto probador pasa a ser miembro, con plenitud de derechos, de la colectividad. Y sus elevadas figuraciones son desplazadas instantáneamente por las inquietudes, muy prácticas, que preocupan a la fábrica y a la oficina de diseños. En el caza reactor se hacen muchas cosas por primera vez. Ser una cosa la primera quiere decir que aún no está probada, que no es indiscutible. Indiscutible la hará el piloto. Pues que sepa... Los ingenieros le comunican con toda escrupulosidad su incertidumbre: de unas cosas están seguros, otras se comprobarán y otras se pondrán en claro únicamente durante las pruebas en vuelo. Que lo sepa todo. Allí rige la misma ley, no escrita, de la aviación: al piloto no se le debe ocultar nada. Que tenga siempre los ojos abiertos...

 

-¿Se lo dirás a Dina? - interrógale por la noche Galái.

 

Grínchik no responde en seguida. La preguntó del amigo lo torna a lo que él mismo ha pensado, a lo que ha de pensar a lo largo de este día.

 

- De todos modos, tarde o temprano se enterará -dice Grínchik.

 

- Más vale tarde, ¿eh, Alexéi? No se lo digas, aunque sólo sea durante algún tiempo. A veces es muy útil callar

 

- ¡Mark! Esta discusión es vieja.

 

Galái se ríe:

 

- Bueno, no digo nada. Me callo. Tú siempre tienes razón. Dijiste a Serguéi la pura verdad, y tuviste razón. Y en este caso también la tienes. Ve y cuéntaselo. A Dina le será muy agradable escucharte.

 

- Qué duda cabe que sería mejor ocultarlo -dice Grínchik-. Eso lo comprendo yo mismo.

 

- ¿Entonces?

 

- ¿Qué me vienes con ese "entonces"? Te estoy diciendo que se enterará de todos modos.

 

- Eres un zoquete, a pesar de todo -le dice Galái, enojado-. ¡Un zoquete sin corazón! ¿Eres capaz de comprender en qué estado se encuentra?

 

- ¡Basta! -dice Grínchik-. ¡De todos modos, no estoy de acuerdo contigo! ¡No estoy de acuerdo! He discutido y sequiré discutiendo. A mi me están hablando todo el tiempo de los "ojos abiertos", y ella qué, ¿es ciega? Cállate. Comprendo mejor que tú su estado. No le diré nada. ¿Lo tienes claro?

 

- Eso es todo lo que se requiere de ti. Por el Espíritu Santo no lo adivinará.

 

Ahora se ríe Grínchik.

 

- Como si no conocieras a Dina -dice.

           

En distintas familias se obra de distinta manera. No sé cómo se las arregla Galái, pero su mujer nunca sabe nada. Grínchik se lo cuenta todo a la suya: qué aparato ha tomado, qué complicaciones le aguardan y cuándo será el primer vuelo. Visto desde fuera, podría parecer que no tiene compasión de ella, que no la ama. Más él, sencillamente, está acostumbrado a que, en efecto, "tarde o temprano", ella se entere de todo. Mark está en mejores condiciones: vive en Moscú, lejos del aeródromo, su esposa es química y está ocupada en su trabajo. Pero él tiene a Dina al lado; aunque ella ha dejado el aeródromo, sus amigas siguen siendo las de antes. Las cotillas del diablo acudirán sin falta, se lo dirán, y aún agregarán un sinfín de mentiras. No, más vale que se entere por boca de él. Y se entera, llora, golpetea en el hombro de su marido... Como si Zoya Galái no supiera a qué se dedica su Mark. Lo sabe, y está llena de zozobra, y también llora, pero oculta las lágrimas, se calla, teme preguntar. En su casa la zozobra está prohibida. Claro que existe, ¿cómo se va a marchar?, pero está oculta, la han arrinconado. En casa de los Grínchik la misma zozobra se debate abiertamente, grita a plena voz. El propio Alexéi grita, discute... y se ríe, disipando los temores de Dina.,. ¿Qué es lo mejor? En distintas familias, de distinta manera.

 

Es de noche. Grinchik está en su despacho. Ha cenado ya, bromeado de sobremesa y jugado con su hijita. Ahora está sentado a solas: Dina cree que descansa, pero está pensando en el ala delgada. Le han dicho en la oficina de diseños que ponen un ala fina en el caza a reacción. Es un ala de nuevo perfil, sin probar aún. Tiene que ir mañana mismo a la fábrica para conocer los cálculos y los datos de los soplados en el túnel aerodinámico, ver con qué sé come esta ala delgada. Y, ante todo, cómo se comportará en el despegue... La puerta chirría levemente. Es Dina: trae a la hija para que el padre le dé las buenas noches.

 

- ¿Quién eres, Irina?

 

- Una siberiana.

 

- ¿Y de la mamá, qué eres?

 

- Una hija enana.

 

- ¿Y del papá?

 

- Una paisana.

 

- ¡Muy bien!

 

Es un viejo juego de ellos.

 

La pequeña Irina tiene la carita redondita, con hoyuelos en las mejillas. Dina ha adelgazado, está demacrada, secos e inquietos los ojos. Procura taparse púdicamente el abultado vientre con las manos. Ya le queda poco para despacharse. Grinchik besa a su mujer y a su hija. Otra vez solo, vuelve a pensar en el aparato a reacción. Le está destinado meditar en él así, sentado a su mesa, largo rato, hasta que lo traigan al aeródromo. Lo mismo pueden tardar tres meses que medio año. Por el momento, los proyectistas tienen diseñado sólo el esbozo de proyecto. Está muy bien que hayan pensado de antemano en el piloto, pues él tendrá en qué ocuparse, tendrá en qué pensar. Traza a lápiz, en una hoja de papel, el esquema del avión. Lo recuerda bien: un monoplano de ala media, recta, trapecial, fina, tren triciclo... El lápiz se detiene donde está habitualmente la hélice, y ahora falta. ¿Cómo volará, a pesar de todo, este aparato?

 

- Alexéi, ¿qué te ha pasado? -inquiere Dina, entrando sin hacer ruido.

 

- ¿Has acostado a Irina? -dice Grinchik-. Pues vístete, vamos a pasear.

 

- ¿Qué te ha pasado?

 

- Nada, todo va bien -dice él.

 

- Lo veo que todo va bien. ¿Un aparato nuevo?

 

- ¿Por qué lo dices? -inquirió, volviéndose hacia la mesa-. ¿Por este dibujito? Dibujo siempre.

 

Mas Dina le obliga a alzar la cabeza y lo mira a los ojos.

 

- Alexéi, tú no sabes mentir. Más vale que no lo intentes.

           

- Déjate, Dina -le dice, confuso-. No debes pensar en eso. Las emociones te perjudican. Tienes tu quehacer: llevar al heredero.

           

Dina sonríe tristemente.

 

- ¿Y si es chica?

 

- Será chico. Te lo digo yo. Primero, en aviación todo va por equipos: si hay ya una hija, tiene que haber un hijo. Segundo, tú y yo tenemos suerte. Tercero...

 

Mas Dina ya no lo escucha.

 

- Alexéi, si lo estoy viendo. Dime ¿cuánto va a terminar esto? Sabes cuánto te esperé durante la guerra. Me dio tanta alegría cuando volviste. Pensé que ya había llegado mi felicidad y mi sosiego... Viejo, tenemos hijos. ¿Oyes? Hijos. Una hija, y el hijo que viene. Deberíamos vivir como las personas. Tienes tu profesión, todos dicen que eres buen ingeniero. Te han hecho jefe. Dedícate a dirigir. Tenemos bastante dinero, y no está en él la felicidad. ¿Por qué te empeñas tanto en volar? Nadie te obliga.

 

Grínchik la abraza y la estrecha contra su pecho con mano vigorosa.

 

- Y yo creía que tenía una buena mujer. Creía que me respetabas...

 

- Alexéi, cuando me enteré de lo de Anojin, envidié a su mujer. No me riñas. Pero miraba a Serguéi, tuerto como está, y no se me iba una cosa de la cabeza: que no volaría más. Margarita ya no tendrá que esperarlo más.

 

- En vano dices eso. Dina. Serguéi volará.

 

- ¿Te acuerdas -prosigue ella, sin escuchar al marido-, te acuerdas del hospital en el calleón de Serébriani?... Iba a verte y pensaba que saldrían los médicos y me dirían: "Hemos amputado la pierna a Grínchik". Y de pronto una dicha tan grande...

 

- ¡Qué estás diciendo, vieja, tranquilízate! Cuando vengo al aeródromo veo que éste es mi aeródromo. Cuando me elevo al cielo, veo que ésta es mi vida. Creen ahora en mí como nunca, me han encomendado una tarea muy importante. Ni quiero perecer ni pereceré... Ya está... otra vez lloras.

 

Grinchik se sienta en silencio a su lado, le pasa la mano por los suaves cabellos y piensa en lo dificil que será, a pesar de todo, comprender el carácter de esta fina ala. El aparato es complejo, y debe descifrarlo. Por la mañana irá a la fábrica...

 

 

COMO SE CONSTRUYE UN AVIÓN

 

¿Cuándo empezó el caza reactor?

 

¿Cómo empezó?

 

Grinchik quiere saberlo. Se ha incorporado al trabajo cuando ya se saben muchas cosas. Mas nosotros podemos seguir la trayectoria del avión desde que fue concebido, desde la primera conversación acerca de él. Desde el día en que Mikoyán, tras reunir a los diseñadores, dice:

 

- El Gobierno nos plantea la tarea de construir un veloz caza a reacción. El motor será el RD-20 o el RD-10. Creo que habremos de tomar el RD-20 y, además, en número doble. Según mis cálculos, podríamos alcanzar una velocidad de unos novecientos o novecientos cincuenta kilómetros por hora. ¿Qué opiniones hay?

 

Es un cálido día primaveral, uno de los días de la victoriosa primavera del año cuarenta y cinco. Florecen las lilas de la fábrica, y por las paredes del despacho y las caras de los reunidos corren alegres reflejos del sol. Los ojos castaños de Mikoyán, algo claros debido al sol, escrutan atentamente a los diseñadores; diríase que los conoce a todos tan bien como a sí mismo. No son muchos: el ingeniero jefe ha invitado a esta primera conversación acerca del nuevo aparato a unas cinco o seis personas nada más, pero son las de mayor experiencia, las de mayores conocimientos. Ellos tendrán que "atar los cabos" del proyecto.

 

Para hacer un avión hay que adoptar, ante todo, ciertos "datos de vuelo". Y para obtener esos datos de vuelo se tiene uno que imaginar muy bien el futuro aparato. Es una ecuación con muchas incógnitas. El radio de acción depende del tiempo de vuelo; el tiempo de vuelo se determina por la cantidad de combustible, y la cantidad de combustible influye en las dimensiones y peso del aparato, de los cuales depende la velocidad...

 

La conversación empezara ahora. Será una conversación llena de términos especiales, guarismos y fórmulas. Una conversación en la que habrá muchas ideas y pocas palabras. Una conversación entre personas que no necesitarán explayarse para explicar sus pensamientos: llevan ya mucho tiempo trabajando y se entienden con pocas palabras. Mas ¿cómo los vamos a entender nosotros?... Quizás sea mejor que empiece por lo que entenderá hasta un profano: la primera conversación acerca del nuevo avión no se empezó "desde el principio", como esperábamos, sino... desde la mitad.

 

Juzguen ustedes mismos.

 

Mucho antes de ese día, aún durante la guerra, las mismas personas, y en el mismo despacho, hablaron del avión que, en el código secreto de la fábrica, fue bautizado como aparato N. Se diseñó, se construyó y hasta se empezó a producir en serie. Los pilotos le pusieron en broma, por la alta quilla y gran timón de dirección, el mote de "bota de fieltro". Tras la broma ocultábase algo asombroso: en febrero de 1945, el aparato N desarrolló una velocidad inaudita para entonces: ¡825 kilómetros por hora! Y fue debido a que, además del motor alternativo ordinario, estaba dotado de otro motor a reacción aérea que funcionaba con el mismo combustible. La nueva fuerza impulsora proporcionó la nueva velocidad... ¿No partiría de ahí la genealogía de nuestro caza a reacción?

 

Quizás venga a cuento recordar aquí el "pato", avión que, a propósito sea dicho, probó Grínchik. Era un aparato raro, de una rareza fantástica. Tenía el motor detrás, la hélice y el ala también detrás, y los empenajes delante: estos empenajes no se podrían llamar propiamente "timones de cola". Despegaba el "pato" como si retrocediera, costaba trabajo acostumbrarse a aquel esquema. Para los diseñadores se trataba de un laboratorio volante, de un aparato para reunir experiencia. En el "pato", por ejemplo, se probó el tren triciclo que había de servir para el caza a reacción. En él se comprobó por primera vez el ala en flecha, de la que aún hablaremos. Finalmente, el motor colocado en la cola, ¿acaso no tenía importancia? La hélice ya no "tiraba" del avión adelante, sino que le "empujaba" desde atrás, lo mismo que lo impulsaría posteriormente la fuerza del chorro de reacción.

 

Por más que tampoco se debe considerar, en rigor, este afortunado experimento como el "mismísimo principio". Durante la guerra, el conjunto dirigido por Mikoyán construyó toda una familia de cazas de gran velocidad y gran altura. Estos hombres coronaron los pináculos de la aviación de motores alternativos. Lo que rebasaba los límites de lo alcanzado constituía precisamente el principio de la nueva aviación, de la aviación reactora. Fueron los primeros en poner en un aeroplano de gran altura un turbocompresor, dispositivo posteriormente imprescindible del motor turbo-chorro. Fueron los primeros en construir la cabina estanca, que también hubo de ser necesaria para el avión reactor. Antes aún se les ocurrió encerrar los radiadores en las alas, y antes aún hicieron las "toberas de eyección": sacaron los gases de escape de manera que su fuerza de reacción incrementara la potencia del motor... En suma, el primer avión reactor se empezó en esta fábrica mucho antes de que se entablase la "primerísima" conversación acerca de él.

 

Sabiendo ya todo eso, podemos volver al despacho de Mikoyán. No veremos, por así decir, un éxtasis peculiar de creación. Ni advertiremos ideas "superluminosas". Ni arrebatará nadie el lápiz de las manos de quien esté a su lado para anotar febrilmente (por supuesto, febrilmente) una idea brillante (por supuesto, brillante). No, los diseñadores empiezan "desde la mitad", y por eso se nos ofrecerá un cuadro plenamente pacífico: los diseñadores estarán sentados, conversando. Están habituados a trabajar de ese modo, y conocen bien su tecnología. Resuelven con sencillez la ecuación de muchas incógnitas, según el método de las "aproximaciones consecutivas".

 

¿Quién ha dicho que no se sabe nada del futuro aeroplano? La velocidad la ha indicado el Gobierno: no menos de novecientos kilómetros por hora. Deben lograr esa velocidad, de lo contrario el avión, sencillamente, no hará falta a nadie. Por tanto, la velocidad se conoce. Se conoce asimismo el motor (han elegido el RD-20), su fuerza de desplazamiento, dimensiones y peso. Los constructores de aviones podrán encargar próximamente los motores que necesiten, pero en los albores de la técnica a reacción no hay qué elegir. La única discusión posible gira en torno a la cuestión de cuántos motores RD-20 tomar: uno o dos. Se sopesan las dos variantes, y pronto coinciden todos en que se deben tomar dos motores. El caza será más pesado, aumentará su resistencia al avance, pero, en cambio, ¡qué incremento de potencia! Apenas vislumbran por delante esa nueva potencia, con la que un año atrás sólo hubieran podido soñar, y ya quieren sacar una fuerza suplementaria de desplazamiento, duplicarla. Así, pues, se decide que sean dos motores. Ahora, planteándose un radio de acción determinado, es fácil calcular la cantidad de combustible. Tantean qué instalación y qué armamento debe llevar el caza. Calculan el tamaño del fuselaje y el peso de todo el aeroplano. Allí, en el encerado escolar, colgado en el despacho del ingeniero jefe, aparecen los primeros bocetos: la cabina del piloto (hay que proporciónarle buen campo visual), la colocación del ala, los timones de cola... Los participantes de esta entrevista saben perfectamente que en los guarismos elegidos por ellos habrá, de seguro, errores. Mas no es sino la primera "aproximación". La probabilidad de acierto no pasará, en modo alguno, del cincuenta por ciento. Y van a ello, porque hay que empezar por algo.

 

A la mañana del día siguiente Mikoyán da tareas a los equipos de aerodinámica, peso y resistencia mecánica. Y la primera tarea llevada a los tableros de los diseñadores consiste en que el grupo de líneas generales componga el esquema de conjunto. Ya estarán incorporadas a la obra unas veinticinco o treinta personas. Los restantes diseñadores siguen sin conocer su tarea: en general, allí no se acostumbra a hablar de más. Pero ya ha soplado cierto vientecillo incapturable por la fábrica: se esta diseñando un nuevo avión. ¡Y qué avión! ¡Un reactor! Así se enteran en el frente los soldados, sin equivocarse, de que se está preparando una ofensiva.

 

A Mikoyán le agrada mucho esa sensación de zozobrosa fiesta que acompaña al empiece de un nuevo trabajo. En la oficina se siguen poniendo a punto y afinando los proyectos anteriores; a los talleres llegan a toda marcha piezas y órganos para los aparatos de los tipos anteriores, pero el personal ya procura trabajar mejor, se saluda y mira de otra manera: una atmósfera de espera invade la fábrica. En el grupo de líneas generales la efervescencia es extraordinaria. Todos van a consultarse unos a otros, las puertas golpean más a menudo, las voces suenan más alto y se entablan las primeras discusiones. Poco a poco, las pasiones se van aplacando y al ingeniero jefe empieza a parecerle que todo se encarrila.

 

Pasa una semana, luego otra, y los equipos le rinden cuentas. Los del grupo de líneas generales declaran que, con las dimensiones dadas del fuselaje (es muy pequeño), la cabina del piloto será muy estrecha. Los cañones no caben, de no colocarlos fuera. El tren de aterrizaje debe replegarse en las alas, pero no cabe de ninguna manera: las ruedas son grandes. Entre tanto, el equipo del tren de aterrizaje comunica que estas ruedas no sirven para la nueva velocidad de la toma de tierra: hacen falta ruedas de mayor diámetro. Tras hacer el cálculo, el equipo de peso informa que las alas (las mismas que no dan cabida al tren de aterrizaje) se debe aligerar, disminuir, a toda costa. Los ingenieros del grupo de resistencia mecánica se pronuncian también contra esas alas: son ligeras, demasiado finas. Deben ser alas como alas: macizas, gruesas.

 

Los ingenieros de aerodinámica están de acuerdo con que las alas no sirven. Con un plano como éste no se puede ni soñar en la velocidad requerida. Debe ser... más fino. Y el fuselaje trazado no vale para nada, no saldrá nada bueno con él, debe hacerse más pequeño. El grupo instalador trajo, mientras tanto, una lista de los nuevos indicadores necesarios; y es preciso meterlos todos en este fuselaje, que "no se estira como la goma".

 

Se impone la pregunta: ¿Qué hacer?

 

En efecto: ¿qué hacer? En los equipos trabajan personas serias, que no dirán nada sin necesidad. Además, en esta etapa ya no se expresan conjeturas; se habla, poniendo los cálculos encima de la mesa. A juzgar por los cálculos, todos tienen razón. Tanto los que exigen agrandar el fuselaje como los que abogan por hacerlo más pequeño; tanto los defensores del ala gruesa como los adeptos del ala fina. ¿Qué hacer en este caso? Todos recuerdan que ya en los aparatos precedentes estaba aprovechado cada milímetro del ala: se logró alojar el tren replegable con inmensa dificultad. Y ahora la velocidad requiere simultáneamente disminuir las alas y aumentar el tamaño de las ruedas. Hay que alojar lo mayor en lo menor.

 

- Artiom Ivánovich, no cabe.

 

- Seguid meditando.

 

- De esta manera cabría, alojándolo en este sitio.

 

- No.

 

- Pues de otro modo es imposible.

 

- ¡Hace falta! -dice Mikoyán.

 

Mikoyán sabe que en toda obra nueva es más fácil descubrir los aspectos negativos que los positivos. El pensamiento humano es inerte, le es cómodo dormitar entre verdades averiguadas. Los éxitos pasados están a la vista de cada uno, en tanto que el movimiento adelante no todos lo ven. Uno arranca de que "es imposible"; otro, de que "es necesario". Hace falta estar muy convencido de que uno debe encontrar solución. Si una persona ha perdido ese sentido, ya no sirve para la obra.

 

- Artiom Ivánovich, he aquí la quinta variante.

 

- ¿Le ha cabido?

 

- No. No me resulta.

 

- Haga la sexta variante.

 

- ¿Lo dejemos por ahora?...

 

- ¡No!

 

Mikoyán sabe que no se puede admitir la primera solución que se presente, pues arranca de lo habitual. Es propio del hombre, si algo no le resulta como quiere, hacerlo de momento algo peor. Pero ese "de momento" no nos sirve. Está comprobado ya desde hace mucho que las búsquedas no demoran el trabajo: es preferible buscar mucho tiempo una buena solución que corregir indefinidamente una mala. También está comprobado que se puede encontrar una solución. Tal caso sucede, a propósito sea dicho, con el tren de aterrizaje: el diseñador que más ruido ha armado, diciendo que "no se puede alojar lo mayor en lo menor", presenta una brillante solución. Se le ha ocurrido meter el cilindro replegador dentro de la pata del tren. Y todo se arregla en seguida: el aparato se construye, vuela y todos ven cuan fácil ha sido. ¡Y cuánto trabajo cuesta llegar a esa sencillez!

 

- Artiom Ivánovich, falta peso.

 

- Pues yo creo que sobra.

 

- Pero nuestros cálculos...

 

- Táchelos y calcule de nuevo. Creo que hallará la solución por aquí, en este sector.

 

Mikoyán encomienda tareas, busca él mismo soluciones, no es indulgente con nadie, ni siquiera consigo mismo. Todos dicen que es difícil trabajar con él. Aunque también dicen todos que resulta interesante. El sabe que el sentido de su labor estriba en reunir en un puño las ideas, la voluntad y los esfuerzos de muchos y encauzarlos hacia un fin común.

 

- ¡ Táchelo todo y calcule de nuevo!

 

- A juzgar por todo, usted quiere dormir tranquilo. ¿De dónde ha sacado esa reserva de resistencia?

 

- Escuche, a usted lo pierde el apego al viejo esquema. Rechácelo, olvídelo!

 

- ¿Otra vez no le ha salido? Haga la décima variante.

 

En la fábrica dicen: "El jefe aprieta las clavijas". Es un período de inquietud, los nervios están tensos hasta el límite; diríase que el proyecto cruje, por todas las junturas. Mas Mikoyán, tomando el pulso de la oficina de diseños, percibe que se perfila un viraje. Pasará algo más de tiempo y brotará un torrente de búsquedas generales que vendrá al encuentro. Pero no quiere ceder, debe exigir incluso cuando está convencido de la razón de los discrepantes, exigir para que hagan lo imposible.

 

Por la noche, tarde ya, el ingeniero jefe se marcha de la fábrica a su casa. En las calles hay tranquilidad; las señales luminosas de la circulación no interceptan el paso, y el automóvil marcha suave, con velocidad uniforme. No estaría de más descansar, pero delante de los ojos siguen dándole vueltas diseños, cálculos, variantes y más variantes, no hay manera de escapar de esta vorágine. ¡Y le hace falta! Si uno se arrima mucho a un cuadro, no lo ve; para verlo tiene que apartarse. Lo mismo ocurre en la técnica: al sumirse uno en el trabajo diario, habitual, deja de ver a dónde lo conduce. Uno debe detenerse, echar un vistazo atrás y mirar adelante... Diríase que no hay motivo para inquietarse: el proyecto va resultando. El personal trabaja, cada uno en su sitio, y lo que en un principio pareciera imposible, ya está en vías de ejecución. Y, a pesar de todo, aún no existe una solución cardinal, Mikoyán lo nota. El hielo ya se ha puesto en movimiento, pero aún está cerrado el dique contenedor del torrente. Algo entorpece el avance del proyecto, estorba a todas las secciones, equipos y grupos. Mas ¿qué es?

 

 

ES DIFÍCIL

 

Los aviones son muy bonitos. Como los pájaros.

 

Son siempre muy bonitos. En tiempos fueron estanterías volantes cuyo elemento distintivo principal eran las alas, blancas y ligeras. Luego llegó el período de los robustos, chatos y ágiles biplanos. Se le quedaba a uno el alma en suspenso de verlos volar. Posteriormente se construyeron por doquier monoplanos aerodinámicos, raudos, de alas finas. Después la velocidad ha comprimido las alas contra el fuselaje, les ha dado forma de flecha, aparecieron los aeroplanos-triángulos... Y siempre han sido bonitos. Y si hoy vemos junto a un avión de línea a reacción el viejo y buen aparato Po-2, también éste es bonito a su manera, como bonito es el laborioso caballo al lado del elegante automóvil ZIL. ¿No será esto engañarse uno a sí mismo? No. Los aviones son realmente bonitos, como bonitas son las obras de la Naturaleza. En ambos casos actúa la misma ley: la ley de la conveniencia.

 

A la Naturaleza no se le "ocurrirá" embellecer a sus criaturas con una segunda cola, una quinta pata o, pongamos por caso dientes decorativos. Y si naciera por casualidad un león de cinco patas, perecería ineludiblemente en la lucha por la existencia: la Naturaleza es inexorable y no tolera los engendros.

 

Lo mismo acontece en la aviación: desde su mismo comienzo fue en ella muy enconada la lucha por la existencia. Por eso nadie construyó aeroplanos de "cinco patas", nadie intentó ornarlos con columnatas, agujas y pórticos seudoclásicos. Y si hubo intentos semejantes, esos aparatos no arraigaron, perecieron en el sentido más directo de la palabra.

 

El moderno caza "ligero" pesa varias toneladas y no le sobra ni un gramo. Cuanto en él no funciona, es lastre. También es lastre lo que no funciona a pleno rendimiento. La velocidad barre del avión todo lo superfluo. Ella le ha quitado las alas de tela, los revestimientos de chapa, los tirantes metálicos de las alas, los radiadores, los fuselados de las ruedas, las hélices... Sí, sí, a veces capto en mí una sensación de que la hélice, la sempiterna hélice, parece fea. Ya no hace falta, y por eso parece fea. Y si mañana molestan las alas a la velocidad (reducidas ya a lo mínimo), el aeroplano se desprenderá en el acto de ellas, y el extraño, a nuestro modo de ver actual, cuerpo sin alas del avión, será hermoso. Así la Naturaleza desechó despiadadamente, no bien resultaron inútiles, los caparazones, magníficos para su milenio, de los brontosaurios.

 

Cosa rara, los aeronautas jamás han invitado a sus oficinas de diseños ni a escultures ni a arquitectos, a quienes están supeditados los enigmas de la belleza: no han tenido tiempo para ello. Y los aviones siempre han alegrado la vista. Recuérdenlo ustedes: han sido siempre verdaderamente bonitos, y esto no es autosugestión, ni mucho menos. Pureza de líneas, elegancia de formas, extrema exactitud de proporciones, laconismo, perfección... A los navegantes les fue algo más fácil combatir los elementos de la Naturaleza; el "límite de peso" los constreñía menos, e inmediatamente introdujéronse entre ellos los embellecedores: ha habido yates reales tallados, revestidos de tapices, y motonaves trasatlánticas con columnas de mármol.

 

En la aviación eso está totalmente excluido. En ella dicta los gustos la estética de la conveniencia, estética antigua y sabia como la propia Naturaleza madre. Y su primer legado versa: ¡nada superfluo!

 

Mikoyán va a la fábrica por la mañana y, tras reunir a los diseñadores, les expone su nueva idea. La expresa como tiene por costumbre, como quien no quiere la cosa. La expone con prudencia, recalcando anticipadamente que aún se debe calcular y sopesar todo cuidadosamente. Pero la idea es tan clara que, contra lo habitual, nadie intenta discutirla. En casos semejantes las personas se paran a pensar, y luego se dan una palmada en la frente: "¡Pero si es sencillísimo! ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí? Pues claro que se debe hacer así. ¡Sólo así!"

 

- Saben -dice Mikoyán-, se me ha ocurrido una cosa. ¿Y si retiramos los motores de las alas? ¿Si renunciamos al esquema clásico?

 

- Pero son dos -objeta alguien.

 

- Justo. Y meteremos los dos motores en el fuselaje.

 

Esboza en el acto el nuevo esquema en una hoja de papel, y los diseñadores comprenden que la "improvisación" de Mikoyán ha sido meditada y sopesada lo suficiente.

 

- Me parece -dice el ingeniero jefe- que las góndolas de los motores aquí están de más. Como no hay hélices...

 

Los bimotores se han diseñado siempre según el esquema clásico: un motor en el ala derecha, y el otro en la izquierda. Así se ha hecho siempre. No hay lugar a dudas. Y el ingeniero jefe lo ha puesto en duda. ¡En el nuevo aeroplano no habrá hélices! No habrá hélices que se estorben mutuamente. Por tanto, los motores se podrán colocar el uno al lado del otro, no en las alas, sino en el fuselaje... ¿Qué dará eso? En lugar de tres "frentes" de resistencia al avance, quedará uno; el incremento de velocidad es indiscutible. Sigamos. Retirados los motores de las alas, queda en seguida sitio para el tren de aterrizaje. Y aun para ruedas del tamaño que se necesita. Por si fuera poco, se podrán poner en las alas depósitos adicionales de combustible. Parte del combustible se retirará del fuselaje, y los diseñadores podrán operar en él con más libertad. El esquema de fuerzas del ala se mejorará, la zona de aleteo se desplazará, la construcción será más ligera: de un golpe resolvéremos decenas de problemas.

 

¿Es sencillo? Naturalmente. ("¡Cómo no se me habrá ocurrido a mí!"). Mas, merced a esta sola solución, el nuevo caza supera en velocidad a muchos cazas a reacción, tanto soviéticos como extranjeros, de su tiempo. Casi simultáneamente aparece, por ejemplo, el Meteor inglés. Los motores de este aparato tienen casi el doble de potencia que nuestros RD-20. Pero los ingleses siguen fieles al esquema clásico, y la velocidad del Meteor no pasa de novecientos kilómetros por hora. Y nuestro primer reactor, como aún veremos, ha rebasado esa anhelada velocidad. Tal es en la aviación, y en general, en la técnica, el valor de las ideas "sencillas".

 

La propuesta del ingeniero jefe es aceptada. Las anteriores variantes pierden su razón de ser, deséchanse numerosos diseños ya ejecutados; pero, en cambio, el avión termina por adoptar las proporciones y elegancia deseadas. Todo en él queda en su sitio, no hay nada de sobra. Y el esbozo de proyecto está muy pronto acabado y aprobado.

El aeroplano a reacción recibe su primer nombre: la denominación numérica, con la que pasará por todos los documentos de la fábrica. Si tiene éxito, si conquista el derecho a ser fabricado en serie, le darán el nombre de la casa, le adjudicarán, por así decir, un apellido: el MiG-9. Por el momento aún no se ha ganado ese apellido; pero ya es una realidad indudable, pues se ha puesto fin a la discusión en torno a si "es o no es posible".

 

Entran en juego las fuerzas principales de la oficina de diseños, y Mikoyán vuelve a sentir una sensación familiar cuya esencia pudiera expresarse con las palabras: "Lo más difícil está por delante". Aún queda un buen trecho hasta llegar a la vida sosegada (si existe esa vida de sosiego en algún sitio). Empieza la lucha entre las secciones, equipos y grupos, y 1a gran discusión se vierte en seguida en decenas y centenares de pequeñas discusiones. Para los diseñadores es el período de los choques más violentos y de las reuniones de partido más tempestuosas.

 

Ha de imaginarse uno qué tempestad  se desencadena cuando alguna transmisión de la dirección (la hace un equipo) pasa por el fuselaje (obra de otro equipo) al ala (al cargo de un tercer equipo). A los del equipo de la dirección les conviene tender la transmisión en línea recta, para lo cual necesitan perforar las cuadernas y montantes; cada corte debilita la estructura, y el reforzarla implica un peso adicional. Alboroto, acusaciones recíprocas, furiosas imprecaciones... Apenas se apacigua esa discusión, se entabla otra. El equipo del fuselaje ha puesto por fin a punto la estructura, "ha sacado" peso a trancas y barrancas, ha "repasado" cada pieza, y de pronto el equipo de motores necesita tender otro tubo: de nuevo hacen falta cortes. Los del fuselaje se sublevan, pero los de motores se obstinan: también su labor es compleja; a su cuidado están el combustible, la entrada de aire y las instalaciones eléctricas e hidráulica: ¡no se proponen ceder! Pero sobre éstos presiona ya el grupo de los aparatos de a bordo, que necesita obligatoriamente colocar un instrumento supernuevo más, y sin falta en el lugar en que se proyectaba poner un tubo de conducción. Por supuesto, en las discusiones participan los del grupo de peso, que defienden vigilantes sus límites de peso, y los del de resistencia, que están al tanto de la solidez del aparato. Se despliega enconada lucha por enfoques, dimensiones y peso convenientes; no se logra sin lucha poner siquiera en sus sitios la llave, el interruptor o la válvula más pequeños. ¡Es muy difícil! Así y todo, las discusiones terminan pacíficamente; las piezas y órganos son colocados, y las tareas cumplidas. Y si se tratara "únicamente" de cumplir estas  tareas,  encomendadas de una vez para siempre, los diseñadores, probablemente,  considerarían  que  su  vida  transcurre  casi  plácida. Mas en eso está el mal, en que las tareas cambian en el proceso de trabajo: el proyecto no está parado, se perfecciona hasta casi el último día.

 

- ¿Y qué quiere usted que hagamos? -me dice en cierta ocasión el jefe del grupo de aerodinámica de la oficina de diseños. El proyecto se ejecutará en medio año, y en ese plazo pueden, aparecer muchas cosas nuevas en la ciencia. Apenas ata uno los cabos del proyecto, y ya sale algo nuevo, se echa encima por todos lados. Pedidos de los aviadores, estudios de los científicos, novedades de la literatura, ¡la cabeza se le va a uno! Plantea uno un esquema, y pasada una semana quiere (y hace falta) cambiarlo. Aún está por hacer, y ya no satisface. ¡Palabra! Aún no ha habido un caso en que un aparato construido y aprobado me produzca satisfacción... digamos, por la perfección ideal de líneas. ¡Cuando sale a la pista de despegue, han surgido ya tantas cosas nuevas! Ya se puede romper totalmente, de cabo a rabo... Triste es la vida del proyectista, por cierto lo tengo. Y siempre así, y cuanto más tiempo pasa, tanto más ocurre eso.

 

"Aún está por hacer, y ya no satisface" -ésta es la fuente fundamental de los conflictos y choques. En efecto, cuanto más tiempo pasa, tanto más ocurre eso. Lo que ayer aún parecía imposible a los ingenieros, lo que hoy se ha logrado con inmenso trabajo, mañana les parecerá desacertado o poco acertado. Cada cual en su puesto procura mejorar el aparato; el afán de buscar domina en toda la fábrica; y este poderoso torrente arrolla todos los topes que los ingenieros han puesto a su ensueño en un principio. Y la vida, como le corresponde, no está quieta; la ciencia avanza; y este proceso no tiene fin.

 

Sin embargo, al procurar mejorar el proyecto, los ingenieros recuerdan siempre un aforismo, popular en la oficina de diseños, que versa: "¡Lo mejor es enemigo de lo bueno!" Esta sentencia se debe descifrar así: se puede mejorar hasta lo infinito; mas lo ideal, como se sabe, es inalcanzable y, de todos modos, no se podrán aplicar todas las "últimas palabras" de la ciencia en el proyecto. De esa manera se tarda sin duda más de lo debido. Y entonces el aparato, aunque sea mejor que simplemente bueno, ya no le hará falta a nadie. El huevo pintado está bien para la pascua; y el avión, para el plazo fijado. De suerte que, por buena que sea esa nueva idea, ya será tarde para modificar el proyecto.

 

Ese motivo hace que los disputantes lleguen con la mayor frecuencia a un acuerdo. Pero en los choques más violentos, cuando se trata de cambios sustanciales en el proyecto, tiene que actuar de arbitro Mikoyán. En esos casos el ingeniero jefe es parco de palabras, atento y comedido. Escucha las opiniones de ambas partes, las conclusiones de los adjuntos suyos y, tras meditar, pronuncia el fallo. Ora dice: "Creo que vale la pena comprobarlo", ora profiere breve: "¡Al cajón!" Y la discusión termina. Eso significa que ya se puede abrir el capítulo de reserva. El caza saldrá al campo de aviación tal como está diseñado al día. Se pondrá en el proyecto cuanto se haya logrado arrancar del futuro. Lo restante irá al cajón, para el siguiente aparato... No ha habido un caso en la oficina de diseños en el que, para el momento de entregar el avión terminado, no se haya acumulado una inmensa reserva de nuevas concepciones, ideas y propuestas.

 

... A finales del otoño cuando el proyecto está por fin aprobado y sus láminas pasan a los talleres, todos comprenden en la fábrica que empieza lo más difícil.

 

 

EL RUIDO DE LOS MOTORES

 

- Y a ti, ¿qué te recuerda ese ruido? -interroga el diseñador que dirige las pruebas del primer Mig a reacción.

 

Grínchik se vuelve hacia él y lo mira.

 

- Sabes, no he pensado en eso.

 

- ¿No has pensado? Pues se trata de un fenómeno completamente nuevo, Alexéi. Escucha.

 

Los dos prestan oído, en silencio, un rato. Están a unos cien metros del aparato; desde allí no ensordece tanto, se puede incluso conversar. El avión está en el patio de la fábrica, cerca del taller de montaje. Mejor dicho, no todo el avión, sino el fuselaje. En su parte inferior están ya montados los motores, dos RD-20 nuevecitos. Un mecánico los hace funcionar.

 

- El ruido del motor de antes estaba bien calificado: runrún. Era precisamente un runrún. ¿No te parece, Alexéi?

 

- ¿Y éste?

 

- Zumba sibilante. Pero es un ruido compacto, diría que denso... Se me ocurre una comparación. Quizás a lo que más se parezca el ruido del motor de reacción sea al del hornillo de gasolina. Claro, al de mil hornillos juntos. ¿Por qué te sonríes? ¿No se parece?

 

- Sí, ¿por qué no? -responde Grínchik, sonriendo-. Pensaba en otra cosa. Mi hijito Nikolái..

 

- A propósito, ¿cómo está? ¿Dina se ha restablecido? ¿No te has olvidado de darle mis recuerdos?

 

- Se los he dado. Los dos están muy bien, sin novedad. Pues bien, como iba diciendo, mi Nikolái y mi Irina explicarán a sus hijos: "¿Qué es un hornillo de gasolina? Existió hace mucho tiempo. Hacía un ruido como un avión reactor, pero mil veces más débil".

 

- Hum... Tal vez -dice el diseñador-. También el hornillo de gasolina fue una novedad en su tiempo... Pero ya va siendo hora de que empecemos a trabajar.

 

Llevan ya más de una semana probando los motores, desde primeros de diciembre. Aún falta mucho hasta que empiecen los vuelos; en las rampas prosigue el montaje de los acoplamientos fundamentales, pero se ha permitido a la tripulación del nuevo aparato sacar el fuselaje sin alas al patio: que palpen con sus manos la nueva técnica. Dicho sea de paso, para estas fechas ya está reunida en lo fundamental la tripulación del primer caza reactor: el piloto probador, el diseñador dirigente de las pruebas y el mecánico.

 

Agregáranse a ellos ayudantes de mecánico, electricistas, especialistas en instrumentos de a bordo, ajustadores y chóferes, pero eso será más tarde, cuando el caza llegue al campo de aviación. Por el momento trabajan los tres solos. Mucho depende de las relaciones que se entablen entre ellos. Y ha de ocurrir semejante coincidencia.

 

A Grínchik se le grabó en la memoria su primer vuelo, no el primero, que hizo solo, sin instructor, sino simplemente el vuelo en que, sentado detrás de otra persona, de un experto piloto, se desprendió por primera vez del suelo. Pues bien, ese piloto fue precisamente el diseñador que ahora dirige las pruebas y trabaja con él. Había ingresado en el Instituto de Aviación un año antes que Grínchik, y cuando éste fue al aeroclub del Instituto, aquél ya volaba solo.

 

Grínchik pidió al "ducho piloto" que lo montase en el aparato en vez de cargar con lastre. Y tres años después, cuando Grínchik era ya instructor del aeroclub, vino a suplicarle lo mismo otro entusiasta, estudiante de primer curso, un mozalbete todavía. Y Grínchik le mostró el mundo desde las alturas, y luego le enseñó a volar. Este discípulo suyo fue precisamente el mecánico actual del Mig a reacción.

 

Luego cada amigo siguió su derrotero: uno se hizo piloto; otro, diseñador; y el tercero, constructor de motores. Y el destino los ha reunido a los tres en una tripulación. En eso no hay nada "fatal": gente de profesiones afines, han concurrido en la búsqueda de verdadera ocupación.

 

El diseñador frisa los treinta y cinco. Ancha la cara de sencillas facciones, claro el pelo, ya ralo, y pequeños los ojos grises. Va vestido con sencillez: traje azul marino de buena lana, pero unos cinco años pasado de moda. Así se visten quienes están sobrados de dinero, pero faltos de tiempo, o, mejor dicho, quienes no quieren gastar el tiempo en coserse trajes de moda.

 

Conozco de buena fuente el siguiente episodio: el 22 de junio de 1941, a mediodía, nuestro diseñador entró en una floristería de la calle de Petrovka. Ya llevaba en el bolsillo la hoja de movilización, pero sacó una hora de tiempo y corrió a comprar flores. Las floristas se asombraron: "¿Es que no ha oído nada? ¡Ha empezado la guerra!" "Lo sé -repuso-. Lo sé que ha empezado la guerra. Pero ha nacido una hija mía... Una hija". Y la tienda de flores convirtióse por un instante en un oasis de sonrisas en medio de la ciudad estremecida. Las mujeres, interrumpiéndose mutuamente, empezaron a aconsejar al feliz padre qué ramo escoger. Al otro día él emprendió el vuelo para Leningrado, donde permaneció los meses más duros del bloqueo... Una hija, el primer día de la guerra, flores, el sitio de Leningrado; por supuesto, no me hubiera atrevido a tomar una situación tan "artificial" si no la hubiera dado la propia vida. Mas todo eso sucedió, tuvo lugar, como se dice.

 

El diseñador dirigente de las pruebas estuvo cumpliendo durante toda la guerra su deber militar, que se denominaba: "Poner los aviones en disposición de combate". En Leningrado, sitiado, y luego cerca de Moscú, trabajó en aeródromos del frente, organizando la reparación de cazas, y devolvió a filas varios centenares. Después dirigió el montaje de aviones de asalto, por lo que fue condecorado con la Orden de Lenin. Y ahora ha recibido otro nombramiento: diseñador dirigente de las pruebas del primer caza a reacción. Es un buen ingeniero, experto diseñador, y ha sido también piloto, como muchos de su generación ha pasado asimismo esa escuela. Pero en este trabajo hacen falta, además, cualidades de otro género. Se debe saber tratar a la gente, conocer sus debilidades y virtudes, comprender qué les interesa. .. Para esa labor hacen falta fuertes nervios, sosegada entereza, voluntad... Por lo visto, en ella precisamente se han templado los rasgos de carácter que posteriormente lo han llevado a ser el dirigente del Partido de esa colectividad.

 

El mecánico tampoco ha llegado por casualidad a ser miembro de la tripulación del primer caza reactor. Experto constructor de motores que trabajaba de primer diseñador por aquellos años, ha accedido al cargo de "simple" mecánico con tal de participar en una obra nueva. Se ha puesto a trabajar con tanto ahínco, que ha apartado a todos de los asuntos de los motores. A Grínchik le deja entrar en sus dominios, pues el piloto debe estar enterado de todo. Pero al diseñador que dirige las pruebas le ha declarado sin rodeos que tiene quehaceres de sobra y más le vale cuidarse del aparato, pues "con los motores ya se las arreglará él". Y en efecto, se las arregla.

 

Al venir a la fábrica, el mecánico pidió del almacén un motor RD-20 inservible y empezó a estudiarlo. Unas veces invitaba al piloto, otras al diseñador, pero lo más a menudo trabajaba solo. Desmontaba el motor pieza por pieza, palpaba cada una por todos lados, la confrontaba con los diseños, la engrasaba, y volvía a montar el motor. Así desarma y limpia su fusil el cabo ejemplar de la "Biblioteca del soldado". Una semana después el mecánico logra lo que se propone: si lo despiertan por la noche, montará el motor a tientas, en la oscuridad, encontrará el lugar donde deba ir cada pieza. El compresor, las cámaras, la turbina de gas, todo se lo sabe de memoria. Y cuando a la fábrica llegan los motores de verdad, acondicionados, el mecánico de la tripulación los recibe como a viejos conocidos. Eso desempeña posteriormente un gran papel.

 

Por más que la primera puesta en marcha no puede transcurrir peor. Quizás sea porque se apresuran: son tantas las ganas que tienen de ver la fuerza de reacción en funcionamiento. ¿Cómo poner en marcha estos motores? ¿Cuál es el proceso para ponerlos a régimen normal? ¿Aparecerá una cola de fuego tras el aparato? ¿Qué ruido hará? No tienen la menor noción de ello. Carecen de instrucciones. ¿Cómo pueden tenerlas? Ellos mismos deben componerlas... Un tractor saca el fuselaje a la pista nevada, lo pone de cola hacia un lugar abierto y se retira. Tras lanzar una mirada celosa a sus camaradas, el mecánico se mete en la cabina. Claro que no hubiera estado mal, para empezar, comprobarlo todo ellos mismos, sin gente extraña (para ellos son "gente extraña" todos los que no forman la tripulación). Pero, ¿acaso se puede ocultar tal novedad a la fábrica? ¡La primera puesta en marcha! Los obreros del taller de montaje salen al patio y se detienen a respetable distancia. Acuden los jóvenes de la oficina de diseños y se ponen más cerca. Luego, el personal de más peso: los jefes de secciones, equipos y grupos. Un especialista en aerodinámica llama a Grínchik, díciéndole: "Alexéi Nikoláievich, tenga la bondad. A mi modo de ver, usted no les hace falta por ahora, y yo tengo que hablarle". El último mes se han entrevistado a menudo para coordinar el plan de las pruebas en vuelo. Finalmente, salen de la oficina de diseños Artiom Mikoyán con Mijaíl Gurévich y otros adjuntos. Es un día de fuerte helada y, poco después, empiezan todos a pisotear, para calentarse los pies, y se levantan los cuellos de los abrigos. Ya es hora de empezar.

 

Pero algo falla a la tripulación. El mecánico está en la cabina, comprobando por décima vez las múltiples llaves y botones; el diseñador, desde lo alto de una escalera, mira al interior de la cabina, donde el mecánico ajetrea, pero no dice nada. Los dos están afeitados y limpios, planchadas las camisas y con corbata. Cada uno expresa su emoción a su manera: uno se sonroja; el otro palidece. Tal vez sientan ya que el primer intento sale frustrado. ¿Qué pasa? El día anterior han comprobado en el taller todo cuanto se podía comprobar. ¿Quizás estorbara el frío?

 

- Volodia, por lo que más quieras, no te pongas nervioso -dice el diseñador en voz baja, para que no lo oiga la gente "extraña"—. Vamos por orden. Comprobemos el pulverizador y las bujías. ¿Las has comprobado? Bueno. ¿Hay chispa? ¿Dices que hay? Aguarda, voy a comprobar los tubos. Por este pasa el aire. Por este también... ¡Qué mala pata! No te pongas nervioso. Vamos a empezar otra vez.

 

Turnándose y "sin ponerse nerviosos en absoluto", lo comprueban todo una y otra vez. El ingeniero de motores se acerca a darles algunos consejos, pero tampoco puede comprender dónde está el intríngulis. Grínchik capta la mirada inquieta del diseñador que dirige las pruebas y le sonríe alentador, como diciendo: ¡No te apures, hombre! El diseñador vuelve al punto la cabeza y sube a la escalera.

 

- "¡Mal indicio!" -piensa. Luego se enfada consigo mismo: "¡Se ha hecho supersticioso! Empieza a buscar indicios, oráculo del diablo! Tenían que haber preparado mejor la puesta en marcha. ¡Qué vergüenza! Tal fracaso a la vista de todo el personal de la fábrica". Ya no vuelve más la cabeza, pero percibe constantemente en la espalda las miradas de la gente, miradas reprobatorias e irónicas. ¿Cuánto tiempo habrá pasado: media hora, una hora?

 

- Volodia, venga, más tranquilo. ¿Me oyes? El diablo te desuelle, ¡más tranquilo! Bueno. ¿Hay chispa? ¿Llega el combustible?...

 

Volviéndose bruscamente sobre los tacones, se aleja primero Mikoyán. Los otros lo siguen. Un especialista en aerodinámica dice a Grínchik: "A propósito, Alexéi Nikoláievích, hemos obtenido más datos; hay una curiosa curva.. “ "Bueno, bueno, ya me voy sin necesidad de que me engatusen con ninguna curva —dice Grínchik- me iré para no molestarles". El patio queda desierto. Un sombrío silencio envuelve la fábrica y el lastimoso aparato sin alas, que sigue callado.

 

Mediado el día, rómpese el silencio. Un extraño sonido se eleva de la tierra al mismo cielo, se refleja en las bajas nubes grises, torna a bajar y se expande, envolviendo toda la fábrica. ¡Lo han puesto en marcha, a pesar de todo! Resulta que el motivo es una pequenez: un contacto, que debía estar plateado, está estañado; el estaño se oxida, y la pátina que se forma en él es aislante. ¡Qué alboroto arma luego la tripulación del aeroplano en torno a esa "pequeñez"! Este mismo día descubren el contacto, lo arreglan, e instantes después suena el "arranque" (un motorcillo de gasolina). Pasados unos minutos, retumban los reactores... Sí, el ruido se parece al zumbido de un infiernillo de gasolina lo mismo que el rugido de un león se parece al ronroneo de un gatito. Pero de mil ronroneos no resulta un rugido; es un ruido completamente distinto, potente, bajo y sibilante, amenazador, desacostumbrado, que hace latir el corazón con más violencia.

 

A lo largo de las ventanas del taller de montaje, del taller de fundición y de la oficina de diseños vuela el polvo de nieve levantado por el chorro de gases. Y al encuentro de esta inesperada ventisca corre el personal. Agitan las manos, gritan algo, no se entiende qué. Su impaciencia ha sido castigada; no han visto lo más interesante. En el primer instante de la cola del avión escapa una gigantesca columna de fuego, una llamarada roja. Elévase al cielo una nube de nieve. El negro asfalto empieza a fundirse y humear en el  acto,  se agrieta, luego el chorro de gases arranca trozos enteros de asfalto y los proyecta a gran distancia. Vuelan también pellas de tierra congelada: en pocos minutos se abre una zanja de unos cincuenta metros de larga. Los motores rugen, reuniendo toda su fuerza, zumban más y más uniformes, con ruido más bronco. Y junto al aparato alborotan de júbilo, dándose mutuamente palmadas en la espalda, hambrientos, sucios y felices, los miembros de la tripulación. Desde este día empiezan las pruebas en tierra. El RD-20 del primer modelo sólo puede  funcionar diez horas. El mecánico escatima cada minuto. Está dispuesto a discutir con cuantos le hagan poner en marcha una vez más los preciosos motores. Ni siquiera a Grínchik le deja ponerlos en marcha.  Este se limita por el momento a ejecutar "puestas en frío", es decir, sentado en la cabina, imita consecutivamente todos los movimientos que deberá hacer en el aire; y el severo mecánico, subido a la escalera de mano, lo examina. En la oficina de diseños se avisa que quienes necesiten hacer observaciones y experimentos, deben reunirse en torno al aparato a una misma hora. Los diseñadores de diversos equipos se adhieren a la tripulación, cada cual tiene sus preocupaciones, y todos juntos aprenden allí.

 

Pasan frío junto al aparato, saltan en la nieve, se empujan como chiquillos para entrar en calor, y se olvidan de todo lo demás cuando ponen en marcha los motores. Procuran acercarse al chorro de gases lo más que pueden pero sin abrasarse las narices, se ponen en cuclillas y observan atentos hasta que los ojos les hacen chiribitas. De cerca es tan fuerte el ruido que, pasados cinco minutos, la gente no oye nada. Cuando les pasa la sordera, entablan razonadas conversaciones y animadas discusiones. Por lo general, hacen corro y meten las manos en la tobera caliente: así están mejor. "Lo único de lamentar es que no podamos calentarnos los pies" -quéjase, casi en serio, el mecánico-. Y empiezan las reuniones relámpago.

 

Estudian en el campo porque avanzan a tientas y corrigen muchas cosas sobre la marcha. Avanzan hacia lo desconocido, y aquel chorro de fuego domado es para ellos como un reflector que les alumbra en las tinieblas. Quizás esté expresado con demasiada belleza, pero es realmente así. Estudian los nuevos fenómenos que surgen en la aviación con la fuerza de reacción, ponen en claro los peligros y buscan modos de eliminarlos. Lo que se sabe de antemano no es de temer. Lo temible es cuando ocurren casos de todo género en el aire: alli no hay tiempo de pensar. En tierra siempre se puede poner a punto el aparato. Hace falta saber cómo.

 

A veces, sin saber por qué, en alguno de los motores empieza de pronto un incendio. La primera vez eso provoca un gran revuelo, pero luego el mecánico se habitúa y, mientras los diseñadores de los motores buscan defectos en la construcción del RD-2Q, él apaga los incendios con "recursos caseros". El método que ha ideado es sencillo: cerrar el acceso del aire, tapando con una lona la tobera y el orificio de entrada, con lo que el fuego se extingue.

 

Una vez la lona no surte efecto. Y lo peor del caso es que ocurre delante de testigos, cuando todos los jefes se han congregado junto al aparato. El fuego aumenta, empieza a salir humo negro, se declara la alarma y acuden los bomberos. ¿Qué pueden hacer, si el incendio está dentro, en los motores? Si se lograse extinguir la chispa... El mecánico se arma de una llave desvolvedora, se lía la cara con trapos y se mete en el aparato. Sólo dice al diseñador. “Ea, sujétame los pies!” Dentro del aparato está oscuro, hace bochorno, la llama le lame la cara. El sigue avanzando obstinado, lanzando improperios, da por fin con la válvula y apaga la llama. Sacan al mecánico, y toda la ropa le arde. Un bombero, que está a la espera con un extintor, le dirige el chorro, inundándole la cara de espuma. El mecánico cierra los ojos: piensa que los pierde. Y oye la conocida voz de Mikoyán:

 

- Vladímir Vasílievich, abra los ojos. No es ácido. Ya lo he preguntado.

 

Claro que los incendios son dominados: en todo el tiempo que duran los vuelos de prueba, no hay incendios en el aire (eso es lo que más teme el mecánico de la tripulación). Terminan con el fuego en tierra porque se "ha apresurado" a aparecer aún en ella. Y lo que se conoce, ya no es de temer. Eso siempre se puede corregir.

 

... Comienza el mes de marzo y nieva, cuando llevan el aparato al aeródromo. Lo llevan, poniéndole las "patas" en un carretón y la "cabeza" sobre la plataforma de un camión. Lo envuelven cuidadosamente con una lona; las alas van aparte; en la cola encienden luces de señal; lo llevan con esmero, como si fuera de cristal de roca. Ordinariamente se ocupa de eso el equipo del aeródromo, mas en esta ocasión la tripulación no confía el aparato a nadie. A Grínchik lo envían a casa, diciéndole: "Ve y duerme. Y descansa bien, Alexéi. Ahora te toca a ti lo principal". En la cabina del aparato va, como es natural, el mecánico. El diseñador va sentado al lado del chófer del camión, fija la mirada en la carretera; mas los débiles faros topan con la malla de la nieve, y no se ve nada a más de diez pasos. "Demonios -piensa el diseñador-, si sale cualquier tonto en un cruce y nos arremete por un costado..." Y el mecánico, que no ha pegado ojo los últimos dos días, dormita cómodamente en el asiento del piloto y sueña cómo se ocupará de sus motores en el apacible hangar, lejos de los curiosos, solo... Así van al aeródromo del bosque, y por delante y detrás escoltan el avión unos motociclistas.

 

 

ROMPEN EL APARATO

 

El trabajo del equipo de resistencia mecánica consiste en romperlo todo. Denominan eso "pruebas estáticas". Los especialistas en aerodinámica buscan la mejor forma del ala; el grupo del fuselaje sueña con aligerar considerablemente la estructura; el equipo del tren de aterrizaje se preocupa de cómo asegurar la toma de tierra. Y luego vienen los del equipo de resistencia mecánica y lo rompen todo.   Rompen las alas, el fuselaje y las "patas" del avión. Lo rompen consecutiva y metódicamente, con conocimiento de causa. Ponen el ala en el banco de las pruebas y aumentan la carga hasta que -¡crac!- se rompe. Ese es su trabajo.

 

Cada aparato experimental se hace, como mínimo, en dos ejemplares: uno va al aeródromo de pruebas; el otro, al laboratorio de las pruebas estáticas. Pues bien, este segundo ejemplar, condenado a rompimiento, es copia exacta del que se elevará al cielo. Lo examinan los del equipo de resistencia mecánica que se encuentran todo el tiempo al borde de lo tolerable, y tienen que estar seguros en el cien por cien de que sus cálculos son acertados. Sin el visado del jefe del grupo de resistencia mecánica no se permite volar a ningún aparato; y el visado -su garrapateada firma- constituye responsabilidad. Responsabilidad por el avión experimental, por los millones de rublos del Estado gastados en el avión y, lo que es más importante, por la vida del piloto que, confiando en los diseñadores, eleva al cielo ese aparato.

 

El jefe del grupo de resistencia mecánica lleva ya más de dieciocho años trabajando en la oficina de diseños. Dieciocho años de constante espera nerviosa es casi una particularidad profesional de su trabajo. Dieciocho años sin derecho a equivocarse, porque una equivocación del especialista en resistencia mecánica representa un accidente, una catástrofe, la muerte. Debe imaginarse uno cuántas veces estamparía esta persona su firma en los diseños, cuántas veces observaría, alarmado, cazas entrando en picado y barrena, cuántas veces, en fin, aguardaría las conclusiones de la comisión de accidentes acerca de sí tenía él la culpa de lo ocurrido o no la tenía. Debe uno imaginarse todo eso para comprender por qué tiene el pelo blanco, por qué es reservado y sombrío, por qué no cree a nadie de palabra y procura comprobarlo todo personalmente. Por algo el viejo refrán "no se equivoca quien no trabaja" lo han rehecho a su manera los del grupo de resistencia mecánica: "Quien se equivoca, no trabaja más".

 

La tarde está muy avanzada. En la oficina de diseños no se oye ruido. En la fábrica no se ve a la gente. Sólo hay movimiento en el laboratorio de las pruebas estáticas. Este día se verifica la prueba de resistencia mecánica del caza reactor. La gente entra en una sala grande y sombría, habla en voz baja y se detiene junto a las paredes. Por las paredes se deslizan sombras grises. Las lámparas penden a escasa altura, por eso las sombras parecen fantásticas. Por encima de todas las sombras, tapando las siluetas de la gente, elévase la jorobada sombra del aeroplano que se va a sacrificar. Está fuertemente sujeto al banco de las pruebas; y del ala extendida álzanse unos cables.

 

- ¡Preparen! -manda el jefe del grupo de resistencia mecánica con voz repentinamente opaca-. ¡Den carga!

 

Infringe el silencio un tenue triquitraque: se han puesto en funcionamiento los gatos. Las agujas de las dinamómetros se estremecen, empiezan a marcar la carga de 10%, 20%, 30%... El jefe del grupo de resistencia mecánica soslaya una mirada descontenta a la gente apiñada a sus espaldas. ¿Para qué habrán venido? ¿Qué mirarán? Si tienen interés, que vengan más tarde a examinar la parte rota. ¡Pues están haciendo de las pruebas una función de circo! Los restantes permanecen tranquilos por el momento: para todos está claro que esa carga no supone ningún peligro para el aeroplano. El especialista en aerodinámica sonríe benévolo. El ingeniero de motores mira el reloj: ¡Qué despacio pasa el tiempo! Mikoyán y Gurévich conversan tranquilamente. Uno de los ingenieros hasta pide en broma al jefe del grupo de resistencia mecánica que "obre más vivo". El aludido no responde. La carga llega ya a 45%, y los cables van rechinando más y más. 50%... 55%... Ya no queda nadie indiferente: unos se saben dominar bien, otros son más nerviosos. Los bromistas están serios; los despreocupados, emocionados; y no dejan de mirar a las manecillas de los indicadores esperando que se oiga un chasquido, no el rechinar uniforme de los cables, sino el horrendo chasquido del ala al romperse, chasquido que estremecerá a todos. En la pared vacila, se agita y tiembla la jorobada sombra del avión... ¡ 60%! El diseñador del Mig palidece, las piernas le tiemblan. Cuántas veces habrá presenciado semejantes pruebas, se pone nervioso y no puede remediarlo. Quisiera no mirar en aquel momento al avión, mas no puede desviar la vista. Tiene miedo, miedo de verdad, como si se le transmitiese el dolor del aeroplano, que tiembla en este gigantesco potro del tormento. Mikoyán está tranquilo, remarcadamente tranquilo, hasta se sonríe: fuerte persona. Lo único que se le nota es que quizás sonría más a menudo que de ordinario. ¡70%! Por la sala corre un susurro. El jefe del grupo de resistencia mecánica mueve los labios sin cesar, cuenta los segundos para su fuero interno, debe hacerlo para estar completamente seguro. Pasa un minuto, dos minutos... El avión se pone tenso, sigue sin romperse, no se oye chasquido alguno. Es la máxima carga posible en vuelo. El avión ha soportado el primer examen.

 

- ¡Descarguen! -manda el jefe del grupo de resistencia mecánica, y todos avanzan hacia el avión. Cada ingeniero examina lo que más le interesa, por ver si hay resquebrajaduras, desplazamientos o deformaciones en los órganos de su construcción. Cuando pongan en claro que no hay nada de eso, se podrá hablar, gastar bromas a cuenta de la emoción       del vecino, aparentar que uno no ha sufrido la menor inquietud e incluso, violando la prohibición, fumar en un rincón.

 

-¡Preparen! -atruena la voz de bajo del canoso jefe del grupo de resistencia.

 

Ahora romperá sin falta el avión. Con una carga mayor de "cien" el aparato debe romperse. Mal andará la cosa si no se rompe. Si con una carga de ciento cinco no se rompe el ala, eso quiere decir que los cálculos son erróneos, que el caza es demasiado pesado, que está peor hecho de lo que se hubiera podido. Vuelve a oscilar la chepuda sombra en la pared, rechinan los cables, contienen la respiración los ingenieros...

 

 

LOS REFLEJOS

 

Por fin Grínchik se queda a solas con el avión. Está de magnífico humor. Se dedica a algo muy difícil: a excitar mo vimientos reflejos.

           

La jornada laboral ha terminado; en torno está todo en calma. ¿Se habrá quedado Grínchik solo en el aeródromo?

 

El piloto está aislado del mundo por las paredes de la angosta cabina. Al otro lado de estas paredes están sus amigos, su mujer e hija, el pequeño y alborotador Nikolái y el bosque, en el que despierta la primavera. Y en la cabina, él solo, mano a mano con su avión.     

 

Los amigos de Grínchik se han marchado del aeródromo hora y media antes. Se han marchado en bullicioso tropel, y ahora, naturalmente, ya estarán divirtiéndose. De seguro que se habrán ido a un restaurante, habrán juntado las mesas, se habrán sentado todos juntos y estarán pronunciando los primeros brindis; lo estarán pasando muy divertido. El motivo es extraordinario: Anojin ha vuelto a filas. Es pecado no celebrar un acontecimiento como éste. Serguéi se ha salido con la suya, ¡se ha salido con la suya, a pesar de todo! Ha pasado  el  examen  de  una  comisión  superrigurosa,  los médicos han estado largo rato moviendo la cabeza, conferenciando, haciendo salir a Serguéi de la habitación, volviéndolo a llamar, moviendo de nuevo unos lapiceros delante de su ojo y, por fin, han decidido que otra comisión especial compruebe la técnica de pilotaje de este tozudo. Lo han comprobado hoy mismo. Uno de los miembros de la comisión ha sido Grínchik. Han montado todos en un Li-2, y Anojin ha ocupado el asiento izquierdo de piloto. Ha estado tranquilo. Los demás, preocupados. Ha sido un concilio constituido por probadores expertísimos, viejos amigos de Anojin. Algunos no han creído que pudiera cumplir la tarea. Grínchik creia y... aún ha estado más preocupado.

 

-Bueno, Serguéi Nikoláievich, empecemos -ha dicho el presidente de la comisión-. La tarea será: despegue, vuelo en torno al aeródromo y aterrizaje.

 

Anojin ha empezado a rodar el avión. Grínchik ha estado sentado detrás de él y no le ha visto la cara, sólo un hombro y una mano. Pero esta mano se ha posado con tal firmeza en el volante, lo ha empuñado con tal brío y, al mismo tiempo, suavidad, y ha parado los golpes con movimientos tan habituales, que Grínchik se ha tranquilizado en seguida. El vuelo ha transcurrido brillantemente, y el aterrizaje lo ha hecho Anojin con su seguridad habitual, junto a la misma "T". El hombre puede lograr cualquier cosa, si tiene grandes deseos. ¡Anojin se reincorpora a filas! A Grínchik le parece eso un buen presagio. (Adelantándonos, puedo decir que, posteriormente, el Héroe de la Unión Soviética Serguéi Nikoláievich Anojin se ha hecho uno de nuestros mejores probadores de cazas a reacción. Se encarga precisamente de las tareas para las que hace falta especialmente buen cálculo visual. Persona privada, según afirman los médicos, de la 'visión de profundidad", prueba los aparatos más complicados, entra con ellos en barrena y hace picados casi hasta el mismo suelo. Anojin sigue probando aviones hoy día).         

 

... Los pilotos se han marchado en tropel, y Grínchik ha quedado en el aeródromo. ¿Se habrá enfadado Serguéi porque él no haya ido con ellos? Cuando se han marchado, Grínchik lo ha detenido y le ha dicho:

 

- Serguéi, tú sabes bien que me alegro más que todos...

 

-¿Será mañana el vuelo?

 

- Si hace buen tiempo, será mañana.  

 

- Pues no hay de qué hablar.

 

Y Grínchik se encamina hacia su aparato.

 

Ahora está sentado en la cabina, puesta la mano derecha en la palanca de mando, la izquierda en las de los gases, y los pies en los pedales. Está sentado como de costumbre, con comodidad, como se encuentra la horma en su zapato. Creyérase que la cabina ha sido construida especialmente para él, a la medida, como se cosen los trajes. Delante de él, a la derecha y a la izquierda, abajo, junto a los pies, y a la altura del pecho apíñanse los aparatos de a bordo. Los ha contado una vez: son más de sesenta esferas, llaves, botones e interruptores. Y Grínchik está obligado a conocer todos estos aparatos. ¿Qué significa conocer? ¿Qué significa recordar? Hace ya mucho que los recuerda. ¿Comprender para qué sirven? Pues claro que lo comprende. ¿Saber manejarlos? Pues claro que sabe. Eso es el abecé. Mas con el abecé no se termina el estudio; empieza por él.

 

Grínchik está excitando movimientos reflejos.

 

En el aire no se puede uno permitir el lujo de pararse a recordar, vacilar, buscar, palpar. El camino de la determinación tomada a la acción debe ser archibreve: ¡Pensado y hecho! Por lo tanto, no es suficiente conocer todas estas llaves y aparatos, tiene que acostumbrarse a ellos. Verlos sin mirar, poner maquinalmente en ellos la mano. Digamos, por ejemplo, como entra uno en la casa en que vive hace ya mucho tiempo. Al meter la llave en el ojo de la cerradura, no piensa en ésta; ni busca el interruptor, palpando, para encender la luz. Así mismo tiene que "vivir" Grínchik en la cabina.

 

Se da mentalmente órdenes, y sus manos descienden con el único movimiento económico y acertado hacia la llave del combustible, cambian de posición las palancas de los gases, manejan los flaps y los compensadores. No mira el tablero de los instrumentos de a bordo y sólo de tiempo en tiempo echa una mirada a la mano para comprobarse. Así aprende el pianista una difícil composición musical sin mirarse las manos. Bien es verdad que al pianista le resulta más fácil: el teclado del piano nunca cambia. Y el piloto probador ha de acostumbrarse de nuevo a cada avión. Con la particularidad de que ahora, ante los ojos del piloto, está por primera vez en la vida el "teclado" de un aeroplano a reacción.

 

Comprobado el "abecé", Grínchik pasa a otra cosa más complicada. Ya está seguro de que las manos no le fallarán. Si quiere abrir los flaps, las manos harán por sí solas lo que sea necesario. Mas es preciso, además, querer a tiempo... Grínchik empieza a "ensayar" el vuelo.

 

Sigue sentado en la cabina como antes, muy tranquilo; apenas mueve las menos: uno o dos movimientos, y de nuevo las deja quietas. Para este momento ya ha rodado mentalmente a la pista de despegue, recibido por radio el permiso para despegar, dado gases... ¡Atención! Ahora el aparato se desprende por primera vez del suelo. La mano, a los gases. Así. Deslizar las palancas suavemente. Ahora, comprobar las revoluciones de la turbina de gas: una rápida mirada al indicador. ¿Qué temperatura tiene el gas? Otra mirada a otro indicador. No debe pasar de 720°. ¿Está todo normal? Aumenta la presión del aceite, y también se debe comprobar por el indicador. Ahora, el indicador de la velocidad: ¿la señala? Bien. Apartemos ahora la vista del tablero de los aparatos de a bordo; toda la atención a la pista. Delante se descubre todo un mundo, un amplísimo panorama: el avión se eleva...

 

¿Cómo será este primer vuelo? Ante el piloto se alza un oscuro bosque todo borroso, todo entre niebla. Un inofensivo arbusto puede antojársele de pronto un monstruo; y un sonriente prado, resultar un tremedal. Pisa uno en él y se hunde hasta el cuello. Un bosque oscuro se yergue ante Grínchik, y Grínchik será el primero en entrar en él. Y abrirá el primer sendero a través de la fronda. Será un sendero estrecho al principio, y pasará por la misma linde del bosque intransitable. Luego penetrará en él, se irá adentrando a los lados, despacio, con cautela, pero más y más lejos cada día. Y cuando recorra la espesura por todas partes, ya no será desconocida. Los oscuros monstruos que lo acecharan a cada paso desaparecerán, como si no hubieran existido. Y tras Grínchik irán allí decenas y centenares de otras personas, para las cuales él, el descubridor, habrá disipado la inhospitalaria oscuridad.

 

Si entra uno en este bosque, que entre con valor. El primer hábito, común para todos los probadores, es saber sobreponerse al miedo. Avanza uno, aguzada la atención, y de pronto oye un crujido, siente una bocanada de calor: ¿de qué se trata? Lo principal es no huir. La huida no es el mejor medio de salvación. Uno debe detenerse, escuchar y procurar comprender. Quedarse quieto un instante: ése es el reflejo habitual del probador. ¿No ha ocurrido nada? Pues que avance medio paso más, un paso más. Y que se vuelva a detener y piense: ¿seguir avanzando o retroceder? La preparación de un piloto se manifiesta ante todo en la estimación de lo peligroso y lo no peligroso. Y como en vuelo no hay tiempo de pensar, procura aprestar de antemano, en tierra, soluciones para todos los casos difíciles. Por supuesto, no se puede prever todo. Tener reflejos para todo es tanto como no tenerlos en absoluto. Importa seleccionarlos, y en ello también decide la preparación del piloto. Supongamos que falle el motor: en este caso no hace falta reflejo. Se debe averiguar por los indicadores qué motor se ha parado y tratar de ponerlo en marcha. El caso no es de accidente, pues el avión puede llegar al aeródromo con un solo motor. En todo caso, habrá tiempo para pensar. Pero si empieza a subir la temperatura del combustible o del aceite, las manos deben operar automáticamente. Tardar en este caso puede ser mortal. Y Grínchik ensaya soluciones, mejor dicho, proyectos de soluciones para casos difíciles de ésos. Ahora bien, ¿y si no le surten efecto en el aire? No lo puede prever todo... Pues también se debe tener el "reflejo para saltar". Y Grínchik lo ensaya varias veces, sentado en la cabina. Así correrá el fanal, con la otra mano se soltará los tirantes del asiento... Pero éste, naturalmente, es el caso más extremo.

 

Grínchik ensaya otro reflejo "de guardia": ocurra lo que sea, conectará los registradores automáticos. El pequeño cuadro de mando de estos aparatos, a petición suya, está colocado encima de las palancas de los gases. Así le es más cómodo: los puede conectar de paso. Este reflejo es difícil porque no es imprescindible. No presta ayuda alguna en un momento difícil, antes estorba. Para excitar ese reflejo tiene uno que darse de golpes en la frente: "¡Ay, tontaina! ¿Cómo no habré conectado los registradores? ¡Soy un despistado!". Si los registradores automáticos no funcionan, un caso que ocurra quedará sin aclarar, y habrá que repetir el vuelo. Y si los conecta, se obtendrá un cuadro completo del fenómeno; en tierra se podrá pensar con todo detalle.

 

Empieza otra serie de evoluciones: Grínchik emprende, quizás, lo más difícil. Tiene que saber dominar los reflejos. Digamos, lo más infantil: si brota una llama delante de las narices de uno, pues que retroceda. Si el avión alza la proa, que el piloto avance la palanca; si el avión baja la proa, que el piloto recoja palanca. Eso se hace sin pensar, instantáneamente. Pero si el aparato se encabrita, en modo alguno se le debe estorbar. Y por el contrario: en la barrena el avión cae con la proa hacia abajo, y uno debe picar más aún, dar palanca adelante. Es decir, al sentir el fuego, avanzar: sólo en eso está la salvación.

 

Sí, es difícil la labor del probador... Si el lector lo permite, me arriesgaré a agregar a las comparaciones, numerosas ya de por sí, otra más (se la oí contar al piloto probador Sedov). Una persona camina por encima de un precipicio por un estrecho tronco. No es cosa fácil, debe mantener el equilibrio todo el tiempo. De pronto le brota una llama delante de los ojos. Está advertido de que no debe retroceder, pues se quemará. Tiene suficiente aguante: avanza sin pensarlo, y el fuego retrocede. En el tronco, por supuesto, tiene que seguir manteniendo el equilibrio: el vuelo prosigue. Y cuando esa persona vuelve a casa, le interrogan:

 

- Cuando  brotó  la  llama,  ¿te  dio  tiempo  a  dar  dos pasos o tres?

 

- ¿Había algún nudo en el tronco?

 

- Creo qué había uno.

 

- ¿Y de qué color era?

 

Grínchik termina su "vuelo". Se dispone a aterrizar. Ahora tiene que prestar toda la atención a la velocidad. Se ha de ir disminuyendo poco a poco, no de golpe. Los gases, los flaps, pronto tendrá que desplegar el tren... Grínchik ensaya cómo distribuir la atención por el tablero de los aparatos de a bordo, qué llaves conectar, y va "entrando" tan gradualmente "en el papel", que empieza a parecerle que a sus espaldas zumban los motores, que todo su cuerpo avanza por la inercia, y el altímetro va marcanco realmente las cifras de 500 metros, 400 metros, 300 metros... Y de pronto, un golpe, algo que sacude y tamborilea en la cola del aeroplano: la mano derecha del piloto recoge en el acto la palanca hacia sí, y la izquierda retira los gases.

 

En el mismo instante Grínchik se echa a reir. Y está dispuesto a abrazar al turbado ayudante de mecánico que ha golpeado sin querer la cola del avión con la escalera de mano. Está dispuesto a dar un beso a este muchacho. ¡Se ha personificado hasta tal punto en la imagen, que la mano, por sí sola, ha empuñado las palancas de los gases! ¡Sin pensarlo, automáticamente!

 

 

LA MADUREZ

 

"Querida hermanita: Hoy estoy en casa, me siento un poco mal, y he de terminar sin falta la carta que, tienes razón, es aproximadamente la primera en este semestre. Perdóname, Vera, no te enfades: no te he olvidado, simplemente estoy perdido en medio de la vida. Creo que he recibido todas tus cartas.

 

Me alegro de que tu familia esté bien avenida y sana. Cuídate. Yo siempre te ayudaré con mucho gusto en todo lo que pueda. Escríbeme, no tengas reparo: pues ahora he quedado de padre vuestro. A veces me olvido de eso entre el sinfín de diversas ocupaciones.

 

Vera, te agradezco mucho las cálidas e inteligentes cartas que has escrito a Dina. No esperaba de ti otra cosa; nuestros parientes no le escriben muchas cartas de ésas. ¡Si supieras cuánto te lo agradece! Si nuestra madre cambiase de actitud con respecto a ella... La mamá la conoce cómo era hace año y medio. Dina ofendió delante de ella a alguien por haberme "faltado al respeto" y se le ocurrió discutir con ella acerca de que me quería más que ella, y algo más en este tono infantil.

 

Mi vida familiar se ha arreglado como ni yo mismo tal vez esperase, aunque todo esto ha costado a Dina amargas lágrimas (tú conoces un poco el genio que gasto). Le es difícil acostumbrarse a que es mujer de un probador. ¿Y se puede una acostumbrar a eso, en general? Dina es buena, muy buena. Y me quiere. De un amor como el nuestro creo que no he leído ni siquiera en los libros. En casa hay tranquilidad, reina un ambiente muy acogedor y siempre me esperan. Nuestro Nikolái ha cumplido siete meses. Crece fuerte, muy alegre. Dicen que se parece a mí, lo mismo que Irina. Se pasa la mayor parte del día probando su voz en todos los tonos: bien es verdad que por ahora resulta difícil enterarse de qué canta. En cuanto a mi trabajo, no todo es de envidiar. Me han designado primer piloto probador y subjefe de la sección de vuelos del Instituto. Ahora no transcurre ningún vuelo serio sin mi participación o asistencia; dirigir uno mismo los vuelos y volar es muy pesado, y procuro con todas las fuerzas apartarme de eso. Pues yo soy piloto, bien lo sabes. Hace poco el ministro firmó una orden, según la cual se me confiere el título de piloto probador de primera clase. Soy el más joven de los once pilotos probadores de primera clase de la Unión Soviética. Te envío fuertes besos a ti. Vera, y a tu familia. Dina también os envía besos. ¡Que gocéis, sin falta, de buena salud!

 

Tu Alexéi".

 

 

En esta carta aún hay mucho del "Grínchik de antes". Por ejemplo, no se le olvida mencionar que es el más joven de los pilotos probadores de primera clase. Y aun así, el subjefe de la sección de vuelos se parece ya poco al joven piloto que hace cinco años (hubo tal caso) rizó el rizo en un bombardero pesado.

 

Diríase que no ha transcurrido mucho tiempo desde entonces. Mas un año de servicio de un probador se cuenta legalmente por dos, y un año de servicio en el frente, por tres. Es una cuenta cabal. Siguiendo esa cuenta, Grínchik ha vivido durante la guerra una larga vida.

 

Fue a combatir como millones de sus coetáneos, sin saber aún cómo sería la guerra. Como piloto que era, se le imaginaba algo así como una comisión de servicio: a Crimea iban los pilotos a participar en competiciones de planeadores; al Báltico, a probar hidros; a Jaljin-Gol, a pelear... En una aldea, cerca de Rzhev, a donde se trasladó el aeródromo, se encontró un pozo lleno de cadáveres. Entre los muertos había niños. El piloto que, en pareja con Grínchik, hacía vuelos de asalto, se emborrachó aquella noche.

 

- Me ofendes si no bebes -le decía, pausado, a Grínchik-. ¿Me oyes? Claro, tú eres ingeniero, letrado, lo comprendo. .. Te será más llevadero, Alexéi, lo sé. Eso no se puede mirar con ojos humanos. Bebe.

 

- Déjame -le dijo Grínchik.

 

A Dina no le escribió nada del pozo. Escribió escuetamente: "Las ametralladoras son ahora poco para mí". Combatió con rabia y cálculo. Sin contar los trofeos conquistados en combates de grupo, derribó cinco aviones enemigos. Entonces, junto a Rzhev, eran muchos.

 

Grínchik se hizo más severo durante la guerra. Aprendió a odiar acerbamente a la gente malvada, y no ocultaba su odio. Ni sabía, ni quería ocultarlo. Vino a su unidad un piloto que traía muy mala fama. No se sabía de él nada a ciencia cierta, su hoja de servicios era buena; en su encuesta no había nada que mereciese reprobación; pero no lo querían. Y, como él lo notaba, se comportaba con insolencia. Una vez acudió al Estado Mayor y se detuvo en la puerta, sin quitprse el cigarrillo de los labios ni la gorra de la cabeza, mirando con arrogancia a los que estaban dentro.

 

- Resulta que, además, eres un mal educado -le dijo Grínchik-. No te basta con ser un expoliador.

 

Por primera vez le dijeron en la cara a aquel piloto el apodo que venía arrastrando de un frente a otro.

 

- ¿Qué te he hecho? -exclamó, abalanzándose hacia Grínchik- ¡¿Qué os he hecho a todos vosotros?!

 

Los pilotos callaron.

 

- ¿Quieres que todos se enteren de lo que has hecho? -le respondió Grínchik, sin levantarse de su asiento-. Acuérdate del bloqueo de Leningrado... El "expoliador" palideció.

 

- ¡Mientes! -gritó.

 

- Luego, te has acordado -le dijo Grínchik-. Cuando, si uno se cortaba un brazo, quizás alguien se lo hubiera comido, ¿qué hacías tú? Cambiabas pan por un reloj de oro... ¿Cómo puedes mirarnos a los ojos? ¡Largo de aquí!

 

Unos dos minutos se mantuvo el silencio. El "expoliador" salió.

 

(Meses después la mujer de Grínchik tuvo que pedir a este piloto un favor. Ella estaba evacuada en Kazan. Y tenía que ir a Moscú: allí, en el callejón Serébriani, estaba Grínchik hospitalizado. A Moscú sólo volaba un avión, el del "expoliador". Dina conocía el mote, lo mismo que toda la historia. Tras el escándalo descrito, el piloto logró que lo trasladaran a otra unidad, y el destino los ponía frente a frente... Dina caminaba por el desierto campo de aviación hacia el aeroplano y no sabía cómo proceder. Grínchik estaba herido. De gravedad. Ella debía estar a toda costa a su lado. Pero él, si se enteraba, no le perdonaría que le hubiese suplicado un favor a aquel infame. ¿Qué hacer?

 

- "Expoliador" -le dijo Dina-, ¿quiere llevarme a Moscú? Mi marido está en el hospital. Su apellido es Grínchik.

 

El piloto se estremeció. Era la segunda vez que lo llamaban así en la cara. Tenía delante a una mujer pequeña. Sus grandes ojos grises miraban serios, con insistencia. El no tuvo fuerzas para negarse.

 

Cuando montaban en el avión, él no pudo contenerse, a pesar de todo, y le dijo:

 

- ¡Te pareces a tu marido, Grínchik!

 

- Sí -repuso ella-. Cuando un marido y su mujer viven juntos mucho tiempo, terminan por parecerse...

 

Grínchik pensó muchas cosas en el hospital. Los médicos lo retuvieron más de un mes, de manera que tuvo tiempo para meditar. Al principio se fijaba en sí mismo: le dolía la pierna, lo hastiaban con las inyecciones y curas. A veces oía el ruido de aviones que pasaban volando, y no sentía deseos de volar él mismo: yacía, descansaba y tomaba sumisamente las medicinas. Luego salió al jardincillo del hospital, vio aviones en el cielo gris -pasaba una patrulla de cazas yak en hilera- ¡y sintió inmensos deseos de verse en la cabina de su aparato! Entonces comprendió que empezaba a restablecerse. El probador empezó a probarse poco a poco, con gran precaución, a si mismo. Probó a hacer los movimientos que se requerían en el vuelo, y el dolor le molestaba menos cada día. Y pensaba más y más a menudo en las pruebas. Pensaba de otra manera, no como antes de la guerra.

 

En el frente se dio cuenta hasta el fin, por primera vez, de la importancia de su trabajo. No en teoría (de ese modo también se daba cuenta antes), sino en la práctica, en la propia y difícil experiencia. Conoció el verdadero valor de la velocidad, de la rapidez de ascenso y de la altura, del radio de acción y de la maniobra, el valor de la vida y la muerte del hombre. Conoció el verdadero sentido de la responsabilidad. Y no sólo ante los jefes (eso siempre se lo habían hecho sentir), sino también ante los pilotos del frente, para quienes se construyen los aviones, ante los soldados de infantería, a quienes esos aviones ayudan a pelear, y ante los niños, los ancianos y las mujeres, a quienes protegen. Antes Grínchik satisfacía los pedidos de ciertos "clientes" abstractos; ahora recordaba a seres vivos, veía cómo se batían y sabía exactamente en aras de qué se batían.

 

Cuando salió del hospital, Grínchik fue a trabajar de nuevo al aeródromo del bosque: a todos los pilotos probadores los retiraron del frente. Volaba a menudo y se preparaba concienzudamente para las pruebas. Pero lo que más le agotaba era la responsabilidad por los vuelos de otros. Hubo de participar reiteradas veces en comisiones de accidentes, lo mismo que Galái, Anojin, Shiyánov y otros expertos probadores. Y cada suceso acaecido en el aire no podia menos de hacerles pensar: ¿cómo se hubieran comportado ellos si se hubieran visto en esta situación? ¿Hubieran salvado el avión o tampoco hubieran podido hacerlo?,.. Al pensar en accidentes de distinto género, recordaron casos en los que, efectivamente, dependió poco del piloto. Por ejemplo, un aviador se veía en un régimen de vuelo que aún no había probado nadie, que ni siquiera los científicos habían adivinado (la primera barrena, el primer encuentro con el aleteo, etc.). O en la propia construcción del aparato había algún defecto oculto que se manifestaba de manera tan repentina que ya no se podía hacer nada. O, simplemente, algún caso de lo más raro: Galái tuvo una vez un percance... debido a un cuervo.

 

Volaba en un bombardero; sin saber de dónde, apareció un cuervo tonto; Galái lo vio demasiado tarde, y el cuervo fue a chocar contra los cristales de la cabina. Rompió un cristal, dio violentamente en la cara al piloto y fue a parar al interior del fuselaje, donde estaba sentado el ingeniero probador. Rota la cara, Galái perdió el conocimiento, cayó encima del volante, y el pesado avión empezó, sumiso, a descender. Si no hubiera recobrado el sentido a tiempo, sus amigos no hubieran tenido ocasión de gastarle bromas a este respecto.

 

Galái tuvo suerte. Aterrizó y, como suele suceder en la aviación, el caso se clasificó inmediatamente con la categoría de "cómico". Por la noche, en el comedor del personal volante, Grínchik apartó, demostrativo, su plato, diciendo:

 

- Amiguitos, huele a algo. ¿No será a caza?

 

- ¡A cuervo! -respondieron a coro los perspicaces "amiguitos".

Mas Galái conocía un magnífico método defensivo: soltó la carcajada el primero. Y, saliendo al paso de los chistes de otros, contó en seguida él mismo un chascarrillo acerca de su mala fortuna.

 

- Todo eso no es nada -dijo-. Poneos mejor en el caso de mi ingeniero. Va sentado, volando. De pronto oye un golpe terrible. Y, acto seguido, siente un chorro de aire frío. Piensa que la cosa va mal. Llegan a él, volando, jirones de carne y sangre. "¡Galái la ha diñado!" Y de pronto... -experto narrador, hace una pausa y recorre a todos con la mirada-. Y de pronto vuelan...  ¡ plumas   negras!  Figuraos: ¿qué pudo pensar?

 

Entonces se rieron mucho. Pero pudo haber ocurrido una catástrofe. Si se hubiera visto en aquel trance otro cualquiera, aunque fuese el piloto más fuerte, tampoco hubiera podido evitar el choque con el cuervo.

 

En el aire suelen ocurrir sucesos parecidos. Y aún así, según me han dicho los probadores más expertos ellos lo saben casi con exactitud, aproximadamente en siete casos de diez no hubieran dado lugar a un accidente. Y estos pilotos tenían derecho a hacer semejante afirmación. Cada uno de ellos tenía en su haber decenas de catástrofes y accidentes frustrados: aterrizajes sin motor, fallos en la dirección, incendios en el aire, roturas, etc. En todos esos casos acechaban sorpresas a los pilotos, pero ellos las recibían con todos sus pertrechos, y no sólo salían ilesos, sino que, por lo general, salvaban sus aparatos.

 

El buen piloto probador es enemigo de las casualidades, enemigo de "lo que sea sonará", adversario persuadido de las temeridades. Se prepara constantemente para los encuentros con lo inesperado.

 

De esa manera aprende a trabajar y trabaja ahora también Grínchik. Cuando recibe un avión nuevo, procura enterarse de la altura que pierde en los virajes sobre el ala. Si pierde mucha altura, saca en seguida una conclusión: si tiene una avería a una altura menor de seiscientos metros, por ejemplo, no deberá dar la vuelta, no tendrá tiempo. Y si en ese momento el avión vuela en dirección opuesta al aeródromo, tendrá que aterrizar en algún campo de los que haya por delante. Cuando Grínchik torna de sus vuelos, tras haberlo hecho y cumplido todo, de excelente humor, diríase que tiene motivo de sobra para estar contento y no preocuparse de nada. Pero él, por la fuerza de la costumbre, busca con la vista campos apropiados para aterrizar. Por si acaso. Calcula cómo obrar si de pronto se le para el motor en el primer viraje, o en el segundo, con viento del norte, con viento del oeste...

 

Eso es calcular, y el cálculo no está reñido con la valentía; lo único que se puede lamentar es que no todos lo comprendan. En esencia, la prudencia calculada, de la que estamos tratando, desata también las manos a la valentía, abre verdadero campo a la intrepidez. Cuando una persona no tiene que gastar fuerzas mentales para resolver en el aire problemas que se pueden resolver en tierra, le llega la madurez, la segura libertad del maestro. Y, ocupado constantemente en lo principal, será valeroso de verdad.

 

 

Todo eso lo sabía y comprendía nuestro héroe, debía saberlo y comprenderlo, cuando se encargó de las pruebas del primer caza a reacción. Y aprendió a ser exigente con el personal como lo era consigo mismo. En el aeródromo del bosque todos se acordaban de cómo el nuevo subjefe de vuelos retiró de volar a un viejo y buen amigo suyo.

 

Este probador, al encontrarse con Grínchik en el campo de aviación, lo saludó: "¡Salud, rey!" Así se llamaban el uno al otro durante la guerra, "reyes del aire". Y Grínchik le respondió, sonriendo: "¡Salud, rey!" Luego le preguntó: "¿No estás muy ocupado?" "Completamente libre". "Pues ven a mi despacho. Tenemos que hablar". "¿Para qué ir al despacho, rey? Vamos a hablar aquí". "Dentro de cinco minutos estaré en mi despacho" -le dijo Grínchik.

 

El probador se rió del "capricho de Alexéi", pero fue al despacho. Grínchik lo invitó a que se sentara en una butaca y se sentó al lado de él. Posteriormente este piloto contaba que no se pudo imaginar siquiera la tempestad que se cernía sobre su cabeza.

 

- Sigues bebiendo -le dijo Grínchik . Hemos hablado contigo muchas veces... Prometiste dejar de beber. ¡Y sigues bebiendo!

 

- Alexéi, no te pongas asi.

 

- No me interrumpas. Lo más terrible en nuestra vida son los entierros. Me da lástima que puedas matarte. ¡En qué estado vienes al aeródromo!

 

- No he venido nunca borracho.

 

- Pero has venido medio borracho! Te estás en las tabernas hasta las tres de la madrugada. Y por la mañana vienes al aeródromo, le tiemblan las manos. Mírate: la mejilla derecha te hace un tic... No, no puedes trabajar de probador. Toma esta hoja de papel y escribe una instancia.

 

- ¡Alexéi Nikoláievich!

 

- No me interrumpas. Y a propósito, para ti sigo siendo el mismo de siempre, simplemente Alexéi, sin el respetuoso patronímico. Si nos mandan otra vez al frente, me tendré por dichoso si combato a tu lado. Pilotos como tú no nacen todos los días. Pero no te dejaré que pruebes aviones. Y ten en cuenta que no te echan. No cumplo ninguna orden superior. Lo he decidido yo, tu amigo.

 

- ¿Es una advertencia, rey? Entonces estoy al tanto.

 

- Toma papel y escribe. Conozco tu carácter: para ti no valen nada las advertencias ni las promesas. Y cuando te marches de nuestro lado, sopésalo. Piensa bien en qué consumes tu vida.

 

- Le agradezco mucho, Alexéi Nikoláievich, la muestra de "amistad".

 

- Está bien, rey, basta de jugar a la gallinita ciega. No tengo tiempo, me marcho. Hoy he de volar en dos aparatos. En el mío y en tuyo, en tu lugar. No te dejaré que vueles.   ¿Entendido?   Y la  instancia   déjala   encima   de   la mesa.

 

Entonces muchos censuraron a Grinchik,  intercedieron en favor del "damnificado", pero Grinchik no dio su brazo a torcer. Dijo: "¿Os da lástima? Con vuestra lástima terminará por darse totalmente a la bebida. ¡Hay que tenerle lástima como yo se la tengo!" Y sólo pasado mucho tiempo, los pilotos supieron apreciar debidamente lo ocurrido. Supieron apreciarlo después de que este probador (debo decir que es un piloto de clase superior) dejó de beber, volvió al aeródromo del bosque y realizó notables pruebas. Eso fue año y medio después...

 

Así era Grinchik por el tiempo al que hemos llegado en nuestro relato. Antes procuraba remarcar por todos los medios su "vena aviatoria"; lo que más temía era que lo tomaran por un "intelectual podrido": le parecía que así desmerecería en la opinión de sus camaradas. Ahora, quizás por llevar la contraria a los disputantes, remarcaba a cada paso su "ingeniería". Eso se reflejaba en todo. Tenía entrevistas más frecuentes con los diseñadores, iba más a menudo al ICAH e ingresó en los cursos para graduarse de candidato a doctor en ciencias en el Instituto de Aviación. Obtuvo buenas notas en los exámenes, sólo sacó "aprobado" en el de inglés, y se le picó el amor propio. Empezó a estudiar en serio esta lengua. Eligió tema para las tesis y empezó a reunir datos. Leía mucho. Y no sólo libros de técnica, sino novelas, poesías, monografías sobre Rembrandt y Vrúbel, leía con la misma pasión que lo llevó en tiempos a volar. Cobró afición, sobre todo, por la poesía y solía leer versos en el campo de aviación. En aquellos instantes su ancho         semblante moreno se ponía algo triste. Diríase que él mismo se asombraba un tanto de las palabras que pronunciaba:

 

En el plato azul del cielo

 

Hay nubes amarillas cual humo de miel. Delira la noche. Duerme la gente,  

 

Sólo a mi la tristeza me embarga.

 

 

EL CUMPLEAÑOS

 

Es un día espléndido, inmenso, de primavera. La tierra emana lozano aroma, del cielo pende una nube solitaria. Como dijera Jim Collins, buen muchacho, persona de talento, comunista norteamericano y piloto probador, en un día como éste se siente la alegría de vivir.

 

Es el 24 de abril de 1946.

 

Nuestros héroes llegan al aeródromo del bosque. Grínchik tiene el aspecto del que celebra su onomástica. Está erguido, contento. Por la mañana, cuando, de magnífico humor (¡el tiempo es de vuelo!) salpica agua delante del lavabo y resopla como un hipopótamo juguetón. Dina le dice: "¡Qué fuerte estás Alexéi! Mira, revientas la camiseta". El le responde, riendo: "Y dices que debo descansar. No me hace falta. Para nada". Los prietos músculos se le marcan debajo de la camiseta. Tiene bien entrenados el cerebro, los nervios y los músculos. Grínchik jamás ha sentido un deseo tan impetuoso de trabajar.

 

El diseñador que dirige las pruebas se ha quedado muy delgado y está muy preocupado. Por supuesto, él también tiene fe en el éxito, de lo contrario no habría habido fuerza que le obligara a firmar la tarea de vuelo, pero... La víspera se ha celebrado una importante reunión en el despacho de Mikoyán. Según el orden que tienen establecido, los jefes de grupos y equipos deben informar por última vez si el aparato está listo para el vuelo. Y a todos les quedan ciertas dudas, ciertas vacilaciones. El diseñador que dirige las pruebas es el centro convergente de las dudas, un recipiente de dudas. Cuanto más próximo está el primer vuelo, tanto mayor alarma lo domina.

 

Han compuesto la tarea él y el jefe del SPV (Servicio de Pruebas en Vuelo) juntos. Y han escrito: "Hacer el primer despegue. Ascender a una altura de 1.500 a 2.000 metros.Volar en torno al aeródromo de 10 a 15 minutos. Comprobar la estabilidad y manejabilidad del avión en el aire. Aterrizar". El jefe del SPV copia, con su firme letra, la tarea en el "Diario de las pruebas en vuelo", voluminoso libro pautado, y pone la fecha. Los dos estampan sus firmas en silencio.

 

Hecho lo cual, van a la jefatura del aeródromo a ponerse de acuerdo con respecto al vuelo. Ven al de guardia. Los sinópticos les dan el parte del tiempo. No hace nada de viento: le permite despegar en cualquier dirección. Deciden que despegue en la dirección del río. Al otro lado del río hay un campo liso. En caso extremo, Grínchik tendrá donde aterrizar. Incluso mandan allá a una persona a que ahuyente a las vacas del koljós. También se decide retirar del campo de aviación todo lo que no sea imprescindible. Retiran los camiones-cisternas y todos los aparatos que no hacen falta, hasta el equipo de despegue retiran del sitio de costumbre. ¿Para qué lo retiran? Por lo visto, tienen una opinión muy rara del despegue de un avión a reacción.

 

Entre tanto, el mecánico hace la última revisión del aparato antes del vuelo, prepara los motores, a pesar de que hace muchísimo tiempo que están preparados. Cuando llega la hora, sacan el aparato del hangar y lo llevan a la pista. Por entonces se tiene la opinión de que los aviones a reacción no pueden rodar; lo llevan a remolque. Un camión lo remolca cuidadosamente hasta la línea de salida y lo encara al río. Desde ahí despegará.

 

Grínchik está descansando en el cuarto de los aviadores. Apenas se presenta allí, todos los pilotos encuentran quehaceres inaplazables; el cuarto queda sin gente, y al otro lado de la puerta no se oye ningún ruido. "¡Qué bobos!" -piensa Grínchik. Le procuran tranquilidad, ¿y para qué la quiere? No tiene nada que hacer ni ganas de reposar. Bien se podría empezar ya... Grínchik pasea por la habitación, se detiene delante de la ventana, luego conecta la radio. Los locutores, un hombre y una mujer, leen con voz moderada noticias del extranjero. La situación en Indonesia se exacerba; las autoridades inglesas aplastan el movimiento de liberación nacional en la India; una protesta de Louis Saillant contra el régimen franquista; un motín de los fascistas recluidos en la cárcel de Milán; un mensaje más de Truman al Congreso...

 

La puerta se abre sin hacer ruido, entra el diseñador que dirige las pruebas. Está un minuto parado, escuchando. Hace un gesto de desagrado y desconecta la radio. Pero el aspecto del probador lo tranquiliza. Grínchik se ha acomodado en una butaca, tapándose los ojos con una mano. Parece dormir. El diseñador le toca cuidadosamente un hombro.

 

- Vamos, Alexéi. Es la hora

 

El aeródromo se pone alerta, se acalla. Todos están pendientes del despegue. En el balcón del jefe de movimiento están los ingenieros de la oficina de diseños, encabezados por Mikoyán. Los radiotelegrafistas y los sinópticos se pegan a las ventanas. Los chóferes se apean de los automóviles. Las enfermeras salen del puesto de sanidad. A lo largo de los bordes del aeródromo agólpanse los obreros, ayudantes de mecánicos, armeros y electricistas.

 

Los pilotos se suben al tejado del hangar. Entre ellos están también Galái, Shiyánov, Yugánov y Anojin. Desde arriba lo ven todo, desde el mismo comienzo. Ven cómo el camión remolca el avión a la pista de despegue. Sigue detrás un autobús con el personal técnico, la carretilla de los acumuladores y un camión de bomberos. Cuando esta procesión llega a la línea de salida, del cuarto de los aviadores sale Grínchik vestido con un mono color crema, casco blanco y un paracaidas en las manos. Lo espera ya un coche de turismo, en el que están el jefe de vuelos del Instituto, el jefe del Servicio de Vuelos de la Fábrica y el diseñador que dirige las pruebas del avión. Grínchik monta al lado del conductor, y el automóvil avanza por la pista ya desierta, a lo largo de los inmóviles aeroplanos, directamente a la línea de salida... Desde el tejado del hangar se ve bien cómo la tripulación recibe al piloto, cómo Grínchik se pone el paracaídas y sube por la escalera a la cabina. Luego se levanta polvo tras la cola del avión.

 

- ¡Puesto! -ha dicho Grínchik un momento antes.

 

- ¡ Puesto! -le han respondido desde el suelo.

 

- ¡ Pongo el derecho! Mirad.

 

El diseñador que dirige las pruebas, subido a la escalera, agita la mano derecha. El mecánico corre hacia atrás. Mira si aparece fuego en la negra tobera y qué chorro de llamas despedirá; consideran que todo eso es importante.

 

- ¡ Pongo el izquierdo!

 

Cuando los dos motores están en marcha, Grínchik cierra el fanal. Corre la cubierta de cristal hacia sí y se aisla totalmente del mundo. El diseñador, tras entretenerse en lo alto de la escalera, se baja, y la escalera es retirada en el acto. Los motores van cobrando fuerzas, braman más y más uniformes y potentes. Por fin Grinchik hace un ademán comprensible para todo el personal de aviación, que significa: "¡Quitar los calzos!" Es lo último que pueden ver y comprender los que se quedan en tierra. Tal vez quieran dar algún consejo más a su amigo. Pero el rugido de los motores ensordece las palabras. Quizás quieran, al menos, agitar la mano a Grínchik. Pero éste ya no mira a tierra. Por más que ya no expresarán nada, ni de palabra ni por señas. Todas las réplicas que han podido intercambiar estas personas están limitadas por las ordenanzas.

 

El silbido de los motores se convierte en rugido desigual; la cortina de polvo tras la cola del avión se hace más densa y alta y, por fin, el aeroplano arranca de su sitio... Todos quedan inmóviles, es un momento de tensión. Tras el aeroplano extiéndese una franja de humo pardo, y él corre por la pista, corre y corre sin poderse elevar, ¡Qué recorrido tan largo tiene! Este avión ofrece un aspecto raro. Es muy bajo; su fuselaje, ancho por delante y muy angosto, de pronto, por la cola, parecido a un renacuajo, se pega mucho a tierra: en este aeródromo aún no han visto aparatos como éste. Claró, no teme rozar la tierra con la hélice, pues carece de ella... Corre más y más raudo, ya se ha desprendido del suelo la rueda delantera, corre por la pista con la proa alzada, un segundo más y ¡está en el aire! Despega muy lejos, junto al mismo borde del aeródromo. Y empieza el ascenso, muy plano, paulatino, recto.

 

Todo este tiempo Grínchik trabaja. Ejecuta simplemente su trabajo, como ejecutan el suyo un carpintero, un fundidor o un herrero. El aparato trepa, al cielo por sí solo; Grínchik se limita a dirigirlo y sostenerlo. Toma altura con mucha lentitud. Con lentitud y cautela. Lo principal para Grínchik es alejarse de la tierra. Cuando se eleve a mil metros, sentirá más alivio. Entonces se sentirá seguro. Mientras tanto, ascender con la mayor precaución, nada de tirones, nada de virajes. Así, en línea recta, Grínchik cruza el río, el bosque y se aleja del aeródromo. Va dando la vuelta con mucho cuidado, sin inclinarse, y la velocidad es la que conocen todos los pilotos del aeródromo del bosque, quizás menor aún, y, a pesar de todo, cuando el avión se acerca de nuevo al aeródromo,  centenares  de personas, 

girando  a un tiempo las cabezas, lo observan. Tras dar dos anchas vueltas en torno al campo de aterrizaje, Grínchik hace el cálculo desde lejos y entra a tomar tierra.

 

El 24 de abril de 1946, mediodía... Grínchik ha estado donde nadie se había remontado aún y ha vuelto a tierra. Lo felicitan, lo abrazan y hasta intentan llevarlo en hombros al lado del avión. Luego da parte del vuelo al diseñador dirigente de las pruebas, y lo llevan a que escriba la información como es debido, fresca la memoria. Después telefonea a su mujer: "Dina, tardaré un poco. ¿Qué? ¿Lo has oído? Eso no es rugido ninguno... Sí, sí, he volado... Pues si estoy hablando contigo, es señal de que estoy vivo. Dina, tardaré un poco. No, no habrá más vuelos. ¡Te digo que hoy no habrá más vuelos! ¿Cuándo te he engañado? No es eso, me están esperando los muchachos, tenemos que celebrar el primer vuelo... Bueno, bueno, gracias. Te beso también". Los amigos llevan al homenajeado al comedor del personal volante, en el que están puestas las mesas. Grínchik ha tenido tiempo de cambiarse de ropa; en la chaqueta relucen dos órdenes de Lenin y otras dos de la Guerra Patria. Los pilotos le hacen repetir de pe a pa el informe. "Es buena, sobre todo, la vista -cuenta Grínchik-. Va uno sentado como en un balcón". En el momento culminante de la fiesta, cuando Yugánov ofrece un brindis más "por la salud de mi amigo de batalla Alexéi Grínchik, que ha iniciado, por así decir, una nueva era...", se abre la puerta y alguien grita:

 

- ¡Ivanov remonta el vuelo!

 

Aquí debo detenerme para poner, como suele decirse, claridad en el relato. Me ocupo, ante todo, de la vida de Grínchik y sus amigos más cercanos. Y cuento principalmente de los aviones en que han volado y de las personas que los han hecho. El autor se ha limitado conscientemente a una sola oficina de diseños porque "no se puede abarcar lo inabarcable". Y, como ya ha reconocido una vez, tiene afecto a sus héroes. Mas de aquí no se infiere, en absoluto, que fueran siempre y en todo los mejores y los primeros. Si camináramos ahora por los derroteros de otra oficina de diseños, conoceríamos a otros pilotos, ingenieros y mecánicos, y ante nosotros se ofrecería el mismo cuadro, lleno de valentía, fidelidad y heroísmo.

 

No se trata de una simple coincidencia: el mismo día, dos horas más tarde que Grínchik, hace su primer vuelo el piloto probador Mijaíi Ivanov. Maneja un Yak-15, nuevo caza de A. Yákovlev. De nuevo acállase el aeródromo; ahora acompañan con la vista, desde el despegue hasta el aterrizaje, a Ivanov, e igualmente están todos en silencio cuando él torna a tierra, como si temieran decirle algo "que lo confunda"... El nuevo yak tampoco tiene hélice.

 

Lo ha elevado también la fuerza de reacción.

 

 (Nota: Nuestro tercer caza a reacción, construido por S. Lávochkin, lo probó el piloto Alexéi Popov. Y despegó poco después del Mig y el Yak en aquella combativa primavera del año 1946)

 

 

PARA COMPARAR

 

Este capítulo es para comparar.

 

El argumento de nuestro relato ha ido tomando cuerpo de tal manera que no he tenido ocasión de escribir apenas de muchos pilotos del aeródromo del bosque. Por la sencilla razón de que no han participado en las pruebas del avión MiG-9. Pero quisiera hablar de todos ellos. Son magníficos probadores, y en el campo de aviación se cuentan historias, leyendas en su género, de todos ellos.

 

La leyenda de Nikolái Ribkó la cuentan así: Había en el aeródromo un aviador muy joven. Y llegó un avión denominado la Flecha. Los probadores más experimentados lo rodaron e hicieron vuelos a ras de tierra con él, llegando a la conclusión de que en la Flecha no se podía volar, de que era un mal avión y se corría demasiado riesgo en él. A pesar de todo, el joven piloto se ofreció para probarlo en vuelo. Lo miraron como al que está hastiado de la vida, como a un loco. El aparato resultó, por cierto, malo; volar en él era peligrosísimo; y aun así, Nikolái Ribkó, sin temer a la muerte, lo elevó al aire; y como quiera que también se aprende en los errores, estos vuelos explicaron mucho a los científicos y diseñadores. Hubo otro caso: se ofreció para probar un caza nuevo que había estado ya en el aire, se había estrellado, y el piloto a duras penas logró saltar con el paracaídas. Y Ribkó, sabiendo de nuevo a lo que iba, despegó con aquel avión y estudió en el cielo sus defectos. Para eso no basta con ser valiente, es preciso tener obsesión...

 

Grínchik y Galái aprendieron mucho de Nikolái Ribkó, que realizó vuelos interesantísimos. Sé que la vida del Héroe de la Unión Soviética Ribkó, piloto probador benemérito de la URSS, es digna de un libro aparte.

 

También hablamos poco de los probadores más viejos: de Alexandr Chernavski, Serguéi Korzinschikov y Alexandr Zhúkov. No he tenido ocasión de mencionar siquiera el nombre de Borís Kudrín, piloto de excepcional biografía. Empezó a volar aún en los Blériot, revestidos con tela; luchó durante la guerra civil y ametralló desde el cielo a la caballería de Mámontov. El fue quien, durante la Guerra Patria, voló en el avión BL primer avión a reacción del mundo, que había probado antes que él, pereciendo, el piloto probador Grigori Bajchivandzhi... He mencionado aquí a muy pocos aviadores, sólo a los que conozco personalmente y de los que sé muchas cosas. Podríamos prolongar la lista.

 

Una vez Dina interrogó a Grínchik quiénes eran los pilotos más famosos en el aeródromo del bosque. El sonrió:

 

- De los más famosos podrás leer en los periódicos.

 

- ¿Y los mejores?

 

- ¿Los mejores?...

 

No le respondió. Por lo visto, consideraba que eran muchos los mejores.

 

Hablemos, por ejemplo, de Gueorgui Shiyánov (aún trataremos de él). Ha volado en aviones de ciento treinta tipos distintos, participado en la puesta a punto de tres decenas de aparatos experimentales y probado del principio al fin doce aeroplanos nuevos. Es una persona de inmensa entereza, excepcional serenidad y gran fuerza muscular, fuerza que le ha sido de mucha utilidad en los vuelos.

 

De joven Shiyánov se dedicó a casi todos los deportes, empezando por la equitación y terminando por la acrobacia. Me ha referido un relato muy interesante de la afición que tuvo por el deporte (de ahí, en esencia, arrancó su. camino a la aviación). En la clase de gimnasia, en la escuela, los chicos lo pusieron en vergüenza, diciéndole que tenía feo el vientre. Se miró y, en efecto, lo tenía feo. Los vientres de ellos eran musculosos; y el suyo, liso: no se le notaban los músculos. Le dio rabia y empezó a correr a cien metros, lanzar el peso, luego a boxear, a hacer gimnasia con aparatos y a cazar (es hasta la fecha cazador apasionado: "Ya he cazado jabalíes, ahora pienso cazar osos. Creo que ya he madurado para esa caza"). Luego se apuntó de pronto en el estudio de "Arte del movimiento", tenía a la sazón diecinueve años. Y preparó con su pareja un número de circo: "gladiadores".

 

- ¿Qué le ocurrió después, Gueorgui? -le he interrogado.

 

- ¿Después?... Resultó una historia tonta y cómica.

 

Llegué con mi pareja a Tsarítsino, a una casa de campo. Salimos a entrenarnos a una praderilla. Él entró un momento en la casa para traer las zapatillas, y yo me tumbé en la hierba. Me puse a mirar al cielo y vi un avión que pasaba volando... Y de pronto se me ocurrió: "¿Qué estoy haciendo? ¿Meterme a acróbata para toda la vida? ¿Estaré en mis cabales?" Cuando salió mi pareja, yo estaba ya vestido, poniéndome la chaqueta. "¿Qué te pasa?" -me preguntó. Por lo visto, no puede comprender hasta la fecha qué mosca me picó entonces.

 

A propósito, Shiyánov se elevó por primera vez a la altura de 7.200 metros, ya en el verano de 1931 (o sea, antes que todos los otros pilotos), pues participó en el ascenso a las montañas del Pamir. Fuerte, absolutamente sano, era un deportista bien entrenado. Y se cuidaba como deportista que había decidido firmemente hacerse campeón: dicen que jamás se ha acostado más tarde de las once de la noche.

 

En cierta ocasión Grínchik le preguntó si iría al teatro, a ver "El tío Vania". Shiyánov estaba descansando antes de emprender un vuelo, sentado en una profunda butaca, cerrados los ojos y relajados todos los músculos.

 

- No, Alexéi -repuso-, no iré.

 

- Es una buena función... Interpreta Dobronrávov.

 

- Sabes, tengo ahora un aparato difícil.

 

- ¿Y qué?

 

- Es mejor no ir a espectáculos dramáticos. No dejan de hacer mella en la psique...

 

Cuando Grínchik y Galái vinieron al aeródromo del bosque, Shiyánov ya trabajaba en él. Habíase hecho probador año y medio antes; y en aviación, ése es un plazo largo. Ahora, pasado un cuarto de siglo, el Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito de la URSS Shiyánov sigue probando aviones.

 

Apenas hemos mencionado también a Víctor Yugánov, el amigo más joven de Grínchik. Y es una lástima, pues se trata de un piloto de excepcional talento y asombrosa biografía. Empezó a volar cuando tenía quince años. A los diecisiete años de edad derribó ya tres aviones enemigos sobre Jaljin-Gol y recibió la primera Orden de la Bandera Roja... Yugánov no voló en el primer mig a reacción, pero posteriormente efectuó complicadísimas pruebas de aparatos con motores de reacción, probó también el célebre MiG-15, aeroplano con las alas en flecha. El fue uno de los primeros pilotos de nuestro país que sorteó la "barrera sónica".

 

(Diré, entre paréntesis, que entonces no se llevaba un registro exacto de las marcas establecidas, y por eso ahora es difícil especificar quién fue "el primero". Entre los pilotos que cruzaron los primeros la barrera del sonido en distintos aviones figuraron: I. Ivaschenko, V. Yugánov, I. Fiódorov, A. Ershov, A. Tiúterev, I. Einis, Sultán Ametjan, G. Sedov... Podríase, naturalmente, prolongar la relación: esta barrera se conquistó merced a esfuerzos colectivos).

 

La vida no se detuvo tampoco tras esa conquista. Los aviones han seguido volando más y más raudos, a más y más altura... Si no me equivoco, el primer hombre que ha visto el aire con sus ojos ha sido Grigori Sedov.. No es un error de expresión: el torrente de aire se densificó tanto, debido a la velocidad, que se hizo visible, avanzando en ondas azules hacia las alas del avión. El Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito de la URSS Sedov ha dado en nuestro país un inmenso salto adelante, doblando casi la velocidad alcanzada por sus predecesores. Lo han seguido sus discípulos, los pilotos ingenieros Vladímir Nefédov y Gueorgui Mosólov, ambos Héroes de la Unión Soviética. Mosólov ha batido las últimas marcas relevantes de aviación, registradas en nuestro país: las marcas mundiales absolutas de velocidad y altura. Ha sacado a un avión la velocidad del proyectil de artillería y se ha elevado en él al cielo negro-violeta, permaneciendo durante noventa segundos en el estado de ingravidez... He de relatar esto sin falta alguna vez.

 

Por más que hoy no se asombra a nadie con nuevas marcas. Todo el mundo habla de los vuelos de nuestros astronautas, que han alcanzado alturas, distancias y velocidades inauditas, incomparables. Se podrán comparar, tal vez, únicamente sus rasgos humanos.

 

Llegamos aquí a la prometida comparación.

 

"... El vuelo más complicado y audaz -escribió en su tiempo Grigori Sedov-, el vuelo-sueño, promete éxito únicamente si, merced a una concienzuda preparación, comienza a parecer un vuelo ordinario. Si el piloto siente ante el vuelo de ensayo que va a realizar una hazaña, aún no está preparado para ese vuelo".

 

Recordé esta fórmula sellada de uno de nuestros mejores pilotos probadores al oir la expresión del primer piloto cosmonauta :

 

"...Tuve mucho trabajo durante todo el trayecto -ha dicho Gagarin-. Tanto cuando volé por la órbita como cuando descendí para aterrizar en el lugar designado. Todo el vuelo ha sido trabajo".

 

Ese parecido no es casual. Tampoco es casual que nuestros primeros pilotos cosmonautas hayan sido antes pilotos militares de caza. Por lo visto, precisamente en esta profesión se manifiestan de la manera más completa las cualidades necesarias al hombre que sale al Universo. Hablando con propiedad, todos nuestros astronautas se han preparado para sus famosos vuelos lo mismo que se prepararon para los suyos nuestros pilotos probadores. Se han excitado "reflejos"; han estudiado la estructura de la nave y desarrollado su memoria; se han acostumbrado a la cabina, y en un lugar de entrenamiento especial han "ensayado" centenares de veces su vuelo; procurando, además, según informan los periódicos, "imitar variantes extraordinarias (de accidente)"...

 

No me explayaré mucho en esto; quien lo desee, podrá" seguir la comparación. Una cosa es indudable para mí: los primeros astronautas de la Tierra están forjados del mismo material humano que Grínchik y sus amigos. Yuri Gagarin, Guerman Titov, Andrián Nikoláiev, Pável Popóvich, Valeri Bykovski y Valentina Tereshkova son los herederos de todo lo mejor que los pilotos probadores han reunido y multiplicado en sí durante años.

 

Huelga decir que en el aeródromo del bosque trabajan personas distintas. Parlanchines y parcos de palabras, muy tranquilos e inquietos, pilotos con título de ingeniero y sin este título, abstemios y personas que, según expresión de Galái, no intentan "hacer pasar el kéfir por su bebida predilecta". Diríase que los pilotos se distinguen unos de otros en todo. Pero tienen rasgos comunes, que los unen, y estos rasgos son los determinantes, rasgos que caracterizan a los primeros astronautas de la Tierra. Estos han tomado de los aviadores la inteligente intrepidez, la serenidad, la seguridad, la honradez, la fuerza, la buena memoria, profundos conocimientos... Y lo más importante: patriotismo, obsesión por el gran ideal, en aras del cual las personas de este tipo están dispuestas a entregar la vida.

 

 

LA EXPLOSIÓN

 

El 11 de julio de 1946, a las 11'25 de la mañana, Grínchik se inmortaliza.

 

Pasa por encima del aeródromo a gran velocidad a doscientos metros de altura. Es su vigésimo vuelo en el caza a reacción. De súbito, en presencia de todos, el aparato da una voltereta y cae a tierra. Un instante después se oye una explosión. Aún no se ha disipado el rastro negro en el cielo, cuando se abre la tierra.

 

No se puede enterrar nada. Y nadie recuerda a Grínchik con el semblante céreo, hundidos los ojos, lúgubremente apretados los labios: jamás ha estado así. Lo recuerdan grande, bien parecido, alegre, como ha sido siempre.

 

Y así queda en la memoria de todos: grande, hermoso, eterno, como la causa imperecedera que él empezó.

 

... Hace poco he estado en el aeródromo del bosque. He caminado con el jefe del Servicio de los Vuelos de Prueba de la fábrica hacia el hangar azul. Me ha venido contando algo. De pronto ha señalado con la mano, interrumpiendo su narración :

 

- Aquí fue.

 

- ¿Qué "fue aquí"?

 

- Aquí, donde estamos, se estrelló Grínchik. Me acordaré de este lugar toda la vida. Y venía Grínchik desde allá, desde detrás del bosque, ¿lo ve? Venía volando y... -la mano del jefe del SVP describe un arco en el aire y señala la tierra.

 

La tierra es como otra cualquiera. Está cubierta de hierba. Hierba gris del polvo; el viento apenas la mueve. A nuestra izquierda muy cerca, están los talleres; a la derecha, el pabellón administrativo, edificio grande; delante, el campo de aviación; el aeródromo está lleno de ruidos, vívelos aviones zumban, ruedan, despegan y aterrizan, todos son ya de reacción. Y la cruz que me acaba de enseñar el jefe del SVP en su despacho -negra crucecita que corta en el pautado "libro de los destinos" la vida del piloto Grínchik-, hace ya mucho que ha quedado perdida entre centenares de victoriosas inscripciones.

 

- No -dice mi interlocutor-, todo esto no estaba entonces. Ni los talleres ni el pabellón administrativo. No había más que el hangar. Y el día era como el de hoy, un día de sol. Me acuerdo que Grínchik me dijo: "Konstantín, es un avión muy bueno. ¡Vale mucho! Y es fácil volar en él. ¿Me crees? Más fácil que en los viejos, palabra". Estaba alegre. Lo llevé yo mismo a la pista. Gastamos bromas y nos reímos. Nos pusimos de acuerdo para reunimos por la noche y tomar unas copas. Unos diez minutos antes del despegue hablamos de eso. El ya se lo tenía merecido. Creo que hasta se dispo nía a ir de viaje. Pero no recuerdo adonde. Han pasado quince años.

           

Quince años... Y esta proeza es ya historia. Incluso remota, si tenemos en cuenta la edad de la aviación. Antiquísima, si hablamos de la aviación a reacción. Pues el MiG-9 es hoy en nuestra memoria casi lo mismo que la primera locomotora de alta chimenea. Y se oyen voces de que no estaría mal conservarlo para nuestros descendientes, entregarlo a un museo. Limpiarán de hollín y polvo al "abuelo de la flota aérea de reacción", lo pondrán en una vitrina y será contemplado en silencio. Y al lado se verá el retrato de Alexéi Grínchik, piloto probador de primera clase, que en la primavera de 1946, por primera vez... La vida de este piloto, es patrimonio de la Historia, ciencia serena y tranquila, mas ¡cuánto dolor causa hojear las últimas páginas de su intensa vida, aún caliente!

 

He aquí el relato del mecánico de la tripulación, otro testigo más del accidente.

 

- Aquel día lo habíamos comprobado todo con particu lar cuidado. Cargamos el combustible, hicimos la revisión precedente al vuelo, los motores los calenté yo, todo lo hi cimos como era debido. El vuelo era de exhibición: habían venido nuestro Ministro, el Mariscal de la Aviación y va rios generales. Faltaría un kilómetro hasta el lugar donde estaba toda la cohorte, y unos cuatrocientos metros hasta donde yo me encontraba -pues había salido, como siempre, al lugar de aterrizaje-, cuando vi que algo se desprendía del avión y se desplomaba como un puntito negro. Luego vimos que se trataba de un alerón. El aparato se invirtió y se desplomó también. Poco faltó para que cayera en el hangar. Grinchik se debatió hasta el fin: eso se pudo comprender. ¿Cuánto duraría? Medio segundo, un segundo. La explosión fue espantosa... ¿Qué? No, ¡nada de presentimientos! Antes del vuelo estaba alegre. Yo mismo le ayudé a subir a la cabina. Creo que hay una foto que nos sacaron aquel día.

           

Me muestran la foto que hicieron realmente aquel día, media hora antes de la catástrofe. Se ve en ella el cielo raso, el campo limpio, el avión, y, delante de él, un alegre grupo. En primer plano yacen dos ayudantes de mecánico, apoyados en los codos, pegando cabeza con cabeza. El mecánico, sonriente; y el jefe del SVP, riendo. Grínchik, en medio, bien parecido el despejado rostro de facciones rusas, luminosos los ojos. Lleva un mono claro, polainas y un casco blanco de seda. Ha tenido tiempo de ponerse el paracaídas; está de pie, muy abiertas las piernas, sonriente. Pasa un brazo por encima del hombro del diseñador que dirige las pruebas. Este, flaco, descubierta la cabeza, no destaca al lado de Grínchik. También sonríe. Por lo visto, Grínchik les ha dicho algo gracioso en el momento de disparar el fotógrafo. Un instante después cobraría vida el cuadro, se disolvería el grupo. Los ayudantes de mecánico se sacudirían los pantalones, el jefe del SVP iría a su gaz, el mecánico ayudaría al piloto a subir a la cabina, el diseñador diría: "Se puede poner en marcha", Grínchik despegaría y... jamás retornaría.

 

He tardado mucho tiempo en tener una entrevista con este diseñador. Está constantemente de viaje, en comisiones de servicio. Y me hace falta verlo. Pues él es quien ha estado más cerca de Grínchik y dirigido las pruebas. Además, fue amigo de él. Por fin, celébrase también este encuentro. En el tiempo transcurrido desde que sucedió lo que ahora me está contando, mi interlocutor ha engordado algo, pero sigue teniendo la cara delgada. Bien es verdad que se le ha caído bastante pelo y lo tiene totalmente blanco en las sienes. Dicen que ha encanecido el día de la catástrofe. Nos interrumpen a menudo, y yo hasta empiezo a ponerme nervioso: los visitantes no dejan al narrador que se concentre. Pero qué le va a hacer uno, ahora él está siempre muy ocupado: es el secretario del comité del Partido de la fábrica.

 

- ¿Si me acuerdo del último día? -dice-. Aunque lo quisiera olvidar, no podría. Se me ha grabado en la memoria hasta la sepultura... Le dimos a Alexéi la hoja de vuelo. Yo mismo escribí la tarea. Puedo repetirla ahora palabra por palabra. "Vuelo de exhibición. Elevarse a mil quinientos metros de altura. Dar varias vueltas en torno al aeródromo. Descender hasta cuatrocientos metros. Dar una pasada veloz en vuelo horizontal". Y eso era todo. Le indiqué especial mente las limitaciones de altura... Recuerdo que estábamos en la pista, y yo no dejaba de rogarle: "Alexéi, sé prudente. No pretendas mostrar tu destreza". "Por quién me tomas? -dijo-. ¿Por un chiquillo?" Y se echó a reir. "¡No soy peor ingeniero que tú!" Volví a rogarle: "Alexéi, no corras. Vence ese carácter que tienes. Avanza a pasos cortos". "Me han enseñado de otra manera -dijo-: avanza al encuentro del riesgo, y entonces éste no será tan grande". ¡Prueba a discutir con él! Siempre le había propuesto: "Haz todas las observaciones que quieras, no tenemos prisa". "¿Cómo es eso de que no tenemos prisa?" "Si tienes alguna duda, suspenderemos el vuelo. ¿Quieres que lo suspendamos?" "¡Anda ya! -dijo-. No te finjas cobarde..."

 

Escucho este relato del memorable día y pienso: ¿ocurrió todo como lo cuentan?. A pesar de todo, no es casual que  quienes  lo  vieron  recuerden  de  distinta  manera aquel  día.  Día legendario. ¿No habría en los relatos de la gente algo de leyenda? No quiero decir que lo tergiversaran conscientemente, ¿qué objeto tendría eso? Mas, al recordar lo irreparable, cada uno de ellos pensaría: "¿Por qué? ¿Por qué habrá ocurrido así? Pensarían decenas de veces: "Teníamos que habérselo advertido a Alexéi. Decirle que tuviera cuidado". Y poco a poco empieza a parecerle a la gente que así fue en realidad: se lo dijeron, se lo advirtieron. Y hubiera podido ser así, por cierto... En todo caso, entre Grínchik y el diseñador hubo discusiones. Y la frase "Alexéi, no corras. Avanza a pasos cortos" la repitió el diseñador varias veces. Y lo sé por otros, no me lo dijo él.

 

- Aquel día -prosigue su relato- no volaba sólo nuestro avión.  Se exhibían  al  mando  otros aparatos  más.  Precisamente delante del nuestro, despegó otro caza. También reactor, pero desarrollaba menos velocidad. Y el tren no era triciclo, sino del tipo viejo. Desde tierra no se distinguía de los cazas ordinarios. Dicho sea de paso, era un aparato utilisimo: los pilotos se acostumbraban en él con más facilidad a la aviación de reacción... Como iba diciendo, aquel avioncito hacia muchas figuras en el aire. Virajes y ascensos verticales. Miré a Grinchik y vi que apretaba los dientes. "Qué demonio -articuló-. Vuela bien. Pero el nuestro es mejor. Vale más". Entendi su pensamiento. "Alexéi..." -le dije...

 

En este momento nos interrumpen. En el despacho entra -todos entran sin llamar, sin pedir permiso- un muchacho rizoso a ponerse de acuerdo sobre ciertas instrucciones que se deben dar a los secretarios de las organizaciones de base del Komsomol. Luego se acuerdan del equipo de komsomoles del taller de soldadura, y hablan de él. Finalmente, el muchacho se retira, yo recuerdo al diseñador dónde nos hemos detenido, y él prosigue:

 

- Le dije a Grinchik que no teníamos que competir con aquel avión, pues desarrollaba menos velocidad, y de ahí le venia la maniobrabilidad. De nosotros se requiere que mos

tremos la velocidad. "¡Lo haremos! -dijo Alexéi, riendo-. ¡De eso puedes estar seguro!" Con este motivo le dije que fuera prudente. "Alexéi -le dije-, ten en cuenta que aún no hemos probado sobrecargas. Darás una pasada rápida en vuelo horizontal, y nada más. El aparato hablará por sí mismo". "Bueno, bueno -repuso-, no soy pequeño"-. Luego estaba yo en la línea de salida y vi que Grinchik dio un viraje tan cerrado, para no perderse de vista, que en los ex tremos de las alas aparecieron "bridas". Sabe usted, torbe llinos aerodinámicos. ¡Tenía mucha fuerza el condenado!...

           

Suena el timbre del teléfono. Por las respuestas del diseñador comprendo que han llamado del comité de distrito del Partido, que él es miembro del buró de ese comité, y que en la próxima reunión del mismo tiene que presentar un informe sobre la labor de la organización del Partido de la fábrica... El microteléfono pósase finalmente en la horquilla.

 

- ¿Cuál fue, pues, la causa de la catástrofe? -interrogo.

 

- ¿Quiere decir: quién tuvo la culpa? -me corrige, mirándome atentamente-. Suele suceder que nadie sea el culpable. ¿Entiende? Si se puede culpar de algo a Grinchik, es

únicamente de que tenía fe. Tenía fe en la fuerza de la nueva técnica, en el avión. Pero en ese caso todos somos culpables, porque no le quitamos esa fe. Yo me ponía pesado con él, le hablaba de prudencia, pero también estaba tranquilo. Se trata de otra cosa: sin saberlo, habíamos entrado en un dominio nuevo, desconocido para todos. El dominio de las velocidades presónicas. Y aquí nos acechaban sorpresas. Estas fueron las culpables. Tuvo la culpa lo nuevo, con lo que el hombre topó por primera vez.

           

Vuelven a interrumpirnos. Entra un hombre de aspecto diligente y entabla una larga conversación acerca del campamento de pioneros de  la fábrica.   Están   cinco   minutos “precisando" y "poniéndose de acuerdo".

 

- Era muy alegre -recuerda de pronto el diseñador, cuando el visitante se retira-. Muy fuerte y alegre. Y su fe en el aparato también era alegre... Antes del último vuelo tuvimos una entrevista con la comisión. Grínchik dio explicaciones. Comunicó las características de vuelo, sobre todo hizo hincapié en la velocidad. Alguien preguntó acerca de las sobrecargas, si no serían excesivas. Grínchik repuso que no rebasarían de las anteriores. La velocidad era mayor; por tanto, el radio de la evolución también aumentaba. Recuerdo que dijo, además: "Llegará un tiempo en que también suprimirán los viejos motores para los aviones de transporte". Todos sonrieron: por entonces sonaba como un chiste. Y él lo dijo en serio. Creo que el primero a quien oí articular la palabra "vieja" con respecto a la aviación de motores de explosión fue a él. Era muy sagaz. ¿Cómo explicárselo?. .. -dice mi interlocutor, parándose a pensar-. Alexéi era una persona corriente. No haga de él un "superhombre". Era un muchacho sencillo, como muchos de los nuestros. Y, al mismo tiempo, era de una inteligencia, valentía y talento extraordinarios. Quizás la vida le planteara tareas mediante las cuales pudo revelarse hasta el fin... Quiero decir que Grínchik no era sencillo del todo, era una personalidad sobresaliente. Fue uno de los primeros en comprender todo el alcance de la aviación de reacción. ¡Y cuántos incrédulos había entonces! Algunos diseñadores e incluso grandes científicos dudaban. Debo decirle que Grínchik se daba perfecta cuenta de que realizaba una gran obra. Me dijo en cierta ocasión: "No te creas que eres el único que sufre por este aparato. No es a ti ni a mí a quien hace falta, ¡Sabes cómo están pendientes de nosotros!..." Sabe usted, hay gente que ve la perspectiva inmediata; otros ven la lejana. Unos defienden a capa y espada su casa; para otros su casa es todo el país. Alexéi era un patriota de verdad en ese supremo sentido en el que la fidelidad no se demuestra con palabras, sino con hechos... ¿Qué más contarle? -dice el diseñador-. Hasta aquella fecha habíamos tenido vuelos muy complejos. Tan pronto aparecían pérdidas de aceite como vibraciones o alguna otra cosa. Interrumpíamos las pruebas y nos pasábamos muchos días en los laboratorios. Y con este aeroplano todo nos venía saliendo con pasmosa facilidad. Y estábamos de un humor estupendo. En fin, llevamos a Grínchik, con su paracaidas, a la pista. ¿Si nos fotografiamos? No me acuerdo de eso. Recuerdo que subió al aparato. Yo mismo le ayudé. Tenía una cara... En una palabra, me sonrió, como diciendo: no te apures, hombre, todo irá bien. Y... Veo una lágrima en su mejilla. Deslizase lentamente por el inmóvil carrillo y se pierde por una arruga surcada junto a la boca. Hacemos una larga pausa. Luego el diseñador se pone en pie y se vuelve de cara a la ventana. No puede ver allí nada, pues la fuerte helada ha recubierto los cristales de dibujos de escarcha. Dice, sin volver la cabeza:

           

- Diantre... Han pasado ya tantos años, me estoy haciendo viejo, y es duro el recordarlo.

 

En el coche, de regreso de la fábrica, me cuenta un episodio más. Hace un año que ha ido de viaje en comisión de servicio a una fábrica de aviación. A este tiempo se refiere el último relato del secretario del comité del Partido. No tiene la menor relación con la muerte de Grínchik. Está relacionado con su inmortalidad.

 

-... No recuerdo cómo se llama este piloto. Lo vi una sola vez. En la fábrica trabajaban pilotos probadores propios. Pero a éste lo habían enviado de una unidad, era piloto militar. Un as, un verdadero as. He olvidado el apellido, pero sunombre era Alexéi. Y se parecía también mucho a Grínchik.

 

Fue una sensación muy rara. Lo vi primero por detrás. Entré en el cuarto de los aviadores y vi que en una butaca estaba sentado un hombrachón. Llevaba cazadora de cuero; el portapliegos, colgado del hombro; y botas altas de piel. Tenía el pelo oscuro. Y se reía a sonoras carcajadas... ¿Comprende? Se puso en pie, dio unos pasos, sonrió, ¡Grínchik clavado!

 

Tal vez lo vea así ahora. Tal vez el parecido no me chocara en seguida, sino después del vuelo. A pesar de todo, sentí, un afecto particular por aquel piloto desde el mismo principio, cierto temor por él... Conocía bien el aparato y quiso volar a su gusto, sin ejecutar una tarea determinada. Le dije: "Hace mal, es un aparato de prueba". Y le hicieron volver desde la pista de despegue. Vino enojado, sin dirigirme la mirada. No obstante, le escribieron una tarea: despegue, pasada rauda en vuelo horizontal y virajes: todo al pie de la letra. Vi que se ofendió. Pero no dijo nada y firmó la tarea.

 

Despegó. Miré y senti aún más fuerte la sensación de que volaba Grínchik. Un estilo parecido.   Además  era  un avión reactor.. Comprende? Allí comprendí por primera vez: cuantos aviones a reacción haya, cada uno lleva un pedazo del corazón de Grínchik.

 

Hay que reconocer que aquel Alexéi voló muy bien. Con mucha seguridad, empeño, pasión y de una manera muy bonita. Y muy original. Estampó su firma, ya que allí había tales "formalistas"; pero en el aire el amo fue él. Aterrizó de un humor completamente distinto. Con una amplia sonrisa. Y me miró, como inquiriendo: ¿qué le ha parecido, respetable camarada?

 

"Vuela usted estupendamente -le dije-. ¡Pero es un indisciplinado! No frunza el ceño, Alexéi. ¿Se figura usted que los ingenieros quieren eludir la responsabilidad cuando exigen la firma? Ese es el orden establecido. Sí, sí, una forma. Pero en nuestro trabajo no se puede sin esa forma. Cuando el hombre topa con lo desconocido, está obligado a ser prudente. Un aparato experimental se desconoce hasta el fin, ya sea el primer vuelo o el vigésimo. Tuve un gran amigo, Alexéi, tocayo suyo.

 

 

UN DÍA DURO

 

Así, pues, el aeroplano a reacción experimental, orgullo y esperanza de la oficina de diseños, se ha estrellado. Yace en tierra en informe montón de trozos de metal.

 

- ¿Qué pasará después?

 

Las catástrofes son siempre misteriosas, siempre oscuras. No hay nadie que pueda explicar con plena seguridad qué ha ocurrido durante el vuelo, así como no hay nadie que haya podido predecir la desgracia.

 

¡Trabaja una comisión de accidentes, llegan al aeródromo y la fábrica personas severas; interrogan a los testigos y a los miembros de la tripulación y recogen en el suelo todo cuanto se puede recoger. Por esos residuos procuran restablecer el cuadro. En el acta está escrito que el alerón se ha hallado a varias decenas de metros de los restos del avión. Por lo visto, la causa de la desgracia se debe buscar en eso. Está escrito que el contrapeso del alerón ha sido encontrado "aparte" del propio alerón. Es posible que primero se desprendiera el contrapeso, y luego, "debido a la vibración de resonancia surgida", resultara arrancado el alerón. Mas tampoco está excluido que el contrapeso se distanciara del alerón al chocar contra el suelo. Entonces la causa debe ser otra... "Por lo visto", "posiblemente", "no está excluido", ¿quién dará una respuesta exacta? Y esa respuesta es precisa. Sin ella se ha puesto fin al avión. Entonces las esperanzas de la oficina de diseños quedarán enterradas con los restos del primer caza reactor.

 

¿Qué deben hacer sus creadores? ¿Qué resolución debe tomar el ingeniero jefe?

 

El ingeniero jefe va y viene por el despacho. Le duele el corazón. Cuando se ha enterado de la catástrofe, el corazón se le ha resentido. Aún le dolerá durante mucho tiempo, pero se ha levantado de la cama, ha venido a la fábrica. Ha venido para tomar una resolución que no se puede aplazar. Y ahora va y viene por su despacho: diez pasos de la mesa a la ventana y otros diez pasos de la ventana a la mesa. Y los pensamientos de Mikoyán, como si estuvieran encerrados entre estos límites, corren de un lugar para otro y tornan siempre al mismo sitio. Por la ventana se ve el taller de montaje: allí están terminando el montaje del aparato doble, copia exacta del estrellado. Y encima de la mesa, la carpeta con las conclusiones de la comisión de accidentes. De tiempo en tiempo Mikoyán se sienta a la mesa y hojea los papeles de la carpeta. Son esquemas de la situación de los restos del caza, fotografías de piezas destrozadas y declaraciones de los testigos. Mas lo que él busca, no está ahí. No se menciona la causa exacta de la catástrofe. Y, por consiguiente, nadie eximirá al ingeniero jefe de su sagrado derecho y durísimo deber de tomar una resolución.

 

Mikoyán piensa.

 

Me han contado de Mikoyán que, siendo aún un chiquillo, su sueño eran las alas. Creció en la aldea perdida de Sanaín, a la altura de 1.700 metros sobre el nivel del mar. Alrededor había montañas. De ellas, muy cerca, salían nubes, las masas de aire no sólo se extendían hacia arriba, como en el valle, sino hacia abajo también. Los vientos montañosos hacían el aire elástico, tangible, casi visible. En el aire sosteníanse horas y horas águilas en acecho de presas. El vigilarlas no era una distracción, sino ocupación: los muchachos de Sanaín sabían que la fuerza de las alas de las águilas era suficiente para llevarse un cordero.

 

Artiom Mikoyán era el menor de la familia. Su hermano mayor trabajaba dé cerrajero en la fábrica de Alaverdy; el hermano mediano, Anastás, hacía mucho que se había marchado para incorporarse a la lucha revolucionaria, fue uno de los fundadores de la organización del Partido de Bakú. Artiom se quedó con el padre, que era el carpintero de la aldea. Los hijos se acostumbraron de pequeños al trabajo manual en su taller y tal vez esta circunstancia diese repentínamente a los confusos sueños del muchacho una dirección real: decidió hacer unas alas para volar. El futuro ingeniero aeronáutico intentó hacerlas de mimbres y hasta quiso "probarlas", atando a ellas un cordero. Por entonces aún no sospechaba de la existencia de la aviación y vio el primer avión sólo varios años después, cuando en las montañas aterrizó un Farman perdido. El torpe aeroplano terminó por cautivar el corazón del muchacho.

 

No exageraremos, sin embargo, la importancia de ese episodio, quizás curioso y conmovedor, pero en modo alguno determinante del camino de la vida de un hombre. En fin de cuentas, todos hemos tenido, de pequeños, nuestros sueños. Mas ¿logran hacer todos realidad su sueño al cabo de los años?

 

Artiom Mikoyán recorrió un camino largo y duro. En 1918, muerto su padre, lo mandaron a estudiar a Tbilisi; luego pasó en Rostov la escuela de aprendizaje fabril; fue aprendiz de tornero en la fábrica "Krasni Axái", trabajó de tornero en la fábrica "Dinamo" de Moscú, y sólo en 1930, cuando lo llamaron a filas, logró que lo enviasen a la Academia Militar de Aviación Zhukovski. Terminó los estudios (con matrícula de honor) en 1937. Luego trabajó en la oficina de diseños que encabezaba N. Polikárpov, participó en la construcción de los famosos "chatos", dirigió uno de los equipos, fue subjefe de la oficina... Su vida posterior ya la conocemos: la organización de una oficina de diseños independiente, el primer éxito grande obtenido con el caza MIG-3 y las interminables búsquedas de algo nuevo durante la guerra. A Mikoyán le ha dado tiempo de enterarse del trabajo que cuesta plasmar en la vida el sueño de uno.

 

Durante todos esos años, Mikoyán ha estudiado. Ha aprendido a construir aviones y dirigir al personal. Ha aprendido a conservar el ánimo cuando todo se viene abajo y a no tranquilizarse cuando todo va bien. A buscar siempre lo nuevo y desechar implacablemente lo anticuado, por entrañable que sea. A exigir de la gente lo imposible y creer que son capaces de hacer ese imposible. Ha aprendido a ser tranquilo, consecuente, tenaz y tener seguridad en sus fuerzas... Ha aprendido muchas cosas en esos años, pero lo. principal no lo ha aprendido, lo principal lo ha conservado en su persona: habiendo experimentado cuánto trabajo cuesta plasmar la fantasía de uno en la vida, no ha perdido su virtud de soñar. Por lo visto, eso es lo que forma al genuino diseñador.

 

No bien empiezan los vuelos de su primer aparato a reacción, Mikoyán sueña ya con los aparatos futuros. Y no sólo sueña. En la oficina de diseños se está proyectando ya una variante de dos plazas del mismo aeroplano: hará falta para el aprendizaje de los pilotos. Dibújanse los primeros bocetos de aparatos más potentes, discútense las ventajas del ala en flecha, han comenzado ya las disputas en torno a la "barrera sónica". Y todo está amenazado.

 

¿Tal vez se haya cometido algún error? ¿Quizás haya algún defecto en la propia idea? ¿Quizás otras oficinas de diseños vayan por caminos más certeros? Aquí, por mucho que quiera convencerse a sí mismo de que le asiste la razón, debe ser objetivo por fuerza. A pesar de todo, el aparato es bueno. Hasta el último vuelo, hasta la catástrofe, ha aventajado a todos, ha superado a los otros aviones en velocidad, radio de acción y armamento. ¡Ni que decir tiene que puede suponer una verdadera victoria!

 

Mikoyán está de pie delante de la ventana. En el taller de montaje están terminando de montar el avión doble, copia exacta del destrozado. Las mismas alas, el mismo fuselaje, los mismos alerones... Pues bien, el ingeniero jefe toma una determinación. Una determinación muy simple, pero muy difícil de adoptar. Hay que seguir las pruebas. La experiencia, los conocimientos y la intuición de ingeniero le mueven a obrar de ese modo precisamente. Mikoyán, por supuesto, tiene su punto de vista respecto a la catástrofe. Ha meditado decenas de veces el último vuelo y casi sabe con exactitud cómo ha sucedido. Mas seguridad completa dará únicamente el experimento, no se podrá aclarar hasta el fin la causa de la catástrofe de otra manera sino en vuelo, no hay otro camino... ¿Y si vuelve a ocurrir otra desgracia? El segundo fracaso no se lo perdonarán, eso él lo sabe. ¿Qué hacer? Deben proseguirse las pruebas así y todo.

 

Esa es su determinación.

 

En ese momento le anuncian que ha venido a verlo la viuda del probador. Sí, sí, claro, la recibirá. Inmediatamente. Mikoyán siente cómo se le oprime el corazón. Da unos pasos hacia la puerta del despacho.

 

- Buenos días, Dina Semiónovna.

 

- Buenos días, Artiom Ivánovich.

 

Pasan un largo rato sin hablar. Delante del ingeniero jefe está una mujer muy pálida, erguida y alta. Sí, alta: todos los que han visto los últimos días a la pequeña Dina sacan esa impresión. Tal vez sea por su porte, porque no es natural esa manera de andar erguida. Lleva un vestido negro cerrado. Mikoyán invita a la viuda a que se siente en una butaca, y se sienta él mismo. Así transcurren los primeros minutos. Luego él habla, y oye su voz como si hablase otro. Le pregunta por la madre de Grínchik, si se ha repuesto del golpe recibido. Se interesa por los hijos, por Nikolái e Irina, si están sanos, cómo se sienten.

 

- Bien, gracias -responde ella-, .Crecen. Están satisfechos de todo.

 

Dina tiene una voz extrañamente sosegada.

 

- Sí... Han perdido tal padre... Dina Semiónovna, haremos cuanto esté en nuestro poder para que no les falte nada. Nada ni nunca.

 

Dina sigue callada. Recuerda las palabras de Grínchik: "¡Que no te vean llorar! Llora en casa, sola, que no vea nadie tus lágrimas. Eres la mujer de Grínchik". Y no llora.

 

Mikoyán habla de una pensión personal, de subsidios de orfandad, de que el piloto probador de primera clase Grínchik ha sido propuesto postumamente para que le confieran la Orden de Lenin. Habla del apartamiento que Grínchik no solicitara; recibirá un apartamiento, él se lo promete, pues no puede la viuda de un piloto vivir junto al aeródromo.

 

Dina sigue callada. Haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, Mikoyán la mira a la cara. Ve unos ojos inmóviles. Como dos espejos: reflejan las miradas de otros sin dejar penetrar en el alma. Ojos secos, llenos de tanto dolor inexpresado, que la persona que se mira en ellos  siente angustia.

 

Mikoyán se pone en pie, bordea la mesa y saca de un cajón la foto que hicieran media hora antes de la catástrofe, la última foto de Grínchik. La mira antes de entregársela a la viuda del piloto, y ella ve lágrimas en sus ojos. Luego ella sostiene en las manos la foto del alegre grupo, fija una larga mirada en la sonrisa de Grínchik y oye, muy lejana, la voz acongojada del ingeniero jefe:

 

- Dina Semiónovna, quiero que lo sepa: su dolor es el dolor de todos nosotros... Así suele suceder: vive una persona, se entrevista uno con él, siempre por algún asunto, y a veces discute uno con él por pequeneces; y cuando falta, ve uno que vivió a su lado una persona luminosa... Un caballero de la aviación que entregó a ésta toda su vida... Sí, toda la vida precisamente.

           

Mikoyán habla, percatándose de que no encuentra las palabras que necesita. Dina no necesita en estos momentos esas palabras. ¿Qué palabras necesita? ¿Habrá en el mundo tales palabras?

 

- Dina Semiónovna, algún día lo comprenderá... Su marido no ha perecido en vano. Este avión hace mucha falta. No a mí, ni a la fábrica, al país le hace falta.

           

Mikoyán habla de la importancia de la aviación a reacción, de la gran frontera que el marido de ella ha cruzado el primero, habla prolijamente, siente una gran necesidad de que esta mujer lo entienda. Sí, ella tiene su razón, la gran y eterna razón de la viuda y madre de huérfanos, pero que comprenda asimismo la razón de él, también grande y eterna, la razón en aras de la cual los padres abandonan sus hogares desde que el mundo es mundo y van a defender a sus mujeres e hijos.

 

-"Hace falta" -dice ella-. Toda la vida he oído esa expresión. La aviación hace falta, las pruebas hacen falta, hace falta trabajar catorce horas al día, sin domingos, sin vacaciones, hace falta... Alexéi me decía lo mismo que usted me está diciendo ahora. "Este avión -decía- hace falta para defender a nuestros hijos contra aviones parecidos". Y yo le creía...

 

- Y siga creyéndolo -replica Mikoyán-. Le decía la verdad.

 

- El está muerto -dice ella-, y usted y yo estamos vivos.

 

Dina se va de la fábrica muy cansada... La víspera sus amigas le han aconsejado que se preocupe del futuro de sus hijos. Pero sabe que no pedirá nada. Y ha ido a ver a Mikoyán con otra intención, a enterarse por qué ha perecido Grínchik. ¿Cómo ha perecido? ¿Por qué no lo han salvado?... Que el jefe sepa que ella aborrece el aeródromo, los aviones y cuanto con ellos está relacionado. Que lo sepa, que no lo olvide.

 

(Mikoyán no lo ha olvidado. Ha cumplido todo lo prometido a la viuda del piloto. Ni ella ni sus hijos han tenido jamás escasez de nada. Quizás no le fuese muy difícil a Mikoyán conseguir una pensión elevada para ellos o la condecoración postuma para el piloto probador. Pero durante todo el otoño y el invierno de 1946 un chófer de la fábrica llevó patatas y otros comestibles al apartamiento de Dina Grínchik, un apartamiento espacioso de una casa nueva de la calle de Gorki. Fue un mal año, un año de sequía, de cartillas de racionamiento... A pesar de todo, a Dina le parecía que el ingeniero jefe lo hacía por purgar su culpa, porque quería borrar su culpa con aquella solicitud no requerida. Y sólo muchos años después ha comprendido que fue injusta con el ingeniero jefe, que él también llevaba su razón, y ha querido perdonarlo y pedirle perdón. Pero sólo lo ha pensado, no le ha dicho nada.)

 

Mikoyán tarda mucho tiempo en recobrarse, luego de esa conversación. Anda cabizbajo por el despacho. Se pone a resolver para su fuero interno esa escabrosa cuestión. Aún más escabrosa... Antes de la entrevista con la viuda no había pensado, se obligaba a no pensar en Grínchik. Busca una solución pura, por así decir, del problema. Se ha estrellado el avión, pues hace falta otro avión, un doble. Las pruebas se han interrumpido, pues hay que reanudarlas. Hace falta, hace precisamente falta; no a él, ni a la fábrica, sino al país. Y procurará conseguirlo como comunista, como patriota; Eso es claro.

 

La viuda le ha hecho volver a lo que él apartaba de sí instintivamente. Además del aparato, ha sucumbido el piloto. Y el piloto tenía mujer, madre e hijos. Además del avión doble del estrellado, hace falta un "doble" de Grínchik. Otro piloto, que también tendrá madre, mujer e hijos. ¿Se puede, incluso en aras de los grandes intereses de la patria, arriesgar la vida de una persona? ¿Tiene ese derecho el ingeniero jefe? ¿Tiene la seguridad de que en esta ocasión saldrá victorioso? Diez pasos de la mesa a la ventana, y otros diez de la ventana a la mesa. Encima de la mesa, en una carpeta azul, una muerte sin explicar; al otro lado de la ventana, en el taller de montaje, la copia del avión destrozado, que tal vez oculte otra muerte. Y nadie en el mundo eximirá al ingeniero jefe de su derecho y su deber de tomar una resolución.

 

Ese mismo día, por la tarde, el piloto probador de primera clase M. Galái recibe la propuesta oficial de llevar hasta el fin las pruebas del caza experimental a reacción.

 

 

CONSEJOS DE AMIGO

 

Posteriormente Galái ha descrito los sucesos del mes de julio de 1946, sucesos que se le grabaron para toda la vida en la memoria. Yo no lo haría mejor, y por eso le concederé la palabra de tiempo en tiempo. He aquí lo que escribe Galái, Héroe de la Unión Soviética y piloto probador benemérito de la URSS:

 

"... Aquel día, cuando me propusieron realizar las pruebas del nuevo avión, hecho apresuradamente en sustitución del estrellado, recuerdo que estuve muy ocupado desde la mañana: había volado dos veces para cumplir tareas corrientes, y en el intervalo entre los vuelos escribí febrilmente mi parte del informe ordinario, que se demoraba (los informes siempre se demoran, cosa indiscutiblemente demostrada por larga experiencia).

 

- Mark, queremos hacerte una propuesta -me dijo el jefe de la sección de vuelos del Instituto-. Prueba el aparato de Alexéi.

           

Habló con el tono que se adopta ordinariamente al comunicar a un interlocutor una buena idea, que se le ha ocurrido repentinamente, pero comprendí que no se trataba de una improvisación.

 

Por este tiempo hacía ya mucho que yo había dejado de ser el inexperto mozalbete que, al oir la propuesta de probar un avión en el aleteo, se apresuró a responder afirmativamente en el acto, temiendo que algún perillán le "quitase" de delante de las narices una tarea interesante. Me he vuelto, si no, lamentablemente, más listo, por lo menos, más viejo, más experto, y he aprendido a medir serenamente mis fuerzas y posibilidades. Pero en esta ocasión se trataba de algo especial.

 

Acepté, sin pensarlo un instante, en el acto, probar el avión a reacción, entregándome a ello con toda el alma. Tenía motivos de sobra: el verdadero interés profesional, que había despertado en todos nosotros aquel aparato único; el deseo, natural en cada probador, de experimentar velocidades nuevas, aún no alcanzadas por nadie; y, finalmente, complejas sensaciones personales, difíciles de expresar y comparables sólo aproximadamente con las del cazador, sobre todo con las del que aspira a matar precisamente a la fiera en cuyas garras ha perecido su compañero..."

 

¿Le ha dado miedo a Galái?

 

En cierta ocasión un periodista le hizo ya esa pregunta al interesado:

 

- Tenga la bondad de decirme ¿sintió usted miedo?

 

Fue en 1941,   a fines de  julio. En  el  primer  combate aéreo que se entabló encima de Moscú, Galái derribó un Domier-215. Le concedieron por eso la Orden de la Bandera Roja; los periódicos publicaron que lo habían condecorado, y por eso vino al aeródromo aquel periodista.

 

- Sabe usted -le repuso sinceramente Galái-, eso depende de lo que usted llame "miedo". Instinto de conservación tienen todas las personas sanas. El riesgo, el peligro, excita, sin falta, una reacción del sistema nervioso. La diferencia está en que en el llamado cobarde, esa reacción se expresa en el abatimiento, la paralización y el embotamiento, mientras que en el llamado valiente se revela en una acentuada destreza, discernimiento y agudeza de percepción. En este sentido el miedo, si quiere llamarlo así, ayuda a cobrar ánimos en el vuelo.

 

Al otro día, los camaradas de Galái no le dejaron en paz. Quien más le tomó el pelo, como corresponde a un amigo, fue Alexéi Grínchik.

 

- Ea, rey del aire, cuéntanos a nosotros, simples mortales, tus ideas sobre el miedo.

 

En el periódico habían escrito:

 

"Respondiendo a nuestra pregunta "¿Sintió usted miedo?", el piloto condecorado Galái ha dicho: "¡Los pilotos soviéticos desconocen esa sensación!"

 

Galái no supo responder a la broma con otra broma. Se puso furioso y empezó a proferir maldiciones.

 

Pues claro que sintió miedo. Tanto entonces, durante la guerra, como ahora, cuando le han propuesto llevar a un término las pruebas del avión del amigo perecido. No ha podido menos de sentir miedo. El piloto probador Grigori Sedov ha expresado eso muy bien: "Por lo visto hay gente -me ha dicho- que "no conoce el miedo" en toda su vida. Eso es debido simplemente a sus profesiones estrictamente civiles, terrenales. Pero el piloto conoce el miedo. Si tuviese rabo, todos verían cómo lo mete entre las piernas"... Sí, ha sentido miedo, pero ha sentido también lo que ayuda al piloto a dominarse. Para emociones complejas no queda tiempo. Galái tiene que hacer una infinidad de cosas antes de volar en el aparato a reacción.

 

Galái tiene que estudiar el avión con la minuciosidad que lo estudiara Grínchik en su tiempo. Le es más fácil, pues va el segundo y ya no tiene que repetir lo que ha hecho su amigo en los veinte vuelos de prueba. La experiencia de Grínchik acompaña invisiblemente a Galái. Pero, al mismo tiempo, le es también más difícil, porque el vigésimo vuelo ha terminado en una catástrofe. Dónde estará oculto el adversario? De seguro que donde no ha estado nadie antes de Grínchik. En las nuevas velocidades que el caza a reacción ha alcanzado el primero. Eso es lo más probable. Mas ¿qué le habrá ocurrido? Galái, cual experto ajedrecista, ensaya las posibles variantes de "partidas"; si falla un motor, si fallan los dos, si empieza una vibración, el aleteo, si entra en picado... Y comprende que todo eso es insuficiente, que aún no se ha hallado la solución. Tampoco el ajedrecista, cuando ensaya sus variantes, puede adivinar con antelación todas las jugadas de su adversario. Y el adversario del probador es lo desconocido.

 

Sólo en el aire, en el cielo, cara a cara con lo desconocido, comprenderá por qué se ha estrellado el aeroplano. No hay otro camino, pues la única persona que pudiere contar de la catástrofe, jamás contará ya nada.

 

Es ya de noche. Galái está en el aeródromo, en el cuarto de los aviadores. Aconséjase con el amigo muerto. Tiene delante, encima de la mesa, las "hojas de vuelo", escritas por las dos caras. En una cara está escrita la tarea encargada; en la otra, las observaciones y notas del piloto. Veinte hojas. La última, la vigésima, está escrita sólo por una cara, por la cara de la tarea. La letra conocida de Alexéi Grínchik, parcos renglones; Grínchik jamás escribía de más, era riguroso consigo mismo... Posteriormente Galái ha leído el libro de P. Vershigorá Hombres de conciencia limpia, y ha vuelto a recordar esas hojas de vuelo. En ese libro se describe a un explorador que dividía en tres partes sus informaciones: "Lo he visto. Supongo. Los muchachos dicen". Así, poco más o menos, escribía sus informaciones Grínchik, todo un hombre de conciencia limpia.

 

Creyérase que él presintiera que sus amigos tendrían que seguir sus pasos: ni una exageración, ni una palabra inexacta. Esto lo he visto yo, esto me ha dado tiempo a llevarlo hasta el fin, y aquí, amigos, me he parado a pensar, esto lo tendréis que seguir vosotros, y tomar sin falta en consideración las dificultades que he debido afrontar... Al releer las notas, Galái oye las vivas inflexiones de la voz de su amigo, percibe su clara inteligencia, su tenacidad, su inagotable ' afán de avanzar, su fidelidad a la causa. Está muy bien, es un acierto que le hayan dado a él precisamente, a Galái, el aparato de Alexéi: en los breves partes del camarada puede leer más que hubieran leído otros.

 

De muchas cosas Grínchik no ha escrito nada. Pero, conociendo la tarea, apuntada en la cara anterior, se puede comprender que si de algo no se dice nada, puede no esperar malas jugadas en eso. Grínchik no escribe nada de más. En cambio, no se cansa de repetir las cosas complicadas. Algunas notas se encuentran casi en todas las hojas de vuelo. "Vibración...", "Vibración..." "Vibración...", léese con más y más frecuencia. Poco a poco Grínchik va especificando: la vibración aparece a tales regímenes de vuelo, a tales velocidades. Diríase que Grínchik advirtiera a su amigo: "Mark, estate atento a la vibración. Aquí y aquí la he comprobado, a estas velocidades no es peligrosa, más allá irás tú..."

 

Tras las veinte hojas, que Galái lee y relee una y otra vez, ocúltase un ingente trabajo. En veinte hojas ha cabido toda una novela, una novela acerca de cómo un hombre ha enseñado a volar a un avión. Grínchik ha ido avanzando de vuelo en vuelo, elevando el aparato a nuevas alturas, probándolo a mayores velocidades, ejecutando figuras nuevas para aquel aeroplano. Y si éste ha hecho algo mal, Grínchik ha sido tenaz en sacarle la respuesta del por qué. Y ha procurado "enseñarle'' a hacerlo bien... En eso precisamente consisten las pruebas, la puesta a punto de un nuevo avión, el mejoramiento paulatino del diseño, que el piloto ejecuta como coautor en colaboración con los científicos e ingenieros. Grínchik puso toda el alma, todos sus conocimientos y todo su maduro talento de probador en aquel trabajo.

 

Galái evoca un recuerdo.

 

Serían las cinco de la mañana, muy temprano. Grínchik ya estaba listo para el vuelo de turno; entre los pilotos, era casi siempre el primero en acudir al aeródromo. El cielo estaba despejado, Grínchik recibió el permiso para volar; el despegue transcurrió casi inadvertido. La gente se acostumbra a todo. Acostúmbrase también al ruido del reactor. Si hubieran sabido en qué terminaría, habría procurado recordar cada despegue y habrían hablado más a menudo con él para enterarse de todos los pormenores. De haberlo sabido... ¡En eso está la desgracia, en que no lo supieron! En el campo de aviación proseguía la vida ordinaria, trabajaba Grínchik y trabajaban los otros pilotos. Pero aquel día, no habrían pasado siquiera diez minutos desde que despegara el avión reactor, cuando empezó a extenderse una niebla. Un manto gris descendió sobre la tierra y tapó el aeródromo. No se veía nada a diez pasos. Y Grínchik estaba en el aire. Desde tierra no se le veía volar; oíase únicamente el alarmado rugir de los motores. Dio una pasada por encima del aeródromo; el personal volvió a oírlo por encima de sus cabezas, y cundió la duda: ¿podría aterrizar? Lo más importante era que la pista le venía muy justa, pues su recorrido era muy largo: hacía falta un cálculo muy exacto. Hasta en los días despejados se detenía ante el mismo extremo del campo; y con la niebla... Sufría, sobre todo, la tripulación terrestre del avión. Grínchik tenía a su disposición quince minutos, luego doce minutos, ocho minutos, siete minutos, pronto se le terminaría la reserva de combustible... Pero aterrizó. Se orientó milagrosamente, adivinó la dirección de la pista de hormigón, eligió exactamente la velocidad necesaria y tuvo suficiente pista. Y en la hoja de vuelo no puso una sola palabra de lo ocurrido. Aquel día figuraba en la tarea "manejo de los alerones", e informaba de eso. Los caprichos del tiempo son cosa casual que no tienen nada que ver con el trabajo. Pero los amigos de Grinchik no olvidaron aquella niebla.

 

Galái vuelve a evocar.

 

- ¡Es un aparato excelente! -dijóle Grinchik después de otro vuelo-. Pero lleva uno media hora volando en él, y luego le dura mucho la sensación de que hasta los ojos le vibran en las órbitas.

 

A una velocidad determinada, muy grande para entonces, empezaba una vibración. Un menudo trepidar desagradable, debido al cual vibraba todo el avión. Trepidaban las paredes de la cabina, trepidaba el fanal, trepidaba el tablero de los aparatos de a bordo, trepidaban la palanca de mando y el asiento del piloto. No era el aleteo, peligroso para el aparato; mas no se podía tolerar que la extraña vibración aumentase: en lo sucesivo podía hacerse peligrosa. Grinchik voló especialmente varias veces para provocar la trepidación y registrarla con oscilógrafos. Esas inscripciones y el avión experimental se investigaron luego en el Instituto y hubo que interrumpir las pruebas durante cierto tiempo.

 

Los científicos dedujeron que la trepidación estaba motivada por el chorro de gases. Los motores iban acoplados en el fuselaje, en su parte inferior. El chorro lamía por debajo la cola del aeroplano y la hacía vibrar... Algunos consultantes científicos hasta consideraron que se trataba de un defecto del propio diseño. Había que volver los motores a las alas, decían. Estaba visto que el esquema de avión con los motores en las alas por algo había sido reconocido clásico.

 

Los autores del aeroplano no estuvieron de acuerdo con los científicos. Las pruebas prosiguieron. Los del grupo de aerodinámica, los del grupo de aleteo y los del equipo de fuselado se pasaban los días y las noches en el aeródromo del bosque. Incorporóse también a las búsquedas la tripulación terrestre del aeroplano. Y, como sucede a veces en la aviación, decenas de personas se devanaron los sesos para resolver un problema cuya solución era sencillísima. Una vez, el mecánico apretó los tornillos de la pantalla de la cola del avión. Le pareció que aquella pantalla termoestable, que protegía la panza del fuselaje contra los gases incandescentes, no estaba bien sujeta. El mecánico apretó simplemente los tornillos, y la vibración disminuyó en el acto. Sí, sí, disminuyó considerablemente: el primer vuelo que hizo Grinchik después de eso lo confirmó. El diseñador dirigente de las pruebas dio parte del extraño fenómeno a Mikoyán, y éste tomó la determinación de reforzar la cola. Sin limitarse a apretar los tornillos, mandó poner diafragmas complementarios en la cola.

 

En las hojas de vuelo no se volvió a mencionar la trepidación. Mas tampoco había plena seguridad de que no resurgiera. Había cesado la vibración a las velocidades alcanzadas por Grínchik, pero podía aparecer de nuevo a mayor velocidad. Pues quedaba el chorro de gases, así como quedaba también en su sitio la pantalla, aunque reforzada. Por tanto, la trepidación aún podía acechar al probador.

 

O quizás advirtiese el peligro otro fenómeno, muy breve, mencionado de paso en una de las hojas de vuelo. En vuelo surgió de pronto un silbido agudo, penetrante, que no se parecía a nada. Grínchik escribió únicamente a qué velocidad empezó (la velocidad era bastante grande) y a qué velocidad cesó. Nada más. Pero puede uno imaginarse cómo aquel silbido exasperaba al piloto, pues Grínchik no sabía qué podía presagiar al avión. La propia incógnita avisaba su presencia, y había que comprender de qué se trataba... Entonces la tripulación terrestre examinó el aeroplano con todo detenimiento: todos los mecanismos estaban íntegros, nada había reventado ni se había resquebrajado. Y Grínchik siguió volando. De su zozobra hablaba a los amigos sonriendo, y denominó el silbido "artístico." Claro es que no daba gusto oírlo, mas si el avión lo toleraba, también podía soportarlo el hombre. Eso ya era cuestión de comodidad... Grínchik no volvió a escribir del silbido, estimando, por lo visto, que no suponía un peligro para el aeroplano. Mas ¿era eso así?

 

Adelantándonos, diré que la causa del "silbido artístico" se averigua posteriormente; después ya de los vuelos de Galái, Shiyánov y otros pilotos, los primeros en dominar el avión a reacción. Todos ellos oyen el silbido, y los ingenieros les interrogan obstinadamente a cada uno: "¿Cómo es el silbido? ¿Dónde se oye? ¿Por qué lado?" Los pilotos responden ordinariamente que el gemidor sonido aparece por encima de la cabeza, algo a la derecha. Los ingenieros cavilan, experimentan, y en fin de cuentas llegan a comprender que silba la antena, mejor dicho, el soporte de la antena al cortar el aire. Inclinan dicho soporte, dándole, a su modo, forma de flecha, y el silbido desaparece. Así, pues, en ello no hay verdaderamente peligro alguno. Y he referido lo del "silbido artístico" únicamente para remarcar una vez mas las dificultades del trabajo de los probadores. En eso precisamente consiste la dificultad de las pruebas aéreas, en que el hombre resuelve constantemente ecuaciones con numerosas incógnitas, y nadie le dirá con antelación qué es peligroso y qué una menudencia.

 

Durante uno de sus últimos vuelos Grínchik comprobó la velocidad del avión. En tierra clavaron varios hitos a la distancia de cinco kilómetros unos de otros, y junto a cada hito se colocó a una persona con cronómetro. Grínchik voló por encima de ellos en línea estrictamente recta y a una altura relativamente baja, por lo que la velocidad pasmó a todos. Por más que, para entonces, fue realmente una marca de velocidad. En otro vuelo, a la altura de cinco mil metros, Grínchik desarrolló la velocidad de 920 kilómetros por hora. Fue el vuelo para averiguar la velocidad máxima. Grínchik penetró ya en el dominio de las velocidades presónicas y alcanzó un número M de orden de 0,78  (El número M, o número de Mach, es la relación existente entre la velocidad de vuelo y la del sonido. Así, pues, Grínchik desplegó en su vuelo de marca una velocidad equivalente al 78% de la del sonido) . Y aunque, por lo visto, todo trascurrió sin percances en aquel vuelo, y la información de Grínchik acerca de la marca conquistada fue, como todas sus anotaciones, lacónica y severa, Galái leyó y releyó con especial atención aquella hoja de vuelo. Sabía que allí precisamente saldría a la avanzadilla. Nadie se había acercado aún tanto, antes de Grínchik, a la "barrera sónica". Y la desgracia hay que esperarla allí donde empieza lo desconocido.

 

Sí, la única persona que pudiera contar el comportamiento del avión en el aire, jamás referiría ya nada más. Así y todo, Galái saca mucho de la consulta con él, con esta persona, al leer las parcas líneas de sus informaciones. Se pone en pie, apartándose de la mesa, como si Grínchik le hubiera enseñado todo el avión, y advertido los escollos que el piloto pudiere encontrar en su camino y todos los peligros que lo acechaban. Seguía sin haber una solución y, por lo visto, no podía haberla: de haber existido esa solución, el propio Grínchik habría eludido la catástrofe. No existía la solución, pero había una advertencia: con su muerte, Alexéi Grínchik ayudaba a todos los que iban tras él.

 

"¡Estad atentos, amigos! -parecía decir-. El aparato es complicado y severo, hay que comprenderlo. Pensad, ensayad, seguid avanzando, no retrocedáis un paso. ¡ Este avión vale mucho! Se puede dominar y hace falta dominarlo. Pero poned atención...".

 

 

EL TECHO DEL HOMBRE

 

El diseñador dirigente de las pruebas lleva de nuevo el mig reactor al campo de aterrizaje. Lo meten en seguida en el hangar, y el mecánico se pone con toda la tripulación a colocarlo en el lugar preparado de antemano y quitarle las fundas. Rodeado de gente, el aeroplano parece sumiso.

 

- ¿Cuándo será el primer vuelo? -interroga el mecánico.

 

- De nosotros depende -responde el diseñador-. Tan pronto como preparemos el aparato, se podrá volar. Mañana mismo.

 

- Estará listo -dice el mecánico.

 

- Entonces, mañana será el primer vuelo.

 

Se callan. De seguro que los dos piensan lo mismo: otra vez el primer vuelo. El mismo aparato y la misma tripulación; pero el piloto es otro.

 

El diseñador sale del hangar y se detiene delante de la pista, permaneciendo solo largo rato. Sigue con la mirada a los aviones que despegan, mas creyérase que no los ve. ¿Es qué estará pensando?

 

Cada vez que prepara un avión nuevo para los vuelos, lo embarga una compleja sensación. Hay en ella duda, lamentación tardía y, en parte, tal vez envidia. Pues él también hubiera podido ser un buen piloto probador con título de ingeniero. Ahora ya es tarde, tiene demasiados años. Pero ha preferido el camino de ingeniero con preparación aviatoria.

 

¿Cuándo se determinó eso? Cual fue la causa? En todo caso no fue el miedo, eso él lo sabía a ciencia cierta. Siendo aún muy joven, alumno piloto de primer año, tuvo un accidente. Iba en vuelo rasante contra el sol y topó con las ruedas en un montón de tocones descepados. El tren de aterrizaje quedó como cortado con cuchillo; la hélice, doblada; y las alas, hechas un acordeón. ¡Capotó! Se tocó los brazos, las piernas y la cabeza: no sintió dolor alguno. La primera sensación que tuvo fue de vergüenza. Acudirían los amigos, el aparato estaba destrozado, y él ileso.  Bien podía haber perdido al menos el conocimiento por una hora... Luego, en el hospital, le dieron unas puntadas en la barbilla (al pronto no había advertido aquella herida). Alexéi Grínchik fue al hospital a verlo y le dijo: "¡Es repugnante! Cosen con hilo como zapateros". Y él le respondió: "¡Esto no es nada! ¡Cuando me untaron las rodillas con tintura de yodo me hicieron mucho daño!" Pero no sintió miedo. Ni entonces ni después. Lo único que temió fue que lo expulsaran por el accidente. Pero no lo expulsaron de la escuela, y voló de nuevo; agradábale volar y rizar el rizo en el aire.

 

En general, la valentía es necesaria a todos en un aeródromo. Y, por lo visto, no sólo en un aeródromo, sino en cualquier obra. Y no es verdad cuando escriben que si uno no vale para piloto, se hace ingeniero o mecánico. Si le ha dado miedo volar, será mal mecánico y pésimo ajustador. En el taller también es uno apocado, y otro audaz. Uno se pone a cortar una pieza, y todo lo hace poco a poco, despacito, y otro se las amaña para cortarla de un golpe exacto. Sí, él sabe que tanto el mecánico como los ayudantes de mecánico de la tripulación son personas valientes, de lo contrario no trabajarían allí. Y no sólo consiste su intrepidez en que el mecánico, pongamos por caso, se mete en el avión en llamas. Es un bravo en su trabajo, un valiente cuando asume la responsabilidad por cada vuelo, cuando se atreve a apretar los tornillos en la pantalla termoestable. A veces al diseñador que dirige las pruebas le parece que más le valdría volar en el avión que esperar que retornase a tierra. Esperar sin saber lo que pasa en el aire es aún más terrible. Pero ya es tarde para hablar de eso: no es piloto, es ingeniero.

 

Todo tuvo un desenlace muy simple. Polikárpov, el director de la fábrica, lo llamó a su despacho y le dijo: “Amiguito, sabes lo que te digo, que he puesto confianza en ti, ¿lo comprendes?" Y lo comprendía: recién terminados los estudios, le habían encargado trabajar en un nuevo proyecto, en el proyecto de un caza veloz y maniobrero. "Y tú vas corriendo a tu aeroclub -dijo Polikárpov-, eso no vale. O vuela o trabaja como ingeniero, una de dos". Y agregó: "A tu edad, hermano, ya es hora de escoger un lugar en la vida". En el aeroclub lo estimaban, lo querían hacer instructor, como a Alexéi Grínchik. Pero los aparatos eran viejos, cada día lo mismo. Bien es verdad que se vislumbraba en el futuro la posibilidad de ser probador, pero ¿cuándo sería eso?, y ¿llegaria a serlo alguna vez? En la fábrica le entregaban un avión nuevo, un avión que entusiasmaba. Y él hizo su elección.

 

Pues bien, a cada cual lo suyo... Hay actores y directores de escena. Nemiróvich-Dánchenko en su vida subió a las tablas y fue un gran director de escena; así es Túpolev, gran ingeniero, en la aviación. Kachálov fue "únicamente" actor, así como "únicamente" piloto fue Chkálov. El eminente ingeniero aeronáutico Serguéi Iliúshin sabe conducir aviones, y de tiempo en tiempo se remonta al cielo; de manera parecida, Serguéi Guerásimov se adjudica de tarde en tarde un pequeño papel en alguna película suya; mas para todos los otros sigue siendo el director del film. Y Mijaíl Grómov el insigne piloto, estudió la teoría de las pruebas; dicen que el actor Mijaíl Zhárov también ha probado a poner espectáculos en escena. Para terminar, tanto la aviación como el teatro conocen numerosos casos en los que conspicuos intérpretes se hacen consultantes y pedagogos en la vejez... Pero él, ¿qué lugar debe conferirse a sí mismo en esa fila? Claro está que el de director de escena, el de director que interpretó de joven en espectáculos de aficionados. Pues jamás ha volado como piloto profesional. ¿Le sirve eso de algo en la labor de "poner en escena"? Por supuesto; y, a pesar de todo, ahora, cuando está delante de la pista de despegue, aspirando el olor de la gasolina, que sustituye allí el decantado "olor de bastidores", siente un poquitín de tristeza. De haberse hecho probador, lo invitarían a interpretar el papel principal, mientras que ahora ayuda al protagonista.

 

Sí, a cada cual lo suyo. El día en que eligió la senda del diseñador, perdió la posibilidad de ser piloto. ¡Para siempre!... ¿No será la vida del hombre una pérdida gradual de posibilidades? Nace y puede ser lo que quiera: explorador, músico, científico, deportista. Cumplidos los diez años, ha hecho tarde ya para estudiar música. Es aún pequeño, pero ya no podrá ser un pianista virtuoso, ha perdido esa posibilidad. A los quince años habrá perdido la ocasión de aprender como es debido otros idiomas. Claro es que aún podrá saber inglés o alemán, pero ya no será un políglota. A los veinte años habrá hecho tarde para llegar a ser campeón de boxeo... Aún tiene abiertos centenares de caminos, pero elige uno, y los otros se le cierran. Hay, naturalmente, excepciones, algunas personas aprenden música y hacen deporte en la madurez: pero en la masa general eso es así. Cada año que pasa, se reducen las posibilidades del hombre. Y los años tienen la propiedad de pasar volando. Apenas le da a uno tiempo de lanzar una mirada retrospectiva, y ya es tarde para hacerse capitán, astrónomo, fundidor, piloto.

 

Tal vez pensara en eso nuestro diseñador en la víspera del nuevo vuelo del aeroplano a reacción. Tal vez pensara en algo completamente distinto.

 

¿Qué pérdida de posibilidades? De pensar así, también había perdido Grínchik en su vida todas las posibilidades, excepto una, la de ser probador. ¡Mas es una sandez! Por el contrario, el hombre adquiere posibilidades con los años. En un solo derrotero, en el que ha elegido. ¡Vaya cosa, nace uno y tiene todos los caminos abiertos! ¿Qué caminos tuvo él para elegir? El, que fue muy devoto... Tendría siete años cuando se quemó con jalea de avena. Había cocido jalea su madre, la había dejado arrimada a la lumbre, él estaba enredando al lado, y se echó encima la hirviente olla. Fue para San Elias profeta. "Reza, hijo mío -le dijo la madre-. San Elias te ha salvado los ojos". Grínchik rezó, cantó en el coro de la iglesia y tuvo gran fe en San Elias y en Dios. Gracias a Elena Kuzmínichna, la maestra, que lo hizo pionero. La madre lloró cuando él se ató el pañuelo rojo al cuello. Lloró cuando se enteró de que él había empezado a volar, ¡grave pecado! Creo que reza hasta la fecha por los pecados de sus hijos ateos, pues todos se han hecho hombres: ingenieros, diseñadores, maestros.

 

Grínchik tuvo una posibilidad: desriñonarse trabajando la tierra, como se desriñonaron sus abuelos y bisabuelos, labradores de Smolensk. La revolución le abrió todos los caminos, y Grínchik hubo de elegir uno solo, uno entre mil para avanzar por él lo más lejos que pudiera. Sí, a cada cual lo suyo, y cada cual debe hacer lo suyo bien, sacando el máximo rendimiento. "¡Alcanzar uno su techo!" -agradábale decir.

 

...Todos los aparatos para volar: los aeroplanos, los aeróstatos, los satélites artificiales y los cohetes, tienen su límite de posibilidad. Este límite aumenta constantemente, crece. Pero aún es más importante el hecho de que asciende también el "techo" humano: el hombre encuentra siempre fuerzas para hacer más de lo que ya se ha hecho.

 

Las personas que ya han alcanzado su techo, digo mal, los que aspiran a alcanzarlo, pues nadie conoce el límite de sus posibilidades, se complementan mutuamente. Cada uno trabaja en el campo que ha elegido, cada uno ejecuta su labor, ocupa su puesto en la formación, pero cuando los esfuerzos de las personas se aunan, todas las barreras se vienen abajo, todos los obstáculos se sortean. Entonces es cuando los periódicos nos comunican que ha sido sometido el Angara, que se ha hallado un mar de petróleo en el Kara-Kum, que el rompehielos atómico Lenin ha zarpado para la primera travesía, y la primera astronave ha tornado felizmente a la Tierra.

 

La creación del primer aeroplano a reacción en serie, del que estamos hablando, figura entre las victorias de ese tipo. Y, claro es, centenares de personas han de aunar sus esfuerzos para que este avión se eleve de nuevo al aire, tras la trágica muerte del piloto. Los científicos hacen en sus laboratorios complicados experimentos, los diseñadores vuelven a diseñar el aparato y calcularlo todo, los ingenieros, peritos y obreros de la fábrica acuden a ellos con propuestas. Emítense las hipótesis más diversas, y todo lo que se puede tener en cuenta, se tiene en cuenta. Reforzarán aún más la cola del avión doble. Reforzarán los alerones. Sobre todo, el contrapeso de los alerones, que ha sido hallado, después de la catástrofe, "aparte". Centenares de ojos vuelven a examinar todo el aparato, centenares de manos vuelven a palparlo, el éxito depende de cada participante en el trabajo.

 

Y basta de esto. El aparato está ya en el aeródromo, y la tripulación lo prepara ya para el vuelo; el piloto está en casa; considérase que descansa tranquilamente; el diseñador que dirige las pruebas sigue caminando por el campo de aterrizaje, y se puede decir de antemano que lo espera una noche de insomnio. ¡Atención! Mañana por la mañana nuestro caza se remontará de nuevo al aire.

 

 

SIN SUCESOS DIGNOS DE MENCIÓN

 

El vuelo se hace por la tarde. Estaba proyectado para la mañana temprano, pero soplaba además un fuerte viento, un viento lateral, y ha habido que aplazarlo. Lo han aplazado una hora, luego dos, y así se les ha echado la tarde encima.

 

"Eso siempre irrita al piloto -ha escrito posteriormente Galái-, Habiéndose uno dispuesto interiormente a ejecutar una obra difícil, que requiere la movilización de todas sus fuerzas, es duro mantener esa disposición durante un tiempo ilimitado. A propósito, el piloto probador debe aprender también eso".

 

Finalmente, por la ventana del cuarto de los aviadores Galái ve el familiar cuadro: el camión que remolca el aeroplano a la pista. Se ha calmado el aire, se puede volar. Galái lee la tarea, escrita en la hoja de vuelo, una hoja idéntica a las otras veinte que ha estudiado recientemente, y pone al pie su firma. Las mismas personas que hace poco vinieran por Grínchik, vienen por él en un coche de turismo. Cuando el coche corre por la pista, Galái vuelve la cabeza: en el tejado del hangar agólpanse ya los pilotos, algunos están saliendo en aquel instante de la ventana de la buhardilla.

 

Al subir a la cabina, Galái nota un arañazo en el revestimiento del fuselaje: ha sido él quien ha arañado con una bota la reciente pintura mientras se ha estado familiarizando con el aparato. Este arañazo tiene la extraña virtud de sosegar al piloto, como si conociera el avión ya mucho tiempo, como si hubiera volado ya muchas veces en él, pues hasta lo ha ensuciado.

 

La cabina le produce aún más esa sensación de "familiaridad". Galái se sienta en el asiento, se remueve para acomodarse y se sujeta los tirantes. Con un vistazo habitual -de izquierda a derecha y de arriba abajo- mira el tablero de los aparatos de a bordo y toda la cabina. Conecta la radio:

 

- Soy Tormenta. Soy Tormenta. Pido permiso para la puesta en marcha.

           

Y oye:.

 

- ¡Tormenta! ¡Permitida la puesta en marcha!

 

- ¡Puesto! -manda Galái.

 

Delante de él prolóngase la pista de despegue. En torno, el aeródromo y el cielo están libres de aviones. Al lado de Galái, subido a una escalera, está el mecánico, comprobando concienzudamente si todas las manijas, interruptores y llaves están en la debida posición. Todo está en orden. Galái pone en marcha, con movimiento habitual, un motor, y luego el otro. Dice al mecánico: "Todo funciona bien, Volodia. Bájate". Este se baja de la escalera, que apartan en seguida.

           

Galái corre el transparente fanal de la cabina, lanza la última mirada en derredor y ve al diseñador dirigente de las pruebas. Parece como si quisiera decir algo. Algo muy importante. Pero no tiene nada que decir. El viento le agita el cabello, que empieza a encanecer. Galái siente lástima por él. Los mecánicos, al menos, tienen alguna ocupación. El mismo, piloto, remontará el vuelo en el acto, y no tendrá tiempo para sufrir; todo dependerá de él, de él mismo. Mas el diseñador está condenado a la inactividad: quedará en tierra y esperará. El piloto le guiña, alentador, un ojo, y el diseñador le responde con una sonrisa forzada, pálida, lastimosa; Galái la recuerda hasta la fecha.

 

"¡Retirad los calzos!" -manda por señas y, sujetando el aparato con los frenos, mete gases a fondo. En los viejos aviones, en los de motor de explosión, gas a fondo sólo se da durante la carrera. Dicho de otro modo, el piloto sólo puede observar los aparatos de a bordo y escuchar el ruido del motor "sobre la marcha". En este avión lo hace eso estando aún quieto, antes de arrancar. "Las moscas aparte y las croquetas aparte" -recuerda Galái una vieja broma, y eso lo pone de humor algo cómico. Piensa además en que, por el momento, no vemos en la aviación de reacción más que dificultades, en tanto que algunas cosas son más fáciles, comparadas con las de los viejos aviones.

 

Galái suelta el gatillo de los frenos, y el aparato arranca. Termina la espera. Empieza el trabajo. La velocidad de la carrera va creciendo, álzase la rueda de proa. Con el rabillo del ojo, el piloto ve cómo la aguja del indicador de la velocidad se acerca a la cifra 200. Y el aparato despega casi en el acto. Lo siente despegar, le da incluso tiempo de probar ligeramente la dirección en los tres ejes, y el aparato obedece. Es precisamente como él se lo imaginara al ensayar el vuelo. Suele haber aviones difíciles, reservados, pérfidos. Este caza de reacción es sincero, bonachón, cómodo para dirigirlo.

 

Pero, lamentablemente, ahí terminan todas sus virtudes y empiezan las complicaciones. El avión trepa, a veces se encabrita. Eso es desagradable, incluso peligroso: al perder velocidad, puede perder también la dirección. Galái da bruscamente palanca adelante. El aparato se endereza; mas, para llevarlo en la dirección debida, hacen falta grandes esfuerzos. ¿Por qué? Con movimiento estudiado, casi reflejo, Galái desvía el compensador para aligerar el mando. Pero cosa rara, la tensión no sólo no disminuye, sino que se hace aún mayor. Por lo visto, piensa Galái, tiene la culpa la velocidad: aumenta con tal rapidez que no le da a uno tiempo...

 

El avión va tomando altura con lentitud, pero seguro: eso es lo único que alegra al piloto. Se va haciendo por momentos más difícil sujetar la palanca; y el reflejo, excitado en tierra, es evidente que allí no sirve. En aquellas difíciles condiciones tiene que deshacer el nudo formado, llevar a cabo una investigación. Ante todo, despejar todas las incógnitas para no hacer conjeturas acerca de la causa del encabritamiento del aparato. Que la velocidad y la dirección sean cons tantes. Galái mantiene rigurosamente el régimen de ascenso. Y sólo entonces gira la manija del compensador. Ya no puede sujetar la palanca con una mano, ha de hacerlo con las dos. En cambio, termina por comprender la causa. Se las amaña para girar el compensador con la mano izquierda en la dirección opuesta, en la del encabritamiento. Y el mando se aligera en el acto, todo se normaliza.

 

Galái se ha cansado mucho debido al esfuerzo realizado. Para descansar y respirar un poco, da una amplia vuelta en torno al aeródromo. En ese mismo instante le interrogan por radio: "¡Tormenta! ¡Tormenta! ¿Qué tal a bordo?" "Todo transcurre normalmente" -da parte Galái, y es la pura verdad: ahora todo transcurre normalmente, en efecto.

 

Luego, en tierra, se pone en claro que el maestro electricista que ha comprobado la instalación eléctrica antes del vuelo "se ha asustado" de pronto. Le ha parecido que los cables del interruptor del compensador están equivocados. Las inscripciones del interruptor no son muy claras, pone: "arriba" y "abajo". Y el electricista duda a qué se refieren: al compensador o a todo el avión. La duda del electricista no tiene nada de particular. Si hubiera preguntado al mecánico, al diseñador dirigente de las pruelas o al piloto, todo hubiera ido bien. Pero no ha dicho nada a nadie. Simplemente ha despegado y soldado invertidos los extremos de los cables... Dos pequeños cables, una nimiedad. Sin embargo, por esa nimiedad ha podido occurir una grave catástrofe. Lo que en tierra es una pequenez, se convierte en un problema en el aire. La "nimiedad" requiere del piloto serenidad, conocimientos y, simplemente, fuerza muscular: menos mal que Galái se ha dedicado al boxeo de joven. Lo más importante es que ha tenido que vencer la fuerza de la costumbre, someter los propios reflejos, y sabemos bien lo difícil que es eso.

 

Esos casos enseñan. A partir de entonces, en nuestra aviación se ha adoptado otro sistema de indicar. En los interruptores del compensador se pone: "encabritamiento" y "picado"

 

Aduciré un ejemplo que haga pensar. Figúrese usted que se ha inventado una extraña bicicleta que se debe guiar "al revés"  cuando se 'inclina a la izquierda, el manillar no se debe girar a la izquierda, como está uno acostumbrado, sino al contrario, a la derecha. Lo invitan a montar en esa bicicleta e incluso le advierten cómo debe guiarla. ¿Podría evitar usted la caída?

 

Galái termina de dar la primera vuelta sobre el aeródromo. Ya no piensa en las "bromas" del compensador, va atento al comportamiento del aparato. Está de magnífico humor. En la segunda vuelta ya se podrá permitir virajes más cerrados, con más inclinación. Luego pierde velocidad, serpenteando, y prueba diversas velocidades. No demasiado grandes, por supuesto, para no someter a prueba (aún es pronto) la resistencia mecánica del avión, ni demasiado pequeñas que no le permitan comprobar su estabilidad. El avión le va gustando más y más.

 

He aquí la impresión de Galái que, luego de tres o cuatro vuelos, es su convicción: el aeroplano a reacción no requiere, en absoluto, que el piloto posea "supercualidades" algunas. El avión se mantiene estable, se desliza seguro por el aire y tiene una amplitud suficiente de velocidades. El campo visual es muy bueno, tenía razón Grínchik cuando escribió: "Está uno sentado como en un balcón". Presenta otras ventajas en comparación con los aeroplanos ordinarios de motor de explosión. Puesto que carece de hélice, los virajes "a la izquierda" y "a la derecha" se hacen de la misma manera, con los mismos esfuerzos, lo que resulta cómodo. Por raro que parezca, en esta cabina hay más silencio y tranquilidad que en las cabinas de los aviones de motor alternativo; por más que en ello no hay nada de extraño. El ruido se aleja, queda detrás. El viejo motor era de "tiempos" e imprimía un continuo sacudir al avión; este motor es ininterrumpido e impulsa el avión sin sacudidas... Decididamente, cada minuto que pasa, Galái se encariña más con el avión, avión sin malicia, sencillo y seguro.

 

Ya es tiempo de tornar a tierra. Galái disminuye las revoluciones de los motores, luego para uno y, cuando está a ras del suelo, el otro. El aparato rueda por la pista de hormigón. .. ¿Creen ustedes que ahí termina todo?

 

Al final del recorrido, cuando el vuelo, en el fondo, ha acabado, se rompe la rueda de proa. Otra lamentable "pequeñez" más. El análisis que se hace en el laboratorio muestra luego que el motivo de la ruptura ha sido un defecto de fábrica en la soldadura... El piloto oye de pronto un chasquido seco; el aparato da con la proa en tierra y la arrastra con tanta fuerza que, quienes están en la pista, ven una ignea cascada de chispas.

 

Pero ni siquiera eso les agua la fiesta. El primer vuelo del avión doble se ha ejecutado; el caza a reacción ha vuelto a surcar los aires. Y luego, como escribe Galái: "Un pequeño arreglo de la proa, "cepillada" contra el hormigón, se recambia el soporte de la rueda, se sueldan correctamente los terminales de los cables del mando del compensador, se hace una escrupulosa revisión general, hasta el último tornillo, del aparato, y estaremos dispuestos a seguir los vuelos".

 

 

LAS MUJERES DE LOS PILOTOS

 

¡Otra vez!

 

Retumba algo asi como un lejano trueno. Es breve, sonoro, y se detiene en una alta nota.

 

A Dina se le oprime el corazón. Sale corriendo al portalillo y se para, apoyándose en la pared, dejando caer, impotente, los brazos. La penumbra vespertina ha cubierto la tierra. Reina una gran calma. Tanta, que duda haber oído en realidad el truenecillo. Mas vuélvese a romper el silencio.

 

"¡No puedo escuchar ese ruido! ¡No puedo! Sé que ya no vive, y no deja de parecerme que es Grinchik, vivo... ¡Otra vez!

 

Dina se tapa los oídos.

 

Parécele ahora que siempre ha estado esperando la desgracia. Pero no ha sido así, pues no hubiera podido vivir de esa manera. Ha tenido fe en Grinchik, él le supo comunicar su seguridad. Dina vuelve a recordar a su marido, que ha quedado vivo en su memoria, hasta el rasgo más pequeño, hasta la última palabra que le articulara.

 

Grinchik volvía a casa haciendo ruido, alegre, cada entrada suya en casa era una fiesta. La pequeña Irina salía corriendo la primera a su encuentro, tras ella arrastrábase Nikolái, y luego salía Dina con delantal. Se lo había cosido ella misma, con tarándola, para que estuviese más bonito. Grinchik besaba a su hija, tomaba en brazos a su hijo y abrazaba a su mujer "¡Bien veo que me espera la familia!" A Nikolái lo llamaba Botsa, nombre derivado de manera complicada de la palabra "botsman" (contramaestre). Decía de él: "¡Está fuerte! Ha salido a mí. Cómo se agarra a todo. Será piloto". Dina le amenazaba: "Le compraré un avión de juguete, lo llenaré de alfileres y se lo daré. Para que se pinche y le tome aversión toda la vida". Grínchik se reía.

 

Se reían, iban de visita, recibían visitas, y la vida transcurría como de costumbre, a pesar de que él probaba por aquellas fechas su rugiente avión, y ella estaba enterada de qué avión se trataba. Ella no presenció el primer vuelo, pero vio el segundo; y aunque él no lo sabía, notó en seguida, nada más entrar en casa, que ella estaba excitada. "¿Dina, qué te pasa?" "He estado allí... Alexéi, cuando el aparato se elevó, ese fuego y ese humo negro... Hasta se me escapó un grito". "Por la falta de costumbre. Dina. Pero vuela mejor que los de motor de explosión". "Alexéi, ese aparato es terrible, no tengo fe en él. Al aterrizar silba como una serpiente". "Claro; porque paro los motores. Aterriza con los motores desconectados". "Cae al suelo de manera tan terrible. No vuela, cae..." "¡Dina! Esta conversación no conducirá a nada. Claro es que podrás ponerme de mal humor..."

 

Y terminaba la conversación. Todo lo desbarataba con aquel argumento: "Claro es que podrás ponerme de mal humor". No, Dina ya no le suplicaba, como antes, que dejara de volar. Sabía que eso era imposible. Había comprendido que toda la vida de él estaba en los vuelos. Se había habituado a que asi sería siempre. Era raro que no se sintiera más alarmada por eso. A veces se sorprendía a sí misma pensando con orgullo: "¡Este avión no se lo han dado a otros, se lo han dado a Grínchik!" Y sentía por él un amor más doloroso, más fuerte.

 

"Alexéi, tu aparato funciona mal" -le decía, al servirle la comida. "¡Anda allá! -respondía Grínchik, riendo-. Son los muchachos, que están calentando los motores; todo va normalmente". "No, Alexéi, escucha. Escucha..." El dejaba la cuchara y prestaba oído al ruido de los motores, que ella había aprendido a distinguir entre centenares de otros ruidos. "Sí... -decia él-. El ruido que hace es algo defectuoso. Dina, sabes que vuelo, ese es mi trabajo. ¿Y tú para qué haces eso? Veo qué también vuelas conmigo cada vez que me elevo, ¿eh? Deja de escuchar. Todo irá bien".

 

¿Que podía hacer ella?... Terminó por creerlo. Creyó que todo iría bien. Y, habiéndolo creído, procuró ayudarle cuanto podía. A su lado, ella misma cobraba fuerzas. Que creyese que estaba tranquila por él. Que supiera que se enorgullecía de él. Que se sintiera siempre en casa cómodo y caliente.

 

En cierta ocasión Grínchik le había telefoneado desde el aeródromo, haría de eso un mes: "¿Me quieres?" Ea, te quiero". "Sin ea. ¿Me quieres?" "Te quiero, Alexéi". "¿Mucho?" "¡Qué cosas tienes, viejo!..." "Dina, me han entrado de pronto unas ganas locas de comer ravioles. Sabes, de los nuestros, siberianos. ¿Qué te parece?"

 

Dina se esforzó por complacerlo: pidió prestada harina a una vecina, compró vinagre, no encontró carne fresca y hubo de comprar croquetas hechas para rellenar los ravioles. Cuando él vino a casa, encima de la mesa humeaba una fuente rebosante de "ravioles siberianos". Entró y no los miró siquiera. Pasó por el lado de la mesa a su despacho. Y dijo, al cerrar la puerta: "Déjame a solas quince minutos".

 

Se sintió ofendida. La ofensa no le dejó comprender entonces que él había visto la muerte de cerca. "¿Me quieres?" "Ea, te quiero..." Dina entró, a pesar de todo, en el despachó. Dijo la frase que había preparado: "¿No importa que haya entrado antes de pasar los quince minutos?" Y en cuanto lo vio, se le pasó todo el enfado. El estaba de pie junto a la mesa, encorvada la espalda, apoyadas las manos en la mesa. Nadie lo había visto así. Y tardó en responder: "¿Qué... Sí,, sí, está muy bien que hayas entrado. Perdóname, Dina... Todo marcha bien, se han llevado el aparato al ICAH, lo van a estudiar. Y yo me pasaré una semana sin volar, mientras lo ponen a punto... Estaba aquí pensando en vosotros. En ti y en los chicos".

 

Aquella tarde él estuvo raro. Pero no es verdad que ella viviera siempre alarmada. Era muy feliz. El le dijo que las pruebas tocaban a su fin. Se disponían a ir juntos al Sur, ya tenían los recibos de las plazas de un sanatorio. Cada vuelo que pasaba, ella se sentía más tranquila. Y lo despidió sin congoja el día del fatídico vuelo. El estuvo por la mañana delante del espejo, con batín, y le sonrió a ella en el espejo. El batín se lo había regalado ella, era de color marrón claro, muy ancho. Pues a él le gustaban las prendas anchas para parecer más corpulento de lo que era. Y no dejaba de gastarle bromas a cuenta del viaje. "Llegaremos -le dijo- al mar y gastaremos veinte rublos al día. Yo veinte y tú otros veinte". Ella le respondió: "¿Y eso, estando ya las plazas pagadas? ¿Sabes lo que dices, viejo? ¡Mil doscientos rublos en un mes!" "Dina, nos daremos buena vida. Gastaremos sin contar el dinero". "¿En qué, Alexéi? Si tú no bebes". "Qué importa que no beba. Viajaremos por todas partes, compraremos frutas de toda clase... Y algo más, aún no se me ha ocurrido qué. Y tú piensa también. Las mujeres siempre arruinan a los hombres, ¿entendido?" Se despidieron riendo. Y una hora después ella oyó la explosión.

 

- ¡Si lo hubiera sabido!... -dice Dina Grínchik en voz alta-. |Si lo hubiera llegado a saber! Me habría arrojado a sus pies, me hubiera abrazado a sus rodillas. Por nada del

mundo lo hubiera dejado marchar... ¡Otra vez! No, no... ¡No puedo escuchar ese ruido! ¡No puedo soportarlo!

 

El siniestro trueno vuélvese a elevar sobre el campo. Expándese por encima del río, del bosque y el acallado casar de chalets. Este verano muchas mujeres de pilotos han alquilado chalets cerca del aeródromo. Y aún queda inmóvil otra mujer más, mirando a la oscuridad con los ojos muy abiertos: Zoya Galái.

 

Acaba de enterarse de la tremenda noticia. Ha venido una amiga suya, que trabaja en el aeródromo, y le ha dicho, vocinglera y condolida, creyendo, seguramente, que hace una buena obra

 

- Zoya, ¿oyes? Es él, que está calentando los motores. ¿Oyes? Zoya, convence a Mark para que desista.

 

- ¿Para que desista de qué?

 

- ¿Es que no lo sabes? Es el aparato de Alexéi Grínchik. Se lo han dado a Mark. Zoya, no le puede hacer volar nadie. No saben siquiera la causa de la muerte de Alexéi... ¡Deten a Mark, debes detenerlo!

           

Zoya no despega los labios. Galái, como siempre, no le ha dicho nada. La noticia la deja atónita. El último tiempo Mark trabaja mucho, no sale del aeródromo desde la mañana hasta la noche. Vuelve a casa cansado, pero está tranquilo y alegre. Cuando ella le pregunta qué lo trae tan preocupado, Mark responde, bromeando: "¡Zoya, vuelo como un gato al que le han dado a oler aguarrás!"

 

- Zoya, ¿oyes? Otra vez ruge... ¡No le dejes! ¡No le dejes! ¿Cómo puedes quedarte aquí quieta, mientras él está en ese aparato? Eres muy tranquila. ¿Como puedes  contenerte?

 

Zoya Galai calla. Recuerda el pasado. Ya ha enterrado una vez a su Galái. Hasta ha habido una nota necrológica...

 

 

LAS MUJERES DE LOS PILOTOS (continuación)

 

"Zoya, esta noche tengo entrenamiento nocturno. Volveré por la mañana. Mark".

 

Galái jamás escribe otra esquela. Denomina eso "economía de pensamientos". Cuando vuelve del trabajo a casa, al chalet, Zoya encuentra encima de la mesa de la cocina el mismo trozo de papel, la cuarta parte de una hoja de libreta escolar. Lo lee y lo mete en el cajón. Dos o tres días más tarde vuelve a encontrarlo encima de la mesa.

 

"Zoya, esta noche tengo entrenamiento nocturno. Volveré por la mañana. Mark".

 

Era en el año 1943. Los pilotos probadores habían sido reclamados del frente al aeródromo del bosque. Trabaja muchísimo, derrochando todas sus fuerzas; mas, cosa rara, entonces, durante la guerra, los vuelos "ordinarios" de pruebas no inquietaban a Zoya. Tenía a Mark al lado, lo veía todos los días. ¿Qué vuelos nocturnos serían aquellos? Procuró enterarse por las mujeres de otros pilotos, pero ellas no sabían nada de eso. Una vez encontró en una tienda a Dina Grínchik, y ésta le dijo que Alexéi, a Dios gracias, dormía las noches en casa... ¿Qué entrenamientos nocturnos serían? Quiso preguntárselo directamente a su marido decenas de veces; pero él callaba, y ella también.

 

Por fin todo se descubrió. Galái vino por la tarde y, riéndose, le confesó todos sus pecados, sin que ella se lo preguntara. El hablaba siempre de sus asuntos alegremente y en pretérito, luego que los había terminado. Resultó que él había volado todo aquel tiempo a la retaguardia enemiga. Galái había dado con el regimiento de bombarderos que mandaba Endel Kárlovich Pusser, conocido piloto polar; Mark era amigo de él. Tenía allí, además, otros amigos. Y, aprovechando hábilmente esa "influencia", logró, sin que la mujer se enterase, permiso para participar en los bombardeos nocturnos. De oírlo a él, todo aquello habia sido muy divertido, travesuras de chiquillos. Ella, Zoya, creía que su maridito estaba junto a ella, y se encontraba al otro lado de la línea del frente, a mil kilómetros. Lanzaba unas cuantas bombas sobre los fascistas y volvía de prisa a casa, a la vera de su mujer y su hijo. ¡Qué bien se había colocado! Lamentablemente, aquello se había terminado, de modo que Zoya podía estar tranquila. Se habían terminado los "entrenamientos nocturnos": los jefes no le permitían salir más de bombardeo. A  propósito, él no la había engañado, pues habían sido realmente entrenamientos y, a decir verdad, muy útiles.

 

Luego, cuando Zoya se tranquilizó del todo y hasta dejó de pensar en los "paseos" de su marido a la retaguardia enemiga, Galái volvió otra vez allá. Llegaron al regimiento aeroplanos con motores nuevos, él obtuvo permiso para participar en otro vuelo de guerra más, y ella volvió a encontrar encima de la mesa de la cocina el cuarto de hoja de libreta escolar. Fue el 12 de junio de 1943.

 

Zoya salió al portalillo. La noche era negra, sin una luz, como suelen ser únicamente durante la guerra.  No se veía nada, la oscuridad llegaba hasta las mismas pupilas. De pronto vibraron los cristales, estremecióse toda la casita de madera: haciendo un ruido espantoso, pasaron  volando  hacia occidente pesados aeroplanos. Aquel ruido siempre la asustaba, antes también le parecía que su marido volaba por encima del tejado de la casita. Ahora lo sabía a ciencia cierta. Los motores fueron retumbando menos y menos... hasta que se dejaron de oir. Se habían alejado. Iban a la lejana retaguardia del enemigo.

 

Zoya, esposa de un piloto, sabía perfectamente el valor de las bromas de su marido. Qué importaba que fuera de noche: los alemanes tenían reflectores. Galái cruzaría la línea del frente, debajo tendría la tierra ocupada por los enemigos, de sus aeródromos se remontarían al negro cielo los Messerschmitts. Era de noche, él no los vería. Por el bosque estarían ocultos, junto a sus aparatos, los escuchas alemanes, y apuntarían al cielo los cañones antiaéreos. El no los vería: era de noche. Galái volaba hacia occidente y seguiría volando hasta que alcanzase el objetivo.

 

Pasó una hora, puede que dos. Zoya no se acostó. El verano era caluroso; pero ella tenia frío, la toca no la calentaba. Empezaron ya a distinguirse los objetos en la oscuridad. Vio la cama de su hijo, que blanqueaba en el rincón de la galería. Esclarecía. Ya era hora de que la casita de ellos se estremeciera con el ruido de los pesados motores.

 

¿Sería aquello un presentimiento? Es poco probable. Siempre que ella se enteraba con antelación de los vuelos difíciles de Mark, sentía un dolor opresivo en el corazón. Si le hubiera ocurrido una desgracia, de seguro que eso hubiera pasado por un presentimiento. Hacía un mes se había recibido la notificación de la muerte de su hermano (posteriormente se aclaró que había sido falsa): la madre recordaba luego que la víspera no pudo quedarse dormida, y, cuando al fin se durmió, vio un sueño terrible. "¿Te acuerdas, Zoya, que te lo decía? El corazón es profético..." Pobre madre, no podía dormir ninguna noche, y la de sueños que vio. También Zoya tenía sueños terribles; pero venía Mark, alegre y bromeando, la abrazaba, tomaba a Yuri en brazos, y los presentimientos quedaban desterrados. No, no era un presentimiento. Era la angustia de la espera. Por fin tremolaron los cristales, estremecióse la casita, y desde el cielo gris se deslizaron por el suelo unas sombras negras. Ella siguió de pie junto a la cancilla. Pasaron por delante unos pilotos, la tripulación del primer bombardero, siete personas.

 

- ¿Habéis vuelto, camaradas? -interrogó Zoya,

 

- Aquí estamos.

 

- ¿Ha ido todo bien?

 

- Sí, todo ha ido bien.

 

Se alejaron. ¡Santo Cristo, por qué se habría enterado de aquellos "entrenamientos nocturnos"! Ahora, en la respuesta más ordinaria le parecía oír algo malo. Pero ellos le habían respuesto: "Sí, todo ha ido bien". Por lo tanto, no debía temer... Otra vez se oyeron pasos. Venía la siguiente tripulación, siete personas.

 

- ¿Habéis vuelto todos?

 

- Sí, hemos vuelto todos.

 

Se alejaron. ¿Por qué se apresuraron a alejarse de su casa? ¿Por qué no se detuvieron, ni se acercaron? Porque, sencillamente, tenían prisa por llegar a sus casas, por volver al lado de sus mujeres e hijos. Además, habían dicho: "Sí, hemos vuelto todos". Por tanto, Mark también había vuelto. Se habría entretenido, seguramente, junto a su aparato. Galái era muy cuidadoso: estaría comprobando algo o dando indicaciones al mecánico.

 

Otra vez se oyeron pasos: pasos de muchos, de unos treinta. Eran los últimos. ¡Cuánto tardaban!... Pasaron de largo, nadie torció hacia la cancilla. Ella echó a correr detrás. ¿Por qué esquivaban la mirada? .El bigotudo hombrachón que, parecíale a ella, era el observador de la escuadrilla, solía visitarlos. Ella lo detuvo, asiéndole una manga:

 

- Dígame, ¿qué le ha pasado a Galái?

 

El observador sostuvo su mirada muy tranquilo, demasiado tranquilo. ¡Qué suspicaz se había vuelto ella!

 

- No se inquiete, Zoya Alexándrovna. Todo terminará bien.

           

¿Por qué "terminará"? Por tanto, no estaba todo bien. ¿Qué le habría pasado a Mark? ¿Dónde estaría? Zoya corrió al aeródromo. En la entrada vio al jefe del Estado Mayor: no sabía nada. Nadie sabía nada. Un joven teniente le dijo que le pareció haber visto a Galái. ¿Dónde? ¿Cuándo? Hacía poco, una hora aproximadamente. ¿Una hora? Pero entonces los bombarderos aún estaban en el aire. El teniente se puso colorado, volvió la vista. Aún era joven. No había aprendido a mentir. Ella siguió corriendo de un sitio a otro por el estrecho pasillo de la entrada, deteniendo a uno, a otro, fueron pasando caras conocidas y desconocidas: nadie sabía nada. Ella quiso gritar que así no se debía proceder, que eso estaba mal, que tenían la obligación de decírselo. Pero no encontró fuerzas para sacar la verdad.

 

Se abrió la puerta. En el umbral apareció Grínchik. Zoya comprendió que él había venido a enterarse de lo que le había pasado a Mark. Luego, sería algo irreparable. Zoya quedó suspensa, temiendo oír. Pero Grínchik no desvió la mirada. Se acercó a ella y le puso las pesadas manos en los hombros.

 

- Zoya, vamos a casa.

           

- ¿Qué le ha pasado a Mark? Dímelo, ¿qué le ha pasado?

           

- Te lo diré -y ella lo creyó; él se lo diría-. Vamos.

           

Salieron a la calle. ¡Qué sol tan brillante había salido!

           

- ¿Me crees, Zoya? Pues escucha. El avión no ha vuelto. Pero Mark está vivo.

 

- ¿Vivo?

 

- Mark está vivo -repitió Grínchik-. No llores. No hay por qué llorar. Créeme. Yo sé qué clase de piloto y de persona es.

           

- ¿Está vivo?

 

- Sí, está vivo -pronunció por tercera vez Grínchik-

 

- Tienes que esperarlo. Vamos.

 

Zoya se había enterado de lo más importante. Lo siguió. En casa se enteraría de lo demás. El avión en que volaba Galái había sido derribado. Lo derribaron encima del objetivo. El avión estalló encima de los bosques de Briansk. Al otro lado de la línea del frente. Vieron la explosión los tripulantes de los otros aparatos. Pero no sabían nada más.

 

Grínchik lo contó todo con exactitud. Nada de conjeturas, hechos y nada más. Ella lo creyó totalmente. Pero, ¿estaba vivo Mark? Sí, estaba vivo. El avión había recibido un impacto a gran altura, y estalló a ras del suelo. Los tripulantes habían tenido, con toda seguridad, tiempo de saltar con los paracaídas. Galái era un paracaidista estupendo. Habrían aterrizado en el bosque. El bosque allí era espeso. Pudo ocurrir que no hubiera alemanes cerca. En los bosques de Briansk había guerrilleros. Esos eran los hechos. Por tanto, tenía que esperar. Se daban casos cuando la gente volvía de allá.

 

 Pasó un día, luego otro, y otro más: Galái no retornó. Lo habían derribado al otro lado de la línea del frente, había r desaparecido. ¡Desaparecido! ¡Qué palabra tan terrible! No se tenían noticias de él. Pero en esa palabra había un rescoldo de esperanza: tampoco estaba la notificación de su muerte. Por tanto, se podía creer. Contaban que en el Frente del Norte también habían derribado a un piloto al otro lado de I  la línea del frente, habían ya dejado de esperarlo, cuando un buen día...

 

Pasaron cinco días. Cada noche rugían los bombarderos. Por las mañanas Zoya salía a la cancilla. Pasaban por delante las tripulaciones, hablando en voz alta, riendo. Ella esperaba. Sabía perfectamente que Mark no volvería con ellos: los aviones pesados no aterrizaban al otro lado de la línea del frente, y, a pesar de eso, ella salía a esperar. Esperaba que del grupo se separase un piloto alto, torciese hacia la casa... Ella se escondía detrás de los árboles para no cohibir a los que regresaban, y esperaba. Por el día no dejaba de creer que lo encontraría en la calle. De la manera más sencilla: iría ella andando, y Galái le vendría de pronto al encuentro. Miraba a los transeúntes a la cara, se estremecía cuando oía una risa parecida a la de él. Pues también ocurría así. Decían que en el Aeródromo Central hubo el siguiente caso: un piloto, que también había desaparecido, y su mujer, que también volvía del mercado, de pronto... Pero cuando Zoya sacaba a colación eso, iba encontrando más y más a menudo un silencio de turbación.

 

Pasó una semana. Grínchik le trajo las cartillas de racionamiento de Galái para el siguiente mes: la de obrero y la de aviador.

 

- Alexéi, no las aceptaré. ¿Acaso podemos aceptarlas?

 

- Le corresponden a él, Zoya. Mark está trabajando, también le corre la paga. Considera que está cumpliendo una misión especial.

 

- Y si ya...

 

- Cállate.

 

- Alexéi, lo he pensado mucho. Eso ocurrió a mil kilómetros de aquí, en territorio alemán.

 

- No, Zoya, no en territorio alemán. Los bosques de Briansk eran rusos y siguen siendo rusos. ¿Piensas, acaso, que allí no hay gente nuestra?

 

- Ya no tengo fe, Alexéi, ya no creo que vuelva.

 

Cosa rara, cuando la recibían silenciosos y turbados, ella sacaba obstinada la conversación de felices retornos, y luego, como era inteligente, comprendía ella misma que había implorado esos relatos a la gente. Y cuando le decían que Mark volvería sin falta, siempre buscaba y encontraba objeciones. Pasaron diez días. Por la tarde Grínchik vino donde ella.

 

- Zoya, vengo por ti. Nos llevaremos también a Yuri.

 

- No iré a ninguna parte.

 

- Vamos. Dina está esperando. Cenaremos juntos y estarás un rato con nosotros.

 

- No.

 

- ¿Por qué? Tengo vino de una colección; lo han traído unos muchachos de Georgia. Brindaremos por la salud de Mark. Hala. Sabes que no soy bebedor. Pero hoy es preciso brindar. Vamos.

 

Pasaron dos semanas, ¡No cabía duda de que Galái había perecido! Toda la tripulación había perecido, los siete. Si estuvieran ilesos, habría retornado uno al menos. Había perecido Mark. Había que hacer algo, así no se podía seguir... Grínchik encontró a Zoya cerca del aeródromo.

 

- ¿A qué has venido?  

 

- No sé, Alexéi. Hay que hacer algo. Indagar. Tal vez en el regimiento sepan algo.

 

- ¡No vayas! -le dijo él casi enojado-. Ellos no saben nada, y no tienes por qué venir aquí. Con la primera noticia que se reciba, sea la que sea, iré a tu casa. ¿Me crees? Ve a casa. Esta noche iré a verte con Dina.

 

Posteriormente Grínchik le contó que en el cuarto de los aviadores habían colgado en la pared un retrato de Galái con orla negra. Y encima de la mesa, una nota necrológica. La habían escrito en el Comisariado de la Industria Aeronáutica, se proponía publicarla en el Noticiero de la Flota Aérea y la habían enviado al aeródromo para concordarlo.

 

"... El piloto probador de primera clase Mark Lázarevich Galái fue uno de los probadores más insignes de cazas soviéticos. Por sus manos pasaron aparatos de 40 tipos: cazas, bombarderos, aviones de reconocimiento... Por los méritos contraídos ante la Patria, el comandante Galái estaba condecorado con seis altas recompensas del Gobierno... La memoria de este glorioso halcón vivirá eternamente..."

 

Galái volvió a los veinte días.

 

Anduvo, herido, por territorio que había sido pasto de incendios, encontró a unos guerrilleros, éstos lo llevaron a un aeródromo que tenían, y ya desde allí llevaron a Galái en avión a través de la línea del frente. Y todo terminó de manera completamente distinta de como había soñado Zoya. A Galái lo trajo a casa Grínchik, y éste fue el primero en subir al portalillo. Fue por la noche. Zoya dormía ya, en la galería estaba su madre. Zoya se despertó al ruido de las voces. "¿Duerme? -interrogó Grínchik. "Se acaba de acostar, Alexéi Nikoláievich". "Despiértela, Pelagueya Fiódorovna".

 

Tras echarse la bata por encima, Zoya salió de la habitación.

 

- ¿Qué ha pasado?

           

- Vamos -le dijo Grínchik.

 

Ella alzó hacia él los ojos asustados.

 

- Son buenas noticias, Zoya. Ponte el abrigo.

 

- ¿Está vivo?

 

- Sí, Zoya. Tranquilízate.

 

Zoya se detuvo delante de la cancilla. Allí estaba Galái, en un coche abierto, a veinte pasos. Pero ella aún no lo veía.

 

- Vamos, Zoya -dijo Grínchik-. Allí espera una persona, ha venido en avión desde un campamento de guerrilleros para hablarte de Mark. Pero tranquilízate: está vivo. Vamos. A la tenue luz de la Luna Zoya vio de pronto a su marido. Galái se levantó, abrió la portezuela del automóvil y se apeó sin decir una palabra. Pálido, delgado, vestido con una guerrera ajena de soldado y vendas en las pantorrillas... Zoya se quedó de una pieza, se tambaleó y se hubiera desplomado si Mark no la hubiera sostenido. Y oyó la voz de Grínchik.

 

- ¿Pero que le pasa?... Si la he preparado. Zoya se sonrió débilmente y le dijo:

 

- Señor, qué tontos...

 

Zoya no le dice a Mark que se ha enterado de que vuela en el aparato de su camarada perecido. Las pruebas se prolongan una semana, dos semanas, un mes, y ella sigue callando y sin dejar entrever que sabe lo de los vuelos. Procura ser dulce, estar alegre, lo logra, y la vida en casa sigue su curso, tal vez eso sea lo más asombroso de todo nuestro relato. Y sólo cuando Galái le confiesa como siempre, alegre y, como siempre, en pretérito, que ha terminado las pruebas del aparato de Alexéi, sólo entonces ella le dice:

 

- Mark, lo sabía. Lo sabía desde el primer día.

 

 

RECIBIMOS REFUERZOS

 

Las pruebas del MiG-9 tocan a su fin. El programa es muy extenso. Se debe señalar que siempre lo es; y en este caso se trata del primer caza a reacción; de manera que lo comprueban con particular meticulosidad. Y a pesar de todo, teniendo en cuenta lo complejo de la misión, la cumplen muy de prisa. Es debido a que llega al aeródromo un avión más, y las pruebas de este tercer ejemplar se las encomiendan a Gueorgui Shiyánov.

 

Shiyánov es uno de los primeros pilotos soviéticos que dominan los aviones a reacción. Adviertan que escribo "uno de los primeros", ahora comprenderán la causa de tal cautela. Shiyánov es el tercero en ocupar la cabina del MiG-9, tras Grínchik y Galái. Pero ya ha volado antes en un aparato a reacción, en el Heinkel-162, de trofeo. El memorable día de la catástrofe, Shiyánov lo ha exhibido delante del vuelo de Grínchik, para comparar. Ha visto cómo se ha estrellado Grínchik.

 

El Heinkel es muy inestable en el aire. Por añadidura, se carece de la descripción del aparato y de las instrucciones, y tampoco están los diseñadores que lo han proyectado. A pesar de todo, Shiyánov se ha elevado en él, y luego ha hecho varios vuelos. Así ha entablado el primer conocimiento con la aviación a reacción. Pero antes aún, el piloto Andréi Kochetkov probó el caza a reacción Messerschmitt-262, aparato en el que volaron también otros pilotos. Galái probó en el aire el Messerschmitt-163 de reacción. Otro ejemplar del mismo tipo lo probó simultáneamente el piloto Alexéi Golofástov. Por eso escribo de cada uno de ellos: "fue uno de los primeros", "figuró entre los primeros", así estará uno más en lo cierto. Además, es justo, en el fondo: los pilotos del aeródromo del bosque han avanzado juntos y siempre se han ayudado unos a otros...

 

Galái y Shiyánov empiezan a volar a un tiempo, el trabajo cunde en seguida mucho más. Miden las velocidades en vuelo horizontal a distintas alturas, cada mil metros: mil, dos mil, tres mil... y así hasta diez mil metros. Determinan la estabilidad, el manejo y la maniobrabilidad del avión. Estudian su conducta a nuevas velocidades y comprueban las cualidades de pilotaje. Galái prueba el comportamiento del aparato con sobrecarga y dispara los cañones. Shiyánov comprueba el radio de acción del aparato y prueba a volar con un motor parado.

 

Lo que Grínchik ha hecho antes de ellos no cae en saco roto. Hablando en rigor, ellos comienzan allí donde él ha terminado. Les es fácil recorrer ese camino: en tres o cuatro vuelos repiten todo lo que él ha ido reuniendo por migajas a costa de inmenso trabajo. Llega un momento en el que la senda abierta por Grínchik se interrumpe: están ante la cuestión central del programa. Galái repite en un vuelo la mayor velocidad registrada en las hojas de vuelo de Grínchik: M 0,78. Hay que ir más allá.

 

Se pone en claro una cosa muy curiosa: los dos aparatos, completamente iguales, que están en el aeródromo, se portan de distinto modo en el campo de las velocidades "subsónicas". Uno, (el de Galái), a juzgar por todo, permite avanzar; el otro (el de Shiyánov) pierde la manejabilidad lateral mucho antes de alcanzar las velocidades extremas y empieza a oscilar amenazadoramente de un lado a otro. Posteriormente los científicos y los diseñadores ponen en claro la causa. Resulta que los aparatos son gemelos sólo aparentemente. Son iguales según la medida de las viejas velocidades. Mas, para las nuevas, tienen las alas diferentes: las desviaciones del perfil proyectado, "insignificantes" según los viejos conceptos, desempeñan ahora un papel decisivo... Los aviones se comportan de distinta manera: así se determina cuál de los pilotos volará a la velocidad máxima.

 

El vuelo se fija para la mañana. Galái se despierta y se levanta sin hacer ruido, para no despertar a su mujer. Mira por la ventana. El cielo está gris, hay algo de niebla y hace fresco. Aún dura el frescor de la noche. Pero el tiempo no impide los vuelos. Durante el desayuno Galái piensa en la prueba que le espera. En general, todo lo tiene claro, y ha ensayado el vuelo muchas veces. El ingeniero jefe le ha dicho la víspera: "No se arriesgue en vano. Aunque no sientas cambios algunos en la manejabilidad, hasta con un número M igual a 0,79 ó 0,80, de todos modos no siga acelerando..." ¿Cuál ha sido el peligro fundamental en aquel vuelo? Los especialistas en aerodinámica le han advertido: el aparato puede caer en picado. Con un número M de gran magnitud "entran en juego" fuerzas tan grandes que no se puede tirar de la palanca: el avión desciende a mayor velocidad cada instante. Resulta como una reacción en cadena: cuanto más se interna uno en el dominio del "picado en progresión", tanto más difícil es salir de él. Y la velocidad es tan grande que de seguro no se podrá saltar con el paracaídas... ¿Qué hacer? Ante todo, ir alcanzando la velocidad máxima con cuidado a fin de que el aparato no pique. Recurrir, por si acaso, al probado método del compensador. En caso de que el avión entre en picado, amortiguar la velocidad, desplegando el tren de aterrizaje. ¿Qué más se puede hacer? Tal vez nada más... Galái emprende la marcha al campo de aviación.

 

A la altura de 7.000 metros mete gases a fondo. El avión empieza a acelerar su velocidad. La fina saeta del anemomáchmetro se detiene en la cifra 0,78, la mayor velocidad que Grínchik sacara al avión. Este aún sigue manteniendo la estabilidad. Incluso demasiada estabilidad, si se tiene en cuenta que los compensadores están en posición de encabritar: el avión ya no tiende a alzar la proa. Galái aumenta con gran cautela la velocidad hasta el número M 0,79. El ruido de la corriente frontal de aire cambia en seguida, se hace más sonoro y agudo. La palanca de mando parece aflojarse, ya no es preciso presionar sobre ella. Galái mantiene esa velocidad varios minutos: que la registren los registradores automáticos. Así, pues, se agrega toda una centésima a la marca de Grínchik...

 

(Comprendo, claro es, que hoy esas cifras ya no "suenan". Ha quedado superada la barrera sónica y triplicada la velocidad del sonido, y hasta la velocidad cósmica - 28.000 kilómetros por hora- ha sido probada por el hombre. Llegará un tiempo en el que las trayectorias circunterrestres de nuestros primeros astronautas parecerán sencillas y habituales, vistas desde la Luna o Marte. En cada tiempo, unas proezas.)

 

Otro pequeño aumento de la velocidad. La fina manecilla se estremece ante la cifra 0.80. ¡Una centésima más! Y el aparato queda suspenso en el borde de un abismo. Nótase que tiende a bajar la proa: de dejarlo, aunque sólo sea un instante, se hundirá en un picado, del que no hay salida.

 

"Da la sensación de que uno hace equilibrios sobre el filo de un cuchillo -escribe Galái-. Siente deseos de contener la respiración para no caer a causa de algún torpe movimiento casual".

 

Se aparta lentamente, muy lentamente, del borde del "abismo". Galái disminuye la velocidad, desconecta los registradores automáticos y toma tierra. En la línea de estacionamiento lo esperan Artiom Mikoyán y Mijaíl Gurévich. Se saludan cortésmente. Luego Mikoyán interroga con el tono de quien, paseando, encuentra a un conocido:

 

- ¿Qué tal ha ido el vuelo? ¿0,80? Muy bien. Estupendo. Más no nos hace falta. No, no, de este aparato ni podemos exigir más... ¿Ha comido?

 

Las dos centésimas del número M que se agregan en este vuelo a la conquista de Grínchik son una marca durante mucho tiempo. Y se comprende: las pruebas se efectúan dejando una "reserva"; los pilotos de las unidades militares tienen prohibido volar a esas velocidades. Los probadores, como se ha expresado metafóricamente el diseñador que dirige las pruebas, "balancean al otro lado del limite tolerable". Dos años más tarde, un piloto alcanza en este mismo aparato (lo que es de particular interés) un número M 0,83, añadiendo a la marca de velocidad otras tres centésimas. No le han encargado esa tarea, ni se le ha pasado a nadie por las mientes el encomendársela. Simplemente, se descuida a gran altura, y se ve metido en picado. Retira los gases, tira de la palanca con todas sus fuerzas, pero no puede evitar la "reacción en cadena"; la velocidad va aumentando por segundos... El piloto no es de los que se arredran; se comporta valientemente, no se lanza con el paracaídas, lucha hasta el fin y no se olvida de conectar los registradores automáticos: ellos son los que cuentan luego el "milagro" mejor que puede hacerlo él mismo. Lo salva una casualidad, mejor dicho, un afortunado conjunto de circunstancias. La cuestión es que la velocidad del sonido varía según la altura. Depende de la temperatura del aire. A baja altura, donde el aire está más caliente, la velocidad del sonido es mayor. A gran altura, donde el aire está más frío, lá velocidad del sonido es menor. Diríase que el sonido allí se congela, se hace más débil: ¡resulta que no era tan embustero el barón Münchhausen! Esa diferencia es bastante notable: en un día caluroso de verano, la velocidad del sonido en la estratosfera es doscientos kilómetros por hora menor que a ras del suelo.

 

¿Qué le ha ocurrido, pues, al piloto? Al caer en picado, ha tirado efectivamente de la palanca de mando hacia el pecho, pero el avión ha seguido cayendo. Lejos de disminuir, la velocidad ha seguido aumentando. No obstante, en las capas cálidas de la atmósfera ha aumentado con mayor rapidez aún la velocidad del sonido. El sonido se "ha derretido" y avanzado raudo. Diríase que se ha apartado del avión: el número M ha vuelto a la norma tolerable... El piloto no se ha enterado de todo eso. Simplemente, ha cumplido con su deber: no ha saltado con el paracaídas, no ha abandonado el aeroplano, ha seguido tirando tenazmente de la palanca. De pronto la palanca ha surtido efecto, el avión ha obedecido al mando y salido del picado. Los pilotos no olvidan este caso.

 

Todo eso ocurre posteriormente, unos dos años después, pero en este primer verano "de reacción", el vuelo a la velocidad del número M tope decide, en esencia, el destino del nuevo aparato. Queda claro que el caza a reacción ha sido un acierto, que se puede volar en él y fabricarlo en serie. Comienzan a llegar al aeródromo pesados cajones con piezas de aviones. Las van montando, comprobando, ajustando, y un buen día se alinean diez aparatos iguales. Los probadores vuelan en todos ellos, echándolos a suertes: a Galái le tocan los nones: el primero, el tercero, el quinto, el séptimo y el noveno. A Shiyánov le tocan los pares: del segundo al décimo.

 

Los cazas a reacción vuelan ahora desde la mañana a la noche. Prosiguen también las pruebas del Yak-15; ayudan a Ivanov dos expertos pilotos: L. Taroschin e Y. Viérnikov. Ellos también reciben una pequeña serie, y no de diez aparatos, sino más. Aparece asimismo el avión de S. Lávochkin. El ruido de los aviones a reacción se hace habitual en el aeródromo del bosque. Parece que ya se han superado todas las dificultades.

 

".. .Recibo el golpe de súbito.. (cita de Galai)...

 

Como si algún ser invisible me arrancara de las manos la palanca de mando y empujase el timón de profundidad hacia arriba con fuerza intolerable a esta velocidad. Estremeciéndose de manera que todo pierde a mis ojos la habitual precisión de los contornos (luego se pone en claro que, al recibir el golpe, se han caído las agujas de varios aparatos de a bordo), el avión se encabrita y remonta a las nubes.. Apenas me da tiempo de pensar: "¡Menos mal que no es hacia abajo!" Tras el respaldo del asiento, en el fuselaje, cruje algo. Me siento impelido ya a un lado ya al otro lado de la cabina.

 

La mano izquierda, obedeciendo a un movimiento reflejo, reduce los gases. El ruido de los motores se acalla, y casi inmediatamente después el avión empieza a salir de las nubes con la proa baja e inclinado a la izquierda. Bien es verdad que logro corregir la inclinación en el acto y sin dificultad. Pero la dirección en el eje de cabeceo va mal.

 

La palanca de mando se ha agarrotado: a pesar de mis esfuerzos, no se mueve ni adelante ni atrás. ¡No tengo con qué dirigir el ascenso y el descenso del vuelo! ¡El peor fallo de todos los posibles en vuelo es el de la dirección!

 

Tras intentar, en la medida que me es posible, volver la cabeza y examinar la cola, no doy crédito a mis ojos. Por un lado, el estabilizador y el timón de profundidad están en una posición rara, torcidos. Por otro lado, si no es una visión mía... ¡faltan totalmente! Para colmo de males, la cabina empieza a llenarse de nafta, del sistema de combustibles, que no ha soportado las sacudidas. ¡Para que la impresión sea completa, no me falta más que un incendio!

 

No me queda otro remedio que tirar el fanal de la cabina y saltar con el paracaídas. Saltar, aprovechando que, por una feliz casualidad, la velocidad ha disminuido tanto que permitirá, de seguro, salir de la cabina.

 

Pero la situación es más complicada de lo que me ha parecido a primera vista. Si abandono el aparato, condenaré a perecer no sólo el ejemplar en el que yo vuelo. Aún está demasiado fresca la impresión que ha dejado la reciente catástrofe de Grínchik... ¡Antes de abandonar un aparato como éste, hay que pensarlo! Pensar a lo largo de los prolongados, intensos y sustanciales segundos que tengo a mi disposición.

 

¿Qué pasará si intento gobernar el avión variando la propulsión de los motores? Si aumento las revoluciones, la proa debe levantarse; y sí las disminuyo, debe bajar.

 

Pruebo y me parece que resulta algo. En todo caso, manipulando con los motores, logro cesar el descenso y poner el avión en vuelo horizontal. Hablando en rigor, horizontal no es más que cierta línea media imaginaría, con respecto a la cual, mi infortunado aparato ora asciende ora desciende, como si flotase por encima de invisibles olas de muchos metros de longitud. Por lo menos, ya es bueno el hecho de que, al parecer, haya retrocedido por el momento el peligro de hincarme inmediatamente en tierra. Mas ¿cómo aterrizar, teniendo a mi disposición únicamente un método tan burdo de mantener la dirección en el eje de cabeceo? Es tanto como querer estampar uno su firma con una pluma puesta en el extremo de un pesado tronco en vez de un palillero.

 

Pero no puedo elegir. Compárese con lo que se quiera, pero no me queda otro recurso que intentar descender y aterrizar de la misma manera.

 

Advierto por radio que el avión tiene averiado el empenaje de profundidad y voy a aterrizar con este desperfecto (lo repito tres veces por si no puedo exponer personalmente todos los detalles, debido a causas que no dependan de mí), y pido que despejen la pista de aterrizaje y toda el área adyacente del aeródromo. Antes de desplegar el tren -¡puestos a aterrizar, al menos sobre las ruedas! -aumento bruscamente las revoluciones, con lo que compenso la tendencia del avión a bajar la proa en el momento que salgan las ruedas. Calculo de lejos el régimen del descenso para que la trayectoria termine precisamente en el borde del aeródromo ("¡La trayectoria está bien! Es imaginaria. ¿Pero de qué manera transcurrirá mi contacto real con nuestro planeta, que es bastante duro?")

 

Llego a doscientos metros de altura. Puedo no pensar más en el dilema de si salto o no salto con el paracaídas. Ya no se puede: la tierra está al lado.

 

Cuanto más cerca estoy de la tierra, tanto más se nota cómo "flota" el avión arriba y abajo. No tengo con qué corregir este cabeceo. Debo calcular la velocidad media del avión de manera que el ascenso "termine" precisamente en el momento de pausa entre uno de los cabeceos. Creo que lo consigo, más o menos. Ante la misma tierra aumento enérgicamente las revoluciones. El aparato levanta ligeramente la proa, retarda el descenso y aun se elevara si yo no paro inmediatamente, con la misma energía, los motores. El aparato quiere reaccionar a eso con un brusco picado, pero... las ruedas rozan en este momento el suelo. Un ligero golpecito, y el avión rueda por la pista de aterrizaje.

 

Abro el fanal aún durante el rodaje y aspiro con placer el aire puro, que me parece agradabilísimo después de los vapores de la nafta en cuya nauseabunda atmósfera he pasado los últimos cinco o siete minutos. El aparato se salva. La enigmática catástrofe de turno queda frustrada. El punto débil de la construcción del empenaje es suprimido, y en todos los ejemplares del caza a reacción se hacen los refuerzos precisos".

 

... Poco después los pilotos de aviones a reacción pueden exclamar, contentos: ''¡Recibimos refuerzos!" En el campo de aviación aparece un grupo de probadores seleccionados para aprender a manejar los nuevos aparatos. Vienen muy solemnes, uniformados de negro. Dicen que estos monos negros especiales no se hunden en el agua ni arden en el fuego; mas, por suerte, ninguno de los pilotos ha de comprobarlo en la práctica. Se ponen enérgicamente manos a la obra. Al cabo de una semana los pilotos de aviones a reacción no son ya dos ni cinco, sino más de una veintena. Lo que sigue después está en la memoria, de todos nosotros...

 

 

CONCLUSIONES

 

El relato, en sí, ha concluido, como concluidas están también las pruebas del avión.

 

El 18 de agosto de 1946, Día de la Aviación, miles de personas ven el caza a reacción MiG-9, pilotado por Gueorgui Shiyánov: participa en el desfile aéreo sobre el aeródromo de Túshino. De esa manera se "da publicidad" al nuevo avión: el país se entera de su existencia.

 

Aquí acaba el relato.

 

Pero tengo delante un documento asombroso, y quisiera, aunque sucintamente, darlo a conocer a ustedes. Es una carpeta azul, en la que está reunido cuanto se refiere a las pruebas fabriles del avión MiG-9.

 

La abro por la primera página y veo en el acto una foto del primer mig a reacción-, está de costado, de frente y de soslayo. Este "monoplano de estructura metálica con ala media", como se dice en los papeles, es muy bonito.

 

Leo con gran emoción el Calendario de las pruebas en vuelo. En él está todo el relato, los cuatro meses de pruebas, todos los vuelos, del primero al último. Los veinte vuelos de Grínchik, quince de Galái, diez de Shiyánov y otros veinte más: los vuelos de los primeros pilotos, a los que ellos enseñaron a volar en este aparato (leyendo el calendario, me convenzo de que ha ejecutado casi enteramente la labor pedagógica Shiyánov).

 

He aquí algunas notas; se las mostraré a ustedes para que vean y comprendan con qué lenguaje escriben de lo más difícil estos hombres:

 

7 de mayo. Segundo vuelo, cognoscitivo, replegando el tren. Ha olido a nafta. En tierra se ha encontrado una pérdida de combustible en el depósito delantero.

 

11 de mayo. Comprobación de la estabilidad del aeroplano. En el aire ha aparecido un temblorcillo.

 

13 de mayo. A la velocidad de 550 km/h ha aparecido una trepidación. A la de 610 km/h no ha habido trepidación, pero el aeroplano ha tenido tendencia a desviarse a los lados.

 

15 de mayo. En el vuelo a 5.000 metros de altura, a la velocidad de 540 km/h, se ha sentido una trepidación; a la velocidad de 630 km/h, un silbido.

 

25 de mayo. A la altura de 11.700 metros se ha rajado el plexiglás de la parte movible del fanal..."

 

Y así día tras día.

 

Finalmente encuentro en la carpeta azul lo que más me interesa: las referencias que los probadores dan de las cualidades de pilotaje del avión. Sé ya que cada referencia o, como la llaman también, "calificación de vuelo", es un documento sumamente complicado. El piloto lo llena, sin falta, con su puño y letra, a solas sin falta, y luego nadie tiene derecho a retirarlo. Es más, en la calificación de vuelo no se puede cambiar una sola palabra, no se puede añadir ni quitar una coma.

 

Es un documento de extraordinaria importancia. A veces una observación, hecha por el probador, pone en movimiento a toda una colectividad. Si ha "criticado" sin razón un buen aeroplano, decenas de personas trabajarán en vano. Y por el contrario: si al piloto "le da lástima" de los diseñadores y calla algunos defectos del aparato, aunque sean de los más insignificantes, mal lo pasarán los pilotos de filas, que recibirán los aviones con todos los defectos. Por eso, por muchas ganas que el probador tenga de mantener buenas relaciones con el ingeniero aeronáutico jefe y todo el personal de la oficina de diseños, cuando se quede a solas, como suele decirse, con su conciencia, debe ser una persona de principios hasta el fin.

 

Por ejemplo, Galái escribe en elogio del avión:

 

"La cabina es una de las mejores de los nuevos cazas. La pose de operación del piloto es cómoda. La colocación de los aparatos de a bordo y conmutadores es lógica y también cómoda para el empleo. Sin embargo...", recalca, y pasa enumerar con gran escrupulosidad y profusos detalles nueve puntos, respecto a los cuales hacen falta mejoras. Se debe modificar la forma de las palancas de los gases, aislar de los vapores de nafta la cabina, elevar el mando del compensador de altura de 20 a 30 milímetros por encima del tablero de los aparatos de a bordo, poner en dicho tablero, sin falta en lugar visible, un anemomáchmetro que permita ver el número M sin utilizar tablillas.

 

Al final de la referencia expuesta, después de calificar con excelente nota el avión, Galái, para mayor seguridad, enumera las exigencias fundamentales: mejorar la estabilidad en el eje de balanceo, ponerle freno de velocidad aérea, presurizar la cabina y poner en ella un asiento catapultable.

 

Shiyánov escribe su referencia sin ponerse de acuerdo con Galái, con opinión propia. Pero las conclusiones son, en el fondo, las mismas:

 

"La cabina está bien hecha. El campo visual es bueno. La colocación de los aparatos de a bordo es también buena, no dificulta la atención. Pero las palancas de los gases son incómodas... Se debe poner un dispositivo para catapultar el asiento.. . Para volar a más de 10.000 metros hace falta una cabina presurizada... Para volar a velocidades próximas a las críticas y para los vuelos en formación hacen falta frenos de velocidad aérea..."

 

Siguen unas breves conclusiones.

 

De Galái: "Resumiendo lo dicho, se debe señalar que las cualidades de vuelo del aeroplano, en su conjunto, lo hacen sencillo, agradable, ligero de pilotar y sencillo de aprender.. ."

 

De Shiyánov: "Luego que se ponga a punto a estabilidad, el avión será muy sencillo y agradable de manejar, puesto que incluso, tal y como es ahora, no resulta complicado volar en él y está por completo al alcance de los pilotos de calificación media".

 

"Sencillo", "agradable", "ligero de pilotar"... ¿Será posible que eso se diga del rugiente monstruo que asustaba aún recientemente a las personas? Sí, del mismo. "Está por completo al alcance de los pilotos de calificación media". ¿Será posible que eso se escriba del avión en el que se estrellara Grínchik? Pues claro, del mismo. Tiene las mismas alas, los mismos motores, el mismo tren de aterrizaje, el mismo fuselaje. Y, al propio tiempo, es ya otro avión. Ante todo, lo han puesto a punto; en cuatro meses de vuelos han rehecho y corregido muchas cosas, y las observaciones que los probadores exponen en las referencias de los vuelos también se tendrán en cuenta. Pero aún tiene mayor importancia el que lo desconocido haya quedado claro para todos: en ello reside el patetismo de la labor de los probadores.

 

Piensen en esto en los ratos de ocio. El piloto probador no dirá: "¡Sé hacer lo que nadie puede, a excepción de mí". Dirá: "Hago cuanto está en mis manos para que cualquier piloto pueda repetir mis vuelos". El piloto probador no quiere ser un héroe en número singular; marcha en cabeza para hacer de su proeza una regla para todos.

 

Al pie del informe, como corresponde, hay tres firmas. Las firmas de los tres pilotos probadores de primera clase que enseñaron a volar al caza a reacción.

 

A. Grinchik (en marco de luto)

M. Galái

G. Shiyánov

 

El apellido de Grínchik esta en marco de luto. Pero él firmó el informe.

 

 

Gracias a la familia de V.Uribes por ceder

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El tratamiento del texto ha sido realizado por:

HR_Irazov

El texto original se encuentra aqui

 
   
 

 

 

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