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ALEKSANDR SERGEEVICH YAKOVLEV
 
"LA META DE MI VIDA"
 

 

LA VICTORIA

 

Cuando terminó la batalla de Kursk, el ejército hitleriano se encontró al borde de la catástrofe.

 

Incluso después de la liquidación del ejército de Pau­lus, algunos jefes militares alemanes, y ante todo el propio Hitler, conservaban esperanzas de poder enmendar la situa­ción tomando la revancha en el arco de Kursk. Más, después de la contundente derrota de Kursk, ya no les quedó esperanza alguna de ganar la contienda. El desastre del ejército alemán cerca de Kursk presagiaba su hundimiento. La iniciativa pasó totalmente, tanto en tierra como en el aire, a manos soviéticas.

 

Se cambiaron las tornas, los hitlerianos retrocedían y nosotros los perseguíamos pisándoles los talones, aniquilándoles si no se rendían. Trataban de conservar sus fuer­zas y replegarse organizadamente a las nuevas líneas defen­sivas, como escribían los periódicos fascistas, "para rectifi­car la línea del frente", y "organizar una defensa elástica". Nuestra tarea consistía, entonces, en cercar y aniquilar al enemigo, impidiendo que retrocediese en orden.

 

El mando soviético planteó la misión de derrotar al enemigo y, luego, rematarlo en su propio cubil. Cambió también nuestra táctica en el aire. La aviación soviética dificultaba el repliegue organizado de las columnas del enemigo y las destrozaba en los pasos de ríos.

 

El dominio de nuestros cazas en el aire se hizo absoluto. Pasó para no volver más la época en que los cazas y bom­barderos alemanes podían volar impunemente en grupos pequeños e incluso solos. Ahora ya no se decidían a ello. Temiendo a nuestros cazas, los bombarderos alemanes iban ya escoltados por un número considerable de Messerschmitt y Focke-Wulf. Las tropas hitlerianas a veces se replegaban con tanta rapidez que no nos daba tiempo acercar nuestro servicio de aeródromos. Este retraso en la organización de los aeródromos para los cazas creaba dificultades cuando el Ejército Soviético cruzaba ríos. Así ocurrió, en particular, durante el cruce del Dnieper.

 

La aviación alemana obstaculizaba por todos los medios el paso de nuestras tropas desde la orilla izquierda, orien­tal, del Dnieper a la opuesta. Nosotros, en cambio, tratá­bamos de atravesar el Dnieper sobre la marcha, impidiendo que el enemigo se hiciese fuerte en su margen derecha. Los aviones de asalto, cazas y bombarderos alemanes atacaban con furia nuestras pasarelas. Mientras tanto, los cazas soviéticos, limitados por su radio de acción y retenidos a gran distancia del Dnieper, pues los aeródromos no estaban listos, no podían proteger debidamente las tropas de tierra en los pasos del rio.

 

Por este motivo, los diseñadores de cazas S. Lávochkin y yo fuimos llamados al Kremlin. Se nos planteó la tarea de aumentar en el plazo más breve, el radio de vuelo de los cazas Yak y La.

 

Informe que nuestra oficina de diseño trabajaba en la solución de este problema y que se podía duplicar la autonomía de vuelo del caza Yak-9. Disponíamos ya del modelo de avión Yak-9DD que podía volar sin escala dos mil kiló­metros.

 

Para aumentar la distancia y la duración del vuelo se necesita que el aparato porte una cantidad suplementaria de combustible, lo que se conseguía por lo común suspen­diendo depósitos de gasolina complementarios mediante cierres especiales bajo el ala y el fuselaje del avión. Parecían furúnculos monstruosos, pero lo más importante era que ofrecían mayor resistencia aerodinámica, disminuyendo la velocidad del caza. Las suspensiones estaban fijadas de modo que, al entrar en combate, el piloto pudiese arrojar estos tanques en cualquier momento.

 

Logramos casi duplicar la reserva de combustible en el Yak-9, situando los tanques con el combustible suplemen­tario dentro del ala merced a lo cual el aumento del radio de acción no acarreó una disminución de la velocidad de nuestro caza.

 

Informé también que se me había ocurrido la idea, re­suelta ya desde el punto de vista estructural, de pertrechar con bombas el caza Yak-9, ubicándolas incluso dentro del fuselaje, como en los bombarderos, y no suspendidas bajo el ala, como en todos los cazas. La suspensión exterior de bombas reducía la velocidad y empeoraba la maniobra del avión, limitando mucho, además, las posibilidades de variar el calibre de las bombas y permitiéndonos suspender única­mente dos bombas de 100 kg o dos de 50 kg. Nosotros co­locamos la carga de bombas dentro del fuselaje de modo que la velocidad no disminuyó nada. En el compartimiento de bombas se podía meter los artefactos más variados, desde calibre inferior (1,5 y 2,5 kg) hasta 400 kg.

 

Nuestras propuestas encontraron apoyo en el Comité de Defensa de Estado y se decidió producir a toda prisa en serie las nuevas versiones del Yak-9.

 

Animado por la buena acogida de la propuesta presen­tada, pedí, en esta misma reunión, que se condecorase a los mejores obreros e ingenieros de la fábrica que se habían destacado durante la fabricación masiva en cadena del avión Yak-9. La fábrica no tenia todavía condecoración, aunque daba más cazas que ninguna en el país.

 

Se decidió condecorar a la fábrica, suscitando la alegría que es de suponer entre su personal. Al poco tiempo, los aviones Yak-9DD ya combatían. Tomaron parte en las batallas por la liberación del territorio soviético, en los combates en el Vistula y el Oder y en la lucha por Berlín.

 

A principios de 1944, un grupo de aviadores soviéticos volaron sin escala en cazas Yak-9DD de la URSS a Italia, a través de Rumania, Bulgaria y Yugoslavia, ocupadas por los hitlerianos. Volaron en pleno día, a la vista del enemigo, que no pudo hacer nada contra los rápidos aparatos soviéticos. El raid al puerto de Bari, territorio de Italia que acababan de liberar los aliados, fue organizado por orden del Gobierno Soviético con objeto de prestar ayuda al Ejercito de Liberación Nacional de Yugoslavia.

 

Cuando nuestras tropas desalojaban hacia el oeste a los hitlerianos de las orillas del Dnieper, la tarea fundamental de la aviación consistió en perseguir y aniquilar al enemigo en retirada y, en la última etapa, en fuga. Nuestra aviación cooperó con las tropas en los combates por Kiev y en las operaciones para cercar a la agrupación de Korsun Shevchenko. Destruía la aviación enemiga en el aire y en tierra. Tan sólo en tres meses -enero, febrero y marzo-­de 1945 fueron destruidos unos 4.000 aviones de combate fascistas.

 

La guerra se trasladaba al territorio del enemigo, aproximándose su desenlace. Los hitlerianos ya no soñaban con la victoria. Trataban a toda costa de ganar tiempo y sostenerse todo lo posible, esperaban que en el último momento lograrían confabularse de algún modo con las potencias occidentales, impidiendo la derrota total del nazismo. Los hitlerianos se esforzaban al máximo por detener el avance de nuestras tropas hacia Berlín, pero con muy poco éxito.

 

En el territorio de Silesia, nuestros aviadores ayudaban enérgicamente a las tropas terrestres atacantes. Se enfren­taron allí con los Focke-Wulf modernizados y los batie­ron en el cielo de Alemania con la misma eficacia que aún no hacía mucho batieran sobre el territorio soviético a los Messerschmitt-109, sus hermanos mayores.

 

En Prusia Oriental, nuestra aviación asestó golpes con­tundentes al enemigo. El 17 de abril de 1945, los bombar­deros del 18 Ejercito Aéreo, mandado por A. Golovánov, mariscal principal de Aviación, hicieron, en una zona al oeste de Kónigsberg, durante 45 minutos 516 servicios arrojando 3.743 bombas con un peso total de 550 toneladas.

 

El general Lasch, comandante de la plaza de Kónigs­berg, dice en sus memorias: "El 6 de abril se inició la ofen­siva rusa, de una potencia desconocida para mi... Alrede­dor de 30 divisiones terrestres y dos flotas aéreas bombar­deaban la fortaleza durante jornadas enteras... Los bom­barderos y aviones de asalto venían en oleadas sucesivas arrojando su carga mortífera sobre la ciudad destruida y en llamas. La débil artillería de la fortaleza, que no disponía de bastantes municiones, no podía contrarrestar aquella tempestad de metralla y ni un solo caza alemán apareció en el aire. Las baterías antiaéreas, emplazadas en un estrecho espacio, eran impotentes contra aquellas masas de avio­nes... '

 

En los accesos a Stettin, los hitlerianos trataron por todos los medios de detener la ofensiva de las tropas soviéticas para poder abrir paso a sus unidades que se reple­gaban a la margen occidental del Oder, pero nuestros avia­dores atacaban sin cesar las pasarelas enemigas. Los aviones de asalto Il2, escoltados por cazas Yak y La, destruían los pasos y batían piezas de artillería y vehículos del adversa­rio. Nuestros cazas interceptaban a los Focke-Wulf impidiéndoles proteger a sus tropas.

 

En los suburbios de Berlín, nuestros bombarderos y aviones de asalto, acompañados de Yak, atacaban incesan­temente los tanques, las baterías e infantería enemigos.

 

Hitler reunió en Berlín cuantas fuerzas le quedaban. Confiaba en que aún lograría evitar una capitulación incon­dicional. Seguía creyendo que podría enemistar a las po­tencias occidentales con la Unión Soviética. Más en vano.

 

En la batalla aérea por Berlín tomaron parte unos 1.500 aviones del enemigo, todo lo que quedaba de los destroza­dos ejércitos aéreos, de la orgullosa e "invencible" Luft­waffe (este número comprende también los aparatos de la 6a Flota aérea Reich, mandada por el general coronel Stumpf). Esta deforme armada aérea se basaba en 40 aeró­dromos alrededor de Berlín. Los hitlerianos peleaban con la desesperación de los condenados. A menudo, tomaban parte en el combate mil aviones de cada bando. El primer día de la operación de Berlín, los pilotos soviéticos hicieron 17.500 servicios, aunque las condiciones meteorológicas eran pésimas. La superioridad de nuestra aviación era completa, los restos de la Luftwaffe quedaron pulverizados.

 

En los alrededores de Berlín, nuestros pilotos chocaron por primera vez con los aviones a chorro alemanes. Sin embargo, según comunicó el 2 de mayo el periódico Pravda en un reportaje del ejército de operaciones:

 

"tampoco han ayudado a los alemanes los contados cazas con motores reactivos. Nuestros pilotos descubrieron inmediatamente los defectos de los aviones enemigos y los derribaban..."

 

En la batalla de Berlín, la aviación hitleriana fue ani­quilada y dejó de existir. Los aparatos que no fueron des­truidos cayeron como trofeos en nuestras manos.

 

Las tropas del frente 1º de Bielorrusia, 1º de Ucra­nia y 2º de Bielorrusia asestaron en tierra los golpes de gracia al enemigo.

 

El 30 de abril, nuestras unidades tomaron por asalto el Reichstag de Berlín, y a las 14 horas 25 minutos ondeaba sobre el edificio la Bandera de la Victoria.

 

A las 15 horas 30 minutos el mismo Hitler se suicidó en el refugio antiaéreo subterráneo de la Cancillería del Reich, en la calle Friedrichstrasse donde se guarecía en los últimos meses de la contienda.

 

Hitler temía el cercano e inevitable castigo por las sal­vajadas cometidas. Le daba tanto pavor ser apresado vivo por los soldados soviéticos que se suicidó dos veces. Pri­mero tomó un veneno y, luego, para mayor seguridad, se pegó un tiro.

 

Goebbels se suicidó también, envenenando antes a su mujer y sus hijos.

 

El 2 de mayo, los jefes del Estado Mayor de la defensa de Berlín, con el general Krebs a la cabeza, salieron con las manos en alto de su guarida y se rindieron a las tropas soviéticas. EI Ejercito Soviético se apoderó de todo Berlín.

 

El 7 de mayo, nuestras tropas alcanzaron la orilla orien­tal del rio Elba, viendo que las tropas aliadas de los EE.UU. e Inglaterra habían llegado a la orilla opuesta.

 

El 8 de mayo, los representantes del Mando Supremo alemán firmaron en Karlshorst, suburbio de Berlín, el acta de capitulación incondicional.

 

Así finalizó la guerra contra la Alemania hitleriana.

 

 

Después de pasar pruebas inauditas, el pueblo soviético conquistó su gran victoria.

 

El 24 de mayo de 1945, el Gobierno soviético organizó en el Kremlin una recepción en honor de la victoria. Había visitado el Kremlin muchas veces, pero en aquella ocasión me pareció ir a el por primera vez. La espera de lo que debía suceder me llenaba de emoción y alegría.

 

Los automóviles de los invitados a la recepción guber­namental franqueaban uno tras otro el arco de la puerta Borovitskie.

 

El Gran Palacio del Kremlin, engalanado y solemne, resplandecía de luces. La ancha escalinata de mármol, al­fombrada con un tapiz rojo, la luz de innumerables arañas que se reflejaba en los adornos dorados, los enormes cua­dros en macizos marcos, todo ello conocido desde hacía mucho, en aquella ocasión, me impresionaba singularmente.

 

La última recepción se había celebrado en vísperas de la guerra, el 2 de mayo de 1941. Y ahora nos encontramos de nuevo en este palacio después de un intervalo de cuatro años, feliz y orgulloso de nuestra victoria.

 

Entre los invitados figuraban famosos mariscales, gene­rales y almirantes, destacados dirigentes de nuestro Estado, diseñadores, artistas, científicos y obreros. Muchos llevaban bastantes años sin verse. Todos estaban muy animados, se oían exclamaciones alegres de amigos. Abrazos, apretones de manos...

 

En la sala de San Jorge, como antes de la guerra, las mesas estaban ya servidas y adornadas con flores.

 

No sé porque me vino a la memoria el año 1939 cuando yo, joven ingeniero militar, recién terminados mis estudios en la Academia de Aviación, asistí a una recepción en el Kremlin. Recordé la emoción de mis compañeros y la mía cuando, firmes y conteniendo la respiración, escuchamos la lectura de la orden por la que a nuestra promoción se le adjudicaba el primer grado de oficial. Aunque desde aquel día habían transcurrido muchos años ricos en acontecimien­tos, me parecía que todo había ocurrido ayer.

 

Cada cual buscaba su sitio indicado en las invitaciones y se sentaba a la mesa. A las ocho en punto de la noche aparecieron en la sala los dirigentes del Partido y del Go­bierno. Las estruendosas ovaciones y las hurras estremecie­ron las bóvedas del antiguo palacio del Kremlin. Parecía que no iban a terminar nunca...

 

Cuando la sala se fue calmando, se invitó a los marisca­les de la Unión Soviética a que tomasen asiento en la mesa presidencial. Se levantaron en diferentes lugares de la sala y, uno tras otro, aplaudidos por todos se dirigieron hacia la mesa, donde estaban los dirigentes del Partido y del Gobierno.

 

Todos contemplábamos con admiración a los jefes mi­litares tantas veces mencionados en las órdenes del Jefe Supremo cuando el Ejercito Soviético conquistaba victorias.

 

Viacheslav Mólotov, que presidia, hizo sonar el timbre y en el momentáneo silencio que sobrevino brindó por los combatientes, por los soldados rojos, marinos, oficiales, ge­nerales y almirantes. Siguió luego un brindis por el Gran Partido Comunista.

 

El último brindis lo pronunció Stalin. En cuanto se levantó e intentó hablar sus palabras se ahogaron entre atronadores aplausos. Cuando estos se calmaron un poco, Stalin dijo:

 

- Permitidme tomar la palabra. ¿Se puede?

 

Volvió a estallar la ovación y se oyeron exclamaciones: "¡Si, si! ¡Que hable!"

 

Y Stalin pronunció su conocido discurso sobre el pueblo ruso. Dijo:

 

- Camaradas, permitidme que pronuncie otro brindis, el último. Yo quisiera brindar a la salud de nuestro pueblo soviético y, ante todo, del pueblo ruso.

 

Los presentes recibieron estas palabras con entusiastas aplausos y hurras.

 

- Bebo, ante todo -prosiguió Stalin- por la salud del pueblo ruso porque es la nación más destacada de todas las que forman la Unión Soviética. Brindo a la salud del pueblo ruso porque se ha hecho acreedor en esta guerra al reconocimiento general como fuerza dirigente de la Unión Soviética entre todos los pue­blos de nuestro país. Brindo a la salud del pueblo ruso no sólo porque es un pueblo dirigente, sino también porque posee clara inteli­gencia, firme carácter y paciencia. Nuestro Gobierno tuvo no pocos errores, tuvimos no­ menos de una situación desesperada en los años 1941-1942, cuando nuestro ejercito retrocedía, abandonaba las aldeas y ciudades, que tanto amamos, de Ucrania, Bielorru­sia, Moldavia, de la región de Leningrado, de las tierras del Báltico y de la República Carelo-Finlandesa, las abandonaba porque no había otra salida. Otro pueblo podía haber dicho al Gobierno: no habéis justificado nuestras esperan­zas, marchaos, pondremos a otro gobierno que firme la paz con Alemania y nos asegure la tranquilidad. Pero el pueblo ruso no hizo eso, pues tenía fe en la justeza de la política de su Gobierno y aceptó los sacrificios para asegurar la derro­ta de Alemania. Y esta confianza del pueblo ruso en el Go­bierno soviético fue la fuerza decisiva que aseguró la histórica victoria sobre el enemigo de la humanidad, sobre el fascismo. ¡Demos las gracias al pueblo ruso por esta confianza!

 

El discurso de Stalin era interrumpido continuamente por salvas de prolongados aplausos y por eso su corto brin­dis duró casi media hora.

Finalmente, Stalin no pudo resistirlo y se echó a reír:

 

- Dejadme hablar. Después concederemos la palabra a otros oradores. Todos podrán decir lo que quieran.

 

Nueva explosión de aplausos y hurras. Stalin terminó su brindis con estas palabras:

 

- ¡A la salud del pueblo ruso! Y apuró la copa.

 

Entre uno y otro brindis, los mejores artistas mosco­vitas actuaban en un escenario levantado en la sala de San Jorge. En el pináculo de su arte estaban Galina Ulánova y Olga Lepeshinskaya, nos admiraban los divos Maxim Mijái­lov y Mark Reizen, Valeria Bársova y Vera Davidova, aún vivia Alexandr Alexándrov, fundador y director del Con­junto Artístico del Ejército Rojo. Las estrellas de nuestro ballet y arte musical brillaron en todo su esplendor aquella noche. Cito sus nombres, pues son muy queridos para mi generación y para mi, son parte de nuestra vida, época flo­reciente de muchos artistas de talento.

 

La velada transcurrió en un ambiente de extraordinario entusiasmo; todos nos sentíamos dichosos y alegres.

 

La guerra contra la Alemania hitleriana terminó el 8 de mayo con la firma del acta de capitulación incondicional, mas, para todos los asistentes a esta recepción, el acorde final de los cuatro años de guerra fue la inolvidable velada celebrada el 24 de mayo de 1945 en la sala de San Jorge del Palacio del Kremlin.

 

Exactamente al cabo de un mes, tuve la suerte de asis­tir a la grandiosa apoteosis en honor de nuestra victoria: el famoso desfile de tropas por la Plaza Roja. No se tra­taba de un desfile corriente como los que se celebran du­rante las fiestas de mayo o de noviembre. El 24 de junio de 1945, ante el Mausoleo de Lenin pasaron en columna de honor las unidades más gloriosas del ejército de opera­ciones, venidas a la Plaza Roja directamente de los frentes de la Guerra Patria, en los que hacía muy poco habían callado los cañones. Las tropas estaban formadas en la plaza en el orden que correspondía a la disposición de los frentes, abría la parada el Frente de Carelia, el más sep­tentrional, y la cerraba el 3er Frente de Ucrania, el más meridional. A la cabeza de la columna de cada Frente iba su jefe: mariscal o general de ejército.

 

Entre 1925 y 1945 asistí, por lo menos, a veinte paradas militares en la Plaza Roja, pero esta última no podía compararse con ninguna otra. Las piezas de artillería, con estrellas pintadas en los cañones, parecían oler todavía a pólvora. Pasaban las Katiushas, que hasta poco antes aniqui­laran al enemigo con torbellinos de fuego. Por el adoqui­nado de la Plaza Roja desfilaban despacio los tanques y vehículos blindados todoterreno que habían recorrido la tierra del Reich fascista derrotado.

 

La entrega afrentosa de las banderas tomadas al ene­migo fue el momento culminante del desfile de la Victoria.

 

De pronto, calla la grandiosa banda de música. La Plaza Roja en silencio. Se oyen los redobles cerrados e inquietan­tes de centenares de tambores. En formación impecable y marcando con firmeza el paso, aparece una columna de combatientes soviéticos: doscientos soldados llevando otras tantas banderas enemigas. Al llegar frente al Mausoleo, hacen una brusca mutación y arrojan con fuerza a su pedes­tal las banderas fascistas y los estandartes con negras esvásticas.

 

Y aunque llueve torrencialmente, es imposible apartar la mirada de las sucias enseñas arrojadas sobre el granito mojado. El enemigo ha mordido el polvo. Rememoro una vez más todas las indescriptibles dificultades por las que atravesó nuestro país durante la contienda, y siento honda satisfacción al presenciar el bien merecido castigo a los fascistas.

 

La noche del 24 de junio Moscú rebosaba de júbilo. Parecía que todos los moscovitas estaban en las calles. El pue­blo festejaba su victoria.

 

Gracias a http://militera.lib.ru

El texto original en ruso se encuentra aqui

 

HR_LeNoir / HR_Ootoito / HR_Grainovich

 
 

 

 

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