Las postrimerías de los
años treinta se grabaron en la memoria de mi generación por la serie
de impúdicos y bandidescos ataques de la Alemania hitleriana y por
la derrota de una serie de Estados Europeos. Cada día literalmente
deparaba nuevas sorpresas.
Después de que en 1938,
con la connivencia de los gobernantes de Inglaterra y Francia, la
Alemania hitleriana se engulló a Austria y Checoslovaquia, alentado
por el éxito fácil, Hitler pensó apoderarse también de Polonia.
Es verdad que aquí la cosa
era algo más complicada ya que entre Polonia, por un lado, e
Inglaterra y Francia, por otro, existía un tratado de ayuda mutua en
caso de agresión. Aunque Hitler estaba seguro de que Inglaterra y
Francia no guerrearían por Polonia, decidió provocar un pretexto
para el ataque.
El 30 de agosto de 1939,
un grupo de delincuentes comunes excarcelados de los presidios
alemanes y disfrazados con el uniforme militar polaco, bajo la
dirección del SS Skorzeny, ataca la emisora de radio de la ciudad
fronteriza alemana Gleiwitz. La provocación salió bien. Se tenía el
pretexto. Los periódicos y emisoras de radio fascistas se
desgañitaban profiriendo insultos contra Polonia. En la noche del 31
de agosto al 1 de septiembre de 1939 las tropas hitlerianas
cruzaron la frontera de Polonia.
Los hitlerianos vencieron
rápidamente la resistencia del ejército polaco y en poco tiempo
alcanzaron la victoria. EI 6 de octubre habían terminado ya las
operaciones militares en Polonia. Los restos de las fuerzas armadas
polacas capitularon y el Gobierno de Varsovia huyó al extranjero.
Inmediatamente después de
la invasión de Polonia por las tropas alemanas, Inglaterra y Francia
declararon la guerra a Alemania. La declararon... pero no peleaban a
pesar de que la situación militar era muy favorable para ellas.
Todo el mundo esperaba de
un día para otro cuándo iban a iniciar por fin Inglaterra y Francia
las operaciones militares. Pero a últimos de 1939 y comienzos de
1940 ni las tropas de los franceses e ingleses ni las hitlerianas
atravesaban sus fronteras.
Los partes de guerra de
los aliados comunicaban invariablemente: "Nada nuevo...", "Sin
novedad en el frente".
Surgía la pregunta: ¿qué
guerra tan extraña es esta en la que un Estado -Alemania-, que pelea
contra muchos países europeos, entre ellos las potencias más fuertes
en el aspecto militar -Francia e Inglaterra- manifiesta constante
iniciativa, impone operaciones militares unilaterales y sale siempre
victorioso de ellas mientras que el otro bando en la mayoría de los
casos se queda quieto y no pelea?
En efecto, era una guerra
extraña. Los mismos aliados lo reconocían. El vice mariscal de la
aviación inglesa E. J. Kingston-McCloughry escribe en el libro “La
dirección de la guerra”:
"Durante
todo el periodo de la guerra extraña en Europa, al grupo avanzado
de aviación de choque no se le permitió atacar a Alemania; se
dedicaba a lanzar proclamas".
La Alemania hitleriana
leía estas proclamas y continuaba engulléndose países europeos.
Recordare los
acontecimientos más importantes de aquel tiempo.
El 9 de abril de 1940 las
tropas alemanas se apoderaron por sorpresa de Dinamarca y al propio
tiempo efectuaron desembarcos en el litoral de Noruega.
Después de los desembarcos
alemanes los ingleses cayeron en la cuenta. Desembarcaron también
en Noruega, en la región de Narvik. De este modo, la guerra
anglo-alemana prácticamente comenzó en territorio noruego. Pero en
Noruega los ingleses se portaron muy "modestamente" y pronto los
hitlerianos los obligaron a evacuar. Desde el 10 de junio de 1940
los alemanes pasaron a ser dueños y señores de Noruega.
Entretanto las tropas
francesas y el cuerpo expedicionario inglés en Francia permanecían
estancados ante la línea fortificada alemana Siegfried. Esta
línea aún no estaba lista del todo y los alemanes continuaban
fortificándola a la vista de los franceses y los ingleses al mismo
tiempo que trasladaban ocultamente al Oeste las divisiones
disponibles después de la derrota de Polonia. Cuando Hitler
consideró terminados los preparativos, el "día X", 10 de mayo de
1940, sus tropas cruzaron la frontera francesa. Las fuerzas aéreas
asestaron un potente golpe a los aeródromos franceses. Fue destruida
casi toda la aviación francesa.
Simultáneamente las tropas
fascistas alemanas ocupaban Holanda y Bélgica. Los tanques alemanes
se lanzaron en incontenible avalancha por el territorio francés. En
pocos días Francia dejó de existir como Estado independiente.
El 10 de junio Italia
entró en la guerra al lado de Alemania.
Derrotado y desmoralizado
por la traición de sus gobernantes, el ejército francés, privado
del apoyo de la aviación, no podía resistir y el 14 de junio Paris,
declarado ciudad abierta, fue ocupado por los hitlerianos sin
combate.
Después de acabar con
Francia, los fascistas alemanes iniciaron la ofensiva aérea contra
Inglaterra. El 23 de agosto de 1940 se realizó la primera incursión
en masa de la aviación de bombardeo hitleriana sobre Londres.
Todo el curso posterior de
los acontecimientos, hasta el comienzo de la guerra contra la Unión
Soviética, se distinguió por la increíble celeridad y por un éxito
fantástico para los hitlerianos. En los periódicos aparecían con
rapidez calidoscópica nombres de países y ciudades devorados por el
ejército hitleriano.
Una autoridad militar tan
renombrada como el mariscal inglés Montgomery escribe en sus
memorias sobre el periodo inicial de la guerra con Alemania:
"Francia y Bretaña no se
movieron cuando Alemania se tragó a Polonia. Continuamos inactivos
hasta cuando los ejércitos alemanes se trasladaron al Oeste con el
objetivo evidente a todas luces de atacarnos. Esperábamos
pacientemente a que nos atacaran... yo no comprendía si esto era
una guerra".
Es posible que Montgomery
no lo comprendiera... pero hoy está claro que la causa de que se
librase la extraña guerra consistía en que los círculos
reaccionarios de Inglaterra y Francia confiaban encarrilar al
fascismo germano contra la URSS.
Eso lo demostraron, entre
otras cosas, las conversaciones sostenidas en Moscú por las tres
delegaciones militares -inglesa, francesa y soviética- en agosto de
1939, es decir, literalmente en vísperas del ataque de Hitler a
Polonia. Las conversaciones giraron en torno a la colaboración
militar y a la firma de un convenio para el caso de agresión por
parte de la Alemania hitleriana.
Como se sabe, estas
conversaciones no tuvieron éxito. Los representantes de los
gobiernos inglés y francés no aspiraban a tal éxito: lo más
importante para ellos era "tantearnos" a nosotros. A diferencia de
la delegación soviética, encabezada por el Comisario del Pueblo de
Defensa K. Voroshilov y el jefe del Estado Mayor Central del
Ejército Rojo B. Sháposhnikov, las delegaciones francesa e inglesa
estaban representadas por jefes militares secundarios que no sólo no
habían sido facultados para tomar decisiones, sino que, a juzgar por
los documentos publicados ya después de la guerra, ponían rumbo a
demorar y frustrar las conversaciones. Hoy se sabe ya que el
Gobierno inglés sostenía al propio tiempo conversaciones secretas
con Hitler ofreciéndole concluir un pacto de no agresión y un
acuerdo para el reparto de las esferas de influencia.
El Gobierno inglés de
entonces, prosternándose ante Hitler, le proponía ni más ni menos
que repartirse... el territorio de China y de la Unión Soviética.
El mutuo intercambio de
información sobre el estado de las fuerzas armadas de los tres
Estados representados en Moscú mostró que Francia e Inglaterra
podían perfectamente sostener una activa lucha con la aviación
hitleriana. Por ejemplo, el delegado francés, general de aviación
Valin, comunicó que Francia contaba con cerca de dos mil aviones de
primera línea. Dos tercios de ellos eran completamente modernos.
"Esta aviación se desarrolla en los últimos tiempos a ritmo rápido
gracias a las posibilidades de nuestra industria -declaró
orgullosamente el general Valin-. Se espera que nuestra aviación
tenga en 1940 tres mil aviones de primera línea."
La aviación inglesa, como
declaró el mariscal Burnett en la misma reunión de Moscú, contaba
alrededor de tres mil aviones y la posibilidad potencial de la
industria inglesa entonces había rebasado ya, según dijo, los
setecientos aviones al mes.
A los cazas ingleses
Hurricane y los bombarderos Whitley por sus cualidades
de vuelo y combate no les era fácil competir con los aviones
alemanes de aquel tiempo. Pero los ingleses poseían también
magníficos cazas, los Spitfire. Se producían en serie. Por lo
tanto, Inglaterra tenia con que defender a Polonia, Dinamarca,
Noruega y Francia.
Las enseñanzas de la
guerra entre Alemania y los países de Europa Occidental confirmaron
lo acertado del rumbo del Gobierno soviético que aspiraba a alejar
el inevitable choque con Alemania.
A fines de agosto de 1939,
en un cuatrimotor de pasajeros Condor aterrizó en Moscú el
ministro de Relaciones Exteriores de la Alemania hitleriana
Ribbentrop. Se presentó con la propuesta de concluir un tratado de
no agresión entre la Unión Soviética y Alemania.
El Gobierno soviético,
tras haber agotado todas las posibilidades en estériles
conversaciones con Francia e Inglaterra sobre las acciones
conjuntas contra el agresor, se vio obligado a acceder a la firma
del pacto de no agresión propuesto por Alemania. Al concluir este
tratado, el Gobierno soviético sabía que tarde o temprano Alemania
desencadenaría la guerra contra nuestro país.
Pero el tratado privaba a
las potencias imperialistas de la posibilidad de formar un frente
unido antisoviético y permitía a la URSS ganar el tiempo que tanto
necesitaba para fortalecer la defensa.
Tras el pacto de no
agresión se concluyó también un convenio económico por el cual la
Unión Soviética se comprometía a suministrar algunos tipos de
materias primas a Alemania a cambio de máquinas y equipos alemanes,
incluyendo aviones.
Para realizar este
convenio marchó a Alemania una delegación comercial encabezada por
I. Tevosián. Formábamos el grupo de aviación de la delegación A.
Gúsev (dirigente), I. Petrov, N. Polikárpov, V. Kuznetsov, P.
Dementiev y yo, así como varios ingenieros de distintas
especialidades. La misión del grupo era conocer la técnica de
aviación alemana y seleccionar lo más interesante para adquirirlo.
Así, pues, poco antes de
la guerra tuve ocasión de visitar Alemania. Y aunque nuestros
países habían concluido un tratado de no agresión, todos sabíamos
que el fascismo es el fascismo y que tarde o temprano tendríamos que
guerrear con los fascistas.
No olvidare nunca la
impresión que nos causó Alemania a oscuras. Pasada la frontera de
nuestro pacifico país, en el que resplandecían las luces de
centenares de ciudades y pueblos, fuimos a parar a un reino de
tinieblas y alarma. El tren, con las ventanillas de los vagones
encortinadas, se dirigía a Berlín, atravesando ciudades, pueblos y
estaciones sumidos en la oscuridad.
Desde las ocho o las nueve
de la noche, en Berlín se paralizaba la vida en espera de los
ataques de la aviación inglesa, se cerraban los teatros, quedaban
desiertas las calles y con bastante frecuencia la gente se
refugiaba en los sótanos al oír el ulular de las sirenas. Por el día
reinaba la tranquilidad en la ciudad. Verdeaba el césped,
descollaban las flores en los parterres de los parques y los niños
jugaban en los senderos cubiertos de arena o grava. Las amas de casa
alemanas iban a la compra con cestas. Delante de los comercios de
comestibles alineábanse las colas.
La mayoría de los hombres
llevaban algún uniforme: de soldado, de las SS, de la policía o la
camisa parda con la cruz gamada en la manga. Hasta los barrenderos y
vendedores de periódicos usaban gorra de uniforme. Sorprendía esta
afición al uniforme, de cualquier clase con tal de que fuese
uniforme.
Los funcionarios
hitlerianos se desvivían para parecer amables anfitriones. Cuidaban
todos los detalles: la estación de Berlín fue engalanada para
nuestra llegada con banderas soviéticas y alemanas, acudieron a
recibirnos las autoridades militares y municipales. Nos sonreían,
nos estrechaban la mano, nos decían cumplidos, trataban de
establecer un clima de benevolencia y sinceridad y nos alojaron en
el hotel más suntuoso, el Adlon, sito en la calle Unter den
Linden.
Desde la ventana de mi
cuarto se abría una vista de las embajadas norteamericana y francesa
y, a través de la Puerta de Brandenburgo, se divisaba la
interminable perspectiva de la Avenida de las Victorias. Una
bandera soviética adornaba el portal del hotel y cada mañana, cuando
salíamos para montar en los autos que nos estaban esperando, se
congregaba una multitud de curiosos.
Era la primera vez que
llegaba a Berlín y por eso lo examinaba con interés. Naturalmente,
el Berlín de aquel tiempo no se podía comparar con otras capitales
europeas ante todo porque no tenía su propia fisonomía como, por
ejemplo, Paris, Roma o Leningrado. Sin embargo, era una ciudad muy
limpia, correcta si puede decirse así y al mismo tiempo aburrida y
poco confortable. Me gustaron mucho los magníficos museos, teatros
y parques, calles anchas y elegantes con hermosas casas y lujosos
escaparates, como por ejemplo la de Kurfurstendamm, pero los
militaristas habían impreso su sello en todo.
En aquella ocasión recorrí
toda Alemania de norte a sur y de este a oeste sin ver en ninguna
parte huellas de la guerra, si se exceptúan las cartillas de
racionamiento y el enmascaramiento por las noches. La aviación
aliada asustaba más que actuaba.
Las ciudades alemanas
tenían un aspecto completamente pacifico. Sólo una vez en la
estación de Bremen, esperando el tren de Berlín, me llamó la
atención un convoy que pasaba lleno de alborotadores reclutas. Las
ventanas de los vagones iban abiertas. Jóvenes soldados borrachos
daban voces y manoteaban. Y uno de ellos, asomándose hasta la
cintura por la ventanilla del vagón, nos gritó a nosotros, que
paseábamos por el andén: "¡Vosotros, canallas, también iréis a parar
allí!" Seguramente nos había tomado por alemanes emboscados en la
retaguardia. El vagón estaba ya lejos, pero el soldado seguía
braceando y profiriendo injurias. El representante de una firma
alemana que nos acompañaba balbuceó turbado:
- No hagan caso. Son
reclutas que van al frente.
Este fue el único episodio
que recordaba la guerra y que se me grabó en la memoria
durante el viaje por Alemania. Es verdad, en Berlín fui testigo de
incursiones aéreas de los ingleses, pero estas incursiones no
revestían entonces un carácter masivo y no causaban ningún daño a la
capital alemana. La situación se parecía mucho a un simulacro aéreo.
En uno de los primeros
días de nuestra estancia en Berlín nos recibió el general coronel
Udet, adjunto de Hermann Góering, que era a la sazón ministro de
Aviación. El general Udet tenía a su cargo toda la sección técnica
del Ministerio de Aviación y estaba ligado muy estrechamente a los
industriales del ramo: Messerschmitt, Dornier, Heinkel y otros. Su
cargo tenía un nombre altisonante: General-feldzeichmeister.
Udet era un conocido
piloto militar de la Primera Guerra Mundial y también ingeniero
diseñador. Poco antes de nuestra llegada había logrado establecer el
record mundial de velocidad en uno de los aviones de Heinkel, de
quien era gran amigo.
Udet me causó desde el
primer encuentro buena impresión: era un hombre de mediana
estatura, macizo, rostro franco y agradable y vivo en el trato.
Declaró sin circunloquios que por indicación de Góering nos
enseñaría todos los aviones, motores e instalaciones de las Fuerzas
Aéreas alemanas.
Para comenzar nos ofreció
una exhibición de la técnica alemana en tierra y en vuelo, en el
aeródromo Iohanishtal, cerca de Berlín. Luego recorreríamos las
fábricas de aviación de Junkers, Heinkel, Messerschmitt, Focke-Wulf
y Dornier; allí nos veríamos con los diseñadores, elegiríamos lo que
quisiéramos adquirir y luego volveríamos a entrevístarnos para las
negociaciones definitivas. Este programa no encontró objeciones por
nuestra parte y al día siguiente tuvo lugar la exhibición en
Iohanishtal.
En el aeródromo estaban
correctamente alineados, como en una parada, muchos diversos
aparatos de guerra: bimotores de bombardeo Junkers-88 y Dornier-215,
cazas monomotores Heinkel-100 y Messerschmitt-109,
aviones de reconocimiento Focke-Wulf-187 y Heinschel, el caza
bimotor Messerschmitt-110, el bombardero de picado
Junkers-87 y otros. Junto a cada aparato se había cuadrado en
posición de firmes la tripulación: los pilotos y mecánicos.
Nos recibieron numerosos
funcionarios del Ministerio de Aviación encabezados por Udet. Para
empezar Udet invitó a nuestro jefe Tevosián a ver el avión de enlace
Storch (Cigúeña), tomó asiento en el sillón del piloto e
invitó a Tevosián a ocupar el puesto de pasajero. Pusieron en
marcha el motor y directamente del sitio, con muy corta carrera,
Udet elevó el aparato, evolucionó durante varios minutos a poca
altura sobre nuestras cabezas y aterrizó magistralmente en el mismo
lugar del despegue. Tevosián bajó del avión y elogió el aparato.
Posteriormente Góering nos regaló este aeroplano.
Luego comenzamos la
revista de los aviones expuestos. Nos dijeron sus datos tácticos y
de vuelo, las particularidades del armamento y de las
instalaciones. Terminada la revista, los aviones se elevaron uno
tras otro con un 'intervalo de uno o dos minutos, pasaron sobre
nuestras cabezas en vuelo rasante y tomaron tierra en el mismo
orden. Todo había sido organizado de un modo ejemplar y causó buena
impresión. Por lo visto, no era la primera vez que se organizaban
tales exhibiciones y no sólo para nuestra delegación.
Volvimos al Adlon
bajo la fuerte impresión de lo visto. Pero a nuestro general Gúsev
le asaltaban las dudas: ¿nos mostraban los alemanes el verdadero
nivel de la técnica aviadora de guerra? "Seguro que nos tienen por
tontos y nos han enseñado aviones de los viejos y no de los
modernos", decía.
Debo confesar que a mi
también me tenia confuso la franqueza con que nos habían mostrado la
esfera más secreta del armamento. ¿Sería verdad que querían dárnosla
con queso, que querían hacer pasar gato por liebre, intentando
vendernos tipos anticuados de aviones? Sin embargo, después de una
seria reflexión resolvimos no precipitadnos por el momento a hacer
una conclusión definitiva y visitar las fábricas. Allí se verían
mejor las cosas.
Y, en efecto, el viaje por
las fábricas contribuyó sobremanera a desvanecer nuestras dudas. La
producción en serie de aviones y motores y el carácter del
pertrechamiento tecnológico de las naves fabriles denotaban con
bastante persuasión que lo que se nos había mostrado en Iohanishtal
era la base del arsenal técnico de la Luftwaffe, fuerzas aéreas de
la Alemania hitleriana. Sin embargo, varios componentes de nuestra
comisión sostenían un parecer contrario y nos repetían
machaconamente: "Son trastos viejos. La técnica moderna, la
verdadera, la ocultan. Aquí no hay nada que comprar".
De regreso a Berlín, como
se nos había prometido, nos recibió de nuevo Udet. Sin embargo, su
actitud cambió en redondo cuando nuestro superior, el general Gúsev,
declaró con bastante poco tacto que los aviones mostrados habían
envejecido, no tenían interés para nosotros y que queríamos ver la
técnica del día.
Udet estalló:
- Soy oficial y respondo
de mis palabras. Les hemos enseñado todo y si no les gusta no
compren. No insistimos, eso es cosa de ustedes.
Y así volvimos a Moscú.
Al informar del viaje en
el Comité Central yo no oculte mis dudas iníciales, pero dije que en
definitivas cuentas, después de visitar las fábricas, llegue a la
conclusión de que habíamos visto la base del armamento de las
fuerzas aéreas alemanas. Indudablemente los alemanes tenían ciertos
trabajos experimentales sin terminar en las oficinas de proyección,
pero lo que nos habían mostrado no eran trastos viejos.
Y, para terminar, quiero
volver a hablar de Udet.
Pasado año y medio estalló
la guerra contra la Unión Soviética y cuando la aviación hitleriana
empezó a ser derrotada por los pilotos soviéticos los hitlerianos
achacaron a Udet la culpa de estos reveses. Le acusaron de haber
delatado a los soviéticos, es decir, a nuestra delegación, todos
los secretos de la Luftwaffe. A comienzos del año 1942 se recibieron
noticias en Moscú de que "el general coronel Udet había sucumbido
durante las pruebas de nuevo armamento".
Por las memorias del
constructor Heinkel, publicadas después de la guerra, se ha sabido
que intrigaba contra Udet otro adjunto de Góering, el feldmarschall
Milch. Góering intentó reconciliarlos, pero no consiguió nada. El
conflicto se fue agravando de día en día. Milch, que gozaba de la
simpatía de Hitler, organizó un verdadero acoso contra Udet.
Heinkel escribe:
“Udet confiaba que Góering
le apoyaría por temor a la ambición de Milch, pero el mariscal
trataba de defender su propia persona. Buscaba compromisos y no
prestó ningún apoyo a Udet. La verdad es que no quería destituir a
Udet y colocar en su puesto a Milch, lo que habría sido la decisión
más natural.
- Tú debes quedarte. Debes
trabajar junto con Milch - dijo más de una vez -. Si dejo que te
vayas de tu puesto todo el mundo comprenderá que algo no marcha.”
Milch continuó sus
intrigas que llegaron al punto culminante cuando fracasó la
ofensiva hitleriana contra Moscú.
Leemos en el libro de
Heinkel:
"El 17 de noviembre al
mediodía me telefoneó desde Berlín Pfistermeister (colaborador de
Heinkel. A.Y.).
- Ha fallecido Udet -
dijo. A mí se me cortó la respiración.
- ¿Cómo ha sido eso?
- Se pegó un tiro
-respondió.”
Udet en su alcoba se había
disparado un tiro en la sien, todo estaba completamente claro. Había
fracasado la guerra relámpago contra Rusia. La Luftwaffe lanzada al
Este se encontraba extenuada y diseminada por las estepas rusas. Le
habían roto el espinazo.
No había la menor
posibilidad de volver los aviones al frente occidental. Por orden de
Góering las autoridades se preocuparon de que no lo viera nadie más
que el que lo colocó en el ataúd y que su suicidio se mantuviera en
el más riguroso secreto.
Durante la permanencia en
Alemania tuve ocasión de tratar con alemanes de distintas
profesiones y diferente nivel cultural, pero en todos sin excepción
-desde el diseñador hasta el mozo de cuerda- se percibía la
consciencia de una superioridad inconmensurable sobre todos los
demás. Eso se transparentaba en todo y era fruto de la propaganda
fascista.
Por indicaciones
superiores se esforzaban por ser amables con nosotros, pero su
altanería y sentido de superioridad saltaban a la vista. Respecto a
nosotros, como es natural, entonces no se manifestaba nada
abiertamente. Pero el tema preferido en las conversaciones sobre
asuntos políticos e internacionales era poner en ridículo a los
ingleses.
Yo tuve que tratar
fundamentalmente con alemanes relacionados de uno u otro modo con la
aviación: diseñadores, pilotos y funcionarios del Ministerio de
Aviación. Cada vez que se hablaba de la guerra aérea con los
ingleses los hitlerianos comparaban sin falta la aviación inglesa
con su propia “insuperada” aviación, con sus propios "magníficos"
pilotos, con su "insuperado" feldmarschall Góering.
- ¿Y que tienen los
ingleses? ¿A quién puede llamar usted personalidad excepcional de la
aviación inglesa? Nosotros tenemos a Góering y Udet, tenemos a
Heinkel y Messerschmitt. ¿Y a quien de los ingleses puede mencionar
usted?
A renglón seguido contaban
cualquier anécdota característica de la impotencia aeronáutica de
Inglaterra y de la cobardía de los pilotos ingleses.
Odiaban a los ingleses,
aunque en aquel tiempo los bombardeos británicos eran todavía
inofensivos. Vi más de una vez en el Metro y en las calles un cartel
con la efigie de Churchill y un letrero que decía: "El enemigo
número uno" o este slogan: "¡Dios, castiga a Inglaterra!"
En cierta ocasión,
visitando Augsburgo -feudo de las fábricas de Messerschmitt-, fuimos
invitados por este constructor a dar un paseo en automóvil con él a
la ciudad de Innsbruck, en el Tirol.
Augsburgo se encuentra en
el sur de Alemania, cerca de Munich. La carretera es muy hermosa. Al
salir de Augsburgo primero se emboca una pista rectilínea,
magníficamente asfaltada y bordeada de árboles. A ambos lados se
suceden las granjas. Poco a poco el terreno se torna montuoso y en
el horizonte aparecen crestas violáceas de montañas. Menudean las
típicas casitas alpinas de madera con puntiagudos tejados y las
iglesias de campanarios góticos. Luego sigue una región de
magníficos prados de montaña, verdes y jugosos: el aire adquiere
asombrosa pureza y frescura. Las montañas rodean por todos lados y
la carretera se ondula continuamente como una serpentina, tan pronto
baja como sube dando vueltas y más vueltas como nuestras carreteras
del Cáucaso y Crimea.
Y por fin Innsbruck,
capital del Tirol austriaco. Es una antigua villa interesante y
agradable, de tortuosas y estrechas callecitas y muy pulcra. Allí
se conservaban aún los trajes típicos y los hombres iban de pantalón
corto, calzas y sombreros tiroleses verdes con plumas.
Bajo la impresión de la
hermosura del paisaje nos sentíamos de excelente buen humor, al
viaje le había precedido una opípara comida regada con vino y
nuestros acompañantes se sinceraron y, tratando de divertirnos, se
pusieron a contar chascarrillos.
Por el camino nos
cruzábamos de vez en cuando con grupos de hombres harapientos,
ennegrecidos, sucios y sin afeitar, de uniforme medio militar. Se
dedicaban a reparar la carretera y se apartaban hoscos ante nuestros
automóviles. Trabajaban vigilados por centinelas. Llevaban en la
ropa el distintivo de prisioneros de guerra. Un alemán dijo:
- Los franceses
prisioneros son unos bravos, ¿verdad?
La conversación pasó de
los franceses a los ingleses y de los ingleses a los polacos. Nos
contaron con franqueza como azuzaban en los campos de concentración
a los prisioneros de guerra de distintas nacionalidades y que el
odio reciproco llegaba hasta los asesinatos. La jefatura de los
campos fomentaba la enemistad entre los prisioneros, provocaba a
los reclusos de distintas nacionalidades a fin de que no pudieran
ponerse de acuerdo para sublevarse contra el régimen presidiario.
Fue entonces también
cuando nuestros acompañantes nos hablaron con mucha ironía de los
italianos, mencionando como un hecho estas palabras de Hitler:
- Los italianos nos
cuestan veinte divisiones: si son aliados nuestros, para
defenderlos, y si son enemigos, para derrotarlos.
O un chiste tan "fino"
como este:
- Los tanques italianos se
diferencian de los alemanes en que tienen tres marchas atrás y una
adelante.
Los hitlerianos educaban
en el pueblo alemán la misantropía y el desprecio a otras naciones y
no sentían reparo en manifestarlo. Los judíos estaban obligados a
llevar en la manga izquierda un brazal amarillo con una jota negra:
"J" ("Jude"). En los taxis podía verse con frecuencia una tablilla
que decía: "No atiendo a los judíos". En las taquillas de ciertos
cinemas, junto al precio de las localidades, pendía un anuncio: "No
se vende entradas a los judíos". A la entrada de una tienda vi un
cartel: " Entrada para los judíos después de las cinco en tales y
tales días" (tres veces a la semana). En los bulevares los bancos
para todos estaban pintados de blanco o de verde; los judíos tenían
destinados especialmente los bancos amarillos vueltos de espaldas al
bulevar, con este letrero: "Fúr juden" (Para los judíos).
Y así en toda Alemania.
Todo lo que yo veía
parecía tan inverosímil que no me cabía en la cabeza. Por un lado,
la elevada cultura aparente, todos los indicios del nivel moderno de
técnica y de vida, por doquier una asombrosa limpieza, orden y
organización, y por otro tinieblas medievales.
Un país rico, cultura
europea y pogromos antisemitas.
No lo entendíamos, pero
así era. Eran rasgos del fascismo.
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