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ALEKSANDR SERGEEVICH YAKOVLEV
 
"LA META DE MI VIDA"
 

 

EL RECONOCIMIENTO

 

En 1931, al terminar la Academia, me enviaron a trabajar a la fábrica Menzhinski. Allí trabajaba un com­petente grupo de ingenieros de aviación, encabezados por los diseñadores Dmitri Grigoróvich y Nikolái Polikár­pov.

 

En el país existían entonces dos grandes centros de diseño dedicados a la proyección de nuevos aviones: el primero era la Oficina Central de Proyección, a la que ya me he referido, y el segundo el Instituto Central de Aero­hidrodinámica, encabezado por Andrei Tupolev. Sus ayudan­tes inmediatos eran Alexandr Arjánguelski, Vladimir Petliakov e Iván Pogoski.

 

La Oficina Central de Proyección se dedicaba a diseñar aviones de combate de tipo ligero, en lo fundamental cazas y aparatos de reconocimiento y de asalto, y el ICAH creaba aviones pesados: bombarderos, aparatos de transporte y de pasajeros.

 

De la sección de personal de la fábrica, donde me pre­sente enviado por la Dirección General de la Industria de Aviación, me mandaron previamente a Serguei Kocheriguin, dirigente de una brigada de diseñadores, a quien ya conocía de antes.

 

Kocheriguin había sido oficial de la marina; era un hombre de aspecto bastante honorable y cuidadas patillas rojizas, que el acariciaba cariñosamente de vez en cuando. Me ofreció asiento en un sillón y empezó a tentarme con las perspectivas de trabajar en su brigada de diseñadores. Me propuso dedicarme al problema del tren de aterrizaje retráctil en Vuelo. Entonces era una innovación que aún no se había realizado en ningún avión nuestro. Kocheriguin ya me conocía bien como diseñador y trato de obtener mi conformidad para trabajar en su brigada.

 

Aceptar su proposición equivalía a condenarme al trabajo de un especialista estrecho, pero yo me sentía atraído por la labor proyectista de amplio diapasón; por eso no tuve reparo en afligir a Kocheriguin y rehusé categórica­mente.

 

Al otro día explique al director de la fábrica, Paufler, los motivos de mi negativa a trabajar con Kocheriguin y pedí ser destinado a la producción como simple ingeniero. Allí podría estudiar como es debido el trabajo de los talle­res, la planificación y la tecnología del taller, conocimientos que son tan valiosos para un proyectista.

 

Paufler dio en el acto su conformidad y empecé a trabajar como ingeniero encargado. Luego resultó que mi decisión había sido completamente justa, ya que en corto plazo aprendí las triquiñuelas que necesita todo proyectista para saber cómo se realizan en la producción - en el torno, en el banco de carpintero y en el taller de montaje - sus ideas expresadas en los planos, sobre el papel.

 

Al mismo tiempo que atendía a las obligaciones propias de mi servicio, yo seguía trabajando en los proyectos de nuevos aviones deportivos y de motor ligero, costeados por la Osoaviajim y me quedaba en la fábrica hasta bien avan­zada la noche. Según mis planos los obreros fabricaban las piezas de los nuevos aviones en horas extraordinarias, que eran pagadas aparte por las cuentas presentadas a la Osoa­viajim.

 

La fábrica Menzhinski era una gran empresa. Y en el transcurso de dos o tres años en distintos rincones se cons­truyeron sin notarse uno tras otro los aparatos AIR-5, AIR-6 y AIR-7.

 

EI avión AIR-5, llamado el "Ford aéreo", era un mono­plano de cinco plazas con cabina tipo automóvil, provisto de un motor norteamericano Wright, de 220 HP. EI aparato gustó mucho a todos. Posteriormente se lo enseñamos incluso a varios miembros del Gobierno. Pero el motor Wright era el único ejemplar en la Unión Soviética, importado como modelo, y por eso el aparato carecía de perspectivas. Sin embargo, el esquema del aeroplano era muy tentador y decidí repetirlo con el motor soviético de serie M-11, de 100 HP disminuyendo la carga útil. Este fue el avión AIR-6. Tenía una cabina calculada para tres personas: el piloto y dos pasajeros. Después de las pruebas, el aparato obtuvo amplio reconocimiento. Fue mi primer avión adoptado para la producción en serie. Se construyeron unos mil aparatos AIR-6.

 

Encontraron aplicación en la economía nacional como aviones postales y en la flota aérea civil. Finalmente, por el mismo procedimiento que los dos anteriores, fue construido también el avión AIR-7, con motor soviético M-22 de producción en serie.

 

El caza I-5 tenía un motor análogo. Este caza biplano monoplaza, creado bajo la dirección de Grigoróvich y Poli­kárpov, era un aparato de primera clase en su tiempo, alcanzaba la velocidad de 280 kilómetros por hora y poseía una excelente maniobrabilidad.

 

En un principio me pareció que el I-5 era un ideal innacsesible de maestria del diseño. Estudie atenta y prolon­gadamente el nuevo caza y, aunque me gustaba mucho, pense que con el mismo motor M-22, de 480 HP se podria construir un aparato todavia más veloz, perfeccionando la aerodinámica.

 

El I-5 era biplano, y los biplanos ofrecen más resisten­cia al avance que los monoplanos. En un monoplano se podrían conseguir cualidades de vuelo mucho mejores con el mismo motor. Y me propuse construir un monoplano, biplaza además, que desarrollase no menos de 300 kilóme­tros por hora. Pero esa era una tarea completamente nueva. Nuestra aviación militar estaba armada a la sazón exclusi­vamente con aviones biplanos.

 

Hice con relativa rapidez los cálculos comparativos de un monoplano y un biplano con idéntico motor. Las supo­siciones se justificaron: resultó que con el monoplano se podría alcanzar no sólo mayor velocidad, sino hacerlo biplaza.

 

Temeroso de que mis conclusiones fueran erróneas, me aconseje con especialistas, pero todo estaba bien.

 

Tras confeccionar el boceto del proyecto del avión, demostré en la comisión técnica de la Osoaviajim que con un motor de 480 HP un monoplano biplaza alcanzaría la velocidad de 320 kilómetros por hora.

 

Algunos recibieron desaprobatorios, y aun dudas, el nuevo proyecto; no obstante, la mayoría lo aceptó y fue aprobado. La Osoaviajim asignó fondos para construir el aparato. Logre infundir a mis ayudantes más próximos la ilusión de crear un avión de trazo completamente nuevo, que sería el más raudo de nuestra flota aérea.

 

Al poco tiempo se formó un grupo poco numeroso, pero bien compenetrado, de jóvenes ingenieros y obreros. Tra­zamos los diseños del avión y emprendimos la obra. Es verdad que ejecutábamos el trabajo de manera semiartesanal. No teníamos local ni máquinas, debido a que la construcción de nuestro aeroplano no estaba incluida en el plan de la fábrica y se efectuaba semilegalmente, por decirlo así. Pero en los talleres de la fábrica todos procuraban ayudarnos en lo que podían.

 

Cuando recuerdo ahora las condiciones en que tuvimos que construir el avión me maravillo de cómo, con el rigu­roso régimen de la fábrica, logramos ejecutar este trabajo "clandestino".

 

Por fin, el AIR-7 estuvo montado y salió del taller. Su aparición en el aeródromo a fines del verano de 1932 causó sensación y todos, comenzando por el director de la fá­brica, quedaron atónitos: no podian comprender cómo habia sido posible construir este aparato tan rápidamente y sin que lo advirtieran los jefes.

 

El nacimiento del AIR-7 despertó gran interés, por un lado, en los dirigentes de la industria y de las Fuerzas Aéreas, que le prestaron gran atención; por otro, en los dirigentes de la fábrica y de la ofi­cina de proyección, que vieron en el aparato un peligroso competidor.

 

Todo habría ido bien si al AIR-7 no le hubiese ocurrido el percance que voy a referir.

 

Lo probó también el experto piloto Yulián Piontkovski. Era un magnifico aviador, que poseía todas las cualidades de probador. Valiente y precavido a un tiempo, siempre estaba muy sereno antes de realizar el vuelo. La seguridad del piloto producía un efecto tranquilizador en el proyec­tista.

 

Me puse de acuerdo con Piontkovski para que si, en el primer vuelo, notaba el menor defecto en el aparato o veía que no funcionaba de manera normal, tomara tierra inme­diatamente sin dar la vuelta habitual en torno al aeródromo.

 

Con el fin de no atraer a curiosos, decidimos probar el avión un domingo, de madrugada.

 

A la hora convenida se reunieron en el aeródromo las pocas personas que debían presenciar el primer vuelo. Yo estreche fuertemente la mano a Yulián Piontkovski y me aparte. Este subió a la cabina delantera del avión; en la otra, en lugar de pasajero, atamos ochenta kilogramos de lastre.

 

Pusieron el motor en marcha. Piontkovski lo probó minuciosamente, hizo que el avión rodara varias veces por el campo, luego se elevó a dos o tres metros de altura, voló cerca de un kilómetro, volvió a aterrizar, se dirigió hacia la línea de despegue y dijo:

 

- ¡Todo está bien! ¿Se puede volar?

 

Le hice un signo afirmativo con la mano. Metió gases a fondo desde el sitio. El motor rugió. El avión arrancó con ímpetu, despegó muy pronto del verde tapiz del campo de aterrizaje y se elevó. Nosotros observábamos conteniendo la respiración. Al llegar a unos trescientos metros de altura, el avión viró, dio una vuelta en torno al aeródromo, luego otra... Cuantas más vueltas daba el piloto, mayor iba siendo mi tranquilidad. Todo iba bien.

 

Finalmente, el avión tomó tierra. Corrimos a su en­cuentro felices y contentos. Piontkovski se asomó de la cabina y nos dio a entender con una señal: ¡Estupendo! Cuando salió, todos nos abalanzamos hacia el, lo asimos y empezamos a lanzarlo al aire. Así suelen terminar siempre las pruebas de un avión nuevo, si todo sale bien, natural­mente.

 

Luego pregunte a Yulián:

 

- Dígame sinceramente, ¿que piensa del avión?

- ¡Es un aparato magnifico! No dudo que desarrollará más de trescientos kilómetros por hora -respondió.

 

Eso me llenó de contento. Decidí volar yo personalmente y comprobar la velocidad.

 

Al día siguiente, Piontkovski y yo emprendimos el vuelo. Le rogué que diese al aparato la máxima velocidad que pudiera. Yulián tomó la altura necesaria y, poniendo el avión en vuelo horizontal, exclamó:

 

- ¡Ahora preste atención!

 

Yo no quitaba ojo del velocímetro. Vi que la manecilla pasó de ciento ochenta y ciento noventa a doscientos, dos­cientos cuarenta, doscientos cincuenta, doscientos setenta, doscientos noventa, trescientos.., kilómetros por hora. Mi­raba fijo a la manecilla para ver cuándo se detendría, pero seguía avanzando: trescientos diez, trescientos veinte, tres­cientos treinta, y, al fin, se detuvo. Yo estaba emocionado y orgulloso. ¡Mi aparato desarrollaba una velocidad de trescientos treinta kilómetros por hora! Así, pues, había con­seguido crear uno de los aviones más veloces del mundo.

 

Sólo cuando la aguja del velocímetro se hubo detenido, empecé a observar cómo se comportaban otras partes del avión a esa velocidad, tan insólita en aquel tiempo. Todo marchaba bien: ninguna vibración, ningún crujido ni ruido sospechoso. El motor bramaba rítmico y potente. Por lo tanto, nuestros cálculos y suposiciones se habían justificado por entero: el monoplano ofrecía evidentes ventajas en com­paración con el biplano.

 

En ese momento, Piontkovski se volvió hacia mi y vi su bondadosa cara sonriente. Yo lo habría abrazado allí mismo, en el avión.

 

Aterrizamos sin novedad y bajamos del avión, sintiéndonos unos campeones de velocidad.

 

Los primeros vuelos de mi monoplano causaron gran impresión. El Mando de las Fuerzas Aéreas manifestó deseos de verlo volar.

 

Aquel día hacia mal tiempo desde la mañana, lloviznaba, y, cuando llegaron los militares, se tardó mucho tiempo en decidir si valdría la pena sacar el aparato a volar. Final­mente, acordaron que se hiciera el vuelo.

 

Piontkovski subió al aparato, ocupó su sitio y probó el motor. En la segunda cabina iba de pasajero Lev Mali­novski, vicepresidente de la Osoaviajim y gran entusiasta de la aviación, una agradable persona que nos ayudaba mucho en nuestra labor.

 

Tras breve carrera, el avión despegó con ligereza, tomó una altura de ciento cincuenta a doscientos metros, viró sobre el parque Petrovski y pasó a toda velocidad sobre las cabezas de los circunstantes, produciendo honda impre­sión. Yo estaba emocionadísimo.

 

De súbito, sobre el limite meridional del aeródromo, cerca del pueblo de Joroshevo, del avión se desprendió cierta franja brillante, y el aparato, sin perder velocidad, empezó a descender suavemente, ocultándose detrás de los árboles. La pieza desprendida caía lenta a tierra, girando en el aire.

 

Me quede atónito. El avión tenia que haber dado aún otras dos o tres vueltas y tomar tierra en el aeródromo, pero había desaparecido de pronto. Me acosaron a pregun­tas: "¡Que ha sucedido? ¡Dónde está el avión?", mas yo no podía articular palabra. Seguía de pie y esperaba que el aparato asomase de un momento a otro por detrás de los árboles. "¿No será una broma del piloto?" -pensé-. Pero el avión no apareció. Entonces corrimos a los automóviles y partimos a toda velocidad en la dirección por donde había desaparecido el aparato. Por el camino nos enteramos que había aterrizado más allá del cementerio de Vagánkovo, por la zona de la estación de mercancías.

 

Me temblaba todo el cuerpo. Sufría extraordinariamente y temía por el piloto y el pasajero. Pero, una vez en el lugar del accidente, respire con alivio: los dos estaban ilesos y el aparato, intacto.

 

EI avión se encontraba en una explanada de ínfimas dimensiones, próxima a la estación de mercancías, llena de escombros y leña. Ya no estaban allí ni Piontkovski ni Mali­novski: se habían marchado, y un miliciano custodiaba el aparato. ¿Qué habría ocurrido?

 

Me aproxime al avión y me di cuenta que en el plano derecho faltaba el alerón, y el revestimiento, deshilachado, colgaba a jirones. El alerón se había desprendido durante el vuelo, y nosotros lo habíamos visto desde el aeródromo como si hubiera sido una pequeña franja brillante al caer a tierra.

 

La cosa no tuvo un desenlace catastrófico sólo porque el piloto dominó el aparato, que casi había perdido la direc­ción, y supo tomar tierra insuperablemente, con verdadera virtuosidad, en una explanada tan reducida.

 

El aparato fue desmontado y trasladado a la fábrica, donde examinamos minuciosamente la rotura. Resultó que la avería se debía a un error cometido en el proyecto. Si, había sido un error. El avión, comparado con los anteriores, suponía un gran paso adelante en velocidad, por lo que debía haber meditado con particular atención la manera de suje­tar los alerones a los planos.

 

Para indagar la avería se nombró a una comisión que no creyó oportuno hablar conmigo, y sólo posteriormente me entere del contenido del expediente, en el que se decía, poco más o menos: "Se prohíbe a Yákovlev que se dedique a proyectar aviones y ponemos en conocimiento del Gobierno que Yákovlev no se merece recompensa alguna" (habían propuesto por entonces condecorarme).

 

Semejante fallo era cruel e injusto. La comisión no dictaminó acerca del avión, no tuvo en cuenta que se trataba de una innovación en la aeronáutica soviética.

 

No sólo a mí, sino a todos los ingenieros, proyectistas y operarios que trabajaban conmigo empezaron a mirarnos con recelo y suspicacia.

 

Después de este percance no habrían tenido reparo en ajustarme las cuentas. Pero gracias a la ayuda de la orga­nización del Partido de la fábrica y al Comité Central del Partido, que tomó cartas en el asunto al tener conocimiento de mi queja, no lograron privarme del todo del derecho a dedicarme a la labor proyectista.

 

Por aquel entonces trabajaba conmigo un grupo de cinco o seis ingenieros diseñadores y quince o veinte operarios, tan entusiastas como yo mismo. Nos dieron un rincón en el recinto de los depósitos de una fabriquita de los tiempos de la primera guerra mundial.

 

El sitio nos venia estrecho, pero en cambio allí trabajá­bamos ya legalmente. Mis ayudantes más próximos eran K. Vigant, K. Sinelschikov, E. Adler y L. Shejter.

 

Sin embargo, alarmados por los progresos de este grupo de jóvenes diseñadores independiente de la Oficina Central de Proyección, los dirigentes de la fábrica, que tenían a su cargo el recinto ocupado por nosotros, no nos dejaban tran­quilos y decidieron expulsarnos. En cosa de dos meses (sep­tiembre y octubre de 1933) recibí tres órdenes de la direc­ción de la fábrica exigiendo desalojar el edificio que ocupá­bamos sin concedernos ningún otro local para el trabajo de nuestro grupo, que ya figuraba como Grupo de Aviación Ligera, costeado por la Osoaviajim.

 

Conservo la notificación oficial en la que se exigía el desalojo:

 

FABRICA Nº 142
5 de octubre de 1933

Secretaria Comisariado del Pueblo de la Industria Pesada de la URSS al  JEFE
DEL GRUPO DE PROYECCION, camarada YAKOVLEV

Se le comunica que para el 10 de octubre del corriente tendrá que desa­lojar los locales que ocupa su Grupo de Proyección (el local del Grupo, los depósitos y el garaje).

Al propio tiempo se pone en su conocimiento que a partir del 10 de octubre del corriente no se permitirá la entrada en la fábrica a ninguno de sus obreros y empleados.

Fundamento: Orden del Director de la fábrica.

El Subdirector, Alexándrov.

 

No me rendí, a pesar de todo, y luche activamente por el derecho a la existencia. Apelé a la opinión pública, a la prensa central.

 

Nuestras desventuras adquirieron amplia publicidad. Ahora nos rodeaba una aureola de perseguidos y acosados y como suele suceder en tales casos, gozábamos cada día de mayores simpatías. La opinión pública salió en defensa nuestra. Nos prestó una ayuda inmensa el diario Pravda, que ya había respaldado en más de una ocasión nuestros proyectos.

 

A mi me preocupaban no sólo las dificultades con que tropezaba nuestro grupo de diseñadores, sino también los problemas generales de la aviación ligera.

 

La situación era más difícil cada día. ¿Que hacer? El director de la fábrica no quiso oírme y me dirigí en busca de protección a las organizaciones sociales de la empresa. Fui a ver en primer termino a Sasha Voropánov, secretario de la organización del Komsomol. Me escuchó atento, refle­xionó y dijo:

 

- Tocayo, ¿sabes lo que te digo? Vamos a ver al secre­tario de la organización del Partido.

 

Fiódor Bashin, secretario de la organización del Partido, tenia en la fábrica reputación de hombre justo, serio y atento. Nos conocíamos hacia mucho tiempo, desde que el trabajaba de carpintero en un taller, y me había ayudado más de una vez en la construcción de mi primer avión deportivo. Estaba sentado a su mesa, fumando un cigarrillo, y escuchaba sin perder palabra a dos obreros, como alen­tándolos con su mirada inteligente y bondadosa. Terminada la conversación, telefoneó a alguien, y los obreros, satisfe­chos, salieron del despacho.

 

- Ya se a que viene, camarada Yákovlev - dijo.

 

Me ofreció asiento a su lado y empezó a hablar sinceramente:

 

- El director es testarudo, y si no quiere ayudarle no dará su brazo a torcer. Y en la Dirección General de nuestra rama tiene buenas agarraderas. No van a ponerse a mal con el por usted. ¡Pero encontraremos la manera de hacerle entrar en razón! He pensado ya cómo salir de la situación. Le acon­sejo que escriba inmediatamente al Comité Central del Par­tido o a la Comisión Central de Control. De allí nos telefo­nearán para preguntarnos -a nosotros se dirigirán sin falta-, y lo apoyaremos. El tiempo no espera, pues ya los están desahuciando y hay que encontrar el camino más corto que lleve al objetivo.

 

Pase la noche sin dormir apenas, escribiendo distintas variantes de mi carta. Pero amaneció por fin, tome la carta y encamine mis pasos al Kremlin. En la ventanilla de la Puerta de Troitski recibieron el sobre con las señas: "Al camarada Y. Rudzutak, Comisión Central de Control del Partido Comunista de la URSS".

 

Entregada la carta, aún hubo muchos motivos de intran­quilidad. Unos decían que no saldría nada de mis gestiones, otros afirmaban que la Comisión Central de Control tenía muchas ocupaciones, que habríamos de esperar varios meses y, mientras tanto, nos echarían. Pero a los dos días me llamaron por teléfono y me dijeron, en nombre del ca­marada Rudzutak, que uno de los días próximos se entrevistaría  conmigo. Dos días después volvieron a telefonearme y me dijeron:

 

"Venga usted, el camarada Rudzutak le espera a las cuatro de la tarde".

 

Fui al Kremlin embargado por la emoción. En otra oca­sión hubiera examinado con curiosidad sus maravillas, pero entonces no pensaba más que en ver cuanto antes al cama­rada Rudzutak y lograr su ayuda. Entre en la antesala. El secretario me atendió, anunció mi llegada y me invitó a pasar al despacho. Atravesé el umbral y me cohibí un poco al ver tan de cerca por primera vez a uno de los dirigentes del Partido y del Gobierno. Yan Rudzutak era a la sazón presidente de la Comisión Central de Control y Comisario del Pueblo de la Inspección Obrera y Campesina. Se irguió tras la mesa y salió a mi encuentro un hombre de mediana estatura, con una cazadora deportiva de gamuza, camisa blanca, corbata oscura y quevedos. Después de saludarme, me invitó a tomar asiento y, al reparar en mi turbación, me dijo afable:

- No se azare. Cuénteme con calma sus cosas.

 

Se quitó los quevedos, los limpió con el pañuelo y me dirigió una mirada alentadora.

 

Le referí brevemente la historia de mi trabajo en la aviación, le expuse mis planes y me queje de las condi­ciones extremadamente difíciles en que me encontraba.

 

- En nuestro país no hay muchas oficinas de proyectos de aviones. Prácticamente sólo dos: la de Polikárpov y la de Túpolev – dije -. Por eso no hay que arremeter de manera tan cruel e insensata contra nuestro pequeño grupo de jóvenes entusiastas. En interés del Estado seria preciso fundar nuevas oficinas de proyección, fomentar esta empresa, pero los burócratas de la Dirección General de la Industria Aeronáutica y el director de nuestra fábrica no lo compren­den. Por eso vengo para que me ayude.

 

En tanto me escuchaba, Rudzutak se ponía y se quitaba los quevedos, andaba por el despacho, se sentaba y tomaba algunas notas. Luego empezó a preguntarme por mi trabajo, se interesó por el avión que habíamos construido, por que causa había sufrido la avería y si era posible arreglarlo.

 

Yo no oculte que, efectivamente, había cometido el error que motivó el accidente, pero que ese error había sido debido a que nuestro avión deportivo había rebasado en mucho la velocidad de los cazas más rápidos. Habíamos dado un paso hacia la conquista de grandes velocidades y nos habían expulsado de la fábrica.

 

- ¿Que aparatos hace ahora? - me preguntó.

- Hemos construido hace poco un aeroplano de pa­sajeros, un "automóvil aéreo".

- Un ¿"automóvil aéreo"?  Es interesante, ¿y se puede volar en el?

- Pues claro. Para eso lo hemos hecho. Es más, nuestro "automóvil aéreo" puede aterrizar en cualquier pradera.

- Joven, ¿no exagera usted? -se sonrió Rudzutak-. Mire, yo vivo en la zona de Gorki, cerca de Nikólina Gorá, sabe, por donde está el chalet de Máximo Gorki. ¿Podría usted ir volando allá?

-Habría que examinar la explanada que hay allí y ver si puede tomar tierra en ella el avión - repuse algo confuso.

- Me gustaría comprobar su labor en la práctica -dijo Rudzutak.

- Venga al aeródromo - le rogué -, allí se lo mostra­remos todo.

- ¡No! Comprobar en un aeródromo no es difícil. Lo bueno seria que pudiera ir usted en avión a mi casa.

- Bien, lo intentaremos.

 

Rudzutak oprimió un timbre, llamó a un ayudante y le dijo:

 

- Facilite a Yákovlev el viaje a la zona y que vea si puede aterrizar un avión cerca del chalet. Por lo que se refiere a su carta - me dijo a m i-, la discutiremos con los camaradas del Comité Central del Partido y creo que este le apoyará y dará las indicaciones necesarias para que pueda usted continuar su labor. Si va al chalet en aeroplano, allí continuaremos nuestra conversación.

 

Yan Rudzutak se despidió amistosamente y yo salí como si me hubieran crecido alas. Al día siguiente vino un coche a buscarme y salí con el piloto Piontkovski para Gorki.

 

Delante del chalet de Rudzutak, enclavado en una abrupta orilla del rió Moscova, había una pequeña pradera anegadiza. La medimos, la recorrimos en todas direcciones por ver si tenía hoyos, zanjas o altibajos y determinamos que allí podía aterrizar el aeroplano.

 

El sábado me telefonearon del Kremlin para decirme que, si la pradera de Gorki era utilizable, el camarada Rud­zutak tendría mucho gusto en recibirnos en su chalet. EI domingo, muy temprano, Piontkovski, el mecánico de a bordo Demeshkevich y yo estábamos ya trajinando en el aeródromo en torno a nuestro aeroplano. A eso de las nueve lo teníamos ya todo dispuesto y Demeshkevich y yo nos marchamos a Gorki en automóvil para recibir a Piontkovski. Volvimos a examinar la explanada, colocamos un lienzo blanco, encendimos una hoguera en un extremo del prado y nos pusimos a esperar.

 

A la hora convenida, Piontkovski despegó del Aeró­dromo Central Frunze. A eso de las doce, un monoplano pasó en vuelo rasante, saludando con un balanceo de los planos, por encima del chalet de Rudzutak, describió un círculo, entró planeando en contra del viento y tomó tierra en la pradera.

 

Como es natural, a los pocos minutos empezó a acudir gente de la cercana aldea y, poco después, apareció el propio Rudzutak. Dio la bienvenida a Piontkovski y no ocultó su asombro de que hubiésemos cumplido nuestra promesa.

 

- Con toda franqueza, creí que no se atreverían a rea­lizar el vuelo - dijo.

 

Rudzutak escuchó muy atento mis explicaciones del aero­plano y, de pronto, nos dejó de una pieza:

 

- Bueno, pues habrá que volar en su aparato. Veremos que "automóvil aéreo" es este.

 

Pensé que Rudzutak bromeaba y me eche a reír. Pero Piontkovski puso el motor en marcha, abrió la portezuela del avión y dijo:

 

- Tenga la bondad.

 

Yo me desconcerté. ¿Que hacer? ¿Debía correr el riesgo de elevar por los aires en un avión de nuevo tipo a un Co­misario del Pueblo y miembro del Buró Político del Comité Central del Partido en un campo que no estaba acondi­cionado como los aeródromos?

 

- iHala, hombre, sin miedo! -exclamó Rudzutak, riendo.

 

Que remedio me quedaba; entre con Rudzutak en la cabina. La examinó con interés, se sentó y dijo:

 

- ¡Se está bien aquí! Parece un automóvil de verdad. ¡Bueno, vamos!

 

Yulián rodó el avión por la pradera y lo encaró al viento. Demeshkevich y sus ayudantes a duras penas pudieron con­vencer a la gente para que despejase el terreno a fin de que despegara el aparato. Finalmente, Piontkovski metió los gases a fondo y nos elevamos. Abajo veíamos Nikólina Gorá, Zvenigorod, los meandros del Moscova, campos y bosques. Tras de dar unas vueltas sobre Perjushkovo, volvimos a Gorki y aterrizamos.

 

- ¡Bravo, muchachos; no lo esperaba, muy bien! -dijo Rudzutak muy contento-. Es un verdadero "automóvil aéreo".

 

Cuando salió Rudzutak de la cabina a la pradera, nos dio las gracias por el vuelo, volvió a elogiar el aparato y nos invitó a comer.

 

Nos encaminamos al chalet rebosantes de felicidad. Apenas nos sentamos a la mesa se oyó de pronto un cha­coloteo de cascos de caballos y voces en el soportal. Vi por la ventana que habían llegado dos jinetes. Inmediatamente llamaron a Rudzutak. Salió, pero volvió en seguida al comedor, nos tomó a Piontkovski y a mi del brazo y nos condujo al portal.

 

- Aquí tienen a los perturbadores, llévenselos -dijo Rudzutak en broma.

 

En uno de los jinetes reconocí a Kliment Voroshilov y en otro a Anastás Mikoyán. Nos saludaron y se echaron a reír.

 

- Miro, y veo que unos infractores aterrizan en un lugar indebido - dijo, jocoso, Voroshilov -. Un avión rojo llama la atención. Y aquí venimos a comprobar sobre el terreno lo que ocurre. Resulta que son unos deportistas aéreos. ¿han tenido tiempo hasta de dar a Rudzutak el bautismo del aire? ¡Bravo! ¡Los aviadores son gente re­suelta!

 

Pasamos el resto del día con el camarada Rudzutak. Al declinar - la tarde, ya oscurecido, Piontkovski emprendió el vuelo al Aeródromo Central.

Yo regrese a casa muy emocionado. ¡Que iba a pasar?

 

Los acontecimientos no se hicieron esperar.

 

Poco después del caso referido me citaron a presencia del jefe de la Dirección General de la Industria Aeronáu­tica. Hube de esperar mucho en la antesala, hasta que me invitaron, al fin, a entrar en el despacho.

 

Tras una enorme mesa de escritorio estaba sentado un hombre de pelo negro y pasmosa obesidad. Sin saludarme ni ofrecerme una silla siquiera, me miró hostil de hito en hito y espetó sin rodeos:

 

- ¿Lo desahucian de la fábrica? Hacen bien. Vea... He dado orden de que instalen su oficina de proyección y a sus operarios en un taller de camas que hay en la carre­tera de Leningrado. ¿Entendido? No espere nada más, puede retirarse. Y... menos quejas. De lo contrario... Bueno, váyase.

 

Me advirtió también que el taller seguiría fabricando camas.

 

De este modo nuestra oficina de proyección fue a parar a un taller de camas.

 

Era un cuchitril de ladrillo, de una sola planta. EI local estaba sin enlucir y el suelo, que era de tierra, lo cubría una gruesa capa de cizalla de barras de hierro y alambres; seguramente no lo habían limpiado en muchos años. El recinto que rodeaba el taller o, como decían, el patio de la fábrica, era bastante grande, pero estaba lleno de chozuelas de madera, establos y cobertizos y obstruido por montones de basura.

 

Al otro día lleve allí a mis compañeros para aconsejar­me con ellos.

 

En el local, pequeño y absolutamente inadecuado para la producción, obreros de la más baja calificación fabrica­ban toscas camas de hierro, que llenaban hasta el techo la mitad del taller.

 

Todos nos quedamos indecisos: ¿que hacer? Sólo el entusiasmo y el deseo de tener a toda costa cualquier rin­cón, pero que fuera nuestro, pusieron fin a nuestras dudas. Éramos jóvenes, estábamos ansiosos de actividad y amá­bamos apasionadamente la aviación. Y, como no veíamos otra salida, accedimos a trasladarnos al taller de camas. Lo principal es tener a dónde agarrarnos pensé, “lo demás ya lo haremos con nuestras propias manos".

 

Por supuesto, nadie podía imaginarse que este taller se convertiría en una moderna fábrica de aviación con un recinto magníficamente enjardinado.

 

Buscamos al jefe del taller. Era, como se aclaró más tarde, un mangante de tomo y lomo. Tras las mutuas pre­sentaciones, apretones de manos y anchas sonrisas, empezó a decir rápidamente con voz meliflua:

 

- iAh! Si, he oído hablar, ¡cómo no! ¡Tanto gusto! Ya me hablaron de usted. Muy bien. Trabajaremos juntos. Nues­tro taller, aunque pequeño, tiene un gran porvenir. Hacemos diez mil camas al año y las perspectivas son magnificas.

- Bien, las camas son camas, pero ahora habrá que dedicarse también a los aviones.

- Si, claro... Pero los aviones son una cosa seria... ¡No es una broma, que digamos!... ¿Sabe usted a que huele eso? - hizo un elocuente ademán pasándose el borde de la mano por el cuello.

 

En cambio, las camas son un negocio que no falla: nos darán decenas de miles de rublos de ganancia liquida, los premios nada más... Bueno, ¿a que hablar? Ya lo verán ustedes mismos.

 

Comprendí en el acto que no encontraríamos un len­guaje común con aquel mangante y por eso resolví actuar sin gastar mucha saliva.

 

Nuestro grupo de diseñadores y obreros, treinta y cinco personas en total, se trasladó rápidamente al taller de camas. En la fábrica nos autorizaron a llevarnos consigo los instrumentos de delineante, algunas herramientas y varios bancos de mecánico y carpintero. Nos instalamos en la mitad del taller y la otra se quedó para la producción de camas. Pusimos un orden elemental en nuestra parte: tira­mos todo lo que estorbaba, dimos de llana y encalamos las paredes y entarimamos el suelo. Colocamos los bancos, las mesas y los armarios de la herramienta y emprendimos el trabajo.

 

Naturalmente, las condiciones eran las menos indicadas para construir aviones, aunque se tratara de los aparatos tan sencillos y pequeños como los que nosotros hacíamos.

 

Para fabricar las piezas mecánicas del aeroplano tuvi­mos que quitar al taller de camas un vetusto torno destro­zado. El joven tornero Maximov, entusiasta y virtuoso en su oficio, puso a punto el torno y el hacia las piezas para el avión.

 

También se esforzaron mucho los carpinteros Jrómov y Pankrátov y los ajustadores Zhirov y Pozdniakov para construir, en bancos y tornillos de tenazas viejos y gastados, piezas que sirvieran para el aeroplano.

 

El local, que ya era pequeño de por si, fue dividido con un tabique: a un lado se instalaron los diseñadores con sus planos y reglas de cálculo y al otro lado había un ruido espantoso: los hojalateros y carpinteros daban martillazos, limaban y cepillaban, zumbaba el torno...

 

Nada de eso nos turbaba, aspirábamos tenazmente a lograr nuestro objetivo: construir a toda costa tal como lo habíamos pensado nuestro primer avión de entrenamiento

 

UT-2.

 

Pero seguían estorbándonos trabajar y hubo un mo­mento en que, sin reparar en las indicaciones del Gobierno, nuestro grupo estuvo a punto otra vez de ser disuelto.

Cierto día, al volver de un viaje en comisión de servi­cio, me entere de que la superioridad se proponía trasla­darnos a otra parte y ampliar la producción de camas en el taller. Pensé que no tenia nada que perder, me fui a la redacción de Pravda, lo explique allí todo y pedí ayuda.

 

- Al director del taller no le interesan los aviones – dije -, lo único que necesita es sacar ganancias con las camas.

 

Después de que Pravda tomó cartas en el asunto, enco­mendaron la producción de camas a otra fábrica y nos entregaron todo el recinto y las dependencias del "antiguo" taller de camas. A los obreros cameros los hicimos opera­rios de la construcción de aviones. Poco después me nom­braron director del taller. Los camaradas me decían en broma:

 

- ¡Vaya un fabricante, en un año hace diez mil camas y un avión !

 

Bromas aparte, las cosas nos fueron mejor. Al cabo de algún tiempo conseguimos incluso un torno de verdad.

 

En cierta ocasión conocí a P. Rottert, jefe de las obras del Metropolitano de Moscú y le conté las dificultades que teníamos. La Dirección de las obras del Metro decidió ayudarnos y, en concepto de tutela, nos regaló un magni­fico torno nuevo, marca DiP.

 

Recibimos el torno, pero no entraba por la puerta de nuestro "taller mecánica". Hubimos que meterlo por una ventana.

 

Una vez el torno en nuestro poder, empezamos a llamar fábrica al taller. Y el torno que nos regalaron los del Metro, durante mucho tiempo fue considerado entre noso­tros como veterano y gozaba de un honor especial; sólo al cabo de numerosos años lo entregamos como recuerdo a una escuela de oficios.

 

Se encargó el cuidado de nuestra "firma" a Alexandr Belenkóvich, subjefe de la Dirección General de la Indus­tria Aeronáutica, hombre de carácter vivo y enérgico que nos apreciaba y nos ayudó a poner rápidamente nuestra empresa en condiciones decorosas de trabajo.

 

Corria el año 1935. Ayudados por Belenkóvich, em­prendimos el replanteo del territorio del taller de camas y la construcción de nuevos edificios, que forman parte del conjunto de nuestra actual fábrica.

 

Allí, aunque en condiciones muy difíciles, nosotros éramos ya los dueños; construimos tres aviones ligeros que desempeñaron un papel decisivo en la vida de nuestra pe­queña colectividad de diseñadores y determinaron toda mi suerte posterior como constructor.

 

En el taller de camas fueron creados los aviones AIR-9, AIR-9 bis y AIR-10, arquetipos del biplaza ampliamente conocido UT-2 (aparato biplaza de aprendizaje y entrena­miento). En el cursaron su primera escuela de vuelo miles de pilotos, entre ellos muchos héroes de la Guerra Patria. Las fábricas produjeron en serie 7.150 aviones UT-2.

 

Pravda continuó prestándonos su apoyo. En agosto de 1934 el periódico organizó conjuntamente con la Osoa­viajim la primera gran travesía deportiva de una patrulla de aviones ligeros AIR-6 por el itinerario Moscú-Irkutsk-­Moscú. El vuelo fue un éxito.

El 16 de agosto de 1934, Pravda publicó un editorial titulado “Por el avión ligero, por la aviación local”, en el que se decía:

 

"Sobre el fondo de los relevantes éxitos de la aviación moderna el raid de aviones ligeros de Moscú a Irkutsk pa­rece, y es natural, un logro muy modesto, aunque se ha efectuado brillantemente en todos los aspectos. No obstan­te, este vuelo tiene seria importancia, pues despeja el camino al avión ligero soviético, al "Ford aereo", como ha bautizado atinadamente la opinión pública a este aparato.

 

La patrulla de aviones ligeros AIR-6 de diseño sovie­tico, de producción soviética y con motores livianos soviéticos de 100 HP cumplió a la perfección la tarea plan­teada. A pesar del tiempo tan malo, los cuatro aviones cubrieron 4.263 kilómetros en cinco días, en treinta y cinco horas de vuelo, sin una sola avería ni rotura, sin un solo aterrizaje forzoso, y ahora vuelan de regreso.

 

Resumiendo el raid organizado por la Osoaviajim y Pravda, podemos decir que se ha asentado el comienzo de la aviación ligera en masa cuyo desarrollo tiene en nuestro país las más amplias perspectivas. El vuelo, realizado como preparativo para el Día de la Aviación, ha fijado la aten­ción de vastos sectores de la opinión pública en el proble­ma del avión ligero y ha demostrado rotundamente la se­guridad y resistencia de los AIR.

 

Un aeroplano que vuela a la velocidad de ciento cin­cuenta kilómetros por hora, de manejo extraordinariamente sencillo y cómodo, confortable, muy poco caprichoso por lo que se refiere a los campos de despegue y aterrizaje, que consume una cantidad insignificante de bencina por hora de vuelo, que cabe holgadamente en cualquier cober­tizo y que eleva a tres personas más el equipaje, un aparato así es un huésped deseado en todas nuestras repúblicas, territorios y regiones, donde puede ser un valioso ayudante en, la edificación económica y cultural.”

 

Los cuatro aeroplanos AIR-6 hicieron una ruta de casi diez mil kilómetros sin ningún percance. En el vuelo to­maron parte corresponsales de los diarios centrales.

 

En su editorial El "Ford aereo" soviético, del 25 de agosto de 1934, Pravda decía:

 

"El 18 de agosto, en el apogeo de la fiesta de la avia­ción, apareció sobre el aeródromo de Túshino una patrulla de aviones ligeros AIR-6 y tomó tierra, dando por termi­nada así su travesía Moscú-Irkutsk-Moscú.

 

En aquel momento la atención de la muchedumbre estaba pendiente de la sugestiva escena de un combate aéreo de cazas y, no obstante, aplaudió entusiasmada a los par­ticipantes del raid. Esto muestra que la aviación ligera ha adquirido gran popularidad en nuestro país. Confirman unánimemente esta deducción los participantes de la travesía de los AIR, que encontraron en cada parada un vivo y profundo interés por el avión ligero.

 

El interés por el avión ligero reviste un carácter gene­ral. Y no puede ser de otro modo, pues todos absoluta­mente perciben la falta que está haciendo. Necesitan el avión ligero nuestras organizaciones territoriales y regiona­les para la comunicación rápida y cómoda con cualquier punto del territorio y la región.

 

Necesitan el avión ligero nuestros organismos administrativos para la dirección ope­rativa de las empresas. Contemplan con envidia el avión ligero los jóvenes de nuestros clubs aéreos que necesitan el aparato para los vuelos de entrenamiento, de propaganda y de turismo. Esperan el avión ligero en las líneas locales de nuestra flota aérea civil.

 

El avión ligero es un "Ford aereo". Y lo mismo que el automóvil se convirtió en vehículo de masas únicamente con la aparición de sus tipos ligeros, el aeroplano de poca potencia ofrece la posibilidad de incorporar a la aviación a las más vastas capas de la población. El significado cultu­ral de la utilización en masa de la aviación ligera es incal­culable. También le está reservado un papel inmenso en el fortalecimiento de la defensa del país. Es una necesidad apremiante saturar el país de aviones ligeros...

 

Conviene indicar que el AIR-6 no es el único avión ligero soviético. Contamos con una serie de aparatos de este tipo. Nuestros diseñadores se interesan cada vez más por el problema de la aviación ligera y cabe esperar que crearán nuevos modelos aún más perfectos. Pero el AIR-6, según la opinión general de los participantes del raid Moscú-Irkutsk-Moscú, ha soportado brillantemente la prueba.

 

Ahora tiene la palabra la industria, que debe montar la producción en serie de aviones ligeros."

 

En 1936 la situación de nuestro grupo de proyectistas en el recinto del que fuera taller de camas se había afian­zado tanto que nos asignaron fondos para construir un buen taller de montaje y un magnifico local destinado a la oficina de proyección. Nuestro grupo estaba relacionado ya con varias fábricas de producción en serie que construían aviones AIR-6, UT-1 y UT-2. Se había asentado el comien­zo de una empresa, fundadora más tarde de toda una serie de aviones no sólo deportivos, sino también militares que desempeñaron su papel durante la Gran Guerra Patria.

 

Gracias a http://militera.lib.ru

El texto original en ruso se encuentra aqui

 

HR_LeNoir / HR_Ootoito / HR_Grainovich

 
 

 

 

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